miércoles, 30 de diciembre de 2015

"La Región Vacía" de Mario Szichman, discurso estético de un hecho trascendente


La doctora  Alexis del C. Rojas Paredes, profesora de la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez, Núcleo Valera, Venezuela escribió el excelente trabajo sobre mi novela La región vacía que pueden leer a continuación:



     


“La vida brota y transcurre atravesada por dos
  fuerzas contradictorias: la de la preservación,
                               y la del abismo de la muerte”.

Víctor Bravo


En su deslumbrante uso del lenguaje como enlace  subjetivo de la narración,  en esa interconexión entre lenguaje y mundo, llamado  los  juegos del lenguaje   por   Wittgenstein, donde “sólo es posible imaginar combinaciones no existentes de elementos existentes(1968:60), Mario Szichman recrea, en su última novela,  La Región Vacía (2014, Madrid: Verbum), obra que tiene como referente existencial la tragedia que sacudió de manera nefasta a Nueva York, y al mundo, el 11 de septiembre de 2001. Hecho trascendente de carácter dramático, que el escritor, con excelente madurez narrativa, transfigura en un hecho discursivo sugestivo, fundado en la confluencia de historias, las cuales, desde la intimidad de los personajes, revelan  experiencias vividas y relaciones de significación. Szichman entreteje diversas individualidades que despuntan la intersubjetividad del discurso estético, connotando, entre sus posibilidades interpretativas, sentidos que se mueven entre la conmoción y la contemplación, erigidos desde la sensibilidad artística que reproduce espléndidamente en sus personajes.
Bajo esta mirada, el autor reconstruye y resignifica la historia discursiva en la cual el curso de los acontecimientos  y el entrecruzamiento de variados sucesos  y escenarios estructuran una isotopía narrativa, simbolizada, sin duda,  en los  collages de Marcia. Las realidades cotidianas de los protagonistas: Marcia y Jeremiah, a quienes distancia, pero a su vez acerca, la tragedia producto de la postura y los propósitos de los líderes adversarios: Osama bin Laden y George Bush.  Las alertas de seguridad  del ex funcionario del FBI cinceladas desde el encubrimiento, la incertidumbre y lo impredecible en tres marcas temporales, se pone de manifiesto en la representación de niveles perceptivos e imaginativos que deslumbran a partir del tono del lenguaje, el matiz reflexivo y la experiencia  placentera.
En esta confluencia de historias narrativas que arman el collage de la obra, el autor reconstruye de forma intercalada y con minuciosa descripción,  el encubrimiento del  plan terrorista de Osama bin Laden al este de Afganistán,  las estadías, intercambio de información  y  desplazamiento de los miembros de Al Qaida, “Viajaban en sus cuerpos, pero ya estaban escindidos de ellos. No tenían pensamientos trascendentes. La idea de inmolación había cedido paso a las tareas burocráticas que debían cumplir…” (Szichman, 54); fines que logran superando misteriosamente todos  los controles de seguridad en  los aeropuertos. Se trataba de sujetos  a quienes hacía actuar:

 “Una furia incubada  en siglos de frustración, apaciguada en cinco rezos diarios, propulsada por la injusticia, atenuada por escasos momentos de ternura y espoleada por la aflicción, por la eterna aflicción”, que “movería edificios enormes, y los disiparía hasta sus cimientos. Sus vidas se disolverían en un instante sin dolor, como si nunca hubieran existido”. (62).

Todo ello en medio de la normal cotidianeidad de la existencia neoyorquina, de la impensable destrucción del World Trade Center, y en un día de trabajo educativo del Presidente George  Bush. No obstante, es significativo destacar  cómo el narrador,  a través del personaje Patrick Cassidy,  exfuncionario del FBI  y luego Jefe de seguridad de buena parte de las torres gemelas, instaura  referencias que enmarcan la catástrofe como los “vaticinios” fundados  por el personaje sobre los planes de Al-Qaida, los cuales eran desestimados por los jefes; así como la “legendaria vulnerabilidad” y las “fallas estructurales” de construcción reiteradamente divulgadas: “Una arquitecta había dicho en el New York Times que podían convertirse en las lápidas más gigantescas del mundo” (130), actos evasivos  que llevan al lamentable infortunio.
Este hecho, de indudable conmoción, dado a los estados de afectación  individual y colectivo, visto desde el mismo instante de la tragedia y de los momentos sucesivos  del impacto del primer avión de American Airlines, y luego el segundo, provoca la perplejidad  e incertidumbre, tanto en las personas que están dentro de las torres gemelas, como en familiares y colectividad en general, llegando a representar momentos de vértigo signados, en primer lugar,  por la progresión de marcas temporales definitorias  –víspera, el amanecer del 11 de septiembre de 2001 a las  4:00 am; traslado hacia el aeropuerto, 8:00 am;  el primer ataque, 8:46 am; el  segundo a las 9:03 am- y en segundo lugar, por cada evento impredecible y las consecuencias  de los instantes posteriores; atravesados en un discurso narrativo  cargado de mucha expectación, sin llegar a  imprimir el sello dramático que desencadenó la crueldad de los acontecimientos o victimización del hecho histórico social como tal.
En este orden interpretativo, podemos apreciar  el comportamiento y los estados emotivos de Marcia, madre de dos ejecutivos que mueren  dentro de la Torre Norte,  personaje protagónico, quien a través de la comunicación  telefónica con sus hijos, a la par de las imágenes televisivas de CNN, revela la marcha de la tragedia,  en el curso de los acontecimientos,  las sensaciones vividas de angustia y confusión: “funcionaba como en sus collages. No había continuidad. Trataba de ir reajustándose a la novedad.” (147). Todo se torna en incertidumbre  y finalmente en desolación. Marcia:

 Tras la muerte de sus hijo afrontó el duelo…Se sentía incómoda en ese mundo de deudos y de víctimas donde nadie decía la verdad. (…) buscaba algún tipo de racionalidad. Odiaba las palabras imprecisas, los golpes en el pecho, la idea de que un cataclismo se había abatido sobre Nueva York,… La aterraba pensar que mataban  simplemente por el placer de matar (…) Marcia decidió finalmente abandonar la congoja colectiva. Al menos en su soledad estaba ausente la mentira”. (68-69)

El personaje enfrenta su aflicción y vacío terrenal/ espiritual en la búsqueda constante de un aliento de vida que le permita  recobrar la contradictoria preservación  de sus hijos.
En el transcurrir de este  paralelismo  muerte, vacío y aflicción, la trama narrativa entrecruza  los personajes protagónicos Marcia y  Jeremiah,  periodista responsable de reportar las infaustas consecuencias  del atentado de las torres gemelas, en escenas progresivas de encuentros y desencuentros, que nos muestran diversas singularidades de vida, de relaciones de significación,  sobre experiencias, conceptos, que evidencian , pero también despiertan deseos e intenciones “Venga vamos a protegernos –le dijo Jeremiah (…) He decidido que a partir de este momento, mi tarea es protegerla, hacerla feliz y llevarla a la cama” (80-81). Por lo que en medio de episodios de aflicción se introduce una serie de elementos isotópicos que  perfilan un estado de contemplación en  los protagonistas, tanto de las condiciones físicas como de  los objetos de realización profesional y de los diálogos intersubjetivos.
Es importante referir, aquí, que la noción de contemplación más allá de su concepción como conocimiento y unión con Dios  recogido por los postulados místicos,  se percibe en un sentido amplio  como una mirada que emana placer, como la aproximación que se genera  entre el sujeto-sujeto y el sujeto-objeto, producto de la observación atenta,  valorativa y reflexiva del encuentro o  de la realidad observada; es decir una contemplación por el otro y lo otro.
Entre las diversas definiciones de la contemplación, cabe mencionar la de Manuel Belda, Profesor de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), quien señala que el significado original del término «contemplar» encierra un triple contenido: a) se trata de mirar, pero de un mirar con atención, con interés, que involucra la dimensión afectiva de la persona; b) dicho interés procede del valor o calidad que posee la realidad contemplada; y c) este mirar comporta una presencia o inmediatez de dicha realidad. En este sentido, se puede decir que la capacidad de  contemplar demanda estimación de algo que va  más allá de lo observado,  lo que hay al otro lado del límite.
A la luz de esta noción de contemplación se desnuda la intimidad de la vida afectiva y condición humana de los protagonistas, en un acercamiento  de aparente contradicciones  que a lo largo de sus andanzas se reconvierten:

Ahora no tiene la mirada de un pescado – dijo Marcia observando a Jeremiah.
-Le queda muy bien el cabello mojado. Debe ser muy bella al salir de la ducha (…)
–No usted no es un pescado. Usted es un extraterrestre. ¿Por qué me mira así?” (80-81).

De igual modo,  la  atención e interés hacia los objetos como el deslumbrante bolígrafo de Jeremiah, por ejemplo,  la observación analítica e indecible sobre los collages de Marcia, los diálogos enjuiciadores sobre sus experiencias de vida: agonía y muerte de la esposa de Jeremiah, los amantes de Marcia y la vida de sus hijos; constituyen actos de sensibilidad humana, con mirada valorativa  y reflexiva,  vistos inclusive en un comportamiento  de fines contradictorios de Osama bin Laden:

 Cuando regresó del baño, observó a Amal al-Sada, su esposa más joven. Estaba amamantando a su hijo…Él se sentía en sus brazos como si fuera un niño, la amaba con ternura. (…)Sabía que nunca podía volver a vivir como un ser humano normal…Estaba destinado a morir en la Región Vacía. (86-87)

Estas escenas que marcan sentidos de contemplación, entre otras, se dimensionan  al final de la novela, cuando  los protagonistas parecieran  entender los conflictos de sus vidas, al reconocerse uno en el otro, al apostar a una nueva forma vida signada por el misticismo, la compasión y  la esperanza; representada en un primera instancia por el deseo inalcanzable de Marcia de  volver a ver a sus hijos por última vez, y en la búsqueda afanosa de Jeremiah por satisfacerla. Para ello, ambos intentan su fin, Marcia en la elaboración del collage con las fotografías de la infancia  de sus hijos y Jeremiah en una búsqueda milagrosa para responder a  lo prometido. Cito en extenso:

Observó el collage. Lo más difícil para Marcia había sido conseguir las fotos donde sus hijos se sonreían mutuamente mientras saltaban del muelle en Lake George (…) Estaban elegantes, como si antes de saltar se hubieran mirado al espejo y dado un toque a las corbatas…Como trasfondo no estaba la torre desde la cual habían saltado, sino las montañas Adirondacks. Era una de las transgresiones que Marcia había cometido en el collage. Tuvo que pintar gama verde en las orillas del lago para ocultar la nieve. Otra transgresión. Luego pegó el collage con la figura de sus hijos. Era una visión extraña. La pintura verde había encubierto la nieve, pero la nieve había hecho brillar el lago  con una luz que no pertenecía al verano. Volvió a observar el collage. Nunca había visto a sus hijos tan felices. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan desdichada. (211-212)

Marcia volvió a contemplar la fotografía…allí estaban sus hijos. Al menos la foto los había preservado intactos. (…) Ningún rostro era reconocible, pero Marcia observó las figuras, y descubrió a sus hijos por sus posturas… Sus hijos parecían desconcertados, afectados por la incertidumbre. (214)

Vemos en estos extractos, cómo la noción de contemplación revela la realidad observada en una aproximación del sujeto-objeto que trasgrede el límite de lo observado para generar “una forma posible de mirar las cosas”, la ocultación y la manifestación de la  preservación ante la negación de la muerte de sus hijos.
De igual modo, tenemos en una segunda instancia,  la historia final de los protagonistas, quienes de manera reflexiva llegan a conocerse y reconocerse desde las diferencias y la identificación, en las que cada uno ve en el otro la posibilidad de establecer  una relación distinta a las experiencias amatorias anteriores; pues marcados por sus perturbaciones, ahora apuestan al milagro y la esperanza como fuente de vida:

Jeremiah pensó que la vida junto a Marcia era un milagro.
´Pero Jeremiah no piensa en todas esas cosas tristes´, reflexionó Marcia. ´El cree en los milagros´. (…)
Marcia rezó a la esperanza. (…) Jeremiah era el comienzo de algo sin un final previsible. Aterrador pero magnífico.
Jeremiah recordó que la esperanza es eterna e inevitable.
Marcia caviló en un concepto que nunca había relacionado con los hombres en su vida: la devoción…
Jeremiah asumió que su misión cotidiana era conquistar a Marcia, aplacar sus miedos, hacerla avanzar en todo aquello que amaba. (215)

De manera  que el hecho trascendente de La Región Vacía,  más allá de un referente existencial, constituye, desde una connotación semiótica, un discurso estético revelador de subjetividades que se entrecruzan de manera significativa, que desde el acercamiento interpretativo mostrado, se mueven entre las denominadas  nociones  de conmoción y contemplación,  que  dibujan,   parafraseando a Bravo, las “fuerzas contradictorias de la vida”, referidas en el epígrafe.
 Szichman,  con un dominio de estructuras narrativas, hace de la trama todo un juego discursivo, haciendo confluir entre las escenas de conmoción y contemplación la presencia de personajes artísticos –elemento recurrente en las obras del escritor, particularmente en Eros y la Doncella-  con expresiones que le otorgan una alta dosis de recreación e imaginación al texto. Los collages de Marcia, quien “no despegaba de amateurs”, unidad estructurante  de la novela; los bocadillos para cine  de Jeremiah; las fotografías de Ralph, en “su eterno proyecto”  y la dramaturgia del Tío Augustus, “siempre era su misma obra”; representan los matices y  entreactos que irrumpen la tragedia,  desde  la controversia y posturas  críticas- reflexivas ante el oficio.
Sin duda, La Región Vacía constituye un discurso estético magistralmente enunciado en sus formas expresivas desde un manejo impecable del lenguaje; esto es, al decir de  Wittgenstein (1953) “un todo formado por el lenguaje y las acciones con las que está entretejido”,  signada en el recorrido narrativo por las dos condiciones  contradictorias de  la existencia humana: vida-muerte.  Creación literaria que por la manera en que el escritor se apropia de los acontecimientos y sus personajes, hace posible revelarnos una historia que funda al decir de Ricoeur, “el genuino poder referencial del texto”.

Referencias Bibliográficas:
Ricoeur, P.(1995) Teoría de la Interpretación. Discurso y excedente de sentido.  México: Siglo veintiuno
Szichman,  M. (2014) La  Región Vacía. Madrid: Verbum
Wittgenstein, L. (1968) Los cuadernos azul y marrón. (Traducción de la edición inglesa: Francisco García Guillén. Madrid: Taurus, 1993

Wittgenstein, L. (1953)  Investigaciones filosóficas. (Edición bilingüe. Trad. García Juárez y Moulines. México: Instituto de Investigaciones Filosóficas. 1988

domingo, 27 de diciembre de 2015

León Tolstoi: modelo para armar



Mario Szichman




     Cuando escribí mi trilogía de la patria boba, revisé muchas biografías, especialmente de Francisco de Miranda y de Simón Bolívar. Sigo pensando que sobresalen las escritas por William S. Robertson, en el caso de Miranda, y las de Salvador de Madariaga e Indalecio Liévano Aguirre cuando se trata de Bolívar. Sin embargo, el motor de los relatos, la percepción de los personajes está dado por el libro Tolstoy and the Genesis of War and Peace, de Kathryn Beliveau Feuer (Cornell University Press, Ithaca, 1996).
     ¿Qué tienen que ver los personajes de la novela de Tolstoi con aquellos que participaron en la gesta libertadora de la Gran Colombia? Prácticamente nada. Ni siquiera coinciden la geografía, o su pasado. Solo comparten la cronología.
     Napoleón Bonaparte invadió Rusia en junio de 1812. La guerra patriótica comenzó en la Gran Colombia por la misma época. Pero, más allá de discrepancias culturales, históricas, políticas, de lenguaje, de costumbres, de mitos, el ser humano se guía por similares pasiones. Todavía las palabras del judío Shylock en El mercader de Venecia, resuenan con la misma veracidad que cuando Shakespeare las puso en el papel: “¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, no es herido por las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos?, Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?”
     Mis personajes, nacidos en Caracas, en Apure, o en Bogotá, o inclusive en diferentes pueblos de España, no necesitaban ser judíos para padecer aflicciones humanas, acceder a los buenos sentimientos, o planear terribles, excesivas venganzas cuando se sentían ultrajados. ¿Y dónde están mejor reflejados esos arrebatos que en los seres que habitan La guerra  la paz?
     Feuer reveló cómo el proceso creador de Tolstoi avanzaba desde un simple concepto a una idea desarrollada, y luego, a la creación del personaje que podía revestirla de carne y hueso. Por ejemplo, en su cuaderno de trabajo, el novelista mencionó a Mijail Speranskii, un estadista ruso que trató de inculcar ideas liberales a Alejandro Primero, el absolutista zar de todas las Rusias, y pagó cara su osadía, pues fue enviado al exilio.
     “Él aparece ante Speranskii, y cree que toda la sabiduría reposa en su figura”, escribió Tolstoi en uno de sus cuadernos. ¿Quién es el ser que aparece ante Speranskii y tiene tan alta opinión del personaje? En ese momento, Tolstoi lo ignoraba. Era suficiente que el estadista representara un ser valioso, noble. Recién después de muchos avatares, Tolstoi diseñó al príncipe Andrei, uno de los protagonistas de la novela y armó la escena del encuentro con Speranskii.
     Para Tolstoi, los personajes eran maleables como la arcilla. En uno de sus primeros borradores, quien mostraba éxtasis por Speranskii era Boris Zubstov, un actor menor. Luego, Tolstoi hizo algo más con Boris Zubstov: lo eliminó. “El carácter denominado Boris comenzó su complicada evolución”, señaló Feuer. Dicha evolución concluiría en la versión final con la parcelación en dos personajes: Boris Dubretskoi, por un lado, y Andrei Volkonsky por el otro. Pero en el medio, solo existía el príncipe Volkonski. Recién mucho después Tolstoi le añadiría al príncipe su hijo Andrei, quien junto con Pierre Bezujov carga sobre sus hombros el peso de la novela.
    Eso llevó a otra mutación, por simples motivos de balance narrativo. El primer Boris Dubretskoi era un “admirable y honorable joven”. El Boris definitivo está caracterizado por “la hipocresía y por una desagradable reserva”.
    Los sucesivos cambios en el temperamento de los héroes de La guerra y la paz también van reajustando sus edades –algunos se hacen más jóvenes, o devienen más importantes, o inclusive varían sus posiciones políticas. Y destaco ese aspecto porque en ocasiones, algunos protagonistas empiezan a aferrarse al autor y se convierten en una carga muy pesada que puede desbaratar el andamiaje narrativo. Tolstoi exhibía una gran flexibilidad a la hora de lidiar con hombres y mujeres. Para él lo más importante era la narración, y no dudaba un solo momento en librarse del lastre de un individuo que intentaba estorbar la trama.
    Otra “mancha temática” imposible de eludir en la novela es el mito napoleónico, el increíble ascenso de un simple teniente de artillería al rango de emperador de los franceses, no por heredar un trono, sino gracias a sus conquistas militares. Napoleón también fomentó el mito del súper héroe, capaz de conducir a la muerte a un millón de hombres, sin sobrellevar culpa alguna.
     Tolstoi despreciaba a Napoleón, pero por las razones equivocadas. No podía aceptar que un arribista hubiera llegado a controlar el destino de Europa. Y en algunas descripciones que hizo del gobernante francés, le resultó casi imposible ocultar su desdén. Pero como era un narrador, no un ensayista, se vio obligado a analizar el mito y a simbolizarlo en seres humanos. Tres de sus protagonistas quedaron prendados de esa ambición napoleónica. ¿No era excesivo? ¿No era mejor mostrar los contrastes, la variedad en los sentimientos? Por lo tanto, Tolstoi despojó de la ambición napoleónica a uno de sus personajes, Fiodor–Nicolai, y la acentuó en Andrei Bolkonski, y en Pierre Bezujov, sus protagonistas y rivales a nivel intelectual y sentimental.
    Según señaló la autora de Tolstoy and the Genesis of War and Peace, el novelista continuó alterando las emociones que asignaba a cada uno de sus caracteres, así como sus sentimientos, mostrando la autoridad y al mismo tiempo la incertidumbre de un director de escena.
     Ese recurso me resultó muy útil al trabajar novelas históricas. Tanto en Las dos muertes del general Simón Bolívar como en Los años de la guerra a muerte, traspasé inquietudes de unos personajes a otros. Por ejemplo, ciertas impaciencias de Simón Bolívar terminaron atormentando las noches de Antonio Nicolás Briceño, “El Diablo” Briceño, quien redactó el primer decreto de guerra a muerte contra los españoles. A diferencia de Bolívar, que se halla atiborrado de biografías, y cuenta con un anecdotario interminable, “El Diablo” Briceño no ha sido reseñado con amplitud. Su participación en la guerra concluyó en 1813, a los 31 años de edad, cuando fue fusilado por los españoles. Y su fama, además del decreto a guerra a muerte, se basa en su plan de ofrecer ascensos militares a cambio de las cabezas segadas al enemigo (“El soldado que presentare veinte (cabezas) será ascendido a Alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta, a Teniente, el que, cincuenta, a Capitán; etc.”), y en sus sangrientas represalias.        Un día ordenó apresar a dos octogenarios españoles, y envió una de sus cabezas a Bolívar, acompañada de una carta donde la primera frase estaba escrita con la sangre del asesinado, y la otra al coronel Manuel del Castillo y Rada, segundo jefe de las fuerzas de la Unión Granadina, y comandante de la caballería de Venezuela.
     Un ser humano tan especial merecía que Bolívar le donara parte de su feroz temperamento. (No existen grandes hombres a bajo precio, decía Balzac).
     Otro elemento que destaca en Tolstoi y es difícil hallar en novelistas de su época, es su desprecio por el romanticismo. No solo estaba presente el mito napoleónico a la hora de narrar, sino también la leyenda de la Revolución Francesa. Era difícil aceptar que seres de carne y hueso con terribles fallas, hubieran trastornado la historia de Europa. Solo en las últimas décadas se ha comenzado a aceptar que la mayoría de ellos eran anodinos, triviales y muy sanguinarios.
     Como señalé en un previo post, en 1867 el ensayista alemán Heinrich von Sybel, publicó su “Historia de la Revolución Francesa”, reseñada en The Saturday Review. (21 de marzo de 1868). Hay un párrafo de la reseña dedicado a un aspecto de la Gran Revolución que no suele ser analizado: la profunda vulgaridad de sus protagonistas. Algunos de ellos eran directamente rufianes. Y otros, que posaban como seres civilizados en sus hogares, se transformaban en monstruos de maldad al pisar la arena pública.
     Von Sybel dijo que la Gran Revolución abrió las compuertas para concretar “ocasiones de causar daños, de las cuales no existían precedentes”.  Los jefes revolucionarios no tenían grandeza, “ni para el bien ni para el mal”, señalaba von Sybel. 
    Más allá de la soberbia de algunos individuos, los líderes del proceso cometieron errores y excesos propios de enfermos mentales. Muchos de los crímenes de la Gran Revolución podrían haber sido evitados, dijo von Sybel, “con un normal sentido común, y con una virtud muy ordinaria”. Lamentablemente, en ambos lados del espectro político, solo reinó la “insolencia, la violencia, y la codicia”. La Gran Revolución no solo abrió las compuertas para avanzar en la defensa de los derechos del hombre; también sirvió como catalizador para lucrar con la desgracia ajena. “Los seres más vulgares quedaron asombrados de su éxito”, dijo el autor. Como resultado, se “multiplicaron los crímenes y los errores”. Se creó una vida pública, y otra secreta: la vida pública del heroísmo; la vida secreta del latrocinio.[i]

EL LUGAR COMÚN

     Tolstoi sabía que no hablamos, sino que somos hablados. Basta ver el comienzo de La guerra y la paz, donde un grupo de aristócratas discuten la política napoleónica en base a frases hechas. No hay un solo pensamiento original, hasta que irrumpe Pierre Bezujov, como un elefante en un bazar, y plantea premisas inquietantes, que nadie desea discutir. Además, Pierre está a punto de heredar una enorme fortuna, y algunos de sus oyentes se muestran más interesados en investigar la posibilidad de casarlo con alguna de sus hijas. Eso es de un gran narrador. En lugar de expresar grandes ideas, Tolstoi muestra el ajuar con que se disfrazan los personajes de un milieu social o su manera de enunciar pensamientos prestados.
     Otro aspecto del libro de Feuer que ayuda mucho a entender la creación de La guerra y la paz y también a quienes desean seguir la huella de Tolstoi, es verificar que en ocasiones, la complejidad de un personaje, lejos de profundizar la narración, la hace impenetrable. En uno de sus primeros borradores Nikolai Rostov, hermano de Natasha, la gran heroína de la novela, aparece como un complejo hombre de mundo. Una de las notas de Tolstoi, dice: “El joven húsar partió de su hogar, a la luz de la luna, para encontrarse con su primera mujer”.       Feuer supone que cuando Tolstoi tomó los apuntes, Nikolai era una figura sin importancia. El escritor estaba mucho más interesado en otro personaje, Boris. Pero, a medida que avanzaba la narración, el episodio de Nikolai con la prostituta, y luego su sueño, donde se alternaban sus sentimientos de virilidad, con la culpa y el remordimiento, se convirtió en una incomodidad. El escritor descubrió que Nikolai daba para más. Podía convertirse en el amante de la princesa Maria, hermana de Andrei Volkonski, una mujer sin atractivos físicos, pero de una deslumbrante espiritualidad. Y en ese caso, para preparar la transformación de Nikolai, era ineludible despojarlo de su complejidad. Un hombre mundano no podía ser el compañero de la princesa María, se requería un hombre que compartiera su candor. Tolstoi no era un mojigato, pero como gran narrador, era leal con sus lectores. Y los lectores podrían disgustarse con un personaje que no fuese de una sola pieza. Por lo tanto, Tolstoi despojó a Nikolai de toda experiencia sexual. “Y aunque no poseía las cualidades espirituales de la princesa María, podía ser un esposo adecuado para ella, debido a su inocencia y sinceridad”, señaló Feuer.
     El libro de Feuer es excepcional en el territorio de la crítica literaria. Es de lamentar que cuenta con escasos equivalentes. Me imagino que de haber contado con un volumen parecido explicando la “cocina literaria” de Dostoievski en Crimen y Castigo, o en Los Poseídos, ese texto hubiera cumplido el mismo propósito a la hora de narrar al Libertador o Francisco de Miranda desde la primera persona, o al describir la guerra a muerte desde la tercera persona. La narrativa muy difícilmente sea creada desde la nada. Demasiadas memorias de los muertos pesan sobre la imaginación de los vivos, desde anécdotas, fábulas y leyendas, hasta mitos que cada cultura hace florecer. El germen siempre está presente, las ideas abundan. Lo más difícil no es la construcción de un texto, sino su ensamblaje. Tolstoi dejó numerosos testimonios de su creación. Y Feuer realizó un eximio trabajo mostrando las líneas seguidas por el narrador, para culminar en esa incomparable novela.
     Es raro encontrar ensayos literarios donde se exterioriza con tanta nitidez no solo la obra en sus diferentes progresos, sino también el atajo, la manera de eludir evitables errores. Gracias a todos los tropiezos que encontró Tolstoi en su camino, y que Feuer logró detectar, la tarea del creador puede llegar a ser más fructífera. Por supuesto, es imposible resolver qué método es el mejor para escribir. Pero un libro como el de Feuer demuestra que conviene construir una vivienda a partir de los cimientos, nunca desde el techo.





[i] “Mientras la humanidad siga otorgando más aplausos a sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria militar será siempre la depravación de sus personajes más enardecidos”. Edward Gibbon. History of the Decline and Fall of the Roman Empire.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Identidad compartida de Rafael Baralt: la clonación de Prometeo


Mario Szichman





“¿Qué mayor gloria puede obtenerse de un descubrimiento
 factible de erradicar la enfermedad del ser humano,
y convertirlo en un espécimen invulnerable a todo,
con excepción de la muerte violenta”?
Mary Shelley
Frankenstein


Andrew, uno de los protagonistas de Identidad compartida (Ediciones B de Venezuela, colección Nova, 2015) no es una máquina de reproducir, como la mayoría de los seres humanos, sino apenas un artefacto que puede prolongar la vida de otro individuo de su misma especie capaz de solventar su mantenimiento. El único propósito de Andrew es conservar sus órganos en buen estado, hasta el momento en que deba donarlos –sin su conocimiento o autorización. Quien ha entregado el germen que ha propiciado la vida de Andrew tiene el propósito –digamos altruista– de que su hijo pueda persistir en la tierra más años de los previsto.
El escritor venezolano Rafael Baralt Lovera ha escrito una espléndida novela partiendo de una premisa muy moderna: la clonación. Sin embargo, con variantes, la propuesta es casi tan antigua como el mundo: ¿es posible crear un ser de materiales que no figuran en nuestro catálogo habitual? Y una vez implantado ¿en qué podemos utilizar al personaje?
En Frankenstein o El Prometeo moderno, Mary Wollstonecraft Shelley procreó todo un género de ficción al trabajar el mito del personaje que aparece en el subtítulo de su novela. ¿Cuáles son los elementos de ese mito? Uno proviene de la obra de Esquilo Prometeo encadenado, encargado de traer el fuego desde el sol a la tierra a fin de socorrer a la humanidad. El castigo propinado a Prometeo por el dios Zeus fue sujetarlo a una montaña para que un águila se alimentara de sus entrañas. El otro mito es la historia de Prometeo plasticator. Ese segundo mito es el que ha obtenido más vástagos. En esa versión, Prometeo logró crear o recrear al ser humano animando una figura hecha de arcilla. Tan prolífica ha sido esa idea, que inclusive en el folklore judío, no muy inclinado a usar las fábulas de los gentiles, existe la poderosa figura del golem. La narrativa más famosa sobre el golem involucra a un rabino de Praga que en el siglo dieciséis habría creado una figura de arcilla insuflándole vida, con el propósito de proteger el gueto de la ciudad de ataques antisemitas. Hay otra historia, que se acerca más al monstruo creado por el doctor Victor Frankenstein. Se trata de un golem que tras ser rechazado por una mujer de carne y hueso, se convierte en un monstruo que arrasa con una población.  (El monstruo de Frankenstein no utiliza arcilla sino trozos de cadáveres).
La creación o alteración de seres humanos es un territorio que siempre termina invadido por seres ansiosos de crear una raza superior. También el mito nazi es casi tan antiguo como la humanidad. Y alguien que podría habitar tanto las páginas de Mary Shelley como las de Rafael Baralt es Josef Mengele, el célebre médico de Auschwitz, quien se consideraba un humanista. ¿No había  acaso unificado el color de los ojos a quienes padecían de heterocroma del iris? Esas personas seguían caminando por la tierra, sin el estigma de un ojo de un color, y otro de un matiz distinto, gracias a la inyección de un producto químico. (Nunca pudo verificarse el efecto secundario que había tenido ese producto en los sujetos de experimentación). Después estaban los famosos  gemelos univitelinos, que podrían mejorar la raza aria y ampliarla. Como ya lo había proclamado el Führer, Alemania[i], además de carecer de espacio vital tenía una de las tasas de reproducción más bajas de Europa, y los gemelos podían ser la solución. Cada pareja aria podía multiplicar la población con dos hijos por embarazo. Afortunadamente, la caída del Tercer Reich impidió que Mengele concretara sus sueños.
En Identidad compartida, el doctor B. Hershon dirige el centro Biogenetics Research. Parece un fiel y morigerado discípulo de Mengele. No apela a operaciones de cambio de sexo, y no observa la evolución de gérmenes letales en organismos humanos analizando sus escasas posibilidades de supervivencia. Tampoco prescinde de la anestesia en las intervenciones quirúrgicas. Pero hay algo que lo equipara con el médico de Auschwitz: Hershon cree que la medicina consiste en buscar atajos, en proteger a seres superiores.  Las víctimas de sus experimentos, aquellas que sufrirán la extirpación de sus órganos, deben aceptar que su sacrificio será por el bien de la humanidad, encarnada en ricos benefactores.
Hay varios elementos de Identidad compartida que sobresalen. En primer lugar, Andrew, el personaje clonado cuya única función es proporcionar órganos, es construido por el novelista prácticamente a partir de cero, desde su celda y desde su ignorancia. La mayor parte de su vida (Baralt hace un snapshot de su existencia cuando tiene 27 años de edad) Andrew ha estado recluido en un cuarto, con esporádicas salidas al gimnasio para conservar sus órganos en buena forma. Cuenta con un compañero virtual que juega al ajedrez con él, y desde hace escasos años es asistido por Lena, una psicoanalista.  
Baralt no oculta sus cartas (excepto en el espléndido final). Ya desde el principio nos informa que “Pese a su extrema inteligencia”, Andrew, “no tenía conciencia de que su cuerpo no le pertenecía, ni de que su vida era el resultado de una experimentación genética”.  
De esa manera, dependiendo de otra anatomía, aquella que en algún momento requerirá uno o todos sus órganos, cualquier jornada puede ser para Andrew la postrera de su existencia, “el último amanecer que verían sus ojos como consecuencia de una arbitrariedad humana”.
Todo en la vida de Andrew es tan aséptico y tan irreal como su creación. Otros le han inventado una historia “adaptada a las exigencias de su fértil intelecto”. Ignora el mundo exterior, y desconoce los secretos de la pasión amorosa. La revelación de la sexualidad formará parte de su descubrimiento del mundo.   
El otro personaje que precipita el conflicto es Josh Peterson, “padre” del clonado prisionero. Josh desconoce su vínculo con Andrew. Su progenitor, Douglas, un acaudalado abogado de San Francisco, decidió enviar a una empresa biogenética una “porción de células madre tomadas al momento del nacimiento de Josh”. Ese vínculo, al principio inexistente, se convertirá en el motor central de la novela. Josh descubre que “alguien más portaba su identidad”. En cuanto a Andrew, su otra mitad, está obligado “a compartir un mundo a medias con el proveedor de sus propios genes”.
La tercera en discordia es Lena, la psicoanalista, quien se enamora de Andrew, contribuye a su fuga del sitio de enclaustramiento, y será testigo final de la transmutación de su amante.
Baralt ha sabido utilizar muy bien el setting de San Francisco a fin de contar su historia. Es una ciudad con una gran carga mítica, y al mismo tiempo, muy moderna, muy plausible para narrar la tragedia de Andrew. Además, la parte tecnológica de la novela no abruma al lector. Hay una inteligente utilización  de los gadgets, y de innovaciones a nivel de computadoras, o de iluminación de recintos. Pero lo más destacado es que se trata de un drama humano, con seres de carne y hueso, conflictos reales, y animado por un perseverante suspenso. Algunos lectores han sugerido que Identidad compartida requiere una secuela. O posiblemente una saga. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Pues bien, eso no es cierto. La segunda parte de El Padrino es tan buena como la primera.

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Rafael Baralt Lovera: “los fines perversos de la clonación”

     En un intercambio de mensajes por correo electrónico, Rafael Baralt Lovera, autor de Identidad compartida, dijo que “Hace unos años, mientras escribía un ensayo sobre la clonación humana, tuve que exponer ejemplos donde esta técnica científica pudiera ser utilizada para fines perversos y contrastarlos con sus opuestos loables. Me encontré con una posibilidad tan retorcida que nunca la olvidé. Poco a poco fue gestándose la trama en mi mente”.
     Identidad compartida tiene un muy buen “gancho” final, que no revelaremos. Baralt dice que uno de los incentivos para escribir la novela fue “tener claro el final de la historia. Me dije: ´¿Cómo hago para plasmar una escena de drama desgarrador donde aparezcan dos personajes y que uno de ellos no sepa a ciencia cierta quién es el que está parado frente, aun sintiendo amor por el otro?´; pero no sólo eso, ¿cómo hacía para trasladar esa misma duda al lector? Como no creo en lectores ingenuos, sabía que cada uno construiría el final; es decir, mi intención era lograr que cada lector participara de la historia. Ese reto fue el detonante. Lo demás fue construir un mapa mental y dar vida a unos personajes que ya retumbaban en mi cabeza”.
     Identidad compartida es la primera novela de Baralt, y su publicación tiene un final más feliz que el que aguarda a uno de sus protagonistas.
     “En 2014, luego de diez meses de escritura continua, inicié los trámites para introducirla en Ediciones B, arriesgándome a recibir un portazo en la cara”, dice el autor. “Después de todo, era un completo desconocido, con una novela primeriza, enmarcada en un género tan incomprendido en mi país, ¿quién podría darme una oportunidad? Con todas las de perder, entregué el manuscrito. Luego de unos meses, que no podría catalogar de lapso prudencial, recibí respuesta. Una llamada de Ediciones B Venezuela. Mi novela había sido leída y aceptada por un editor en España. Con ese visto bueno, se publicó Identidad compartida, por el momento, sólo en territorio venezolano, en Abril 2015. Próximamente estará disponible la versión digital en Amazon”.
     El novelista no desea ser encasillado en géneros. Si bien su primera narración pertenece al género de la ciencia ficción, señala que “Me gustan las historias donde se lleve al extremo al ser humano, y la ciencia ficción no escapa de ello. Los mundos posibles nos asoman sucesos del futuro, o del pasado, donde el hombre ha tenido que intervenir poniendo a prueba sus capacidades para resolver situaciones complejas que jamás imaginaron. Mis autores favoritos de este género son Ray Bradbury, Isaac Asimov, J. J. Benítez y Robin Cook. Pero no solamente leo este tipo de literatura. Hay demasiados libros en el mundo por leer, una vida no alcanza, y no puedo permitirme el lujo de encasillarme. Por ello, he incursionado por todo tipo de narrativas, encontrando verdaderos hallazgos en Rosa Montero, Paul Auster, José Saramago, Héctor Abad Faciolince, Oscar Marcano, Haruki Murakami, Norberto José Olivar, Octavio Paz, Charles Dickens, Carlos Ruiz Zafón, Arundhati Roy, y tantos otros que no nombro por cuestión de espacio”.
      Aunque nacido en Caracas, el novelista de Identidad compartida revela un buen conocimiento de San Francisco y de Los Ángeles. No se trata de un turista, sino de alguien que vivió ahí. Generalmente se comienza describiendo el sitio donde nacimos. ¿Por qué Baralt eligió la costa Oeste de Estados Unidos para su primera novela?
     “Nací en Caracas y siempre he vivido aquí”, dice Baralt. “Sin embargo, he tenido la fortuna de viajar mucho. Uno de mis primeros viajes fue a San Francisco. Esa ciudad causó un gran impacto en mí. Para entonces contaba con 25 años (hace más de veinte años). Hay lugares que se quedan en uno, y San Francisco lo hizo conmigo. Tengo, además, un gran amigo viviendo en Alameda, Oakland; así que mi estancia no ha sido un problema. Perdí la cuenta de las veces que he visitado San Francisco. Me gusta el clima, su gente, la arquitectura, las áreas verdes y la diversidad cultural. He caminado por sus calles y remontado sus empinadas cuestas. Hay magia en esa ciudad, y esa magia sirvió de marco para Identidad compartida”.
     En la actualidad, Baralt está trabajando en su segunda novela, incursionando en otro género.
    “Tengo un nuevo reto intelectual a cuestas”, señala el novelista. “Si bien me han pedido que escriba una segunda parte de Identidad compartida, no está en mis planes inmediatos. Ando sumergido en una nueva historia que dejará sin aliento a más de uno. Esta vez, dejo a un lado la ciencia ficción para adentrarme en otro género. Eso sí, prometo llevar al límite la capacidad humana con un tema fuertemente controversial”.




[i] Ver la introducción a la novela escrita por M.K. Joseph (Oxford University Press, Nueva York, 1969).

domingo, 20 de diciembre de 2015

Se puede escribir mejor conociendo la cocina literaria de los maestros


Mario Szichman




    
 Cualquier profesión requiere el aprendizaje de un oficio. Pero, al parecer, los escritores, al menos en algunas culturas, están exentos de esa tarea. Inclusive algunos de ellos se ponen muy molestos cuando uno pregunta donde aprendieron a escribir. (Tal vez se molestan con razón. Quizás nunca aprendieron a escribir).


     Creo que el romanticismo hizo un enorme daño a la profesión de escritor. Es interesante ver cómo Edgar Allan Poe, uno de los ídolos del romanticismo francés del siglo diecinueve –llevado al paroxismo de la gloria por Charles Baudelaire– era, en realidad, un eximio hombre de negocios y escribía con el esencial propósito de ganarse la vida. Basta ver su disección de uno de sus poemas más famosos, The Raven, “El cuervo”, para ver cómo Poe pensaba en esa elegía como una fructífera operación comercial. 
     En la época en que el escritor difundía sus poemas, muchos teatros y salas de concierto estaban habilitados para difundir obras en prosa y en verso. Escuchar cuentos, fragmentos de novela, y poemas, era para el público norteamericano una diversión casi tan popular como ir al teatro. Mark Twain, el autor de Huckleberry Finn, la piedra fundacional de la literatura norteamericana, ganó mucho dinero en el circuito de lectura divulgando sus relatos más famosos. Y también lo hizo Poe, quien no tuvo pudor alguno en revelar los anzuelos que lanzaba a su audiencia para engancharla con sus versos. 
     En su Philosphy of Composition, un texto que casi le causa un ataque de apoplejía al famoso poeta británico T.S. Elliot, por su desparpajo y su develamiento de secretos literarios, Poe reveló la composición de The Raven como si se hubiera tratado apenas de armar un crucigrama. Al mismo tiempo, se burló de los poetas que simulaban caer en trance cuando aseguraban componer sus odas “por una especie de frenesí, de intuición, de éxtasis”. El escritor estaba seguro de que esos autores “temblarían ante la sola idea de permitir al público espiar entre bastidores”. 
     Poe subrayaba la necesidad de concentrarse en un solo efecto en caso de que fuese forzoso leer el texto literario “en una sola función”. En realidad, recomendaba escribir poemas cortos que el autor pudiera leer en una sola sentada, la mejor manera de conseguir ese efecto único. Además, ¿qué espectador estaba dispuesto a pagar dos veces la entrada para enterarse del final de un poema o de un cuento? Por lo tanto, y tomando en cuenta que era muy difícil entretener a la audiencia por más de una hora, calculó que un poema debía oscilar en las cien líneas. (The Raven tiene 108). 
     Otra cosa que Poe recomendaba, y que despertaba la ira de sus colegas, era la necesidad de escribir el poema de atrás para adelante. ¿Qué clase de numen inspirador lidia con una elegía de esa manera? Parecería imposible alcanzar el frenesí, la intuición, el éxtasis con una mente tan fría y calculadora. Pero si Poe, uno de los grandes poetas de la lengua inglesa, logró conmover a generaciones de lectores con sus poemas –y sus relatos– es probable que su técnica, la de un escritor, no la de un iluminado, marchaba por el camino correcto.
     Primero, según Poe, había que determinar el efecto a buscar, y construir la trama recién a partir de ese efecto. Basta leer esos bellísimos cuentos protagonizados por el detective C. Auguste Dupin: Los asesinatos en la Rue Morgue, El misterio de Marie Rogêt, y La carta robada, para verificar que el razonamiento de Dupin se basa en el método de composición usado por Poe en The Raven.  
     “El concepto de toda trama”, decía el escritor, debe ser “elaborado hacia su desenlace antes de apoyar la pluma en el papel”.
     Poe no quería solamente complacer a los críticos, sino conseguir que sus poemas fuesen “apreciados de manera universal”, especialmente por el público que pagaba por sentarse en una butaca. Cuando eligió la belleza como tema de su poema era por una razón práctica: “La belleza es la única comarca legítima del poema”, dijo en su ensayo. Pero ¿qué se hace con la belleza sin un contrapeso? Después de todo, poemas y narraciones avanzan gracias a los contrastes. No hay protagonista sin antagonista, no hay seres buenos sin villanos que intentan entorpecer su felicidad. Y existe una amplia gama de sentimientos para arrostrar la vida, de lo contrario, nuestro paso por la tierra sería terriblemente aburrido. Casi como la sección de “El Paraíso” en La Divina Comedia, una parte del poema apenas visitada por los lectores.
     ¿Qué podía hacer el poeta para enaltecer la belleza, y hacerla atractiva a sus oyentes y lectores? Cotejarla con la tristeza. “La belleza, en todas sus formas”, decía Poe, “azuza de manera invariable el alma sensitiva, la lleva a las lágrimas. La melancolía es, de esa manera, la tonalidad poética más legítima”. Imaginamos que a esas alturas, tras profundizar en los consejos de Philosphy of Composition, los grandes creadores que admiraban a Poe debían estar muy disgustados con un profesional que revelaba de manera tan desvergonzada los secretos de la creación poética. 
       Poe tenía reservados otros consejos en su arsenal. Junto con belleza por un lado y la tristeza por el otro, se requería algo más, estremecer  el corazón del oyente o del lector con un elemento que todo ser humano entiende, excepto los psicópatas: el miedo a la muerte. Por lo tanto, el tópico central de The Raven debía ser la muerte, y la fresa de la torta, la muerte de una bella mujer. Nada más poético –en ocasiones nada más cursi– que usar ese tema tan trillado. 
Y luego, el célebre estribillo: Nevermore, nunca más, que usó de una sabia manera, en distintos contextos, para fortalecer el pathos. 


LOS MODOS DEL EXCESO


     En The Melodramatic Imagination,  un espléndido trabajo de Peter Brooks, uno de mis favoritos en el terreno de la crítica literaria porque es además un creador, se indica el gran aporte del melodrama a la narrativa moderna. Brooks alude a “los modos del exceso”, y señala que inclusive Henry James, el epítome de la racionalidad narrativa, a veces se aventuraba por las avenidas de la transgresión. Prueba de ello está en sus relatos Una vuelta de tuerca, o The Beast on the Jungle. Es curioso que en sus ensayos literarios –eximios por su comprensión de escritores alejados de su credo– James nunca expresó éxtasis por Flaubert, quien parecería uno de sus antecesores, y en cambio derramó su admiración por Balzac, un monstruo del exceso.
     En una crítica a Flaubert, el narrador estadounidense señalaba que inclusive los autores más inclinados a lo puramente literario, en algún momento desearían escribir de manera tal que una persona anhele comprar su libro para devorarlo. Sin mencionarlo, James aludía a la literatura sensacionalista.
Charles Nodier decía que el melodrama era, en realidad, “la moralidad de la Revolución”. 
     Ignoro cuáles eran las imágenes observadas en diarios y revistas por las generaciones siguientes a la Gran Revolución y al Reino del Terror. Pero, ¿cuántos pueblos han crecido teniendo como ícono máximo a La Doncella, mejor conocida como la guillotina? ¿Acaso algún francés de la época del Directorio, de la Restauración Monárquica, de la Revolución de Julio de 1830,  logró transitar por la vida sin haber observado aunque fuese una sola vez esas efigies de cabezas chorreantes de sangre o de tinta negra agarradas de los cabellos por la mano de un verdugo y exhibidas a un público vociferante? El melodrama, durante buena parte de la historia francesa del siglo diecinueve pasó a ser la realidad concreta, tangible. Ningún autor inventa nada, solo se limita a cargar las tintas en algunos episodios. Cuando se habla del realismo mágico de Gabriel García Márquez vale la pena preguntarse cuál es el porcentaje de realismo, cual es la cuota de magia en los relatos de un autor que ya desde pequeño oyó de las matanzas de obreros en las bananeras, simplemente porque exigían salarios justos, y menos horas de trabajo. 

     Brooks dice al analizar  La piel de zapa, una de las mejores, más perdurables y formidables novelas de Balzac, que si bien existe magia en la narración, la magia está dada exclusivamente por el exceso.  En definitiva, La piel de zapa es claramente una fábula, enunciada por el novelista ya en las primeras páginas del relato, cuando el dueño de una tienda de antigüedades explica a Valentin, su protagonista, que “el gran secreto de la vida humana consta de tres palabras: Querer, Poder y Saber”. El querer “nos consume”, dice el dueño de la tienda de antigüedad, “el poder nos destruye, y el saber nos consuela”. Y Valentin agota su vida en los placeres carnales y en la búsqueda de poder, y en ese tránsito, la mágica piel de onagro se va achicando, anticipando así su temprana muerte. Pero el melodrama permitió a Balzac, como permitió a Poe, una manera de ignorar la realidad, y las superficies, para ir directo a las profundidades. Sus labores siempre tienden a desenmascarar aquello que se oculta tras afeites, fachadas, frases virtuosas. Siempre detrás aparece el monstruo que nos acecha desde el abismo. 
     Balzac hacía emanar la pensión Vauquer de las ropas de su dueña. Nos dice en Papá Goriot: “Toda su persona implica la pensión, así como la pensión implica toda su persona. El presidio no se imagina sin el capataz, no puede concebirse el uno sin el otro. La fofa gordura de esta mujer es el producto de esta vida, como el tifus es la consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su vestido, hecho con ropa vieja, resume el salón, el comedor, el jardincillo, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes”. Y en El lirio en el valle, el narrador “lee” en la “sonrisa forzada” de una moribunda, “la ironía de la venganza, la anticipación del placer, la intoxicación del alma, la furia de la decepción”. 
      En el relato de Poe, “La casa de Roderick” Usher es la emanación, en piedra, de la decadencia que sufre su propietario. Todos los artefactos del relato gótico, entre ellos el entierro en vida, el doble, el incesto, van marcando la narración. El retorno del más allá de Madeline, la hermana de Roderick Usher, causa la muerte del protagonista, y el derrumbe de la mansión. 

    Balzac, al igual que Poe, trabajaban en el territorio de la exaltación. Y es posible aprender mucho de sus estados mentales –rigurosamente administrados, es cierto– para trascender el campo de lo habitual. Quizás no había nada singular en Roderick Usher, excepto la mirada del narrador. Tampoco debía existir nada extraordinario en la señora Vauquer, excepto la contemplación de Balzac.  Pero, en la exaltación, ambos encontraron verdades ocultas. Es bueno seguirles la pista a los maestros. Nos permiten hacer atajos. Ellos estuvieron antes. Es preferible sugestionarse con la inspiración que nos legaron. Y cuando el abismo que contemplamos es la página en blanco, copiar algunas de sus frases es un buen incentivo para comenzar a llenar cuartillas.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Al polvo volverás… de fosas biodegradables a la resurrección de los osarios



Mario Szichman
    


 En el parque Ramsey Creek de Carolina del Sur se ha creado el primer cementerio biodegradable para complacer a los defensores del medio ambiente.
En ese lugar, los muertos son enterrados prácticamente como vinieron al mundo: sin ataúdes, sin taxidermia alguna. En el mejor de los casos, se los envuelve en una mortaja. Pero una vez enterrados, desaparecen. Ni una lápida recuerda sus nombres o sus hazañas. Los guardianes del cementerio cavan un agujero, depositan el cadáver, lo cubren de tierra, y pronto los restos humanos sirven de alimento a las plantas silvestres.
     El cementerio de Ramsey Creek es un secreto muy bien guardado. Y es difícil que el secreto se revele alguna vez. La industria funeraria no tiene mucho interés en esos cementerios baratos y biodegradables. La periodista Takeuchi Cullen calcula en 50 las personas enterradas hasta ahora en ese cementerio. Y hay apenas otras 50 aguardando en la lista de espera.
    ¿Por qué tan pocas personas desean que sus restos vuelvan al polvo en Ramsey Creek? Porque circulan tres leyendas urbanas que alguien se ha dedicado a divulgar en la internet. (Es imposible pensar que hayan sido divulgadas por los empresarios de pompas fúnebres).
     Primero: animales salvajes suelen merodear en los alrededores y uno de sus manjares favoritos es degustar muertos en sus cenas. Algo parecido a la leyenda del lobo feroz, pero al revés. Segundo: los cadáveres pueden ser productos muy tóxicos y dañar las fuentes de agua. Teniendo en cuenta que esos cementerios son el sitio del descanso eterno para los defensores del medio ambiente, pensar que una vez muertos se convertirán en peligrosos desechos químicos disuade a muchos partidarios de la biodegradación. Y por último, a raíz del hambre de tierras que exhiben los promotores inmobiliarios, ¿qué garantías hay que en el lapso de veinte o treinta años esos prístinos paraísos vegetales no se transformarán en centros comerciales y será necesario bajar al estacionamiento para llevarle flores a un muerto imposible de localizar?
     Los curadores del cementerio señalan que se trata de leyendas urbanas. Aunque hay osos y coyotes en la zona del parque, ningún animal se ha tomado la tarea de desenterrar un bocadito humano. Los cadáveres, lejos de ser tóxicos, ayudan a fertilizar la tierra. Y parte del dinero de los entierros se destina a un fondo para la eterna preservación del parque. Pese a esas afirmaciones, los cementerios biodegradables siguen siendo todavía biodesagradables, y muy pocos comulgan con la idea.


ENTIERROS PREMATUROS Y SEPULCROS ENCALADOS


     La industria de la muerte es famosa por su propensión a rediseñar los temores o aprensiones de los vivos. En Buried Alive (W.W. Norton & Company, Nueva York: 2001), Jan Bondeson señaló que el siglo diecinueve fue una época en que la Revolución Industrial y la obsesión de los alemanes con la muerte prematura se combinaron para producir técnicas destinadas a impedir que la gente fuera enterrada viva. Y esas técnicas eran muy costosas. 
     El libro de Bondeson lidia con un tema apenas discutido en Occidente: “la historia de los signos de defunción y del riesgo de un entierro prematuro”.
     Pero aunque Bondeson alude a historias y mitos desde la temprana Edad Media hasta el presente –las leyendas del Monje Libidinoso, del Médico Descuidado, de los Jóvenes Amantes, de la Dama del Anillo, y otras en que la lujuria, la ineptitud, el amor y la codicia contribuyeron a descubrir entierros prematuros– su principal interés es el siglo diecinueve, cuando surgieron una serie de técnicas,  gadgets y edificios a fin de impedir que la gente fuera enterrada viva. Sagaces inventores crearon cámaras mortuorias portátiles, hospitales para los muertos, y ataúdes de seguridad que tenían asientos eyectables, calefacción, teléfonos y peculiares trompetas que se depositaban en los labios del presunto fallecido con el propósito de que las hicieran sonar en caso de una imprevista resurrección.
     Al mismo tiempo, los médicos trataban de confirmar la muerte de sus pacientes usando métodos en ocasiones indignos, incluidos enemas de humo de tabaco. Eso, bastante antes que el fumar fuera considerado un riesgo para la salud.
     Y para completar el panorama, dice Bondeson, los cadáveres quedaban amarrados a los vivos. Uno de los capítulos más macabros del libro está dedicado a los “asilos de la vida imprecisa” que brotaron como hongos en ciudades alemanes en la segunda y tercera década del siglo diecinueve. Sólo en Wurtemberg, entre 1828 y 1849, dice Bondeson, “alrededor de un millón de difuntos pasaron a través del sistema”, aunque ninguno de ellos resucitó en esas funerarias.
     De los dedos de los cadáveres partían cuerdas conectadas “con un gran órgano de fuelles”. En el caso improbable que un difunto resucitara, sus dedos podrían tocar el órgano, y un guardián ayudaría a la persona a retornar a este valle de lágrimas. 
    Lo que no tenían en cuenta los constructores de esos mausoleos, dice Bondeson, era que los cadáveres se hinchaban al corromperse, activando con frecuencia el mecanismo conectado con el órgano. Eso hacía que el guardián “fuese despertado por una fantasmagórica sinfonía que emanaba de la cámara mortuoria”.
    En su libro Bondeson no sólo lidia con la historia, sino también con la literatura. Además de Edgar Allan Poe, “el escritor con más entierros prematuros por página”, muchos narradores fueron atraídos por esas cámaras de horror. Y uno de los más brillantes humoristas de Estados Unidos, Mark Twain, escribió una de las mejores crónicas sobre el tema. En su relato “La Confesión de un Moribundo”, Mark Twain usó su talento de reportero al describir su visita a un hospital para muertos que operaba en Munich hacia 1880.
     Si bien la aprensión sobre el entierro en vida disminuyó en el siglo veinte  –muchos alemanes fanáticos parecían más interesados en fabricar hornos crematorios para los vivos que asilos para la vida imprecisa– nunca desapareció. Sigue siendo, todavía, “nuestro temor más ancestral”, señala Bondeson.


 LOS SERES QUERIDOS


     Ya en el siglo veintiuno, directivos de algunos cementerios estadounidenses muy bien establecidos, y absolutamente tradicionales, han comenzado a elaborar vistosas maneras de recaudar fondos destinados a realizar costosas reparaciones.
     En el cementerio Laurel Hill, de Filadelfia, donde descansan seis de las víctimas del naufragio del Titanic, se conmemora una vez al año la “última cena” del insumergible transatlántico que reposa en el lecho del Atlántico norte.
Según informó Patricia Leigh Brown en The New York Times (25 de mayo de 2007), durante la conmemoración, y a los acordes del Danubio Azul, mayordomos impecablemente disfrazados sirvieron un menú de nueve platos en la sala principal del cementerio, atrayendo a muchos visitantes que llenaron las exhaustas arcas del osario.
Entre tanto, en el cementerio Chapel of the Chimes, en Oakland, California, se inició en los primeros meses del 2007 una temporada de conciertos titulada “Jazz at the Chimes”, para seducir a potenciales clientes.
     En Washington, el Cementerio del Congreso, que tiene más de dos siglos de antigüedad, propició hace algunos años una jornada “Del Patrimonio Nacional”.
La idea que tienen los estadounidenses del patrimonio nacional no es la que tenemos los latinoamericanos. Al menos, dudo que un homenaje en el Panteón de Caracas o en el cementerio bonaerense de La Chacarita incluya una banda de 70 instrumentos de bronce que toque festivas marchas militares y sea seguida por columnas de perros disfrazados de personajes históricos que yacen en el cementerio. (Uno de los perros interpretó a un soldado de la Unión muerto en la guerra civil).
     Hasta fines del siglo veinte, el cementerio más antiguo de Washington era el hogar de prostitutas que concertaban sus negocios entre las decrépitas tumbas. Abundaban las jaurías de perros salvajes que en ocasiones entorpecían los encuentros amorosos. Pero la sociedad de preservación de monumentos decidió que era necesario remodelar el cementerio y pensó en los dueños de canes. En la actualidad, el cementerio se ha convertido en un parque para perros defensores del patrimonio histórico que corren libremente por los jardines, de 33 acres de extensión, alzan sus patas al aproximarse a cada una de las tumbas y, en general, disfrutan como locos del esparcimiento. Quizás anhelan desenterrar algún hueso prohibido. 
     Los dueños de los perros pagan 125 dólares por el privilegio de visitar el cementerio, y 40 dólares por cada perro. Gracias a esa ingeniosa estrategia, la sociedad de preservación consiguió recaudar decenas de miles de dólares destinados a reparar tumbas y embellecer la grama.
     Otros promotores de cementerios han sido más audaces. El cementerio Oakwood de Troy, Nueva York, inaugurado en 1848, ofreció en fecha reciente un brunch (combinación de desayuno y almuerzo) a fin de recaudar fondos. La parte más aplaudida del brunch fue cuando chefs prepararon omelets junto al crematorio.
     El osario de Oakwood se ha hecho famoso también por su calendario de 2005. Inspirados en la película Calendar Girls, los miembros de la sociedad de preservación imprimieron un calendario donde personas de la alta sociedad, preservadas en carnes y en años, aparecían desnudas mientras simulaban tocar instrumentos de vientos y de cuerdas en uno de sus parques.
     Cuando criticaban a William Faulkner por la violencia y el erotismo que impregnaban sus novelas, el escritor se limitaba a responder: “El sexo y la muerte son la puerta de entrada y salida de este mundo”. Gary Laderman, profesor de Religión en la Universidad Emory, y autor de Rest in Peace: A Cultural History of Death and the Funeral Home in the 20th Century (Oxford University Press, 2003), un libro sobre las funerarias de Estados Unidos, pareció coincidir, al menos en los márgenes, con la frase de Faulkner. Al evaluar la riesgosa decisión de las autoridades del cementerio Oakwood de imprimir un nudie calendar, dijo que en cierto modo eso era comprensible. "Después de todo”, señaló, “el sexo, como la muerte, son grandes promotores de ventas".