domingo, 29 de junio de 2014

Esta Patria es Caribe y no Boba



Mario Szichman

“Esta Patria es Caribe y no Boba”

Simón Bolívar




Hay dos frases que me han acompañado buena parte de mi vida. Una de ellas pertenece a Balzac: “No se puede ser un gran hombre a bajo precio”. La otra es de Dylan Thomas: “¡Qué bello es el humo de las propias naves quemadas!”

La lucha por la independencia de la Gran Colombia está repleta de gigantes que incineraron sus naves. Se quemaron en un incendio que diezmó literalmente a su población. Bolívar, quizás el hombre más rico de Venezuela al comenzar la lucha, concluyó literalmente con una camisa cubriendo su cuerpo, posiblemente prestada. Sus camaradas de armas sufrieron muertes horribles. José Félix Ribas, uno de sus más valientes y más audaces generales, fue asesinado tras una delación, y su cabeza puesta dentro de una jaula. La guerra a muerte declarada por Bolívar cobró un terrible precio en la población venezolana, y los españoles reaccionaron con la misma fiereza. José Tomás Boves, el asturiano, el gran rival de Bolívar en la primera época de las batallas por la independencia, y su caudillo más popular, organizaba bailes con las esposas de militares patriotas que pedían clemencia para sus maridos. Al concluir las danzas bailadas a la mortecina luz de las velas, las mujeres descubrían los cadáveres de sus esposos reclinados en sillones.

No hay en toda la historia latinoamericana una bravuconada mayor que la de Bolívar luego del terremoto de julio de 1812 que diezmó a sus fuerzas y dejó ilesas a las tropas enemigas: “Si la naturaleza se opone”, dijo Bolívar en esa ocasión, “lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”.

Los jefes patriotas, y hay que reconocer, varios generales españoles, eran bigger than life, tanto en su valentía como en sus atrocidades.  No se puede ser gran hombre a bajo precio.

Mi pasión por la historia venezolana comenzó en 1967, cuando llegué por primera vez a Caracas y descubrí el libro El culto a Bolívar, escrito por uno de los grandes historiadores venezolanos, Germán Carrera Damas. Si bien durante los años siguientes escribí la Trilogía del Mar Dulce, tres novelas sobre los Pechof, una familia de judíos argentinos; la idea de pergeñar una saga sobre la independencia de la Gran Colombia nunca me abandonó, aunque pasaron dos décadas antes de poder concretarla.

Publiqué en el 2000 Los papeles de Miranda, en el 2004 Las dos muertes del general Simón Bolívar, y en el 2007 Los años de la guerra a muerte. Entre 1980, año en que divulgué A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad, y el 2000, en que apareció Los Papeles de Miranda, no publiqué nada. Nunca dejé de escribir, pero no encontraba editor para mis novelas. El viraje de una narrativa familiar a otra histórica la explico en parte en el libro Trilogía de la Patria Boba de Mario Szichman, Una propuesta de novela histórica del siglo XXI [i], cuya compilación y edición estuvo a cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo. El libro acaba de aparecer en su versión electrónica, ya está a la venta en Kobo y próximamente estará disponible en Amazon, Barnes & Nobel, Itunes stores y otras librerías virtuales. 
El resto del libro está henchido de ensayos muy inteligentes, muy bien escritos, y que tienen una cualidad bastante difícil de encontrar: no solo enseñan al lector, sino al escritor. Y esto no lo digo por agradecimiento o por afán de elogio. Siempre he creído que a Dickens le hubiera venido muy bien revisar sus escritos tras leer la crítica de ese monstruo genial que se llama Joseph Hillis Miller. Lamentablemente, Dickens falleció algunas décadas antes del nacimiento del crítico.

Nunca he creído en la soledad del escritor, o en el genio del escritor. El escritor necesita comunicarse con sus lectores y críticos. Necesita cultivar su oficio (lo que otros llaman injustamente genio) en contacto con sus lectores y críticos. Yo soy un privilegiado pues los ensayistas que han participado con sus trabajos para el libro me han enseñado. Inclusive sus ideas las he ido incorporando a nuevos trabajos.

Desde que descubrí a Mijail Bajtin, insisto hasta el aburrimiento en la idea de que el escritor funciona a partir de la imaginación dialógica. Les voy a dar un ejemplo de lo que es un mal crítico y un buen crítico.

Hace muchos años un escritor argentino hizo la crítica de una de mis primeras novelas. Era uno de los famosos “tapados”, seres clandestinos que estaban revolucionando las artes y cuya fama no se divulgaba pues se negaban a comercializar su talento. Los atributos del tapado eran que hablaba poco, y sus escritos eran incomprensibles. Pero la incomprensión formaba parte de su talento y de su atractivo. Como me explicó uno de sus admiradores,  “Sin el tapado, todavía andaríamos arrastrando las espuelas y susurrando alguna estrofa del Martín Fierro”. Tuve, es cierto, la dicha de que el tapado comentara mi novela. Pero la intriga me carcomía. ¿Le había gustado la novela? ¿Le había parecido un bodrio? ¿Cuáles eran sus fallas?

      Un día, me encontré con el tapado en la calle Corrientes. Y trémulo le pregunté qué opinaba de mi novela. Y él me respondió: “No pretenderás que te haga una crítica del gusto. Antes me muero que hacer una crítica del gusto. ¿Vez esta alcantarilla?” el tapado me señaló la entrada a una cloaca, cubierta con una tapa redonda. “Bueno, antes que hacer una crítica del gusto, levanto la tapa, y me lanzo de cabeza. La crítica del gusto está muerta. Prefiero el olor a podrido que hacer una crítica del gusto”.

      Pasaron varios años, y leí otras críticas sobre mi obra, y comprobé que mi novela no era buena. Era la obra de un principiante. Pero estoy seguro de que el tapado hubiera seguido leyendo  mis novelas, aunque hubiesen sido malísimas, porque él no creía en la crítica del gusto. Su labor como crítico a nadie ayudaba, aunque todos estaban seguros de que era un genio.

      Leer los trabajos que analizan la Trilogía de la Patria Boba por supuesto que me hace sentir orgulloso, pero hay algo mucho más importante: me brinda entusiasmo, pues hay crítica, hay comentario, hay sugerencias y señalamientos, y eso demuestra que me falta mucho por hacer, por revisar y por replantear.

En los profesores y graduados de la universidad de Los Andes, Núcleo Rafael Rangel de Trujillo encontré una fuente inagotable de propuestas y la certificación de que toda obra es A work in progress. Gracias a la imaginación dialógica su irradiación puede ser infinita.

El análisis de la nueva novela histórica por parte de Margot Carrillo Pimentel, de la trilogía completa por parte de Carmen Virginia Carrillo Torea, la “representación de “un héroe más humano en Los papeles de Miranda de Alexis del Carmen Rojas Paredes, la “deriva entre cotidianeidad  y referente histórico en la novela” por Luis Javier Hernández Carmona,  el discurso en tres tiempos de Las dos muertes del general Simón Bolívar por Libertad León González, su posterior examen de Los años de la guerra a muerte así como los escritos de Lucía Parra y de Juan Joel Linares  Simancas son notables. Y afortunadamente, apenas forman parte de la historia. Todos ellos han proliferado en sus tareas críticas, e integran un elenco del cual me siento orgulloso de formar parte. Están empecinados en descubrir y redescubrir una de las literaturas más ricas, menos conocidas de América Latina. Admiro a Margot Margot Carrillo Pimentel por un bello libro que escribió sobre Enrique Bernando Nuñez y su novela Cubagua, uno de los grandes secretos de nuestra narrativa. Hubiera querido conocer antes el trabajo de Luis Javier Hernández Carmona sobre Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri, pues trastorna todo lo que se había escrito previamente sobre esa novela seminal y lanza planteos a tener muy en cuenta. Sin De la belleza y el furor, de Carmen Virginia Carrillo, mi conocimiento de la poesía venezolana de las décadas del sesenta y del setenta sería paupérrimo. (Hago una breve mención de la otra parte, su participación en la  reedición de mis novelas y su decisiva e insustituible participación en mis dos últimas narraciones). Libertad León González ha escrito una gema de ensayo sobre Octavio Paz. Alexis del Carmen Rojas Paredes me ha redescubierto no solo al Miranda de Los Papeles, sino al que reaparece en Eros y la doncella. Su trabajo es un fuego de artificio de ideas. Gracias a su escritura, redescubrí la teatralidad de la Gran Revolución. Y last but not least Lucía Parra y Juan Joel Linares Simancas van a dar mucho que hablar, tanto en la poesía como el ensayo. Pertenecen a una nueva generación que ni olvida a sus mayores, ni come cuentos. Y escriben además, con gran talento.

––0––

Hace poco recibí una carta de un supuesto amigo bonaerense. Me avisaba que me había perdido totalmente de vista. Tenía esperanzas de que perseverara en la escritura pues ignoraba que había ocurrido conmigo. Sí, se había enterado que estaba publicando en España, pero no conocía la editorial, aunque ya el nombre no le sonaba bien.

       En una ocasión, hace catorce años, escribí un email a Teodoro Petkoff, el actual director del periódico Tal Cual de Venezuela. Hacía muchos años que no me comunicaba con él, aunque por supuesto, estaba enterado de su trayectoria política y periodística. Le escribí a Teodoro al estilo argentino: “Señor Teodoro Petkoff, de mi mayor consideración…” Quería saber si le interesaba tener un corresponsal del diario en Nueva York.  Teodoro me respondió diez minutos más tarde, me preguntó qué eran “esas vainas de mi mayor consideración”, y de inmediato me convertí en corresponsal de Tal Cual, uno de los galardones que he obtenido en mi patria adoptiva. Teodoro es uno de los venezolanos encargados de corroborar que no se puede ser gran hombre a bajo precio. No puedo decir lo mismo de mi amigo, o ex amigo bonaerense.

       Estoy atado por numerosos lazos a Venezuela y a su destino. Vivo tanto en Venezuela como en Nueva York. A veces vivo más en Venezuela que en Nueva York. Hay otros pueblos que se merecen el destino impreso por sus gobernantes. Pero les aseguro que los venezolanos no se merecen la calamidad que padecen día a día.

       Y mi pasión por Venezuela se refleja en La trilogía de la patria boba. Otras novelas integrarán ese ciclo. En buena parte, gracias a los ensayistas que participaron en el libro que estoy comentando.

      Al escribir esas novelas quemé algunas naves, pero no me arrepiento. Dudo que muchos de mis lectores compartan mis opiniones sobre los héroes de la independencia. En otras latitudes un extranjero, un musiú que se anime a escribir sobre los próceres desde cualquier perspectiva, es observado con ojos sospechosos. Ni siquiera si prodiga elogios sobre los padres de la patria. En ese sentido, creo que en Venezuela la cosa es distinta, simplemente porque esa patria es Caribe y no boba.












[i] Aleph Publishing House, 2014

miércoles, 25 de junio de 2014

El profesor del deseo


Mario Szichman


“Sé siempre tú mismo, y si eso no basta, sé otro”.
Lema de la universidad de Princeton


     Arthur Jacob Wolff (1855-1936), el abuelo de Geoffrey Wolff, se proclamaba un racionalista. Sin embargo, toda la vida se aferró a una creencia irracional: suponía que cada palabra pronunciada nunca se extinguía y seguía “rebotando en la atmósfera”. (Eso fue mucho antes del Internet). Algún día, pensaba el abuelo de Geoffrey Wolff, cada palabra podría ser recuperada mediante algún instrumento y se cotizaría igual que dinero en un banco.
     Arthur II Wolff, alias El Duque (1907-1970), padre de Geoffrey Wolff, era en cambio un fetichista. No lo impresionaba tanto la historia de su familia, como los artefactos que esa familia había ido diseminando a lo largo de su existencia. Por lo tanto, en la relación con su hijo desarrolló “la vieja y triste historia del atajo que se arroga el amor a través de las cosas”. Si el hijo de El Duque se apasionaba por sellos o por monedas, “me llegaban álbumes”, con los ejemplares ya emplazados en los casilleros, “pervirtiendo así ciegamente, la naturaleza del deseo”. A diferencia de su progenitor, El Duque Wolff se aferró toda la vida a una sola creencia, irracional y maravillosa: suponía que el papel, impreso, estampado, rubricado aunque falso, era un sucedáneo de las genuinas acciones requeridas para obtenerlo. Y durante toda su vida trabajó arduamente para demostrarlo.
     Geoffrey Wolff (1938–) nieto de Arthur Jacob Wolff e hijo de Arthur II Wolff, parece haber llegado al mundo exclusivamente para recuperar toda palabra encapsulada por sus antepasados y reiterarlas en un libro. Aunque ha escrito seis novelas, varias biografías, un volumen de ensayos y otras obras de “non fiction,” su obra más conocida sigue siendo The Duke of Deception: Memories of My Father  (1979), que Ediciones del Norte tradujo hace algunas décadas al español con el título de Gato por Liebre. Y el libro de Geoffrey Wolff parte de una creencia irracional y maravillosa: una vez existió el sueño americano, y quien trató de concretarlo fue su padre.

EL DUQUE DE LA DECEPCIÓN

     La primera versión que Geoffrey Wolff obtuvo de su padre, El Duque, fue este curriculum:
–Estudios: Groton y Yale (dos prestigiosas casas de estudio).
–Actividades en tiempos de paz: piloto de pruebas.
–Actividades en tiempos de guerra: piloto en el Escuadrón de las Águilas, agente de los partisanos yugoslavos, zapador en la Resistencia Francesa.
–Origen: aristocrático. Estaba emparentado con los más nobles linajes de Europa.
     “Es una hermosa historia que podría narrar cualquier norteamericano perteneciente a un club exclusivo”, dice el novelista. “El único problema es que se trataba de una mentira. Mi padre era un artista del fraude”.  Ni estudió en Groton o Yale, ni fue agente del servicio secreto ni provenía de la aristocracia.
     “Mi padre era judío”, dice Wolff. “Y eso nunca le pareció una buena idea. Por lo tanto, decidió desintegrar su historia, comenzar de cero, recrearse a sí mismo, de la cabeza a los pies. El trabajo que siempre lo mantuvo con la camisa pegada al cuerpo era el de estafador”. Tanto su currículo universitario como sus inexistentes proezas militares o su imaginaria prosapia “era el precio que debía pagar para realizar negocios en una cultura donde solo interesan las apariencias”.

EL OFICIO DE NARRAR

     Todas las sociedades honorables se parecen entre sí, pero cada sociedad de pillos lo es a su manera. Y esta última, en sus rutinas, contribuye a iluminar las diferencias de su retrato en positivo.
     Vrain Lucas, el rey de los falsificadores, logró engañar a políticos franceses tan hábiles como el tribuno Adolf Thiers, simplemente porque apeló a su patriotismo. El estafador entregó a Thiers cartas de puño y letra de Lázaro, el resurrecto, dirigidas a “Mi amado San Pedro”. Las cartas estaban escritas en el pulcro francés del siglo diecinueve. También logró vender por crecidas sumas de dinero cartas escritas por Alejandro Magno a Aristóteles recomendándole al sabio griego “visitar al culto y noble pueblo galo”, y otras de Pascal a Newton, explicándole al científico inglés –en la época de la misiva un niño de 11 años de edad– las leyes de la gravitación universal. Esto es, fue Pascal el francés, no Newton el británico, el encargado de descubrir esas leyes. Ni Thiers ni sus contemporáneos se atrevieron a dudar de los pergaminos de Vrain Lucas porque todos estaban envueltos en la bandera tricolor. (Quienes osaron refutar las cartas de Vrain Lucas fueron obviamente los británicos. Pues el inmenso amor que sienten los franceses por sí mismos sólo es superado por el inmenso amor que sienten los ingleses por sí mismos. Por lo tanto, revelaron la superchería y llenaron de ridículo a Vrain Lucas. Pero únicamente en la isla, los franceses siguieron creyendo en el falsificador).
     Del mismo modo Arthur, el Duque Wolff, verificó a edad temprana que la sociedad norteamericana se derrite ante la curriculumcracia. Por lo tanto, sus resumés estuvieron plagados de sellos y de marcas prestigiosas. Y eso le abrió innúmeras puertas. Fue tal vez la única persona que podía exhibir un diploma de ingeniero graduado en La Sorbona. Como se sabe, esa institución se dedica exclusivamente al estudio de las humanidades.
     Con el diploma de ingeniero de La Sorbona, el Duque fue contratado como dibujante por la empresa aeronáutica Northrup. Y allí descubrió otra verdad de la plutocracia norteamericana: una vez se ingresa en una empresa prestigiosa, la única manera de librarse de los ineptos es echarlos a patadas escaleras arriba. De lo contrario, quienes aceptaron al inepto demuestran ser tan incompetentes como el contratado y sus empleos corren peligro.
     Una vez Arthur Wolff inició sus tareas en Northrup, su jefe descubrió que tanto Yale como Groton y la Sorbona habían olvidado enseñarle al ingeniero “el lenguaje, los símbolos y los métodos de la ingeniería”. Por suerte el Duque se hallaba todavía en su período de prueba y se lo podía despedir sin que nadie se alarmara. Pero en esa época los ingenieros de Northrup iniciaron una huelga, y la compañía se vio obligada a retener al Duque para que adiestrara a personal recién llegado. “El supervisor de mi padre”, cuenta el narrador, “le recomendó ascender con rapidez, para no verse obligado a hacer dibujos técnicos. Bastaba contratar a dibujantes capaces”.
     Una vez convertido en empresario del genio, El Duque Wolff construyó su circo de tres pistas. Y realmente, algunas de sus ideas eran geniales. Por ejemplo, las alas y los fuselajes de los aviones son sitios estrechos. Remachar articulaciones en esos sitios, o conducir cables, es una tarea casi imposible para personas de estatura normal. El Duque optó por ir a los circos donde contrató enanos, que podían realizar esas labores a la perfección. La idea cuajó, y empezaron a escasear los enanos. Por lo tanto, El Duque envió a exploradores con los bolsillos llenos de dinero para encontrar enanos a lo largo y a lo ancho de la ancha geografía estadounidense. (Era la época de la segunda guerra mundial, y del pleno empleo). Los exploradores ofrecieron trabajo a los enanos en hipódromos, donde trabajaban como jockeys, en agencias de empleo para artistas, en centros de diversiones y en ferias, donde era muy popular el lanzamiento del enano como si hubiera sido una pelota de fútbol.
     Un siglo después que Phineas T. Barnum, el inventor del circo moderno, casó al “general” Tom Thumb con la diminuta Lavinia Warren y les entregó, como regalo de bodas, una casa de muñecas para que vivieran en ella, El Duque Wolff entró a saco en el proletariado de los enanos y los incorporó al esfuerzo de guerra.

ALTIBAJOS

     Esa no fue la única enseñanza que El Duque adquirió de Barnum, uno de los escasos, auténticos, genios que ha brindado Estados Unidos junto con Thomas Alva Edison y el mago Harry Houdini. Otra de esas enseñanzas, tal vez la más importante, es que nunca vivimos, siempre estamos esperando empezar a vivir. Lo cual, en la existencia del Duque, se resume en esta frase: “De algo a algo mejor, y luego, directo a la nada”. Nadie sabe si su vida fue una espiral ascendente matizada por catástrofes, o la catástrofe el único factor perdurable en su vida, el atalaya desde el cual avizoraba todo lo perdido, y lo que aún faltaba por conquistar.
     El rescate del Duque hecho por su hijo Geoffrey parece hablar más de victoria que de fracaso. Pues el inolvidable personaje logró desintegrar su historia, comenzar de cero, recrearse a sí mismo. Como el Correcaminos, paseó velozmente por Estados Unidos dejando en todas partes explosivos de la marca Acme con la mecha encendida. A medida que avanzaba en su destrucción, pisaba la chancleta del embrague en autos cada vez más veloces, más costosos.
Sus fidelidades eran escasas, pero imperecederas: Un caballero siempre debía cumplir su palabra. Un caballero prefería la sencillez de los sentimientos. Un caballero escogía sus palabras con el mismo cuidado que escogía a sus amigos. Un caballero aceptaba la responsabilidad de sus actos y asumía con gusto la libertad de actuar sin ambigüedad alguna.
     Por cierto, ese mismo caballero de moral tan estricta nunca cancelaba sus deudas, se burlaba de las “burdas” advertencias de los acreedores que amenazaban con meterlo preso, y cuando las empresas de teléfonos le informaban que pensaban cortarle el servicio por falta de pago, llamaba a sus directivos “para persuadirlos que le permitieran seguir usando el teléfono pues lo necesitaba para llamar a personas dispuestas a prestarle dinero a fin de cancelar sus cuentas del teléfono”.
     Finalmente, El Duque sucumbió al alcohol y a las drogas, y fue internado en un hospital para enfermos mentales en Norwalk. Allí desplegó sus últimos fuegos artificiales, los gestos urgidos por su hijo para completar el retrato hablado.
     “El joven psicólogo le había dicho a mi padre que la única manera de salir del pozo en que se hallaba era por medio de la verdad”, cuenta Geoffrey Wolff. “Ahora bien, preguntó el psicólogo ¿Cuál había sido la más reciente actividad del Duque antes de su internación?”
     El padre le respondió que había trabajado mucho tiempo como psicólogo, pese a carecer de título o de experiencia. Pues el Duque Wolff estaba aferrado a una sola creencia irracional (tal vez maravillosa). Según él, nunca había que creer en la verdad. Por cierto, había logrado curas pasmosas con sus pacientes.





sábado, 21 de junio de 2014

Kurt Vonnegut: recuerdos del futuro



 Mario Szichman

“La verdad puede ser muy divertida
En cierta aterradora forma,
Especialmente
 Cuando está ligada a la codicia
Y a la hipocresía”.
Kurt Vonnegut, Hocus Pocus


Kurt Vonnegut fue uno de los más insolentes renovadores de la narrativa norteamericana. Usando recursos del comic y de la ciencia ficción, el escritor confirió humor a sus negras visiones de la sociedad norteamericana. Su novela más conocida, Slaugtherhouse Five, Matadero cinco, recogió sus experiencias como prisionero de guerra de los alemanes durante el bombardeo de Dresde, en la segunda guerra mundial. Entre muchas otras obras, también rubricó las novelas Hocus pocus y Pájaro enjaulado, y el libro de ensayos Domingo de ramos.
Entrevisté a  Vonnegut en septiembre de 1990, cuando publicó Hocus Pocus, una novela que transcurría en el futuro cercano, en el 2001, el año en que 19 piratas aéreos de Al–Qaida estrellaron dos aeronaves comerciales contra las torres gemelas del World Trade Center, y otra contra un ala del Pentágono, en los suburbios de Washington, D.C.
 Pero en la narración de Vonnegut el futuro avizorado era diferente. Eugene Debs Hartke, el protagonista de Hocus Pocus, veterano de la guerra de Vietnam y profesor universitario, aguardaba a ser llevado a juicio como presunto autor intelectual de una fuga en masa de una prisión de máxima seguridad. Y, mientras esperaba el inicio del proceso encerrado en una biblioteca que cobijaba 800.000 volúmenes (como en la mayoría de las bibliotecas, opinaba el protagonista, “casi todos los libros están escritos para o acerca de la clase gobernante”), Debs Harke mataba el tiempo pasando revista a su historia personal, ligada al último medio siglo de historia norteamericana, desde la segunda guerra mundial en adelante.
El protagonista escribía sus recuerdos en toda clase de hojas, desde papel para envolver hasta descartadas tarjetas de negocios. Las líneas que separaban pasajes dentro de cada capítulo “Indican dónde un pedazo de papel se acabó y el otro comenzó. A pasaje más corto, pedazo de papel más pequeño”. Este tipo de técnica narrativa fue construyendo un collage de gran coherencia interna, una de las marcas de fábrica del Vonnegut de la madurez. Eso también lo demostraba su más reciente libro de ensayos, Fates Worse than Death. En ambos casos, el autor usaba bruscos saltos temporales, devastadores comentarios de dos o tres líneas y la primera persona para provocar al lector.
En el futuro diseñado por Vonnegut, Estados Unidos se transformaba en “una nación en bancarrota cuyos bienes han sido vendidos a extranjeros, una nación empantanada por plagas incontrolables y superstición y analfabetismo y una televisión hipnótica, y con escasos servicios de salud para los pobres”. Algunas cosas habían desaparecido, entre ellas la selva amazónica y el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, calcinado hasta los cimientos por algún incendiario aburrido, y convertido en un terreno baldío adquirido por un japonés. La presencia de la segunda potencia del planeta se notaba en otros sectores. La prisión en que estaba encerrado Debs Hartke había sido entregada a un consorcio nipón “que ha reducido el despilfarro y la corrupción casi a cero y sólo cobra al Estado por escarmentar prisioneros apenas un 75 por ciento de lo que el Estado solía pagarse a sí mismo por idénticos servicios”. Pero ese “ejército de ocupación cuyo uniforme es un traje de tres piezas” se mostraba desalentado por la adquisición de Estados Unidos. Según confesaba al protagonista el asiático director de la prisión, “Estados Unidos es nuestro Vietnam”. (Por cierto, después que Vonnegut publicó Hocus Pocus, su casa editora, Putnam's, fue adquirida por empresarios japoneses.)
Excepto los negocios controlados por la mafia, todo en el Estados Unidos del futuro había sido vendido al extranjero. Y la principal industria de Estados Unidos era “la obtención y distribución de productos químicos que, cuando son incorporados al torrente sanguíneo, brindan a cualquier persona en capacidad de adquirirlos infundados sentimientos de progresos personales”.
Lo que hace fascinante Hocus Pocus es que su narrador se caracteriza por sus buenos modales y por su inagotable amoralidad. Vonnegut, que creó su propia progenie literaria a lo largo de 13 novelas, seguramente debió haber pensado en Howard W. Campbell Jr., el protagonista de la magnífica Mother Night, Madre Noche, a la hora de diseñar a Eugene Debs Hartke. Así como Campbell era al mismo tiempo el perfecto villano y el abnegado héroe, acusado públicamente de crímenes de guerra nazis y secretamente exaltado como patriota por haber rendido a los aliados invaluables servicios en el campo del contraespionaje, Debs Hartke es por un lado un hombre capaz de enorme compasión y de gestos generosos, muy bien educado (“No hay palabras obscenas en este libro”, dice, porque dichas palabras “permiten a personas que no desean escuchar información desagradable cerrar sus oídos y sus ojos” ante los demás), y por el otro, un abyecto cobarde y un cínico. Como relacionista público en Vietnam consideraba “tan natural como respirar el decirle a la prensa y a los reclutas que bajaban de buques y aviones que estábamos claramente ganando, y que la gente en nuestro país debería sentirse orgullosa y feliz por todas las cosas buenas que estábamos haciendo aquí”. Y luego, concluía con esta línea: “Aprendí a mentir de esa manera en la universidad.”
Un buen comentario acerca del arte narrativo de Vonnegut es que su protagonista posee la carnalidad suficiente para embaucar al lector y forzarlo a leer la novela en una sola sentada.
Debs Hartke no es sólo una voz. Es un ser humano demasiado consciente de sus debilidades y muy lúcido para tener esperanza. Y, como su creador, se la pasa formulando las mismas incómodas preguntas que los niños plantean a sus mayores: ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? ¿Para qué estamos en la Tierra? ¿Por qué hay guerras?
Debs Hartke/Vonnegut carece de respuestas, pero sus interrogantes y sus descubrimientos no dan tregua al lector y pueden garantizarle algunas saludables, jocosas noches sin dormir. Como señala el protagonista: “la verdad puede ser muy divertida en cierta aterradora forma, especialmente cuando está ligada a la codicia y a la hipocresía”.

Entrevisté a Vonnegut para The Associated Press a raíz de la publicación de Hocus Pocus. Fue en las oficinas de la editorial Putnam´s. Vonnegut era un desgarbado gigante, de increíble calidez humana, y de un sentido del humor nutrido de gran ironía, pero de escaso sarcasmo. Era el más europeo de los escritores norteamericanos, no solo por sus ancestros alemanes, sino porque siempre mantuvo estrechos contactos con escritores del Viejo Mundo. Heinrich Boll, el premio Nóbel alemán, sentía por Vonnegut una admiración cercana a la idolatría, pues era un sabio en todo el sentido del término, y de una generosidad difícil de encontrar en otros intelectuales. No sólo era un eximio escritor, sino además un muy buen dibujante y pintor. Llevé conmigo varias de sus novelas para que me las dedicara. Vonnegut hizo algo más: ilustró varias de ellas, inclusive hizo dibujos de su inconfundible perfil con un cigarrillo colgando de sus labios.
Le dije que cuando publicaron Hocus Pocus, muchos críticos lo acusaron de ser un incurable pesimista debido a sus palabras de alerta sobre la vertiginosa destrucción del medio ambiente, en tanto otros lo tacharon de incurable optimista por ubicar la acción de su novela en el año 2001, brindando al homo sapiens la insensata esperanza de que lograría arribar al siglo veintiuno.
Vonnegut se disculpó indicando que a veces es difícil acompañar al ser humano en su travesía por la vida a causa de los radicales cambios en la tecnología. “Le voy a dar un ejemplo”, me dijo: “en cierta ocasión escribí un cuento cuyo protagonista era el dueño de un cine donde proyectaban películas pornográficas. El cuento lo escribí hace cuatro años y se ha convertido en una irrecuperable pieza de museo. Hoy en día, a nadie se le ocurre ir a un cine a presenciar filmes pornográficos cuando los puede ver tranquilamente en su videocasetera. Si tuviese que escribir el cuento de nuevo debería catalogar al dueño del cine como un incurable idiota que se ilusiona con atraer espectadores a su sala. Eso le da una idea de nuestros cambios tecnológicos. Creo que el cambio final será crear seres humanos artificiales. No porque sean necesarios, sino porque al parecer los seres humanos naturales han perdido las ganas vivir en nuestro planeta”.
Vonnegut admitió que Hocus Pocus era mucho más amarga que su famosa Matadero Cinco, donde narró sus experiencias personales como soldado del ejército norteamericano. Tras ser capturado por los alemanes en los meses finales de la segunda guerra mundial, tuvo el horrendo privilegio de presenciar el bombardeo aliado a Dresde, donde murieron 135.000 personas calcinadas como si hubieran sido trozos de hojaldre.

“En Matadero Cinco todavía tenía esperanzas de que podríamos construir una nueva sociedad”, me dijo. “Pero ahora resulta obvio que no estamos en condiciones de construir nada”.
–En un futuro tan turbulento como el diagnosticado por Vonnegut, ¿Existe espacio para sus novelas?
–Depende en gran medida de si hay gente dispuesta a dictar clases sobre mis libros en las universidades. Vea lo que está ocurriendo ahora con Ernest Hemingway, por ejemplo. Hace dos años asistí a una conferencia de expertos en Hemingway que se hizo en Boisie, Idaho. Y allí descubrí que ni siquiera un solo relato de Hemingway es leído en la actualidad en los cursos preuniversitarios. Por lo tanto, es presumible que la reputación de Hemingway se extinguirá lentamente. En mi caso, hay todavía gente que escribe tesis doctorales sobre mi obra, lo cual significa que seguirán dictando clases acerca de ella Pero las reputaciones sobreviven también por razones extrañas. Si Van Gogh no se hubiera cortado la oreja ni hubiera cometido suicidio, me pregunto si sus pinturas serían adquiridas a los fabulosos precios de hoy en día. Y después está el Premio Nobel, que garantiza cierta cuota de inmortalidad. Así como el denigrar el galardón. De hecho, Luis Ferdinand Céline debería haber ganado el Nobel por sus novelas Muerte a crédito y Viaje al fin de la noche. Lamentablemente, cometió la indiscreción de decir, luego de concluir la segunda guerra mundial, “cada trasero envaselinado de Europa ha recibido su Premio Nobel. Yo ya me puse vaselina. ¿Dónde está el Nobel que me corresponde?” Por supuesto, nunca se lo dieron. Pero creo que sus novelas sobrevivirán a la ausencia del galardón.
– ¿Existe alguna novela de Vonnegut que tenga garantizada la inmortalidad?
–Tal vez Cat's Cradle. Me siento orgulloso de ese libro. Creo que es el más inteligente de los que he escrito. La novela más perdurable de Voltaire es el Cándido, ¿no? Pues bien, mí Cándido es Cat's Cradle.
–En Matadero Cinco, Vonnegut recuerda un consejo que le dio su padre antes de morir: “Nunca escribas un relato donde el protagonista es un villano”. Sin embargo, los relatos de Vonnegut están repletos de villanos, como el famoso Howard W. Campbell Jr., de Madre Noche.
¿Por qué su fascinación con la gente mala?
–Bueno, creo que la gente mala constituye una parte importante de nuestra población. Pero no quiero que se me entienda mal. Aunque los villanos abundan, no representan el sector principal. Usted sabe, recibo mucha correspondencia, presuntamente porque muchos me consideran un ser simpático.  Hace poco una mujer me escribió una carta preguntándome si valía la pena traer un hijo a este mundo terrible. Yo le contesté que sí, que la vida vale la pena de ser vivida justamente por la cantidad de santos con los que uno tropieza. Y se los puede encontrar de manera inesperada. En el ejército, en un hospital, casi en todas partes. Se trata de gente tan virtuosa, amable, fuerte –no necesariamente religiosa–, tan increíblemente decente y justa, que resulta muy apasionante encontrarla. Casi más divertido que pescar un pez enorme o batear un jonrón en el béisbol.
– ¿Cómo hace para escribir libros tan devorables? Una revista literaria dijo que “leer a Vonnegut es algo más que un placer; es una adicción”.
–Tal vez se deba a que aprendí de muy buenos narradores. Por ejemplo, Robert Louis Stevenson. Uno de mis deseos hubiera sido escribir La isla del tesoro. Esa novela tiene una frase fabulosa al final de su primera parte. Mientras el buque se hace a la mar, el joven protagonista de la historia pregunta al capitán del navío: “Dígame, señor Silver, ¿ha visto alguna vez en su vida a un pirata de verdad?”, y resulta que toda la tripulación del buque, incluido su capitán, el inolvidable Long John Silver, está formada por piratas.
Vonnegut también deja el legado de una situación fabulosa en su novela Madre Noche. Campbell, el protagonista, doble criminal de guerra y doble patriota, está detenido en una celda, en Israel. Cierta noche uno de sus compañeros de cárcel, ansioso por escribir sus memorias, le consulta tímidamente: “Dígame, señor Campbell ¿Usted dedica ciertas horas del día a escribir, sin importar si tiene o no ganas, o prefiere dejarse llevar por un rapto de inspiración?” El que formula la pregunta es Adolf Eichmann, acusado de asesinar a seis millones de judíos. Es una pregunta que Vonnegut ha escuchado con frecuencia, aunque no formulada por criminales de guerra.
–Creo que todo escritor responde a esa pregunta de la misma manera– me dijo. –Escribo todos los días, incluso sábados y domingos. También en Navidad. Bueno, creo que la mayoría de las personas no puede darse ese lujo, pues debe trabajar en empleos de ocho horas. No todos los libros brindan mucho dinero para vivir de ellos. De hecho, de los 250 millones de personas que viven en Estados Unidos en la actualidad, yo soy uno de los 300 que pueden ganarse la vida escribiendo. Es por eso que escribo todos los días, para ganarme el jornal. Trabajo un promedio de cuatro horas, el tiempo que Dios o nuestra evolución nos otorga para exhibir nuestra agudeza. Mis cuatro horas en la actualidad son de 5 a 9 de la mañana. Antes solían ser de 8 de la mañana al mediodía. Pero deben ser horas continuas de trabajo. De esa manera, tardo entre tres y cuatro años en finalizar un libro. Y eso, pese a su aparente simplicidad. Lo que ocurre es que la sencillez es el resultado de un trabajo endiablado.