martes, 31 de diciembre de 2013

El prisionero



Mario Szichman


Alexandre Davy de la Pailleterie hizo algo inusual para el hijo de un noble francés: apenas llegó a la edad de la razón optó por el apellido de su progenitora, Marie-Cessette Dumas, y no por su padre, Alexandre-Antoine Davy de la Pailleterie. Y eso resulta bastante osado si se piensa que su madre era una esclava negra en Santo Domingo, en la parte que hoy es Haití.
Luego, Alexandre Davy de la Pailleterie decidió alejarse aún más de la herencia paterna, y llamarse Alex Dumas. Su padre no mostró muchos escrúpulos hacia los hijos que engendró con Marie-Cessette. Una vez llegaron a la pubertad, los vendió como esclavos. Pero al parecer, tenía una extraña predilección por el hijo que no deseaba portar su apellido. Cuando Alex tenía 14 años de edad, su padre regresó con él a Francia. Eso ocurrió en 1776. Trece años después, estalló la revolución en Francia y Alex Dumas, entonces un mulato[i] de 27 años de edad, se alistó en el ejército. Las revoluciones suelen convertir a jóvenes en generales (Napoleón obtuvo ese grado cuando tenía 24 años), y Alex Dumas pasó en escasos veinte meses de simple soldado en el cuerpo de dragones de la reina, a general.  
Alex Dumas era muy orgulloso, y despreciaba a Napoleón. Decía que sólo debía obediencia a la República que guillotinó a los reyes de Francia. Napoleón nunca le perdonó la altanería, y le hizo pagar muy caro sus desplantes.
En 1799, Dumas participó en la campaña de Napoleón en Egipto. Luego enfermó y decidió retornar a Francia en un barco, La Belle Maltaise. Aunque Dumas era enemigo de Napoleón, pertenecía, como decía Faulkner, a esa resplandeciente galaxia de canallas que lideraban las huestes del emperador.  No deseaba retornar a Francia con las manos vacías y se embarcó en La Belle Maltaise con once caballos árabes y unos dos mil kilos de café. Es muy dudoso que haya pagado un solo céntimo por esa mercancía., pero Alex Dumas era un hombre de escasa suerte y La Belle Maltaise, una embarcación inconfiable. Una serie de tormentas y filtraciones de agua en la bodega obligaron a los tripulantes a librarse de los sacos de café y de los caballos, y buscar refugio en el puerto de Taranto, perteneciente al reino de Nápoles. Dumas estaba seguro de que los napolitanos lo recibirían con los brazos abiertos, pues el reino había sido conquistado por Napoleón, quien instrumentó una serie de medidas progresistas. Sin embargo, poco antes de anclar La Belle Maltaise en Taranto, estalló en el reino una rebelión. El ejército de la Santa Fé, liderado por el cardenal Fabrizio Ruffo, en alianza con el rey Fernando IV, desalojó a los franceses.
Dumas y el resto de los pasajeros de La Belle Maltaise fueron a parar a la cárcel. El general francés tuvo que soportar dos años de confinamiento solitario.
Mal alimentado, sin atención médica, cuando en 1801 fue finalmente liberado, parecía un anciano. Quedó parcialmente paralizado, ciego de un ojo y medio sordo. Estaba seguro de que los napolitanos habían puesto veneno en sus magras raciones. Alex Dumas escribió un informe al gobierno francés, explicando las circunstancias de su apresamiento y el maltrato en la cárcel.
Quien daría buena cuenta de su testimonio sería uno de sus hijos, Alexandre Dumas, nacido en 1802, un año después de su liberación. Es obvio que Edmundo Dantes, encerrado en el Château d’If, antes de convertirse en el protagonista de El conde de Monte Cristo, se llamaba Alex Dumas, y había pasado dos años terribles en una prisión de Nápoles. (Falleció en 1806, muy pobre. Napoleón le negó la pensión militar que le correspondía como general de la república).
FUENTES DE INSPIRACIÓN


Además de la prisión padecida por su padre, Alexandre Dumas basó su trama en “El diamante de la venganza”, extraído de Les Mémoires historiques tirés des archives de la police de Paris compiladas por Jacques Peuchet, y publicadas en 1838. Peuchet merecería ser el héroe o antihéroe de una novela de aventuras. Durante casi cuatro décadas, desde el estallido de la Revolución Francesa hasta la Restauración borbónica, trabajó como archivista de la policía. Prácticamente todos los días recibía confesiones, generalmente, de moribundos. Algunas de ellas hubieran servido para enviar a la cárcel o al patíbulo a seres importantes. Pero Peuchet no siempre las hacía públicas. Especialmente si se trataba de aristócratas. Su paso por París, en la época más turbulenta de la Revolución, lo había convertido en enemigo de la turba. Le disgustaba su comportamiento, su falta de nobleza. Y se había convertido en un partidario de la realeza, pero su fama lo había precedido, y eso le permitía pasar como revolucionario y lograr que le abrieran su corazón. Durante años, y a cambio de mucho dinero, había sido el benefactor de todo aquel que intentaba emigrar. La única diferencia era que solía delatar a los revolucionarios, aunque nunca a los emigrados. Sentía una enorme devoción por la nobleza. Creía que el hábito hace al monje. No le importaba que se tratara de seres tan innobles como los revolucionarios, que esos curas refractarios, esos aristócratas, esos conspiradores, fueran sepulcros encalados. Al menos, no eran revolucionarios.
Cuando le reprochaban sus delaciones decía: “Está bien, formo parte de la jauría, pero no comparto sus meriendas”. Debía sentirse un poco como Dios, decidiendo quienes iban a salvarse, y quienes deberían sucumbir.
Leyendo las memorias de Peuchet, Alexandre Dumas descubrió un texto, El diamante de la venganza, donde están los principales elementos de El conde de Montecristo.
En la novela, Edmundo Dantes llega al puerto de Marsella como piloto de una embarcación, El Faraón, pues su capitán ha muerto durante el viaje. Morrell, el propietario del navío, promete a Edmundo que lo nombrará capitán. Edmundo podrá ahora casarse con su novia, Mercedes. Pero tres de los enemigos del protagonista, envidiosos de sus logros, conspiran para arruinarlo. Dantes es arrestado el día de su boda, tras ser acusado de intentar llevar una carta a Napoleón, prisionero en esa época en la isla de Elba. Dantes es conducido al castillo d'If.
El relato de Peuchet es muy similar. También en ese caso, un joven artesano, Francois Picaud, está a punto de casarse con una bella dama. Contento con su suerte, Picaud ingresa a un café, e informa al dueño, y a tres de los parroquianos, de su próximo matrimonio. Los enemigos de Picaud denuncian al joven, acusándolo de ser un espía de los ingleses.
Picaud pasa siete años en una prisión. Y cuando sale, avejentado, sin ilusiones, se dedica a asesinar a quienes destruyeron su vida.
La manera en que Dumas transformó esa anécdota en una obra maestra nos muestra, una vez más, los entretelones de la profesión de escritor, la necesidad de trabajar en equipo.
Tras sus primeros logros, azuzado por el éxito y las ganancias que brindaba escribir folletines para los principales periódicos de París, Dumas creó una especie de fábrica de manuscritos. Bajo sus órdenes trabajaban varios “negros”. (Es curioso que se aplique ese nombre a los asistentes de un escritor. Especialmente cuando se piensa en el color de piel de Dumas). El escritor producía en masa. Se calcula que Dumas firmó cien mil páginas con su nombre.
En la confección de El conde de Montecristo tuvo una participación fundamental su colaborador Auguste Maquet. Aunque Dumas escribió la novela, Maquet hizo la tarea que en el cine moderno se asigna a un “scout”: buscar escenarios donde se desarrolla la trama, y obtener detalles sobre las vestimentas, los modales y las comidas. Pero Maquet hizo también un aporte genial al “plot”: reacomodar el orden de los eventos. Dumas pensó que la traición que sufre Dantes, y su arresto, debía ser un flashback, una escena retrospectiva, tras los primeros capítulos. Maquet dijo que la novela debía comenzar con la traición. Imagine el lector la novela sin ese espectacular inicio. (Basta leer el fatigoso inicio de esa obra maestra que es Los miserables para concluir que Victor Hugo se hubiera beneficiado con un asistente como Maquet).
EL ENTIERRO PREMATURO
Dos genios, del siglo diecinueve, Dostoievski y Goya, conocieron la cárcel. Uno real, la otra metafísica.  
Cuando Dostoievski recién comenzaba como novelista, fue arrestado y llevado al pelotón de fusilamiento por vagas sospechas de pertenecer a un círculo de estudiantes “radicales”.
A última hora, el zar perdonó a Dostoievski, y lo envió a una colonia penal donde estuvo sometido a trabajos forzados durante casi una década. El Dostoievski que emergió de la prisión era un hombre distinto, devoto del zar y enemigo de toda idea de progreso. Pero también dotado de un coraje personal y de una mirada sobre el ser humano que si bien parece inmisericordiosa, es al mismo tiempo compasiva. Goya padeció otra clase de prisión: se quedó totalmente sordo. Encarcelado en su cuerpo, privado de todo contacto con sus semejantes, excepto a través del magro lenguaje por señas, vivió los últimos años de su vida en una especie de perpetua alucinación. Siguió pintando retratos, pero el verdadero Goya está en Los Caprichos. Es el aguafuerte número 43 de una serie de 80 estampas, y enuncia que El sueño de la razón produce monstruos.
MIS PRISIONES
Escribiendo en The New York Review of Books, el excelente ensayista Peter Brooks dice que El conde de Montecristo tocó una fibra muy delicada en los contemporáneos de Dumas con esa “pesadilla de un encarcelamiento sin proceso, sin explicación, sin razón alguna”. Mazamorras como La Bastilla, como las de la Inquisición en España, como las que abundaban en Italia o en Rusia, eran el infierno en la tierra. En la imaginación romántica, dice Brooks, la prisión está en todas partes. Representa “la hiperbólica agonía humana, que tanto fascinó a una época donde surgió el melodrama”. Cuando una persona ignora las razones de su reclusión y es sometida al capricho de sus captores, muy difícilmente logre escapar de las garras de la locura. Dumas debe haber oído relatos sobre los sufrimientos mentales y físicos de su padre en prisión.
Parecería que ese tipo de confinamientos son cosas del pasado remoto. Sin embargo, ya en el siglo veintiuno, seguimos escuchando relatos de prisioneros que continúan presos ignorando las razones de su reclusión, sometidos al capricho de sus captores. Regímenes de América Latina considerados progresistas siguen afligiendo a seres indefensos no con el peso de la ley, sino con el de la venganza. Esperemos que el 2014 alivie sus pesares, y que el sueño de la razón no siga engendrando monstruos.



[i] Destaco ese hecho por las siguientes razones: es insólito encontrar un general mulato en el ejército napoleónico, y son excepcionales las circunstancias en que Alex Dumas pudo llegar a un cargo tan alto. Los convencionistas revolucionarios abolieron la esclavitud en 1794. Ocho años después, en 1802, Napoleón la restableció. Se cree que por presiones de su esposa, Josefina, quien había nacido en Martinica, donde poseía esclavos.

domingo, 29 de diciembre de 2013

¡Aferre al lector por el cuello, y no lo suelte!



       Mario Szichman





“El código moral de toda ficción es éste:

aquello que atrapa la atención del lector es BUENO,

y aquello que aburre al lector es MALO".

Jeff Gerke



“¿Cómo escribo una novela? Me siento frente al escritorio

Y tecleo en la máquina: ´Página uno, primer capítulo´.

Eso, sí, previamente escribo el final”.

Mickey Spillane







Un escritor de novelas policiales que se ha convertido en un objeto de culto es Lee Child. Hace un año se estrenó “Jack Reacher”, un filme basado en la novela One Shot, de Child, y protagonizada por Tom Cruise. Ahora están preparando una secuela, con otra novela de Child, Never Go Back.

Hasta ahora, Child (seudónimo del escritor británico Jim Grant) ha escrito 18 novelas que tienen como protagonista a Jack Reacher, un ex miembro de la policía militar de Estados Unidos que vagabundea por los Estados Unidos en busca de aventuras.

A medida que Reacher ha añadido nuevos exploits a su curriculum, su figura crece en incongruencias y enigmas. Algunas de sus tramas recuerdan lo que decía Mickey Spillane de su novela Long Wait, que tienen más agujeros que un queso gruyere.

Pero los lectores perdonan a Child cualquier cosa, pues Reacher no sólo es una máquina de asesinar, sino que es astuto. Sabe detectar señales de peligro, es un buen karateca, y viaja de manera frugal. Además, es un solitario, como el Clint Eastwood de los spaghetti westerns.

En toda ciudad a la que llega, Reacher es considerado el primer sospechoso en cualquier crimen que se comete. En realidad, Reacher parece contar con un infalible imán para atraer asesinatos. Basta que descienda de un autobús para que alguien muera de manera absolutamente ilegal. Y diez minutos después, mientras Reacher está desayunando o cenando en algún dinner, un patrullero policial frena en la puerta, y se lo lleva esposado.

No he leído más de dos o tres de las novelas de Child, pero Reacher suele ser sometido a peligrosas ordalías de las cuales emerge victorioso. Uno de los sitios favoritos en que van a parar sus huesos es alguna cárcel del sur de Estados Unidos, donde los criminales convictos y confesos son proclives a probar la masculinidad del nuevo prisionero con técnicas sádicamente ingeniosas. Luego, en el segundo acto de la novela, Reacher conquista una bella dama que está dispuesta a correr cualquier peligro, con tal de estar a su lado, y se gana la confianza de algún jefe policial. Como Reacher siempre cuenta con una coartada para demostrar su inocencia, y conoce muy bien los bajos fondos, se transforma en un ser indispensable para los guardianes de la ley.

Pese a esos clichés y desvaríos, resulta muy difícil soltar una novela de Child a mitad de camino. ¿Cuáles son los méritos del novelista? Su prosa es escueta, y sus descripciones atinadas. Algunos personajes están bien delineados, aunque cuando se trata de describir a femmes fatales o a damiselas en apuros, es mejor saltear las páginas. Pero sabe crear suspenso. Y como es un novelista generoso, explica su método.

En su ensayo: A Simple Way to Create Suspense Child dice que toda novela necesita un motor narrativo, “una razón para que los lectores sigan leyendo hasta el final”, sin importar el género, el tema, el estilo, o el enfoque.

Cualquier libro de las decenas que se publican anualmente en Estados Unidos y ofrecen técnicas para seducir al lector tienen una fórmula similar a la de los libros de cocina, dice Child. ¿Cómo se hornea una torta? ¿Cómo se cocina una novela?

Para hacer una torta se necesitan ingredientes. Luego se los combina, se deja descansar la masa, y finalmente se la deposita en un recipiente, y se la pone en el horno.

Los ingredientes de una novela son un protagonista y un antagonista. El protagonista debe ser atractivo, con rasgos capaces de conquistar la simpatía del lector. Si bien Raskolnikov asesina a una vieja, en Crimen y Castigo, Dostoievski nos ha alertado previamente de su belleza física y de sus rasgos de nobleza. De esa manera, nos preocupa su suerte. No querríamos que el diabólico inspector de policía lo enrede en sus manejos. O que el enorme villano Svidrigailov seduzca a su hermana. Durante más de quinientas páginas, Dostoievski nos mantiene en vilo con las peripecias de Raskolnikov y su descenso a los infiernos. Y sentimos realmente un gran alivio cuando se registra la catarsis, Raskolnikov confiesa, se entrega, y sabe que Sonia, la prostituta, lo esperará hasta que salga de la cárcel, para la redención final.

Pero Child no cree en esa fórmula. No se trata de aprender a hornear una torta, dice, sino de mantener al lector hambriento hasta el final. ¿Y cómo se logra esa hazaña? “Hay que conseguir que espere horas para satisfacer su apetito”.

La tarea de los novelistas, dice el narrador, “es formular o sugerir una pregunta al comienzo del relato, y luego, posponer la respuesta.”. Child dice que aprendió ese recurso mientras trabajaba como productor de televisión en Londres. Un artefacto cambió el modo de mirar televisión: el control remoto. Antes de esa invención, era factible que un televidente viera un programa de principio a fin, sin cambiar de canal. Simplemente porque tenía pereza para levantarse del sillón y caminar hasta el televisor. Pero una vez llegó el control remoto, cambiar de canales era sencillo. ¿Cómo lograr que el televidente siguiera viendo el mismo canal? (No olvidemos que los ratings de audiencia deciden la publicidad que recibe cada canal). La idea que cuajó fue formular preguntas al televidente al concluir un segmento de un programa, y antes del inicio de los comerciales. Si por ejemplo el programa que se estaba propalando se dedicaba a reseñar películas, se formulaba una pregunta tal como “¿Quién fue el primer actor elegido para protagonizar Dirty Harry?” Eso frenaba la tentación del televidente de cambiar el canal. Cómo ¿no había sido Clint Eastwood? Inclusive quienes sabían la respuesta (originalmente, fue Frank Sinatra el escogido para el rol) deseaban escuchar la respuesta para sentirse gratificados.

Y en el caso de las novelas, dice Child, funciona el mismo principio. “Alguien ha cometido un asesinato. ¿Quién? Eso lo descubrirá el lector al finalizar el libro. Algo extraño ha ocurrido. ¿Qué? Eso lo descubrirá el lector al finalizar el libro”.

Pero una novela es algo más que su final. ¿Qué se hace entre el comienzo y la conclusión? Filtrar las respuestas por cuentagotas. Y cada respuesta, en lugar de resolver el misterio, debe hacerlo más impenetrable.

Este es el esquema típico de una novela de Child: Jack Reacher llega a una población. Algo raro ha ocurrido. El rumor es que alguien ha sido asesinado. O que una banda está falsificando dinero. O que un poderoso cacique del lugar está tratando de adquirir una fábrica. Ni siquiera es necesario que la persona poderosa o en problemas sea conocida del lector. Aún si se trata de un rumor, el lector quiere enterarse de lo que ocurre.

Y eso, dice Child, es la trama básica de sus relatos. Por supuesto, si además los personajes son atractivos, simpáticos, y tienen sentido del humor, y los villanos son “bigger than life”, eso permite elevar la calidad del texto. Por otra parte, colocar al protagonista en un dilema de hierro, en una situación insostenible, contribuye a la satisfacción del lector. “Pero se trata de lujos”, dice Child. “El combustible básico de toda narración es la lerda revelación de la respuesta final”. No se trata de hornear tortas, sino de mantener al lector hambriento.

Este tipo de consejos se acopla perfectamente con la filosofía de Mickey Spillane, el creador del sádico detective Mike Hammer. Cuando explicaba por qué escribía primero la escena final de una novela, Spillane decía que todo relato es como un chiste. Y la parte principal de un chiste es la “punch line”, el remate. Spillane indicaba que los lectores están interesados en llegar al final de un libro, no deambular en el medio. “Y esperan que ese final justifique todo el tiempo que perdieron leyendo. Una vez conozco el final, escribo para llegar a esa conclusión. Mi placer es saber hacia donde me dirijo, aunque ignoro cómo llegaré allí”.

Uno de los enunciados más famosos de Spillane es éste: “La primera frase vende una novela. La última frase vende la novela siguiente”.

Una de las frases finales más famosas enunciadas por Mike Hammer apareció en su primera novela, I, the Jury. Tras amar apasionadamente a una mujer, el detective descubre que se trata de una homicida y está dispuesta a asesinarlo. Mike Hammer se adelanta y le dispara un balazo. Mientras la mujer agoniza, le pregunta al detective: “¿Cómo pudiste hacer eso?” Y el detective responde: “Eso fue muy fácil”.




jueves, 26 de diciembre de 2013

En América Latina hay muchos “no”. Hispamérica carece de “no”. Entrevista con Saúl Sosnowski




Mario Szichman



Saúl Sosnowski es autor de libros seminales como Borges y la cábala; Julio Cortázar: una búsqueda mítica, y La orilla inminente: escritores judíos-argentinos. También es coautor con Leonardo Senkman de Fascismo y nazismo en las letras argentinas, de más de 80 artículos publicados en revistas y volúmenes colectivos, y editor o co-editor de más de 15 libros, varios sobre la represión de la cultura bajo las últimas dictaduras en el Cono Sur. Es profesor de de Literatura y Cultura Latinoamericana de la Universidad de Maryland, College Park; dirigió el Centro de Estudios Latinoamericanos, que fundó en 1989, hasta 2008, y desde 2000 es el Vicerrector para Asuntos Internacionales. Además, dirige Hispamérica, una revista bastante excepcional en las letras latinoamericanas por su difusión internacional, y porque en un continente en el que ni siquiera las universidades o grupos de raigambre literaria logran persistir en sus esfuerzos,  esa publicación ya está en su 42º año de divulgación consecutiva.
En fecha reciente conversamos con Sosnowski en Nueva York, parte de un diálogo que iniciamos en Buenos Aires en 1971, aún antes de que saliera el primer número de Hispamérica, y que se ha prolongado a lo largo de las décadas en Caracas y en Washington. El diálogo no ha sido constante, pero siempre he sabido dónde encontrar a Saúl, y él a mí, en momentos de intensa alegría o de enorme tribulación.
He aquí parte de la entrevista:
Mario Szichman: Han pasado cuarenta y dos años desde la fundación de Hispamérica. Esa no parece una aventura literaria sino un proyecto de vida.
Saúl Sosnowski: Es posible. Decidí empezar con Hispamérica cuando estaba en el primer año como profesor de literatura latinoamericana en la universidad de Maryland, en 1971. Me pareció que las revistas académicas que circulaban muchas veces se limitaban a reunir un núcleo de ensayos entre dos tapas. No desvalorizo ni desmerezco ese tipo de publicación, pero a mí me interesaba hacer una revista donde los lectores pudieran reconocer los diferentes estadios por los cuales pasa la producción literaria.
MS: ¿Cuál era tu idea original?
SS: Me interesaba publicar poesía, ficción, teatro. Tanto de los consagrados como de aquellos que recién estaban comenzando o empezaban a ser reconocidos. Y quería que los escritores hablaran sobre su propio modo de producir. Es por eso que en la revista, además de ensayos y notas bibliográficas y reseñas hay entrevistas con escritores, y una sección llamada taller. Ahora acabo de publicar el volumen 42 de la revista. Hay 125 números impresos.
MS: En cuarenta y dos años, hay una legión de escritores que pasaron de desconocidos a reconocidos, otros que nunca fueron reconocidos y muchos consagrados que ya no están más entre nosotros. ¿Cómo percibes esa pléyade a través del prisma de Hispamérica?
SS: La tarea es compleja. Por ejemplo, entrevisté a Manuel Puig cuando recién estaba ingresando al mundo académico estadounidense, en 1973. También entrevisté para Hispamérica a  Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Carlos Fuentes, a José Donoso, a Augusto Roa Bastos. En el número 75, cuando celebramos el 25 aniversario de Hispamérica le hicimos una entrevista a Adolfo Bioy Casares.
MS: ¿Qué observas entre el primer número de Hispamérica y el actual?
SS: Podría hablarte primero de su difusión. La revista está distribuida en todos los centros de estudios literarios latinoamericanos. Obviamente, la mayor concentración es en Estados Unidos y en Europa, pero puedes encontrar ejemplares de Hispamérica en bibliotecas nacionales, desde Sydney, en Australia, hasta Moscú, en Rusia. Hay ejemplares de la revista en bibliotecas de China, y en Hong Kong. Eso es muy gratificante.
MS: Hispamérica también tiene un perfil bastante interesante. Generalmente las revistas latinoamericanas se publican en un país latinoamericano. Y obviamente, el país de publicación marca los contenidos de esa revista. Por el otro lado, el hecho de que la revista se publique en Estados Unidos podría obligar a una especie de híbrido. ¿Cómo se hace para eludir esas tentaciones y peligros?
SS: Te voy a dar un dato. Soy argentino. Y los primeros 22 números de Hispamérica se imprimieron en Buenos Aires. A partir del número 23, Hispamérica se comenzó a imprimir en Estados Unidos. Era la época de la dictadura militar. Una de las razones era que el linotipista a veces me marcaba, en lápiz, o en las galeras frases como “Ojo, censura”. Era una manera de avisarme que no era muy saludable la publicación de algún texto. Como vivía fuera de la Argentina, ignoraba ciertas peculiaridades de la situación política.
MS: Era entonces más conveniente observar los peces del otro lado de la pecera.
SS: Sólo te puedo decir que mi etapa de publicar en la Argentina se acabó hacia 1978 o 1979, en plena dictadura militar. Querría dejar en claro que no soy un militante de ningún partido, o un exiliado. Me fui de la Argentina en 1964, a estudiar, y me quedé fuera. Es una aclaración que hago para que no haya malentendidos. Y también ocurrió otra cosa: publiqué trabajos de personas que después desaparecieron.
MS: ¿Qué le falta y qué abunda en Hispamérica?
SS: La revista no tiene números monográficos. En cada número intento presentar la literatura de diferentes países. Otra cosa que no hago es publicar material sobre literatura brasileña. Como el nombre de la revista lo indica, me centro en la América que habla y escribe en español. Si hubiera decidido publicar literatura en portugués hubiera requerido otro editor, pues no manejo la literatura en ese idioma. Y también alguien me acusó, y acepto la acusación, de que hay demasiado material argentino. Es posible, porque sigo vinculado de diferentes maneras a la Argentina. Mi mayor cantidad de contactos literarios está allí.
MS: Aunque no hay números monográficos hay algunos dedicados en buena parte a un tema en especial.
SS: Sí, suelo pedir a expertos que trabajen temas como la poesía o la literatura en diferentes países. Por ejemplo, uno de los números de Hispamérica estuvo dedicado a la narrativa uruguaya. Y en el número 125 hay un nutrido material sobre la narrativa joven en Ecuador. Se trata de escritores de menos de 40 años. También hemos publicado selecciones de poesía venezolana. No hay un solo país de la América hispanohablante, cuya producción poética o literaria esté ausente de Hispamérica.
MS: Hispamérica es también una editorial…
SS: Sí, pero todo lo que se ha publicado es poesía y crítica literaria. No hay libros de ficción. En total, publicamos cerca de 30 volúmenes. Pero es algo muy artesanal. El primer volumen salió en 1974. Publicamos alrededor de uno o dos libros por año.
MS: A lo largo de los años han aparecido en Hispamérica entrevistas con numerosos escritores consagrados.
SS: Sí. Entre ellos figuran Borges y Cortázar, mis dos santos laicos. Entrevisté una sola vez a Borges, por el tema puntual de Borges y la cábala, mi primer libro de ensayos. Eso fue en 1975. La entrevista salió en el número ocho de Hispamérica.
MS: Tu relación con Cortázar fue mucho más prolongada.
SS: A Cortázar lo conocí en la universidad de Oklahoma, cuando se hizo un encuentro para celebrar los primeros diez años de Rayuela. Hice mi tesis doctoral sobre Cortázar. Luego se publicó como libro, se titula Julio Cortázar: una búsqueda mítica. Seguí escribiendo mucho sobre Cortázar, hice los prólogos a su obra crítica.
MS: Leí en Hispamérica un diálogo muy interesante con Adolfo Bioy Casares.
SS: Lo entrevisté en Washington. Habló sobre su propia obra, y sobre su amistad con Borges. Bioy Casares fue muy generoso conmigo. Cuando yo era un joven de 26 años, lo fui a ver a su casa, a Posadas 1650, y le dije que pensaba hacer una revista. Le pedí un cuento inédito.  Y me lo dio. Imaginate, él no sabía con quien estaba hablando. La revista era solamente una idea. Y no había garantía que alguna vez fuese publicada. Y sin embargo, me dio su cuento para el primer número de Hispamérica. Conservo el original, con sus correcciones a mano.
MS: Hay otra entrevista que siempre me llamó la atención: la que le hiciste a Manuel Puig.
SS: Fue la primera entrevista que publiqué en Hispamérica, en 1973. Se la hice en un jardín de la universidad de Maryland. Y por supuesto, antes de publicarla, se la mandé para que la corrigiera. Por cierto, las correcciones son muy interesantes. Puig estaba muy consciente de la proyección de su persona. Es otro de los escritores que recuerdo por su enorme generosidad. Nos mantuvimos en contacto durante muchos años. También cuando estaba exiliado. Recuerdo que me llamó en una ocasión por teléfono, cuando estaban quemando sus libros en Buenos Aires. Nunca pretendió pasar por lo que no era. Estaba muy consciente que su mundo no era el literario sino el cinematográfico. No tenía por qué pretender poseer una cultura literaria. Sabía mucho más de cine que de literatura.
MS: Leí numerosos trabajos en Hispamérica sobre lo ocurrido con intelectuales en diferentes dictaduras de América Latina. Parecería ser una de tus obsesiones principales.
SS: Por cierto, hay algo que querría destacar. Cuando la revista llevaba veinticinco o treinta años, un académico hizo un análisis en una universidad suiza, de los contenidos de Hispamérica, y me preguntó si yo estaba consciente de un tema dominante, que aparecía tanto en ficción, como en poesía Le dije que no. Y la persona me dijo que había una constante: la defensa de los derechos humanos. Me resultó muy gratificante.
MS: ¿De donde viene el nombre de Hispamérica?
SS: En realidad, es en cierto modo un homenaje a Cortázar. El hablaba del idioma hispamericano. Excepto que lo hacía sin hache, y con k. A mí la k no me gusta, porque es nazi. Pero le puse Hispamérica por otra razón: porque del nombre estaba ausente la sílaba “no”. En América Latina cometemos un exceso con la palabra “no”.