domingo, 31 de enero de 2016

El ciervo herido de Félix Luis Viera: La política de la degradación humana


Mario Szichman

Yo resulté el soldado Umap número 22
de la tercera escuadra del pelotón número 1
de la compañía número 1 del batallón 23
de la Agrupación 6 del Estado Mayor de las Umap,
este nombrado Unidad Militar 1015
y radicado en la ciudad de Camagüey”.
Félix Luis Viera
Un ciervo herido



Armando Valdivieso Ginarte, uno de los protagonistas de la novela Un ciervo herido*, del escritor cubano Félix Luis Viera(Editorial Verbum, Madrid, 2015), es una especie de privilegiado. “Debe sumarse que poseo libertad para lavar la ropa cuando mi ánimo más me lo indique”, señala. “Descomunal ventaja pues quien quiera conservar su ropa de cepa debe hacer guardia fija mirando al cordel: unos y otros se las roban”. Armando es un prisionero en un campamento de reeducación de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) en Cuba. Su privilegio consiste en que su degradación es levemente menor a la padecida por el resto de los prisioneros en esos campos de concentración creados por el gobierno de Fidel Castro en 1965, y que perduraron hasta 1968. Miles de cubanos fueron llevados a reductos de la UMAP para ser sometidos a una supuesta reeducación política que consistió en someterlos a trabajos forzados en el sector agrícola. Entre sus víctimas figuraron disidentes políticos, homosexuales,  y Testigos de Jehová.
Antes de continuar con la reseña querría decir por qué considero esta novela  extraordinaria, y por qué lamento no haberla conocido antes.   
Tenía 13 años cuando Fidel Castro llegó a La Habana y proclamó la Revolución, quizás el evento político más importante registrado en América Latina en el siglo veinte, y cuya trascendencia cruzó las fronteras del continente. Fidel, con su “macho élan”, como dirían los gringos, el Ché Guevara, Camilo Cienfuegos, eran realmente personajes épicos, encarnaciones del David enfrentándose al Goliat estadounidense. Cualquier joven de esa época que no estuviera con el establishment, anhelaba ser guerrillero.  
Existían en América Latina consolidados partidos de izquierda, como el Comunista, y movimientos obreristas. Pero, por lo general, sus dirigentes eran burócratas que iban de la avanzada madurez a la ancianidad. En cambio, los revolucionarios cubanos eran muy jóvenes, casi como los héroes de la gesta independentista en la Gran Colombia. Muchos adolescentes en distintas partes de América Latina soñaban con lucir la boina y el uniforme verde oliva, cargar un fusil al hombro, y liberar pueblos.
Cuando llegué a Venezuela en 1967, a los 22 años de edad, la guerrilla estaba muy presente. Douglas Bravo era, quizás, la figura más importante y más venerada. Pero muchos revolucionarios venezolanos, y conocí a varios de ellos, tenían un problema con la Revolución Cubana: no comían cuentos. Criticaban muchos de sus aspectos, la falta de respeto a la disidencia, inclusive dentro de las filas de la Revolución, la acrítica actitud de la dirigencia cubana en relación al partido Comunista de la isla, y a la Unión Soviética, su mentalidad foquista, sus actitudes estalinistas, y el progresivo control del país por parte de Fidel y en menor grado de Raúl Castro.
No voy a extenderme mucho más en ese peritaje. Los invito a leer el trabajo de Magdalena López “Desde el fracaso: narrativas del Caribe insular hispano en el siglo XXI” (Editorial Verbum de Madrid, 2015) pues hay en ese libro muy perspicaces evaluaciones del efecto de la Revolución Cubana en novelas publicadas durante estos últimos años. La ensayista nos muestra cómo en la periferia, por ejemplo en la República Dominicana, los dogmáticos parámetros del castrismo causaron estragos. El coronel Francisco Caamaño Deño quiso copiar puntualmente los pasos de Fidel, y luego del Ché Guevara, incluido el desembarco de su escaso contingente en una playa, su ascenso a las montañas, y terminó muriendo como el Ché, frente a un pelotón de fusilamiento. La última burlona reedición de la epopeya castrista se ha registrado en Venezuela.
Marx decía en El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte que los grandes episodios históricos se dan dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. Y esa Revolución Bonita liderada por Hugo Chávez Frías permite evaluar, por el reverso, las razones de los fracasos que plagaron lo que fue al principio una rebelión cargada de esperanzas.

De todas maneras, en algo triunfó la Revolución Cubana: en desprestigiar a sus adversarios, en introducir en la misma bolsa a los “gusanos” y a los disidentes, y en general, a encubrir la mayoría de sus lacras. Muchos en la izquierda se negaron a aceptar lo que Felix Luis Viera revela con mano maestra en Un ciervo herido: la existencia de campos de “reeducación” de prisioneros –en realidad, campos de ignominia donde se castigaba o “disciplinaba” a seres humanos reacios a pensar de acuerdo al arbitrio oficial. La eficaz consigna era que no se debía hacer el juego al enemigo.   
Por cierto, recuerdo que un respetado intelectual uruguayo,  resteado con la Revolución Cubana, me dijo hace ya algunos años: “Algún día el pueblo cubano terminará por alzarse y hará pagar a sus líderes todas esas décadas de sufrimiento”. Ese intelectual falleció hace dos décadas, y no parece cercano el día en que el pueblo cubano se alce, o intente cambiar el régimen. Habrá permutaciones cosméticas, pero son demasiados años de lo mismo y existe una resignada aceptación entre los cubanos de que si no se puede cambiar de país, es mejor cambiar de conversación.

EL INFIERNO TAN TEMIDO

Los factores principales para convertir a Un ciervo herido en una gran novela son la mirada y la voz del narrador. No le pidan a Viera una literatura de denuncia. Tampoco le exijan conmiseración, porque no va a complacer al lector. El mundo de Viera está habitado por seres humanos. Ni los malos son excesivamente malos, ni los buenos portan una aureola sobre sus cabezas. Malos y buenos, tanto los administradores del castigo como sus receptores, solo saben con certeza que transitamos una sola vez por esta vida, y debemos acomodarnos a todas sus contingencias. Y la mayoría sospechan que residen en el purgatorio.
Los personajes que circulan por la novela parecen atrapados en su mundo como marionetas en un teatro. El problema es que no obedecen a las órdenes del apuntador. Algunos lectores seguramente querrán que los malos sean de verdad malos para poder odiarlos. Y que los buenos sean de verdad buenos, para poder identificarse con ellos. Viera opta en cambio por el distanciamiento; se limita a exhibirlos en sus intentos por actuar sus papeles. Quizás ninguno cumple con las expectativas. Pero tampoco defrauda, pues se trata de personajes trágicos cuya única intención es sobrevivir.
Y después está la voz. En realidad las voces. Hay un coro de voces en Un ciervo herido. Cada personaje se afianza en pequeños tics, en efímeros pensamientos. En algunos, el miedo cede el camino al pánico. En otros, enfila hacia la solidaridad. Hay una necesidad tan poderosa de subsistir, que es por ese lado donde emerge la admiración del lector.  
Al mismo tiempo, uno desearía que los encargados de la UMAP fueran los villanos de la película. Pero no lo son. Constituyen seres reales obligados a ejercer tareas desagradables. Los más crueles son, curiosamente, los más idealistas. Y ¿por qué no? Han sido adiestrados para reeducar a las lacras de la vieja sociedad. Por lo tanto, exhibir humanidad es una transgresión. Compadecerse por el prójimo implica traicionar los ideales revolucionarios.  La mayoría de los carceleros aspira a convertirse en hombres nuevos, y ni uno de ellos lo consigue. Solo los zombies están en condiciones de transfigurarse en hombres nuevos.
Y entre malos que no son tan malos, y buenos que no son tan buenos, en definitiva, seres humanos que solo tienen una vida para vivir, empiezan a sobrevolar las figuras del ritual religioso, y la amenaza de la tempestad y de la plaga.  
Antes de ser trasladado a un campamento de la UMAP, el disidente Armandito Valdivieso presiente que se halla “A las puertas del vendaval”. Los signos son imposibles de ignorar. “Se estaba quedando solo; sus amigos y sus conocidos rojos y los más o menos rojizos, veían venir la hecatombe y se apartaban de él”. Quedaban, apenas, compañeros de juerga, quienes “se hallaban en el medio de la línea que marca la frontera entre el bien y el mal en la ´nueva sociedad´”.
Un estado omnipresente, implacable, va favoreciendo a elegidos  y descartando a los excomulgados. La nueva sociedad se convierte en un tribunal de la inquisición, donde el inocente debe demostrar que no es culpable. Y el culpable, definitivamente es culpable, porque lo acompaña la semiología del apestado. Los amigos empiezan a eludirlo, el resto piensa, como en toda sociedad amedrentada y regimentada: “Algo malo habrá hecho…”  
La nueva sociedad es la sociedad de la sospecha. Mejor no hablar, porque alguien, con malas intenciones, puede escuchar. Uno empieza a pensar que de haber nacido Kafka en la Cuba de los hermanos Castro, hubiera sido un costumbrista. (El novelista Augusto Roa Bastos aplicaba la ironía al Paraguay del general Alfredo Stroessner. Pero se quedó corto).   
Cuba está gobernada desde hace más de medio siglo por dos hermanos. El primero todavía más providencial que el segundo. Ambos deben ser genios de la política, pues al parecer sus compatriotas no necesitan a nadie más para vivir felices. Solo la reina Victoria estuvo más años en el trono de Inglaterra –64 años– que Fidel y Raúl Castro de manera conjunta –hasta ahora 57. Y no es insensato pensar que el apellido Castro se prolongue en un heredero al trono. De todas maneras, la reina Victoria reinaba pero no gobernaba. Y eso representa una vasta diferencia.  
En definitiva, pese a la irrupción de la modernidad, Cuba parece suspendida en una solución coloidal. El tiempo no transcurre del mismo modo en la isla que en el resto del Caribe, o del continente. Todavía es el territorio de la plaga, siempre amenazado por herejes. Quien no está plenamente de acuerdo con nosotros, piensan los jerarcas, está con el enemigo. Quien no mira la realidad con los ojos de la utopía, es un indeseable. Ah, y además, El Hermano Grande, y luego El Hermano Chiquito, nunca se equivocan.  
Al final de Un ciervo herido hay un Anexo. Se trata de una especie de síntesis de todo lo que ha ocurrido previamente en el relato. El narrador interroga a uno de los militares que desempeñaron tareas en la UMAP. Lo primero que aclara el militar a quien realiza la entrevista es que “Yo solo cumplía órdenes”. Despojado de sus charreteras, de todo poder, el interrogado se muestra siempre a la defensiva. Cuando se le pregunta: “¿En la actualidad usted pasa hambre?”, responde veloz: “¿Hambre? ¿Por qué esa palabra?”
No, el interrogado no pasa hambre. Claro que no. En todo caso “Necesidad, yo paso necesidad como todo el mundo; hambre es una palabra que no me gusta porque es la que usa el enemigo”.   
Cuando se le señala que no todos pasan necesidad, que la elite cubana está bien alimentada, que “por ejemplo, ministros, dirigentes intermedios, altos jefes militares, y otros así, comen bien”, responde: “Bueno, es que la vida tiene que ser así, ¿no?” Es impensable considerar que “el Comandante en Jefe tiene que pasar la misma necesidad que uno”. Ocurre que si el Comandante en Jefe “No come todos los días, si no se alimenta bien todos los días, a la larga nos jodemos todos, no salimos del bache, él es la garantía”.
Uno se pregunta ¿garantía de qué? Lo único que garantiza el Comandante en Jefe es que persistirá la necesidad, como antes persistió el período especial, o la amenaza imperial. El Imperio está siempre enfrente, y la geografía nunca se alterará. Tampoco el Imperio se borrará del horizonte, aunque por ahora ha hecho la paz con la Revolución.
Hay que confiar en el Hermano Chiquito, como antes se confió en el Hermano Grande. Ellos nunca se equivocaron. Gracias a ellos, Cuba está como está.


****La primera edición de Un ciervo herido es de Plaza Mayor, Puerto Rico, 2002. La segunda es de Edizioni Cargo,  Italia, 2005, y la tercera de Eiriginal Books, Miami, 2011. La edición de Verbum, Madrid,  2015, es la definitiva, y cuenta con prólogo del autor. 



miércoles, 27 de enero de 2016

La buena literatura nunca miente


Mario Szichman



Conocí al escritor argentino Manuel Puig a comienzos de la década del ochenta, en Nueva York. Ya era el autor de La traición de Rita Hayworth, de Boquitas Pintadas, y de The Buenos Aires Affair.  Me conmovió mucho una de sus anécdotas. Rita Hayworth le envió una carta con estas palabras: “Espero, Manuel, no haberte traicionado”. Para Manuel era más o menos como haber ganado el Premio Nóbel. (Ya no era la Rita Hayworth de Gilda. Pero sí para Manuel, como lo sigue siendo para mí). 
Fue difícil conseguir la amistad de Manuel. Y por excelentes razones, pues escribí una reseña bastante injusta de The Buenos Aires Affair. (Después me reivindiqué expresando en el diario El Universal de Caracas mi admiración por La traición de Rita Hayworth, y por Boquitas Pintadas). Pero mi esposa, Laura Corbalán, se había hecho amiga del escritor en Buenos Aires. Puig era muy infantil en sus relaciones sentimentales. Sus affairs amorosos solían ser desdichados. Laura era una excelente psicoanalista y fue en ocasiones para Manuel, un buen paño de lágrimas. Ella posibilitó el encuentro.
Manuel había alquilado un diminuto apartamento en el Village de Nueva York. Escribía sus novelas en una mesa ubicada en la cocina. Usaba una máquina Olivetti Lettera 22o, y me pareció uno de los narradores que más gozaban escribiendo. El otro era David Viñas, el autor de Los dueños de la tierra, y uno de mis mentores intelectuales.
Menciono este hecho porque un escritor que disfruta cuando escribe es una bendición para sus amantes y para sus amigos. En una ocasión, Viñas me habló de un escritor porteño que se la pasaba sufriendo mientras redactaba sus mediocres novelas, y me formuló este comentario (Pardon my French!) “Equis me recuerda a esos tipos que se aprietan con furia los sacos seminales mientras están haciendo el amor con Sofía Loren”. (Bueno, no usó exactamente esas palabras).  
En Buenos Aires, entre las décadas del cincuenta y el setenta del siglo pasado, floreció la escuela de la aflicción. Ernesto Sábato era su paladín, un adalid del sufrimiento. Se la pasaba quejándose del bloqueo de su inspiración. Todos tenían que estar pendientes de don Ernesto. ¿Cuándo volvería a supurar su vena creativa? “¡Es tan genial”! era el comentario de muchos admiradores. “¡Le cuesta muchísimo escribir!” Me hacía recordar el comentario de Voltaire en Micromegas: “¡Es una persona tan inteligente: nada le gusta!”

Un profesor de la universidad de la ciudad de Nueva York, también un argentino, me dijo que había incluido en el curriculum de su cátedra la novela de Ernesto Sábato El Túnel. Según me explicó, “No es porque sea buena, en realidad, todas las novelas de Sábato son deplorables, sino porque es corta”.
Como comentario al margen, Sábato era también un devoto de los ciegos. En su novela Sobre héroes y tumbas aparece su “Informe sobre ciegos”, que para algunos es una obra genial, y para mí, un bodrio interminable. Pero en materia de gustos, no hay nada escrito.  
Fernando Vidal, uno de los protagonistas de la novela, cree que los ciegos pertenecen a una secta sagrada que opera en las sombras. Obviamente, si son ciegos, deben operar en las sombras. Al comienzo señala: “Recuerdo perfectamente…los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario”. Los sueños de los protagonistas de Sábato nunca se limitaban a una jornada; siempre tenían que ser milenarios. Si no me equivoco, ya en El Túnel había algo relacionado con los ciegos.  
Lo curioso del caso es que la moda de los ciegos se trasladó al cine argentino. A fines de la década del cincuenta se estrenó la película En la ardiente oscuridad, con dirección de Daniel Tinayre y guión de Eduardo Borrás. Tenía un buen elenco: Mirtha Legrand, Lautaro Murúa, Duilio Marzio y Luisa Vehil. Mirtha Legrand era esposa de Daniel Tinayre, quien también intentó revolucionar el cine argentino con la historia de una profesora que era violada por algunos estudiantes. El filme se titulaba La Patota, y la semiología de la violación, para Tinayre, consistía en mostrar a la actriz todo el tiempo con enormes lentes negros, hasta cuando se acostaba para ir a dormir.
Tinayre era el genio del humor involuntario. Y creo que En la ardiente oscuridad llegó a la cumbre de su carrera. Según la sinopsis del guion, “Un recién llegado al Instituto para ciegos se resiste a la comprensión que los demás le brindan”.  
Las críticas no fueron piadosas. El periódico Correo de la Tarde señaló en una reseña que entre las limitaciones de la película figuraban “varias caídas melodramáticas del libro… la falsa solución de varias escenas y la arbitraria definición de otras”. Ojalá que eso hubiera sido todo. Poner a ciegos a alternar con videntes es una cosa. Pero ¿qué ocurre cuando todos los personajes son ciegos? ¿Qué interacción puede establecerse entre ellos? Y además, la película fomentaba un sádico voyeurismo. Los espectadores, todos videntes, iban al cine a observar una congregación de ciegos que no podían contemplarse entre sí. Y a eso se sumaba el melodrama, los almibarados diálogos, y la exasperante bondad de los penitentes.
Si alguien desea ver una obra maestra del cine italiano, con un ciego como protagonista, Perfume de mujer es el filme indicado. Es una de las grandes performances de Vittorio Gasmann, porque además, no interpreta a un ciego bondadoso, sino a un individuo profundamente perverso, que usufructúa su ceguera, un poco como el tutor de El lazarillo de Tormes. Pero también se trata de un ser humano que se alza por encima de sus desdichas. (Los cineastas italianos son inigualables  a la hora de mostrarnos la humanidad hasta en el personaje más mezquino).  
Cada época de la narrativa ha tenido su buena cuota de sectas. A mí me encanta la secta de los thugs –que realmente existió en la India. Emilio Salgari hizo figurar a la secta en varias de la novelas que tienen protagonistas al pirata Sandokán. Su sigilosa manera de asesinar usando lazos de seda es un gran acierto narrativo.  
En una película relativamente reciente, Zoolander, muy cómica, muy deliciosa, se descubre otra secta: la de los sastres. Según el guion, desde la más remota humanidad los sastres habrían conspirado para asesinar jefes de estado. Al parecer, John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, además de ser un actor muy conocido, pertenecía a esa secta de los sastres asesinos. La conspiración para matar al presidente no estaba relacionada con la guerra de secesión o con su emancipación de los afroamericanos, sino con su desaliñada manera de lucir el frac.
Si empecé hablando de Manuel Puig y terminé hablando de Ernesto Sábato es porque me parece que representan polos opuestos en la literatura argentina. No solo la dicotomía está entre el placer de escribir y el sufrimiento creador, sino en el exceso de humanidad en Puig, en la falta total de empatía que mostraba Sábato por sus personajes.  
Sábato parecía obsesionado con lo que podría considerarse la literatura maldita, cargada de grandes gestos, y de terribles anatemas. La vida era abominable, y el ser humano era execrable; cuando no se flagelaba era sometido a alguna ordalía. Si una persona se encontraba con un amante en una habitación de hotel, era imposible una caricia, un gesto de ternura. Siempre en esas habitaciones quedaban rastros de sangre tras una buena sesión de sadomasoquismo.
Recuerdo parte de la conversación con Manuel Puig. En el ambiente porteño era considerado un semianalfabeto. Decían que no leía mucho, que en todo caso le interesaban las telenovelas, o las películas de Hollwyood. Apenas se mencionaba al pasar que conocía cuatro idiomas, o que había estudiado guion cinematográfico en Italia.  
A mí me deslumbró porque me parecía un sabio. Podía hablar banalidades, pero no era un ser banal. Era cierto, cuando hablaba de sus amantes parecía un niño. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de sus novelas habían pasado por su cuerpo. Contaba con una gran perspicacia acompañada de una vasta ingenuidad. Poseía la astucia de saber cómo lo miraban los demás. Aludió, como al pasar, que de niño era visitado por algunos primos, quienes solían comentar entre ellos, creyendo que Manuel no los escucharía: “Bueno, llegó la hora de jugar con el marica”.  
Al mismo tiempo, creía que su madre ignoraba su homosexualidad. En una ocasión, publicaron en una revista importante de Buenos Aires una larga reseña de Boquitas Pintadas. Y en una parte del comentario se hacía alusión a un personaje muy parecido al autor, que era obviamente gay. La madre de Manuel solía recibir la revista en su hogar. Por lo tanto, el autor quitó de la revista las páginas que le dedicaban a su novela.
Laura le preguntó: “Manuel ¿tu madre no advirtió que le faltaban páginas a esa revista?” Y la respuesta de Manuel fue más o menos la siguiente: “No, es que mamá a veces es muy distraída”.
Y fue durante esa reunión que Manuel enunció una frase que es una de mis favoritas. “El ser humano se la pasa mintiendo”, dijo. “Pero la escritura es la verdad”. Tal vez afinaría un poco la frase. Pienso que sólo en los grandes creadores la escritura es la verdad. Proust decía la verdad. Y Tolstoi. Y Dostoievsky, y Kafka, y Faulkner, y Celine. Y Manuel Puig. No escribía para la galería, aunque en ocasiones, como en El beso de la mujer araña, no una de sus mejores novelas, se quiso convertir en propagandista de la homosexualidad y le salió mal. Todas sus explicaciones, científicas o seudocientíficas, resultan absurdas en el contexto de una narración bastante aceptable.  
Bueno, nadie le pide a un escritor que convierta a todas sus novelas en A la búsqueda del tiempo perdido. Proust solo pudo conseguirlo una sola vez. Pero, con caídas y vaivenes, Puig demostró en su valiosa producción que la escritura es la verdad. Nuestra vida está plagada de cotidianas mentiras. Y la literatura suele ser para muchos seres un gran refugio. (Me encanta la literatura escapista). El lector exige al escritor que lo trate con honestidad y le diga la verdad. “Con la verdad, no temo ni ofendo”, decía Martí. Y además, que lo entretenga, le permita conocer otros mundos, otros países, otras vidas, otros hombres y mujeres que enfrenten tanto el amor como la adversidad, que en momentos de conflicto, saquen fuerzas de flaqueza, y muestren su capacidad de heroísmo. Y finalmente, si es posible,  que también le brinden al lector algo de esperanza.



domingo, 24 de enero de 2016

¡Cuidado con las imitaciones! (relato)


Mario Szichman




El destino del Gran Balcrós lo decidió el actor argentino Alfredo Barbieri al hacer la fonomímica del aria de “El barbero de Sevilla” en el Maipo, un teatro de revistas de Buenos Aires.
El descubrimiento de Barbieri cambió la vida de Balcrós. Hasta ese momento, cuando imitaba a algún cantante famoso, el público mostraba escaso entusiasmo. Pero Barbieri un genio de la comicidad,  le reveló sus secretos. Balcrós quedó prendado de la manera en que su ídolo había esbozado ademanes para secundar el famoso estribillo Fígaro lá, Fígaro cuá, punto culminante de “El barbero de Sevilla”. Barbieri abría la boca de manera muy exagerada para sostener una nota, o lidiaba con los complicados gorjeos del cantante parodiado plegando el labio inferior hacia abajo, o apretando los dedos contra la palma de su mano para contemplar sus uñas. Luego revoleaba los ojos, bizqueaba, o movía las manos en chanfle, como para dar golpes de karate.
El Gran Balcrós se dedicó durante meses a calcar el repertorio de gestos que usaba Barbieri, y gracias a su impecable rendición de Fígaro lá, Fígaro cuá, su carrera alzó vuelo.
Al principio, el sueño de Balcrós era convertirse en el suplente de Barbieri. Pensaba que algún día el cómico sufriría una ligera indisposición, y el empresario del teatro lo llamaría en su reemplazo. La lealtad de Balcrós al repertorio y a los ademanes de Barbieri garantizaba una performance exitosa. Pero luego debió reconocer que se trataba de un camino sin salida. No podía pasarse toda la vida imitando a otro. Además, Balcrós era más apuesto que  Barbieri. Si conseguía un buen ayudante podría subsanar su carencia  —la misma que si bien le permitía imitar con precisión el repertorio del cómico, le impedía alterarlo— y usar las canciones de alguna otra celebridad para alcanzar nombradía. Era inevitable que otra voz continuase emergiendo de los discos de bakelita, pero Balcrós no tendría necesidad de seguir usurpando gestos.
Balcrós dio otro salto importante en su carrera al quedar prendado de Pedro Vargas. Su idea era revelar, en un corto sketch, su transición del cómico argentino al ídolo mexicano. Primero mostraría sus aptitudes imitando a Barbieri en El barbero de Sevilla, súbitamente se escucharía un sonido que remedaría el raspar de la púa de un disco, y luego emergería la voz de Pedro Vargas modulando la letra de El Rey.

Cuando Balcrós llegó a Puerto Carper, en junio de 1949, la crisálida estaba a punto de convertirse en mariposa. Además de contratar a un ayudante sordomudo parecido al jorobado que robaba sesos para el doctor Frankenstein, había incorporado a su rutina tres números copiados de un sketch de Barbieri y tres canciones de Pedro Vargas.
Conquistó en seguida a las mujeres de Puerto Carper. Su sonrisa y su bigote finito hacían recordar la boca de Robert Donat. Pero lo que hizo caer a sus pies a Nené Bancalari, la hija del gerente del Banco Hipotecario, fue el contrato que el comediante firmó con Jaske, el dueño de la sala de espectáculos donde presentaría su repertorio. El contrato le prohibía al galán todo intercambio verbal con los habitantes de Puerto Carper.
Nené Bancalari le hizo una apuesta a Cristina de Luca, la hija del presidente del Consejo Municipal. “Te apuesto cien pesos a que Balcrós habla conmigo”, dijo la adolescente. “Aunque para conseguirlo tenga que encamarme con él”.
El día anterior al debut, Balcrós y su ayudante sordomudo salieron a recorrer las calles de Puerto Carper y a revisar las paredes para verificar si habían pegado los carteles donde se anunciaba el debut de “El Alfredo Barbieri uruguayo”. Balcrós era argentino y antes de cambiar su nacionalidad había pensado en otro tipo de paralelo, pero cualquier comparación que tuviera como dimensión geográfica menos de un país, carecía de aliciente para los espectadores.
Cuando Balcrós estaba contemplando su esbozado perfil en un cartel que brillaba con frescas pinceladas de engrudo, se le acercó Nené Bancalari y después de tocarle el hombro para que la mirara, sacó la lengua y puso los ojos bizcos. Balcrós se asustó como si se hubiera tratado de una aparición y tomando de la mano a su ayudante corrió hacia el hotel. Nené Bancalari se le apareó y tras pedirle disculpas le introdujo una carta en uno de los bolsillos de su saco.
Minutos después, acostado en la cama de su cuarto, Balcrós leyó la carta, y después se la pasó a Dingo, su ayudante. Nené Bancalari le pedía disculpas “por mi atrevimiento, pero necesito hablar con usted. Es urgente. ¿Podría verlo a las once menos cinco en el hotel Escorial? Por favor, no me falle”. La palabra necesito estaba remarcada con un lápiz azul y los huecos de la e y la o habían sido pintados con un creyón rojo.
Balcrós se vistió con un traje azul, y se puso encima un sobretodo gris oscuro. Una bufanda blanca cubría su cuello. Saludó a Nené Bancalari  en el vestíbulo del hotel dándole un apretón de manos, mientras era observado con malevolencia por el conserje, un joven con una densa cabellera blanca. Balcrós estaba seguro de que se trataba del extorsionador de turno.
Balcrós le tendió a Nené Bancalari una hoja con membrete del hotel donde había escrito: “Punto a) no puedo ronper el contracto, punto b) porque no somos amigos, punto c) cuando able mireme a los ojos. Me enloquesen aora caminemos. Puede benir a mi piesa del otel a las 12 en punto y así tomamos yampan. No me diga que no”.
Ambos salieron a la calle y trataron de matar el tiempo caminando por la deprimente playa, que quedaba a dos cuadras del hotel, repleta de botellas rotas. Nené Bancalari estaba muerta de frío. Balcrós se quitó el sobretodo y se lo revoleó sobre los hombros, como un torero tendiendo su capa.  
“No, por favor” dijo la muchacha sujetando las mangas del sobretodo sobre su pecho. “No quiero arruinarle la voz”. Balcrós sonrió, alzó los hombros para hacer el gesto de “¿Y a mí qué me importa?” Luego pasó el brazo derecho por el cuello de la joven, que se recostó en su pecho y torció el cuello hacia arriba intentando mirarlo a los ojos.
Al enfrentarse con los ojos invertidos de Nené Bancalari, Balcrós sintió las encías sensibles y la boca empalagosa, como cuando sentía náuseas. Quedó desconcertado ante esa cara alterada. Los ojos de la joven se movían hacia arriba y hacia abajo en el sitio donde uno necesita ver la boca, y la boca aparecía en el lugar de las arrugas que se marcan en la frente.
Sin cambiar de posición, Nené Bancalari le hizo una caída de ojos y sus párpados se alzaron hacia arriba mostrando dos franjas de pestañas cortas y escasas pegoteadas con rímel. Balcrós endureció el pecho y torció el hombro para incomodarla; Nené Bancalari se separó y aceptó ir al hotel.
Balcrós pasó delante del conserje llevando a una mujer cubierta con su sobretodo. La cara estaba oculta tras una revista que la dama sujetaba contra sus orejas. Lo inevitable ocurrió. El conserje le informó que estaba prohibido a los huéspedes recibir visitas “del sexo opuesto”. Solo transó cuando Balcrós le tendió un billete de veinte pesos. Eran frecuentes esos incidentes en los hoteles donde solía residir en el curso de sus giras. Todos los conserjes lo extorsionaban antes de permitirle pasar a la habitación con sus conquistas. Curiosamente, varios alegaban que se habían vuelto canosos de manera prematura.  
Balcrós abrió la puerta de la habitación, invitó a pasar a Nené y encendió una lámpara de pie que proyectaba una tenue luz roja. Luego puso a funcionar un grabador, un enorme Peirce 55-B, más grande que una maleta de viaje.
–Creí que solo existían en el cine– comentó Nené admirada ante el armatoste. –Vi uno de esos en una película de guerra. Con ese actor tan simpático… usted sabe, el inglés. Ah, ya sé, Rex Harrison.
Balcrós ignoró su comentario y puso a funcionar el grabador. Una voz muy engolada dijo: “Póngase cómoda mientras preparo un trago. En el baño hay un piyama”. Nené Bancalari movió su mano derecha hacia arriba y hacia abajo como en gesto de amenaza, y se dirigió al baño tras guiñarle un ojo al galán. Cuando retornó, Balcrós tenía puesto un saco fumuar  y hacía la fonomímica de Ansiedad. Nené Bancalari debió gritar para sobreimprimir su voz a la de Pedro Vargas.
Cuando Balcrós apagó el grabador, la frase de Nené Bancalari: “No puedo, mi amor, es esa época del mes”, resonó en la habitación. El imitador debió renunciar a entenderse por medio del grabador, pues todas las frases, que figuraban en la cinta solo servían para progresar en la seducción. En un anotador con el membrete del hotel que había en la mesa de luz, escribió: Te das cuenta el papelon i aora que le digo a Dingo. Por fabor que no valla abernos asi. Acostate en la cama comigo cuando benga Dingo te enpesas a mover como una loca y me gritas hay mordeme hay que lindo ques esto. Siento que boy a volverme loca hay por dios.
—Pero si Dingo no oye nada, ¿para qué tanto teatro? —preguntó Nené Bancalari.           La muchacha tuvo que repetir tres veces la frase, mientras Balcrós observaba sus labios.
lose por esperiencia propia, escribió Balcrós en el anotador. Siquieres que te entienda los jestos tenes que gritar.
Cuando apareció Dingo, Balcrós y Nené Bancalari estaban abrazados y jadeando en la revuelta cama. Dingo los observó con el rostro impasible y después se dirigió a un pequeño cuarto adosado al de Balcrós.

Cuatro días después, un hombre que se identificó como Balcrós llamó por teléfono a Nené. —Es un crimen lo que hiciste conmigo —le reprochó. –Realmente me quedé muy mal. Tendrías que haberme avisado del percance.
– ¿Y cómo te parece que quedé yo? –preguntó Nené. Luego añadió: – ¿Sabés que estás rompiendo el contrato? ¿No era que no podías hablar en público?
—Sí, es cierto. Pero el contrato nada dice del teléfono.
–En vez de usar la voz de otros, tendrías que actuar con tu propia voz– le dijo Nené Bancalari. – ¡Es tan parecida a la de Oscar Casco!
–Nunca pude soportar esa voz engolada– dijo el hombre que se había identificado como Balcrós. Sentía desprecio y cierta envidia por ese galán de radionovelas que volvía locas a las mujeres. –Siempre se la pasa diciéndole a sus amantes “¡Mamarrachito mío!”
Nené Bancalari soltó la carcajada.
–Quiero que esta vez me lo digas a mí. A ver, decime, “¡Mamarrachito mío!”
–Pero solo una vez–estipuló la voz. Luego Nené oyó la risa prolongada de un villano seguida de la frase “¡Mamarrachito mío!”
– ¿Seguro que tenés que respetar el contrato?
–Ya te expliqué: solo en público. Soy un hombre de honor. ¿Cuándo nos podemos ver?
–En media hora me corro al hotel.

Nené Bancalari fue al hotel vestida de colegiala y peinada con dos trenzas. Balcrós estaba sentado en un sillón del vestíbulo, leyendo la gacetilla que habían publicado en el diario El Sol sobre su próximo debut. Esta vez, en la conserjería había un hombre gordo y bajito, de unos sesenta años.
Cuando la chica le tocó el hombro, Balcrós plegó el diario y la miró sin reconocerla.
–Soy yo, Nené– le dijo al galán mirándolo a los ojos. Balcrós, muy enojado, sacó su anotador con membrete del hotel y escribió: Nada de sorpresas acaso, yo le ago lo mismo yo nunca la traisiono no estoy siempre vestido y peinado como salgo en los afiches bengase sienpre igual nunca le paso ver cualquier cantida de veses a un mozo de restaurante o ver al de la fideleria y no saber quienes son cuando van por la calle. La cara no es lo inportante lo inportante es el uniforme.  
–Antes me tuteabas—dijo Nené Bancalari con los labios fruncidos.
Balcrós le quitó la hoja y modificó algunas palabras para reanudar el tuteo.
— ¿Amigos de nuevo?—le preguntó la muchacha tomando las manos de Balcrós. Si pero aora estoi muy apurado tengo el ensayo, asique voy aberte mas tarde, le escribió en una hoja del anotador.           

Balcrós estuvo tres semanas en Puerto Carper, el tiempo suficiente para darle otras dos palizas al conserje de cabello blanco, hasta convencerlo de que era mejor abandonar Puerto Carper, y para dejar embarazada a Nené Bancalari. Al marcharse dejó su dirección en Buenos Aires. También depositó una carta en la recepción del hotel informándole a su amante: si quedaste en estado de espera me conportare con onor soi un cabaliero.
Muchos viajeros habían hecho y prometido lo mismo antes que Balcrós para después esfumarse sin dejar rastros. Había un chiste que hacía circular Jaime Nogaró, una especie de árbitro electoral que ayudaba a arreglar los comicios municipales para que oficialistas y opositores tuvieron parejas oportunidad de compartir el erario público. Según Nogaró, Puerto Carper solía mantener siempre el mismo número de habitantes. “Cada vez que nace un crío”, decía Nogaró, “en ese mismo instante un señor de pelo en pecho huye del pueblo”.
Pero Balcrós tenía un motivo muy poderoso para actuar como un caballero: Nené Bancalari era la hija del gerente del Banco Hipotecario. Y si quería superar a Alfredo Barbieri en el terreno artístico, el fuerte respaldo económico de un suegro podría acelerar sus objetivos.
La segunda gira triunfal de Balcrós por tierras carpelandesas fue programada para agosto de 1949, cuando los vestidos de Nené Bancalari empezaron a estrecharse en las caderas. Esta vez Napoleón Bancalari se asoció con Jaske, el dueño de la sala donde Balcrós había presentado previamente su repertorio. El banquero le dijo a Jaske que no escatimara en gastos. Quería que su futuro yerno presentase un repertorio “totalmente renovado”. Tras concluir sus palabras sacó su chequera, anotó en un cheque la cifra de dos mil pesos, lo firmó con ampulosa letra, y se lo entregó.  
Fue la época más ajetreada para la imprenta de Bermúdez, donde editaban el diario El Sol. Además del periódico, Bermúdez se encargó de hacer los afiches anunciando el retorno triunfal del gran fonomímico, así como las participaciones donde se informaba que Napoleón Bancalari y Elsa Lagorio, viuda de Campuzano, invitan al casamiento de sus hijos Nené y Javier. Gracias a esas esquelas fue posible descubrir que el gran Balcrós se llamaba en realidad Javier Campuzano.  
Medio pueblo estuvo rondando la estación de tren para observar el retorno del gran Balcrós. Como no era de buen gusto salir en manifestación, hubo distribución de roles para acechar el recibimiento en el andén, a lo largo del camino que iba de la estación al hotel, y alrededor del chalet que Napoleón Bancalari había construido a dos cuadras de la municipalidad.
Balcrós llegó del brazo de su madre, una guapa morena de unos cincuenta años, con cabello a lo garzón y ojos chispeantes. Detrás venía Dingo, su ayudante sordomudo, cargando dos baúles. En ese momento, un automóvil Packard de color negro, con enormes y lustrosos guardabarros, frenó frente a la estación. Napoleón Bancalari y Nené bajaron del Packard. El padre de la seducida había calculado el tiempo al minuto para demostrar que no estaba ansioso por la llegada de su futuro yerno.
Balcrós besó la mano de Nené, dio un apretón de manos a Napoleón Bancalari y presentó a su madre con una serie de gestos, sin abrir la boca.
Las mujeres se besaron, Napoleón Bancalari se inclinó para apretar la pequeña y bien torneada mano de Elisa Lagorio de Campuzano –ya en ese momento había decidido que estaba perdidamente enamorado de la viuda– y los cuatro subieron al Packard y se dirigieron al chalet de los Bancalari. Dingo, el ayudante, observó furioso la partida del automóvil. Luego chistó a un cochero, subió al mateo, y se hizo conducir al hotel. Los cascos del enorme caballo se dirigieron por una calle de tierra levantando una gran polvareda. Dingo estaba convencido de que había sido una ocurrencia del gran Balcrós para humillarlo. Cuando le informó al conserje del hotel que necesitaba una habitación, el hombre observó con desprecio su pantalón y pechera cubierta de polvo, giró la cabeza hacia la pared donde estaban colgadas las llaves de las habitaciones, y le tendió una.
–Seguramente es la peor habitación– le dijo Dingo rechazando la llave. – ¿Cuándo se tiñó el cabello?
–No sé de qué me está hablando– dijo el conserje con insolencia.
–En el otro hotel usted tenía el pelo teñido de blanco.
– Deje de fastidiar. Nunca lo vi en mi vida.
– ¿Por qué se tiñó el pelo de negro? Todos los rufianes que trabajan en hoteles tienen el pelo blanco.
–Señor, no me obligue a llamar a la policía.
–Ahora quiero que me entregue la llave de la mejor habitación– dijo Dingo. –Y para evitar más discusiones, porque me aburren, le informo que lo estoy apuntando con una Derringer directamente a la parte más delicada de su anatomía.
Cuando Dingo salió de su habitación y cruzó el vestíbulo, el conserje estaba en la puerta del hotel, con dos maletas, todo despeinado, haciendo señas a un taxi para que se acercara.
–No se me acerque– le rogó el conserje a Dingo.
–Tenemos que hacer un paseo– respondió Dingo.

Balcrós demostró ser un auténtico profesional. Dos horas después de llegar y apenas terminado el postre y los brindis en casa de los Bancalari, ya estaba en el Club Granaderos ensayando su nuevo acto. Una hora más tarde, lloraba acongojado sobre el vestido de Nené y le pedía disculpas en el anotador por “el enganio”. A su lado, estaba tendido Bingo. La sangre brotaba de su boca y delineaba groseramente su cabeza.  
Balcrós se negó a declarar. Entregó al comisario Colomer la pistola Derringer que había arrebatado a Dingo, y tendió sus muñecas para que lo esposaran. Su madre lloró un día entero en el dormitorio que le habían preparado los Bancalari y al día siguiente tomó el tren para Buenos Aires. Napoleón Bancalari intentó contactarla, inclusive escribió una carta a un amigo, un comisario jubilado, para que lo ayudara a buscarla, pero nunca más supo de ella.  

Nené Bancalari viajó a Córdoba, a casa de una tía y retornó quince años más tarde, casada, con cuatro hijos. Había enfilado hacia las formas gruesas y lucía un ajuar piadoso de tonos oscuros.
Lo primero que hizo fue visitar a Cristina de Luca, la hija del presidente del Consejo Municipal, y pagarle los cien pesos de la apuesta.
–Vos ganaste– le informó Nené a su amiga. Como si la apuesta hubiera sido acordada el día anterior.
– ¿Ganar? ¿Y qué gané?
–Me encamé con Balcrós, pero de nada sirvió. Nunca abrió la boca.
– ¿Y eso me lo venís a decir ahora– le reprochó su amiga, y le devolvió el dinero.
— ¿Lo viste cuando se lo llevaron?—preguntó Nené Bancalari.
–El comisario Colomer lo molió a palos para que hablara. Pero él no dijo ni una palabra. Se comportó como un caballero. Te salvó.
– ¿Y vos qué sabés?
–Todos creen que fuiste vos quien mató a ese asqueroso de Dingo. Balcrós quedó como un héroe. Protegió tu honor.
– ¿Sí? No me digas.
—Se cuenta cada historia– dijo Cristina de Luca. –Dicen que tu papá le pagó una coima al comisario para que tapara el escándalo.
–Y vos estás segura que eso fue así.
—Solamente te estoy diciendo lo que dicen.
— ¿Así, que le pegaron mucho?
– ¿A Balcrós? El comisario le pegó en la cabeza con una cadena. Tendrías que haberlo visto. Ya ni se sabía dónde tenía los ojos. Tus participaciones no se usaron, pero los afiches del Gran Balcrós se venden como pósters. Bermúdez se ganó una buena suma. El pobre Balcrós tiene más admiradoras que Cary Grant.
–Y yo debo ser más o menos como Lucrecia Borgia.
—Cusí, cusí.
—La gente,  con tal de hablar…
–Tendrían que haber seguido el ejemplo de Balcrós ¿no es cierto?
– ¿Por qué no? A él no le costaba nada. Todo lo descubrí quince minutos antes de que asesinara a su ayudante.
–Sí, claro. Porque él lo mató.
–Sí, fue él. Y tenía motivos.  ¿Te acordás el día que volvió con la madre? Bueno, almorzamos lo más bien y él después pidió disculpas y escribió en el anotador que debía ir al club a ensayar. Como una media hora más tarde, alguien llamó imitando la voz de Oscar Casco.

–Era Balcrós.
– Supuse que era Balcrós. Dijo que me extrañaba y que fuera a verlo al club. Cuando llegué, estaba cantando sobre el escenario. En realidad, estaba haciendo la fonomímica de Pedro Vargas.
Le hice un gesto con la mano, pero no me vio. Había encendido un foco que le daba directamente en los ojos. De repente, escuché que alguien decía: “Mamarrachito mío”. No sabés el susto que me pegué, porque Balcrós seguía en el escenario, cantando como si tal cosa. Por un momento creí que además de fonomímico, Balcrós era ventrílocuo. Pero después me puse los anteojos para ver de lejos y vi que Dingo me hacía señas. El asqueroso ese apagó el grabador y me dijo “Mamarrachito mío”. Balcrós siguió lo más tranquilo en el escenario. Y ahí caí en la cuenta. El sordomudo era Balcrós, no el ayudante. Dingo estaba con la sangre en el ojo porque Balcrós se había aprovechado de él. Le había usado la voz en sus conquistas por teléfono, y en el grabador. Además, le había preparado el nuevo repertorio. Dingo se quemó las pestañas tratando de ayudar a Balcrós, que era un completo analfabeto. Tendrías que haber visto algunas de sus cartas.  ¿Y qué ganó a cambio de eso? Humillaciones, nada más. Eso es todo. Y la gota que colmó el vaso fue cuando Balcrós llegó con la madre a la estación. ¿Qué le costaba haber llevado a Dingo a mi casa y agasajarlo? En cambio lo mandó con las valijas al hotel. ¿Sabías lo que pasó con el conserje del hotel?
–Apareció muerto en la playa. Parece que se suicidó.  
–Sí, de un balazo en la espalda. Con la Derringer de Balcrós … Pobre Balcrós, tendrías que haberlo visto en el escenario, jugando al oficio mudo. Era patético. Y entre tanto, yo tenía que aguantarme al perverso del enano al lado mío, diciéndome todo el tiempo “¡Mamarrachito mío!” “¡Mamarracito mío!” Como un disco rayado. Hasta que en una de esas Balcrós descubrió que el grabador había dejado de funcionar. Encendió dos o tres luces, y me vio a mí llorando y a Dingo aplaudiéndolo. Después, vino una escena interminable donde Dingo, por señas, le fue explicando a Balcrós cómo se había librado del conserje del hotel. ¿Todavía tenía la Derringer consigo? Le preguntó Balcrós con gestos. Dingo sacó la pistola de un bolsillo de su pantalón, la limpió con un pañuelo para borrar sus huellas, y se la entregó a Balcrós. Hubo más gestos. Balcrós le preguntó si la pistola estaba cargada. Dingo movió la cabeza para arriba y para abajo. A la segunda movida de cabeza, Balcrós le puso la pistola dentro de la boca y disparó… ¿Así que lo golpearon mucho?—le preguntó la Nena Bancalari a Cristina de Luca.
–Una barbaridad– dijo Cristina de Luca suspirando.
–Pobre Balcrós. Lo que habrá sufrido… Si tenés unos minutos de tiempo te voy a mostrar las fotos de mis hijos. Te vas a caer de espaldas.
–––––––––––––––


(Hace tres décadas que escribí este cuento. Lo descubrí por casualidad. En esa época estaba muy aferrado al idioma de los argentinos, y planeaba escribir una saga sobre un pueblo inexistente, Puerto Carper, situado en la provincia de Buenos Aires. Me guiaba la admiración por Juan Carlos Onetti y por William Faulkner.  Santa María, Yoknapatawpha County, ¿por qué no Puerto Carper, pensé? Hay más cuentos y una novela corta sobre ese pueblo. Tendría que revisarlos. No sé qué puedo encontrar. Pero al menos de algo estoy seguro: un escritor vive varias vidas, y en cada una de ellas sus experiencias son distintas, porque quien narra es un ser diferente. Si queremos avanzar en la vida es mejor no reconocernos en textos pasados pues es la única manera de seguir aprendiendo. M.S.). 

miércoles, 20 de enero de 2016

Cuando morir cuesta un ojo de la cara

Mario Szichman



Excepto por los descendientes de Al Capone, muy pocos habitantes de Estados Unidos están dispuestos a gastar sumas exorbitantes para ofrecer el descanso eterno a sus seres queridos. Se trata de un axioma tanto en épocas normales, como cuando la crisis económica obliga a repensar en los gastos del más allá.
Aunque no todos los deudos están dispuestos a abandonar a sus seres queridos en la oficina del médico forense, muchos de ellos prefieren no-frills funerals, exequias sencillas, y baratas. Pero existe un poderoso obstáculo en el camino: los empresarios de pompas fúnebres.
Basta leer el clásico de Jessica Mitford The American Way of Death (el estilo americano de muerte) o la novela de Evelyn Waugh The Loved Ones (los seres queridos), para verificar que en materia de voracidad, la industria de la muerte es peor que la marabunta.
Entre millares de truculentas anécdotas, Jessica Mitford narra los sinsabores que sufrió una mujer cuando ordenó en una empresa de pompas fúnebres un sepelio para su cuñado.
La mujer, cuyo único propósito era ahorrarle dinero a la viuda, eligió el ataúd de secuoya más barato que pudo hallar en el negocio. Posteriormente, el vendedor llamó a la mujer a su casa por teléfono para preguntarle cuanto medía el difunto.
En medio de tanta aflicción, hubo que sacar el centímetro, y evaluar la estatura del muerto. Cuando el vendedor se enteró de las medidas, dijo que el difunto no cabía en el ataúd, y era necesario elegir otro más grande, que costaría 100 dólares más.
La mujer, que ya estaba al tanto de los trucos de los empresarios de pompas fúnebres, y sabía que el muerto podía entrar cómodamente en el cajón, insistió en el ataúd de secuoya.
“Está bien”, dijo el vendedor con cierta altanería, “usaremos el ataúd de secuoya, pero como el muerto es más largo que el ataúd, tendremos que serrucharle los pies”.
Según Mitford, la mujer quedó tan perturbada por la conversación, que no se atrevió a mencionar el episodio a nadie durante más de dos años.
Esa franqueza para extraer dinero a deudos o amigos contrasta con los eufemismos que emplea la industria de la muerte en Estados Unidos. Edward A. Martin, en su Psychology of Funeral Service, (1950, Grand Junction, Colorado, USA) recomienda cambiar la terminología de las exequias. Por ejemplo, hay que usar las palabras servicio, en lugar de funeral, sala de preparativos, en lugar de morgue, féretro, en lugar de ataúd, y ropas, en lugar de mortajas. Y Victor Landing, en su Basic Principles of Funeral Service, libro escrito en 1956, dice que debe evitarse toda alusión a la muerte.
En lugar de certificado de defunción, Landing aconseja mencionar el “formulario de estadísticas vitales”. Y en vez de “costo del ataúd”, es preferible usar la frase “cantidad invertida en el servicio”. (Mencionado en Mitford).

SUMANDO GASTOS

En Estados Unidos hay una serie de artilugios comerciales bastante perdurables. Uno de los más importantes en la industria funeraria es el accesorio innecesario, destinado a acrecentar los costos de enterrar a los seres queridos, sin importar el estado del cadáver, o su tamaño, o las exhaustas finanzas de los deudos.
Desde el punto de vista práctico, disponer de un cadáver no es una tarea que deba condenar a sus herederos a la pobreza. Excepto cuando se trata de seres con un ego gigantesco, como los faraones egipcios, los presidentes de las repúblicas bananeras, o los malandros, es suficiente con algunos metros cúbicos de tierra.
El ser humano muy difícilmente supera los 2,20 metros de largo, y los 1,5 metros de ancho. Un ataúd de pino no puede costar más que un bargueño, y en Estados Unidos se consiguen excelentes bargueños por menos de 400 dólares.
La tarea de colocar al difunto dentro de un ataúd y de enterrarlo en un hueco de tres metros de profundidad no debería superar los 800 dólares, según el cálculo de numerosos expertos. Todo depende del prestigio del cementerio, su proximidad con los centros urbanos, y el período de corta eternidad en que serán depositados los restos mortales. (Hasta ahora no existen en Estados Unidos cementerios “de por vida”. Excepto las necrópolis militares o los panteones nacionales, el resto estipulan un plazo de vencimiento para la permanencia de los restos).
Pero ocurre que, de acuerdo a la Asociación de Cremación de Estados Unidos, un 25 por ciento de los estadounidenses que fallecieron en el 2003 (últimas cifras disponibles) decidieron prescindir de ataúdes y de lotes en osarios.
Su única intención era que sus cremains (acrónimo de 'restos cremados') fuesen a parar en el mejor de los casos a una urna, o lanzados al viento, para eliminar todo recuerdo de sus aciagas vidas.
La asociación calcula que para el 2025 el promedio de cadáveres incinerados ascenderá al 48 por ciento. Esto es, de los 3,2 millones de norteamericanos que podrían fallecer en el 2025, 1,6 millones serán cremados. Y 1,6 millones de familias deberán pensar en maneras creativas de dar transcendencia a esos restos mortales sin gastos excesivos.
Bueno, esos deudos no deben preocuparse. Los dueños de funerarias ya han pensado por ellos, y han decidido incluir la mayor cantidad de accesorios innecesarios, a fin de que la más modesta de las exequias fúnebres se propulse a la estratósfera.
El primer elemento es la urna votiva. Según nos informa Lisa Takeuchi Cullen en su iluminador libro Remember me, A Lively Tour of the New American Way of Death (Acuérdense de mí, una gira animada por la nueva manera norteamericana de morir), esa sustancia dócil que es la ceniza, y entre cuyas virtudes figuran su fácil transporte y su sencilla diseminación, comienza, en manos de los directores de funeraria, a tener la solidez del concreto y a valer su peso en oro.
Hay toda variedad de urnas votivas, cada una más costosa que la otra, desde las tradicionales, de mármol, hasta otras que recuerdan cajas de zapato con tapas cinceladas y que incluyen una serie de laberínticos cajones. (¿Qué significan esos cajones? ¿Es que los familiares del difunto distribuirán pilas de cenizas en cada uno de ellos para atribuirles diversos valores simbólicos?)
Y como en la industria funeraria el cielo es el límite, se han inventado nuevas formas de despojar del dinero a los dolientes. Una de ellas es la urna biodegradable. Tiene forma de una gigantesca concha marina que se disuelve al ser lanzada al agua.
Hay también urnas de papel repletas de semillas de flores, que retoñarán al ser enterradas, gracias a las cenizas del muerto, que suelen ser ricas en calcio. Inclusive hay urnas, informa Takeuchi Cullen, cuya gran novedad es que pueden pasar las líneas de seguridad de los aeropuertos sin ser avizoradas por detectores de metales. (Mejor que no se enteren los simpatizantes del ISIS). 
La cremación, a su vez, ha generado una nueva industria: la encargada de preservar el recuerdo del incinerado o de la incinerada. Antes de calcinar el cadáver, muchos dueños de pompas fúnebres ofrecen the memory picture, 'la imagen del recuerdo', que consiste en embalsamar al difunto y ostentarlo dentro del ataúd.
Por lo tanto, al costo de la cremación hay que añadir el embalsamamiento del cadáver y su exhibición. Y eso sin olvidar la proyección de diapositivas del cadáver exquisito.
Esas fotografías pueden guardarse en un disco compacto y luego exhibirse en pantallas de televisión. Por lo tanto, cuando un familiar del difunto se aburre de ver películas en Netflix que batieron récords de taquillla, digamos la nueva versión de Guerra de las galaxias, siempre tiene la alternativa de un slide show en que podrá observar a un ser querido en su tránsito hacia la inmortalidad.
De esa manera, gracias al accesorio innecesario, la cremación, una de las maneras más módicas de librarse de un cuerpo que comienza a corromperse casi de inmediato, se transforma en algo bastante costoso. Takeuchi Cullen dice que durante una reciente convención de funebreros conoció a Bill McQueen, de la funeraria Anderson-McQueen, con sede en Saint Petersburg, Florida.
McQueen ha creado una cadena de empresas de pompas fúnebres en centros comerciales. Su promesa es un servicio fúnebre barato y veloz. Tal vez los servicios de McQueen son veloces, pero no baratos. En cada una de sus funerarias ha instalado tres quioscos de exhibición de mercancías, rotulados “Bueno”, “Mejor” y “Excelente”.
Según informó McQueen en una convención, su táctica consiste en hacer esperar a los clientes algunos minutos. Entre tanto, un “conserje de pompas fúnebres” se hace presente y muestra los diferentes quioscos.
La táctica parece funcionar bien. Takeuchi Cullen dice que “aunque la cremación tiene un precio básico de 3.048 dólares, un 16 por ciento de los clientes aceptan pagar 5.479 dólares” por una cremación con perolitos adicionales. Y si bien el package promedio de funeral y entierro cuesta 6.408 dólares, un 22 por ciento de los clientes son persuadidos de gastar por una opción “excelente” que cuesta 9.649 dólares.
Esas y otras tácticas basadas en el accesorio innecesario permiten convertir a los funerales de los estadounidenses en algo cada vez más costoso. Los gastos inútiles se llevan la mayor parte del presupuesto de una lamentada muerte, y como resultado, muchos deudos terminan odiando a sus seres queridos con la misma intensidad que cuando estaban vivos.
Es bueno saber que en otras partes del mundo no existen esos extravagantes expendios, al menos en aquellos donde las estadísticas brillan por su ausencia. ¿Para qué sirven las estadísticas? Solo para amargarles la vida a los habitantes de un país, sin que nada puedan hacer a fin de remediar una difícil situación. Sin estadísticas, uno puede creer que la inflación anual es del cero por ciento, o que no hay alza o baja en el costo de la vida. Al mismo tiempo desaparece el dólar paralelo de la ecuación, y puede subir hasta la tasa de inmortalidad.
Veamos lo que ocurre en Venezuela cuando se divulgan estadísticas. El Observatorio Venezolano de la Violencia estimó en diciembre pasado que el 2015 podía culminar con 27.875 muertes violentas, una tasa de 90 fallecidos por cada cien mil habitantes, la más alta de América Latina. (“Uno de cada cinco homicidios que se cometen en la región lo padece un venezolano”, señaló la organización).
No es descartable que en el 2016, los encargados de recopilar esos horribles inventarios de defunciones plagien al Banco Central de Venezuela, que desde hace meses se niega a revelar estadísticas sobre la tasa real de inflación. Se trata de una sabia medida, para que en esa nación, que según el difunto presidente Hugo Chávez Frías colindaba con El Mar de la Felicidad, no existan noticias desagradable. Y, quien sabe, si se sigue así, el día menos pensado, las autoridades de Caracas decidirán eliminar como causa de muerte el fallecimiento en cualquiera de sus formas. No habrá entonces necesidad de pasar a mejor vida en Venezuela, pues la mejor vida seguirá siendo la que se disfruta en la tierra. Y los venezolanos podrán observar con desprecio y genuino estupor ese Imperio donde morir cuesta un ojo de la cara.
(Parte de este trabajo corresponde a un capítulo de El imperio insaciable, apuntes para entender el capitalismo salvaje, que publiqué en la editorial PuntoCero de Caracas, Venezuela, en el 2010).