domingo, 30 de abril de 2017

La marcha Radetzky: El arte de leer a Joseph Roth

Mario Szichman

Un escritor que se la pasa leyendo,
es como un mozo de restaurante
que se la pasa comiendo”.
Karl Kraus
Joseph Roth 

Hace algunos meses leí el obituario de un escritor. Sus amigos y admiradores se explayaban en lo bien que leía, aunque no hacían mención alguna a lo bien que escribía. Luego recordé la frase de Karl Kraus que usé como epígrafe de esta nota.
¿Es un mérito leer bien? ¿Cómo se refleja en una actividad literaria?  ¿Acaso ese escritor contaba con el monopolio de la lectura? ¿Era su lectura la única posible? ¿No había otra manera de juzgar un texto, excepto la suya?
Durante buena parte del siglo diecinueve, La Nueva Heloísa, de Rousseau, era un texto imprescindible, aunque en la actualidad,  para repetir a Jorge Luis Borges, es considerado una de las formas más famosas del tedio. ¿Qué ponían los críticos y autores en ese texto que ahora les repele?
El proceso de leer es mucho más complicado de lo que parece. A veces es un acto de comprensión, otras de júbilo, y en ocasiones, un respiro para enfrentar el tedio de la vida cotidiana. Así como no podemos nadar dos veces en el mismo río, tampoco dos lecturas de un texto transitan el mismo discurso. El texto persiste, pero el lector deviene diferente. Los textos suelen envejecer más que sus lectores. Es más fácil repudiar una segunda lectura, que renovar la fascinación en una segunda instancia.
Cuando se cumplieron los 500 años de la publicación de la primera parte de Don Quijote, varios gobiernos latinoamericanos difundieron ediciones de la novela. Los más dispendiosos —los chavistas—, obsequiaron miles, o centenares de miles de ejemplares de la obra. Ignoro la cifra de quienes leyeron la novela de Cervantes, aunque sospecho que deben contarse con los dedos de una mano. Y eso es culpa exclusiva de los genios que confiaron en la publicación y distribución de una de las obras más difíciles de la literatura moderna, sin diseñar al mismo tiempo un método para atrapar a los lectores.
En primer lugar, el castellano de Cervantes poco tiene que ver con el castellano de la actualidad, como bien lo demostró, también Borges, en ese bello relato titulado Pierre Menard, autor del Quijote.
En estos días, no decimos de una mujer que es fermosa, sino hermosa. Nadie sabe qué diablo es “duelos y quebrantos”, aunque Wikipedia nos informa que “es un plato tradicional de la cocina manchega, cuyos ingredientes principales son huevo revuelto, chorizo y tocino de cerdo entreverado, todo ello preparado en la sartén”.
Para leer Don Quijote, primero hay que aprender a leerlo, ubicarse en la época, conocer las costumbres, los conflictos, los ideales y peligros. Recién entonces se descubre su belleza y sus secretos, su devastadora ironía. Por cierto, resulta curioso verificar que algunas de las obras maestras del Renacimiento son obras cómicas, como las aventuras del Ingenioso Hidalgo, como Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, o como esa obra absolutamente maestra que es La vida del Buscón, de Quevedo.
Mijail Bajtin, en uno de sus ensayos, señalaba cómo a medida que los escritores se acercaron a la modernidad, el humor y la ironía fueron paulatinamente desalojados de las novelas. Se impuso la seriedad, para desgracia de los lectores.
 La mejor introducción es el Quijote publicado en 1960 por Aguilar de Madrid, en cuero, en edición de bolsillo, en hojas de papel de arroz. Es una joya de la industria editorial. La edición fue preparada por Justo García Soriano y Justo García Morales, y si alguien no queda prendado de esa novela tras la introducción, y las abundantes y sabias explicaciones, nunca más lo conseguirá.
Utilicé el ejemplo de Don Quijote como podría haber empleado cualquier otro. Es una solemne mentira decir que una gran novela nos atrapa a la primera lectura. Excepto si antes leímos varias novelas similares. El primer novelista que me enganchó en la niñez fue Emilio Salgari, y las aventuras del pirata Sandokán, o del Corsario Negro. Pero la lectura de Salgari era casi comunal. Mis compañeros de escuela se volvían locos con las películas de piratas, como El halcón de los mares, o de capa y espada, como La marca del Zorro. Y los personajes de Salgari recorrían en el papel, similares aventuras a las ensanchadas en la pantalla grande.
Toda novela requiere un aprendizaje previo, debemos conocer sus claves, o los anzuelos que nos tiende el escritor para atraparnos, y obligarnos a continuar la lectura. El proceso suele ser más lento de lo previsto. Una persona puede desencantarse con una primera lectura, abandonar el texto, y regresar años más tarde, porque algún amigo lo recomendó. Aunque eso tampoco es una garantía.
La narrativa depende, en gran medida, de la evolución del lector, de las pasiones que lo animan. Alguien que comete adulterios, puede sentirse más tentado a devorarse La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, que si es un marido fiel. Y aquel que necesita sumergirse en un libro para olvidarse de su entorno y de sus problemas personales, rehuirá novelas contemplativas, donde la acción es casi inexistente, y el interés radica en lo que se denomina “los estados crepusculares del alma”.

LA CAÍDA DE UN IMPERIO



Creo que en esa categoría puede ubicarse La marcha Radetzky[i] de Joseph Roth, un genio de la literatura que ha demorado mucho más que Robert Musil en hacerse conocer en Europa y en Estados Unidos.
La novela —al menos la lectura que hago de ella— puede considerarse minimalista. La trama cuenta con escasos protagonistas. Es la historia de tres generaciones de una familia que ha sido bendecida o maldecida por algo cercano a la casualidad.
El título: La marcha Radetzky, alude a la obra del compositor Johann Strauss. Fue compuesta en homenaje al mariscal de campo Joseph Radetzky von Radetz, en celebración de su victoria en la batalla de Custoza. Estrenada en Viena en agosto de 1848, se hizo inmensamente popular en los regimientos del imperio austrohúngaro.
El título es irónico. Roth quiso exaltar el pasado de gloria de un imperio que estaba en sus últimos estertores, y cuya herencia combina un formidable ambiente cultural: Sigmund Freud, Franz Kafka, Stefan Zweig, Karl Kraus, fueron algunas de sus figuras más conocidas, y un temible ambiente de rivalidades étnicas que tuvo uno de sus epígonos en Adolfo Hitler, un austríaco que terminó liderando el Tercer Reich.
Situado en el centro de Europa, el imperio fue una gigantesca anomalía. Comenzó en 1848 y se desintegró en 1916, durante la primera guerra mundial. Fue liderado por Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, y dominó a más de cincuenta millones de personas de diferentes etnias: checos, eslovacos, polacos, ucranianos, serbios, croatas y eslovenos. Parte de ellos de origen judío.
La mayoría se odiaban entre sí. Solo los unía la aspiración de independizarse del imperio. Es bueno recordar que la Gran Guerra comenzó días después del asesinato, en Sarajevo, de Francisco Fernando, archiduque de Austria, por el nacionalista serbio Gavrilo Prinzip, el 28 de junio de 1914.


 Archiduque Francisco Fernando asesinado en Sarajevo

Los lideres del imperio austrohúngaro creyeron, hasta el final, que vivían, como el doctor Pangloss, en el mejor de los mundos posibles. Claro está, las diversas minorías no compartían ese criterio, pero debían resignarse a la realidad: sus amos y señores les mostraban un camino próspero, una aristocracia partidaria del progreso, un ambiente pacífico donde cada súbdito tenía un lugar asignado y un ascenso posible.
Era, obviamente una quimera que no resistió los primeros embates de los ejércitos de Rusia, Serbia e Italia.

TRES GENERACIONES OBSERVANDO EL ABISMO

Las novelas de la época en que Roth escribió La marcha Radetzky eran grandes panorámicas de una época, como Los Buddenbrook, de Thomas Mann, A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, o Juan Cristóbal, de Romain Rolland.
La marcha Radetzky detalla tres generaciones de la familia Trotta como la saga de algo ominoso que va a ocurrir, y que nunca llega. Obviamente, un imperio, una época, está a punto de colapsar, pero ¿qué ocurre con la vida cotidiana? Parece transcurrir de manera normal. Solo la pasión amorosa irrumpe a veces, aunque es una pasión siempre adúltera, y sin herederos.
El primero de los Trotta es un campesino de la aldea de Sipolje, en Eslovenia, que alcanza el grado de teniente en el ejército. Durante la batalla de Solferino, el joven Joseph Trotta salva la vida del emperador Francisco José. El suceso es puramente accidental, pero el teniente Trotta es ascendido a capitán, y recibe la más alta condecoración militar del imperio austrohúngaro: La Orden de María Teresa. Pronto recibe dinero, una propiedad rural, y puede contratar sirvientes. El único hijo de Joseph, el barón Franz von Trotta, se niega a seguir la carrera militar. Pero gracias al status casi legendario de su padre, se convierte en comisionado de distrito de un importante territorio, y el nieto del fortuito héroe de Solferino, Carl Joseph, decide emprender también la carrera militar.
Como esas luces y sombras que se reflejan en un rostro al atardecer, la vida y fortuna del imperio, así como su decadencia, encuentran eco en la existencia de Carl Joseph. Es una vida que parece carecer de traumas. La magia real de Roth es convertir la vida de sus protagonistas en algo rico, suntuoso, repleto de formas, de colores. Es como si cada día fuese inaugural. Y todo lo que aparece ante el lector, ha sido recreado exclusivamente para él.
¿Cómo consiguió Roth hacer de esa novela algo que recuerda en ciertas ocasiones a cuentos de hadas, y en otras, a una tragedia? Usando el recurso de la casualidad, acompañado del adulterio.
 Carl Joseph tiene relaciones con dos mujeres, Frau Slama, la desdeñosa esposa de un sargento, y con Frau von Taussig, una coqueta aterrada por la vejez, que recluta una serie de jóvenes amantes. Hay conflictos que surgen de la pérdida de fortunas en el juego. Hay una continua defensa del honor, que resulta tan anacrónica como el imperio a punto de naufragar. Y existe una extraña manera de contemplar por parte de los protagonistas, quienes intentan descifrar un mundo que se les ha escapado de las manos.
¿Qué une a las tres generaciones de los Trotta? Una leyenda con escasos visos de realidad. El barón Trotta quizás no intentó salvar la vida del emperador. Posiblemente tropezó al caminar y su cuerpo recibió la bala destinada al Kaiser. De todas maneras, necesita amparar la leyenda, y de esa manera, crea su propia dinastía.

Un crítico dijo de La marcha Radetzky que es una novela que copia la vida. Y la vida suele ser, excepto en caprichosas ocasiones, una buena ocasión para adormilarse. Los oficiales que rodean a Carl Joseph, el último de la dinastía Trotta, hacen lo que suele hacerse en un regimiento: desfilar, beber, visitar burdeles, jugar a la ruleta, y esperar por una guerra. Pero si la novela describe una vida en suspensión coloidal, el texto tiene su propia dinámica, que obliga a continuar la lectura. Hasta la parálisis espiritual puede ser emocionante. Y después de todo, como también señala el crítico, los novelistas rusos han demostrado que puede crearse una gran literatura describiendo el simple acto de abandonar el lecho en la mañana.
Roth quiso mostrar la caída de un imperio en base a los recursos que usaron sus gobernantes para conservarlo. Hay cierta dinámica en el aburrimiento. Y eso es explicado por Roth con mano maestra. La tensión construida sobre la base de amenazas reales, no tiene la eficacia de aquella donde solo se las vislumbra.
En el Día del Armisticio, de 1918, Sigmund Freud escribió en su diario: “El imperio austrohúngaro no existe. Y yo no quiero vivir en ninguna otra parte … Debo aceptar vivir con apenas el torso, e imaginar que ese torso es el cuerpo completo”. Llegó un momento en que Freud debió abandonar el imperio y buscar refugio, primero en París, y luego en Londres.
En cuanto a Roth, se refugió en París, y aunque se mantuvo prolífico hasta el fin de sus días, el alcoholismo causó su prematura muerte en 1939. Su relato La leyenda del bebedor sagrado, hace alusión a sus intentos de abandonar la bebida, recuperar su dignidad y pagar una deuda de honor. Su momento de esplendor era cosa del pasado.
Quizás el flamante reconocimiento de Roth tiene que ver con el mundo que nos toca vivir. Tal vez el tedio ha vuelto a ponerse de moda, pues demasiados peligros nos acosan.
El vértigo no se acomodaba a la prosa de Roth. Describía mejor esos momentos en que el derrumbe podía presagiarse, aunque no verificarse. Cuando pudo contemplar el abismo, y el abismo logró retornarle la mirada, ya era tarde. Ya era tarde para todo.



[i] Mi reseña se basa en la versión en inglés, The Radetzky March, The Overlook Press, Nueva York, 1995. No por razones elitescas, sino porque la traducción del alemán es de Joachim Neugroschel, un eximio traductor, porque la introducción fue escrita por Nadine Gordimer, Premio Nóbel de Literatura, y porque es mucho más barata que la edición española.

miércoles, 26 de abril de 2017

La peluca de Robespierre, en el momento de ser decapitado. “Eros y la doncella” o el romance de la guillotina



Mario Szichman



Muchas novelas que tienen como protagonista a un viajero del tiempo se colorean con la pátina de lo improbable. Por alguna razón, sus autores maquillan los recuerdos de una época, o brindan solemnidad y trascendentales discursos a los protagonistas.
Cuando se incursiona en otros pasados, suele olvidarse que todos ellos eran flamantes para quienes residían en ellos. Eso incluye la basura cotidiana, el deterioro, también flamante, de los edificios, las cuatro estaciones, y personajes siempre en ciernes, con frecuencia improbables.
Estamos tan acostumbrados a revisar épocas pretéritas a través de cuadros famosos, que todo un período corre el riesgo de trocarse en litúrgico. Puede influir en los diálogos, en las vestimentas, en los decorados. Y además, se enfatizan eventos considerados cruciales, aunque no lo fueran en su momento.
La toma de La Bastilla solo fue importante en los grabados y pinturas surgidos años después del suceso. Los parisinos que la presenciaron tuvieron recuerdos muy confusos del episodio. Proliferaron las versiones. Muchos, sencillamente lo pasaron por alto. Algo comprensible en un proceso de enorme turbulencia, que abarcó varias ciudades de Francia.  

Es probable que el pasado histórico haya sufrido un corte irreversible con la invención del daguerrotipo. Si Abraham Lincoln parece más contemporáneo que muchas figuras del siglo diecinueve, es gracias a las fotografías que lo eternizaron, especialmente durante sus visitas a campos de batalla. Al mismo tiempo, el presidente de la Unión resulta menos portentoso que otros personajes de los cuales no existen fotografías. Vemos a Lincoln delimitado por un cuerpo, vestido de acuerdo a los ropajes de su tiempo. Lo vemos envejecer,  primero de manera paulatina, luego, con gran velocidad, desde que asume la presidencia en 1861, hasta su asesinato, el 15 de abril de 1865.
Lincoln está vivo, respirando, confinado en esas fotografías, ignorante de su ulterior asesinato. Eso nunca ocurre, por ejemplo, en los casos de Marat —recordemos el indeleble retrato de David—, o de Napoleón, a quien solían rodear de ángeles en algunos cuadros destinados a exaltar su gloria. Es más fácil ser un prócer cuando un pintor resume toda una existencia en un cuadro con exceso de simbolismo, que en una fotografía encargada de reseñar el instante.
Cuando comencé a escribir Eros y la doncella, una novela sobre la Revolución Francesa, decidí desechar la mayoría de los libros de historia. Se trata de relatos siempre definitivos que nuevas exploraciones, o la adición de bibliografía, los transfiere al desván de los recuerdos.
No pude eludir, me resultó imposible, The Days of the French Revolution, de Christopher Hibbert. Además de estar muy bien escrito, está muy bien narrado. Hibbert es un sólido historiador, pero también cuenta con el olfato de un gran periodista. Cada episodio transcurre como posiblemente ocurrió, pero el autor no se adelanta a las consecuencias, y mantiene al lector en suspenso. El ensayo es una especie de novela policial que describe un episodio de enormes consecuencias históricas estrictamente durante su desarrollo.
La tarea del historiador es, a veces, la de jugar con cartas marcadas. Él sabe lo que ocurrió. Y en torno a lo sucedido, va urdiendo su trama. El cronista, en cambio, nos propone varios futuros posibles, y nos hace cómplice de su pesquisa.
Creo, sin embargo, que el libro insuperable a la hora de observar la Gran Revolución en su avance cotidiano es The Diary of a Citizen of Paris During ´The Terror,´ de Edmond Biré. En esos dos volúmenes el autor recopila aquello que está ocurriendo en París. Anque acata la cronología, ignora la trascendencia de muchos episodios. Varios de ellos no se incorporaron a la Gran Historia. Una evidencia más de que articulamos el pasado de acuerdo a nuestras conveniencias, nuestros prejuicios, y especialmente, nuestra ideología. No solemos acatar la realidad, solo aceptamos una construcción destinada a favorecer aquello que necesitamos privilegiar.
Todos los artífices de la Revolución están presentes en el diario de Biré. También aquellos que carecían de trascendencia. Algunos la alcanzaron más tarde. Otros se esfumaron sin dejar rastros.
Pero además, esos seres aparecen con sus tics, sus vanidades, su desprecio por el prójimo, y una enorme ambición de poder que no se correspondía con sus aparentes virtudes.
Y ahora, voy a retroceder un poco en el tiempo, pues la novela se organizó de extraña manera.

LA PELUCA DE ROBESPIERRE



Siempre necesitamos un anclaje para iniciar una historia. Algo que nos inquieta, y que resulta difícil de averiguar.
De todo ese período de trastornos históricos que fue la Gran Revolución, siempre me intrigó la imagen de Maximiliano Robespierre tras subir al cadalso en París.  (La segunda imagen, de gran guignol, tuvo como protagonista a Danton, otro de los caudillos de la revolución. Danton no estaba en París cuando falleció su amada esposa, por lo que decidió desenterrar el cadáver con sus manos, y contratar a un escultor para que encasillara su cuerpo en yeso al inicio de su disolución).
Estaba seguro de que algo había ocurrido con la peluca de Robespierre en el momento de ser degollado. Ignoraba exactamente qué. ¿Tenía acaso alguna trascendencia? Entre 16.000 y 40.000 personas fueron guillotinadas durante la Revolución. Al parecer era la guillotina, no los guillotinados, la encargada de robarse la escena. Fue una ocurrencia casual que decidió el título de la novela, y buena parte de la trama. Era cuestión de simplificar el relato. Con la ayuda inapreciable de la profesora Carmen Virginia Carrillo, editora de mis novelas, Eros y la doncella se convirtió en el romance de la guillotina. Robespierre y la doncella, como era conocida esa máquina de matar, pasaron a protagonizar la tragedia.

RECUPERANDO LA HISTORIA


Cualquier narración se convierte, de manera inevitable, en una obsesión. Necesitaba partir de la doncella, para explorar mejor la naturaleza del amante. Por lo tanto, decidí revisar los periódicos de la época a través de la magia de Google Books, y tropecé con otro libro que merece ser rescatado del polvoriento estante de alguna biblioteca: The History of the Guillotine, de John Wilson Croker, publicado en Londres en 1844. Según el autor, máquinas muy similares a la guillotina fueron usadas en Alemania, Inglaterra e Italia, antes del siglo XIV de nuestra era. El doctor Guillotín fue el más ostentoso de sus plagiarios. Al igual que la maldad, la guillotina parece ser casi tan antigua como el mundo.
En su época, se consideraba la guillotina como el método más humanitario para ejecutar a un prisionero. Si se observa que el rival de la guillotina era el suplicio de la rueda, un artefacto en el cual se destruían a martillazos todos los huesos de un procesado, es fácil advertir que la guillotina era muy humanitaria cuando se intentaba enviar personas al otro mundo. Hubo otros instrumentos menos humanitarios. Los revolucionarios franceses apelaron también a los “bautizos republicanos”, que consistían en ahogar a niños en los ríos, o a los “matrimonios republicanos”, en que cónyuges enemigos de la Revolución eran atados desnudos, en ocasiones espalda contra otra espalda, en otras, vientre contra vientre, y lanzados a aguas correntosas. Por cierto, tampoco escaseaban las barcazas con fondo falso donde eran ahogados decenas de condenados en una sola hornada.

QUIEN A HIERRO MATA …


Y así, sin proponérmelo, llevado de la mano del Incorruptible Robespierre, la guillotina pasó a dictar algunos episodios claves de Eros y la doncella. La dama era absolutamente irresistible. Y ecuánime.
Tengo brumosos recuerdos sobre la confección de la novela. Solo puedo atestiguar que algunos días trabajé hasta quince horas intentando dilucidar los episodios. Como dicen en estas tierras, fue un proceso llevado a cabo “in white heat.”  Fue un período muy difícil, pero de grandes recompensas. Todo parecía algo descentrado. Algunos de los momentos que consideraba más logrados, se configuraban como una obra de principiantes al pasar por la fría lógica de la profesora Carrillo. Otros, a los que intentaba desechar por considerarlos carentes de importancia, de repente reflotaban y crecían, gracias a la mirada crítica de la editora.
Todo el proceso de escritura demoró el tiempo de la gestación de un niño. Lo único que no podía descubrir era qué había sucedido con la peluca entalcada de Robespierre en su jornada final. Pensaba que allí residía la clave del texto.
Observar esa pareja perfecta de Robespierre y la guillotina me alegraba por su simbolismo. (Por lo general, detesto el simbolismo). Pero algo seguía merodeando en mis recuerdos. Todos los días recordaba las vísperas de la ejecución del Incorruptible. Le dí a la guillotina atributos humanos, expresé la frustración de la dama, “estilizada como una escuadra de carpintero, escueta como un atril, virtuosa como un altar”, aguardando a su desleal amante, quien no acudió a la cita en esa, “su última noche en la tierra”.
Algo más ocurrió en el proceso. La guillotina empezó a ganar todo mi respeto, gracias a su imparcialidad. Generalmente, los pelotones de fusilamiento, y otros batallones de exterminio, acaban exclusivamente con los perdedores. Eso no ocurrió con la doncella.
Dije que “Bajo el rasero de la doncella murieron los culpables y los inocentes. Murieron aquellos cuyo nombre había sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre había sido mal pronunciado. Murieron los involucrados en conspiraciones, y aquellos que quedaron involucrados en conspiraciones por frecuentar casas de conspiradores, o casas aledañas a los conspiradores, o por sonreír a los conspiradores, o por mostrarse inmutables ante los conspiradores. Murieron en la misma hornada los familiares de conspiradores, los criados de conspiradores, y los vecinos de conspiradores. Fueron reducidos por la doncella aquellos cuya justificada detención los condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía sospechosos y los condenaba al cadalso. La doncella nunca rehusó carne alguna.
(…) Una vez fueron ejecutados los presuntos traidores, los hipotéticos partidarios del primer ministro inglés William Pitt, los probables contrarrevolucionarios, los supuestos agiotistas, los propagadores de rumores, los causantes de hambrunas, los desleales y quienes escuchaban las calumnias con aire de aprobación, o hablaban el mismo lenguaje que los revolucionarios con propósitos burlones, y aquellos que lucían similar máscara de patriotismo; y tras guillotinarse aquellos hijos que cargaban con el mismo nombre que sus padres —luego alcanzados por sus padres para subsanar el error—; y una vez se guillotinó a personas que nada tenían que ver con nada, por simple portación de apellidos —un Maille ejecutado en lugar de un Maillet, un Morin, que usurpó el lugar de un Maurin— y después que un miembro del Comité de Seguridad pública envió a la guillotina al encargado de una taberna, ansioso por observar a un hombre subiendo al cadalso con un delantal ceñido a la cintura … y tras degollar a duquesas y a cocineras, a indecisos, a vacilantes, a perplejos y a indiferentes, a desorientados y a inciertos, a príncipes y a porteros, a condes y a carteros, a magistrados, sacerdotes, soldados, almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones a delincuentes comunes, el Tribunal Revolucionario decidió sentar en el banquillo de los acusados a Robespierre, pues necesitaba exhibir ecuanimidad previo a la ejecución de los miembros del Tribunal Revolucionario, cuya exclusiva tarea había sido posponer su ascenso al cadalso con entre dieciséis mil y cuarenta mil especímenes de todas las estaciones de la vida, engendrados en todas las fechas posibles en los treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años anteriores, y cuyos obituarios los desbrozarían unos de otros por escasas semanas o meses”.
Era inevitable que la serpiente concluyese devorando su cola. Había que poner fin a su relación con Robespierre. Era ineludible satisfacer el último deseo de la doncella. Ella necesitaba vengarse de su infiel amante. (La dama ignoraba que Robespierre había sido apresado por sus enemigos, y que su mandíbula estaba rota, tras un fallido intento de suicidio).

La cabeza de Robespierre tras su ejecución


Y en ese momento de la narracion, pensé nuevamente en el germen de la historia. Siempre me había obsesionado esa empolvada peluca de Robespierre. Estaba convencido de que algo había ocurrido durante su ejecución, algo imprevisible, casi mágico. Y ese detalle era irresistible. Pues otro de los protagonistas de la historia era un mago, el señor Robertson, que “causó sensación en París haciendo navegar cabezas de muertos ilustres en su gabinete de maravillas” .
El mago Robertson lucía en sus presentaciones la llamada “peluca jacobita”, de risos cortos y negros. Algún día habría que escribir un tratado sobre la importancia de las pelucas masculinas en el tiempo de la Gran Revolución. Por cierto, los hombres se aderezaban aún más que las mujeres. Los llamados “lunares de amor”, eran más frecuentes en el sexo masculino, así como los pómulos teñidos de rubor gracias al maquillaje.
Pero la peluca empolvada de Robespierre era una anomalía. Solo la aristocracia lucía peluca blanca. Los hombres del pueblo llano se adornaban con pelucas negras.
Revisé unos cuantos libros hasta tropezar con un dato que me permitió averiguar el destino final de la peluca de Robespierre. La búsqueda tuvo sus recompensas.
En Eros y la doncella narré el encuentro final entre el verdugo Sanson y Robespierre:
“Sanson inclinó brevemente su cabeza. Uno de sus ayudantes ladeó la báscula para que reposase entre los dos montantes verticales de la guillotina. Casi de inmediato, el cepo de madera aseguró el cuello de Robespierre. Sanson bajó la palanca y el seco trallazo de la doncella separó la garganta del grito de Robespierre. Al rodar su cabeza, su empolvada peluca diseminó una nube de talco”. Una especie de sucedáneo de esos estallidos de pólvora que provocan los magos para hacer desaparecer objetos. El mago Robertson hacía uso frecuente de ellos. La empolvada peluca de Robespierre, que había cubierto la cabeza del Incorruptible, se desvaneció como por arte de magia, en medio de una nube de talco.
Muchas cosas se sintetizan en ese viaje final de Robespierre al cadalso. Así suele transitar la gloria en este mundo. Nunca contamos una historia, sino hacia atrás. Y cuando observamos el final de ciertos poderosos, descubrimos no solo la grandeza, sino también la frivolidad. El jefe de los republicanos franceses tuvo como acompañante final no a sus devotos seguidores, sino a uno de los símbolos más ridículos de la odiada nobleza.


domingo, 23 de abril de 2017

El criminal y policía más influyente en la historia de la literatura


Mario Szichman



Sin Eugène François Vidocq, no existiría Los Miserables, de Victor Hugo, o, al menos, buena parte de su trama. Sobresalientes novelas de Honorato de Balzac como Papá Goriot, o Ilusiones Perdidas serían muy distintas si se excluyese a Vidocq/ Vautrin convertido luego en el falso abate Carlos Herrera de Esplendores y miserias de las cortesanas, una de las narraciones más subversivas de Balzac. Herrera es un homosexual que intenta seducir al empobrecido noble Eugene de Rastignac. (En la Francia actual, Rastignac es sinónimo de arribista). 
Dos de los principales personajes de Los Miserables están inspirados en Vidocq: Jean Valjean, un delincuente reformado, y su constante perseguidor, el inspector de policía Javert.
Alejandro Dumas convirtió a Vidocq en Monsieur Jackal, y le ofreció el rol protagónico en Les Mohicans de Paris.
Uno de los folletines más famosos de la historia, Los Misterios de París, de Eugene Sue, cuenta con el policía Rodolphe de Gerolstein como encargado de imponer justicia. También se basa en Vidocq. El delincuente que fue luego primer jefe de la Seguridad Nacional en las postrimerías del gobierno de Napoleón, también sirvió de modelo para el detective Lecoq,  creado por Emile Gaboriau, otro folletinista que merece ser revisitado por sus novelas de misterio y crimen. A su vez, Monsieur Lecoq, fue la principal influencia en la invención de Sherlock Holmes, el inigualable personaje de Arthur Conan Doyle.
C. Auguste Dupin, el  primer detective de la ficción estadounidense, está inspirado en Vidocq. Apareció en el relato de Edgar Allan Poe The Murders in the Rue Morgue. Y luego, en El misterio de Marie Roget, y en La carta robada.
La ciudad de París, el setting elegido por Poe, es el más claro homenaje que ofreció a Vidocq el escritor norteamericano. Es imposible imaginar otra urbe para emplazar a Dupin. Aunque Poe vivió en Boston, Filadelfia, Nueva York, y trabajó varios años en Baltimore —ya en esa época importantes ciudades de Estados Unidos— necesitaba un contexto decadente que hiciera creíbles las aventuras del detective y, especialmente, su manera de razonar. Dupin es un lánguido detective, posiblemente opiómano, que vegeta en ambientes sombríos, por lo tanto, su residencia en París cumple con todos los requisitos.
Vidocq es también mencionado en dos novelas de Herman Melville: Moby Dick, y White Jacket,  y, aún más desconcertante, en Great Expectations, de Charles Dickens.



En The First Detective, The Life and Revolutionary Times of Vidocq[i], James Morton nos transporta, con el entusiasmo de un adolescente, por la vida primero criminal y luego justiciera de Vidocq, intentando, al mismo tiempo, desbrozar la realidad de la leyenda. Fundamenta el ensayo en las memorias del exconvicto narradas desde el altar de la respetabilidad.
Algunos críticos siempre sospecharon que los letrados amigos de Vidocq, especialmente Balzac, contribuyeron a editar el manuscrito. Y aunque Vidocq evitó revelar muchas de sus fechorías, pues inclusive cuando ya era jefe de policía las condenas por algunos de sus delitos seguían vigentes, su muestrario de perfidias, escapes, perversidades, más escapes, y más infamias, resulta suficiente para llenar varias bibliotecas.
En realidad, desde el punto de vista de un protagonista que siempre estuvo de ambos lados de la ley sirviendo a las autoridades a través de la delación de sus cómplices, y favoreciendo en ocasiones, en su disfraz de respetable funcionario, a sus excamaradas, Vidocq carece de rivales. Si a eso se añade el incomparable telón de fondo en que actuó, la pregunta es hasta qué punto su vida no fue escrita por la historia. William Faulkner, decía en su introducción a El sonido y la furia, que uno de sus personajes podría haber formado parte de esa “deslumbrante galaxia de exquisitos canallas que eran los mariscales de Napoleón”.  Los rufianes y malhechores que transitaron los bajos fondos de París y de la entera Francia durante esa época de continuos terremotos políticos, solían ser “bigger than life,” y Vidocq nunca menospreció sus atributos.
El creador de la Sureté vivió la maldición de transitar períodos muy interesantes. Empezó su carrera tras la toma de La Bastilla, y la continuó durante el Reino del Terror. En los años del imperio de Napoleón observó eventos desde ambos lados de la cerca, y se benefició inmensamente tras la reaparición de la monarquía, que culminó con la Revolución de 1830.
En realidad, resulta difícil creer que Vidocq fue enteramente inocente, o totalmente culpable. Para él, la ley debía ser una noción aún más abstracta que la Inmaculada Concepción.
Su ventaja fue que vivió en una época donde la fama desalojaba prevenciones. Era amigo de los poderosos de su tiempo, desde banqueros hasta nobles, pasando por célebres literatos. Uno de sus habituales comensales era Henri—Clement Sanson, el último de la dinastía de los verdugos Sanson. No fue tan famoso como su predecesor, Charles-Henri Sanson, (1739–1806) quien durante su prolífica carrera como carnicero mayor de Francia, ejecutó a 3.000 personas, entre ellas Robespierre, Danton, el rey Luis XVI, y su esposa, la reina María Antonieta. De todas manos, el heredero de la dinastía se las arregló para dejar su marca en la historia al demostrar públicamente su horror por el oficio. Henri—Clement sufría con cada ejecución. Por suerte, sólo tuvo que presenciar dieciocho entre 1840 y 1847. El biógrafo Morton dice que era costumbre del último de los Sanson ordenar a sus ayudantes encargarse del guillotinamiento. Él se limitaba a observar. “En ocasiones, se largaba a llorar. Su rostro adquiría un tono ceniciento, o se cubría de manchas rojas”.

GAJES DEL OFICIO

Vautrin examinando el cadáver de Esther Van Gobseck, en Esplendor y miseria de las cortesanas 
Tras abandonar la Sureté, o mejor dicho, tras ser expulsado a patadas escaleras arriba, Vidocq hizo mucho dinero divulgando la mayor atracción de su vida: el propio Vidocq. En Londres, exhibió las herramientas de su oficio, especialmente los disfraces y utensilios empleados para escapar de prisiones, o atrapar criminales. También narró sus episodios como soldado, contrabandista, ladrón, acróbata, curandero, espía, policía y detective privado.  Y en medio de todos sus incidentes, nunca olvidó el apetito sexual. Tuvo más amantes, que un almanaque tiene hojas. No era muy selectivo en sus affaires, y aunque desde costureras hasta nobles damas le ofrecieron sus favores, muchas veces terminó ocupando el sitio de los maridos apaleados, como en las farsas de Georges Feydeau.
En 1796, cuando tenía 21 años, a finales de la Revolución Francesa y el comienzo del Directorio que culminaría con Napoleón adquiriendo el título de Primer Cónsul de Francia, Vidocq fue arrestado y condenado a ocho años de trabajos forzados. Durante los trece años siguientes, su única ocupación fue huir de prisiones. “Escapé de todos los buques de prisioneros, de más de veinte calabozos de distintos países, y de cada uno de los departamentos del río Sena”, informó en sus memorias.
En 1809, comenzó a pasar información a la policía de París. Dos años después, había creado un equipo destinado a capturar ladrones. Era como pescar sardinas en un barril. Conocía al dedillo los bajos fondos de las principales ciudades francesas, y sus excompinches siempre maldijeron la ocasión en que había sido su compañero de celda.
Aunque no temía a nadie, pues su audacia y su fortaleza física eran alarmantes, se especializaba en atrapar estafadores, seres que no suelen apelar a la violencia, y adúlteros. Sus socios en la empresa de apresar a exsocios, eran personajes que parecían pertenecer a la picaresca española. Uno de ellos había sido contratado exclusivamente por su estatura. Podía espiar a presuntos delincuentes a través de las ventanas del primer piso de un edificio, sin ayuda de una escalera.
Los métodos escasamente convencionales de Vidocq, parecían anticiparse en años luz a los utilizados por las policías de otras ciudades de Europa, y también de París.
Inclusive en la Sureté abundaban los incompetentes, que Vidocq sacó de servicio.
En cierta ocasión, un grupo de agentes de policías se escondió en el armario de un apartamento para atrapar a un ladrón. Eso fue aprovechado por el ladrón, quien cerró el armario con llave. Los policías estuvieron a punto de morir asfixiados.
Entre los atributos de Vidocq figuraba su capacidad de achicarse entre diez y quince centímetros. Eso resultaba muy útil cuando debía usar el pasaporte de un hombre de inferior estatura. Con ese cuerpo reducido de tamaño, podía caminar sin dificultad alguna, y hasta saltar charcos.
Al mismo tiempo, su paciencia era increíble. En 1812, durante uno de los inviernos más feroces que padeció Francia, Vidocq pasó una noche entera hundido en basura que le llegaba hasta la cintura, para capturar a un ladrón.
En cuanto a los centenares de forajidos que capturó durante su vida, nunca tuvo una buena opinión de ellos. Decía que eran “diabólicamente estúpidos”.  En cierta ocasión, una ladrona, la señora Bailly, tras enterarse que podía obtener dinero adicional como soplona, ofreció a la policía información sobre varios atracos, incluidos algunos en los que había participado. Quedó muy desconcertada cuando la policía la capturó y un juez la envió a la cárcel.
Pese a los numerosos traspiés durante su época como criminal, Vidocq siempre supo sacar ventajas del ambiente en que moraba. En su época de juventud, a los delincuentes les entregaban grandes hogazas de pan, para que les duraran varios días. Vidocq vació de migajas una de esas hogazas, e introdujo en su interior “una camisa, un par de pantalones, y algunos pañuelos”, y la usó como maleta en uno de sus escapes.
Vidocq falleció en París, en mayo de 1857, a los 82 años de edad. Sus enemigos finales no fueron sus excompinches, sino dirigentes sindicales y políticos revolucionarios, contra los cuales actuó como un agente provocador, infiltrando sus filas, y llevándolos a la cárcel. Durante sus últimos años, tenía la costumbre de colocar una pistola cargada en su mesa de luz, y abollar hojas de periódico y distribuirlas por su dormitorio, antes de irse a dormir. De esa manera, si alguien intentaba entrar de manera furtiva para asesinarlo, el crujido del papel al ser pisado por el incursor, lo despertaría de inmediato y podría enfrentarlo.
La precaución fue innecesaria. Nadie intentó asesinarlo. En realidad,  solo once mujeres hubieran querido vengarse de su infidelidad. Pero su cuerpo ya se estaba enfriando en su lecho, y era tarde para un ajuste de cuentas.
Cada una de las once mujeres que se congregaron a la puerta de su apartamento, portaban consigo un testamento. Las acreditaba como única heredera de la fortuna del exdelincuente transmutado en defensor de la ley.







[i] The Overlook Press, Nueva York, 2001.

miércoles, 19 de abril de 2017

El sadismo de los directores de cine

Mario Szichman



Para Alfred Hitchcok, los actores y actrices eran simplemente cattle, ganado. En el caso de Otto Preminger, el formidable director de Laura (1944), Fallen Angel (1945), The Man with the Golden Arm, (1955), y Anatomy of a Murder (1959), las mujeres habían nacido para ser castigadas. Según contó Robert Mitchum, durante la filmación de Fallen Angel, debía abofetear a la bella actriz británica Jean Simmons. Mitchum, un galán y un caballero de la vieja estirpe, constante protector de damas, simuló dar una bofetada a Simmons. A Preminger no le convenció la escena, y ordenó a Mitchum que castigara a la actriz con más violencia. Hubo tres o cuatro intentos más, que no persuadieron al director. Finalmente, Mitchum se aproximó a Preminger, le dió una formidable trompada que lo noqueó, y le preguntó: “¿Es así, señor Preminger, como quiere que golpee a Jean?” Preminger pidió al productor que echara a Mitchum del rodaje, pero éste se negó por cuestiones monetarias.
Si alguien escribiera una historia de los romances de Hollywood, lograría verificar que muchos directores se aprovecharon de su potestad para llevarse a la cama a famosas actrices. Y cuando fracasaron en el intento, también hicieron valer su influencia para radiarlas de servicio. En 1943, durante la filmación de To Have and to Have Not, Hawks se enamoró de la joven actriz Betty Joan Perske, más conocida como Lauren Bacall. Pero en el medio se cruzó otro galán, Humphrey Bogart, quien se alzó con el trofeo mayor. En venganza, el director hizo varios intentos por disminuir el rol de la actriz en el film, y expandir el de Dolores Moran, otra integrante del elenco, que se convirtió en su amante. Finalmente Hawks, que era un profesional a tiempo completo, debió reconocer que Lauren Bacall se devoraba el escenario, y con ayuda de los guionistas William Faulkner y Jules Furthman, forjó diálogos indelebles que la catapultaron al estrellato.
De todas maneras, entre esos directores de la era dorada de Hollywood es difícil encontrar un psicópata más grande que el director alemán Fritz Lang, quien tras el ascenso de Hitler al poder se trasladó a Hollywood.
En su biografía FRITZ LANG. The nature of the beast¸ Patrick McGilligan acusa al director de piromanía, sadismo, hipocresía, e inclusive asesinato. En realidad, considera a Lang la encarnación del diablo, pues “mezclaba erotismo, y crímenes violentos, con elementos sobrenaturales”.
McGilligan estima, además, que Lang no transitaba solitario el sendero del demonio. Ya un ensayista alemán, Siegfried Kracauer, en su clásico From Caligari to Hitler, dijo que varios directores contribuyeron a demonizar Alemania con su exaltación de monstruos noctámbulos. Ahí están Robert Wiene y El gabinete del doctor Caligari, Friedrich Wilhelm Murnau, y Mefistófeles, y Lang con El doctor Mabuse,  historia de un científico loco convertido en terrorista.
Pero ni Wiene ni Murnau tenían una veta sádica como Lang, cuyos métodos recordaban la disciplina militar. En Metropolis, uno de sus filmes más famosos, ordenó a centenares de extras desnudarse y afeitarse, y marchar en un set al aire libre, en medio de un crudo invierno. Cuando en una de las escenas la ciudad subterránea se inundaba, y los extras corrían peligro de ahogarse, Lang simplemente se encogió de hombros y ordenó que continuaran filmando.
Durante la república de Weimar, en la segunda década del siglo pasado, hubo una brutal inflación que causó el despido de millones de empleados y obreros. Para el resto de los seres humanos, era una época temible, devastadora. Para Lang, representaba una magnífica oportunidad de conseguir mano de obra barata. En cierta ocasión, reclutó en los bajos fondos de Berlín a numerosos niños que se morían de hambre, y los intimidó para organizarlos en formaciones decorativas.
El filme más famoso que dirigió en Alemania fue M, el vampiro de Dusseldorf. Peter Lorre interpretaba a un pederasta y asesino de niños. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, exaltó la película y especialmente el final en que Lorre es ejecutado tras un juicio llevado a cabo por un grupo de delincuentes, diciendo: “¡Es fantástico! No hay muestra alguna de compasión humana”.
Una vez el nazismo se afirmó en el poder, Lang decidió buscar trabajo en Estados Unidos. Hay dos versiones sobre su abandono de Alemania, la del director, y la del biógrafo. Lang aseguró que en 1933 Goebbels le ofreció convertirse en “El Fuehrer de las películas alemanas”. El director dijo a Goebbels que no merecía semejante honor, le pidió permiso para irse a su vivienda a fin de analizar la oferta, llenó una maleta con ropa, y sin siquiera ir al banco para vaciar su cuenta de ahorros, tomó el tren nocturno a París.
Pero el biógrafo McGilligan tiene una versión diferente. En primer lugar, Lang se las arregló para contrabandear la mayor parte de su fortuna a través de la frontera. Y no abandonó de inmediato el Tercer Reich. Hizo varios viajes entre París y Berlín en los meses finales de 1933. Es evidente que nadie lo perseguía.

USANDO A SERES HUMANOS COMO MARIONETAS

Durante la filmación de Metropolis, el director obligó al actor Gustav Froehlich a golpear una puerta de madera hasta que sus puños quedaron ensangrentados. La actriz  Brigitte Helm fue colgada de una soga y luego empujada hacia las paredes de un estudio, rebotando con fuerza. La mujer sufrió numerosas contusiones y magulladuras. Para Lang, era una manera de explicitar sus padecimientos.  En cuanto a Peter Lorre, protagonista y villan de M, Lang lo obligó a rodar por una larga escalera una docena de veces.
Posteriormente, en Hollywood, durante una escena de Hangmen Also Die, Anna Lee debía atravesar con su mano un tragaluz de vidrio. El método en Hollywood era substituir el vidrio con gelatina. Lang no aceptó el procedimiento, y la actriz sufrió en el intento la ruptura de una vena.

Fritz Lang y su mono de madera

Pero el episodio más siniestro en la vida de Lang fue el posible asesinato de su primera esposa. Todavía no se ha podido averiguar qué  ocurrió. Según el biógrafo, la mujer sorprendió a Lang haciendo el amor con Thea von Harbou, quien sería más tarde su segunda esposa. Horas después, la mujer fue hallada muerta. Una bala del revólver de su marido fue encontrada en su cuerpo. La policía interrogó a Lang durante varias horas. Pero no encontró nada inusual ¿ni siquiera que la bala había salido del revólver de Lang? Y decidió que la mujer se había suicidado.
Cuando finalmente se mudó a Hollywood,  Lang persistió su rutina con los extras. En su primer filme, Fury, protagonizado por Spencer Tracy, los extras no podían salir a almorzar. Hasta que Spencer Tracy lideró una revuelta contra el director para devolver a sus compañeros el derecho a comer.
Lang nunca abandonó sus geométricas tendencias fascistas, aunque en ocasiones las usó de manera memorable. En Nibelungen, soldados sumergidos hasta el cuello en agua, sostienen escudos sobre sus cabezas, que el héroe, Kriemhild, usa como si fuera un puente.
McGilligan sostiene que Lang hubiera querido usar sus actores y actrices como marionetas. Y por cierto, la relación más tierna que tuvo en su vida fue Peter, un mono de madera con partes articuladas, que transportó de Alemania a Estados Unidos. En sus ratos de ocio, Lang ofrecía Martinis a la marioneta, solicitaba sus consejos en conferencias donde se discutían guiones,  y lo acostaba cada noche en una cuna.
Afortunadamente la amistad inhumana de Fritz Lang y de Peter se prolongó en el más allá. Cuando el director falleció, en 1976, el mono compartió un sitio en su ataúd.