domingo, 30 de noviembre de 2014

La tragedia de los apellidos

Mario Szichman

Asignar un nombre a una persona es
enajenarla de sí misma
y convertirla en parte de una familia
J. Hillis Miller

Donald Antrim

     El comienzo es magnífico, abrumador. Y lo que sigue después es una desopilante obra maestra. Leamos:

“Mis hermanos son Rob, Bob, Tom, Paul, Ralph, Phil, Noah, William, Nick, Dennis, Christopher, Frank, Simon, Saul, Jim, Henry, Seamus…” Y eso sin olvidar a los trillizos Herbert, Patrick y Jeffrey, y a los gemelos: Michael y Abraham, Lawrence y Peter, Winston y Charles, Scott y Samuel … La lista sigue, durante varias páginas, en la descripción de “The Hundred Brothers,” los cien hermanos de la novela más famosa de Donald Antrim, uno de los grandes genios de la reciente literatura norteamericana. Se lo ha comparado con Joseph Heller, con Kurt Vonnegut, con Thomas Pynchon, se ha dicho que su prosa muestra la pugna entre el mundo de los hermanos Karamazov y el de los hermanos Marx, aunque seguramente en pocos años más Antrim generará sus propios discípulos, quienes fabricarán nuevas genealogías a partir de sus novelas.
    Es deslumbrante leer a un escritor concretando tareas que parecen impensables. Antrim va absolutamente contra la corriente. Se supone que un narrador comienza presentando uno, o dos personajes, y recién al cabo de algunas páginas hace surgir sus interlocutores, sus antagonistas, sus amantes, todos aquellos cuyo propósito esencial es bloquearle el acceso a la felicidad. Ya el comienzo de La guerra y la paz presenta problemas a los lectores, aunque Tolstoi baraja apenas una docena de personajes. Pero su maestría, su didactismo nos permite rápidamente saber quien es quien en esa fiesta organizada por Anna Pavlovna Scherer, dama de honor y “favorita” de la emperatriz de todas las Rusias.
    En pocos trazos, Tolstoi nos va marcando a los potenciales protagonistas, que habitarán con creciente interés sus más de 1.300 páginas. Pero esos héroes no superan las dos docenas de personas. En “The Hundred Brothers”, cien hermanos ocupan el escenario, la biblioteca de una mansión en decadencia. Y Antrim nos cuenta sus vidas, sus absurdas rivalidades, sus casuales fechas de nacimiento. Por ejemplo, once de ellos han nacido el mismo día, el 23 de mayo, “aunque a diferentes horas, en distintos años”. Y todos los avatares de esos cien hermanos, sus tics, sus mezquindades, sus delirios de grandeza, se resumen en escasas 206 páginas.
    ¿Cómo logró Antrim puntualizar ese acto de malabarismo? No es fácil lanzar al aire la vida de cien personas, e impedir que una sola de ellas caiga al suelo. Sin embargo, lo consiguió. El hermano Rob es distinto al hermano Bob, y nada tiene que ver con Tom, o con Paul, o con Ralph. Los trillizos, obviamente, están más cercanos en la competencia, en el imperativo de distinguirse para que no los confundan, en su necesidad de monopolizar el afecto de sus progenitores. Pero la magia consiste en elegir cien nombres, asignar  cada uno de ellos a una persona distinta, y ofrecerle atributos indelebles.
    A veces pienso que el propósito de Antrim fue burlarse de la fenomenal frase del crítico literario Joseph Hillis Miller que inaugura esta crónica. Si “asignar un nombre a una persona es enajenarla de sí misma y convertirla en parte de una familia” ¿qué ocurre cuando el apellido elimina nuestra individualidad y nos sumerge en el anonimato? 
    Es bueno contar con una gran familia, o por lo menos con una familia ampliada. Generalmente nos salva del incesto, y en ocasiones de la locura. Cuando abundan los modelos,  es menos viable que un niño se identifique excesivamente con la mamá y termine como Norman Bates, el protagonista de Psycho. Pero el precio que se paga muchas veces es el sacrificio de ciertos rasgos individuales. La familia exige acatar una norma. Quienes la transgreden suelen ser generalmente expulsados, o acaban siendo los “raros” en el sistema patrilineal o matrilineal.

EL APELLIDO COMO ANONIMATO
Juan Goytisolo

    En una película de los Beatles, creo que era A Hard Day's Night, John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr ingresan a un bar y Ringo pregunta a sus compañeros que desean beber. Todos quieren cerveza. Entonces Ringo pide “una cerveza, y una cerveza, y una cerveza, y una cerveza”.
En algunas ocasiones, cuando visité Madrid, me sentí tentado de ir a una librería y pedir un Goytisolo, y un Goytisolo, y un Goytisolo. Pues está Juan Goytisolo, y José Agustín Goytisolo (1928 –1999) y  Luis Goytisolo Gay el hermano menor. Los tres son excelentes escritores. Leí una novela de uno de los Goytisolo que me encantó no solo por su escritura sino por su tema: Reivindicación del conde don Julián. Fue publicada en 1970, en plena dictadura franquista. El narrador vive exiliado en el norte de África y ha tomado partido por el conde don Julián que, de acuerdo a la leyenda, es el gran traidor de España, pues abrió las puertas a la invasión árabe.
    Uno de los mejores atributos de los españoles es su obstinación. Siempre me gustó la anécdota de ese peninsular que se declaraba ateo usando estas palabras: “Si no creo en la religión verdadera, que es la que se practica en la Madre Patria, menos voy a profesar alguna otra religión”. 
    La ironía con que trata uno de los tres Goytisolo la herencia española es divertida y muy comprensible. Esa alianza entre la cruz y la espada que engrandeció a España y le garantizó posteriormente varios siglos de brutal decadencia a partir de las guerras de sucesión, es exasperante.  Las actividades de la Santa Inquisición abrieron en el mundo anglosajón el camino a la narrativa del terror, que culminó en los cuentos de Edgar Allan Poe, especialmente La fosa y el péndulo. Pero no debemos olvidar precursores como The Monk, de Matthew Gregory Lewis, o Melmoth the Wanderer, de Charles Maturin. Ese legado oscurantista hizo que algunos críticos marcaran una divisoria de aguas entre cultura y civilización a la hora de mencionar a España.
    El libro Civilization, de Kenneth Clark, causó escándalo en Europa exclusivamente por una sola página, la diecisiete (al menos en mi versión de Harper & Row, de 1969). Clark, de un plumazo, excluyó a España de la idea de civilización que tenían los europeos. “Algunas de las omisiones más insultantes”, dijo en su prólogo, “estuvieron dictadas por el título. De haber hablado de historia del arte, hubiera sido imposible exceptuar a España”.
    ¿Quién puede referirse al arte pictórico europeo si deja afuera a Velázquez, a Goya o a Murillo? “Pero cuando nos preguntamos qué ha hecho España para ensanchar la mente humana y contribuir en el ascenso de la humanidad unos pasos hacia la colina, la respuesta es menos clara”, decía Clark. “¿Tal vez don Quijote, los Grandes Santos, los jesuítas en Sudamérica? España ha permanecido simplemente siendo España”.
    Una idea similar anima a Goytisolo en Reivindicación del conde don Julián. Pero ¿Cuál de los tres Goytisolos escritores? Tuve que revisar el internet para verificar que esa novela había sido escrita por Juan Goytisolo. Es lamentable que un narrador de ese calibre corra el peligro, y lo haya corrido buena parte de su prolífica vida, de no poder diferenciarse de otros Goytisolos. El apellido, a veces, suele ser una condena. (Tal vez por eso los monarcas cuentan apenas con el nombre, y cuando éste se repite, le agregan un número romano). Si el progenitor tuvo mala fama, y ahí está el ejemplo de algunos jerarcas nazis, sus vástagos cargan con un sanbenito. Si su fama fue excesiva, las generaciones siguientes suelen terminar devaluadas.
    En fecha reciente (Juan) Goytisolo obtuvo el Premio Cervantes 2014, aunque en una entrevista que le hizo el periódico ABC en 2001, dijo que nunca aceptaría el galardón. “Estoy dispuesto a firmarlo ante notario: no pienso aceptar el Premio Cervantes nunca”, señaló.
    Goytisolo (Juan) había escrito un artículo a comienzos del presente siglo donde le caía con un hacha de sílex al jurado del Premio Cervantes por haber otorgado la recompensa a Francisco Umbral. Y ofreció estas razones: “La decisión del jurado prueba de modo concluyente (por si hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento”.
    El escritor añadió elementos bastante interesantes en su diatriba. Indicó que “Lo ocurrido con el cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de nuestro primer escritor”, se inscribe “en un cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte unos partos de mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y buen gusto”.
    Su indignación parece un monopolio de la estirpe española. Por alguna razón explica también los sangrientos sitios de Numancia y Sagunto. Eso de morir en un combate hasta el último hombre, esa exclamación de “Santiago y cierra España”, esa obstinada lealtad con familias reales como los Austria y los Borbones, que contribuyeron a la ruina española, es difícil de hallar en otras partes. Si después Goytisolo (Juan) decidió aceptar el Premio Cervantes, no lo desmerece. Su obra nunca será un parto de mediocridad, o un mortal atentado a la inteligencia y el buen gusto.
    Pero tampoco es cuestión de ponerse excesivamente ampuloso. Nadie es mejor o peor por aceptar un premio. Tal vez en el caso de Juan Goytisolo el honor contribuya a deslindar su apellido del de sus famosos rivales literarios surgidos de los mismos predecesores. Tal vez. La otra posibilidad es tomarlo todo como una gigantesca broma. En la mayoría de las ocasiones, la ironía es preferible al énfasis. Y resulta mucho más perdurable.
    Basta ver cómo Antrim logró maravillas hablando de esos hermanos que se llaman Rob, Bob, Tom, Paul, Ralph, Phil, Noah, William, Nick, Dennis, Christopher, y que comparten sus duelos y quebrantos con Frank, Simon, Saul, Jim, Henry y Seamus. Y eso sin olvidar a los trillizos Herbert, Patrick y Jeffrey, y a los gemelos: Michael y Abraham, Lawrence y Peter, Winston y Charles, Scott y Samuel …



miércoles, 26 de noviembre de 2014

Vaciando personajes históricos en el molde de la ficción

Mario Szichman



Alicia Migdal es narradora, poeta, ensayista y autora de Mascarones (poemas en prosa, 1981), Historia Quieta (1993),  En un idioma extranjero (2008) entre otros textos imposibles de apartar de la memoria. Es una persona entrañable y mi amiga desde la época en que vivía en Caracas. No importa la distancia o las ciudades que transitamos, Alicia es siempre sólida en su generosidad, discreta en sus formulaciones. Hace poco me escribió un correo aludiendo a mi novela La región vacía, mencionando dos personajes históricos que aparecen en sus páginas: el expresidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el líder de al-Qaida Osama bin Laden. Le gustó que los haya “retratado desde un lugar de seres humanos y no caricaturizados” y consideró mi enfoque “una apuesta riesgosa”.  
Aparte del galardón que involucran esas palabras –no todas las alabanzas son iguales– la observación me ayudó a enfilar hacia un tema que me apasiona: ¿cómo vaciar personajes históricos en el molde de la ficción? Siempre me sobresaltó el maltrato que sufrió Napoleón a manos de León Tolstoi en La guerra y la paz. En mi canon, esa novela, junto con La Odisea, Ana Karenina, Don Quijote, Crimen y Castigo, A la búsqueda del tiempo perdido y La metamorfosis, basta para llenar el morral de cualquier viajero que queda varado en una isla desierta. Pero el conde Tolstoi carecía de términos medios. El noventa por ciento del tiempo era sublime, y el otro diez por ciento tenía la mentalidad de un muyic. Aparte de su mezquindad con Napoleón, era legendario en su desprecio por las mujeres. Basta ver el rol que le asigna a la etérea Natasha al final de La guerra y la paz. El símbolo de la pasión amorosa se convierte rápidamente en una matrona preocupada únicamente en observar si los pañales que quita a sus bebés exhiben muestras de alguna indisposición. (Dostoievski nunca hubiera cometido ese error).
Napoleón no es un santo de mi devoción. Solo me gusta de él su costado digamos “femenino”. Por ejemplo, tras hacer el amor con alguna mujer, la ayudaba a arreglar la cama. Y además, pese a estar enterado de las infidelidades de su madre, y de su esposa Josefina, les rindió honores y las instaló en un altar. Cuando se divorció de Josefina, lo hizo simplemente por razones de estado. Creo que fue el gran amor de su vida. 
Cada vez que he explorado un personaje histórico, termino desilusionado. El único que sigue estando muy cerca de mi ideal de héroe imperfecto es Francisco de Miranda. El narrador necesita identificarse con sus personajes. Me encanta cuando en Los papeles de Miranda el protagonista dice: “Nadie puede alejarse mucho de los terrores que afligen a su padre”. Lo dice un hombre que posiblemente fue el amante de la emperatriz Catalina de Rusia, general en los ejércitos de la Revolución Francesa, prisionero de los jacobinos, con la cabeza siempre muy cerca del filo de la guillotina, eternamente dispuesto a la aventura y al fracaso de la aventura. Es el Rey Lear de la independencia latinoamericana, traicionado por sus subordinados, entre ellos Simón Bolívar, optimista hasta en los terribles calabozos españoles, y cuyo fantasma sigue merodeando en Cádiz, tras ser arrojado a una tumba sin nombre. (Posiblemente, es nuestro primer desaparecido).
Apasionarse por la historia conlleva un riesgo: desencantarse de sus héroes. Es casi imposible encontrar un personaje sobresaliente. Todos ellos fueron sobrevivientes de una época insólita. No proliferan los héroes valerosos, a menos que sean dementes. Lo primero que se vacía en una guerra es la línea del frente.   

Bolívar era, obviamente, un caudillo fuera de serie, aunque el primer detalle narrativo que me interesó de él era que siempre esquivaba la mirada. Apenas alguien lo encaraba, se ponía a mirar al suelo. El otro rasgo que me llamó la atención era su desparpajo. En cierta ocasión, un militar inglés lo fue a visitar. Bolívar se estaba bañando y lo recibió desnudo. (La anécdota está incluida en un fenomenal libro de memorias: Recollection of a service of three years during the War of Extermination).  
Bolívar es quizás, el primer caudillo moderno. Aprendió mucho de su ídolo, Napoleón Bonaparte. Y aunque la mayor parte de su vida se dedicó a denigrar en público al emperador de los franceses, explicó de manera abundante su admiración en privado, especialmente a Perú de Lacroix en El diario de Bucaramanga.  
El Libertador tuvo una ocurrencia genial: se proclamó “El hombre de las dificultades”. Hasta su llegada al poder, la idea era que un gobernante tenía como propósito solucionar los trances de su pueblo. Pero quien componía los problemas tenía escasas posibilidades de gobernar largos períodos. Solo se perpetúan en el poder aquellos capaces de eternizar las contrariedades.
En sus proclamas, Bolívar parece encallado en el centro de la nada, acosado por la anarquía. Era eximio vaticinando calamidades, anticipando tiempos sombríos mientras asignaba a otros la tarea de remediar conflictos.   
Recuerdo que un historiador, tras señalar todas las equivocaciones cometidas por El Libertador, dijo resignado: “Bueno, algo debe haber hecho bien. Lo demuestran cinco repúblicas” del continente.  
La lucha por la liberación de la Gran Colombia fue terrible: se trató de una guerra de exterminio donde quedó diezmada la población civil. La mayoría de los generales que iniciaron la brega con Bolívar murieron en combate, o se pudrieron en las cárceles de España. Bolívar era un gigante, quien lo duda, pero tal vez parte de su grandeza consistió en que pudo sobrevivir. Solo al principio de sus campañas ostentó  esperanzas, como otros lucían escarapelas en sus sombreros. Pronto descubrió que únicamente eran respetadas las pitonisas encargadas de vaticinar derrotas. La adversidad es inigualable cuando se trata de reclutar acólitos.  Al pueblo hay que tenerlo a salto de mata. Cuando no es un peligro inmediato, es un enemigo agazapado en las sombras. Basta ver cómo el chavismo en el poder mantiene al pueblo venezolano en constante zozobra. Ya Adolf Hitler lo hizo en Alemania. Y el pueblo lo acompañó fervoroso, excepto por algunos díscolos, disidentes, y otros representantes de la escoria de la humanidad, que recién después de la guerra fueron exaltados como seres valientes y sensatos en esa feroz marea de obsecuentes y mediocres.   
En realidad, la tentación más difícil de esquivar es descubrir lo vulnerables que son los próceres, sus defectos, sus manías, sus mezquindades. Porque la grandeza, el desprendimiento, el coraje, la buena fe, la honestidad, la defensa de la palabra empeñada son lastres que acortan decisivamente la vida de un líder político.  
Necesitamos ídolos, y al mismo tiempo les exigimos un temple inhumano. Cuando se los ubica en un lugar muy elevado, generalmente es para tenderles una trampa. Al caer, se derrumban. Sigmund Freud solía decir de algunos héroes: “No es que cayeron tan bajo, es que nunca llegaron tan alto”.
Incluir a un personaje histórico en la ficción tiene un beneficio: el héroe es una figura reconocida de inmediato. Es como si llevara la marca Adidas impresa en la frente. Pero el riesgo es similar al que corre un personaje de radionovela cuando pasa a trabajar en una telenovela: siempre defrauda. El cuerpo que imaginamos en una voz tiene poco que ver con el ser de carne y hueso.  
En mi caso, recurrir a las figuras de Bush y de bin Laden en La región vacía planteó el siguiente problema: ¿debía narrarlos desde el reconocimiento o desde la ignorancia? Explicarlos a partir del después era jugar con las cartas marcadas. Describirlos antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001 incluía aglutinar los preparativos, algo tedioso. Era necesario colocarlos en el punto exacto de la conflagración. Y eso los devolvió a la categoría de seres humanos. Ambos estaban perplejos ante lo ocurrido. La única creencia de Bush era que debía actuar. La única certidumbre de bin Laden era poner los pies en polvorosa. Y en el interín ¿qué?
Hay un riesgo en demonizar personajes: en escasas ocasiones un protagonista surge como un villano. (Tal vez The Joker, en una película de Batman, y eso, porque lo interpretó Jack Nicholson). Sus acciones van por un lado, y su cuerpo por el otro.   
Tuve más problemas “humanizando” a Bush que a bin Laden. El líder de al-Qaida era miembro de una tribu y polígamo. Estaba casado con cuatro mujeres, bellas, y muy inteligentes. Tenía una nutrida parentela. Era un buen padre. Inclusive, permitía a sus hijos críticas que otro progenitor, por más moderno que sea, no acepta de sus vástagos. Sufría dramas conyugales bastante intensos, y exhibía un enorme respeto por sus esposas. Eso, aparte de que envió a 19 piratas a destruir las torres gemelas del World Trade Center, causando la muerte de casi tres mil personas. En cuanto a Bush, narrar sus desaguisados tras la invasión a Afganistán y a Irak, las decenas de miles de muertos causados en esas intervenciones militares es difícil explicarlo en una nota. En el archivo de Tal Cual debe haber más de doscientas notas con mi firma, narrando en exhaustivo detalle sus tropelías. Pero La región vacía concluye semanas después de los atentados, y cuando apenas se iniciaban los preparativos de las invasiones. En ese período, esos personajes históricos eran todavía producto de su pasado. Bin Laden tenía un pasado mucho más rico. Era relativamente fácil narrarlo. Bush me hizo tropezar con dificultades. Recuerdo las numerosas discusiones que tuvimos con mi editora, Carmen Virginia Carrillo, tratando de dotar de carne a ese personaje. Había algo innegable: durante el 11 de septiembre de 2001, la figura de Bush era la de un ser a la deriva. Una película me venía siempre a la mente: In the Line of Fire, protagonizada por Clint Eastwood, en el papel de un agente secreto intentando proteger al presidente de los Estados Unidos. En una parte de la película, alguien quería matar al presidente, y de repente, ocho, diez agentes lo rodeaban y lo obligaban a huir de la escena a través de la enorme cocina de un hotel. El presidente perdía toda dignidad. Sus escoltas lo obligaban a correr de manera desairada, hasta que lo introducían a empellones en un automóvil, y ordenaban al chófer que huyera a toda velocidad. Algo similar ocurrió con Bush. Apenas se confirmaron los ataques en Nueva York, fue trasladado a un aeropuerto y subido a un avión. Durante horas, la aeronave sobrevoló una extensa parte del territorio norteamericano. El presidente parecía un rehén de sus escoltas. Ni siquiera le permitieron hablar con su esposa, Laura, pues temían una intercepción de sus comunicaciones.
Aun así, el personaje de Bush no era convincente. La descripción se acercaba demasiado a la crónica periodística, y la profesora Carrillo quiere que todo pase por el cuerpo de los personajes. Ya ocurrió en una ocasión anterior, en Eros y la doncella. Hay una escena, durante la convocatoria a los Estados Generales, en que muestro a una serie de personajes llegando a París para asistir a las sesiones. Al comienzo, todo era muy informativo, y totalmente exangüe. Yo estaba describiendo, pero la narración brillaba por su ausencia. Hasta que mi editora instaló el cuerpo en la escena. Los ojos de algunos futuros convencionistas empezaron a mirar a otros. Los oídos se tendieron para escuchar voces desconocidas. La crónica fue reemplazada por la intriga, los gestos y aspavientos, la maledicencia, el conflicto.  
En el curso de las discusiones descubrimos que algo similar ocurría con Bush. Mientras el presidente asistía a una clase de lectura en una escuela primaria, uno de sus asesores le informaba que un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas. Bush decía que seguramente se había tratado de un accidente. Algunos minutos más tarde, otro de sus ayudantes le musitaba al oído que una segunda aeronave se había estrellado contra las torres, y añadía: “Estados Unidos está siendo atacado”.  Bush se quedaba pensando, sin decir palabra. Y persistía en el silencio, mientras uno de los alumnos continuaba leyendo un cuento. Al concluir la lectura, solo abría la boca para elogiar al niño. Enseguida se retiraba con su comitiva. Pero el relato persistía en su chatura. Y de repente, se me ocurrió algo en tres dimensiones: mezclar lo que estaba sucediendo con un episodio de la infancia de Bush. (Por alguna razón, el pasado es siempre tridimensional). Cuando Bush tenía cinco años su hermana menor, una niña de tres años, enfermó, y murió a las pocas semanas. Los padres nunca le informaron del fallecimiento. O al menos, en mi novela, nunca se lo informaron. Bush estaba acostumbrado a que su padre lo fuera a buscar a la escuela acompañado de su hermana. Un día, su padre apareció solo. Nunca explicó la ausencia de la niña. La semiología reemplazó a la dilucidación. Su madre Barbara, en esa época una joven de 28 años, encaneció de la noche a la mañana. En el momento en que asocié ese 11 de septiembre con los recuerdos de la infancia de Bush, empezó a existir como personaje de ficción, no como segmento de una crónica.  
No es necesario amar a un personaje histórico para insertarlo en una novela, pero es preferible prescindir de él si se lo odia. La apuesta más alta en ese sentido la hago en una nueva novela, donde aparecen varios jefes nazis defendiendo su filosofía y sus acciones. Y realmente, sus argumentos muestran la lógica impecable de los dueños del poder. Algo similar a las tesis que elaboraban los promotores del Santo Oficio para explicar las bondades y ventajas ofrecidas por los tribunales de la inquisición.



domingo, 23 de noviembre de 2014

Otro homenaje a Edmundo D´Amicis: El talonario de rifas



Mario Szichman
Para Daniel Zadunaisky,
con el cual solemos transitar
por la misma longitud de onda



Uno de los propósitos de un escritor es conjurar los terrores de su infancia. Quien logró mayor éxito fue Cornell Woolrich en su cuento Si muriera antes de despertar. Nada anterior, nada que vino luego, está a la altura de ese relato de un indefenso niño acosado por un ser maléfico. En mi infancia padecí muchos terrores, generados por los matones del barrio o de la escuela. Pero había otro terror más difuso y enfermizo: el de las autoridades escolares.  
Edmundo D´Amicis ocupa un sitio muy especial en mi canon. Lo admiro por su imaginación, por la creación de personajes inolvidables como El pequeño vigía lombardo, o esos niños deshollinadores, o con el rostro blanqueado por la cal, o esos padres absolutamente miserables, y siempre optimistas. Al mismo tiempo, lo detesto con toda mi alma por engañarme con los maestros.  
En la conjunción entre la admiración y el odio, emerge buena parte de la literatura. Este relato trata de sintetizar mi perplejidad acerca del autor que ha tenido más influencia en mi vida, a excepción de Emilio Salgari, a quien todos los días coloco en un altar.
M.S.

–1–
            El 11 de septiembre celebramos en todo el país el Día del Maestro. Pero en nuestra población de R…, situada en la provincia de Buenos Aires, la fecha está teñida de tragedia, pues coincide con la muerte de un maestro de escuela primaria fallecido en horrendas y misteriosas circunstancias. No estuve presente cuando ocurrió la tragedia. Sus lejanos ecos me llegaron de manera intermitente, durante mis años de estudio, primero en la facultad de Medicina de la ciudad de La Plata, y luego cuando hice un posgrado en psiquiatría en la universidad de Buenos Aires.
“No intentaré justificar ese crimen abominable, aunque podrían existir circunstancias atenuantes para explicarlo”, me dijo en cierta ocasión un funcionario policial. He pensado mucho en esas ominosas palabras, pues por extrañas circunstancias, conocí a uno de los posibles perpetradores, y tomé numerosos apuntes. Si la muerte llega de manera inesperada, espero que mi albacea testamentario revise estos papeles. El decidirá si deben salir a la luz pública. Por cierto, todos los nombres han sido cambiados para proteger la privacidad de las personas involucradas.
             He aquí los hechos:
El 11 de septiembre de 1943, la escuela principal de R… se engalanó para celebrar una de nuestras fechas patrias: El Día del Maestro. Como todos los años, el orador de orden sería don Aparicio Funes. En esa ocasión, había un doble motivo de regocijo. No sólo el pedagogo celebraba sus bodas de oro con el magisterio, sino que además, anunciaría el lanzamiento de su nueva iniciativa, “Las rifas del mausoleo”, destinadas a honrar la memoria del albañilito inmolado. Tras observar en El Tesoro de la Juventud una fotografía del cenotafio donde se guardan los restos de Napoleón Bonaparte, en Los Inválidos de París, don Aparicio quiso rendir homenaje al angelical niño erigiendo una cripta de similar diseño, y comprometió a sus alumnos a vender numerosos talonarios de rifas con el propósito de subvencionar la bóveda.
Pues bien, ese día el maestro, epítome de la puntualidad, faltó a la cita. Tras anunciarse la cancelación de la ceremonia los alumnos se pusieron en fila, empezaron a cantar “Febo asoma, ya sus rayos, iluminan el histórico convento”,  y marcharon en perfecta formación desde el patio de la escuela hacia la puerta de salida. Según se dijo luego, algunos, siete u ocho, cuyo pulgar derecho estaba cubierto con vendajes, mostraron especial curiosidad al pasar junto al aljibe, una bella construcción creada con mosaicos blancos ribeteados de azul que habían sido traídos de Málaga. El aljibe había sido financiado gracias a una previa propuesta de don Aparicio bautizada “Las rifas de la alberca”.
Transcurrieron tres días sin que se conociera el paradero del maestro. Finalmente, el 14 de septiembre Franti, conocido como “el malo del grado”, se acercó al aljibe para tomar agua. El educando tiró de la soga para subir el balde, pero no pudo. Comentó el problema al celador, y éste fracasó en el segundo intento por acarrear el barreño a la superficie. De repente, el celador lanzó una mirada al pozo y fue sobrecogido por el terror. Sin dar explicaciones, salió corriendo de la escuela. Retornó como a la media hora acompañado de Franceschi, el comisario del municipio y del doctor Casares, director del Hospital Salaberry. El comisario Franceschi ordenó a los alumnos que abandonaran la escuela, y seguido del doctor Casares y de nuestro director se dirigió hacia el aljibe.
Al día siguiente, en el periódico Noticias de Pehuajó, se informó que el maestro había sido ahorcado con la soga del aljibe. Un talonario de rifas sobresalía de su boca.           
–2–
Dos días después de hallarse el cadáver del maestro, y cuando tras intensos interrogatorios se verificó la inocencia del celador, el comisario Franceschi solicitó la ayuda de las autoridades provinciales. El comisario fue apartado de la investigación tras una denuncia de apremios ilegales presentada por el celador, y cuatro funcionarios de la policía bonaerense dedicaron casi un año a seguir hasta la pista más tenue, sin obtener resultados. La única secuela feliz fue que uno de los funcionarios, Galíndez, experto en huellas digitales, se puso de novio con una de las maestras del pueblo, y le propuso matrimonio. La unión resultó muy dichosa. Cuando el funcionario fue ascendido y trasladado a La Plata, los lugareños lamentaron la partida de la señorita Asunción, quien ya para ese entonces había procreado dos hijos varones. La mujer parecía muy dichosa de mudarse a la capital provincial.

Con el transcurso de los años, el homicidio de don Aparicio se fue olvidando, aunque su figura era recordada el Día del Maestro. Hubo inclusive quienes lanzaron la iniciativa de “las rifas del malogrado” con el propósito de adquirir un sarcófago donde pudieran descansar sus restos, pero la propuesta fue descartada cuando su principal promotor Coretti, el hijo del panadero, apareció colgado de un árbol. En uno de los bolsillos de su pantalón había una carta donde rogaba encarecidamente que no se culpara a nadie de su muerte. La carta había sido redactada en una máquina de escribir, aunque no había una en su casa.
Durante mi ausencia de la población de R… mi madre me mantuvo al tanto de las escasas novedades.
Cuando retorné a mi ciudad natal debí optar por la práctica de la medicina para obtener un honesto pasar, pero tras quedar un puesto vacante en el hospicio de Pilar, acepté reanudar mis tareas como psiquiátra.  
–3–
Muchos me acusan de estar chapado a la antigua. La mayoría de mis discípulos, deslumbrados por las nuevas corrientes del psicoanálisis, desdeñan mis enseñanzas. Sin embargo, algunos de mis informes han despertado interés en revistas especializadas. Y uno de ellos, el que abordé con más entusiasmo, debió ser engavetado. Será mi albacea testamentario quien decidirá si vale la pena publicarlo.  

El paciente, al que llamaré “N”, fue traído a mi consultorio en septiembre de 1975.
He aquí una transcripción de mis notas:
Primera sesión:


La celebración del Día del Maestro ha puesto al paciente de ánimo sombrío. Extrema sensibilidad del sistema nervioso; hiperestias diversas y espasmos. Hay una mención constante a las “rifas escolares”.
El paciente evoca a don Aparicio Funes, su “querido maestro” de la escuela primaria. El maestro “era un pan de Dios”, dice el paciente. Nunca hizo quedar a nadie después de clase, “ni siquiera a Garofi”, señala, pese a la costumbre del educando de comerse los boletines de notas cuando le ponían un insuficiente.
Si bien el paciente habla con devoción del maestro, reconoce que sus suaves admoniciones contra los alumnos desprolijos le causaban una opresión y sequedad en la garganta que Lasegue asocia con las histerias periféricas.
Segunda sesión:
El recuerdo de la llegada de la primavera hunde al paciente en una intensa melancolía. Se queja de un dolor en la región mastoidea, de contracción de la laringe, de rigidez muscular y de cefalea. Cuando le propongo cancelar la sesión me pide unos minutos para calmarse. Finalmente, decide reanudar su relato. Por primera vez surge el tema de las rifas. Cuenta que el maestro propuso en cierta ocasión organizar una colecta para sufragar los gastos de la excursión a la morada del albañilito moribundo.


Para financiar el paseo, cada uno de los alumnos debía garantizar la venta de treinta rifas. El paciente dice que el “malo del grado” (Franti), mostró un certificado médico donde se lo dispensaba de la tarea mientras se extendiera su convalecencia.  El alumno había sufrido daños en su espina dorsal cuando Coretti, el hijo del panadero, lo atropelló sin querer con una carretilla repleta de adoquines, luego que Franti mostró un cuaderno de espiral, considerado material ilícito por las autoridades escolares, pues permitía arrancar las hojas que tenían manchones de tinta o correcciones, encubriendo así la falta.
Coretti extrajo de uno de sus bolsillos una manopla de bronce y mientras la ajustaba en su mano derecha preguntó si algún otro de sus condiscípulos deseaba exhibir un certificado médico.
El paciente dice que los alumnos “por unanimidad”, expresaron que se sentían sanos como robles y juraron vender las rifas necesarias. Inclusive más.


Nuestro paciente pidió cinco talonarios de cincuenta rifas cada uno y su maestro se emocionó al enterarse de la oferta. A la salida de la escuela Coretti lo despeinó “cariñosamente” y le propuso conformarse con tres talonarios. Lo importante era vender las rifas prometidas, le explicó, pues sino, le llenaría la cara de dedos.
Tercera sesión:
El paciente aparece muy afligido al recordar su “calvario”. Observo en su rostro la congestión apoplectiforme citada por Bourneville en sus estudios termométricos sobre las enfermedades del sistema nervioso.
Un día tropezó con la realidad: era casi imposible vender las rifas. Estuvo una semana postrado en cama, y a la siguiente empezó a sufrir alucinaciones. Cada una de las rifas se le antojaba más grande que la portada de El Eco de Villa Lucense, un periódico de una población vecina.
Las primeras diez rifas, dice el paciente, no eran muy difíciles de vender: una a su madre, otra a su hermana Dora, seis a “los novios de Dora” y dos a él, usando parte del dinero destinado a las ensaimadas.
El problema surgía al tratar de colocar las restantes ciento cuarenta y cinco rifas. En su barriada no vivían más de setenta personas y era imposible hacer incursiones en otras zonas, pues sus compañeros las defendían como cotos de caza privados.
El paciente recuerda que Derossi, el hijo del herrero, contrajo tuberculosis tras comprobar que no podía vender sus cuatro talonarios de rifas. Por su parte Garrone, el diminuto hijo del deshollinador, murió en el incendio de su casa, cuando trató de incinerar dos talonarios en la chimenea y dejó caer por error un bidón de querosén en el hogar.
El único en mantener su promesa de cumplir con el objetivo fue Franti, el malo del grado quien, al ser violentamente expulsado por Coretti de la panadería de su padre logró enfilar su silla de ruedas hacia el carromato de pompas fúnebres, sufriendo múltiples heridas. Luego de casi un año de cirugía reconstructiva, de la cual emergió con la mitad de su estatura, pudo cobrar una indemnización suficiente para pagar las rifas y adquirir una mansión en Tandil, población famosa por sus aguas termales, donde intenta curar sus dolencias.
Cuarta sesión:


El paciente experimenta una sensación de bolo que sube del estómago a la garganta y una aguda opresión al evocar su nombre encabezando la lista de vendedores de rifas en un gigantesco pizarrón instalado en el patio de la escuela. Para azuzar la competencia, el maestro había decidido asentar en el pizarrón el nombre de cada alumno y la recaudación alcanzada usando cuatro tizas de diferentes colores. El paciente reconoce que fue un error alardear de sus inexistentes logros. Lo atribuye a su corta edad y a la vanidad. Se sentía tan complacido por las aclamaciones que le brindaban los alumnos de grados superiores, que dispuso encargar más talonarios de rifas.
Un cálculo preliminar indicaba que si se alineaban las rifas que se había comprometido a vender, una tras otra, podrían cubrir una distancia similar a la que había recorrido el deportista Delfo Cabrera en la Maratón de los Barrios. Desesperado, oró por la muerte del albañilito moribundo, pues sin el enfermito las rifas perdían todo sentido.
Quinta sesión:
Transcurrió casi una semana hasta que el paciente aceptó volver a verme. Y aproveché ese intervalo para viajar a La Plata, a visitar a Galíndez, el experto en huellas dactilares, uno de los encargados de investigar el asesinato de don Aparicio. El policía estaba a punto de jubilarse, y su carrera se había estancado, simplemente por su honradez. No había querido mezclarse en política, la única posibilidad de ascenso en esos tiempos turbulentos, y estaba relegado a tareas administrativas.
“Me mandan a copiar en tarjetas de cartón lo que ahora una máquina de IBM hace en segundos”, me dijo disgustado. “Ah, y no puedo usar birome, solamente pluma cucharita”. Al rato de conversar, Galíndez recuperó su humor. Se sentía contento de verme. Le alegró que elogiara a su esposa.  “Está igual que cuando nos casamos”, me dijo orgulloso y me mostró varias fotos de la familia. Ya tenía cinco hijos, a los dos varones le habían seguido tres niñas. Su esposa, Asunción, era directora de una escuela.
“Si usted no tiene información”, le dije a Galíndez, “nadie la tiene”, y le conté de mi paciente.
Galíndez trató de recordar, pero me confesó que no podía ubicar su rostro. De todas maneras, me dijo, el asesinato de don Aparicio fue resuelto a las pocas horas, aunque era imposible revelar el nombre de los perpetradores.
¿Perpetradores?
“Fue el peor dilema de mi carrera”, me confesó. “Pero por suerte no estaba solo. Todos los que actuamos en la pesquisa llegamos a la misma conclusión. Dar los nombres de los participantes en el asesinato hubiera contribuido a destruir  siete, ocho hogares. Quizás más”.
Última sesión:
Al principio, dialogué con el paciente sobre temas triviales. Dijo que se sentía algo mejor, pero me pedía que no forzara sus recuerdos. Sin embargo, la información de Galíndez me obligó a ir cambiando el tenor de la conversación y en un momento dado me gritó: “Usted lo sabía todo desde el comienzo”, aunque eso no era cierto.   
De repente, tartamudeando, con su motilidad trabada por espasmos musculares generalizados,  el paciente volvió a caer en un estado cercano al torpor.
Cuando se recuperó, hizo una confesión parcial, aunque insistía en describir el episodio como un “milagro”.
He aquí un resumen de sus revelaciones:
Cuarenta y ocho horas antes del día señalado para la entrega del dinero recaudado por la venta de rifas, el maestro anunció, “con lágrimas en los ojos”, el fallecimiento del albañilito moribundo. El paciente reseña vívidamente la emoción con que su madre le cosió una banda de luto en la manga para asistir a los funerales.  De allí salta a la escena en el cementerio, evoca a su maestro leyendo una oración fúnebre frente a la tumba del albañilito que de moribundo se había convertido en inmolado. El maestro prometió que el esfuerzo de sus alumnos no sería en vano. Luego hizo un breve gesto, y dos alumnos trasladaron junto al túmulo el atril con el gigantesco pizarrón donde aparecían fotos del cenotafio de Napoleón Bonaparte. El maestro estaba convencido que podría erigirse una cripta de similar diseño, y seguro que sus alumnos se pelearían para obtener talonarios de rifas con el propósito de subvencionar la bóveda.
El único milagro de esa sesión fue observar al paciente sumirse en una beatífica paz. Recordó que en el camposanto se podía oír el zumbido de las moscas, el lerdo fluir de un arroyuelo, el murmullo de los sauces llorones al ser agitados por la suave brisa. Sin embargo, aunque era una jornada correspondiente al caliginoso mes de febrero, los alumnos temblaban como hojas, y sus ojos fulguraban como carbones ardientes.
A la salida del cementerio Coretti, el único que llevaba pantalones largos y había desarrollado un cuerpo hercúleo, distribuyó los nuevos talonarios de rifas entre sus condiscípulos. A nuestro paciente lo llevó aparte, le acarició la cabeza con la mano izquierda, y lo miró cálidamente a los ojos. Luego mostró la palma de su mano derecha. Mi paciente comenzó a contar los dedos.
Esa tarde, tras salir del cementerio, sin siquiera quitarse los albos guardapolvos, todos ellos tableados, varios alumnos, entre ellos el paciente, se reunieron en un galpón donde a veces invitaban a las niñas a hacer cosas. Pero en esa circunstancia la convocatoria había sido resultado del patriotismo, no de la lubricidad. Se sentían como esos héroes que se reunieron en la jabonería de Vieytes para iniciar la gesta patria y librarse de las cadenas de España. Con el propósito de rubricar el pacto, se hicieron un corte en el dedo pulgar, y lo unieron al resto de los conspiradores. Luego, se lo vendaron, una precaución que podría haberlos delatado.
 De allí partieron para la escuela, entraron discretamente por una de las puertas traseras, y examinaron con atención el aljibe. Uno de los conjurados había traído un metro de carpintero con el cual tomó una serie de medidas. Don Aparicio se disponía a abandonar su despacho cuando fue interceptado por los alumnos.
Evocando esa trágica jornada, recordé las palabras de Galíndez al despedirse. Nunca lo vi tan solemne, tan afligido, tan indefenso: “No intentaré justificar ese crimen abominable”, murmuró. “Y sin embargo, creo que existen circunstancias atenuantes para explicarlo”.


martes, 18 de noviembre de 2014

Luben Damianoff: cómo doblegar la materia

 Mario Szichman



     Después de conversar con el escultor venezolano Luben Damianoff , me surgen dos deseos contradictorios: por un lado, seguir un curso para aprender a esculpir, y por el otro, aceptar resignado que es mejor ver al artista trabajar sus piezas, y escribir sobre sus logros, ahorrándome una tarea absolutamente extenuante.
     Tal vez el oficio de escribir debe ser el que menos esfuerzo físico requiere, y cuyo overhead, o gastos generales, resulta menos oneroso.

NUEVAS PROPUESTAS

    En la actualidad, Damianoff trabaja en lo que califica de “espacios preconcebidos”, utilizando piezas que confluyen en otras. Le interesa crear esculturas que puedan integrarse a la mirada del espectador. Para él, la escultura es un objeto que el público necesita ir descubriendo mientras da vueltas a su alrededor.
     “Cada parte de la escultura adquiere protagonismo al ser privilegiada por el espectador”, dice. “El problema es que la solidez de la escultura únicamente permite una sola mirada. Por eso pensé en esculturas que confluyan en otras”.
Los materiales esenciales serán la opacidad del metal, y la transparencia de la resina, una especie de cajas de sorpresas que permitirá dispares miradas. Habrá porciones macizas, y otras traslúcidas. Cada plano que escrutará el espectador presentará un desafío distinto. Cada material, un significado diferente. Pero también la materia será trabajada como evocación.
    “El metal puede ser rústico o pulido. Hay metales que se prestan al óxido, pues cuentan con historia”, señala. En cuanto a la parte diáfana, será la encargada de revelar los secretos del interior de la pieza.

LA TAREA DE APACIGUAR LA MATERIA


   Caracas, ciudad portátil, cruzada por autopistas, ha sido desde mediados del siglo pasado adornada por esculturas de artistas de la talla de Carlos Cruz-Diez, Jesús Soto y Alejandro Otero, y en la pasada década por otras de creadores como Alfredo Ramírez, Rafael Martínez, Sydia Reyes, Nidia del Moral, Daniel Suárez y Luben Damianoff. La mayoría fueron instaladas en varios puntos de la autopista Francisco Fajardo, otras en sectores como la vía Caracas-La Guaira e incluso en el interior del país, en ciudades como Barquisimeto.
     Se trata de ciento cinco piezas, cuya creación y ensamblaje muestran interesantes entretelones. Entre ellas se destaca La Cayena, de Damianoff, en la autopista Francisco Fajardo.
     La obra pesa unas dos toneladas, difíciles de reconocer en una estructura cuyo esplendor reside justamente en la grácil apariencia de una flor. Damianoff habla con orgullo de la manera en que fue armando cada una de esas piezas, con el propósito de que el gigantesco objeto final no discrepara del pequeño boceto.
     “En total”, dice, “hubo unos tres centímetros de diferencia entre el modelo y el producto que hoy se exhibe en la avenida Francisco Fajardo”. En cuanto al margen de error entre una pieza y otra, no podía ser superior a un centímetro. Fue concretar, en gran escala, la misma tarea que la de un orfebre al armar las piezas de un reloj.
     Las gigantescas herramientas usadas para recortar el metal tuvieron que ser calibradas, y las brocas evaluadas al milímetro para evitar desajustes. Pues si en un diseño de pequeño tamaño es posible disimular fallas, en una gigantesca escultura cada pormenor se multiplica.
     Una vez concluido el ensamblaje, hubo que dividir la pieza en tres partes a fin de transportarla en un gigantesco camión por la autopista, volver a armarla, y transformar la tosca materia en una superficie lisa y luminosa, en un proceso que recuerda las tareas de masillar y pintar la carrocería de un automóvil.
     Otro proyecto que exhibe Damianoff está en el Patio sur del terminal Río Tuy, donde convirtió sillas y mesas en objetos de arte usando concreto y láminas estriadas de hierro.
     El escultor dice que intentó usar esos materiales, que suelen utilizarse en el área de la construcción, como elementos capaces de integrar el mobiliario urbano. La propuesta adquirió forma después de que ganó un concurso promovido por el Gobierno del Distrito Capital. El propósito era amoblar el espacio con piezas no solo decorativas sino útiles y resistentes.
     “Quería redefinir y dar concepto estético a los materiales que la gente está acostumbrada a ver en puertas de seguridad”, señala.
     El escultor ha estudiado y expuesto en Venezuela, en España y en Estados Unidos, y ha participado durante los últimos años en exhibiciones individuales y grupales en Valencia, Ribarroja del Turia, en Caracas, en Valencia (Venezuela) y  en Filadelfia, Estados Unidos.
     Describir la confección de cada una de las bellas piezas de este escultor es como emprender una travesía. Tal como ocurre con todo arte tridimensional (y en eso incluyo también desde los artefactos pictóricos hasta las obras de teatro y la filmación de películas), desde el momento de la concepción y del boceto hasta la obra concluida se requieren una serie de actos destinados a doblegar la materia y hacerla accesible a la imaginación. Es justamente en el curso del proceso cuando resulta viable percibir los entretelones de una labor, y la creatividad que emana de un cuerpo.




domingo, 16 de noviembre de 2014

CIUDADES FANTASMAS


Mario Szichman


Llevo un prolijo recuento de mis novelas, pero hay un volumen de ensayos, El imperio insaciable, que a veces se desvanece de mi memoria. No sé si resulta traumatizante por su escritura, por la época en que lo armé, o por el tema.   
En realidad, el trabajo fue un destilado de los artículos que escribí para el periódico Tal Cual durante la crisis financiera del 2008-2009, que me tocó de refilón. La agencia noticiosa donde trabajaba ofreció en esa época la jubilación anticipada, y aunque cuando escucho la palabra jubilación me ocurre lo mismo que le pasaba al ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels cuando le mencionaban la palabra cultura, y me tienta sacar un revólver, la oferta resultó conveniente, y me permitió dedicarme más horas por día a mis novelas y a la corresponsalía de Tal Cual.
Por cierto, si el lector quiere un consejo, a la hora de elegir una carrera dentro del periodismo absténgase del trabajo de agencia. Pues deberá hacer traducciones, una tarea indolora, incolora e insípida, o cubrir fuentes oficiales, algo invariablemente mortífero. Es mucho mejor el reportaje, o cualquier sección noticiosa. El novelista Gore Vidal decía que cuando en Estados Unidos surgía un genio del periodismo, de inmediato lo enviaban a cubrir deportes. Y no bromeaba. Así empezó Ring Lardner, un cuentista incomparable. En último lugar en la escala periodística norteamericana, añadía Vidal, figuraban quienes se dedicaban a cubrir las fuentes de arte y cultura. No recuerdo ningún genio que haya surgido de esa comarca.
A veces, las peores decisiones terminan siendo las mejores, gracias a los insensatos vericuetos que traza el destino. A poco de jubilarme decidimos, con mi esposa, Laura, irnos un tiempo a la Florida. Al principio pensé que lo único provechoso que puede hacerse en esa zona es desertarla a la mayor velocidad posible, y evocarla luego. Tal vez la Florida no es un territorio sino un producto de la imaginación. Un amigo me dijo que le agradaba porque quedaba cerca de Estados Unidos. Y después están sus incomparables escritores de novelas policiales, como John D. MacDonald, Charles Willeford y Carl Hiassen. Ellos adoptaron ese estado como propio y los resultados han sido espléndidos. Ignoro en qué parte de la Florida vivían o viven, cuáles son sus fuentes nutricias, pero al menos en los casos de Willeford y de Hiassen el gran motor de su creación es la perpetua indignación y un humor que posee las tonalidades de la tinta china.
Si tuviera que elegir un tema para una posible novela emplazada en La Florida sería el de las ciudades fantasmas, un fenómeno difícil de encontrar en otros países. En Light in August, William Faulkner hace una sabia descripción de esos pueblos que se forjan en un día, en medio de un bosque, y luego desaparecen, corroídos por las lluvias, una vez los leñadores han concluido la devastación, y enfilan hacia otra zona. Jim Thompson hace algo parecido en Wild Town, describiendo un área donde han descubierto petróleo.  
Cuando la crisis golpeó en Estados Unidos, los efectos se sintieron con más dureza en algunas ciudades, entre ellas Miami. Los grandes centros comerciales daban una impresión sobrecogedora, alrededor de una tercera parte de sus negocios habían cerrado sus puertas. Coral Gables, el distrito comercial por excelencia, donde está Miracle Mile, mostraba similares señales de devastación.

LA CRISIS Y SUS SECUELAS

Un lector de The New York Times resumió de esta manera lo que significó el colapso del mercado de la vivienda en Estados Unidos, especialmente en La Florida. “La transformación de nuestros hogares y comunidades en instrumentos financieros destruyó nuestro país”, dijo David Banks en una carta enviada al periódico. “Nuestra economía está en ruinas, pero también nuestras ciudades… Y en Florida, donde he vivido toda mi vida, tenemos comunidades enteras con viviendas vacías y edificios de apartamentos cuyas ventanas lucen sombrías en la noche. Las ciudades no son otra cosa que bienes de corto plazo fabricadas con yeso. Es muy deprimente”.
En esa época, no sé si ahora, era suficiente con llamar al número de teléfono 239-939-1145 para realizar un paseo en lancha por la costa de la Florida y visitar viviendas que habían ido a foreclosure (ejecución de hipotecas) pues sus propietarios no podían seguir pagando los intereses mensuales. Los foreclosure boat tours permitían recorrer kilómetros y kilómetros de bellas playas moteadas de palmeras y observar viviendas que en las buenas épocas se cotizaban entre los cuatrocientos mil y los dos millones de dólares, y que en plena crisis se obtenían a por lo menos un cuarenta por ciento menos que su valor original.
En los seis primeros meses de 2009, 268.064 propiedades en la Florida fueron a foreclosure. Sólo California superó a la Florida en la ejecución de hipotecas.   
Aunque el precio de una vivienda había dejado de ser un problema para los compradores, sí lo era el estado de la urbanización en la cual estaban emplazadas esas casas. Los norteamericanos, acostumbrados a ver pueblos fantasmas en las películas del Lejano Oeste, no deseaban vivir cotidianamente la experiencia de lugares donde todo resonaba con ecos por falta de habitantes. Recorrer en la noche una de esas comunidades podía ser algo incómodo. Muchas casas  servían de cajas de resonancia, repitiendo a lo largo de una calle lo que una persona pronunciaba en una habitación. Y los servicios públicos comenzaron a deteriorarse, pues la falta de habitantes redujo la recaudación de impuestos.
En la Florida, donde todo crece de manera exuberante, mantener las cosas en buen estado es imprescindible, desde las pinturas en las paredes hasta el agua en los estanques. Inclusive el cuidado de jardines y de parques es una tarea de primera necesidad. De lo contrario, las raíces de árboles y arbustos se extienden en todas direcciones, se apropian de  las tuberías, taponan acueductos y convocan la llegada de una vida subterránea, especialmente serpientes venenosas, según informó en un folleto el centro comunitario de Sunny Isles. Ese tipo de reptiles puede desplazar con rapidez otras formas de vida, especialmente seres humanos y sus mascotas.
Recuerdo lo ocurrido con el complejo edilicio Trump Towers en la comunidad playera de Sunny Isles. Se trata de tres majestuosas torres, ubicadas junto al mar. Según el folleto impreso en papel satinado, cada una de las Trump Towers tiene 45 pisos y unos 300 apartamentos. Los precios de oferta inicial iban desde 650.000 dólares a cuatro millones.
Durante varios meses, los residentes del área pudieron observar en la torre número uno alrededor de quince apartamentos alumbrados. En la torre número dos, apenas unos ocho. Pero la torre número tres parecía ser la sede del fantasma de la Ópera: no había un solo apartamento iluminado. ¿Qué hacía en la torre tres ese ejército de empleados, desde el conserje hasta el personal de limpieza, cuya misión era atender a los inexistentes huéspedes? ¿Cómo se sentían en esas lujosas cárceles los valet de estacionamiento que debían estar a la orden 24 horas por día para no aparcar vehículo alguno? Esos condominios tenían servicios de seguridad que no protegían a nadie, entrenadores en gimnasios vacíos, ascensoristas que nunca recibían pasajeros, y encargados de acicalar ventanas inmensas que iban del piso al techo y de pared a pared. Y eso sin descuidar los guardavidas que montados en sus altas torres vigilaban con binoculares para evitar que algún nadador proveniente de edificios vecinos se ahogase en su playa.
Los consorcios que erigieron las Torres Trump, así como otros condominios situados en la llamada "Golden Coast", la costa dorada de Miami Beach, sufrieron el mismo destino. Durante mucho tiempo no lograron vender sus propiedades porque el mercado se había derrumbado. Y tampoco podían rebajar el precio pues sería imposible resarcir las pérdidas. Por otra parte, los edificios perderían la mágica aura que conlleva ofrecer propiedades de un lujo extravagante.  
Y era impensable reciclarlos. ¿Tal vez convertirlos en oficinas? ¿Oficinas de qué, de venta de apartamentos? Pues el boom económico del sur de la Florida se basó en el mercado de la vivienda. Por lo tanto, esos edificios continuaron atendidos por un ejército de empleados cuyo único propósito era evitar todo deterioro mientras aguardaban el momento en que fuesen habitados por seres humanos, no por fantasmas.  
Cada profesión engendra sus peculiares pesadillas. Una de mis recurrentes desazones es despertarme angustiado, convencido que un libro que ya publiqué, todavía no lo he escrito. Es lo que me ocurre con El imperio insaciable. Hay algo de inconcluso, algo que necesita ser dicho, pero no ya en el formato del ensayo, sino de la ficción. No descarto la idea.
            Algo similar me ocurrió con La región vacía, la novela sobre los ataques del 11 de septiembre. Durante mucho tiempo, fue un libro de non fiction, que tenía este título provisorio: 2001, odisea de las torres. Escribí centenares de páginas, pero había algo que no funcionaba. Hasta que alguien me ofreció un filón señalándome que el tema no ingresaba en el territorio del ensayo. ¿Por qué no lo transmutaba en una novela?  
Es obvio que uno aprende de sus frustraciones. Claro está, también resulta conveniente apelar a la imaginación dialógica y consultar con buenos editores, que poseen una especial varita mágica, capaz de encontrar una veta creadora en un territorio que el escritor puede creer absolutamente yermo.