domingo, 28 de septiembre de 2014

Los chivos expiatorios



Mario Szichman


Me críe en un hogar judío, en Buenos Aires, y ya en la infancia aprendí que vivimos en un valle de lágrimas. Recuerdo que un ex amigo, un escritor, me dijo en cierta ocasión que la suya había sido “una infancia feliz”. Siempre pensé que solo los psicóticos o los psicópatas tienen infancias felices (mi ex amigo, definitivamente, es un psicópata, lo ha demostrado a través de una brillante carrera). Supongo que todos tenemos experiencias similares a las de Charles Dickens o a las de George Orwell. Y eso se agudiza cuando nuestro origen proviene de otro suelo. Mis padres llegaron a la Argentina desde Polonia, a comienzos de la década del treinta, otros familiares desde Rusia, y aquellos que no pudieron seguirlos murieron en el curso de la segunda guerra mundial. No hubo sobrevivientes. (Mi Trilogía del Mar Dulce narra sus avatares,  pero en clave de humor. Detesto los escritores que se retuercen las manos de sufrimiento lamentando tragedias pasadas).  
Mi padre, un relojero muy erudito, que se sentía muy culpable por los familiares que no pudo rescatar de Europa, estaba más pendiente del mundo judío, que de su entorno argentino. Y dos episodios, uno ocurrido durante la segunda guerra mundial, el otro en vísperas de la primera, marcaron su vida: el tren de Katsner, y el juicio a Mendel Beilis.
El 30 de junio de 1944, un tren constituido por treinta y cinco vagones de ganado abandonó Budapest. Eso ocurrió en las postrimerías de la ocupación de Hungría por los alemanes. En su interior viajaban mil seiscientos judíos rumbo a Suiza y a la libertad. El tren fue bautizado así en recuerdo de Rudolf Kastner, un dirigente de la comunidad judía húngara que negoció con Adolf Eichmann la liberación de mil seiscientos judíos a cambio de la entrega a los nazis de dinero, oro, diamantes y cuadros. Mientras el tren de Kastner viajaba a Suiza, fueron deportados al campo de concentración de Auschwitz más de cuatrocientos mil judíos. De ellos, la mayoría murió en la cámara de gases. Luego, durante el juicio de Nuremberg contra los jerarcas nazis, Kastner declaró en favor del coronel de las SS Kurt Becher, uno de los involucrados con Eichmann en el envío del tren a Suiza.
Tras la declaración del estado de Israel, Kastner se convirtió en funcionario público. Su último cargo fue el de vocero del ministerio de Comercio e Industria. En 1953 el periodista Malchiel Gruenwald lo acusó de ser un colaborador nazi. Kastner entabló una demanda por calumnias contra Gruenwald, y allí comenzó su infierno cotidiano. Emergió a la luz no solo el rol desempeñado para salvar a Becher, un criminal de guerra, sino también que en el tren habían viajado todos los miembros de su familia, así como centenares de personas de su pueblo natal. Y durante ese lapso, nada hizo Kastner para alertar a la comunidad judía de Hungría sobre la campaña de exterminio que Eichmann se disponía a lanzar.   
Al concluir el proceso, el juez Benjamin Halevi declaró que Kastner había “vendido su alma al demonio”. En 1957, fue asesinado por un comando israelí cuando se disponía a ingresar a su vivienda en Tel Aviv. Sus asesinos, miembros de un grupo derechista, salieron en libertad luego de siete años en la cárcel, y muchos los consideraron héroes.
Los dilemas que enfrentó Kastner son suficientes para afectar la vida de media docena de personajes de Dostoievski. Sí, vendió el alma al demonio. ¿Cuáles eran las alternativas? No estaba negociando en igualdad de condiciones. Eichmann le puso un revólver en la cabeza. Me pongo en el lugar de Katsner. Si me hubieran dado a elegir entre salvar a mi familia y salvar a desconocidos, no hubiera dudado un momento en salvar a mi familia. Otra alternativa, obviamente, es que Kastner se hubiera sumado a la resistencia judía, pues hubo resistencia judía en los territorios ocupados por los nazis, y él conocía a algunos de sus dirigentes. En cambio, optó por negociar con un asesino. Fue, en cierto modo, un chivo expiatorio. Pues no actuó solo en sus negociaciones con los nazis.

BEBIENDO LA SANGRE DE LOS NIÑOS

El juicio a Mendel Beilis es de una índole muy diferente.  
En la primavera de 1911, en Kiev, entonces una ciudad rusa (actualmente capital de Ucrania) apareció asesinado un niño de 13 años, Andrei Yushchinsky. Su cadáver había sido totalmente vaciado de su sangre. Poco después, las autoridades rusas detuvieron en una fábrica al judío Mendel Beilis, de 39 años de edad, y lo acusaron de matar a Yushchinsky con el propósito de usar su sangre en la fabricación del matzo, el pan ázimo.
       La fiscalía no tenía evidencia física alguna de que Beilis hubiera sido el asesino. Tampoco encontró un solo testigo que lo identificara como el sospechoso de barba negra que en una ocasión había sido visto desalojando al niño y a sus compañeros de los predios de la fábrica donde trabajaba, pero existía una certeza: Beilis era judío, trabajaba cerca del sitio donde se había cometido el asesinato y, como bien se sabía, los judíos usaban la sangre de niños cristianos para fabricar el pan ázimo.  
Entre el arresto de Beilis y el comienzo de su proceso pasaron veintiocho meses. Todo era tan absurdo y tan grotesco, que el lapso transcurrido permitió a famosos intelectuales europeos como Thomas Mann, H.G. Wells, Arthur Conan Doyle y Anatole France, entre otros, lanzar una campaña internacional de prensa denunciando el proceso como una caza de brujas.
El corresponsal del Times de Londres en Kiev señaló en un despacho: “¿Quién iba a pensar que en el siglo veinte un tribunal discutiría con toda solemnidad la magia negra, Moloch, o lo que hizo Juliano el Apóstata, o si los judíos beben la sangre de los cristianos por odio o para enfrentar una maldición divina en su anatomía (la circuncisión) o para protegerse de la posibilidad de que Cristo haya sido realmente el Mesías?”
El proceso mostró, entre bastidores, lo que el principal abogado de la defensa, Oskar Gruzenberg,  señaló en sus memorias: “En el caso Beilis el régimen zarista cometió un suicidio moral”.
Este año han sido publicados en inglés dos libros sobre el caso de Mendel Beilis: Blood Libel in Late Imperial Russia, de Robert Weinberg (Indiana University Press, Indiana, EE.UU.) y A Child of Christian Blood  de Edmund Levin (Shocken Books, Nueva York).  
“Blood libel,” calumnia del crimen ritual, es una fábula surgida en Europa, posiblemente en el siglo XII de nuestra era, acusando a los judíos de emplear sangre de niños para fabricar el matzo.  
Levin dice en su libro que el zar Nicolás Segundo estaba aterrado del “poder judío”. Durante su mandato emitió unos mil cuatrocientos estatutos y regulaciones limitando los sitios donde los judíos podían vivir, las profesiones que podían elegir, las escuelas que podían atender. En los primeros años del siglo veinte Las Centurias Negras, grupos de choque zarista, asesinaron y dejaron lisiados en pogroms a centenares de judíos.
El autor dice que el caso Beilis “ilumina de manera poderosa el capítulo final de la dinastía Romanov. Los rusos estaban angustiados por la sensación de que el mundo se estaba desintegrando. Compartían la intuición de un desastre, aunque ignoraban su carácter. El caso Beilis alimentó esa angustia. A través de todo el espectro político existían señales de un régimen a punto del derrumbe”. 
Tan desacertados no se hallaban. Escasos años después, la Revolución Bolchevique acabó con el zarismo.
Hay algo muy interesante en el caso de Beilis, pese a la presión del zar y de sus ministros más reaccionarios, fue absuelto de todos los cargos. Un tribunal ruso dijo que tal vez había sido cometido un asesinato ritual, pero Beilis no lo había perpetrado. Poco después Beilis abandonó Rusia, primero hacia Palestina, y luego hacia Estados Unidos. Su último trabajo, en Nueva York, fue el de agente de seguros. Falleció en 1934 y más de 4.000 dolientes atendieron su funeral. Un año antes Adolf Hitler había llegado al poder en Alemania, dispuesto a implementar la solución final del problema judío.

EL PODER ABSOLUTO

El caso Beilis es ejemplar, como lo es el caso Dreyfus, porque la justicia triunfó, y todos anhelamos un final feliz. El capitán Alfred Dreyfus, un francés de origen judío, fue acusado en 1894 de pasar secretos al gobierno alemán. Tras su degradación fue enviado a la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. Posterioremente, cuando nombraron al teniente coronel Marie Georges Picquart como jefe de la inteligencia military de Francia, éste descubrió que el verdadero traidor era el mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. Al principio el ejército intentó silenciar a Picquart y lo envió a una remota guarnición en Túnez, en esa época colonia de Francia. Recibió las mismas calumnias que Dreyfus, pero finalmente la justicia triunfó, en parte gracias a una vigorosa campaña de denuncias del escritor Emile Zola, y de otros famosos intelectuales franceses. Tanto Dreyfus como Picquart fueron plenamente rehabilitados.

UN FINAL DESDICHADO

El 2 de julio de 2011 Rory Carroll, corresponsal en Caracas del periódico The Observer en Caracas,  entrevistó al intelectual norteamericano Noam Chomsky, uno de los próceres de la izquierda intelectual norteamericana, y le formuló algunas preguntas sobre el gobierno de Hugo Chávez Frías, quien todavía estaba vivo. Chomsky, vastamente elogiado por Chávez, dijo a Carroll que el jefe de estado venezolano había amasado excesivo poder y lanzado “un asalto” contra la democracia en Venezuela. En el curso de la entrevista y posteriormente en una carta abierta publicada en la misma edición del matutino, el intelectual estadounidense denunció la situación de la jueza María Lourdes Afiuni, en esa época presa por orden de Chávez. Indicó que había “sufrido bastante. Ha estado sometida a actos de violencia y humillación que socavan la dignidad humana. Estoy convencido de que debe ser puesta en libertad”. También dijo que era “impropio que el ejecutivo (el presidente Chávez) intervenga e imponga una pena de cárcel sin un proceso”. Expresó dudas de que Afiuni pudiese recibir “un juicio justo”, pues existía en Venezuela “una atmósfera de intimidación o escasas ganas de analizar el caso con seriedad”. Una demostración era que ningún magistrado había salido en defensa de la jueza.
Afiuni fue puesta en libertad el 14 de junio de 2013, luego de tres años y medio en prisión o bajo arresto domiciliario. Fue detenida el 10 de diciembre de 2009 tras otorgar la libertad condicional al empresario Eligio Cedeño, acusado de presunta corrupción en el manejo de dólares regulados.
La jueza dijo que Cedeño había estado bajo custodia por un período más prolongado que el permitido por la justicia venezolana, y que su dictamen acataba la recomendación de la comisión de derechos humanos de las Naciones Unidas.  
Los días 11 y 21 de diciembre de 2009, el presidente Chávez aludió a la jueza en dos cadenas de radio y televisión. En la primera la calificó de “bandida” y reclamó para ella 30 años de cárcel. En la segunda se congratuló de su arresto con las palabras: “Estás bien presa, comadre”.
Chomsky dijo a The Observer que Afiuni “tuvo mi simpatía y solidaridad desde el comienzo. La manera en que fue detenida, las condiciones inadecuadas de su encarcelamiento, el tratamiento degradante que sufrió en el Instituto Nacional de Orientación Femenina, la dramática erosión de su salud y la crueldad desplegada contra ella, todo debidamente documentado, me dejó muy preocupado acerca de su bienestar físico y psicológico, así como sobre su seguridad personal”. (Chomsky declaró luego a un bloguero que la entrevista de Carroll había sido “deshonesta” y “engañosa”, por lo que el 4 de julio de 2011 The Observer publicó la transcripción completa del reportaje, y Chomsky tuvo que guardarse la lengua en el bolsillo).
Pienso que el caso de la jueza Afiuni muestra una vez más, como los de Beilis o Dreyfus, la figura del chivo expiatorio como emblema del poder enfermo, pues frena la discrepancia, silencia la crítica, autoriza el ejercicio de la arbitrariedad.
En épocas de crisis, de convulsiones políticas, de inestabilidad, uno de los recursos del poder es convertir a un individuo o a una colectividad en un cordero para el sacrificio. El mal deja de estar adentro, y se ubica afuera. Los causantes de la escasez de alimentos, del deterioro en las condiciones sanitarias, del aumento de la criminalidad, de la inflación, son ubicuos entes foráneos o de vocación opositora. Su propósito consiste en simbolizar el mal. Una vez eliminada la fuente del contagio, el país, la colectividad, emergerán victoriosas, y volverá a reinar la prosperidad y la abundancia.  Lamentablemente, el final feliz nunca llega. El único final feliz que aceptan los seres humanos, sin importar las privaciones y desdichas, es el triunfo de la justicia.


miércoles, 24 de septiembre de 2014

El mal es concreto: tiene densidad y peso específico





Mario Szichman

           


Basta que un intelectual formule una profecía, para que el tiempo la desmienta. El filósofo alemán Theodor Adorno declaró en 1949: “Escribir poesía luego de Auschwitz es una barbaridad”.  Auschwitz representó el mal puro del nazismo, el campo de concentración y exterminio donde el médico Josef Mengele ensayaba con gemelos univitelinos sometiéndolos a toda clase de repulsivas operaciones. Uno era el sujeto de experimentación, y el otro funcionaba como control. La mayoría terminaron en la cámara de gases, algunos, tras ser operados y unidos por la cadera, como hermanos siameses.

Por supuesto, Auschwitz es un símbolo. Abundaron los campos de concentración en la Europa ocupada por los nazis, varios de ellos en Checoeslovaquia y Polonia, como Terensiadt, Sobibor, o Treblinka.

Si bien Mengele fue el símbolo del científico al servicio del mal, el encargado de la “solución final del problema judío” fue Adolf Eichmann, quien huyó a la Argentina en 1950, fue capturado por un comando israelí en 1960, y ejecutado en Jerusalén en mayo de 1962.

El vaticinio de Adorno fue rápidamente desmentido. Se ha escrito mucho sobre el genocidio nazi, que además de seis millones de judíos incluyó nueve millones de gentiles, entre ellos tres millones de polacos, junto con rusos, ucranianos, checos, griegos, gitanos –unas 30 nacionalidades– así como homosexuales, comunistas, Testigos de Jehová,  y discapacitados físicos y mentales. (La clasificación no es exhaustiva).

En los últimos años varios escritores norteamericanos e ingleses han publicado novelas que tienen como protagonista al campo de concentración, y como personajes centrales a sus verdugos. Por estos días ha causado cierta controversia The Zone of Interest, una novela del excelente autor británico Martin Amis. Una editorial en Francia, y otra en Alemania, se negaron a publicar el libro, al parecer, porque el tema –la vida en un campo de concentración– está en clave de humor y parecería un poco fuerte para los ciudadanos de esas naciones. (Otras editoriales han salido al ruedo a fin de traducir la novela).

La novela de Amis es una secuela de Time Arrow (1991) que cuenta con el mismo protagonista, Odilo Unverdorben, ayudante de “El tío Pepi” (Mengele) en la tarea de asesinar judíos. Está narrada con una cronología invertida, desde la muerte hasta el nacimiento de Unverdorben, y eso permite una sangrienta ironía, pues el médico asesino crea vida, y cura a los enfermos.

Time Arrow y The Zone of Interest han permitido a Amis ocupar un sólido lugar en el seno de un grupo de escritores que trabajan un área muy incómoda de la moderna historia europea. A mí me gusta mucho The Kindly Ones, de Jonathan Littell, porque está narrada en primera persona, con operático brío, por su ficticio protagonista,  Maximilien Aue,  un ex oficial de las SS encargado de eliminar millares de “indeseables”.

El tema, y especialmente cuando sus principales personajes son funcionarios del Tercer Reich, gira en torno al mal, ya sea la banalidad del mal, enunciada por Hannah Arendt, o el mal como un ente absoluto.  

Al comentar la última novela de Amis, Joyce Carol Oates dijo en la revista The New Yorker que si bien en todas las épocas de la humanidad ha existido crueldad e intentos por eliminar pueblos de la tierra (durante parte del siglo diecinueve el ejército norteamericano se dedicó a regalar a los indios mantas contaminadas de viruela) el siglo veinte facilitó el homicidio en gran escala gracias a la tecnología. El filósofo Martin Heidegger, que como el doctor Strangelove siempre se mostró al borde de la insania, comparaba la mecanización agrícola con “la fabricación de cadáveres en las cámaras de gas y en los campos de exterminio”.  Eichmann también usaba una metáfora de la técnica moderna para explicar su participación en el asesinato de seis millones de judíos. Él era apenas “un engranaje” en la maquinaria de la muerte.  

Es curioso cómo a medida que el ser humano mata más gente, su responsabilidad disminuye. También eran engranajes los pilotos, copilotos y tripulantes que dejaron caer bombas atómicas en Hiroshima (80.000 muertos iniciales)  y Nagasaki (40.000 muertos).

En realidad, en una interesante vuelta de tuerca, tal vez los jerarcas nazis terminen siendo los últimos asesinos en serie que debieron responder por sus actos.   

En un excelente documental de Errol Morris, The Fog of War, el ex secretario de Defensa norteamericano Robert McNamara decía que tras los bombardeos a las ciudades japonesas, el general Curtis LeMay le confesó: “Si hubiéramos perdido la guerra, todos habríamos sido procesados como criminales de guerra”. Y añadía McNamara: “Creo que tenía razón. El, y podría decir también yo, nos estábamos comportando como criminales de guerra. LeMay aceptó que lo que estaba haciendo sería considerado inmoral si su bando hubiera perdido. Pero ¿qué es lo que convierte algo en inmoral cuando uno pierde y no cuando gana?” 

       Leyendo los frondosos testimonios de Eichmann, las excusas de criminales de guerra que lograron eludir la justicia, como es el caso de Mengele, sorprende no la megalomanía sino la humildad. Durante el proceso en Jerusalén, Eichmann era el perfecto burócrata. No se ofendía por las acusaciones, no perdía la calma cuando el fiscal leía los cargos, y siempre le buscaba cinco patas al gato a la hora de eludir la responsabilidad.

En las revelaciones al periodista nazi Willem Sassen, cuando aún vivía en Buenos Aires, solo se conmovió al describir una escena en que vio cómo un grupo de judíos era obligado a desnudarse antes de subir a un camión. Los prisioneros fueron gaseados dentro del vehículo. Eichmann recordó luego que cuando de sus ayudantes abrió la puerta trasera del camión, de su interior se deslizaron cadáveres, “como peces lanzados desde una red”.

Al parecer, la megalomanía se adecúa mejor al asesinato individual. Inclusive el asesino que debe marchar al cadalso en muy escasas ocasiones exhibe cobardía. O intenta disimularla. Tampoco las víctimas pierden la dignidad, como en los casos de los periodistas James Foley o de Steven Sotloff, decapitados por milicianos sunitas.

Eichmann, y los jerarcas nazis, siempre insistieron en que se limitaban a acatar órdenes. Ni un solo nazi aceptó la responsabilidad por las matanzas. Y el líder supremo, Adolf Hitler, no necesitó formular excusas, pues nunca puso por escrito las órdenes para eliminar a millones de sus congéneres, lo cual demuestra que en los regímenes totalitarios  basta con el gesto para eliminar a los indeseables de esta tierra.






domingo, 21 de septiembre de 2014

El linaje de la impostura




Mario Szichman



      Creo que Miguel Ángel fue acusado de falsificar estatuas y de hacerlas pasar por artefactos de la antigüedad griega o romana. Primero las enterró para que “envejecieran” durante algunos meses, y las localizó luego, vendiéndolas a los aristócratas de su época. Resulta interesante que una imitación de Miguel Ángel es, ahora, más valiosa que el original plagiado. Y esa vuelta de tuerca muestra que a veces, la idea de la obra auténtica y de la copia es imposible de aclarar.
     Presumo que Miguel Ángel no fue el único inmortal que falsificó obras de arte. Cuando un artista recibe las cornadas del hambre está dispuesto a vender su alma al diablo. Si alguien lo hizo, muchos lo hicieron. Si James Joyce escribió cartas pornográficas a su esposa, seguramente hay centenares de narradores y poetas que hicieron algo parecido con sus cónyuges o amantes. Si Miguel Ángel falsificó pinturas o esculturas, también lo habrán hecho Rafael, Leonardo o Goya.
      En una investigación que hice para una reciente novela, descubrí a un artista holandés que se halla a la altura de Vermeer y de De Hooch, y le atribuí la confección de obras eróticas. La idea era que falsificadores modernos vendieran esas obras de arte por muchos millones de florines o de dólares.
      Ignoro si eso ocurrió, aunque lo considero probable. ¿Por qué elegí ese pintor en particular y no Vermeer o de De Hooch? Pues se trataba de un bon vivant que se rodeaba de amantes. En cierta ocasión, fue a un burdel, eligió a una prostituta, y luego la llevó a la Academia de Arte, no sé si de Amsterdam o de La Haya, para que posara en sus cuadros. (Fue expulsado de la Academia). Tanto Vermeer como De Hooch eran buenos padres de familia, los dos con una numerosa prole, y aunque eso nada significa, sus compromisos artísticos y el solo hecho de llevar los niños a la escuela debía insumirles buena cantidad de horas del día.
      En cambio, el pintor del que hablo no tenía más obligaciones que su arte y tratar con afecto a su esposa. El resto del tiempo se la pasaba en el mercado, haciendo sketches de jóvenes vendedoras. Varios de sus cuadros son alegorías de doble sentido, y sus modelos, mujeres muy bellas. En mi relato di un paso más allá. Si ese artista describía escenas pasionales en sus pinturas públicas ¿no existirían otras aún más escabrosas en su desván? No hay historia del arte que no sea también una historia de la procacidad. No he visitado las cuevas de Altamira, pero estoy seguro de que las primitivas pinturas están habitadas por parafernalia amorosa, como los muros de Pompeya. Los nobles romanos, que todavía no habían descubierto el cine porno, encargaban a famosos artistas la decoración de las paredes de sus cámaras nupciales con escenas que pondrían rojo de vergüenza a un estibador.
      Por lo tanto, decidí añadirle a mi novela una nueva faceta quimérica al pintor, que por cierto existió. Imaginé que había pintado cuadros voluptuosos, y los había escondido, para venderlos posteriormente a través de un mercader de arte. No pudo hacerlo porque murió joven. En realidad, una de las cosas interesantes de los pintores holandeses del siglo diecinueve era sus prematuras muertes. (Vermeer falleció a los 43 años, De Hooch a los 38 años. El pintor que incluí en mi novela falleció a la misma edad que De Hooch).
       Todo eso fue inventado por otro personaje de la novela, tres siglos después del fallecimiento del pintor. La idea de ese personaje, un falsificador de pinturas, era crear la leyenda de esas obras eróticas desconocidas. ¿Cómo hacer para descubrirlas? ¿Quién tiene acceso a obras de un pintor abandonadas tres siglos en un secreto desván? Puede tratarse de una persona que adquirió una vivienda antigua. Pero hay una desventaja en ese tipo de fraude. La impostura necesita un linaje, alguien que aparece súbitamente alegando que adquirió una vivienda y encontró pinturas muy valiosas en alguna parte de la casa, resulta sospechoso. Más de una persona debe pensar si no será demasiada casualidad. Es difícil que el verosímil narrativo lo acepte. En cambio, si la vivienda ha sido heredada por un descendiente de un artista famoso, el fraude es más fácil de admitir, y aquel que falsifica obras de arte no debe tener problemas falsificando documentos. (En El día del Chacal, Frederick Forsyth ofrece buenos datos sobre la manera en que puede crearse una genealogía con ayuda de los archivos del gobierno).
      Una vez se consiguen los documentos, aparece la pareja perversa del falsificador y del tasador, el encargado de verificar que el comprador de un cuadro falso ha adquirido en realidad un original. 
       El falsificador de mi novela consigue ofrecer varios cuadros eróticos (falsos) de un genuino artista, gracias al árbitro del gusto. En realidad, corresponde al tasador vender gato por liebre, convencer al comprador de la autenticidad del fraude. Pues las falsificaciones se notan a la legua. Solo quien es un creyente puede aceptar lo falso como verdadero.
     En el camino tropecé con  el fascinante mundo del holandés Han van Meegeren, quien llegó a venderle un “genuino” Vermeer al mariscal Herman Goering, uno de los líderes del nazismo (hice la reseña en un post anterior. Hay un excelente libro sobre van Meegeren, The Man who Made Vermeers, de Jonathan Lopez). Me pregunto: si no hubiera existido Vermeer, La Cena en Emaús pintada por van Meegeren y atribuida al pintor holandés del siglo diecisiete, ¿sería una obra de arte? Es posible. En realidad, van Meegeren no falsificó obra alguna de Vermeer. Su famosa impostura radica en que la atribuyó al artista holandés. No existe un original de La Cena en Emaús con la firma de Vermeer.

EL FALSIFICADOR
QUE NO PUEDE IR A LA CÁRCEL

     Siempre me ha fascinado el ensayo o la novela que crea misterios en base al ocultamiento de datos. Quienes aseguran que van Meegeren fue tan excepcional que logró engañar a Goering, no están diciendo la verdad. Por una parte, quién mintió a Goering no fue el falsificador sino el intermediario, el encargado de vender la pintura. Goering era un lego. Ningún millonario que adquiere un cuadro sabe bastante de arte, solo está enterado de su cotización. Conocí un millonario propietario de periódicos de Venezuela que solía viajar a Nueva York para adquirir cuadros en Sotheby o en Christie´s. Me confesó que poco sabía de arte, pero las pinturas suelen ser una excelente inversión. Y si Sotheby o Christie´s las validaba, para él era suficiente.
      Posiblemente, si el Tercer Reich hubiera triunfado, y Goering hubiera continuado algunos años en el gobierno, el cuadro falso de van Meegeren habría pasado a ser un original de Vermeer.
       Eso lleva al cierre del círculo. ¿Qué ocurre si el falsificador se la ha pasado toda la vida imitando obras de famosos artistas y las ha donado a museos sin cobrar un centavo? ¿Tiene que ir a la cárcel? Pues en ese caso, hubo fraude, pero no delito. No se benefició de sus creaciones, y ese es el caso de Mark A. Landis.
      En fecha reciente se estrenó un documental en Nueva York, ‘Art and Craft,’ acerca de Landis. El hombre es realmente fascinante. En el curso de 30 años, Landis ha donado por lo menos 100 obras a 46 museos de arte en 20 estados norteamericanos. Algunas han sido legadas en homenaje a una hermana que nunca existió.
       En el documental se muestra la creación de varias de las obras. Landis las creó fotocopiando originales, añadiéndolos pigmentos y colocándolas en marcos que compró en Walmart. El impostor puede ser acusado de muchas cosas, pero no de estafa. Él se define como un “filántropo”.  Nunca ha obtenido un centavo de sus estafas. Pero en su carrera ha contribuido a desenmascarar el mundo de los comerciantes de arte y de los funcionarios de museos cuya sabiduría resulta dudosa.
      Stephen Holden dijo en The New York Times,  que el documental es una muestra más de que “el mercado del arte es un juego manipulado por directores de museos y propietarios de galerías”. Y luego se pregunta: “¿A quién se puede creer en un mundo donde Norman Rockwell, desechado durante años como un simple ilustrador, llega al panteón de los grandes de Estados Unidos? ¿Cuál es la diferencia entre una pantalla de seda de Warhol y una copia de Landis? No es descabellado suponer que las falsificaciones podrían convertirse algún día en algo importante en el mundo del arte”. 
         A veces, la autenticidad no es garantía de nada. Las obras de Warhol, de Rockwell, de Jeff Koons, son auténticos adefesios.
       Hay un arte genuino y un arte, digamos, de la impostura. Pero, si la patraña es obra de un genio ¿sigue siendo impostura? Si contara con, digamos, diez millones de dólares, y me dieran a elegir entre comprar una obra genuina de Andy Warhol, y una falsificación de Miguel Angel, no dudo que optaría por la segunda.