domingo, 20 de diciembre de 2015

Se puede escribir mejor conociendo la cocina literaria de los maestros


Mario Szichman




    
 Cualquier profesión requiere el aprendizaje de un oficio. Pero, al parecer, los escritores, al menos en algunas culturas, están exentos de esa tarea. Inclusive algunos de ellos se ponen muy molestos cuando uno pregunta donde aprendieron a escribir. (Tal vez se molestan con razón. Quizás nunca aprendieron a escribir).


     Creo que el romanticismo hizo un enorme daño a la profesión de escritor. Es interesante ver cómo Edgar Allan Poe, uno de los ídolos del romanticismo francés del siglo diecinueve –llevado al paroxismo de la gloria por Charles Baudelaire– era, en realidad, un eximio hombre de negocios y escribía con el esencial propósito de ganarse la vida. Basta ver su disección de uno de sus poemas más famosos, The Raven, “El cuervo”, para ver cómo Poe pensaba en esa elegía como una fructífera operación comercial. 
     En la época en que el escritor difundía sus poemas, muchos teatros y salas de concierto estaban habilitados para difundir obras en prosa y en verso. Escuchar cuentos, fragmentos de novela, y poemas, era para el público norteamericano una diversión casi tan popular como ir al teatro. Mark Twain, el autor de Huckleberry Finn, la piedra fundacional de la literatura norteamericana, ganó mucho dinero en el circuito de lectura divulgando sus relatos más famosos. Y también lo hizo Poe, quien no tuvo pudor alguno en revelar los anzuelos que lanzaba a su audiencia para engancharla con sus versos. 
     En su Philosphy of Composition, un texto que casi le causa un ataque de apoplejía al famoso poeta británico T.S. Elliot, por su desparpajo y su develamiento de secretos literarios, Poe reveló la composición de The Raven como si se hubiera tratado apenas de armar un crucigrama. Al mismo tiempo, se burló de los poetas que simulaban caer en trance cuando aseguraban componer sus odas “por una especie de frenesí, de intuición, de éxtasis”. El escritor estaba seguro de que esos autores “temblarían ante la sola idea de permitir al público espiar entre bastidores”. 
     Poe subrayaba la necesidad de concentrarse en un solo efecto en caso de que fuese forzoso leer el texto literario “en una sola función”. En realidad, recomendaba escribir poemas cortos que el autor pudiera leer en una sola sentada, la mejor manera de conseguir ese efecto único. Además, ¿qué espectador estaba dispuesto a pagar dos veces la entrada para enterarse del final de un poema o de un cuento? Por lo tanto, y tomando en cuenta que era muy difícil entretener a la audiencia por más de una hora, calculó que un poema debía oscilar en las cien líneas. (The Raven tiene 108). 
     Otra cosa que Poe recomendaba, y que despertaba la ira de sus colegas, era la necesidad de escribir el poema de atrás para adelante. ¿Qué clase de numen inspirador lidia con una elegía de esa manera? Parecería imposible alcanzar el frenesí, la intuición, el éxtasis con una mente tan fría y calculadora. Pero si Poe, uno de los grandes poetas de la lengua inglesa, logró conmover a generaciones de lectores con sus poemas –y sus relatos– es probable que su técnica, la de un escritor, no la de un iluminado, marchaba por el camino correcto.
     Primero, según Poe, había que determinar el efecto a buscar, y construir la trama recién a partir de ese efecto. Basta leer esos bellísimos cuentos protagonizados por el detective C. Auguste Dupin: Los asesinatos en la Rue Morgue, El misterio de Marie Rogêt, y La carta robada, para verificar que el razonamiento de Dupin se basa en el método de composición usado por Poe en The Raven.  
     “El concepto de toda trama”, decía el escritor, debe ser “elaborado hacia su desenlace antes de apoyar la pluma en el papel”.
     Poe no quería solamente complacer a los críticos, sino conseguir que sus poemas fuesen “apreciados de manera universal”, especialmente por el público que pagaba por sentarse en una butaca. Cuando eligió la belleza como tema de su poema era por una razón práctica: “La belleza es la única comarca legítima del poema”, dijo en su ensayo. Pero ¿qué se hace con la belleza sin un contrapeso? Después de todo, poemas y narraciones avanzan gracias a los contrastes. No hay protagonista sin antagonista, no hay seres buenos sin villanos que intentan entorpecer su felicidad. Y existe una amplia gama de sentimientos para arrostrar la vida, de lo contrario, nuestro paso por la tierra sería terriblemente aburrido. Casi como la sección de “El Paraíso” en La Divina Comedia, una parte del poema apenas visitada por los lectores.
     ¿Qué podía hacer el poeta para enaltecer la belleza, y hacerla atractiva a sus oyentes y lectores? Cotejarla con la tristeza. “La belleza, en todas sus formas”, decía Poe, “azuza de manera invariable el alma sensitiva, la lleva a las lágrimas. La melancolía es, de esa manera, la tonalidad poética más legítima”. Imaginamos que a esas alturas, tras profundizar en los consejos de Philosphy of Composition, los grandes creadores que admiraban a Poe debían estar muy disgustados con un profesional que revelaba de manera tan desvergonzada los secretos de la creación poética. 
       Poe tenía reservados otros consejos en su arsenal. Junto con belleza por un lado y la tristeza por el otro, se requería algo más, estremecer  el corazón del oyente o del lector con un elemento que todo ser humano entiende, excepto los psicópatas: el miedo a la muerte. Por lo tanto, el tópico central de The Raven debía ser la muerte, y la fresa de la torta, la muerte de una bella mujer. Nada más poético –en ocasiones nada más cursi– que usar ese tema tan trillado. 
Y luego, el célebre estribillo: Nevermore, nunca más, que usó de una sabia manera, en distintos contextos, para fortalecer el pathos. 


LOS MODOS DEL EXCESO


     En The Melodramatic Imagination,  un espléndido trabajo de Peter Brooks, uno de mis favoritos en el terreno de la crítica literaria porque es además un creador, se indica el gran aporte del melodrama a la narrativa moderna. Brooks alude a “los modos del exceso”, y señala que inclusive Henry James, el epítome de la racionalidad narrativa, a veces se aventuraba por las avenidas de la transgresión. Prueba de ello está en sus relatos Una vuelta de tuerca, o The Beast on the Jungle. Es curioso que en sus ensayos literarios –eximios por su comprensión de escritores alejados de su credo– James nunca expresó éxtasis por Flaubert, quien parecería uno de sus antecesores, y en cambio derramó su admiración por Balzac, un monstruo del exceso.
     En una crítica a Flaubert, el narrador estadounidense señalaba que inclusive los autores más inclinados a lo puramente literario, en algún momento desearían escribir de manera tal que una persona anhele comprar su libro para devorarlo. Sin mencionarlo, James aludía a la literatura sensacionalista.
Charles Nodier decía que el melodrama era, en realidad, “la moralidad de la Revolución”. 
     Ignoro cuáles eran las imágenes observadas en diarios y revistas por las generaciones siguientes a la Gran Revolución y al Reino del Terror. Pero, ¿cuántos pueblos han crecido teniendo como ícono máximo a La Doncella, mejor conocida como la guillotina? ¿Acaso algún francés de la época del Directorio, de la Restauración Monárquica, de la Revolución de Julio de 1830,  logró transitar por la vida sin haber observado aunque fuese una sola vez esas efigies de cabezas chorreantes de sangre o de tinta negra agarradas de los cabellos por la mano de un verdugo y exhibidas a un público vociferante? El melodrama, durante buena parte de la historia francesa del siglo diecinueve pasó a ser la realidad concreta, tangible. Ningún autor inventa nada, solo se limita a cargar las tintas en algunos episodios. Cuando se habla del realismo mágico de Gabriel García Márquez vale la pena preguntarse cuál es el porcentaje de realismo, cual es la cuota de magia en los relatos de un autor que ya desde pequeño oyó de las matanzas de obreros en las bananeras, simplemente porque exigían salarios justos, y menos horas de trabajo. 

     Brooks dice al analizar  La piel de zapa, una de las mejores, más perdurables y formidables novelas de Balzac, que si bien existe magia en la narración, la magia está dada exclusivamente por el exceso.  En definitiva, La piel de zapa es claramente una fábula, enunciada por el novelista ya en las primeras páginas del relato, cuando el dueño de una tienda de antigüedades explica a Valentin, su protagonista, que “el gran secreto de la vida humana consta de tres palabras: Querer, Poder y Saber”. El querer “nos consume”, dice el dueño de la tienda de antigüedad, “el poder nos destruye, y el saber nos consuela”. Y Valentin agota su vida en los placeres carnales y en la búsqueda de poder, y en ese tránsito, la mágica piel de onagro se va achicando, anticipando así su temprana muerte. Pero el melodrama permitió a Balzac, como permitió a Poe, una manera de ignorar la realidad, y las superficies, para ir directo a las profundidades. Sus labores siempre tienden a desenmascarar aquello que se oculta tras afeites, fachadas, frases virtuosas. Siempre detrás aparece el monstruo que nos acecha desde el abismo. 
     Balzac hacía emanar la pensión Vauquer de las ropas de su dueña. Nos dice en Papá Goriot: “Toda su persona implica la pensión, así como la pensión implica toda su persona. El presidio no se imagina sin el capataz, no puede concebirse el uno sin el otro. La fofa gordura de esta mujer es el producto de esta vida, como el tifus es la consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su vestido, hecho con ropa vieja, resume el salón, el comedor, el jardincillo, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes”. Y en El lirio en el valle, el narrador “lee” en la “sonrisa forzada” de una moribunda, “la ironía de la venganza, la anticipación del placer, la intoxicación del alma, la furia de la decepción”. 
      En el relato de Poe, “La casa de Roderick” Usher es la emanación, en piedra, de la decadencia que sufre su propietario. Todos los artefactos del relato gótico, entre ellos el entierro en vida, el doble, el incesto, van marcando la narración. El retorno del más allá de Madeline, la hermana de Roderick Usher, causa la muerte del protagonista, y el derrumbe de la mansión. 

    Balzac, al igual que Poe, trabajaban en el territorio de la exaltación. Y es posible aprender mucho de sus estados mentales –rigurosamente administrados, es cierto– para trascender el campo de lo habitual. Quizás no había nada singular en Roderick Usher, excepto la mirada del narrador. Tampoco debía existir nada extraordinario en la señora Vauquer, excepto la contemplación de Balzac.  Pero, en la exaltación, ambos encontraron verdades ocultas. Es bueno seguirles la pista a los maestros. Nos permiten hacer atajos. Ellos estuvieron antes. Es preferible sugestionarse con la inspiración que nos legaron. Y cuando el abismo que contemplamos es la página en blanco, copiar algunas de sus frases es un buen incentivo para comenzar a llenar cuartillas.

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