domingo, 29 de marzo de 2015

La Sonata a Kreutzer: El deseo y la perversión

Mario Szichman

“– ¿Cree que la relación sexual es algo sucio?”
“–Solo si se consuma de manera apropiada”.
Woody Allen



Hace algunas décadas, Hollywood produjo la mejor película de propaganda sobre los daños causados por las bebidas fuertes: Días de vino y rosas. Era la historia de una pareja de clase media que se iba alcoholizando a medida que aumentaban las presiones familiares y las obligaciones laborales. La película, dirigida por Billy Wilder, tuvo mucho impacto, y recuerdo que al salir del cine, decidí dejar de fumar. No era un bebedor, pero necesitaba poner punto final a un hábito pernicioso.  
Creo que de haber descubierto por esos mismos años la novela de León Tolstoi La sonata a Kreutzer, hubiera hecho votos de abstinencia y castidad.  

Anna Karenina y La guerra y la paz, son las obras maestras de Tolstoi, y en ambas, destacan dos personajes femeninos: la adúltera, Anna Karenina, y la mujer apasionada, Natasha, que se fuga con un galán. El costado digamos femenino de Tolstoi le permitió crear dos de las damas más inolvidables que habitan las páginas de la literatura universal.
Pero detrás del frontispicio del conde León Tolstoi acechaba una aberración. Su Míster Hyde tenía la ideología de un mujik, un campesino ruso.  Tal como dice A.N. Wilson en The Times Literary Suplement, es probable que les resulte plausible a los partidarios del Talibán, sin embargo es difícil que sea recomendada en las universidades de ambos lados del Atlántico.   
La trama de la novela es el monólogo de un asesino, interrumpido en escasas ocasiones por un alarmado interlocutor. En el curso de un viaje en tren, un noble ruso, Pozdnyshev, narra cómo asesinó a su esposa en un ataque de celos, tras sospechar que la mujer lo engañaba con un músico. La escena en que Pozdnyshev ataca a su esposa con un puñal en presencia de su hipotético amante es descripta de esta manera: “Sabía que estaba acuchillándola debajo de las costillas, y que el puñal la penetraría. Mientras estaba haciendo eso, sabía también que estaba haciendo algo horrible”.
Anton Chejov expresó dos opiniones sobre el texto. En la primera ocasión dijo que “en relación con la mayoría de lo que se escribe en la actualidad tanto aquí como en el extranjero, es difícil encontrar algo que pueda compararse, tanto en la importancia del tema o como en la belleza de su ejecución”. Tras una segunda lectura, Chejov tuvo una opinión muy diferente. Dijo que era difícil perdonar “la arrogancia” de Tolstoi al “discutir asuntos de los cuales no entiende absolutamente nada”. Eso incluía las opiniones del escritor “sobre sífilis,  hospitales para niños expósitos, el disgusto de las mujeres por las relaciones sexuales, etcétera”.  Chejov agregaba que no solo las tesis discutidas eran muy conflictivas,  “sino que demuestran lo ignorante que es (Tolstoi) con respecto a ciertas cuestiones”.  Chejov era médico, y es posible que algunas de las acusaciones del protagonista de la novela hayan atentado no solo contra su sentido común, sino contra su orgullo profesional. Porque Pozdnyshev, en el curso de su desvarío, también arremete contra los ginecólogos, a quienes trata apenas mejor que a violadores. Pozdnyshev habla con desprecio de “esos doctores que desnudaban a mi esposa de una manera cínica, y la tocaban por todas partes”.  
Como Dostoievski, como William Blake, como Balzac, Tolstoi era realmente un monstruo de la naturaleza. Es difícil encontrar durante el siglo veinte seres de esa sobrenatural capacidad para evaluar al ser humano, y al mismo tiempo, nutridos de tanta audacia para ignorar las convenciones sociales. Si hay algo que puede compararse a ese fenomenal exabrupto que es La sonata a Kreutzer, es, tal vez, el capítulo de El gran inquisidor que aparece en Los hermanos Karamazov. En realidad, podrían colocarse ambos textos, uno seguido del otro, para demostrar que es necesario abolir la religión y la sexualidad de un solo plumazo. Por cierto, cuando el interlocutor de Pozdnyshev le formula esta pregunta para impugnar su teoría: ¿Acaso la eliminación de la pasión amorosa no significa la destrucción de la especie humana? Pozdnyshev responde con otra pregunta: “¿Y por qué debe continuar esa raza humana a la cual usted pertenece?”
Una sociedad tan sofocada, tan reprimida, tan censurada como la rusa, tanto en la época de los zares como luego durante el estalinismo, tiene que haber engendrado muchos locos razonantes, con una lógica perfecta –al menos mientras transitan siempre por el mismo carril— La ventaja de los dementes sobre los seres aparentemente normales es que no tienen dudas ni objeciones, pues poseen la verdad absoluta. Pozdnyshev parte de esta premisa: la pasión sexual es un pecado, y quienes la aceptan son depravados y libertinos.  Las mujeres, no importa si son damas honorables o prostitutas, tienen un solo objetivo en la vida: seducir y corromper al hombre. La hipótesis, por cierto, no es novedosa. Ya Boecio, considerado uno de los padres fundadores de la filosofía cristiana, dijo en el siglo sexto que “La mujer es un templo levantado sobre una cloaca”.  
La sonata a Kreutzer es de una ferocidad y de una vulgaridad que todavía causa asombro. Ya en su época despertó la pasión del censor.   
Cuando fue publicada en 1890 en los Estados Unidos, un fiscal en la oficina postal de Nueva York declaró que era “indecente”, y prohibió que fuera distribuida por correo. Como resultado, varios libreros llenaron carretillas con La sonata a Kreutzer, colocaron grandes carteles en su interior con la frase “Prohibido”, y ofrecieron la mercancía en las calles de Nueva York. Algunos de los buhoneros fueron arrestados y llevados ante un juez, quien leyó los capítulos más controversiales, y decidió que “no hay nada en la trama que afecte la moral pública”. Posteriormente, un librero de Filadelfia fue acusado de obscenidad, por ofrecer la novela. Pero el juez que intervino en el caso emitió este fallo: “Quizás La sonata a Kreutzer del conde Tolstoi contenga muchos puntos de vista absurdos y desatinados sobre el matrimonio. Algunos lectores podrían sentirse afectados pues perturba nuestras ideas sobre la santidad  y la nobleza de esa relación, pero no por eso se puede considerar un texto obsceno”.
También en Rusia La sonata a Kreutzer tuvo problemas con la censura. Su primera edición fue prohibida, y Sophia, la esposa de Tolstoi, tuvo que hacer de tripas corazón, y luchar, como su agente literario, para lograr su circulación.   
Tal vez la secuela más interesante es que Sophia, además de ser la agente de su esposo, era su amanuense. Tolstoi pasó el año 1887 escribiendo la novela, cuando la pareja cumplía sus bodas de plata y Sophia estaba embarazada de su décimo hijo. Era evidente que la novela había sido concebida también como un acto de venganza contra Sophia, pues el escritor era muy celoso, y creía que su mujer lo engañaba. Pero ésta, lejos de sentirse ofendida por los velados ataques de su marido, solo se preocupó de que en cada nueva revisión Tolstoi apaciguara las violentas ideas del protagonista contra la mujer. Tolstoi quería demostrar de manera fehaciente la infidelidad de la esposa de Pozdnyshev. Sophia, en cambio, creía que La sonata a Kreutzer  mejoraría si la relación entre la mujer y el músico era al menos ambigua. Finalmente Tolstoi accedió a la sugerencia de Sophia, y como señaló el crítico A.N. Wilson, “eso mejoró la historia de manera notable”.    
En su lucha por conseguir que se permitiera la publicación de La sonata a Kreutzer, Sophia pidió una audiencia al zar de Rusia, Alejandro Tercero. El zar leyó el texto y luego dijo a la mujer: “No creo que sea una historia para ser leída por sus hijos. Aquí el conde muestra claramente que es enemigo del matrimonio”. Y Sophia le respondió: “¿Cómo puede mi esposo estar en contra del matrimonio, cuando ha demostrado durante toda su vida que está a favor? Tenemos nueve hijos. Es desafortunado que la novela haya sido escrita de una forma tan tajante, pero creo que la idea subyacente es que todo ideal resulta imposible de conseguir”.
El zar aceptó que la novela fuera publicada, y de paso le hizo un favor inmenso a Tolstoi, pues ordenó que figurase disimulada, como el decimotercer volumen de sus obras escogidas. Por lo tanto, para poder regodearse con La sonata a Kreutzer, los lectores tenían que comprar la colección completa.  
Un comentario al margen: el zar de todas las Rusias tenía una sensibilidad realmente asombrosa para la literatura. Como también la tenía el feroz José Stalin, quien censuraba personalmente a los escritores que admiraba, y en ocasiones, hasta les permitía publicar sus obras, generalmente, antes de ordenar su fusilamiento. A su vez, los veredictos de magistrados en Pensilvania y en Nueva York sobre La sonata a Kreutzer, muestran a seres cultivados, no a obstinados burócratas que se dejan guiar por la letra de la ley, en lugar de acatar su espíritu.  
Por último Sophia, la esposa de Tolstoi, es un carácter tan multifacético como los mejores personajes creados por su marido. Sabía deslindar muy bien entre sus odios personales –sus diarios están cargados de invectivas contra el tirano que tenía como cónyuge– y la admiración que sentía por su narrativa. Sophia nunca permitió que sus conflictos maritales afectaran la narrativa de su esposo. En realidad, ella es la mejor desmentida a las filípicas lanzadas por Tolstoi contra la mujer en general. En su rol de amanuense, correctora y agente literaria, podría haber destruido tranquilamente la carrera de Tolstoi. Pero algo se lo impidió, siempre ligado al amor. En primer lugar, su amor propio, en segundo lugar, el afecto subyacente por su esposo, la enorme admiración que sentía por su obra. Y en tercer lugar, su amor por la literatura. Todos los pecados que convertían a la mujer, según Tolstoi, en el epítome de la ramera de Babilonia, están ausentes de su esposa. Tal vez el juez de Filadelfia acertó cuando dijo que la novela contenía muchos puntos de vista absurdos y desatinados sobre el matrimonio. Sophia es la mejor muestra de que Tolstoi se hallaba equivocado. Pero fue la misma Sophia quien cuestionó ese punto de vista, al señalar la moraleja final de La sonata a Kreutzer: todo ideal resulta imposible de alcanzar.




miércoles, 25 de marzo de 2015

La obligación de leer incluye también el derecho a no leer

Mario Szichman


Siempre necesitamos que una autoridad nos autorice, y eso incluye también el territorio de la lectura.
Es suficiente que alguien se desviva en elogios por un texto y me sugiera (o me ordene) que es imprescindible leerlo para que me niegue a leerlo. No solo me ha ocurrido con novelas contemporáneas, que en un 90 por ciento son deleznables, sino con grandes clásicos como Los Miserables, cuya lectura sigue siendo para mí una tortura. En fecha reciente compré una nueva edición de Los Miserables en libro electrónico. Es una edición abridged, resumida. Y el benévolo editor explica por qué han sido extirpados capítulos y partes enteras. Tal vez en esta ocasión tenga suerte, y pueda finalmente leer la obra maestra.  
No me atemorizan los textos que superan las mil páginas. Leí La guerra y la paz, en más de una ocasión, y me devoré A la búsqueda del tiempo perdido. Demoré exactamente un año en leer esa novela, entre 1979 y 1980. Y vuelvo asiduamente a ella. No sé si Bertolt Brecht o Walter Benjamin señalaban que la novela de Proust era una especie de umbral para el narrador. No se podía seguir escribiendo de la misma manera tras leerla. Vladimir Nabokov decía que era como un prolongado cuento de hadas. Una actriz de Hollywood, muy bella, muy inteligente, asegura que necesita releerla al menos una vez cada dos años, y sospecho que ella no requiere otra lectura en su vida. (Creo que el otro umbral fue diseñado por William Faulkner. Como en el caso de Proust, hay un antes y un después para los narradores. Nadie que haya leído a Faulkner puede escribir ignorando su prosa y sus personajes).

Recién pude leer Don Quijote cuando descubrí una edición de bolsillo de Aguilar, una joya de encuadernación, con páginas de papel cebolla y un aparato crítico ameno y enormemente instructivo. El problema con el Quijote es que han pasado 400 años desde su publicación, y en ese período, el castellano ha evolucionado no solo en España sino en el mundo hispanohablante. Cervantes habla de fermosura, y nosotros de hermosura. ¿Quién sabe en la actualidad en qué consiste una comida llamada “duelos y quebrantos”? (Es un revuelto de huevos con torreznos o tocino frito). ¿Cuántos lectores están enterados de la rivalidad entre Cervantes y Lope de Vega  que anima muchas páginas de Don Quijote? El incidente en que Rocinante trata de enamorar a una yegua y unos labriegos lo muelen a palos le ocurrió en realidad a Lope de Vega, cuando intentó seducir a una dama y fue agredido, al parecer, por el marido y algunos amigos del marido.  
Faltando el contexto, y abundando el idioma cervantino en refranes que también han caído en desuso, un lector desprevenido muy difícilmente avance más allá de la segunda página. Pero si cuenta con un buen aparato crítico, como la edición de Aguilar antes mencionada, logrará disfrutar enormemente de la mejor novela cómica de todos los tiempos. Y si menciono el caso de Don Quijote es porque hace una década, en el 2005, al celebrarse el cuatricentenario de la publicación de la primera parte de la novela, varios gobiernos de América Latina, entre ellos el de Venezuela, publicaron la novela en ediciones baratas, o simplemente la regalaron. No sé a dónde fueron a parar esos centenares de miles de ejemplares impresos en letra diminuta, pero dudo que hayan conseguido muchos lectores. Sospecho que la intención de esos gobiernos no era difundir a Cervantes sino exaltar su propia munificencia. Despilfarraron un montón de dinero y nada consiguieron.
No es así como se promueve la lectura. En realidad, hubiera sido más provechoso que cada uno de esos gobiernos hubiera lanzado un ukase prohibiendo la lectura de Don Quijote. En esa cuasi secuela de la novela de Cervantes titulada El buen soldado Schweik, su autor, el checo Jaroslav Hasek, narra cómo soldados analfabetos deciden aprender a leer apenas sus jefes prohíben la circulación de periódicos porque en ellos se denuncia los maltratos que la oficialidad comete contra sus subalternos.  
Aprender a leer es toda una técnica, y sin su aprendizaje, la lectura es una continua frustración. No existe un lector más exigente que un niño. Si un niño no encuentra placer en la lectura, abandona el libro. Los libros infantiles perduran mucho más que los libros para adultos, aunque sea en versiones abreviadas. Excepto por La isla del tesoro, o por las novelas de Emilio Salgari, los libros infantiles necesitan de atajos. No todo es interesante en Robinson Crusoe o en Los viajes de Gulliver, y en el segundo caso, hay tanta escatología y una visión tan pesimista del mundo, que los mayores suelen eliminar muchas páginas cuando se trata de recontar las aventuras de Lemuel Gulliver a los menores de edad.  
El niño es mucho más cruel que un adulto a la hora de juzgar una historia. Prefiere la verdad a los buenos modales, y suele amar personajes que pueden ser sanguinarios con sus enemigos y gentiles con las damas, como es el caso del pirata Sandokan.
Pero ante todo, el niño necesita ser absorbido por la historia, vivir, durante algunas horas o días, en otro mundo paralelo, más temible, y más encantado, repleto de peligros y de seres interesantes donde siempre, al final, triunfa la justicia.
Cuando nos volvemos adultos autorizamos a algunos escritores a narrar finales desdichados. Al parecer, algunos creen que ese tipo de final es superior al feliz. Como señala Ansel Dibell en su extraordinario libro Plot, un "final feliz" consiste en aquel que "satisface", inclusive si "termina con virtualmente todos los personajes muertos en el suelo, como en Hamlet".   
Los atributos de un final feliz "consisten en algo adecuado (los personajes parecen haber conseguido el final que se proponían a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso de la novela, para bien o para mal) y definitorio (la resolución de la historia es clara, apropiada y decisiva. Se ha llegado a una conclusión)". En general, la mayoría de los finales terminan con una nota optimista. Nadie tiene ganas de leer una novela policial donde el asesino no termina siendo identificado y capturado, los amantes nunca vuelven a reunirse, o el niño secuestrado jamás retorna al hogar.  
Algunos escritores suponen que un final desdichado es superior al final feliz, pues toda vida concluye en la muerte,  todo joven, con suerte, se convierte en un viejo no muy seductor, y nuestra residencia temporal es un valle de lágrimas. Pero la literatura no ha sido inventada para multiplicar nuestras tribulaciones sino para escapar de ellas. Y si bien eso suena a escapismo ¿qué tiene de malo el escapismo? Recuerdo una aterradora película polaca, Kanal. Era la historia de un grupo de combatientes de la resistencia antinazi que intentaban huir por las cloacas de Varsovia. Todos iban muriendo por el camino. Finalmente, el protagonista encontraba una vía de escape. El espectador empezaba a respirar más confiado. Y cuando creía que el personaje podría emerger del túnel hacia la libertad, descubría que la única salida estaba sellada con barrotes.  
El cineasta francés Jean Pierre Melville hizo también un filme sobre la resistencia antinazi, protagonizada por Lino Ventura y Simone Signoret. Las peripecias también eran horribles. El personaje que interpretaba a Simone Signoret terminaba delatando a sus compañeros, y era ajusticiada. Lino Ventura, junto con otros compañeros, era encerrado en una prisión, y a todos ellos les daban la oportunidad de salir corriendo del lugar. Sus captores, armados con ametralladoras, prometían empezar a disparar luego de que los prisioneros lograran algunos metros de ventaja. Nadie se salvaba. Y sin embargo, era una película optimista, porque se adecuaba, como señala Dibell, al resto de la trama. Los personajes alcanzaban un final heroico que habían buscado a raíz de las acciones adoptadas en el transcurso del film, y la resolución de la historia era clara, apropiada y decisiva. Eso no ocurría en Kanal. Se le hacía una trampa al espectador ofreciéndole la ilusión de que el protagonista lograría huir, aunque finalmente concluía entre barrotes a escasos metros de la libertad.
Como dice Dibell, "la melancolía no es intrínsecamente más honesta, valiente, o de mayor respetabilidad intelectual que la alegría. Solo se hace creíble en el contexto de una historia en particular. La desesperación puede ser tan trillada y banal como la felicidad".
Decía al principio que siempre necesitamos una autoridad nos autorice. Montaigne, no precisamente el más inculto de los autores, decía en uno de sus ensayos que nunca leía por obligación, sino por puro placer. “Si estoy leyendo y tropiezo con puntos difíciles, no me molesto en continuar la lectura. Si persisto, lo único que gano es perder el tiempo y mi propio yo. Si no lo veo en la primera lectura, menos lo podré observar más adelante. Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo otro”.  
Montaigne me autoriza a abandonar libros tediosos. Inclusive algunos extraordinarios libros se convierten en tediosos a poco o mucho de andar. Ferdydurke, la novela de Witold Gombrowicz, tiene una primera parte extraordinaria. El resto es aburrido, un añadido que poco agrega a ese deslumbrante comienzo. Por lo tanto, se puede leer la primera parte, y dejar el resto a los críticos. El tambor de hojalata es otra portentosa novela, pero hacia la mitad, muere la madre de Oskar, el diminuto protagonista, y ahí se derrumba toda la estantería. Tal vez no para otros, pero sí para mí.
Existe en sectores de la cultura moderna una necesidad de sufrir, pero la vida es demasiado corta para sufrirla leyendo libros insufribles. Hay que tener el coraje, y la autoridad moral de Montaigne para decir “Cuando un libro me parece tedioso, lo abandono y tomo otro”, sin dejarse avasallar por aquellos que persisten en convertir nuestra vida en un calvario.





domingo, 22 de marzo de 2015

Solo leyendo a Lewis Carroll se puede entender la Venezuela actual

 Mario Szichman
"Debemos permitir al jurado
analizar el veredicto”,  dijo el Rey.
… “¡No, no! Dijo la Reina,
primero viene la sentencia, solo después
viene el veredicto”.

Lewis Carroll
Alicia a través del espejo



Hace catorce años que escribo para el periódico Tal Cual de Caracas, Venezuela. El país se halla muy presente en mi vida,  y también en mis pesadillas. Estoy en contacto diario con periodistas, y con muchos amigos, tratando de entender su devenir. Cuando empecé a colaborar con el periódico, a comienzos del 2001, –una de las primeras notas fue un reportaje sobre el ataque a las torres gemelas del World Trade Center– el presidente Hugo Chávez Frías acababa de iniciar su mandato, se vivía en una Venezuela en transición, entre la Cuarta y la Quinta República. Era un país conflictivo, es cierto, pero, al mismo tiempo, una de las democracias más sólidas de América Latina, con una clara división de poderes. Exiliados de todas las dictaduras militares del subcontinente encontraron refugio en Venezuela.
Adecos (socialdemócratas) y copeyanos (socialcristianos) se turnaban en el poder, es cierto, pero había amplio espacio para la disidencia. La corrupción era grande en la Venezuela Saudita que forjaron Carlos Andrés Pérez, en menor medida Rafael Caldera, y también el copeyano Luis Herrera Campins, y el adeco Jaime Lusinchi. Pero funcionarios corruptos eran destituidos e iban a parar a la cárcel. Un jefe de policía ordenó asesinar a un abogado que ponía en peligro su carrera, y tanto el poderoso funcionario, como varios de sus subordinados terminaron presos.
Recuerdo un chiste que me contaba mi padre, y que circulaba en la Unión Soviética de José Stalin. Cuando le preguntaban a un muyik, un campesino ruso, qué régimen prefería, el hombre expresaba sus simpatías por el derrocado zar pues, según explicaba: “Aunque el zar también nos caía a palos, al menos nos dejaba llorar”.  
En la Venezuela Saudita o de la Cuarta República, permitían a la gente llorar, y también patalear. Siempre pensé que el momento más glorioso de Estados Unidos fue cuando obligaron a Richard Nixon a renunciar, tras el escándalo de Watergate. Una democracia sólida es capaz de resistir cualquier temporal, inclusive la destitución de su magistrado supremo por mala conducta en el ejercicio de sus funciones. Y los venezolanos se dieron el lujo de hacer lo mismo con Carlos Andrés Pérez. En mayo de 1993 Pérez se convirtió en el primer presidente de Venezuela en ser destituido del cargo por la Corte Suprema, tras ser acusado de haber cometido malversación de fondos por unos 250 millones de bolívares. Por cierto, en esa época, 250 millones de bolívares eran una gran cantidad de dinero. En la actualidad, serían unos 3.900 dólares, o quizás menos, pues durante el chavismo el Bolívar fuerte ha perdido gran parte de su valor. Un amigo me decía que si una persona era detenida en Venezuela por enriquecimiento ilícito, al cabo de uno o dos años de cárcel los magistrados se verían obligados a cambiarle la figura jurídica por la de empobrecimiento ilícito.
Y ahora, en un rápido zoom, marchemos al presente.  
En la tarde del 19 de febrero de 2015 un grupo numeroso de hombres armados, algunos con sus rostros cubiertos, ingresaron en las oficinas de Antonio Ledezma, el alcalde metropolitano de Caracas. Algunos portaban rifles de asalto; otros, pistolas, y al menos uno cargaba con un escudo protector, de esos empleados por la policía para enfrentar disturbios.
Los hombres armados, que no se identificaron, rompieron con una mandarria la puerta de vidrio de la oficina de Ledezma. Cuando el alcalde exigió que le mostraran la orden, sus atacantes respondieron con insultos.  
Según el diario TalCual, Ledezma exigió a sus captores mostrar la orden de arresto. Y la respuesta “de un supuesto comisario del Sebin, que dirigió el ataque”, fue “¡Qué bolas tienes tú!”, para luego “entre empujones y golpes, llevarse al alcalde detenido”.
De acuerdo a la revista británica The Economist, “El abogado del alcalde dijo que alrededor de 80 hombres participaron en el operativo”. El semanario añadió: “Barack Obama envió menos soldados para matar a Osama bin Laden”.

CRUZANDO EL RUBICÓN

No voy a dar muchos detalles sobre la situación actual en Venezuela. Creo que al menos de soslayo, muchos lectores están al tanto de lo que ocurre. El país, una de las economías más prósperas de América Latina, está en la lona. A comienzos de este siglo, el presidente Hugo Chávez Frías podía disponer de arcas repletas de dólares, y trató de ayudar a todo el mundo. Así surgió PetroCaribe, que abastece con crudo barato a varias naciones del Mar de la Felicidad. También se diseñaron otros programas que subsidiaron combustible para calefacción en comunidades pobres de Estados Unidos, y mantuvieron bajo el precio de la gasolina en los autobuses londinenses. Venezuela ayudó con préstamos a países como Nicaragua y Bolivia, y auxilió en parte la campaña electoral de Cristina Kirchner en la Argentina.  
El “escándalo de la valija”, “escándalo del maletín”, “maletinazo”, “maletagate” o “valijagate”, comenzó cuando Guido Antonini Wilson, un empresario venezolano-estadounidense, llegó a la Argentina el 4 de agosto de 2007, con una maleta donde había 790.550 dólares que no había declarado a su llegada y que fueron decomisados. El caso tuvo una amplia repercusión porque se registró durante la campaña presidencial de Cristina Kirchner. Una de las hipótesis era que el dinero estaba destinado a las arcas kirchneristas. Los implicados declararon su total inocencia.

EL DERRUMBE

Como dicen en España, “Quita y no pon, se acaba el montón”. En un momento determinado, posiblemente en las postrimerías del gobierno de Chávez, el despilfarro, y la corrupción, pusieron fin a la prosperidad. Y cuando hablo de corrupción no uso fuentes opositoras al gobierno sino al ex ministro de Finanzas y Planificación Jorge Giordani, a quien Maduro envió a otras trincheras de lucha luego  de que éste denunció el robo de más de 20.000 millones de dólares por los llamados “empresarios de maletín”, que obtenían dólares a precios preferenciales, y luego conseguían pantagruélicas ganancias en el mercado negro.
Giordani es ahora considerado un traidor por algunos sectores del oficialismo por decir que el fracaso económico del chavismo había convertido a Venezuela en “casi el hazmerreír de América Latina” y que el gobierno caraqueño tenía “El toque de Midas, pero al revés”.  
Pero la realidad de Venezuela se asemeja más a la explicada por Giordani que a la urdida por el gobierno. Largas colas a la puerta de los supermercados son la señal más visible de la escasez de productos esenciales. La inflación, de más del 60 por ciento anual, podría llegar a la hiperinflación (tres dígitos o más) en los próximos meses. El sistema de salud pública ha colapsado. The Wall Street Journal indicó en un reportaje reciente que enfermos terminales son devueltos a sus hogares porque en los hospitales faltan insumos esenciales. En un hospital infantil fueron ubicados bebés en escritorios de oficina, porque no había suficientes cunas. El jefe de unidad de cirugía cardiovascular en un importante centro de salud dijo: “Pacientes que van al hospital para encontrar la vida encuentran en cambio la muerte”. (Comenté el reportaje en un artículo de Tal Cual  http://www.talcualdigital.com/Nota/visor.aspx?id=114206).
Dos o tres días después de la divulgación del artículo de The Wall Street Journal, el presidente Nicolás Maduro destituyó a la ministra del Poder Popular para la Salud, Nancy Pérez Sierra, sin dar explicación alguna. Se limitó a decir que la ex funcionaria “Va a nuevas trincheras de lucha, con toda su fuerza de chavista íntegra y auténtica”. Es curioso que Maduro haya comparado el sistema de salud pública con una trinchera de lucha, un sitio donde generalmente las alternativas son matar o morir, no curar a un enfermo.  
Aunque el panorama que reseñamos muestra los resultados de una forma de poder político, no exhibe su mecanismo. Y en ese sentido la literatura ofrece datos que el periodismo muy difícilmente pueda brindar.
Ya el escritor Augusto Roa Bastos había aludido al extraño mundo en que navegan los gobiernos latinoamericanos cuando dijo que de haber nacido Kafka en el Paraguay, hubiera sido un costumbrista. Creo, sin embargo, que para examinar la Venezuela actual hay otro escritor que puede explicar mejor el modus operandi del sistema político: Lewis Carroll, y sus novelas Alicia en el país de las maravillas, y Alicia en el país del espejo.  
En ambos libros Lewis Carroll mostró que en regímenes autoritarios todo lo que necesita ser rígido, de repente se transforma en maleable. En un sistema tradicional, la ley debe ser imparcial, y aplicarse a todos por igual, en lugar de convertirse en un objeto elástico que autoriza la arbitrariedad. Por ejemplo, otorgando impunidad a los partidarios del gobierno, y castigando de manera exclusiva a sus enemigos.
El escritor usa a las figuras del Rey y la Reina –no olvidemos que Gran Bretaña es una monarquía– para mostrar cómo un poder omnímodo puede trastornar la vida de los ciudadanos. El primer ejemplo es el juego. El segundo es la justicia.
En Alicia en el país de las maravillas se disputa un juego de croquet acatando unas reglas muy extrañas. “Alicia nunca había visto en su vida semejante terreno para jugar al croquet”, dice el autor. En vez de ser un terreno liso, estaba repleto de crestas y surcos. Pero además, las pelotas eran erizos, los flamencos solían ser utilizados como baquetas y un grupo de soldados debía contorsionarse para formar los arcos. Los participantes jugaban todos al mismo tiempo, en vez de aguardar sus respectivos turnos, y cuando a la Reina le disgustaba algún jugador, ordenaba que le cortaran la cabeza.



“No creo que sea un juego limpio”, dijo Alicia al gato de Cheshire. “Todos se pelean de manera desagradable” y “no existe regla alguna. Además, todo resulta muy confuso” pues los implementos del juego “están vivos”. 



Nadie supone que la Venezuela que anocheció con el arresto de Ledezma es la misma del día anterior. En un artículo en The New York Times con el título “Arresto de alcalde acusado de sedición profundiza la sensación de crisis en Venezuela”, el corresponsal Girish Gupta dijo que según “sugieren muchos críticos del gobierno”, la detención de Ledezma “es una manera de silenciar a la oposición, antes de las elecciones legislativas” de diciembre.
¿Cuáles son las pruebas contra Ledezma? Nadie lo sabe. De nuevo Lewis Carroll nos brinda una clave para entender lo que está acaeciendo en Venezuela. A la flexibilidad de un juego de croquet en el que nadie gana, se suma en Alicia a través del espejo una singular noción de la justicia. La Reina narra el drama del mensajero del Rey. “Él se halla ahora en prisión, y lo están castigando. El proceso no comenzará hasta el próximo miércoles, y por supuesto, la perpetración del crimen vendrá recién al final”.


miércoles, 18 de marzo de 2015

El obsesivo y su rutina: La libertad creadora consiste en la absoluta falta de libertad


Mario Szichman



En fecha reciente leí una novela bastante interesante. Es la historia de un pintor cubano que vive en Estocolmo, empieza a ser conocido, se enamora de una muchacha sueca, y decide pintarla. Hay también una intriga semipolicial. El pintor tiene un colega, un peruano, que se muestra muy interesado en un collar que posee la madre de su amiga. El collar parece ser una copia de un famoso artefacto arqueológico que un día desapareció de un museo. En esa instancia, la novela recuerda un poco la trama de El halcón maltés,  de Dashiell Hammett sobre un grupo de personas ansiosas por arrebatarse mutuamente una estatuilla que vale su peso en oro. Luego viene la ruptura entre el pintor y su amante, y una tentativa relación amorosa con dos amigas. El final anticipa un ménage à trois.
El autor tiene mucho talento. Sabe describir situaciones, crear suspenso, y refleja bastante bien el ambiente artístico de Estocolmo, así como sus relaciones familiares y amorosas. Los diálogos son creíbles, y las motivaciones de sus personajes plausibles. Pero hay algo que falta: obsesión.

Creo que si el protagonista de una novela es un pintor, necesita vivir obsesionado con la pintura, su cuerpo debe tener como único propósito pintar.  William Sloane,  autor de The Craft of Writing fue uno de los grandes editores neoyorquinos de mediados de la década pasada. Gran parte de sus conocimientos los volcó en la enseñanza a escritores en ciernes, oficio que practicó durante cuatro décadas. Además, escribió dos excelentes novelas de suspenso, To Walk the Night (1937) y Edge of Running Water (1939). Los consejos que prodigaba Sloane también los usaba de manera provechosa en su ficción.  

Sloane decía que cuando un escritor elegía un enfoque narrativo, debía ceñirse a sus parámetros, y no abandonarlos jamás. “Su elección debe ser consciente y precisa, elaborada escena por escena, capítulo por capítulo, o libro por libro”. Por lo tanto, “requiere moldear toda su narración en los términos fijados por esa decisión”. Si el autor ignoraba esa premisa “ignoraba al lector”. Eso implica que el escritor debe ponerse una camisa de fuerza y renunciar a toda libertad.  
El problema con parte de la narrativa moderna es que se toma muchas libertades, y el resultado no es una ampliación del horizonte literario sino un incremento del ego. Generalmente, esa libertad permite al narrador usar su novela como una tribuna de doctrina donde emite sus opiniones, formula juicios, crea personajes con el único objeto de rebatirlos, y se pierde en divagaciones.  
Sloane decía que al lector nada le importa el escritor sino la historia que cuenta y en la cual se sienta incluido. El lector no le pide al escritor “por favor, quiero saber de usted, de lo que piensa del mundo, del arte, de la vida, de las eternas verdades”. No, lo que dice es: “Hábleme de mí. Quiero sentirme más vivo. Si me va a proporcionar un personaje, quiero que ese personaje sea yo”.  El crítico daba el ejemplo de Shakespeare. “Es imposible averiguar algo de Shakespeare leyendo a Shakespeare”, decía. “Inclusive su existencia es disputada entre eruditos y críticos hasta el día de hoy, porque siempre se limitó a escribir acerca de usted y de mí. Y eso es lo que quiere el lector: que escriban exclusivamente acerca de él”.  
Habitamos un solo cuerpo, generalmente tenemos escasas rutinas, que vamos repitiendo a lo largo de los años. En el caso de la novela que antes mencionaba, el pintor cubano tiene numerosas alternativas, una libertad que la vida depara en escasas oportunidades. No todos contamos con la libertad para amar que poseía Giacomo Casanova. Y si leemos sus deliciosas aventuras es porque transcurrieron de verdad. Es difícil imaginar una novela que tenga la vitalidad de las memorias. Las reglas de la ficción lo impiden. (Al menos las de la buena ficción). Es más plausible un asesino en serie que un amante en serie, pues el primero se hace inteligible, trágico, por la obsesión de asesinar personas. El amante en serie, a menos que incurra en alguna de las patologías de Kraft–Ebbing, puede elegir diferentes objetos sexuales, y al cabo de un tiempo, sus expediciones se hacen monótonas y triviales.


El pintor cubano al que hacía alusión no parece muy obsesionado por la pintura. Es una de sus varias tareas.  No ocurre lo mismo con esa auténtica obra de arte que es The Horse´s Mouth del británico Joyce Cary. Es la historia de un pintor, Gulley Jimson, adorador del poeta y pintor William Blake, dispuesto a embaucar a sus prójimos –cuando más ricos, mejor– a fin de concretar sus monumentales obras. Jimson solo tiene un propósito en la vida: crear. Todo lo que hace es en función de su arte. Nada lo aparta de su obsesión. Afortunadamente, The Horse´s Mouth está saturada de humor, es una de las grandes creaciones cómicas de la literatura inglesa del siglo veinte. La testarudez de Jimson por transgredir las barreras de la moral con tal de llevar a cabo sus labores creadoras, multiplica las escenas absurdas. El lector se siente compenetrado con sus odiseas porque comparte su desesperación. Quiere que termine triunfando, pues se lo merece. Y, al mismo tiempo, sabe que la tragedia acecha a Jimson, que en este mundo no pueden prosperar seres como Gulley Jimson.

EL EJEMPLO A SEGUIR

No conozco muchas novelas que sean tan fascinantes a la hora de describir el mundo del arte como The Horse´s Mouth. Quizás la fascinación reside en que Cary instaló el elemento cómico, permitiendo al lector formar parte de la broma. La tragedia de Gulley Jimson, narrada como tragedia, se hubiera desmoronado: el escritor hubiera tenido demasiado que explicar. Pero, cuando el personaje es de una sola pieza, y posee una obsesión, el lector no tiene problema alguno en seguir y alentar sus peripecias. La novela se profundiza en esa aparente falta de libertad donde el personaje marcha sin titubeos hacia el abismo. Ya Henri Bergson había señalado que la falta de flexibilidad pertenece al territorio del humor.  
Existe, por otra parte, otra vuelta de tuerca en la narrativa. Aunque alejada del humor, resulta fascinante para el lector: es cuando el protagonista está tan obsesionado con su profesión, que ésta toma control de su vida, y lo conduce a la destrucción.
En el cine policial norteamericano abundan las tramas donde un poderoso comete un crimen, y en su afán de borrar las huellas, se ve obligado a perpetrar otros. Pero ¿qué ocurre si el poderoso es el editor de un periódico, ha cometido un asesinato y usa a sus empleados para encubrir sus homicidios? El clásico ejemplo es The Big Clock, basado en la novela de Kenneth Fearing. El filme, que tuvo como protagonistas a Ray Milland, como reportero de un importante tabloide, y a Charles Laughton, como el editor que asesina a su amante, es excelente. Pero la premisa es que Laughton está dispuesto a hacer cualquier cosa por desviar la investigación policial. El enemigo está afuera. Luego vino Scandal Sheet, basado en una novela de Sam Fuller, quien fue también un excelente director de cine. Fuller, que amaba el periodismo con pasión, y había trabajado muchos años como reportero, le dio al tema un original viraje: puso al enemigo dentro del asesino. En este caso, el reportero era interpretado por John Derek, y el editor por Broderick Crawford. El editor asesinaba a su esposa, de la cual había estado separado más de dos décadas, sin poder obtener el divorcio, tras un casual encuentro en un baile de Lonely Hearts, corazones solitarios. La diferencia entre el personaje de Laughton y el de Crawford era que Laughton usaba el periodismo para satisfacer su ego, y acrecentar su poder. Era él contra el mundo, pero el editor glosado por Crawford amaba el periodismo, era su obsesión. Y eso era su perdición. Laughton era un canalla, en cambio Crawford era un asesino con gran honestidad profesional. Lejos de descarriar la investigación sobre el asesinato alentaba a su reportero estrella a buscar pistas, y reservaba amplio espacio en la primera plana de su periódico a las pistas que conducían de manera inexorable a su condena. En Scandal Sheet el espectador era ubicado ante un difícil dilema pues resultaba tan arduo aceptar el crimen de Crawford como negar sus atributos, su pasión por el periodismo. No creo que muchos espectadores hayan mostrado simpatía alguna por las tribulaciones de Laughton en The Big Clock. Pero estoy convencido de que más de uno, al observar los dilemas de Crawford, deseó que, por alguna razón inesperada, terminara siendo exculpado. Sam Fuller, como Joyce Cary, conocían bastante el corazón humano. Condujeron a sus personajes por un solo camino, los nutrieron con una obsesión, y crearon seres difíciles de olvidar.




domingo, 15 de marzo de 2015

Hillary Clinton: ¿La Cristina Fernández de América del Norte?


Mario Szichman

(Una síntesis de este artículo apareció en la revista Fin de Semana del periódico Tal Cual, con el seudónimo de Harry Blackmouth)



Existen en Estados Unidos políticos tradicionales. Y luego, están los otros.
Quizás el más famoso de los otros fue el republicano Richard Milhous Nixon,  trigésimo séptimo presidente de los Estados Unidos (1969–1974), y el único en renunciar al cargo, a raíz del escándalo Watergate.  La palabra Watergate alude al complejo de oficinas de Washington D.C. donde tenía su sede el Comité Nacional Demócrata. El 17 de junio de 1972, varios hombres ingresaron al sitio, e instalaron micrófonos en sitios inaccesibles a fin de registrar las conversaciones de los rivales de Nixon. Hubo una prolongada investigación del FBI, y William Mark Felt, subdirector de la agencia policial, empezó a proporcionar información a Bob Woodward y Carl Bernstein, periodistas de The Washington Post, indicando que tanto el ingreso de los llamados “plomeros” a la sede demócrata, como los intentos de encubrimiento,  habían contado con la complicidad de funcionarios del departamento de Justicia, del FBI, de la CIA, y de la Casa Blanca.  
Como simple nota al margen: en tanto Woodward y Bernstein se cubrieron de gloria, y fueron reencarnados por Dustin Hoffman y Robert Redford en el filme All the President´s Men, Felt fue reconocido recién en el 2005 como el informante que suministró los datos. En el mundo donde se cruza el periodismo y la política, es fácil dejarse seducir por la fábula y olvidarse de la historia real. Woodward y Bernstein se limitaron, en parte, a transcribir los apuntes dictados por el alto funcionario del FBI, o a seguir las pistas que éste les brindó. Si bien la decisión de Felt de revelar los entretelones del escándalo fue una demostración de patriotismo, el motivo inicial fue la venganza. Felt decidió sacar los trapitos al sol porque sus jefes le negaron una promoción que él creía merecida. Nunca hay que descuidar el rol del individuo en la historia.
En estos últimos días, Hillary Rodham Clinton, ex secretaria de Estado y ex candidata presidencial por el partido Demócrata, que fue derrotada por Barack Obama en las primarias de 2008, ha vuelto a ser noticia. La señora Clinton es la casi segura candidata presidencial de su partido en las elecciones de 2016, y de nuevo la prensa se está haciendo un festín con sus tribulaciones,  y con sus titubeos al borde de la ética.   
El periodista conservador Jeffrey Lord dijo en un reciente artículo en The American Spectator que la dirigente demócrata debería ser rebautizada Hillary Milhous Nixon. “Las grabaciones de Nixon (de conversaciones telefónicas de sus rivales), los correos electrónicos de Hillary”, dijo Lord, “apuntan a una defensa similar, que causa miedo”.
Otra nota al margen: Nixon tuvo como contrincantes a formidables intelectuales. Una de las grandes piezas del periodismo político norteamericano la escribió Norman Mailer. En su libro Miami and the Siege of Chicago, Mailer analizó las convenciones presidenciales demócrata y republicana de 1968, y caracterizó a Nixon como el eterno jano bifronte de la política estadounidense. Según el novelista, Nixon era “muy diestro a la hora de trabajar ambos lados de una pregunta. De esa manera, las dos mitades enfrentadas de la audiencia quedaban luego convencidas que él era uno de ellos”.  
Un ejemplo: Nixon podía decir: “Si bien la homosexualidad es una perversión castigada por la ley, y una intolerable ofensa para una comunidad respetuosa de los principios, al mismo tiempo es una forma de vida para todos aquellos que la practican”. Mailer aventuraba que esa sería la respuesta del candidato republicano en el caso de que participase en una reunión convocada de manera conjunta por la Asociación Benevolente de la Policía y por la Sociedad Mattachine, un grupo encargado de luchar por los derechos civiles de los gays.

EL CORREO SECRETO DEL ZAR

Hillary Clinton ha mostrado en reiteradas ocasiones que está por encima de la ley, aunque  a nivel técnico permanece dentro de sus límites. El presidente Barack Obama, primer magistrado de la nación, está obligado a usar el correo electrónico oficial. Esto es, cada uno de sus mensajes es archivado para la posteridad. Y si eso es obligatorio para el presidente de Estados Unidos, es factible que la misma norma rige para sus subordinados. Bueno, Hillary Clinton fue una de sus subalternas. Ejerció la secretaría de Estado entre el 2009 y el 2013. En ese lapso, a diferencia de su jefe, y probablemente de otros colegas del resto del gabinete, tenía un correo electrónico oficial y otro privado. ¿Cuál era el motivo?
Es imposible preguntarle a la dirigente demócrata. De manera inevitable, sus respuestas suelen ser pueriles e implausibles. Todavía se ignora si Hillary se convertirá en la Cristina Fernández de América del Norte, o si Cristina Fernández empezó su carrera como la Hillary Clinton de América del Sur, pero en ambos casos, se mantienen los mismos atributos  –además de su vínculo marital con un presidente o ex presidente–: cada vez que la niña es pescada en falta trata de eludir apuros urdiendo falsedades que envidiaría el barón de Munchausen.
Basta hacer un recuento de las hipótesis que barajó la presidenta argentina cuando apareció muerto el fiscal Alberto Nisman, quien la estaba investigando por sus presuntos acuerdos con las autoridades iraníes para pasar debajo de la alfombra a los supuestos responsables del atentado contra un centro comunitario judío donde fueron asesinadas 85 personas. Primero fiscal Alberto Nisman ofreció como hipótesis un suicidio. Quizás Nisman estaba avergonzado por haber dudado de la integridad personal de Cristina Fernández y optó por autoinmolarse. Luego, cuando se divulgó que Nisman, veinticuatro horas antes de aparecer muerto, habló con un periodista sobre sus temores de ser asesinado, Cristina Fernández formuló otra conjetura: el fiscal había sido inmolado por las fuerzas oscuras que pretendían poner en duda la integridad personal de la jefa de estado.
Aunque Hillary Clinton no ha puesto en peligro de autoinmolación o inmolación a un fiscal ansioso por escudriñar sus secretos, lo cierto es que siempre está caminando en la cuerda floja de la legalidad.  
Un ejemplo ¿por qué necesitaba una cuenta personal de correo electrónico siendo secretaria de Estado? Respuesta de Hillary: “Nadie desea que su correo electrónico personal sea divulgado. Creo que la mayoría de las personas entienden eso y respetan el derecho a la privacidad.” Excelente respuesta. Luego añadió que esa correspondencia privada tenía que ver con “la planificación de la boda de mi hija Chelsea, o los arreglos para el funeral de mi madre, notas de condolencia a los amigos, así como rutinas de yoga, vacaciones familiares, u otras cosas que se encuentran en los buzones de entrada”.   
Ignoramos cuantas bodas ha planificado Hillary Clinton, la cifra de funerales que debió arreglar, cuantas notas de condolencia a sus amigos envió, u otras tareas personales, que no incluyeron, ciertamente mensajes a su esposo, Bill Clinton. El expresidente reconoció hace poco que solo despachó dos correos electrónicos en su vida.  
De todas maneras, las cuentas de Hillary no cuadran: antes de retirarse como secretaria de Estado, ordenó borrar más de 30.000 de sus correos personales. Y entre ellos, no mencionó la parte más jugosa: el intercambio de mensajes con poderosos donantes.
The Washington Post dijo el pasado 25 de febrero que “la Fundación Clinton aceptó millones de dólares de siete gobiernos extranjeros cuando Hillary Rodham Clinton fue secretaria de Estado. Eso incluyó (al menos) una donación que violó el acuerdo de ética del gobierno de Obama”.  
El periódico dijo que eso podría causar un conflicto de intereses. “Existe el temor de que esos países habrían usado las donaciones a la fundación con el propósito de obtener favores” de la ex secretaria de Estado, indicó el matutino.
La Fundación Clinton asegura que el dinero siempre fue destinado a las buenas causas. Pero, como demostró The Washington Post, algunos de los caritativos gobiernos  “han tenido complicadas relaciones a nivel diplomático, militar y financiero” con Washington. Eso incluye a Arabia Saudí, que entregó a la fundación Clinton entre 10 y 25 millones de dólares,  Kuwait, Qatar, Oman, Argelia, Australia, Noruega y hasta la República Dominicana.   
El diario no ha encontrado hasta el momento “un potencial comandante en jefe tan estrechamente asociado con una organización que ha pedido respaldo financiero a gobiernos extranjeros”.  
Muchos se preguntan si entre los más de 30.000 mensajes por email enviados al basurero de la historia porque lidiaban, presuntamente, con la planificación de la boda de Chelsea, los arreglos para el funeral de la madre de Hillary, notas de condolencia a los amigos, rutinas de yoga, o vacaciones familiares,  figuraban intercambios entre la secretaria de Estado y algunos gobernantes obsesionados con la caridad. Por supuesto, la señora Clinton lo niega. Y muchos querrían creer en su buena fe, en su honestidad, y en su ética a prueba de bombardeos. El problema es que los rivales republicanos dudan de sus credenciales.
Ahora, Jason Chaffetz, presidente del Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, anunció que piensa citar a la señora Clinton para que explique qué hizo con su correo electrónico personal. Chaffetz, republicano por Utah, dijo que desea preguntarle a la ex secretaria de Estado por qué borró esos decenas de miles de emails sin consultar a nadie, y quien decidió qué correos electrónicos había que entregar a los archivos del departamento de Estado y cuales podían ser eliminados.
Edward Luce, columnista de The Financial Times, dijo que “con los Clinton, siempre hay un ocultamiento de la verdad que aguarda a ser desenterrado”.  Los correos electrónicos borrados de las computadoras de Hillary Clinton parecen pertenecer a esa categoría.
¿Podrá Hillary sobrevivir a la crisis? Ella siempre mostró su garra cuando estaba casi en la lona. Es cierto, perdió frente a Obama en las primarias de 2008, pero en las semanas finales peleó como una leona, y ganó estado tras estado, aunque ya era demasiado tarde, pues la ventaja de Obama era imposible de superar. En cambio, en la actualidad, no tiene rivales en su partido. Y eso no es bueno. Algún otro aspirante que tenga un affair con su jefa de campaña, o que esconda un secreto familiar, sería un alivio para la señora Clinton. Al menos algún acto de libertinaje permitiría a los periodistas cebarse con otro desdichado.
Esa ausencia de precandidatos obliga a la prensa a concentrarse en Hillary Clinton. Más de un periodista intentará extraer el mayor beneficio posible del más diminuto documento que pueda examinar.
Tal vez los emails que Hillary ordenó borrar eran triviales. Pero, como promedio, fueron más de 30 diarios. ¿Cuántos de ellos fueron dedicados a la planificación de la boda de Chelsea, y otros asuntos personales? Debe quedar un resto bastante substancial que lidia con otras cuestiones.
Hay algo que Hillary nunca aprendió, pese a que su marido es un maestro como operador político, y un hombre que sigue conservando gran popularidad: lo peor que se puede hacer con los periodistas es tratarlos como infradotados. La lógica reacción es que más de uno se la quiera cobrar.
En 1971, cuando Richard Nixon se lanzó como candidato a presidente, se inició una campaña de algunos grupos vinculados a los demócratas donde se preguntaba a los electores si le comprarían un carro usado al abanderado republicano. Al parecer, existe ahora una campaña similar para formularle la misma pregunta a Hillary Clinton. Estamos seguros que ella aplicará todos los tecnicismos legales necesarios para demostrar que se le puede tener plena confianza. Y el carro usado, inevitablemente, tendrá una falla que los psicoanalistas suelen calificar de caracterológica.  




miércoles, 11 de marzo de 2015

Fotos en el congelador. La menguante sonrisa del gato de Cheshire

Mario Szichman

“Solo se convierte en leñador
quien se hace sensible
a los signos del bosque”.
Gilles Deleuze



He aquí algunas de las novelas que detesté la primera vez que las leí, y que ahora forman parte de mi panteón personal: The Catcher in the Rye, de J.D. Salinger, Little Big Man, de Thomas Berger, Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine,  y ahora Fotos en el congelador, de Carmen García–Romeu.  
¿Por qué primero el rechazo, por qué ahora la incondicional aceptación? Se trata, curiosamente, de novelas escritas en primera persona que es, para mí, la forma más difícil de narrar. En tercera persona, el narrador puede escudarse en otras voces. En la primera persona, necesita ser el ventrílocuo de sí mismo.  
Si en las dos o tres primeras páginas de la novela el narrador no convence al lector, es muy difícil que el resto del libro sea leído. Las posibilidades  disminuyen cuando la voz del escritor se hace pasar por otro.
 The Catcher in the Rye es la historia de un adolescente con problemas mentales bastante graves. Estoy citando de memoria, pero creo que la novela empieza luego del último breakdown del joven. Cuando la leí por primera vez, se llamaba El cazador oculto. Creo que era superior al título original. Al menos “El que atrapa en el centeno” suena horrible. Pero un lenguaje coloquial es difícil de traducir. Y el encanto del libro de Salinger se basa justamente en su slang, en su burlona mención a los artefactos de la cultura popular neoyorquina. Un solo ejemplo: Holden Caulfield, el protagonista de la novela, está obsesionado con la falsedad y la impostura. Parte de su locura se basa en la sinceridad. Olfatea a los farsantes a un kilómetro de distancia. En la traducción que publicó una editorial bonaerense, Caulfield decía que sus compañeros inventaban patrañas “para cazar mixtos”. Me imagino que la traducción más plausible sería “para cazar incautos”. Pero esa no era una forma coloquial.
Recién cuando me adentré en las aventuras de Holden Caulfield empecé a disfrutar de la novela, que es muy divertida. Lo mismo me ocurrió con Little Big Man, con Viaje al fin de la noche, y ahora, con Fotos en el congelador. En todos los casos, tuve que hacer una especie de pacto con el autor, aceptar su idiosincrasia, su manera de hablar, inclusive sus puestas en escena.   
Little Big Man cuenta la historia de un anciano de 111 años de edad que narra a un historiador sus aventuras en la época heroica del Lejano Oeste, tras ser secuestrado por indios Cheyennes, y hasta la batalla de Little Bighorn, cuando los indios masacraron a las huestes del general George Armstrong Custer. Su autor, Berger, usando un estilo abrevado en Mark Twain, destruye la épica de la conquista del Oeste recopilada en la cinematografía de John Ford. Es un monumento a la intertextualidad, pues la leyenda es presentada, y luego escrupulosamente demolida, por la crítica histórica.  
Viaje al fin de la noche es una larga invectiva, y si Celine logró sacar un conejo de la galera del mago fue, creo, gracias a la primera persona. Se escribieron muchas novelas sobre la primera guerra mundial, pero nadie se atrevió como Celine a mostrar, a través de la voz de un simple soldado, la decadencia imperial de Francia y las mentiras de sus dirigentes políticos y de sus jefes militares.  
En cuanto a Fotos en el congelador, sentí rechazo al principio porque es la historia de una escritora que se la pasa enviando novelas a concursos donde siempre se las impugnan. Inclusive, en alguna ocasión, una editorial da los nombres de los autores cuyas narraciones han sido descartadas en un concurso. La protagonista figura entre los excluidos, para su cuasi eterna condena.  
Que García–Romeu haya emergido de ese tropiezo para crear Fotos en el congelador (Editorial Verbum, 2014), es una de sus numerosas hazañas. Y aquí también, los méritos pertenecen a la voz de su protagonista, Inmaculada Bellido, cuyo nombre completo lo descubrimos recién en la página 132 de la novela. Pero ya para ese momento, la protagonista es simplemente Inma. Con su voz, no solo anima su cuerpo, y le brinda tres dimensiones, sino que además va construyendo a todos los personajes que pueblan su mundo.   
García-Romeu va armando el rompecabezas de Inma, y la enreda en aventuras   –sentimentales, sobrenaturales, con regresiones del pasado o inmersiones en períodos clásicos de la historia– donde es arduo desentrañar las pautas de la ficción, especialmente cuando el humor bordea con sabios pasos el absurdo, en tanto la narrativa se mantiene en equilibrio inestable. Y de esa manera, los lectores se van sumergiendo en un mundo paralelo donde nada es lo que parece ser.
La novela está apuntalada por una premisa que simula tener solidez, aunque casi de inmediato esa premisa es negada por una realidad  que viola de manera insistente las reglas del juego.  Como el gato de Cheshire (“¡Vaya! - se dijo Alicia -. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato!”) el relato es un eterno escamoteo.  
Esta es la realidad de Inma:

Ahora vivo con mi abuelo que como se ha quedado viudo y ha perdido vista dice que no se aclara, que se extravía. Se pregunta qué va a ser de él. Francamente, me dio pena. Dijo que debía ser yo la que me trasladara a su casa porque ya estaba hecho a ella, a la disposición de los muebles, a los recovecos y, sobre todo, hija, al negocio. El abuelo tiene un negocio esotérico pero esa es otra historia. Me he traído dos bolsas, una con los triunfos de mi madre y otra con mis novelas rechazadas, ambas pesan, aunque cada una a su manera. Soy escritora pero no escribo ¿para qué?

Inma es una escritora abrumada por el oficio.
Gore Vidal, en su trabajo The Top Ten Bestsellers According to the Sunday New York Times as of January 7, 1973, disecaba y destruía buena parte de la narrativa moderna norteamericana al señalar las técnicas usadas por los autores para permitir que el lector avizorara el personaje. Estaba “La Escena del Espejo”, “La Escena de la Comida”, “La Escena de la Epidemia”, incluida la traqueotomía,  la “Escena en el cual el Analfabeto Descubre la Literatura”, y especialmente “La Escena Núbil” (“Ella siempre se había negado a desnudarse hasta en presencia de otras mujeres, pues la avergonzaban sus senos, que eran alargados, grandes y generosos inclusive para una mujer de su estructura ósea”). De la misma manera, Inma se conoce todos los trucos para capturar al potencial comprador de sus novelas. “Comienzo. La novela va a ser de intriga con saltos en el tiempo. Creo que está en la onda. Es lo que se vende ahora. Comienzo con descripciones del anochecer un poco líricas, para que se vea que soy licenciada en filología y cuido el lenguaje”.
Pero la protagonista está agobiada por su falta de éxito:

Había quedado finalista con una novela que escribí el año pasado. Hoy ha sido el fallo y han dejado el premio desierto. Dice el jurado que las novelas finalistas no tienen calidad suficiente. Ha salido en toda la prensa con letras inmensas. ´Las novelas finalistas no tienen calidad´ y detrás el nombre de los finalistas, el mío entre ellos. Me han dejado hecha polvo.  

Inma ha crecido en el mágico mundo del abuelo y la primera idea que tiene de una narración es el cuento de la mano negra, “uno que me contaba el abuelo de pequeña. Era una historia que no terminaba nunca, o que no iba a ninguna parte, pero que lograba engancharte. Enganchaba una barbaridad”.  
García-Romeu tiene, además, una piadosa mirada, siempre dispuesta a revelar la humanidad de sus personajes. Mientras nos narra su historia hay un texto subcutáneo que va remodelando el relato, incorporando o rehusando sinónimos, alterando el ritmo de la aventura, para sortear los puntos muertos. Con el abuelo, quizás su personaje más entrañable,  arma la pareja central de Fotos en el congelador. El abuelo, un místico, un vidente, y un embaucador, que termina creyendo en sus poderes taumatúrgicos,  en cierta ocasión, decide congelar las fotos de los enemigos de Inma, entre ellos los miembros del jurado de alguna de sus novelas, para impedir que la perjudiquen. Y la pareja, gracias a su disparidad, no solo por razones de edad sino de intereses, empieza a generar sus propias comparsas, de manera constante en el umbral del absurdo. Es difícil imaginar a Inma sin el abuelo, tampoco es posible separarla de la presencia de su madre y de ese bolso cargado de triunfos que pesa casi tanto como el bolso donde la protagonista guarda los manuscritos de sus rechazadas novelas. La madre, presencia fugaz en el texto, es, paralelamente, una figura abrumadora en la deformación profesional y sentimental de Inma, y constituye parte de la taquigrafía de las emociones que ha convertido  a la hija en un desbaratado proceso de creación y de destrucción. Esa misma taquigrafía permite a García–Romeu usar escasos trazos para definir a un ser humano, de tres dimensiones. Con varios de ellos construye su comedia humana, de manera primordial en torno al abuelo, pero también, junto a su recuperado amante, Álvaro, la quintaesencia del villano y a Gonzalo, uno de los guardaespaldas de Álvaro, y a los funcionarios que le fastidian la vida en el instituto donde intenta ganar el salario asesorando a una serie de aspirantes a escritores.
La literatura no solo está hecha en base a misterios. Hay un momento, el más arriesgado, el que brinda más recompensas, cuando el narrador incurre en la magia. En el mundo del cine, de la literatura en lengua inglesa, se lo denomina pulling a stunt. Algunos stunts son inadvertidos: hay que atribuirlos a la cronología, como Willliam Faulkner extendiendo el territorio y la historia de The Sound and the Fury al añadirle el famoso apéndice que prolonga la perdición de Candance de 1929, fecha de publicación del original, hasta 1945, permitiéndole así convertirse en amante de un oficial nazi. Otros son de entera responsabilidad del escritor: hay que imputarlos a la arbitrariedad, como en The Daughter of Time, de Josephine Tey, donde la novelista nos convence de que el rostro es el espejo del hombre. De esa manera reivindica la figura de Ricardo Tercero, el villano mayor del teatro de Shakespeare. El tercero puede encontrarse en la narrativa policial: en A Kiss Before Dying, de Ira Levin, o en la escritura de Jim Thompson. El propósito es hacer trastabillar al lector. En A Kiss Before Dying, Levin muestra que hay dos hombres que podrían matar a la protagonista y el lector ignora cuál de ellos es el verdadero homicida pues el autor  nunca ha incorporado un nombre y apellido al asesino.
García–Romeu trastorna la cronología,  prodiga la arbitrariedad, escamotea datos, y emerge triunfadora de su stunt. ¿Dónde está la ficción, hacia donde enfila la realidad transmutada en ficción? 
 “En más de una ocasión había pensado poner mi vida patas arriba, sacar mi ropa del armario, regalarla a la parroquia e inventarme otra mujer, más seductora, más valiente, más original”, nos dice la narradora. “Una triunfadora como mi madre. Lo que sea con tal de ser célebre y salir en la prensa. Una de esas escritoras famosas que se pasan la vida recibiendo premios y dando consejos a todo el mundo sobre la vida y sus vicisitudes”.  Al menos, va por buen camino.
En The Horse in the Baby’s Bathtub, un personaje de Jim Thompson recuerda que hay 32 tramas de novela. “Todas han sido engendradas por la misma madre. Pero existe una sola trama básica: las cosas no son lo que parecen ser: ésa es la madre de las otras 32: las cosas nunca son lo que parecen ser”. Gracias a ese factor persevera la literatura y perduran las buenas narradoras.