miércoles, 30 de julio de 2014

Apuntes sobre la desmesura


Mario Szichman

Mucho antes de convertirse en La Abanderada de los Humildes y en La Jefa Espiritual de la Nación, Eva Perón fue astronauta. En cuanto al presidente Juan Domingo Perón, además de ser el Primer Trabajador, el Primer Pedagogo y el Primer Filósofo, fue galardonado por su ministro de Educación, Oscar Ivanissevich, con el título de galeno honoris causa. Ivanissevich señaló, en prosa, que Perón  “sin ser médico con título habilitante, tiene un profundo conocimiento de la medicina y del hombre y lo comprende en toda su extensión psicofísica y social”. Si destaco que la mención fue en prosa, es porque Ivanissevich solía escribir sus discursos en versos pareados.
El menos conocido de los roles desempeñados por Eva Duarte de Perón es quizás la Evita del radioteatro, donde actuó como astronauta. Según contó el ensayista argentino Juan José Sebreli, cuando él tenía catorce años “impulsado por la curiosidad de conocer a una actriz que había logrado una súbita popularidad después de haber deambulado varios años por broadcastings de ínfima categoría” descubrió una radionovela titulada Quinientos años en blanco. Era “una obra de ciencia ficción acerca de un viaje al planeta Marte realizado por un grupo de astronautas, entre ellos una intrépida mujer encarnada por Eva Duarte” .
El peronismo de la primera época (1946-1955) puede considerarse el gobierno del delirio. Nunca nada semejante existió antes en la Argentina. Y nada parecido existió después.
Tuve el privilegio de vivir los primeros diez años de mi vida bajo el peronismo, un movimiento político que sigue gobernando la Argentina, aunque privado ahora de su aura mágica.
Mi primera partida desde la Argentina al espacio exterior ocurrió en 1967, cuando tenía 21 años de edad, apenas me dieron de baja del servicio militar. Recalé primero en Colombia (Bogotá y Barranquilla) y luego me enamoré de Venezuela, país en el que vivo más tiempo (virtual) que el tiempo real que dedico a Nueva York. Sin embargo, estoy convencido que el realismo mágico genuino no pertenece al Caribe sino a Buenos Aires. Los grandes entre los grandes, Enrique Bernardo Nuñez (Cubagua y La galera de Tiberio) Alejo Carpentier (El reino de este mundo, El siglo de las luces, Viaje a la Semilla) y el Gabriel García Márquez de Cien años de soledad, mostraron una extraordinaria fantasía en sus creaciones, pero ninguno logró superar el realismo mágico del primer peronismo.
Cuando escribí Los judíos del Mar Dulce (mi entrañable segunda novela) me faltaba bibliografía. Necesité cuatro décadas, muchos libros publicados en esos años, y la impecable reedición de la profesora Carmen Virginia Carrillo, para descubrir que había reposado sedentario sobre un reino tan prodigioso como El tesoro de la juventud. Ese reino, que luego recreé en A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad necesitaba como ilustrador al Bosco de El jardín de las delicias, especialmente el tercer tríptico, donde aparece un cuchillo seccionando un par de orejas.
Entiendo la fascinación de los lectores por el mago Melquíades, por Henry Christophe, por Victor Hughes, por la idea imperial del futuro de América Latina reflejada en La galera de Tiberio, por el pasado de la conquista y el lúgubre presente reencarnado en los personajes de Cubagua . Pero ¿cómo se ubican esas producciones literarias frente a una realidad como la peronista? Únicamente Los viajes de Gulliver pueden mostrar esa época, pues el peronismo remodeló la Argentina a su imagen y semejanza, y se anticipó a la isla de la fantasía.
Como comenté en un post anterior, entrevisté en cierta ocasión a Ira Levin, el autor de El bebé de Rosemary y Los niños de Brasil, entre otras novelas memorables.  Los niños de Brasil tiene como protagonista a Josef Mengele, el médico nazi que hacía experimentos con gemelos univitelinos en Auschwitz.  Cuando le comenté a Levin que si hubiera visitado la Argentina unos años antes habría podido conversar con Mengele, sus ojos se le pusieron redondos como platos. Pues resulta que Mengele, además de Adolf Eichmann (acusado de enviar a las cámaras de gases a seis millones de judíos), y varias docenas de nazis muy importantes, se pasearon por las calles de Buenos Aires sin problema alguno. El propio Perón admitió al periodista y escritor Tomás Eloy Martínez que “Entre 1945 y 1949 les abrí los brazos a muchos de los pobres muchachos que escapaban de un país humillado y derrotado como era la Alemania de aquellos años”.
Martínez comentó luego que Perón “Había llenado la Argentina de nazis y no se avergonzaba de su hazaña. Exhibía, orgulloso, una panoplia de amistades a las que llamaba “heroicas”: Skorzeny (el aviador que había liberado a Mussolini de su prisión en el Monte Sasso), Kurt Tank, Eichmann, Edward Roschman (conocido como ´el verdugo de Riga´) y un extraño veterinario al que el general identificaba como Helmut Gregor y que, según supe luego, era Josef Mengele, el siniestro médico del campo de Auschwitz”.

GULLIVER EN EL PAÍS DE LOS GIGANTES

Hay un artículo muy interesante de Ana Longoni titulado “Arquitectos de la desmesura”, que alude a los proyectos edilicios y arquitectónicos del primer peronismo.
Una de las ideas fue formulada por el ingeniero Ramón Asís, quien fue vicegobernador de la provincia de Córdoba. Su ilusión era construir edificios públicos en forma de estatuas de Juan y Eva Perón para “crear una arquitectura simbólica justicialista que refleje el sentir, pensar y vivir de las masas argentinas”. El llamado “simbólico justicialista” intentaba “reflejar la estructura psíquica del hombre argentino a través de un anteproyecto de edificio hospitalario donde predominaría la forma escultórica de Eva Perón”. El objetivo era hacer florecer en el espectador “la caridad, la abnegación, el amor al prójimo y el desinterés”.
El anteproyecto estaba ilustrado con varios dibujos. “Una gigantesca figura de Eva Perón estaba de pie sobre el techo bajo del edificio.  Sus formas agraciadas tenían un sentido de esbeltez triunfadora. La mano diestra se alzaba en alto, en actitud de salutación, acarreando el presentimiento del porvenir. En la izquierda sostenía, de manera blanda, femenina, una paloma, simbolizando la ternura, la lealtad y la paz. En otro sector del techo bajo del edificio estaba la figura del general Perón vestido de overol, y con una herramienta en la mano imposible de identificar”.
También emergía en los dibujos el corte transversal de ambas esculturas. “En la cabeza de Eva Perón se hallaba el centro neurológico del edificio, desde el cual se fijaba el rumbo de la Nueva Argentina”.
A su vez, un urbanista había diseñado el plano de Ciudad Evita copiando el perfil de la difunta. De esa manera, desde el aire podría reconocerse “su efigie inmortal”.
Todo era justicialista en la Argentina justicialista.  Una famosa camioneta había sido bautizada Rastrojero Justicialista. También había una cátedra de fisiología justicialista,  luego que un famoso fisiólogo, Bernardo Houssay, quien enseñaba la fisiología a secas, fue echado de su cátedra por antiperonista. (Houssay ganó el Premio Nóbel de Medicina en 1947, un año después que Perón llegó a la presidencia).
Estaba en ciernes la fabricación de energía atómica justicialista con fines pacíficos, gracias al profesor alemán Ronald Richter. La energía atómica vendría encapsulada en botellas de un litro y de medio litro, similares a las que hasta ese momento contenían leche.
Por su parte, Carlos Vicente Aloé, gobernador de la provincia de Buenos Aires, dispuso que todos los cuerpos celestes descubiertos en el observatorio de Eva Perón (así se denominaba la ciudad de La Plata) fuesen “consagrados a Eva Perón e identificados con nombres que exalten sus virtudes”. Poco después, tres cometas peronistas fueran denominados “Abanderada”, “Mártir” y “Descamisada”. 
Los ciudadanos de cada país necesitan una ilusión para avanzar hacia el futuro. Eichmann, tras ser capturado por los israelíes, expresó en interrogatorios que la ilusión de los alemanes se concentraba en la Autobahn, una autopista que atravesaría todo el país. Eichmann no ingresó al partido Nacional Socialista de Alemania con la esperanza de enviar a los judíos a las cámaras de gas sino porque el Führer le había prometido la construcción de la Autobahn. A su vez, el presidente de Estados Unidos John F. Kennedy sabía muy bien cómo alentar el optimismo de sus compatriotas al prometer que su país superaría la última barrera humana, la barrera espacial.

Bueno, en la Argentina del primer peronismo todos estaban convencidos de que el cielo era el límite porque todo era gigantesco. Recuerdo la propaganda de la tintura La Carmela. Mostraba la cabellera de una bella mujer. Un hombre diminuto vestido de pintor trepaba por la cabellera de la dama con ayuda de una escalera. Si las proporciones eran correctas, y el pintor tenía una estatura normal, la cabeza de la mujer debía medir por lo menos cincuenta metros de altura. Curiosamente, era un tamaño similar a  las cabezas que pensaban erigir de Eva Perón y de su esposo, el presidente Juan Domingo Perón, de acuerdo a los anteproyectos de ley destinados a construir sus monumentos. En esa época gloriosa de la Argentina, la doctrina justicialista competía con el marxismo, el liberalismo, el nazismo y el fascismo tratando de conquistar los corazones. Y si todo iba de acuerdo a lo programado por el primer gobierno peronista, el justicialismo derrotaría a las otras doctrinas, pues eran extranjerizantes. Además, carecían de las dimensiones gigantescas de la mujer cuyo cabello lucía los matices de la tintura La Carmela.

domingo, 27 de julio de 2014

Cuando Pancho Villa y Emiliano Zapata cabalgaban

 

Mario Szichman
 
      Estados Unidos fue atacado, y algunos de sus ciudadanos asesinados. El autor intelectual del audaz operativo era un líder insolente y carismático que, tras adular a los norteamericanos para obtener dinero y armas, se creyó traicionado por ellos. El gobierno de Washington decidió capturar al líder “vivo o muerto”, e invadió el país en el que se había escondido. Tropas estadounidenses iniciaron una encarnizada persecución del Enemigo Público Número Uno, quien fue herido y se refugió en una cueva.
      Esta saga es narrada por Frank McLynn en un excelente libro sobre la Revolución Mexicana: Villa and Zapata, a History of the Mexican Revolution[i].
     El 9 de marzo de 1916, casi un siglo antes de que Osama bin Laden ordenara un ataque contra Estados Unidos, tropas mexicanas bajo el comando de Doroteo Arango, más conocido como Pancho Villa, entraron a Columbus, Nuevo México, matando a ciudadanos norteamericanos. Aunque Villa no intervino en los ataques, el gobierno del presidente Woodrow Wilson lo responsabilizó por la incursión y ordenó capturarlo. Villa fue herido en Chihuahua, pero pudo eludir a sus perseguidores ocultándose en una cueva.
      Finalmente, fueron los propios mexicanos quienes acabaron con Pancho Villa. Tras seis años de escaramuzas y de ataques al galope, el caudillo murió en una emboscada en Parral. Todos señalaron como el autor intelectual al entonces presidente Alvaro Obregón.
      Esos ajustes de cuentas eran un evento rutinario. Muchos líderes fueron asesinados o sufrieron muertes violentas, y casi siempre misteriosas. “Llama la atención”, dice el autor, “los escasos protagonistas de la Revolución que fallecieron en sus lechos”.
      La Revolución Mexicana contada por McLynn está repleta de inolvidables incidentes. Aparece un famoso “enforcer”, Rodolfo Fierro, quien asesinó a 200 prisioneros, uno tras otro, luego de ofrecerles la libertad “si podían correr 100 metros y trepar una pared” mientras él los apuntaba con su revólver.
      El autor también muestra el asombroso coraje de muchos individuos en el curso de una guerra civil que dejó entre 350.000 y un millón de muertos. Cuando David Berlanga, un prominente político, iba a ser fusilado por Fierro, “el joven mostró tal valentía que inclusive mientras Fierro tomaba puntería continuó fumando un cigarro con mano firme, al punto que la ceniza no cayó hasta que recibió la descarga”.
      Si la Revolución no cambió decisivamente la infraestructura mexicana o su política, al menos ofreció algunos atributos al siglo veinte. En el arte de la guerra debemos a la Revolución varios aportes, como la “máquina loca”, el uso de locomotoras cargadas de dinamita para acometer concentraciones militares, algunos de los primeros bombardeos aéreos, y el uso del cine con propósitos publicitarios.
      Las relaciones entre Pancho Villa y Hollywood son material para un libro. A comienzos de 1914 Villa firmó con una empresa cinematográfica un contrato por 25 mil dólares para protagonizar una película. Entre las cláusulas del contrato Villa prometía “librar todas sus futuras batallas de día”, y “de ser necesario, fingir combates”.
      El film The Life of General Villa, con el caudillo en el papel protagónico, fue estrenado en Nueva York el 9 de mayo de 1914. Y como la mayoría de las producciones de Hollywood, “tiene un típico final feliz”, dice el biógrafo. En las últimas escenas se observa a Pancho Villa asumiendo la primera magistratura de México, un sueño que nunca concretó en la realidad.
      La corrupción en México recibió un saludable impulso en esa época. Y según las malas lenguas, nunca cesó, sin importar si los tiempos eran de prosperidad o de penuria. Tal vez el episodio más famoso fue el Tren Dorado de Venustiano Carranza. En mayo de 1920, acosado por las tropas de Obregón, el entonces presidente Carranza abandonó el palacio y llenó “un tren de sesenta vagones con sus secuaces, armas y municiones, archivos del gobierno, y el tesoro nacional transmutado en barras de oro”.
      El Tren Dorado fue emboscado en cada parada. Al final, los despojos del saqueo quedaron regados junto a los cadáveres de los soldados que defendían a Carranza. Luego le tocó el turno al prófugo presidente.
      Si en la Revolución abundaron los villanos, también descollaron los héroes. La gran figura fue Emiliano Zapata. Según McLynn, Zapata, “con su mística relación con la tierra, incorruptibilidad y martirio, está junto a aquellos anómalos santos guerreros de la historia”.
      Muchos escritores famosos incursionaron en México durante esa época. En 1914 el novelista Jack London viajó a Veracruz para reseñar la ocupación norteamericana por encargo de la revista Collier´s.
      London tuvo una relación esquizofrénica con la Revolución Mexicana. En febrero de 1911, cuando todavía era socialista, escribió una carta abierta en respaldo a los mexicanos que luchaban contra la dictadura de Porfirio Díaz. En la carta London se dirigía a los “queridos, valientes camaradas de la Revolución Mexicana”, en nombre de los “socialistas, anarquistas, ladrones de gallinas, forajidos e indeseables ciudadanos de los Estados Unidos”. London expresó su adhesión a la lucha por “derrocar la esclavitud y la autocracia en México”. Tres años después, el escritor había roto con los socialistas, y en sus artículos enviados desde Veracruz exhibía un genuino racismo contra los mexicanos, así como un claro respaldo a la acción imperial de Estados Unidos.
      “Una civilización introducida por Estados Unidos y Europa está siendo destruida por la locura de un puñado de gobernantes que no saben cómo gobernar”, decía el escritor en uno de sus Reports. “El Hermano Grande puede encargarse de vigilar, organizar y administrar México. Los llamados líderes de México no lo pueden hacer. Y las vidas y la felicidad de algunos millones de peones, así como las de muchos millones que aún no han nacido, están en juego”.
      Otros escritores, como el gran Ambrose Bierce, creador de El diccionario del diablo, viajaron a México para observar el fenómeno revolucionario. (Por cierto, Bierce cuestionó algunos escritos de Jack London, entre ellos la novela El lobo del Mar señalando su desdén por esos “amantes asexuados” que abundaban en sus páginas).
      El viaje de Bierce a México, a fines de 1913, cuando ya tenía 71 años de edad, está envuelto en el misterio. Una de las versiones es que en Ciudad Juárez se unió al ejército de Pancho Villa como observador, y que fue testigo de la Batalla de Tierra Blanca. Habría llegado hasta Chihuahua siguiendo a los soldados de Villa. A partir de ese momento, se pierde todo rastro.
       Una tradición oral que circula en Sierra Mojada, Coahuila, es que Bierce fue ejecutado en el cementerio local por un pelotón de fusilamiento. Otros dudan de la historia. Pero, como decía un periodista en la película The Man Who Shot Liberty Vance, “Cuando en el Lejano Oeste nos dan a elegir entre la verdad y la leyenda, nosotros imprimimos la leyenda”. Y la leyenda es que Bierce se despidió de la vida con este ejemplar obituario: “Ser un gringo en México, ¡Ah, qué bella forma de eutanasia!”





[i] Basic Books, Nueva York, 2002.

 


miércoles, 23 de julio de 2014

El romance de los objetos


Mario Szichman

      La mejor película que Alfredo Hitchcock nunca pudo filmar comenzaba con un asesinato registrado a bordo de un vehículo. El cadáver surgía de la nada. Según le explicó Hitchcock a Francois Truffaut, su idea era iniciar la proyección mostrando una línea de ensamblaje en una fábrica de automóviles. Primero aparecía un chasis. Poco a poco, se le iban añadiendo partes. Finalmente el vehículo, totalmente armado, se detenía en la meta final de la línea de ensamblaje. Un imperturbable operario, de guardapolvo blanco, portando en su mano izquierda una tableta metálica con sujetapapeles, abría la puerta del conductor. Del interior surgía un cadáver que se derrumbaba en el suelo.
      Es la imagen inexistente más nítida que recuerdo de Hitchcock. El director no pudo llevar adelante el proyecto pues era imposible explicar cómo aparecía ese muerto en la línea de ensamblaje.
      Hitchcock, como todo gran narrador, sabía que ninguna narrativa se sostiene sin props. La palabra en inglés es una abreviación de property. En la escenografía teatral un prop es un accesorio. Cualquier objeto puede convertirse en un prop si ayuda a la narración. Puede ser desde la pipa curvada de Sherlock Holmes hasta una carroza emplazada en el centro del escenario. Un bastón es un prop si ayuda a identificar a un personaje. Tal vez un anciano puede requerir un bastón en una representación, pero no siempre. Un hombre elegante, que posee un excelente estado atlético, tal vez necesita del bastón como atributo de elegancia. Un cortapapeles puede servir para que un hombre juguetee con él entre sus manos, mientras reflexiona, o enuncia conjeturas, y también para incriminarlo cuando ese mismo objeto aparece clavado en el pecho de una víctima.
      Hitchcock tenía predilección por los grandes props. En North by Northwest el prop es el Monte Rushmore, donde se han esculpido los rostros de algunos famosos presidentes norteamericanos. Allí Cary Grant lucha contra sus perseguidores, y en un momento, como Gulliver en el país de los gigantes, se desliza por el rostro de uno de los presidentes. En Saboteur hay dos extraordinarias escenas, una donde el asesino lucha con el protagonista dentro de la cabeza de la Estatua de la Libertad, y la otra en que un enorme barco aparece varado, como una ballena muerta, en la rada de Nueva York.
      Cualquier tipo de narrativa, casi tanto como el teatro o el cine, necesita de props para anclar un personaje a una trama. Peter Rabe, un extraordinario escritor de mysteries, usaba un prop líquido, el café, para estructurar un personaje. En Kiss the Boss Goodbye, descubrimos uno de los hábitos del protagonista porque siempre está bebiendo café tibio o frío, nunca en su punto.
      Nunca necesité tanto de los props como cuando escribí La región vacía. Aunque Nueva York es la ciudad en la que más he vivido, no la conozco como realmente se conoce una ciudad: como cualquier turista. En realidad, nunca antes había escrito sobre una ciudad mientras vivía en ella. Escribí mi trilogía del Mar Dulce, que transcurre en Buenos Aires, mientras vivía en Venezuela. Escribí mi trilogía de la patria boba, sobre la guerra de independencia en la Gran Colombia, cuando me mudé a Estados Unidos. Escribí sobre la Revolución Francesa sin vivir en Francia. Pero con La región vacía decidí arrojarme al agua. Pues el tema, los ataques a las torres gemelas registrados el 11 de septiembre de 2001, era para mí una constante obsesión. Empecé a escribir sobre el ataque a las torres gemelas del World Trade Center ese mismo 11 de septiembre de 2001. Era un despacho para el periódico Tal Cual, de Venezuela. A lo largo de estos años llené varios centenares de páginas con mis experiencias, y escribí un libro de non fiction, que nunca publiqué. La región vacía no figuraba en mis planes narrativos. Pensaba que el tema merecía el formato de un ensayo.
      En el 2013, Carmen Virginia Carrillo, quien se encarga de la edición y reedición de mis novelas desde hace tres años, me sugirió una forma de lidiar con el tema. Volví entonces a revisar algunas de las historias que había escrito sobre el 9/11, y empecé a poblar la narración de personajes neoyorquinos. Fue una experiencia muy enriquecedora, y debo reconocer que de no ser por la profesora Carrillo, La región vacía seguiría en la etapa de proyecto. (Como también mi previa novela, Eros y la doncella).

EL CONTRAFUERTE DE LA ESCRITURA

      Desde el principio sabía quienes serían mis personajes, algunos famosos, como Osama bin Laden, dos o tres de los piratas aéreos, y obviamente, el presidente George W. Bush. Pero el centro de la trama debía consistir en seres que habían sido afectados por el episodio de manera pasiva. En un caso, la madre de dos jóvenes ejecutivos que morían en las torres. En el otro, un periodista capaz de cumplir una doble función: ser testigo del episodio, y al mismo tiempo, participar en la búsqueda que hacía la madre, de los instantes postreros de sus hijos.
      Anudar la vida de esos personajes centrales no fue difícil. Georges Politi nos asegura que sólo existen treinta y seis situaciones dramáticas. La otra parte fue más difícil, aunque las recompensas fueron numerosas: conseguir los props.
      La imaginación funciona de una manera bastante rara. Durante muchos años, me quedé prendado un libro escrito por David Viñas. No debe haber sido uno de los mejores, pues no recuerdo ni la trama ni el título, pero sí evoco con nitidez la apertura de cada capítulo. Constaba de una imagen de algún objeto fácilmente reconocible en Buenos Aires. Uno de ellos era un boleto de colectivo, esos boletos, como cualquier ticket de un pasaje, parecían simbolizar Buenos Aires. El conductor del colectivo, un autobús pequeño, entregaba a cada viajero un boleto, a cambio del dinero que le tendía para pagar el pasaje. En Nueva York no existen esos tickets, pero sí sucedáneos. Son trozos de cartulina. Algunos tienen formas de señaladores donde queda registrado el día y la hora de adquisición del pasaje, así como la ruta. De inmediato se me ocurrió que ese prop podía tener una función dramática, informar de varias cosas a la vez. La protagonista es una gran lectora, y usa esos tickets para marcar la página de cada libro donde interrumpió la lectura. Un día, descubre en uno de sus libros que ha señalado dos páginas con dos tickets. Uno de los tickets tiene la fecha del 10 de septiembre de 2001, un día antes del ataque a las torres. Cuando empieza a rebobinar su película personal, la protagonista recuerda de repente un episodio que tuvo como protagonista a uno de sus hijos y que la hizo abandonar la lectura. El episodio guarda un terrible secreto …
      Si estuviera redactando un folletín, éste sería el momento de escribir: “Continuará en el próximo episodio”. Por ahora me limito a señalar que cada narración requiere una estrategia diferente, y son distintos los elementos que la apuntalan. Recién con La región vacía descubrí el romance de los objetos. A veces, lo más cotidiano y banal puede convertirse en una prueba de amor, o en un instrumento letal.
      Un ejemplo, mis domingos comienzan en la madrugada –soy un insomne tempranero– y cuando a las 5:00 de la mañana abro la puerta de mi apartamento tropiezo con ese colosal ensamblaje de papel que es The New York Times. Otros lectores pasan toda la mañana revisando sus páginas. Yo demoro una media hora en librarme de ellas. Comienzo por los anuncios en colores de las grandes tiendas, sigo con los avisos de los supermercados plagados de cupones, desecho las páginas deportivas, pues las reseñas dedicadas al fútbol (soccer, le dicen aquí, para diferenciarlo del fútbol americano) son magras, y continúo con las partes de artes y espectáculos. Algunas reseñas de filmes son buenas, pero el resto de esas páginas están habitadas por anuncios de películas, de obras de teatro, de galerías de arte (acompañados de vernissages) y de programas de televisión. Cada aviso está destinado a exaltar la octava maravilla del mundo. Una vez deposito la sección de bienes raíces en el umbral de mi vecina, una broker que trabaja en Manhattan, y me independizo de la sección Metropolitana, de la sección de automóviles, de la sección de viajes, de la deprimente sección dedicada a la reseña de libros, de las satinadas páginas de la revista dedicada a la moda, y de las secciones de avisos intercaladas entre los avisos emplazados en las secciones, me quedo finalmente con el primer cuerpo. El colosal periódico ha quedado reducido a la sección internacional, la sección nacional, las páginas de opinión y los obituarios. (Como detalle interesante, muchos obituarios se escriben en colaboración con los futuros difuntos, y se van actualizando periódicamente, hasta que llega el gran día).
      Como la economía, el pronóstico del tiempo, y las agencias de inteligencia, los periódicos norteamericanos son absolutamente imposibles de manejar. Uno de los inmortales gags de Buster Keaton lo muestra sentándose en un banco de plaza llevando un periódico plegado que tiene el tamaño de una estampilla. Keaton lo va desdoblando, y el periódico va asumiendo gigantescas dimensiones, hasta que envuelve totalmente al actor, de la cabeza a los pies.
      Creo que Mallarmé decía que todo ocurre primero en la vida, y finalmente en un libro. Pues hace algunos años, el novelista Don DeLillo escribió una novela basada en un hecho real: la historia de dos hermanos que vivían en un apartamento de Manhattan y se la pasaban acumulando diarios y revistas, hasta que crearon una gigantesca pila que cayó sobre sus cabezas y los mató. (Anatole France pronosticó el evento en una de sus novelas, creo que en La isla de los pingüinos, en que el archivista de una biblioteca moría aplastado por libros).
      En un país donde el único lema que parece haber perdurado es “Big is better,” cuando más grande mejor, nadie que comienza atildado y pequeño puede perdurar. Basta ver los vasos de papel encerado en que sirven las bebidas gaseosas. Algunos tienen la estatura de un niño. Pero ese fastidio dominical ha sido un alivio a nivel de la escritura. Porque mi protagonista, además de encontrar huellas de un episodio incómodo en un simple ticket de autobús, padece el drama de los avisos, y colecta cupones, el pan nuestro de cada día de los voluminosos periódicos.
      Por alguna extraña razón, los cupones para ahorrar dinero siempre contribuyen a que uno gaste más dinero. Cada cupón es como una puerta trampa que abre el camino al derroche. El otro día vi una oferta de fideos fetuccinis. Cada paquete costaba 1,89 dólares. Podía comprar diez paquetes por diez dólares. Pero uno no come fideos sin algún aditamento. Esa semana, diferentes salsas para pastas habían subido de precio. También el queso parmesano. Al final, era más barato comer caviar de Beluga que fetuccinis.
      Pero estamos hablando de productos perennes. Uno puede almacenar pasta seca durante meses. En cambio, las ofertas de productos perecederos son aún más tramposas. Involucran fechas de vencimiento. De repente, mi protagonista descubre que esos cupones le están arruinando la vida.  Si no se libera de ellos, acabará como la protagonista de Codicia, el extraordinario filme de Erich von Stroheim, donde una bella mujer termina envejecida, enferma, semi ciega, por su acumulación de monedas de oro.
      No toda narración se presta al romance o a la tragedia de los objetos. Pero cuando se los puede utilizar en su encarnación humana suelen descorrer el velo de la alienación mejor que varios tratados de filosofía.


domingo, 20 de julio de 2014

Dobles



 Mario Szichman


      Tal vez el mayor acto de reconstrucción quirúrgica fue ordenado por Liberace, el flamboyant pianista, quien reprodujo a su amante, Scott Thorson, como una versión juvenil y mejorada de sí mismo.[i] Y quizás el mayor acto de rechazo a la muerte es la continua reaparición de Elvis Presley en diferentes partes de Estados Unidos. Los sightings de Elvis se rastrean en los sitios más insospechados, aunque el predilecto sigue siendo un motel emplazado en una carretera secundaria.
     Repetir nuestra imagen en otros seres humanos, o impedir que se vayan de este mundo, es un delirio recurrente. Cada año el mundo se puebla de nuevos inmortales, usualmente seres a quienes su corta vida les impidió cometer todos los desaguisados que estaban urdiendo. Algunos se han eternizado en la figura de comandantes.
      Esa necesidad de duplicar la vida en otras vidas, o la vida en la muerte, es un elemento esencial en la literatura. El modelo imperfecto del ser que Liberace recreó en su amante fue anticipado por el monstruo que inventó el doctor Frankenstein. El cantante apostado a la entrada de moteles es la última secuela de un subgénero: el del ser original que no murió, y cuyo doble se sacrificó como un bonzo. La trama ha sido reiterada hasta el cansancio en las historias alternativas.
      Cada vez que alguna celebridad aparece tiesa en un ataúd abierto, hay un noventa por ciento de posibilidades de que los testigos atribuyan el cuerpo a un impostor. Ocurrió con Rodolfo Valentino, con John Dillinger, con Bela Lugosi (quizás el difunto más famoso de la historia del cine, gracias a que exigió en su testamento ser maquillado como Drácula en su instante postrero, y envuelto en la capa). En todos esos casos, quienes desfilaron frente a los ataúdes aseguraron a la prensa que el difunto era otro. O era más largo o más corto, o más delgado, o más fornido, o le sobraba peso, o el color de los ojos era diferente.
      En fecha más reciente, algo similar ocurrió con Heinrich Himmler, una de las figuras más siniestras del Tercer Reich. Himmler se suicidó en mayo de 1945, tras su captura en Lüneburg, Alemania. Entre quienes presenciaron su muerte figuraba el médico que intentó salvarle la vida extrayéndole de la boca una pastilla de cianuro. Además, se tomaron fotografías de su cadáver, para que no quedara duda alguna. Por supuesto, proliferaron las dudas. Un historiador muy respetado, Hugh Thomas, dijo que el muerto era el doble del jerarca nazi.  Himmler tenía una cicatriz en forma de “Y” en su mejilla izquierda, tras un duelo con espada. En el cadáver no había cicatriz alguna. Y de esa manera, el supuesto doble otorgó al original la vida eterna.
      Son pocos quienes se preguntan por qué diablos un impostor se va a inmolar para beneficio de un ser notorio, pero esa duda parece ser una de las peculiaridades del ser humano. De ahí la figura del doble, un elemento esencial en la literatura. Algunos de sus más conocidos cultores incursionaron en el subgénero. Si bien en la literatura clásica el doble fue un elemento importante en las comedias (de las 20 obras de Plauto, cinco trabajan el tema del doble), en la literatura moderna el personaje es siempre siniestro. Tenemos El doble, de Fiodor Dostoievski, que para Vladimir Nabokov es la mejor novela del autor ruso (prefiero Crimen y Castigo y Memorias del Subsuelo), el William Wilson de Edgar Allan Poe, El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, El Horla,  de Guy de Maupassant, y especialmente  Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson. En este último caso, el argumento pareció generar una obsesión muy particular.
      Stevenson escribió la primera versión como un poseso, en apenas tres días. Cuando su esposa leyó el relato se sintió tan horrorizada que le ordenó destruir el manuscrito. Stevenson acató la orden de manera sumisa. Años después, en otro acceso de furia creadora, volvió a escribir Doctor Jekyll y Míster Hyde, también en tres días. Al parecer, no le cambió una sola coma, pero en esa ocasión envió el texto directamente a la imprenta, y logró librarse de su alucinación. O tal vez para ese momento ya se había librado de su esposa.
      ¿Por qué esa fascinación con el doble? En el caso de Liberace, uno podría pensar que su intención de forjar a Thorson a su imagen y semejanza (y perdonen el francés) era fornicarse a sí mismo. Con Elvis Presley las razones son diferentes. Tal vez están vinculadas –aventuro una hipótesis– a su registro de voz. De Carlos Gardel dicen que cada día canta mejor. Tal vez ocurre lo mismo con Elvis. Si ha mejorado su voz, es obviamente porque está vivo. (Por cierto, hay una excelente novela de Sergio Ramírez sobre un Carlos Gardel que ha sobrevivido al accidente aéreo de Medellín y deambula por alguna parte de nuestra vasta geografía, esquivando a los seres humanos, ocultando las horribles heridas en su rostro. Un poco como el fantasma de la Ópera).
      Una figura que no ha sido explorada plenamente en la literatura es un pariente bastante cercano del doble: el imitador. (Más exitosa, más siniestra, es la marioneta que termina controlando al encargado de mover su cabeza y abrir y cerrar su boca a través de la inserción de una mano en su cuerpo de madera). Tal vez una tardía aceptación del look alike ocurrió durante la segunda guerra mundial, cuando jefes de estado y afamados generales consiguieron impersonators encargados de realizar acciones que trastornaran los planes del enemigo. Ese fue el caso del general británico Bernard Montgomery, substituido en algunos teatros de guerra por el actor Clifton James.  El impostor causó incontables problemas.  Era un alcohólico (Montgomery era abstemio). Además, le faltaba un dedo en su mano derecha y hubo que fabricarle una prótesis para cubrirle el dedo inexistente. Pero la réplica del dedo ausente era tan exagerada que el falso Montgomery se la pasaba escondiendo la mano. Caminaba con la mano en el bolsillo todo el tiempo. Debido a sus borracheras, el impostor perdía el equilibrio con gran facilidad. No pasaba día sin que se le incorporara un nuevo moretón.
      Dicen que Stalin tuvo cuatro dobles, y Adolf Hitler al menos uno. Charles Chaplin, que tenía una increíble semejanza con Hitler, como lo demostró en El Gran Dictador, no era bueno para parecerse a sí mismo. Hay una famosa anécdota según la cual Chaplin ingresó de incógnito en una competencia de quien se parecía más a él, y llegó en vigésimo lugar.

EL DOBLE Y OTRAS SORPRESAS

      Sin embargo, en los escritores antes mencionados, parecería primar otra necesidad, la de obligar a sus protagonistas a participar en dos vidas a la vez. Es lamentable que solo tengamos una íngrima oportunidad de recorrer esta tierra. Sería sensacional contar con un botón para rebobinar la película al finalizar el primer rollo. De esa manera, tras perpetrar todos los disparates que cometemos en nuestra encarnación de seres humanos, podríamos vivir una segunda, filosófica vida, esquivando los errores del pasado. El doble sería nuestra opción de delegar en “el otro yo” nuestras fallas, no solo espirituales sino físicas. En el relato de Oscar Wilde, Dorian Gray conserva su belleza, mientras la imagen que le devuelve el espejo es el de un ser que porta el vicio en su rostro. En otros casos, como en El Horla, o en El doble de Dostoievski, el original transfiere a su duplicado la inmersión en la locura. En Doctor Jekyll y Míster Hyde, el doctor es un ser irreprochable, y Hyde un asesino. En todos los casos, la intención de los autores era ahondar en nuestra mente y en nuestras motivaciones y dar franqueza a nuestra conducta. Dicen que lo más profundo es nuestra piel. Apenas la fastidian de manera adecuada, y nos incitan a responder a los agravios y contamos con las herramientas o con las convicciones necesarias, no hay crimen que no seamos capaces de cometer. La historia del siglo veinte ha demostrado que eso es viable no solo con individuos sino especialmente con pueblos.



[i] Behind the Candelabra: My Life With LiberaceThorson aseguró en su biografía que optó por hacerse cirugía plástica a fin de parecerse a Liberace. No porque esa fuese su intención, sino para complacer a su amante.