miércoles, 29 de noviembre de 2017

Cortinas flameando al viento (Relato)


Mario Szichman

–1–

Pogrom de Kielce, Polonia, Tras la segunda guerra mundial 
Entierro de ataudes 

En el invierno de 1943, mi tren se detuvo en la estación de Kloplotz.  Todas las ventanas del gueto estaban abiertas. Sus andrajosas cortinas flameaban al viento. Por la ventanilla del tren vi a un hombre subir rápidamente a mi vagón. Apenas el tren se puso en marcha, el extraño me dijo:
–Seguramente usted querrá saber qué ocurrió con los judíos de Kloplotz–. Sus dientes castañeteaban de frío.
–No necesariamente—le respondí. Eran tiempos difíciles. Algunas personas formulaban preguntas por motivos perversos. Otras, hacían trabajos chapuceros que ponían la vida en peligro. El hombre que me vendió un pasaporte alemán lo estropeó, fijando mi foto del permiso de residencia  con grapas oxidadas. Los documentos otorgados por las autoridades alemanas usaban grapas de acero inoxidable.
–No se preocupe: soy un id[i] , como usted– me dijo el hombre frotándose las manos para entrar en calor. Antes de que abriera la boca, desdeñó mis potenciales disculpas con un movimiento nervioso del hombro, un giro de la cabeza y la oferta de una sonrisa. Era un gesto que sólo podía emanar de alguno de los nuestros. Al verme más tranquilo, me contó la extraña desaparición de los judíos de Koplotz.
–No fue un pogrom, o una redada hecha por soldados del Tercer Reich. Tampoco fue el resultado de una mala lectura del momento judío– me dijo el hombre.
– ¿Qué momento judío?
–Temo que usted es un cosmopolita. Debe haber pasado mucho tiempo viviendo en Varsovia ¿O fue en Bucarest?
–Nací en Viena.
 –Sí, un cosmopolita de Viena. Esos judíos vieneses están tan interesados en asimilarse que nunca se preocupan por el momento judío.
Enseguida mostró gestos de simpatía para que sus palabras no sonaran muy duras.
–Pero en los shtetls[ii] , la cosa es diferente—añadió. –Siempre llega el momento en que presentimos una catástrofe. La hemos bautizado: “el momento judío”. Cuando los idn de Kloplotz sospecharon que el momento judío estaba a punto de atravesar el shtetl, decidieron huir. Una vez advirtieron el error, ya era muy tarde para retornar. Por lo tanto, continuaron su éxodo y algunos se las arreglaron para salvar sus vidas. En cuanto a lo que ocurrió con el resto... Bueno, prefiero pensar en los sobrevivientes.

–2–                            


Al día siguiente de la noche de los cristales rotos en Alemania          

Fue Moishe el Umruhik[iii]  quien aventuró la posibilidad de que el momento judío estaba a punto de llegar a Kloplotz, me dijo el extraño. Según le explicó a Ianquele el herrero, sus sospechas se habían acrecentado al descubrir que los goim [iv]se abstenían de contar chistes antisemitas.
Sin soltar la pata del caballo que estaba por herrar, Ianquele le preguntó a Moishe:
–¿No será por el clima? La gente se pone muy rara cuando el clima no se acomoda a las estaciones.
¿Y cómo explicaba Ianquele el extraño incidente con Vatia?
Ianquele nada había oído del incidente.
–Cuando Vatia fue ayer a la panadería, el matón del pueblo se le acercó– dijo Moishe.
–Se lo tiene merecido– comentó Ianquele. El caballo, muy paciente, seguía con la pata apoyada en la rodilla del herrero. –Vatia no debería salir sola a la calle. Tiene dieciséis años. ¿Donde estaban sus hermanos?
–Es imposible convencerla de que necesita escolta—dijo Moishe. `Yo sé muy bien cómo defenderme´, dice. Desde que se hizo sufragista, está llena de ínfulas. Hasta se cortó el cabello a la garçon. Bueno, lo que ella cree que es a la garçon. El hermano mayor le puso una taza en la cabeza, y cortó todo el cabello que sobraba.
–Hay que tenerle paciencia. Es joven.
–El matón del pueblo hizo algunos comentarios muy desagradables. ¿Y qué hizo Vatia? Le pegó una cachetada y después fue a la comisaría y presentó una denuncia...
–...Seguro que le hicieron pasar la noche en la cárcel—intercedió Ianquele.
–Nada de eso.
–...Y la obligaron a limpiar el piso de la comisaría con un cepillo de dientes...
–Está equivocado...El propio jefe de policía ordenó arrestar al matón.
Por primera vez, Ianquele dejó de observar la pata del caballo.
–¿Quién te dijo eso?
–Tengo mis fuentes– alardeó Moishe. – No solo eso. Quien pasó la noche en la cárcel fue el matón.
–Eso es imposible.
–Hay más: al día siguiente, el matón recibió una citación. La semana que viene tiene que presentarse ante un tribunal.
 –¿Puedes garantizar la seriedad de tus fuentes?—lo conminó Ianquele.
–Claro que sí.
–En ese caso, voy a convocar a la Kehilla[v] . Me temo que el momento judío se está acercando a Kloplotz. La cortesía de los funcionarios públicos siempre precede a un pogrom.

–3–


Caricatura antisemita. Archivos de Yad Vashem

Esa noche, todos los judíos de Koplotz se congregaron en la sinagoga, que recordaba a un anfiteatro romano luego que una explosión de origen desconocido había volado el techo.
Los dos secretarios: Leibele el afligido, y Duveth el jovial, se encargaron de registrar los procedimientos.
Primero Leibele leyó en tono sombrío una lista de 42 comunidades judías situadas dentro de la esfera del Gobierno General de Polonia en las cuales habían suspendido la narración de chistes antisemitas. Se oyeron murmullos de consternación.
Leibele cedió el podio a su amigo Duveth el jovial.
 Duveth se levantó de su silla, agradeció a Leibele su cortesía, y anunció que tenía una noticia para levantar los ánimos: aunque habían cesado de contar chistes antisemitas en la zona, abundaban en varios países de Europa oriental. Le habían relatado algunos que ponían los pelos de punta. Inclusive uno de ellos había hecho reír a un oficial nazi de alta graduación. Luego, Duveth extrajo una libreta de apuntes. Según sus cálculos, en el presente año fiscal los chistes antisemitas habían aumentado en un 21 por ciento. Además, se habían triplicado las denuncias antisemitas acusando a los judíos de fabricar pan ázimo con la sangre de bebés.
La audiencia continuó afligida, pese a las alentadoras palabras de Duveth. Uno de los asistentes le reprochó tomar en cuenta solo la macroeconomía, y olvidar la coyuntura.
Tras una pausa de quince minutos en que circuló aguardiente fermentado con cáscara de papas y una bandeja con minúsculos trocitos de arenque, la congregación convocó a sus expertos en pogroms.
El primero en subir al podio fue Jeremías el metafísico. Su última hipótesis provenía del gran filósofo griego Xenón de Eleas. Las paradojas de Xenón, explicó Jeremías, demostraban la imposibilidad de que los miembros de la Asociación Patriótica de Ucrania pudiesen causar un pogrom en Kloplotz.
–Todos los presentes estarán de acuerdo conmigo en que un pogrom solo es posible cuando los patriotas ucranianos vienen montados a caballo– explicó Jeremías. –Bueno, Xenón de Eleas ha demostrado que un caballo que sale del punto A, nunca puede llegar al punto B. En este caso, debemos imaginar que el punto B es Kloplotz. Bueno, es matemáticamente imposible que el caballo pueda llegar. Sin importar la distancia a ser atravesada, siempre se puede dividir por la mitad. Y así sucesivamente.
La exposición de Jeremías no convenció a nadie. Uno de los concurrentes recordó la prisa con que los caballos pogromistas solían llegar al shtetl.
Luego, le tocó el turno a Shatke el escéptico. Shatke era un viejo rival de Jeremías, y cuestionaba el cauteloso método de su rival para pronosticar las vísperas de un pogrom.
Aunque el defecto de Shatke era su inveterado recelo, su fortaleza consistía en su detección de señales imperceptibles. En ocasiones desechaba pogroms que una comunidad consideraba inevitables. En otras, era capaz de anticipar un baño de sangre imposible de percibir. Un pogrom nunca ocurría de manera súbita, sino en el curso de varias semanas, y en diferentes lugares. Un día se registraba una violación, una semana más tarde un matón se emborrachaba, dos meses después algunas vacas aparecían envenenadas, el cielo se teñía de rojo, y alguien olvidaba apagar la estufa de leña en la sinagoga, etcétera, etcétera.
–¿Cómo podemos saber si la escasez de chistes antisemitas indica que ha llegado el momento judío?– preguntó Shatke a la audiencia. –Nadie se ha preocupado por averiguar la recurrencia de los diptongos en las amenazas de muerte.
–No hay tiempo para eso– le recordó Ianquele.
–Es lo primero que analiza Tinianov—insistió Shatke. –La recurrencia de diptongos.
–No es lo mismo analizar la composición del poema Eugene Oneguin, que una incursión de las Centurias Negras—insistió Ianquele. Las Centurias Negras volcaban su patriotismo en la cacería de judíos.
–Bueno, si ustedes no están satisfechos con mi método, le pueden preguntar a Joshua. Tal vez su prognosis sea más acertada– dijo Shatke, y alzando la nariz se dirigió a su sitio en silencio, mientras ignoraba los elogios de algunos judíos. Estaba furioso con Joshua. Con sus técnicas de mercadeo, el advenedizo había adquirido una fama que no se compadecía con su práctica.
–Por favor, Shatke, no te ofendas– le rogó Ianquele. –Nadie duda de tu experiencia. Propongo un voto de aplauso por la magnífica exposición del amigo Shatke.
Solo Ianquele aplaudió.
Joshua era seguidor del químico ruso Mendeleyev, el creador de la tabla periódica. Mendeleyev había organizado los elementos químicos según sus pesos atómicos, pronosticando así la existencia de elementos aún desconocidos. Siguiendo el método de Mendeleyev, Joshua había creado una tabla periódica en la cual incluía la cifra de personas muertas en cada pogrom y la multiplicaba por las sinagogas profanadas. Eso a su vez era dividido por la longitud y latitud del lugar en el que había ocurrido el pogrom. La raíz cuadrada brindaba un factor constante que Shatke había designado “El momento judío kloplotziano”.
–Todo está muy bien, Joshua –le dijo Ianquele el herrero- Pero basado en tus cálculos ¿cuántos días tenemos para huir antes que llegue el pogrom?
 –Sin tomar en cuenta la recurrencia de diptongos, yo calculo dos días– dijo Joshua. La audiencia quedó consternada. Por primera vez alguien se animaba a fijar una fecha.


–4—


Al día siguiente, los líderes de la comunidad de Kloplotz acordaron enviar a Ianquele a Varsovia, donde delegados de todo el mundo se habían reunido para discutir la amenaza de diferentes momentos judíos.
Gracias a una colecta, pudo recaudarse dinero suficiente para que Ianquele pudiera viajar parte del trayecto dentro del vagón de un tren.

Dos días antes que se cumpliera el plazo fijado por Joshua, los judíos de Kloplotz recibieron una carta enviada por Ianquele desde Varsovia.
 Tras ofrecer en su esquela algunos detalles de su accidentado viaje a la capital polaca, donde varios perros hostigaron su trasero, Ianquele explicó que los delegados de Moscú y Nueva York reprocharon a los judíos de Kloplotz sus ínfulas. La coyuntura era más importante que el improbable momento judío en Kloplotz .
Cuando Ianquele  informó que los judíos de Kloplotz estaban alarmados por la ausencia de chistes antisemitas, el delegado de Moscú le señaló que debían imitar el ejemplo de la Unión Soviética: el genio de Stalin había encontrado la solución dialéctica en el tercer volumen de sus obras selectas. En ese momento intervino el delegado de Nueva York. Dijo que el regocijo por oír chistes antisemitas era propio del auto-odio que aquejaba a muchos judíos de Kloplotz.
Cuando Ianquele intervino para insistir en la posibilidad del estallido de un momento judío en Kloplotz, hubo una rechifla generalizada.
 El delegado de Nueva York le pidió a Ianquele que tuviera la humildad de los judíos de Buenos Aires. Aunque les habían atacado tres sinagogas en el último mes, seguían reclamando el irrestricto respeto a los judíos en territorio de la Unión Soviética. Eso había sido muy elogiado por las autoridades militares argentinas, quienes consideraban a los judíos casi como sus compatriotas. No descartaban ofrecerles algún día el permiso de residencia.
El delegado soviético, por su parte, recordó la directiva 101 del camarada Stalin. Todos los chistes antisemitas habían sido reemplazados por narraciones que describían a pioneritos participando en las cosechas del último Plan Quinquenal.


–5–
Ataudes de víctimas del pogrom de Kielce. Julio 1946

Ianquele retornó a Kloplotz en medio de la noche, sujetando con disimulo un cojín que apoyaba en el sector donde había sido embestido por los perros. Cada vez consideraba más inevitable el pasaje del momento judío por el pueblo. En varias partes de Europa, los judíos visitaban lugares y tomaban fotos, persuadidos de que esa sería la última ocasión en que verían a sus familiares, o dormirían en sus viviendas.
Ianquele se dirigió en primer lugar a la vivienda de Leibele el afligido.
–Parece que habrá que abandonar Kloplotz—le dijo Ianquele suspirando.
–El momento judío no podía llegar en peor ocasión– se quejó Leibele. –Justo cuando estaba por dar el seminario. Mira, mira esto– añadió, tendiendo a Ianquele un papel apergaminado.
 Ianquele arrimó a la nariz sus lentes con las patillas plegadas, y comenzó a leer. El seminario trataría los siguientes puntos:
A) El sufrimiento: una perspectiva judía.
B) El sufrimiento en general y el libro de Job, que es para retorcerse las manos de angustia.
C) El sufrimiento a través de las edades.
D) Sufrir por la causa justa.
E) Sufrir por la causa equivocada.
F) El sufrimiento físico, incluyendo la ruptura de hernias.

¿Piensas quedarte en el pueblo?– le preguntó Ianquele a Leibele.
–Todavía no lo sé. Hay mucha información, pero poca evidencia.
–¿Tienes alguna idea?
–Tal vez no quieren desalojarnos por lo que somos sino por lo que tenemos.
–¿Qué tenemos? No tenemos ni donde caernos muertos.
–Tal vez estamos viviendo en una zona que se ha hecho valiosa de repente. Quizás descubrieron oro, vaya uno a saber.
–No lo había pensado– dijo Ianquele alzándose de la tambaleante silla y abandonando la casa de Leibele con el cojín bajo el brazo. No permitió que el anfitrión lo acompañara hasta la puerta.

Ianquele comenzó a caminar sintiendo un gran peso en el corazón. Y de repente, se encontró en un callejón sin salida. ¿Sería algún tipo de premonición? Porque Duveth el optimista vivía en la segunda casa del callejón sin salida, a partir de la esquina.
Aunque el infeccioso entusiasmo de Duveth irritaba a Ianquele, al menos esa noche necesitaba consuelo.
Ianquele tocó la campanilla en la puerta de entrada. Ningún sonido salió del artefacto. Probó una segunda vez sin oír respuesta. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió de manera abrupta.
Ianquele estuvo a punto de lanzar un grito. Duveth ahogó el grito poniendo un trapo húmedo en la boca de Ianquele, y lo arrastró al interior de la casa.
–Casi me matas del susto– dijo Ianquele en un susurro mientras Duveth lo empujaba hacia la ensombrecida sala de estar. –La campana en la puerta de entrada no suena.
–Oh, me había olvidado de quitarle esto– dijo Duveth mostrando el trapo húmedo que había usado para ahogar el grito de Ianquele.
–No luces muy bien– dijo Ianquele mientras Duveth el optimista comenzaba a llenar dos vasos con un líquido aromático.
–Prueba esto– le dijo Duveth tendiéndole el vaso. –Te sentirás mejor. ¿Qué haces con ese almohadón?
–Tiene buen gusto– dijo Ianquele tras probar el licor. Luego giró la cabeza hacia atrás–Los perros de Varsovia son una cosa seria.
–Tienen fama de antisemitas.
Ianquele tomó un sorbo más del licor. –¡Qué gusto tan raro para ser una bebida blanca—comentó.
–Los italianos lo llaman grapa. Se lo compré a un gitano. Me pone todavía más optimista que en épocas normales.
–¿Un gitano? Ahora que lo pienso, ¿Te fijaste que los gitanos se han convertido en los preferidos de los zhlobs?[vi] ? Eso me preocupa.
–¿Preocuparte? ¿Por qué? No hay nada por qué preocuparse– De repente Duveth quedó inmovilizado. –¿No oíste algunos ruidos? ¿Cómo el galopar de caballos?
–No, no escuché nada.
–Bueno, debe ser mi imaginación. Aunque  no se puede tener imaginación y ser un optimista como yo. ¡Dios mío, qué contento que estoy! ¿Un poco más de grapa?
–No, por favor– dijo Ianquele poniendo la mano sobre el vaso, pero Duveth ya había comenzado a verter la grapa y le mojó la mano.
 –Bueno, seguramente mi pobre imaginación escuchó los caballos... Aquí tienes, límpiate con esto– le dijo Duveth tendiéndole el trapo que había usado antes para acallar el sonido de la campana. –Nunca estuve más contento en toda mi vida. Joshua me estuvo explicando el teorema de los binomios de Newton.
–Duveth, creo que tendrías que comer algo. No es bueno tomar tanto con el estómago vacío– dijo Ianquele al ver que Duveth empezaba a beber directamente de la botella.
–Por cierto– continuó Duveth cada vez más animado –¿Sabías cuantas piedras se necesitan para matar a una persona? Cincuenta y seis. Eso, de acuerdo al teorema de Newton. Ah, y además se necesitan diez zhlobs, cada uno de ellos con brazos como los de Sansón. Como te darás cuenta, eso es imposible. Si tienes un momento, te puedo explicar el teorema de Newton en un pizarrón.
Ianquele le dijo que no, que tenía una idea general, y se despidió de su amigo.
–Mi casa está a la orden. Y por muchos años– dijo Duveth sonriendo, mientras la nuez de Adán le subía y bajaba por la garganta.
Cuando Ianquele abandonó la casa, vio que Duveth se acercaba furtivamente a la campana y volvía a insertar el trapo húmedo. Posiblemente no quería que ruido alguno lo distrajera del que debían hacer potenciales caballos pogromistas galopando por el shtetl.

 –6—

A la mañana siguiente, cada judío de Kloplotz despertó en un estado lamentable. Muy pocos habían podido dormir, tras enterarse que los zhlobs del pueblo habían convertido a los despreciados gitanos en sus favoritos tras muchos años de repudio. La última barrera entre los judíos y un pogrom había desaparecido.
Cuando se volvieron a reunir en la sinagoga, Joshua dijo que había revisado sus cálculos. Era necesario adoptar una resolución en menos de veinticuatro horas. Pero antes de decidir, propuso enviar al pueblo a Moishe el Umruhik, para que evaluara el ambiente.
Moishe visitó a varios zhlobs conocidos por su intransigencia. Se sorprendió por su cortesía y placidez. Y para completar las cosas, uno de los zhlobs, que un mes antes había acusado a una gitana de robarle dinero tras decirle la buena suerte, formuló respetuosos comentarios sobre los gitanos, su vida, costumbres y leyendas.
Cuando Moishe fue a la sinagoga e informó que los zhlobs habían cancelado no uno sino dos prejuicios al mismo tiempo, la congregación decidió huir.

 –7—

Una hora más tarde, todos los habitantes de Kloplotz habían empacado sus pertenencias. Las salpicaduras de lodo de los carruajes que abandonaban el pueblo continuaron hasta la noche.
 Al día siguiente, frío y soleado, las ventanas del barrio judío estaban abiertas y sus andrajosas cortinas flameaban al viento.
–Fue realmente una mala lectura del momento judío– dijo el extraño que viajaba conmigo en el tren, mientras agitaba su paquete de cigarrillos y me ofrecía uno.
–¿No había amenazas de pogrom?– le pregunté.
–Bueno, el pogrom era inevitable, pero no inmediato. Y lo peor del caso es que cada uno de los judíos de Kloplotz adivinó parte de la intriga, pero no pudo sumar dos más dos. Mucho más tarde descubrimos lo que había ocurrido. Algunos gentiles de Kloplotz habían comenzado a atraer gitanos a nuestra zona. Ellos los necesitaban porque ambicionaban sus maravillosos caballos y las monedas de oro que las mujeres llevaban cosidas a sus pañuelos. Y si además podían desalojar a los idn y quedarse con sus pertenencias ¿por qué no? Por lo tanto los gentiles prohibieron los chistes antisemitas, seguros que eso causaría pánico en la congregación. Al mismo tiempo, comenzaron a atraer a los gitanos contando chistes contra ellos. Estaban convencidos de que sólo la ausencia de chistes étnicos anunciaba malos tiempos. Una multitud de gitanos cayó en la trampa, como abejas en un tarro de miel. Nunca se supo qué pasó con ellos.
 Una sombra pasó por los ojos del narrador.
–Usted debe ser uno de los judíos de Kloplotz– le dije.
–Sí, el que se quedó último para apagar la luz. ¿Y sabe cuál es la última imagen que tengo del shtetl? La del zhlob que el día anterior me había mostrado un libro donde se destacaban los grandes aportes hechos por los judíos a la cultura polaca. Pero en esta ocasión, el mismo zhlob le estaba contando a un gitano un chiste de mal gusto sobre otro gitano. El gitano estaba a punto de reunirse con uno de sus compañeros, que por supuesto era un ladrón de caballos. El gitano se reía, mostrando su dentadura perfecta. Y en el cuello tenía una cadena de oro que debía valer el precio de cinco caballos...
El narrador se calló la boca. Luego asintió silenciosamente a sus propios recuerdos, y suspiró.
–Usted debe ser Moishe– le dije para romper el pesado silencio.
–Sí, la gente me llama Moishe el Umruhik– me dijo distraído. –El que originó este éxodo–. Y luego, tratando de recuperar la compostura, añadió tendiéndome la mano: –No necesito saber su nombre. Encantado de conocerlo.
Fin
Este relato forma parte de un volumen titulado Cuentos para la hora del davenen.





[i] Judío.
[ii] Aldeas.
[iii] Inquieto, desasosegado.
[iv] Gentiles
[v] Congregación. Hebreo.
[vi] Persona inculta, grosera.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Los recovecos de la inmortalidad


Mario Szichman



En La piel de zapa, Balzac se preguntaba si podía encontrarse sobrenadando, en el océano de las literaturas, un libro que pudiera competir con esta breve frase: “Ayer, a las cuatro de la tarde, se arrojó al Sena una joven desde el Puente de las Artes”.
La respuesta podría estar en Félix Fénéon (1861-1944), un misterioso escritor parisino cuya inmortalidad quedó asegurada con sus Novelas en tres líneas, que publicó en el periódico Le Matin, de París, durante el año 1906, y que fueron divulgadas hace algunos años por la editorial de la revista literaria The New York Review of Books.
Al menos algunas decenas de esos exquisitos mínimos textos podrían competir con el drama de esa joven que se arrojó al Sena desde el Puente de las Artes.

Georges Seurat, "El cancan"     

Se trata de uno de los numerosos proyectos que Fénéon emprendió en su vida. Fue también editor de La Revue Blanche, una de las más influyentes publicaciones que circularon en Francia (1893-1903), y conoció y frecuentó a varios escritores y pintores muy famosos. Se lo considera el descubridor del puntillista Georges Seurat, y un importante promotor de artistas del calibre de Signac, de los Pissarro (padre e hijo), de Toulouse-Lautrec, Bonnard, Vuillard, y Maurice Denis.



Uno de los escasos artículos firmados por Fénéon se relacionó con el “peligro amarillo”, la supuesta conquista de Occidente por parte de los asiáticos, especialmente japoneses y chinos. Como parte de su investigación, el escritor entrevistó a tres gigantes de su tiempo: el novelista Jules Verne, el frenólogo Césare Lombroso —responsable de teorías raciales sobre la criminalidad que fueron aplaudidas con entusiasmo en la Alemania nazi y en la Italia fascista— y al geógrafo y teórico anarquista Élisée Reclus, quien se burló de esas ideas conspirativas y dijo que la amenaza era a la inversa. Lo más probable era que Occidente se dedicara a explotar la población china.
Fénéon también fue marchand de arte en la galería Bernheim-Jeune, y creó una editorial, Éditions de la Sirène, donde apareció, en 1924, la primera traducción al francés de una obra de James Joyce (Dédale).
Surrealistas como Guillaume Apollinaire y Alfred Jarry, así como el simbolista Rémy de Gourmont, rindieron homenaje a su talento. 
André Breton dijo de Fénéon tras su muerte: “Aunque lo conocí y quedé asombrado por él, y lo admire y amé, nunca lo entendí completamente. Su caparazón era dura y resbalosa”.
Tal vez la incomprensión de Breton está relacionada con las muchas máscaras que encubrieron las actividades de Fénéon. Sus tareas más famosas se concretaron en el anonimato, como sus Novelas en tres líneas, o fueron veladas por seudónimos; inclusive muchas de sus cartas las firmaba con sobrenombres.
Es posible que esa cautela no estuviera dictada por la timidez, sino por razones políticas: Fénéon era un anarquista que creía en las bondades de la acción directa. Y, por una de esas casualidades del destino, trabajaba en el ministerio de Defensa.
Fue sometido a proceso, en 1894, luego de que uno de sus compañeros colocó una bomba en el restaurante del Hotel Foyot. En la oficina de Fénéon, en el ministerio de Defensa, encontraron una ampolla con mercurio y 11 detonadores. Sus amigos no creyeron la acusación, y el poeta Stephan Mallarmé dijo: “Los únicos detonadores que Fénéon carga consigo son sus artículos”. Otros suponen que Fénéon era un activista. Su respuesta ante el fiscal que le exigió explicar la posesión de esos detonadores fue ambigua.
Según Fénéon, los detonadores habían sido hallados por su padre, en la calle. Como el padre de Fénéon acababa de fallecer, era imposible verificar si el acusado estaba diciendo la verdad.
El fiscal intentó acorralar a Fénéon preguntándole si no hubiera sido mucho más fácil arrojar esos objetos por la ventana de su oficina, en vez de guardarlos. La respuesta de Fénéon parece salida de algunas de sus Novelas en tres líneas: “Si es tan fácil arrojar detonadores a la calle desde una ventana”, declaró al fiscal, “también debe ser fácil encontrarlos en la calle”.

LA RESURRECCIÓN DE UN GENIO

La razón por la cual las Novelas en tres líneas han sido redescubiertas es casi tan bizantina como sencilla y epigramática fue su producción. Camille Plateel, compañera de Fénéon durante medio siglo, guardó esos textos en un álbum, que fue descubierto tras el fallecimiento de ambos por Jean Paulhan, albacea del escritor.
Más de mil de esos breves textos fueron publicados por Fénéon en el periódico Le Matin. En Francia, esas breves historias son denominadas faits-divers. Antes que Fénéon se encargara de la columna, el contenido era insípido, anodino; un ejemplo: “El funeral del gendarme Refeveuille, asesinado por un ladrón, se llevó a cabo ayer. La ciudad de Evreux pagó por la ceremonia fúnebre”. Fénéon cambió totalmente el estilo de esas grageas de información.   
He aquí algunas de las “novelas” creadas por Fénéon:
“La señorita Fournier, la señora Vouin, y la señora Septeuil, de Sucy, Tripleval y Septeuil, se ahorcaron: neurastenia, cáncer, desempleo”.
“Eugène Perichot, de Pailles, agasajó a la señora Lemartrier en su hogar. Eugène Dupuis vino para recogerla. Ambos lo asesinaron: amor”.
“Vital Frérote, una lavadora de platos de Nancy, que había retornado de Lourdes curada para siempre de tuberculosis, falleció el domingo. Por error”.
“Cuando jugaba a las bochas, el señor André, de 75 años, oriundo de Levallois, sufrió un ataque al corazón. Mientras la bocha rodaba, él se alejaba de esta vida”.
“El señor Scheid, de Dunquerque, le disparó tres balazos a su esposa. Tras errar cada uno de los disparos, decidió apuntarle a su suegra. Acertó”.
“´Si mi candidato pierde, me suicido´, declaró el señor Bellavoine, de Fresquienne, Seine-Inferiéure. Se suicidó”.
“Tras encontrar a su hijo, Hyacinthe, de 69 años, ahorcado, la señora Ranvier, de Bussy—Saint—George, se sintió tan deprimida, que no pudo cortar la cuerda”.
“Luego de hallar un artefacto sospechoso en su puerta de entrada, Friquet, un impresor de Aubusson, presentó una denuncia contra personas desconocidas”.
“Creyendo que su herida en la cabeza no era grave, el señor Kremert, de Pont– a—Mousson, continuó trabajando durante varias horas. Cayó muerto”.
“El médico que hizo la autopsia de la señora Cussin, quien apareció misteriosamente muerta, determinó que la causa había sido ´suicidio por estrangulación´”.
“El señor Édouard B. se rascó el rostro con el caño de un revolver que tenía un gatillo muy sensible y perdió la punta de su nariz en el precinto de Vivienne”.
“En Clichy, un elegante joven se arrojó bajo un vehículo que tenía ruedas de goma, saliendo ileso. Luego se lanzó bajo un camión, y fue pulverizado”.
“Napoleón Gallieni, un albañil, se quebró el cuello al caer por las escaleras. Tal vez lo empujaron. De todas maneras, fue conducido a la morgue”.
“Louis Lamarre no tenía ni trabajo ni casa, pero poseía algunas monedas. En un almaceén en Saint—Denis compró un litro de querosén, y se lo bebió”.
“Huyendo de sus familias que desaprobaban su amor, Maurice L. y Gabrielle R., de 20 y 18 años de edad, llegaron a Mers. Allí se suicidaron”.
“Bernard, de 25 años de edad, de Essoyes, Aube, le cayó a golpes al señor Duffert, de 89 años de edad, y acuchilló a su esposa, por razones de celos”.
“El agente de aduanas Ackermann, de Fort—Philippe, Nord, un viudo, estaba a punto de casarse en segundas nupcias. Fue hallado ahorcado de un árbol, cerca de la tumba de su esposa”.
“El señor Boinet, comisionado de policía de Vierzon, y un adúltero, fue multado en mil francos por difamar al esposo de la dama en cuestión”.
“El señor H. Hallynch, de Ypres, se ahorcó en un hotel en Lille. Dejó una carta informando que comunicaría en breve las razones”.


Luc Santé, quien tradujo Novels in Three Lines para The New York Review of Books, dijo en la introducción al libro que “En la precisión del lenguaje, en su seco humor, en su ternura, en su crueldad”, esos textos son “La Comedia Humana de Fénéon”.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

La pasión de las amantes muertas. Recordando “Eros y la Doncella”


Mario Szichman




Ricardo Palma, el escritor peruano del siglo diecinueve, autor de un permanente bestseller: Tradiciones Peruanas, cuenta entre sus textos con uno de vastas repercusiones:  El manchay/puito[i].
Es una historia de amor y necrofilia. Narra la historia de don Gaspar de Angulo y Valdivieso, cura de Yanaquihua, diócesis del Cuzco. Según Palma, “el señor cura era un buen pastor, que no esquilmaba mucho a sus ovejas. Su reputación de sabio iba a la par de su moralidad”. 
Hasta que finalmente, llegó el día fatal. Y como el diablo tiene cuerpo de mujer, un día Anita Sielles se atravesó en el camino del doctor Angulo.  Cundió la pasión, el cura declaró su amor a la dama, quien decidió abandonar “una noche el hogar materno y fuese a hacer las delicias de la casa parroquial con no poca murmuración de las envidiosas comadres del pueblo”.
Seis meses “llevaban ya los amantes de arrullos amorosos, cuando el doctor Angulo recibió una mañana carta en que se exigía su presencia en Arequipa para realizar la venta de un fundo que en esa ciudad poseía”.
Cuando regresaba de Arequipa, dice Palma “le salió al encuentro un indio y puso en sus manos este lacónico billete: ´ ¡Ven! El cielo o el infierno quieren separarnos. Mi alma está triste y mi cuerpo desfallece. ¡Me muero! ¡Ven, amado mío! Tengo sed de un último beso´”.
Cuando arribó el doctor Angulo a la casa parroquial, se enteró de que su amada había muerto y su cadáver sepultado en el pequeño cementerio de la iglesia. Al llegar la noche, el cura sacó una pala de la sacristía del templo, “penetró en él con una linterna en la mano, tomó un azadón, se dirigió a la fosa y removió la tierra”.
El cuerpo de Anita Sielles fue llevado al cuarto del cura, quien “lo cubrió de besos, rasgó la mortaja, lo vistió con un traje de raso carmesí, le echó al cuello el collar de perlas y engarzó en sus orejas piedras preciosas.
“Así adornado”, señala Palma, “sentó el cadáver en un sillón cerca de la mesa, preparó dos tazas de hierba del Paraguay, y se puso a tomar mate.
“Y así pasaron tres días sin que el cura abriese la puerta de su casa”. Finalmente, “un vecino español se atrevió a escalar paredes y penetrar en el cuarto del cura.
“¡Horrible espectáculo!
“La descomposición del cadáver era completa, y don Gaspar, abrazado al esqueleto, se arrastraba en las convulsiones de la agonía”.
Lo interesante del relato es que esa letanía de horror recuerda mucho a los cuentos de Edgar Allan Poe.

DANTON Y SU SECUELA

Recién hace algunos días recordé un episodio similar que ocurrió con Georges Danton, uno de los personajes centrales de la Revolución Francesa. Mientras se hallaba en Bélgica, inspeccionando tropas, previo a una ofensiva militar, le informaron de la muerte de su esposa Gabrielle.
Debería revisar si realmente se encontró con el Precursor Francisco de Miranda en la población belga de Neerwinden, aunque las casualidades existen. Es posible que la escena fuera pura invención. Pero decidí usarla en mi novela Eros y la doncella.
Como decía el periodista en el filme The Man Who Killed Liberty Valance,  “Aquí, en el Lejano Oeste, cuando la leyenda supera a la realidad, nosotros imprimimos la leyenda”.
Escribí la novela prácticamente a cuatro manos con la profesora Carmen Virginia Carrillo, ella, en Trujillo, Venezuela, y yo en New Jersey –la computadora permite esos milagros–.
Me había afligido una muerte muy cercana, y la completa redacción del texto persiste en una especie de nebulosa. Pero estoy seguro que muchas veces trabajé hasta catorce, quince horas diaria y que la novela, con la imprescindible colaboración de la profesora Carrillo, fue concluida en no más de seis meses.
En los años desde la publicación de Eros y la doncella  (2013) evoqué, esporádicamente, algunos capítulos de la narración. Pero solo en estas últimas semanas me atreví a recordar lo ocurrido con Danton y con su amada Gabrielle:


 Georges Danton


Capítulo de Eros y la doncella: 

"—Querría explicarle una cosa —dijo Danton a Francisco de Miranda. La borrachera se había ahora agolpado en su boca y sus palabras se arrastraban. Algunas de ellas carecían de sentido—. Mi esposa acaba de morir. Y no le permito Miranda que me diga “¡Cuánto lo lamento!”No estoy para pésames. No pude ir al entierro de mi Gabrielle. La patria me ordenaba venir a este agujero mierdoso de Bélgica, y aquí estoy. Pero mi Gabrielle está sola, helándose en su tumba. Cuando la dejé, reposaba de perfil. Le vi las arrugas en sus mejillas. Todo ese tiempo que viví con ella,  nunca le vi arrugas en las mejillas. ¿Cómo se siente, Miranda? Estaba seguro que lo dejaría sin palabras.
Danton se alzó del sillón, se asomó a la entrada de la carpa y se puso a contemplar el cielo. Luego dio vuelta la cabeza y le dijo a Miranda: —Nada me importa ya. Mi esposa está muerta. Siempre la amé con desesperación. Cuando la conocí, me dijo que hablaba italiano. De inmediato conseguí un profesor para que me enseñara italiano; así resultaría más fácil cortejarla. Cuando inicié este viaje, exclusivamente para acusarlo a usted, Miranda, por esa estúpida derrota militar en Neerwinden, ya Gabrielle estaba muerta. No sabe el placer inmenso que siento al decirle lo que pienso. Usted merece la guillotina. ¿Sabe lo último que le vi a mi mujer? Sus partes. Le di el beso de despedida y vi sus partes. ¿Cree que es decente verle las partes a una mujer muerta? Yo amé mucho a esa mujer, Miranda. Y todavía recuerdo su perfil. Ya no era mi mujer. Ya no era nada. Toqué su frente. Estaba helada. Una piedra era más humana que esa mujer.
Francisco de Miranda

 Miranda estaba en el exacto lugar que le había asignado Danton. Podría haberle cruzado el rostro con un guante. Pero Danton no hubiera aceptado un duelo. Lo hubiera agredido a cabezazos. Era su única forma de pelear.
 —Estoy seguro que cuando regrese tendré que perder varias horas intentando averiguar dónde está su cadáver —dijo Danton—. Ignoro si la han enterrado o sigue en su lecho de muerte. Y yo aquí, varado en este gigantesco lodazal. Discutiendo con un general que me importa un bledo si es peruano o mexicano. Temo que nadie se ha preocupado por la suerte de Gabrielle. Tal vez sigue en su lecho de muerte. Imagínese, entrar en mi casa y ver que se pudre en el lecho.
Miranda pensó en irse alejando de Danton, y luego, dar una rápida vuelta y echar a correr, pues era un veterano de las huidas. Ya después buscaría alguna excusa. Pero en ese momento Danton retornó a la realidad y le preguntó a Miranda si había alguna posibilidad de victoria. No se molestó en oír su respuesta. Se limitó a tomar las solapas de su abierta chaqueta y sacudió la nieve que se había acumulado. Parte de la nieve se deslizó por su entreabierta camisa. Y casi de inmediato, se derrumbó en el suelo.
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Danton sacó un barrote y una pala del carruaje que lo había llevado hasta la puerta del cementerio. Un herrero del ejército había aplanado y encorvado la punta del barrote con una maza de hierro para que pudiera usarlo como palanca. Cuando el guardián del cementerio vio acercarse a Danton, le ordenó que se detuviera. Nada tenía que hacer ahí. Esas no eran las horas de visita. Danton alzó la pala y le dijo al guardia que le quebraría la cabeza si no le informaba donde estaba enterrada su esposa.

Gabrielle Danton
—Gabrielle —dijo Danton echándose a llorar—, Gabrielle Danton —y antes que el guardián del cementerio abriese la boca, y sin dejar de sollozar, Danton le oprimió el pabellón de su oreja derecha y se lo retorció. El guardián lanzó un alarido, cayó a tierra sobre sus rodillas y alzó su mano derecha para indicar alguna parte del vasto cementerio. Danton volvió a retorcerle el pabellón de la oreja. El guardián cayó a tierra, y comenzó a columpiarse con las rodillas alzadas mientras continuaba gimiendo.
—Gabrielle Danton —insistió Danton.
—Está en el lote 42 —dijo el guardián, tratando de modular la voz entre sus gemidos. —No, no, no lo haga. Yo le indico —gritó luego, al advertir que Danton se disponía a hundirle su bota derecha en los genitales.
Danton tomó su barrote y su pala, se recostó en un árbol cercano y reanudó sus sollozos. El guardián se levantó jadeando, tomó a Danton de la mano derecha, y lo fue conduciendo hacia el lote 42, como un lazarillo a un ciego.
Danton llevaba la pala y el barrote recostados sobre su hombro izquierdo. Las lágrimas le hacían arder los ojos.
La tumba de Gabrielle era la más reciente del lote. Se hallaba en un extremo de un rectángulo de tierra removida y nivelada a golpes. Danton trató de imaginar el objeto que habían usado para apisonar la tierra. Debía ser un objeto redondo, de hierro, del tamaño de un plato, al que habían soldado una vara, también de hierro.
 La tumba de Gabriel estaba señalada por dos varas cruzadas de hierro amarradas con cordel. Un cuchillo había sido enterrado en el suelo, y atravesaba la inscripción “Gabrielle Danton”, escrita en letras de bloque.
Danton pensó que las varas de hierro carecían de la simetría necesaria. Dejó de sollozar y preguntó al guardián del cementerio quien había hecho esa cruz tan chapucera. El guardián intentó explicar a Danton que el encargado de señalar la tumba de Gabrielle no sabía si su esposo seguía siendo religioso.
Danton ignoraba si el guardián se estaba burlando de él, y como precaución le propinó una patada en la espinilla derecha, que lo derribó nuevamente en tierra y lo puso a gemir lanzando cortos alaridos.
—Una cruz es una cruz —dijo Danton hablando a través de sus dientes apretados—. O plantan una cruz o no la plantan. ¿Qué es eso de no saber si el esposo era religioso? ¿Qué quiere decir, que si el esposo no era religioso podían hacer una cruz torcida? Si encuentro al cobarde que hizo esa cruz... —y se calló la boca.
¿Qué podía hacer con ese cobarde? ¿Ordenar su ejecución porque la cruz carecía de simetría? En ese momento de la historia, cuando los girondinos y los jacobinos luchaban por imponer una divinidad superior a la que había atormentado a los franceses desde el comienzo de su historia, Danton descubrió que prefería la vieja e infecta religión. Esa Diosa Razón enaltecida por los jacobinos era otra forma de impiedad. El necesitaba amar a Gabrielle ayudado por esas ridículas reliquias que había ido extrayendo de sus cabellos.
Gabrielle seguía viviendo en ese broche que solía dividir dos mechones de su pelo, en ese collar de bronce labrado a martillazos que había ceñido su cuello. En esos objetos se resumía toda la religión. La nueva religión nunca iba a prosperar porque se burlaba de las reliquias.
Con brusco gesto Danton extrajo la maltrecha cruz de la tierra y comenzó a revisar las ligaduras que la ceñían. Aunque era una simple cruz, requería un gran esfuerzo de la imaginación asemejarla a una cruz. Y de repente, entendió el mensaje. Así se iba infiltrando la traición en el mundo. Se acataban las órdenes, y al mismo tiempo se  hacía burla de ellas.
Ya Robespierre lo había alertado sobre esa chanza que iba penetrando el discurso político para trastornarlo. “Todos nuestros enemigos hablan el mismo lenguaje que nosotros”, había dicho Robespierre. “Todos lucen la misma máscara de patriotismo”.
Alguien había ordenado a un hereje que fabricara una cruz, y el hereje se había burlado de la orden.
Si Danton podía encontrar al culpable de ese adefesio, usaría una punta de la cruz para clavársela en la garganta. Luego sacó de sus calzas una tabla con hojas de papel. Desligando un lápiz de su oreja derecha anotó algo en la primera hoja y se la tendió al guardián del cementerio, que continuaba en el suelo.
—Ahí tiene mi carruaje —le dijo Danton señalando con la cruz el ligero carruaje que lo había traído hasta el cementerio—. El escultor se llama Claude Deseine. Usted le entrega este papel y lo trae hasta el cementerio. Es sordomudo, así que deberán entenderse por señas.
El guardián estuvo a punto de abrir la boca, pero se arrepintió. Alzándose del suelo, tomó el papel que le tendía Danton y se dirigió hacia el carruaje. Danton trató de recordar por donde había venido, para saber hacia donde debería marcharse.
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Cuando había emprendido el viaje para desenterrar a Gabrielle, Danton pasó por sitios donde quedaban huellas de derrota y confusión. De pie en el pequeño carruaje, con la camisa desabrochada, el caudillo azuzaba sus dos caballos. Por momentos parecía liderar una fuga. Agradeció ese frío que lo calaba hasta los huesos, los rebencazos de las ramas sobre su frente que parecían hisopos asperjando agua.

Danton volvió a alzar la cabeza hacia el cielo. Nubes negras se arrastraron encima de él y comenzó a llover. Pensó que la lluvia le ayudaría en su tarea y se puso a cavar la tumba. Dejó la pala de lado y agarró el curvado barrote para aflojar las piedras. Una vez desalojó varias piedras grandes que circundaban la tumba, recuperó la pala y fue ahondando la tierra hasta que el filo de la pala chocó contra el ataúd de madera. En el centro del ataúd había una pequeña placa que decía Gabrielle. Y debajo de la placa había una cruz. Seguramente había sido una idea de Robespierre, como un secreto homenaje a su mejor amigo.
Cuando aún estaba en Bélgica, Robespierre le hizo llegar una carta lamentando la muerte de Gabrielle. La carta era obscena en su aflicción. “Si en medio de los únicos infortunios capaces de estremecer un alma como la tuya la certidumbre de tener un amigo tierno y devoto puede brindarte algún consuelo, yo te la ofrezco”, decía Robespierre en su carta. “Te amo más que nunca, hasta la muerte. De ahora en adelante, yo soy tú. No cierres tu corazón a las palabras de un afecto que comparte todos tus sufrimientos. Te abraza tu amigo, Robespierre”.
Más que una carta de condolencia parecía una oferta de amor.
Danton siguió paleando. Cuando despejó totalmente la tapa del ataúd retomó la barra curvada y aflojó las piedras que ceñían el rectángulo de la caja. Y volvió a palear hacia los costados la tierra pedregosa. Luego cavó un sector de la tumba para poder instalar sus pies y facilitar la apertura del ataúd. Aplicó la barra en el cerrojo que aseguraba la tapa y lo hizo saltar. Alzó la tapa del ataúd y observó el cuerpo de Gabrielle. Tenía puesto un sudario y yacía de costado. Había tierra en el sudario y en su rostro. Primero acarició su rostro, le quitó la tierra. Gabrielle tenía numerosas arrugas horizontales en su mejilla derecha. Besó las arrugas. No parecía dormida. No parecía Gabrielle. Era como si la máscara mortuoria de Gabrielle hubiera cubierto su rostro. La había imaginado muerta. Pero la Gabrielle que yacía en el ataúd no estaba muerta. No era siquiera el remedo de una efigie.
Danton suspiró y tomó el cadáver de Gabrielle en sus brazos. El sudario se corrió y vio sus piernas. Casi carecían de carne. Corrió el sudario para cubrirle las piernas. Por un momento se sintió tentado de mirar sus entrepiernas. Era imposible encontrar alguna parte de humanidad en el cadáver de Gabrielle.
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Cuando emergió de la fosa llevando a Gabrielle en sus brazos, Danton estuvo a punto de trastabillar. Con dificultad se enderezó y logró depositar el cadáver en la tierra, al borde de la fosa.
La lluvia comenzó a limpiar el cuerpo de Gabrielle por sectores, distribuyendo en ciertas partes restos de tierra. Sus cabellos se aplastaron contra el rostro. De uno de los bolsillos traseros de sus calzas Danton extrajo un peine, desenmarañó los cabellos de Gabrielle con mucha ternura temiendo lastimarla. Cuando se dio cuenta de que ya nada podía lastimarla volvió a llorar, con un llanto extraño. Los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a murmurar “La pobrecita”. Y continuó peinándola, desenmarañando el cabello indócil, observando ese rostro que ya no pertenecía a Gabrielle.
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El escultor Claude Deseine era uno de los pupilos del gran Pajou. Haciendo señas, le explicó a Danton que tenía que quitarle la mortaja a Gabrielle. Era imposible hacerle el busto si no podía ver su cuerpo entero. Danton sintió vergüenza de revelar el cuerpo de Gabrielle, pero aceptó. Vio su pecho marcado por las costillas, su estómago hundido. Las clavículas parecían a punto de perforar la piel. ¿Estaba bien si la hacía descansar en sus brazos? Le preguntó a Deseine haciendo señas. Deseine asintió. El escultor tenía un rostro deforme. Su nariz estaba aplastada, sus gruesos labios sobresalían como los de un idiota. Su cabello recordaba las crines de un caballo. Pero sus manos eran maravillosas.
Deseine montó una pequeña tienda cerca de la tumba y colocó un baúl en su interior. Primero sacó un rollo de alambre delgado. Usando tijeras de esquilar, comenzó a cortar trozos de alambre de distintos tamaños y a entrelazarlos, hasta formar un torso. El escultor siguió trabajando, creando con los trabados alambres un simulacro de la cabeza y de las piernas de Gabrielle. La lluvia caía insistente sobre su cabeza y su abrigo.
En cierto momento, Deseine alzó un dedo y le explicó a Danton con sus gestos que no podía moldear el yeso al aire libre. El agua desbarataría todo intento. Prefería hacer un boceto a lápiz de Gabrielle. Después continuaría trabajando en su estudio.
¿Cuánto más tenía que sostener a Gabrielle en sus brazos? Le preguntó Danton. Usando otros gestos, el escultor le explicó que si tenía un poco de paciencia, haría un dibujo de Gabrielle dentro de su tienda. Y luego Danton podría volver a depositar a Gabrielle en el ataúd.
Deseine salió dos veces de su tienda para echar vistazos al cadáver de Gabrielle. Cuando había transcurrido una media hora, volvió a emerger de la tienda y le dijo a Danton que ya había concluido. Después ayudó a Danton a colocar el cadáver de Gabrielle en el ataúd, rellenó la tumba con lodo y la apisonó.
Cubierto con una frazada, goteando agua, sentado en un sillón del despoblado estudio del escultor, con los pies hundidos en una jofaina llena de agua caliente donde flotaban hojas de menta, Danton observó a Deseine cubrir de yeso las estructuras de alambre que había forjado en el cementerio. Deseine tenía un paño colgando de su hombro derecho. Apenas caía un trozo de yeso al suelo lo recogía con el paño y lo arrojaba en un cubo de madera.
El cuerpo de Gabrielle fue surgiendo, más vivo que el reclinado en los brazos de Danton. ¿Por qué los muertos nunca parecían previamente vivos? Danton le preguntó a Deseine por señas dónde estaba el resto de sus obras. El escultor señaló una puerta agachando la cabeza, como si se acomodase para embestir. Y de alguna manera logró explicarle a Danton que solo trabajaba un segmento por vez. Y que lo enfermaba el desorden.
Aunque nada tenía que hacer en el estudio de Deseine, Danton prolongó su estadía. No se animaba a retornar a su casa. Pensó que debía armar una nueva constelación. Y de acuerdo a cómo acomodara las piezas, así viviría el resto de su vida. ¿Viviría en la aflicción de la vida conyugal o se hundiría en sus delicias? Los objetos seguirían siendo iguales en ambos casos, pero no la manera de mirarlos, o de usarlos.

El escultor sacó a Danton de su letargo haciendo gestos para que viera la escultura. Danton vio a Gabrielle, aunque no era la imagen que evocaba su esposa. No podía recordar nada que se asemejara a la Gabrielle viva, caminando, sonriendo, afligida,  con el rostro en alto, amándolo con desesperación, durmiendo agradecida en sus brazos.
... Bueno, había un consuelo: tampoco era la imagen de una Gabrielle irremediablemente muerta.




[i] El Manchay Puito “es un instrumento propio de la música incaica. Se trata de una especie de cántaro hecho de barro, el cual consistía de dos flautas fabricadas con fémures humanos, y con el cual se podía entonar una melodía triste”. Wikipedia