martes, 29 de octubre de 2013

¿Es posible escribir una novela en 30 días?


Mario Szichman

Para Magdalena López

     Como siempre, hay peros cuando se trata de este tipo de propuestas. ¿Está al alcance de cualquier persona escribir una novela en 30 días? Para comenzar, hay un libro de Jeff Gerke, titulado Write your Novel in a Month (Writer´s Digest Books,2013), que asegura que sí, que es posible. Gerke ha publicado numerosos libros, (fiction y non fiction), y tiene una virtud que abunda en aquellos que se dedican a ese género del How to Write… (cómo escribir algo). Esa virtud es la generosidad. El interés de todos ellos es que uno escriba. Conocen todos los trucos que un escritor, sin importar su categoría, inventa para no sentarse frente a la máquina de escribir, el cuaderno de apuntes o la computadora. En Estados Unidos hay una palabra para ello: procrastination. Podría traducirse como indecisión, pero es algo más. Consiste en arrastrar los pies para no emprender una tarea. Las guías para alentar la escritura combaten la procrastination como si fuera el principal pecado capital. Si alguien quiere escribir, enuncian esas guías, tiene que escribir. Lo importante no es cuantas palabras se garabatean por día, sino escribir de manera cotidiana. Es suficiente que una persona escriba apenas una frase por día, o se siente frente al escritorio durante quince minutos cada jornada.

     Hay un libro magnífico, Midnight in the Garden of Good and Evil, que seguramente ha sido traducido al español. Después de A Sangre Fría, de Truman Capote, es el mejor relato de un crimen y de sus consecuencias que ha sido escrito en los Estados Unidos. Uno de los protagonistas del libro es un arquitecto cuya tarea consiste en reparar esas dilapadas mansiones construidas antes de la guerra civil. Cuando el arquitecto explica al autor las tareas necesarias para reconstruir una mansión, el lector advierte que es una labor imposible, del calibre de los trabajos que emprendía Sísifo para llevar la roca a la cumbre de la montaña. Pero el arquitecto dice que hay un método más sencillo: “Usted comienza reparando una habitación”, le dice al autor. “Luego sigue con la siguiente. Y antes que lo advierta, toda la mansión ha sido reconstruida”. Sume el lector los párrafos que puede escribir en un año si cada día añade uno. ¿Cuántas horas de escritura se agregan en un año cuando se escribe durante quince minutos al día? Por lo menos una habitación. 

     Por cierto, después de escribir un párrafo por día, o estar sentado 15 minutos por día frente al escritorio, las cosas empiezan a cambiar. El apetito viene comiendo, y la escritura viene escribiendo. Y poco a poco, la mansión empieza a ser reconstruida. Y antes de que nos demos cuenta, ha brotado delante de nuestros ojos, completa y en tres dimensiones.

    Y ahí pasamos al segundo problema. ¿Qué escribir? Generalmente, una persona se sienta a escribir porque necesita decir algo. A veces, lo que necesita decir no es muy grato. Cuando empecé a escribir tenía este credo: “Escribir es un trabajo de amor, venganza y disciplina”. En realidad, lo único que me interesaba en ese momento era vengarme de algunas personas. La disciplina y el amor se sumaron luego.Pero para escribir hay que tener un plan. 
     
Una palabra que los escritores deberían excluir de su vocabulario es la palabra inspiración. No existe la inspiración. Una vez le hice un reportaje a Jorge Luis Borges. Le pregunté si alguna vez había recibido el llamado de la inspiración. Me dijo que sí. Inclusive me dio la fecha y hasta la hora precisa en que la inspiración había ornado su cerebro. ¿Y, qué había ocurrido? Le pregunté a Borges emocionado. “Nada”, me respondió Borges, “la inspiración me ofreció una idea bastante idiota”. 

     Stendhal decía amargamente en su Vida de Henri Brulard: “Durante diez años esperé a que me llegara la inspiración. Y así perdí diez de los años más creadores de mi vida”. Alfred Hitchcock le contó a Francois Truffaut que uno de sus guionistas sólo creía que debía escribir cuando le llegaba la inspiración. Una noche, el guionista se despertó de su sueño y anotó furiosamente algo que le iba dictando la inspiración. A la mañana siguiente revisó su cuaderno de apuntes, y éste era el resultado de su inspiración: “Un hombre conoce a una mujer”.

     Ernest Hemingway expresaba que si un escritor no se sentía inspirado, debía comprarse una soga, colgarse de un árbol, y emplazar un amigo cerca para que cortara la soga antes de que se asfixiara. “Al menos, ese escritor podrá contar la experiencia de su intento de ahorcamiento”, decía Hemingway. 
   
 Y Jim Thompson, el Dostoievski de la novela policial, enunciaba: “Hay treinta y dos formas de escribir un relato. Yo las he usado todas. Pero existe sólo una trama narrativa: Las cosas nunca son lo que parecen ser”.

     Existe una enorme bibliografía que ofrece toda clase de ayuda al escritor en ciernes y al profesional. Writer´s Digest Books es, posiblemente, la editorial más importante en esa especialidad. Hay un libro que lo recomiendo a todo el mundo, y que releo antes de empezar un nuevo proyecto: “Plot”, de Ansen Dibell. Para mí es la biblia del escritor. Ansen Dibell (un seudónimo) lidia con todos los problemas que enfrenta un escritor, desde el bloqueo hasta la imposibilidad de crear una trama. Con respecto al bloqueo, ya he mencionado antes una de las maneras de eliminarlo. La otra es buscar una tarea afín a la escritura. Todavía no conozco un solo periodista que se sienta bloqueado a la hora de redactar un artículo. Generalmente los jefes de redacción suelen prescindir de periodistas bloqueados. Y aquellos que creen que el periodismo es una profesión por debajo de sus méritos intelectuales, deben tener en cuenta que estarán en buena compañía. Balzac, Dostoievski, Hemingway, Jim Thompson, Roberto Arlt, Enrique Bernando Núñez, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier Juan Carlos Onetti y Jorge Luis Borges, entre otros, se ganaron la vida como periodistas. 


EL OFICIO DE LLENAR CUARTILLAS


Jeff Gerke asigna gran importancia a la trama y a los personajes, aunque para él la tarea esencial de todo escritor es “seducir al lector desde el comienzo hasta el final”. Y para ello, hay que armar una intriga que nos apasione, y personajes que resulten atractivos, ya sea por sus virtudes, o por sus defectos (generalmente, por sus defectos). Warren Adler, un buen autor de novelas policiales, me dijo en cierta ocasión: “Para que mis novelas sean buenas, mis villanos tienen que ser de la peor calaña”. Al mismo tiempo, el protagonista debe ser muy complejo. Necesita poseer una virtud que lo redima y un defecto muy grave casi imposible de superar. Como dice Gerke, “la mejor narrativa es aquella en que un protagonista cambia”. ¿Quién leería A Christmas Carol de Charles Dickens si Scrooge, ese miserable avaro, no se transforma? ¿Por qué nos apasiona tanto Ana Karenina? Porque tras ser un pilar de virtud femenina, se entrega en los brazos del príncipe Vronsky. La guerra y la paz nos aburriría a las pocas páginas si no fuese porque la pasión que anima a sus principales personajes los trastorna, los hace incurrir en actos ridículos o sublimes, convierte a tímidos caballeros en guerreros suicidas, en tanto mujeres como Natasha atraviesan todos los desvaríos del amor, y concluyen amadas y rodeadas de hijos. 
  
  Tampoco hay que ser originales para ser originales. Dostoievski decía (aunque al parecer la cita es apócrifa) “Todos salimos de El Capote de Gogol”. Basta revisar la trama de las grandes novelas para descubrir que todas ellas se basan en plots que se remontan a la Biblia, o a los trágicos griegos. Antes de la formalización de esa figura jurídica conocida como copyright, o derechos de autor, todos robaban sus ideas a todo el mundo, sin que nadie se sintiera ofendido. La única diferencia entre un buen autor y un mal autor es que el buen autor sabe borrar prolijamente las huellas de su robo.

Todo eso me lleva a la parte final de este artículo. ¿Es posible escribir una novela en 30 días? Sí, es posible. Pero creo que el escritor en ciernes puede tener más dificultades. La escritura se basa en la diseminación. Después de escribir borradores, textos inconclusos, proyectos de relatos que quedan a medio camino, el escritor acumula  una enorme cantidad de material. Hay proyectos que comienzan como ficción y concluyen como ensayo, y viceversa. Hay proyectos que son horrendos como literatura seria, y muy divertidos apenas se les da un twist y devienen parodias. Un mal cuento puede ser una magnífica novela. Por lo tanto, sí, es posible escribir una novela en 30 días. Basta encontrar un proyecto inconcluso, y hundirse en él como si se nos fuera la vida. Hay que trabajar en “White heat,” (con gran intensidad, a toda máquina, con enorme fervor). La necesidad de terminar rápido un manuscrito nos transporta a un mundo de relaciones y correlaciones, de episodios que ni siquiera figuraban en nuestros planes, de personajes que parecían acechar entre bastidores, de incidentes dictados por seres inefables que Arlt comparaba con Dios y con el Diablo. Sí, realmente es posible escribir una novela en 30 días. Pero ayuda mucho si al final de la jornada, del otro lado de la pantalla, hay un personaje creador capaz de percibir el producto final antes que el mismo autor. Ese ser creador debe contar con los atributos necesarios para indicar dónde se debe cortar, qué es necesario añadir, en qué momento decir basta. Y además, tener una voluntad de hierro para resistir los apremios del escritor, y ser capaz de formular este credo: “La escritura amerita, como los buenos licores, añejarse, reposar, retomarla, saborearla… Si cuando lea tu novela por tercera vez siento que alcanzó el grado de añejamiento ideal, te lo diré, pero no lo diré hasta que sienta que has llegado a ese punto. Ese es mi trabajo: que tu novela sea inmejorable”. Y aquí concluyo este artículo. Pues yo también necesito cumplir con un deadline.

sábado, 26 de octubre de 2013

Guillermo Meneses: lo otro como doble. Texto de Laura Corbalán Szichman





     Nota editorial:
Laura Corbalán Szichman (26 de octubre de 1939, 23 de octubre de 2011) fue psicoanalista y ensayista. Dirigió en Nueva York la revista de psicoanálisis Clinical Studies y colaboró en numerosas publicaciones en México, Venezuela, Francia y Argentina. Publicó en el diario Tal Cual de Caracas una columna titulada “Desde el diván”, además de ensayos de crítica literaria. Para celebrar un nuevo aniversario de su nacimiento, publicamos este trabajo. Es un homenaje a Laura en el homenaje que rindió al gran escritor venezolano Guillermo Meneses.
     
     Tres momentos presiden la escritura de Guillermo Meneses: el de la creación 'realista' (sus cuentos, sus tres primeras novelas) sustentada en la identidad entre palabra y cosa; el de la indagación crítica, (El falso cuaderno de Narciso Espejo) dónde —con la enfatización del yo— esa transparencia comienza a ser cuestionada; y el de la destrucción (La misa de Arlequín) cuando la diferencia entre lenguaje y realidad es entendida como falsificación y traición.

     Esta trayectoria que conduce al escepticismo tiene mucho que ver con el género que abre la segunda etapa. El falso cuaderno de Narciso Espejo se plantea como una autobiografía. Y en la medida que responda a su exigencia primera —la verdad, la fidelidad a los hechos narrados, que supone tanto la coincidencia del sujeto consigo mismo como la del lenguaje con el sujeto— encuentra en la escritura una imprevista resistencia. ¿Esto que dicen mis palabras es realmente lo que quiero decir? supone como pregunta implícita todo relato autobiográfico.

     Con ese interrogante, la verdad propia se enfrenta no sólo a la autonomía del lenguaje sino, más aún, a la del sujeto psíquico en relación a su yo. Es el lugar donde se anuda lo que se desea contar con lo que realmente se narra. De ese modo, la autobiografía funciona cuestionando tanto la identidad por la escritura (lugar del yo como narrador) como la identidad de la escritura (valor del lenguaje para expresar la realidad). La autobiografía apócrifa será la forma descubierta por Meneses para resolver, y simultáneamente congelar, este momento de discordancia que antes —en su primer periodo narrativo— se pensaba armónico. La diferencia interna (del hombre consigo mismo) y la externa (del lenguaje con las cosas) es, por ese gesto, simultáneamente negada y aceptada. La racionalidad especular que lo hace posible concluirá denunciando al yo como instancia impotente y al lenguaje como un instrumento traidor, falsificador de lo real.


LA IDENTIDAD POR LA ESCRITURA

     
Dos nombres para un solo yo anticipan desde el itinerario de los personajes hasta el paulatino descrédito del lenguaje: los dobles y las reescrituras se despliegan como conjuro de lo otro. La realidad, otros nombres, consolidarán el movimiento de la falsa autobiografía. Toda contradicción deberá incluirse como trueque, a fin de subsumir —por la equivalencia— lo distinto en lo semejante.
 
     En tanto categoría gramatical, la primera persona del singular parece remitir a la individualidad: el yo es el sujeto. Su contenido, no obstante, es vacío: todos pueden decir yo. Ubicada en el espacio del mito, la subjetividad que allí se define, evidente y oscura a la vez, corrobora la ilusión de lo más particular en aquello que es más general, de lo propio en lo ajeno. El nombre, a su vez, especifica at sujeto (Freud señala que “para el Inconsciente representa a la persona) en tanto funciona, en lo social, relacionando al individuo con su grupo. Se ubica así en una diferencia que el yo, pretendiendo resuelta, escamotea en la identidad. Al jugar con esta discrepancia incluyendo dos nombres para un mismo yo, la narrativa menesiana abierta con el segundo período, desplegará esa dialéctica desde una óptica especula. Y esa óptica, si ofrece sus mejores logros para la reflexión sobre el hecho literario en El falso cuaderno do Narciso Espejo, encuentra sus mayores limitaciones de resolución en La misa de Arlequín. Allí, el camino del espejo exhibe la anulación de la diferencia como retomo a la nada: del yo y de la literatura.
 
     La simultánea aceptación y negación de la diferencia se presenta también en la sucesión del universo menesiano. En el primer período de su producción, Meneses parte de un sujeto que narra, absolutamente diferente a sus objetos. “Me ha divertido dibujar y copiar personajes, ambientes y situaciones, que no tuvieran la menor semejanza conmigo o con mis experiencias”. Paradójicamente, esa diferencia absoluta se afirmará en la contemporánea igualdad radical: la del lenguaje con la cosa. Eso le permitirá narrar con la ilusión de un instrumento no sólo propio, sino también dócil.

     Con la etapa abierta por El falso cuaderno de Narciso Espejo, ese movimiento se invierte. “Hoy, en cambio, siento la atracción del espejo... Efectivamente, deseo ser mi verdad ahora”. Ubicándose el sujeto también como objeto, el lugar de la diferencia se desplaza al lenguaje: será éste quien no tendrá la “menor semejanza” con lo mencionado por él. 

    Juan Ruiz comienza La narración señalando Ia donación de su 'yo' narrativo a Narciso Espejo, criatura de su invención. El préstamo remite (y se posibilita por) una identidad esencial: la de un exacto contenido vivencial. Eso indica, a través de la posibilidad de uno de los términos de atribuir al otro lo adjudicable a sí mismo, la figura del doble especular corroborada en el nombre. “Tan convencido estoy de la igualdad de experiencias”, escribe Juan Ruiz, “que podría contar mi vida como si él fuese el narrador. Podría cederle el 'yo' de mi relato con la mayor naturalidad, decirle: 'Narciso, aquí tienes la pluma. Comienza...”

     Con la paradoja propia del espejo —punto de partida, pero no objetivo de la dialéctica entre subjetivización y extrañamiento— el cierre del relato anula el desdoblamiento inicial. Narciso Espejo, al adueñarse del yo primitivamente cedido, impugna tanto la verdad de los acontecimientos narrados, como el nombre que se le asignó y el lugar de quien se decía su narrador. “Esta es mi aclaratoria, la tacha del documento, la negación del reflejo”, concluye Narciso. Propietario de un yo narrativo transferido, aunque inexistente, con esta negación también anula Narciso su lugar como narrador. La dualidad del espejo, detenida en una diferencia ideal, conduce al deseo y la imposibilidad de borrarla a una destrucción del otro que deviene en autodestrucción.

     Otro que es yo, un yo que es otro, entre los dos narradores de El falso cuaderno de Narciso Espejo se establece un juego infinito, circular, de corroboraciones y anulaciones mutuas que diseñan la cristalización de la lógica especular, como respuesta al peligro del otro. Confundidos o enfrentados, narradores ambos o narrados los dos, la posibilidad misma de aceptar la verdad de uno de ellos depende de la necesaria coexistencia mutua y de su, también necesaria, mutua exclusión. Juan Ruiz escribiendo es otro cuando es él mismo; Narciso aclarando soy yo cuando es otro, encuentran en el doble especular la disolución del yo narrativo.

     El doble servirá simultáneamente como conjuro fallido del extrañamiento interno y externo que en la primera etapa narrativa ni siquiera se sospechaba, en tanto la concepción de un sujeto “sin la menor semejanza” con los otros, facilitaba el olvido de lo otro en el interior de uno mismo. Con el momento de la autobiografía, donde se confrontan verdad propia y lenguaje, se revela no sólo la heteronomía del lenguaje con el sujeto sino, también, la de éste consigo mismo. 

     “Este 'yo' de este momento, ¿es en verdad el mío?” interroga el narrador de La misa de Arlequín. Y concluye José Martínez que, “Eso a quienes todos llamamos 'yo' es para mí algo extraño”.

     La alteridad propia servirá, no obstante, para resolver y obturar la externa: de algo extraño el yo pasa a ser el extraño, aquel que se excluía en la ausencia de semejanza. 
    
“Cuando reviso mis pasos sobre la tierra”, recuerda José Martínez, “me miro siempre sonriente, como si no tuviera necesidad de nadie, como si nadie pudiera hacerme falta. Antes, esa sensación podía confundirse con la más sabrosa seguridad; ahora, por el contrario, se parece al miedo”. Necesariamente ausente como diferente, obligatoriamente presente en la semejanza, el lugar del otro —aún cuando sus cualidades parezcan cambiar— no se modifica respecto al sujeto. Desde un deseo vivido bajo la forma de la necesidad, su posición se inscribe en una lucha mortal de conciencias que sólo puede resolverse en la anulación de una de ellas o, lo que es lo mismo, de las dos.
     
Ni siquiera la óptica especular permite atravesar inmune esa contradicción no resuelta: la simetría invertida que el espejo ofrece anticipa una primera discordancia, independiente de la conciencia, que todo encuentro con la realidad no hará sino renovar. Es reconocida en las palabras de Juan Ruiz respecto a Narciso. “La verdad es que, aún cuando fabriqué las mismas acciones que él, los resultados fueron totalmente contrarios, aunque las bases, razones y voluntades fueron aparentemente idénticas”. 
     
La “igualdad de experiencias” originaria concluye revelándose como inversión de experiencias, y el intento de unificarlas como anulación de toda experiencia. El yo que objetivó su extrañamiento para evitar el de la realidad consigue así el triunfo póstumo de exaltar su propio aniquilamiento.


LA IDENTIDAD DE LA ESCRITURA

     
“Difícil hablar sin interlocutor”, señala José Martínez en La misa de Arlequín. “Diga 'yo' y lo demás sale sin que usted se dé cuenta”. Posibilitando el habla por un oyente especular, el monólogo, encubierto en el diálogo, encontrará para la escritura una identidad evanescente. Si para ser uno se requieren dos, la duplicación escamoteadora de la premisa hará retornar la unidad a cero. La diferencia —negada con un otro real, aceptada bajo la forma del doble— será exhibida en la narrativa menesiana con una esterilidad que, lejos de pertenecerle, sólo proviene de un momento detenido de la relación especular: aquel que por no incluir el tercero cierra el camino de acceso al mundo. 

     En la resolución de la problemática literaria —la cuestión de la ficción— culmina esa trayectoria: al yo anulado le corresponderá un lenguaje falso, incapaz de construir un mundo narrativo que, si bien no refleja la realidad, permite volverla inteligible.

     Revelada con la aparición de la autobiografía, la autonomía del yo denuncia la transparencia del lenguaje, cambiando tanto la visión de la literatura presente como la confianza en el mundo narrativo anterior: la solución especular concluirá por condenar el futuro. Si el sujeto ya no puede identificarse consigo mismo, la conciencia soberana, garante de la verdad narrada por la tercera persona, revelándose como error, señala también la equivocación lingüística: su reflejo de las cosas era únicamente su traición, su falsificación.

     Al cuestionar la premisa del 'realismo' anterior, la identificación del lenguaje con lo que insinúa, y encontrar la arbitrariedad de la palabra respecto a la cosa —en este caso el mismo yo como objeto— el universo menesiano deducirá de esa diferencia no la cualidad que moviliza la narrativa sino la señal de su fracaso. La cuestión de la ficción se transforma en problema de la falsedad. Es la necesaria conclusión de una indagación sobre la identidad de la escritura desplegada como discrepancia entre escrituras, la actual y la antigua, que esquiva el hiato de la realidad.

      Confrontación del lenguaje consigo mismo, espejo del espejo de los otros, desde su segunda etapa la narrativa instala su escritura como reescritura propia. Pero dos espejos enfrentados reflejan el vacío: el realismo previo, apoyado en la semejanza, al ser reescrito ahora en la exhibición de la diferencia ostentará el lenguaje del engaño corno engaño del lenguaje. La escritura ya no será una figuración del mundo, su posibilidad de captarlo, sino su distorsión. Personajes que se miran en otros personajes, protagonistas invertidos en narradores, escritura que se lee a sí misma, la producción menesiana –enfrentándose especularmente a sus textos anteriores– traslada a la falsificación la diferencia. Del lenguaje con las cosas al lenguaje consigo mismo, la distancia se denunciará como impotencia, como ocultamiento de la realidad.
 
     Presente en el lugar central que ocupan las falsificaciones están los disfraces. En el espacio narrativo abierto en este período dicen y reiteran los personajes: “He vivido de experiencias cuidadosamente fabricadas”; “Mi juicio estará siempre falseado”. También sus vidas se muestran falseadas; incluyen un volumen, una profundidad que no logra ocultar la plana superficie del espejo. 
     Narciso constantemente se adecúa a un rol: no ama, no odia, no se suicida. Representa la escena del amor, el drama del odio, la tragedia del suicidio, en un acto cuya teatralidad apunta menos a la ficción que a la mentira: en esa aparente riqueza expresiva, viene a señalar, no hay nada. Todo es espejismo, tan falso como el yo, el lenguaje y, en consecuencia, el mundo.
     
“Es tan visible el remiendo, tan patente la voluntad de ficción, que hace pensar que los velos aparentemente fabricados para disfrazar la verdad han sido concebidos en realidad para denunciarla”, concluye Narciso Espejo. Exhibición del mito para desmitificarlo, disfraz que en lugar de ocultar desenmascara, en definitiva, se trata de mostrar que si el lenguaje tenía un otro —la cosa nunca agotable por él— esa diferencia lo condena a la esterilidad: la verdad no puede enmascararse: es su propia máscara.
 
     La dialéctica especular que condujo a la condena del yo se repite en la sanción al lenguaje, en el descrédito de la verdad. Mientras era totalmente semejante a la cosa, la palabra encontraba en el realismo la posibilidad de descubrir el secreto del mundo, su verdad. Cuando exhibe su diferencia, ésta —que deviene absoluta al esquivar su referente que mostraría la semejanza inclusive en la no-identidad: el lenguaje es distinto de la realidad pero también parte de ella— derrumba el valor no sólo del realismo sino, además, de toda posibilidad de literatura.

     Desde la distancia entrevista en El falso cuaderno de Narciso Espejo, hasta la desplegada como absoluta en La misa de Arlequín, el gesto primero de la confrontación especular conducirá al escepticismo: el último relato está pautado a través de un volumen que opera como una pizarra mágica. Borrando en cada párrafo la coherencia del anterior con la última frase no sólo concluirá el libro, también se cancelará todo camino para una escritura que se quiera verdadera.

domingo, 20 de octubre de 2013

Para que se cumplan las escrituras


Mario Szichman

     “Es preciso releer, corregir hasta el último pelo de error”, nos propone El Supremo dictador José Gaspar Rodríguez de Francia en la novela Yo: el Supremo, de Augusto Roa Bastos. “Únicamente así, a las cansadas, cuando ya uno ni siquiera lo espera, surge el filo sobre el cual resbala, tras la última gota de sudor, una primera gota de verdad”.
     Fue una de las mejores definiciones que hizo Roa Bastos sobre el oficio de escritor, marcando la diferencia entre aquel que repite palabras prestadas por crear una verdad más eficaz, y quien las repite para devaluarlas.
     Brecht decía de la mayoría de los escritores de su época se valían del inconsciente para predicar la ignorancia. Los demonios interiores, la inspiración, eran coartadas que encubrían la falta de lecturas y de conocimiento, el desfasaje entre literatura y otras ciencias humanas. El escritor se utilizaba a sí mismo como conejillo de indias, y presumía que su verdad era universal. Sólo lograba transmitir, a través de su cuerpo, la verdad a medias de la clase en que se sustentaba: en vez de hablar, era hablado.
Referirse a Roa Bastos es aludir a una nueva forma de narrar en América Latina, es contraponer la verdad opaca, dura y cotidiana a la prosa de los alegres habladores de paja que hacen volar desde doncellas hasta vacas y presumen estar ofreciendo una nueva forma de novelar, cuando el propósito real es remozar el interés folklórico de Europa por América.
     Con Roa Bastos se  incorpora una nueva forma de escribir a la postulada por Jorge Luis Borges y a la enunciada por Alejo Carpentier. Entre la escritura pulcra, medida, eficaz, que es, también, una nítida reflexión sobre los poderes desdobladores del lenguaje, y la escritura desbordada que intenta recuperar un pasado mítico. La tercera vía elegida por el escritor paraguayo era la de contar un pasado mítico sin contaminarse de él. Sí, en el siglo diecinueve había dictadores ilustrados. Su ilustración se elogiaba en Francia. Sus desmanes y crueldades quedaban estrictamente para consumo local. El gran Buñuel daba un buen ejemplo en El discreto encanto de la burguesía. Una mujer intentaba asesinar en París al diplomático de una república bananera encarnado por Fernando Rey. El atentado fracasaba, y el diplomático, con elegante gesto, ordenaba que la mujer fuese dejada en libertad. Mientras la mujer se alejaba del lugar, el diplomático hacía un discreto ademán a uno de sus guardaespaldas para que la mataran en la calle.
     Roa Bastos era un escritor de público roto. Estaba ubicado en ee filo en el cual resbala una primera gota de verdad. Al contar la historia del doctor Francia, de las tres primeras décadas de vida independiente de su pueblo, habla simultáneamente al vencido y al vencedor, a la víctima del genocidio y a aquellos que se complicaron en la guerra de la Triple Alianza —1871— en la cual se destruyó al Paraguay.
     Exhibiendo una vocación propia de escritores del fin del medioevo, Roa Bastos se propuso, y lo consiguió, ser el memorista de la tribu, el hombre que crea un libro en el cual las actuales y venideras generaciones abreven para el orgullo y el recuerdo en el rescate de la verdadera historia y la develación de la impuesta por el vencedor. Para concretar esa tarea Roa Bastos se instaló en el hueco entre las propuestas de escritores mayores. De Borges asimiló el manejo y la indagación del lenguaje, de Carpentier, el modo de hacer actual lo pasado, de valerse de anacronismos sin caer en la reconstrucción arqueológica. De ambos, también desechó sus grilletes de veinte kilos. No le interesaba, como a Borges, asociarse a los vencedores, no lo atraía esa pasión de Carpentier la herencia barroca, esa tendencia a creer que parte de la narrativa consiste en nombrar gran cantidad de viandas, y además, no descuidó otras lecturas: la de aquellos que cuestionan la realidad simultáneamente con la escritura.

LA INCESANTE RECONSTRUCCIÓN

     La tarea del escritor puede compararse a la de una araña. Cuando la tela se rompe ésta no la remienda, porque carece de memoria, comienza nuevamente a partir de cero. Es la rutina del obsesivo. Yo el Supremo se construye como sucesivas telas de araña. Es una memoria sin grietas. “Sin descuidos, rigor puro”, califica su tarea el dictador que dicta.
     Son hilos tendidos desde la historia hacia la leyenda, desde un hombre hacia un pueblo. De esa manera se va construyendo una obra eslabonada de escrituras ajenas: novelas, memorias, folletos, periódicos, cartas y toda suerte de testimonios ocultados, consultados espigados, espiados en bibliotecas y archivos privados y oficiales. Así se va tejiendo el texto, nos dice el narrador, posibilitando que palabras, frases, párrafos, fragmentos, se desdoblen, continúen, se repiten o invierten en ambas columnas en procura de un imaginario balance.
     Ese incesante ir y venir no sólo permite una reflexión sobre el protagonista y su retorno, sino también, acerca de la escritura que se va desarrollando. Mientras Roa Bastos va conformando a su dictador en el delirio de las semejanzas, el dictador va cancelando su prosa en el enjuiciamiento del estilo que califica de “Abominable, laberíntico callejón empedrado de alteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismo, paronomasias de la especie paroli parulis: imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración”.
     Ese recorrido de lanzadoras, es también, una reflexión sobre la dificultad de concretar un personaje, de bosquejarlo, justamente, en base a esa imposibilidad. “Del Poder Absoluto no pueden hacerse historias”, dice El Supremo. “Si se pudiera, El Supremo estaría demás. En la literatura o en la realidad. ¿Quién escribirá esos libros? Gente ignorante como tú. Escribas de profesión. Embusteros fariseos. Imbéciles compiladores de escritos no menos imbéciles. Las palabras de mando, de autoridad, palabras por encima de las palabras, serán transformadas en palabras de astucia, de mentira. Palabras por debajo de las palabras. Si a toda costa se quiere hablar de alguien no sólo tiene uno que ponerse en su lugar. Tiene que ser ese alguien. Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante”.
     De ese modo se traza el delirio mayor, el del escritor. Lo tuvo Sade al intentar que la subversión del lenguaje ayudara a subvertir la vida, lo manifestó Balzac cuando soñaba ser el Napoleón de la literatura.
    Únicamente el semejante puede escribir sobre el semejante. Ese delirio, muestra Roa Bastos, es una calle de dos vías. Así como el narrador pretende asumir el cuerpo del personaje, el personaje quiere perdurar a través de las tenues huellas que trazan los signos entre sí. El supremo, en una época de su vida, se retira a cuarteles de invierno a fin de escribir una novela imitada del Quijote, por la que siente fascinado encantamiento.
    Es una nueva vuelta de tuerca en torno a la escritura, cuya subversión primera es, justamente, la de Don Quijote, protagonista de la primera parte de sus aventuras, protagonista y lector, en la segunda parte, de la primera parte de sus aventuras. El dictador, soñado por Roa Bastos, sueña a su escritor, sueña con ser escritor.
    El escritor, a su vez, transforma a la escritura en una manera de revelar la verdad encubierta, un método de análisis para detectar, en la escritura y en la vida, las marcas de la mentira o de la infamia. Al juzgar a Bartolomé Mitre, uno de los promotores de la guerra de la Triple Alianza, Roa Bastos lo acusa de depositar toda su fe “En los papeles sueltos. En la escritura. En la mala fe. Eres de los que creen, dirá después de ti un hombre honrado (Juan Bautista Alberdi), que cuando encuentran una metáfora, una comparación por mal que sea, creen que han encontrado una idea, una verdad. Hablas, como la caracteriza Idrebal, a base de comparaciones, ese recurso pueril de los que no tienen juicio propio y no saben definir lo indefinido, sino por la comparación con lo que ya está definido.
    Excelente modo de calificar, no sólo una política, sino también, un rival literario, un modelo de escritura, seductora e ineficaz, de esas que parecen pórticos griegos, como diría Nabokov, espléndidos como fachadas, pero sin nada en su interior.
     Sin hacer concesiones ni al esnobismo ni al populismo, Roa Bastos se propuso una empresa mayor: contar la tragedia de su pueblo. El doctor Francia es apenas una excusa, a pesar de ser el protagonista, y exhibir una personalidad tan vasta y compleja como la de un príncipe del Renacimiento italiano, tan rica y matizada como ese Ricardo Tercero que dio en simple frase la clave de la política al decir: “Los que usan el veneno, no por ello aman el veneno”.
    No hay ni complacencia ni fervor por el caudillo, sólo una eximia indagación en las raíces de la nación paraguaya, acompañada de una elegía y una denuncia de inusitada calidad artística, y de la emergencia de una nueva forma de escribir.
    “No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades”, le dice Francia a su escriba Patiño, “historias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en los que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra escrita hacen de sus obras ceremonias letradas”.

    El dictador se propone dictar la historia que se encubrió para disimular un crimen. La pretensión de Roa Bastos no era sacralizar sino desmitificar. Marchó hacia los orígenes para reconstruir, como las arañas, el momento previo a la agonía, suturar la herida que tiene una fecha: 1871, la final destrucción del Paraguay en la guerra de la Triple Alianza, a fin de permitir que la historia vuelva a circular por las venas de una nación truncada en su destino.      

jueves, 17 de octubre de 2013

Cómo crear un bestseller



Mario Szichman


El obituario de Nina Bourne, la vicepresidenta de publicidad de la editorial neoyorquina Alfred A. Knopf, se concentró en su mayor hazaña: catapultar a los espacios siderales la venta de la novela Catch-22 (Trampa 22). Por supuesto, aún sin la promoción ideada por Bourne, que falleció el 9 de abril de 2010, a los 93 años de edad, Catch-22, escrita por cseguiría siendo una obra maestra. Su mismo título ya se incorporó al lenguaje anglosajón. “A Catch-22 situation” es una manera de aludir a un callejón sin salida o a un círculo vicioso. La novela narra las tribulaciones de un grupo de pilotos de bombarderos estadounidenses durante la segunda guerra mundial. Aterrados por su tarea, algunos de ellos fingen demencia. Y de esa manera, caen en la trampa tendida por los médicos. Pues, según los médicos militares, sólo un demente puede servir en las fuerzas armadas como piloto de bombardero. Si alguien se declara demente, es porque se trata simplemente de una persona sensata que teme incursionar en territorio enemigo. (Yossarian, el protagonista de la novela, informa a uno de sus médicos que los enemigos intentan matarlo. El médico, para tranquilizarlo, le dice que no se preocupe, que los enemigos no tienen como propósito matarlo a él, de manera exclusiva, sino a todos los norteamericanos que luchan en la misma causa. Y Yossarian le responde: “¿Y cuál es la diferencia?”)
Afortunadamente, no hay una sola obra perfecta en toda la historia de la literatura, y eso es muy saludable. Como decía William Faulkner, “Todos hemos fracasado en el intento de cotejarnos con nuestro sueño de perfección. Por lo tanto, nos justipreciamos sobre la base de ese espléndido fracaso que hemos padecido para alcanzar lo imposible”.
Don Quijote está plagado de malos cuentos que el caballero andante encuentra en los recovecos de algún armario, y que pueden eludirse sin que sufra la narración. Y La Guerra y la Paz fue muy celebrada por Gustavo Flaubert y al mismo tiempo criticada de manera cruel por el autor de Madame Bovary. Y con razón, porque en los capítulos finales Tolstoi abandonó la objetividad del novelista para exaltar la gloria de la madre patria como si hubiera sido un chauvinista más. Tampoco hay que olvidar el carácter de Natasha, que de mujer liberada pasa a ser una madre sólo preocupada por la salud de sus hijos, y se convierte rápidamente en una matrona. Eso no sería cuestionable en sí, suele ocurrir en la vida. Lo cuestionable es que Tolstoi, explícitamente, elogie ese cambio de actitud en Natasha, señalando que así es como deben actuar las mujeres en la sociedad.
LA CRÍTICA DESECHADA
Dos excelentes novelistas, Evelyn Waugh (el autor de The Loved Ones, una sátira sobre el funcionamiento de una empresa de pompas fúnebres en California) y Norman Mailer (Los desnudos y los muertos, El sueño americano), criticaron la desordenada estructura de Catch–22.  
Nina Bourne había pedido a Waugh una cita para utilizar en la contratapa de la novela. El escritor le respondió en una carta: “Usted se equivoca al calificarla de novela. Es una colección de bocetos, en ocasiones repetitivos, totalmente carentes de estructura”. Por otra parte, Waugh reconoció la extraordinaria calidad de los diálogos. Inclusive le propuso a Bourne esta frase para incluir en la contraportada:
“Esta exposición de corrupción, cobardía y falta de civismo por parte de funcionarios estadounidenses enfurecerá a todos los amigos de vuestro país (yo entre ellos), y dará gran confort a nuestros enemigos”.
Mailer también atacó la imperfecta estructura de Catch–22 señalando que “Uno puede cortar cien páginas de la mitad de la novela, y nadie advertirá que desaparecieron, ni siquiera el autor”.
Bourne no incluyó esas críticas en la contraportada del libro. Sólo las que abundaban en (bien merecidos) elogios. Especialmente de críticos británicos. Pues algunos snobs norteamericanos se derriten cuando el elogio proviene de sus ex colonizadores. Al punto que en uno de los avisos de la novela, tras mencionar las extasiadas críticas de comentaristas ingleses, insertó esta frase: “Come on! Don’t let the English beat us!” (¡Vamos, no dejen que los ingleses nos derroten!)
El secreto de Bourne, dijo William Grimes en el obituario que escribió para The New York Times, fue tratar la novela de Heller “como un fenómeno”, mucho antes de que lo fuera. Las críticas iniciales en Estados Unidos no habían sido muy favorables, y las ventas de tapa dura llegaron a 35.000 ejemplares, algo bueno, pero nada espectacular. La campaña de Bourne consistió en ir alimentando el fenómeno a través de una intensa campaña de publicidad donde se señalaban los progresos paulatinos en las ventas. Y luego, cuando Catch–22 mostró señales de despegue en Gran Bretaña, se encargó de mencionar los nombres de eminentes escritores ingleses deslumbrados por la novela.
Con la excepción de El tambor de hojalata y de El buen soldado Schweik, la novela de Heller cuenta con escasos paralelos. Logra desmontar las falsedades del establishment militar a través de la ironía. Sin embargo, un ascenso más lento en la fama de esa majestuosa novela hubiera permitido a los críticos mayor latitud para analizarla, desmenuzarla, celebrarla o denigrarla, y en la discusión subsiguiente se hubieran abierto nuevos caminos permitiendo a otros novelistas absorber su innegable influencia sin repetir sus errores. Como señalaba el ensayista ruso Bielinsky hace más de un siglo y medio: “Nada que aparezca y tenga éxito inmediato y sea recibido con elogio incondicional puede ser importante o grande. Importante y grande es sólo aquello que divide las opiniones, que madura y crece a través de la lucha genuina, que se impone contra la resistencia viva”.