Mario Szichman
En el parque Ramsey Creek de Carolina del Sur se ha creado el primer cementerio biodegradable para complacer a los defensores del medio ambiente.
En ese lugar, los muertos son enterrados prácticamente como vinieron al mundo: sin ataúdes, sin taxidermia alguna. En el mejor de los casos, se los envuelve en una mortaja. Pero una vez enterrados, desaparecen. Ni una lápida recuerda sus nombres o sus hazañas. Los guardianes del cementerio cavan un agujero, depositan el cadáver, lo cubren de tierra, y pronto los restos humanos sirven de alimento a las plantas silvestres.
El cementerio de Ramsey Creek es un secreto muy bien guardado. Y es difícil que el secreto se revele alguna vez. La industria funeraria no tiene mucho interés en esos cementerios baratos y biodegradables. La periodista Takeuchi Cullen calcula en 50 las personas enterradas hasta ahora en ese cementerio. Y hay apenas otras 50 aguardando en la lista de espera.
¿Por qué tan pocas personas desean que sus restos vuelvan al polvo en Ramsey Creek? Porque circulan tres leyendas urbanas que alguien se ha dedicado a divulgar en la internet. (Es imposible pensar que hayan sido divulgadas por los empresarios de pompas fúnebres).
Primero: animales salvajes suelen merodear en los alrededores y uno de sus manjares favoritos es degustar muertos en sus cenas. Algo parecido a la leyenda del lobo feroz, pero al revés. Segundo: los cadáveres pueden ser productos muy tóxicos y dañar las fuentes de agua. Teniendo en cuenta que esos cementerios son el sitio del descanso eterno para los defensores del medio ambiente, pensar que una vez muertos se convertirán en peligrosos desechos químicos disuade a muchos partidarios de la biodegradación. Y por último, a raíz del hambre de tierras que exhiben los promotores inmobiliarios, ¿qué garantías hay que en el lapso de veinte o treinta años esos prístinos paraísos vegetales no se transformarán en centros comerciales y será necesario bajar al estacionamiento para llevarle flores a un muerto imposible de localizar?
Los curadores del cementerio señalan que se trata de leyendas urbanas. Aunque hay osos y coyotes en la zona del parque, ningún animal se ha tomado la tarea de desenterrar un bocadito humano. Los cadáveres, lejos de ser tóxicos, ayudan a fertilizar la tierra. Y parte del dinero de los entierros se destina a un fondo para la eterna preservación del parque. Pese a esas afirmaciones, los cementerios biodegradables siguen siendo todavía biodesagradables, y muy pocos comulgan con la idea.
ENTIERROS PREMATUROS Y SEPULCROS ENCALADOS
La industria de la muerte es famosa por su propensión a rediseñar los temores o aprensiones de los vivos. En Buried Alive (W.W. Norton & Company, Nueva York: 2001), Jan Bondeson señaló que el siglo diecinueve fue una época en que la Revolución Industrial y la obsesión de los alemanes con la muerte prematura se combinaron para producir técnicas destinadas a impedir que la gente fuera enterrada viva. Y esas técnicas eran muy costosas.
El libro de Bondeson lidia con un tema apenas discutido en Occidente: “la historia de los signos de defunción y del riesgo de un entierro prematuro”.
Pero aunque Bondeson alude a historias y mitos desde la temprana Edad Media hasta el presente –las leyendas del Monje Libidinoso, del Médico Descuidado, de los Jóvenes Amantes, de la Dama del Anillo, y otras en que la lujuria, la ineptitud, el amor y la codicia contribuyeron a descubrir entierros prematuros– su principal interés es el siglo diecinueve, cuando surgieron una serie de técnicas, gadgets y edificios a fin de impedir que la gente fuera enterrada viva. Sagaces inventores crearon cámaras mortuorias portátiles, hospitales para los muertos, y ataúdes de seguridad que tenían asientos eyectables, calefacción, teléfonos y peculiares trompetas que se depositaban en los labios del presunto fallecido con el propósito de que las hicieran sonar en caso de una imprevista resurrección.
Al mismo tiempo, los médicos trataban de confirmar la muerte de sus pacientes usando métodos en ocasiones indignos, incluidos enemas de humo de tabaco. Eso, bastante antes que el fumar fuera considerado un riesgo para la salud.
Y para completar el panorama, dice Bondeson, los cadáveres quedaban amarrados a los vivos. Uno de los capítulos más macabros del libro está dedicado a los “asilos de la vida imprecisa” que brotaron como hongos en ciudades alemanes en la segunda y tercera década del siglo diecinueve. Sólo en Wurtemberg, entre 1828 y 1849, dice Bondeson, “alrededor de un millón de difuntos pasaron a través del sistema”, aunque ninguno de ellos resucitó en esas funerarias.
De los dedos de los cadáveres partían cuerdas conectadas “con un gran órgano de fuelles”. En el caso improbable que un difunto resucitara, sus dedos podrían tocar el órgano, y un guardián ayudaría a la persona a retornar a este valle de lágrimas.
Lo que no tenían en cuenta los constructores de esos mausoleos, dice Bondeson, era que los cadáveres se hinchaban al corromperse, activando con frecuencia el mecanismo conectado con el órgano. Eso hacía que el guardián “fuese despertado por una fantasmagórica sinfonía que emanaba de la cámara mortuoria”.
En su libro Bondeson no sólo lidia con la historia, sino también con la literatura. Además de Edgar Allan Poe, “el escritor con más entierros prematuros por página”, muchos narradores fueron atraídos por esas cámaras de horror. Y uno de los más brillantes humoristas de Estados Unidos, Mark Twain, escribió una de las mejores crónicas sobre el tema. En su relato “La Confesión de un Moribundo”, Mark Twain usó su talento de reportero al describir su visita a un hospital para muertos que operaba en Munich hacia 1880.
Si bien la aprensión sobre el entierro en vida disminuyó en el siglo veinte –muchos alemanes fanáticos parecían más interesados en fabricar hornos crematorios para los vivos que asilos para la vida imprecisa– nunca desapareció. Sigue siendo, todavía, “nuestro temor más ancestral”, señala Bondeson.
LOS SERES QUERIDOS
Ya en el siglo veintiuno, directivos de algunos cementerios estadounidenses muy bien establecidos, y absolutamente tradicionales, han comenzado a elaborar vistosas maneras de recaudar fondos destinados a realizar costosas reparaciones.
En el cementerio Laurel Hill, de Filadelfia, donde descansan seis de las víctimas del naufragio del Titanic, se conmemora una vez al año la “última cena” del insumergible transatlántico que reposa en el lecho del Atlántico norte.
Según informó Patricia Leigh Brown en The New York Times (25 de mayo de 2007), durante la conmemoración, y a los acordes del Danubio Azul, mayordomos impecablemente disfrazados sirvieron un menú de nueve platos en la sala principal del cementerio, atrayendo a muchos visitantes que llenaron las exhaustas arcas del osario.
Entre tanto, en el cementerio Chapel of the Chimes, en Oakland, California, se inició en los primeros meses del 2007 una temporada de conciertos titulada “Jazz at the Chimes”, para seducir a potenciales clientes.
En Washington, el Cementerio del Congreso, que tiene más de dos siglos de antigüedad, propició hace algunos años una jornada “Del Patrimonio Nacional”.
La idea que tienen los estadounidenses del patrimonio nacional no es la que tenemos los latinoamericanos. Al menos, dudo que un homenaje en el Panteón de Caracas o en el cementerio bonaerense de La Chacarita incluya una banda de 70 instrumentos de bronce que toque festivas marchas militares y sea seguida por columnas de perros disfrazados de personajes históricos que yacen en el cementerio. (Uno de los perros interpretó a un soldado de la Unión muerto en la guerra civil).
Hasta fines del siglo veinte, el cementerio más antiguo de Washington era el hogar de prostitutas que concertaban sus negocios entre las decrépitas tumbas. Abundaban las jaurías de perros salvajes que en ocasiones entorpecían los encuentros amorosos. Pero la sociedad de preservación de monumentos decidió que era necesario remodelar el cementerio y pensó en los dueños de canes. En la actualidad, el cementerio se ha convertido en un parque para perros defensores del patrimonio histórico que corren libremente por los jardines, de 33 acres de extensión, alzan sus patas al aproximarse a cada una de las tumbas y, en general, disfrutan como locos del esparcimiento. Quizás anhelan desenterrar algún hueso prohibido.
Los dueños de los perros pagan 125 dólares por el privilegio de visitar el cementerio, y 40 dólares por cada perro. Gracias a esa ingeniosa estrategia, la sociedad de preservación consiguió recaudar decenas de miles de dólares destinados a reparar tumbas y embellecer la grama.
Otros promotores de cementerios han sido más audaces. El cementerio Oakwood de Troy, Nueva York, inaugurado en 1848, ofreció en fecha reciente un brunch (combinación de desayuno y almuerzo) a fin de recaudar fondos. La parte más aplaudida del brunch fue cuando chefs prepararon omelets junto al crematorio.
El osario de Oakwood se ha hecho famoso también por su calendario de 2005. Inspirados en la película Calendar Girls, los miembros de la sociedad de preservación imprimieron un calendario donde personas de la alta sociedad, preservadas en carnes y en años, aparecían desnudas mientras simulaban tocar instrumentos de vientos y de cuerdas en uno de sus parques.
Cuando criticaban a William Faulkner por la violencia y el erotismo que impregnaban sus novelas, el escritor se limitaba a responder: “El sexo y la muerte son la puerta de entrada y salida de este mundo”. Gary Laderman, profesor de Religión en la Universidad Emory, y autor de Rest in Peace: A Cultural History of Death and the Funeral Home in the 20th Century (Oxford University Press, 2003), un libro sobre las funerarias de Estados Unidos, pareció coincidir, al menos en los márgenes, con la frase de Faulkner. Al evaluar la riesgosa decisión de las autoridades del cementerio Oakwood de imprimir un nudie calendar, dijo que en cierto modo eso era comprensible. "Después de todo”, señaló, “el sexo, como la muerte, son grandes promotores de ventas".
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