miércoles, 29 de octubre de 2014

La comedia humana de Benito Mussolini



Mario Szichman
“Soy apenas el protagonista
en una vasta comedia
que todos declamamos juntos”.
Benito Mussolini


Nací en 1945, el mismo año en que concluyó la segunda guerra mundial, y estoy seguro de que ese evento influyó en mis predilecciones literarias. Creo que la historia tiene siempre una manera especial de afectar nuestros destinos. La historia con mayúsculas sirve de telón de fondo a Balzac, a Stendhal, a Alejandro Dumas, a Tolstoi, del mismo modo en que la peripecia personal afectó la narración de Dostoievski o de Dickens. La sombra de la Revolución Francesa acecha en toda la Comedia Humana, en Rojo y Negro, en El Conde de Montecristo. La invasión de Napoleón a Rusia es el telón de fondo de La guerra y la paz.
Dickens padeció la humillación de ver a su padre entre rejas. Niño apenas, debió abandonar la escuela a fin de trabajar en una fábrica donde elaboraban betún para zapatos.  Las marcas de sus tribulaciones están en toda su narrativa.
Dostoievski fue llevado ante un pelotón de fusilamiento acusado de pertenecer a un grupo subversivo. Todo lo que leemos en sus grandes novelas pasó primero por su cuerpo, desde las privaciones económicas hasta contemplar la mira de un fusil apuntando a su pecho. Muchos atribuyen a la epilpesia sus visiones cercanas al milagro, pero nadie descuida que la enfermedad haya recrudecido luego de que le conmutaron la pena.
Parafraseando a Gabriel García Márquez, podría decirse que 1945 fue el año más importante del mundo. El siglo veinte no había cumplido siquiera su medio cupón cuando ya había sido fagocitado por dos conflagraciones, e incinerado con dos preavisos de un holocausto nuclear. Tras la primera guerra mundial, bautizada originalmente La Gran Guerra –hasta que el nuevo conflicto iniciado en 1939 redujo bruscamente su estatura– el mapa político de Europa se alteró de manera decisiva. El imperio otomano fue el más afectado. Poseía parte del sureste de Europa, se extendía al Asia occidental, al Cáucaso, y al Norte de África.  De todo ese berenjenal de estados vasallos solo perdura ahora Turquía. Pero en la historia europea, su disolución tuvo menos importancia que la caída del imperio austrohúngaro, que permitió la emergencia de nuevas naciones en Europa oriental, o del imperio ruso, reemplazado por la Unión Soviética tras el triunfo de la Revolución Bolchevique.
Dudo que la memoria colectiva conserve muchos recuerdos de los líderes que gobernaron los países involucrados en la primera guerra mundial, pero es imposible olvidar a los de la segunda. El triunvirato del Eje: Adolf Hitler en Alemania, el emperador Hirohito en Japón, Benito Mussolini en Italia, o los dirigentes de la coalición aliada: Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, José Stalin en la Unión Soviética y Winston Churchill en Gran Bretaña. (Charles de Gaulle llegó tarde, recién con la liberación de París, en 1944).
De todos esos personajes, en mi opinión el más novelable es Mussolini. Lo conocí primero desde el desprecio y la burla. Los cineastas italianos de la posguerra lograron ridiculizar la figura de Il Duce y mostrar los operáticos emblemas del fascismo en varias obras maestras. Es suficiente contemplar algunos documentales de la época para confirmar los aspectos más risibles del cabecilla de las camisas negras. No hay una sola pose de Mussolini que excluya el desplante, la bravata, la arrogancia. Proliferan las fotografías donde su perfil observa la lejanía (los dictadores nunca observan la lejanía de frente, como el resto de los mortales)  mientras sus puños descansan en el cinturón de su casaca militar.
Mussolini parece surgido de una ópera de Giuseppe Verdi, y su final, en el que compartió la ignominiosa muerte con su amante Clara Petacci en el Piazzale de Loreto, en Milán, el 27 de abril de 1945, es un gran melodrama. Pero era también un personaje trágico. Sus desplantes, su ampulosidad, formaban parte de su personalidad. Faltaban algunos datos. La máscara impedía analizar el verdadero rostro.
En cierta ocasión, cayó en mis manos un libro de Ray Moseley, Mussolini: The Last 600 Days of Il Duce, y realmente fue una sorpresa. Vivimos anegados en preconceptos y a mí, al menos, me fastidia verme obligado a alterarlos. 

No ha variado excesivamente mi opinión del hombre que gobernó a Italia entre 1922 y 1943. Creo que hay solo dos modelos de líderes: quienes abandonan el cargo dejando a su país más próspero, y quienes lo destruyen con sus ridículas ambiciones, su crueldad y su necesidad de acallar a quienes piensan distinto. Todo eso puede decirse de Mussolini, de Hitler, de Hirohito. Con Stalin, el veredicto de la historia es más fluctuante. Transformó a la Unión Soviética en una potencia mundial, pero ¿a qué precio? Su triunfo económico y político se erigió sobre una pirámide de cadáveres. Sojuzgó a varios países, trocando a cada uno de ellos en sucursales de su mediocridad, su paranoia, sus prácticas represivas. Y además, tenía la sordidez de un burócrata. Todo lo humano le era ajeno.
Es así que emerge Mussolini como un líder diferente. El retrato que arma Moseley muestra ribetes extrañamente humanos. No lo digo con intención de reivindicarlo, lo pienso como sujeto de una narración. De todos los dirigentes de la segunda guerra mundial, debe haber sido el único que fue también líder en el sacrificio.
Un reciente libro de Chiara Ferrari, The Rethoric of Violence and Sacrifice en Fascist Italy, señala que la abnegación, la pena y el sufrimiento formaron parte del discurso fascista.
Mussolini no solo se postulaba como ejemplo de paladín, sino también como un cordero para el sacrificio. Es evidente que detrás de la retórica urgiendo la creación de un hombre nuevo, estaban los oligarcas fascistas consolidando sus ganancias, reteniendo su poder económico, desmintiendo con sus vientres cada vez más voluminosos la idea de martirio que le inyectaban al pueblo.
Y ocurre que el cuerpo nunca miente. Voy a dar un ejemplo. Mi relación con Venezuela, desde hace décadas, es cotidiana, pero virtual. Mi aproximación ha sido siempre a través de los cables de las agencias noticiosas, o de la lectura de periódicos donde he trabajado. La perpetua presencia, la insistente distancia, me han permitido desarrollar una especie de mirada esquizofrénica. Desconozco la voz de los líderes de la Revolución Bonita, pero estoy al tanto de sus cuerpos, sus rostros y sus miradas.
Recuerdo un filme británico protagonizado por Tom Courtenay: La soledad del corredor de fondo. Era la historia de un joven de la clase obrera que llegaba a la universidad, especialmente por sus dotes de atleta. En la carrera final, la más importante de su vida (especialmente para las autoridades universitarias que buscaban en el triunfo del atleta su propia exaltación) el atleta pasaba fácilmente al frente. Sin embargo algunos metros antes de la meta frenaba su marcha y dejaba pasar a sus rivales. Luego empezaba a reírse a carcajadas del decano, desesperado ante esa derrota premeditada. Esa carcajada era precedida al comienzo del filme por otra, cuando el joven estaba observando la televisión, y escuchando un aburrido discurso de un dirigente político. De repente, el joven eliminaba el sonido del aparato de televisión. Privado de su voz, el dirigente político aparecía como un perfecto patán, cargado de gestos que nada explicaban.
Algo así me ocurre cuando analizo las noticias de Venezuela y comparo el discurso incorpóreo con los exaltados rostros sin voz, o esos ensanchados vientres cubriendo disfraces revolucionarios. El fallecido presidente Hugo Chávez Frías era un hombre casi enjuto cuando lideró el golpe del 4 de febrero. En sus últimos meses de vida se transformó en un ser voluminoso. Ese cuerpo desmentía sus palabras, las ridiculizaba, las hacía improbables.
Eso no ocurrió con Mussolini. Moseley dice que en los meses finales de la guerra, la hambruna comenzó a afligir a la población italiana, y el líder fascista empezó a comer las mismas raciones que sus compatriotas. Las fotos lo corroboran.
Mussolini fue un líder muy complejo, con atributos repelentes. Fue un racista, como lo demostraron sus leyes contra los judíos y sus despectivos comentarios sobre los negros. Sus ridículas aventuras bélicas en África, su invasión de Etiopía,  su ayuda al generalísimo Francisco Franco durante la guerra civil en España, y la ocupación de Albania fueron algunos de los clavos que sellaron su ataúd. Al mismo tiempo, tenía una cultura renacentista. Hablaba el alemán, el inglés, el español y el francés. Amaba la poesía de Goethe, era un experto en historia italiana, y recitaba de memoria La República de Platón, uno de sus libros favoritos.
Además, aunque poderoso, no era omnipotente. En julio de 1943, el Gran Consejo Fascista se hartó de sus fracasos políticos, y se rehusó a respaldarlo. El rey de Italia lo destituyó y ordenó su arresto. Semanas después, fue liberado de prisión en un rescate liderado por un capitán de las tropas de asalto nazi, y creó un gobierno fascista en Salo, en el norte de Italia.
En el interín, la resistencia italiana, una de las más poderosas de Europa, aumentó las actividades contra el régimen y el país se hundió en una catastrófica guerra civil, mientras la invasión aliada preparó el escenario para la confrontación con la Alemania Nazi. Nunca antes Italia había sufrido semejante devastación. Mussolini se convirtió en un trágico, impotente espectador. Finalmente, fue capturado tras el colapso de las divisiones alemanas, y ejecutado con su amante. Pero siempre tuvo idea de la gran historia, y del rol que ocupaba en ella. A diferencia del voluminoso comandante eterno, se reservó un modesto lugar en el escenario italiano, pese a ocuparlo durante dos décadas. Al final de su vida, éste fue su lema: “Aunque trabajo, y hago intentos, estoy convencido que todo es una gran farsa”.


     


domingo, 26 de octubre de 2014

Novelas que no pienso leer




 Mario Szichman




Los mejores estantes de mi biblioteca, aquéllos ubicados a la altura de los ojos, están dedicados a una selecta antología de novelas que no pienso leer. Es una colección que he ido atesorando con esmero, durante muchos años, en los distintos países en que he vivido. Comenzó en Buenos Aires, cuando era apenas un adolescente; continuó en Bogotá y luego en Barranquilla, prosiguió en Caracas, Washington y ahora en Nueva York.

Todas esas novelas han sido muy elogiadas por la crítica. Aportan algo nuevo para entender la sociedad en que vivimos. Revelan nuestra sexualidad oculta, concretan maravillas con el lenguaje. Generalmente, son el después. Existe un antes, y luego viene esa novela, que representa el después.

Mi colección se va convirtiendo en un inventario de todas las novelas cuya lectura jamás iniciaré. Ya tengo 142 libros que no pienso leer. Tal vez en menos de diez años esa colección conste de unos 200 libros cuyas páginas estarán siempre cerradas a mi escrutinio.

 Reconozco que no es una considerable colección. Por otra parte, tampoco estoy en condiciones de hacer cotejos. No conozco una sola persona que se vanaglorie de un repertorio similar, aunque abundan quienes aseguran haber leído una novela tras examinar apenas la contraportada. En mi adolescencia definían esas aproximaciones a un texto como “lecturas de sobaco”, por el sitio donde las insertaban sus portadores.

 (Por cierto, una de las condiciones de toda novela que no pienso leer es que carezca de contraportada. Pues la menor tentación generada por esa contraportada podría forzarme a abrir las páginas y a leer un texto previamente estimado indeseable, menguando así la colección de libros que no pienso leer).

Ernest Hemingway decía que el escritor solo podía redactar un número de páginas por día. Inclusive si se sentía inspirado, debía frenar el torbellino de ideas cuando aún quedaba gasolina en su tanque. Luego, podía dedicarse a otras tareas, descansar, soñar –el gran motor de un narrador– y al día siguiente reanudar la tarea seguro que su musa le dictaría palabras inefables.

Quizás abstenerse de ciertas lecturas ayuda al escritor. Nuestra natural propensión es aceptar con fervor toda clase de ladrillos literarios porque duendes agazapados en las editoriales inventan cada día nuevas maravillas sin cuyo hallazgo parecería imposible concretar la tarea intelectual. Cada generación nos entrega su cuota de textos indigestos en los cuales confiamos con la ingenuidad con que aceptamos textos sagrados – y que padecemos con similar contrariedad.

La admirable prosa de Juan Rulfo está nutrida de las lecturas de autores escandinavos, especialmente de Knut Hamsum. Muy pocos de los colegas de Rulfo han mostrado similar predilección por esos escritores. Eso ha representado una afrenta para algunos críticos, quienes aseguran que Rulfo abrevó en realidad en la escritura de William Faulkner. Al parecer, el problema con esos escrutadores de textos es que leyeron a Faulkner y no se molestaron en leer a Hamsum. Y los críticos acostumbran a quedarse con la última palabra. Aunque el mismo Rulfo desmintió la influencia de Faulkner, los críticos aseveran que el narrador mexicano “mintió”, pues están más enterados que Rulfo de sus verdaderas lecturas.

A veces, la literatura escarnecida ayuda más a un escritor que la gran literatura. Cervantes devoraba novelas de caballería. Por cada Tirant lo Blanc, hay mil narraciones imposibles de fagocitar, pero Cervantes sabía encontrar las pepitas de oro en la arena.

Roberto Arlt, el único genio que ha dado la literatura argentina, abrevó en Emilio Salgari y en Ponson du Terrail. En El juguete rabioso, otra de sus excepcionales novelas, el protagonista señala: “Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz… Decoraban el frente del cuchitril las polícromas caricaturas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano”. De esa manera, los argentinos tuvieron un Louis Ferdinand Celine sin saberlo, aunque el autor de Viaje al fin de la noche era mucho más culto que Arlt.

Siempre he pensado que la tarea más interesante de un narrador es descubrir un texto del que nadie habla, en lugar de caer de espaldas ante las nulidades engreídas celebradas por otros seres aún más presumidos. Hamsum iba por la buena senda, Arlt marchaba por territorio seguro. Cuando Dickens empezó a escribir, no se preocupó por revisar la tediosa literatura inglesa del siglo diecinueve o los fabulosos narradores franceses de la misma época. Creyó que toda la sabiduría del mundo estaba concentrada en Tobias Smollet, cuya virtud era contar historias muy interesantes en un estilo picaresco, y usar como protagonistas a seres adictos a la aventura. No voy a incurrir en el error de dar consejos, pero sugiero al lector que revise dos de las novelas de Smollet: Las aventuras de  Roderick Random y Las aventuras de Ferdinand Count Fathom. Me parece que tropezará con una escritura muy apasionante.



LA TAREA DEL COLECCIONISTA



Otro de los problemas que sufro al archivar novelas que no pienso leer es que carezco de guías. Hay multitud de antologías de Los Mejores Cien Cuentos de la Literatura Anglosajona, o sumarios de Las Mejores Cien Novelas de la Literatura Universal, pero ni uno solo está dedicado a Las Cien Mejores Novelas Que Uno Debe Abstenerse de Leer. Y eso me obliga a ser crítico y guía de esos libros a los que nunca accederé. A veces, glosando a Borges, pienso que se trata de un “desvarío vasto y empobrecedor” guardar esos volúmenes. Mi tarea, aparte de infructuosa, se confunde con la de otros profesionales que hacen lo mismo por razones prácticas: bibliotecarios y bibliófilos. Sin embargo, actúan en un territorio diferente. Lo mío es enteramente original, carece de antecedentes o consecuentes, y no me brinda beneficio alguno.

 Los profesionales de la recopilación de libros pueden decidir a su libre albedrío si leen o no los volúmenes que caen bajo su amparo. Cada libro que pasa por sus manos es un objeto sin carga emocional alguna. Pueden echarle una ojeada, revisar su índice, tocar sus hojas para verificar su estado. E inclusive, si así lo deciden, también están licenciados para leerlo, algo que me está vedado. Si bien puedo releer tres o cuatro veces mis novelas favoritas, es imposible ejecutar la misma acción con novelas que no intento leer. Después de negarme a leer esas novelas por primera vez, ¿cómo puedo emprender la laboriosa tarea de rehusar su lectura en tres o cuatro ocasiones distintas?

Releo mis libros favoritos porque siempre les encuentro algo nuevo. Tal vez mis años, tal vez otra clase de experiencias, me ayudan a iluminar zonas del texto que antes había descuidado o ignorado. Abundan los ejemplos: disfruté mucho de una novela que ahora encuentro un poco exasperante, The Catcher in the Rye, de J.D. Salinger (su título ha sido traducido como El cazador oculto, o El que atrapa en el centeno). La primera vez que leí la novela me adivirtió mucho la ingenuidad del protagonista, un estudiante con muchos problemas emocionales. Un día toma un taxi, y le pregunta al conductor si sabe dónde se esconden en el invierno los patos del Central Park de Nueva York. Así se inicia una discusión muy amena y absurda.

Holden Caulfield, el protagonista, siempre tropieza con personajes que están fascinados con alguna investigación que nunca llegará a la academia. Uno de ellos colecciona un catálogo de súper machos del cine que, está convencido, son gay. Pero ya a la segunda lectura, pensé que Holden Caulfield era lo que aquí califican de weirdo, un ser bastante desequilibrado, cuya búsqueda de la pureza está cercana a la psicosis. Había demasiado del escritor Salinger detrás del protagonista.

No sé cuántas veces releí Crimen y Castigo, pero recién a la tercera descubrí al fiscal que investiga el asesinato de la usurera, un gran profesional armado de una impecable lógica. En las dos primeras ocasiones, ese fiscal era para mí un punto ciego.

Eso no ocurre con las novelas que no pienso leer. ¿Cómo puedo saber si la tercera o cuarta oportunidad será superior a la primera?

 Y después está la selección. Es imposible enterarse por anticipado de la necesidad de no leer un libro sin antes leerlo. Algunos de ellos tienen índices, y pueden informarme por qué no debo leerlos. Pero ¿qué ocurre cuando les falta el índice? ¿Dan los títulos alguna conjetura de por qué debo abstenerme de leerlos? Puedo ignorar vastos campos del saber universal y limitarme a ampliar mi ignorancia en temas que sí me interesan. Ese sí es un problema.

Hay autores que admiro y otros que detesto. Pero, ¡cuántos autores que admiro están en ocasiones muy por debajo de sus méritos! ¡Y cuántos autores que detesto han logrado a veces descollar a pesar de sí mismos!  La indecisión de optar entre esas lecturas que me niego a emprender es a veces una completa agonía.

 Estoy seguro de que muchos de esos libros cuya lectura me está vedada no son necesariamente mediocres o malos. Por el contrario, creo que pueden enseñar muchísimo al escritor, mucho más que los buenos libros.

 ¿Aumenta mi ignorancia al desechar esas novelas? ¿Estoy perdiendo un discernimiento capaz de descubrirme nuevos mundos? ¿Acaso ese rechazo a abrir una novela que no pienso leer me está despojando de otro Kafka, un nuevo Céline, un flamante Faulkner? Eso es imposible de saber. Para eso tendría que iniciar sus lecturas.




miércoles, 22 de octubre de 2014

Simón Bolivar, crítico literario



Mario Szichman







“Si yo no fuese tan bueno y usted no fuese tan poeta,
me avanzaría a creer que usted
había querido hacer una parodia de La Ilíada
con los héroes de nuestra pobre farsa.
Usted sabe bien que de lo heroico a lo
ridículo no hay más que un paso”.

Carta de Simón Bolívar al poeta
José Joaquín Olmedo
Cuestionando su poema Canto a Junín




Escribí hasta ahora cuatro novelas instalando a Simón Bolívar en el papel protagónico, o como su principal personaje secundario. En la última, aún inédita,  Bolívar compite con el brigadier español José Ramón Rodil por el control de las fortalezas de El Callao, situadas en las afueras de Lima. Fue uno de los episodios más crueles de la guerra por la independencia de América Latina. Unas siete mil personas, en su inmensa mayoría civiles, se refugiaron en los castillos. Al cabo de un año de asedio por parte de las fuerzas al mando de Bolívar, seis mil trescientas quedaron enterradas entre sus muros, o sus cadáveres fueron arrojados al mar, en otro de los deplorables episodios de nuestra cruel e ignorada historia.

Los grandes personajes siempre alientan a los escritores. La pasión desplegada por León Tolstoi para describir la invasión de Francia a Rusia parece robustecida por la presencia de Napoleón Bonaparte –a quien odiaba con un ardor que causa perplejidad, si se tiene en cuenta la irónica objetividad del escritor hacia otros seres tan feroces o más mediocres que el emperador de los franceses.

En relación a la figura de Bolívar, existe, creo, un parámetro distinto. Hasta donde llega mi conocimiento, no conozco muchos países donde sus gobiernos intenten resucitar fantasmas del pasado a fin de vestirlos con ropas modernas. Los argentinos siguen obsesionados con Juan Perón, pero a nadie se le ocurre implantar un gobierno sanmartiniano. Dudo, además, que algún dirigente del PRI quiera hacer circular en México un émulo del cura Hidalgo.

Es una pena que el presidente Hugo Chávez Frías haya remodelado el culto a Bolívar para hacerlo a su imagen y semejanza. Inclusive su curiosa idea de revolución recibió el aditamento de “bolivariana”.

Hay frases que parecen esculpidas en piedra. Una de ellas es la de Carlos Marx al enunciar en El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte que “La historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa”. El filósofo alemán atribuyó la frase a Hegel, aunque es de su exclusiva creación. En su espléndido prólogo al ensayo,  Marx decía que “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio”, sino en eventos que transmite el pasado. “La tradición de todas las generaciones muertas”, expresaba, “oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

De la misma manera en que Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, decía Marx, Cromwell y los ingleses buscaron en el Antiguo Testamento “el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa”.

En el caso de Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón Primero, su golpe de estado de 1851 no sirvió para glorificar las nuevas luchas, sino como una excusa “para parodiar las antiguas”. Luis Napoleón, señalaba Marx, era “un aventurero que esconde sus vulgares y repugnantes rasgos bajo la férrea mascarilla de muerte de Napoleón”.

Contrastar a los dos Napoleones, como hizo Marx, tal vez evitó que algunos políticos sintieran la tentación de equipararse con sus próceres. Recién al final de su dictadura, y cuando ya el Ejército Rojo merodeaba en Berlín, Adolf Hitler se animó a favorecer paralelos con el rey Federico de Prusia. 
Chávez fue diferente. Desde el comienzo quiso emular al Libertador, y aquellos a quienes el periódico Tal Cual bautizó con expresión feliz de “jalabolivarianos”, se unieron a la empresa de considerar al popular presidente como el alter ego de Simón Bolívar. Chávez aceptó agradecido el reto. Lo que siguió después no hay narrador que pueda emularlo.

El escritor Augusto Roa Bastos solía decir que si Kafka hubiera nacido en el Paraguay, sería considerado un costumbrista. El realismo mágico de Gabriel García Márquez suena chatoe inconvincente a la hora de perfilar un jefe de estado venezolano que manda desenterrar los restos del prócer máximo, pues está seguro de que fue envenenado con arsénico por la oligarquía colombiana, y es su intención descubrir a los criminales. (Los restos de muchos seres humanos, al cabo de algunos años, muestran sedimentos de arsénico, especialmente en el cabello y en las uñas. No es obra de la oligarquía colombiana sino de la naturaleza, y de ciertos tipos de suelo).

Obviamente,  si un jefe de estado quiere resurgir con los atributos de un prócer enfrenta un problema: invita a la comparación. Y para que ésta sea eficaz, es ineludible convertir a la memoria colectiva del país en una fábula sin nexos con la realidad o, como decía Cervantes, en una “historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y, con todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma”.

Pese a que la historia actual de Venezuela está repleta de episodios sórdidos, desagradables, conmovedores, tristes e ingratos, un magma con el cual es factible construir una excelente narrativa,  tiene un problema: existe una farsa que todo lo contamina, hasta en los eventos más siniestros. No es la historia contada por un idiota, llena de sonido y furia, sino una telenovela que tiene como protagonista al Joker, el peor enemigo de Batman. Es preferible, por lo tanto, retroceder en el tiempo, pasar de la farsa a una tragedia animada por personajes que, como dicen en estas tierras Are bigger than life, esto es, monumentales. Es mejor que concentrarse en gigantescos pigmeos políticos cuya única tarea consiste en sembrar la ruina.



EL BOLÍVAR QUE AMO



No me pidan que les explique mi admiración por las batallas que ganó Bolívar –fueron muy pocas, y Marx no estaba muy alejado de la realidad cuando repitió, con Manuel Piar, la acusación de que era “El Napoleón de las retiradas”– o su genio político. El hecho de que ya antes de su muerte se disolviera la confederación de repúblicas que intentó crear, o su amargura ante el páramo que abandonaba, muestra a un líder desesperado y desesperanzado. “La América es ingobernable para nosotros”, le dice al general ecuatoriano Juan José Flores. “El que sirve una revolución ara en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. Sí fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de la América”.

A Bolívar lo pueden acusar  de muchas cosas, entre ellas de que entregó generales patriotas a los españoles (Francisco de Miranda) o que mandó fusilar a jefes militares que le hacían sombra tras juicios amañados (Manuel Piar, el general Córdoba, el almirante Padilla), pero al menos no se mentía. Se quemó en la llama de la guerra por la independencia, entró muy rico –era quizás el mantuano más rico de la Gran Colombia– y murió con exactamente una camisa ceñida al cuerpo. Es el héroe más antiheroico que haya dado América Latina, cargado de defectos que son en parte sus virtudes, pues fue humano, demasiado humano, nada acartonado o bolivariano. Tal vez lo condenó su exceso de inteligencia, su profunda aristocracia. Podía ser muchas cosas, pero no un nauseabundo populista. Cuando alguien le señaló que una política de halago a las “castas” pondría en peligro los intereses de los propietarios, Bolívar le respondió: “No tema usted por las castas; las adulo porque las necesito: la democracia en los labios y la aristocracia en el corazón” . (Me pregunto cómo harán los historiadores bolivarianos para torcerles el cuello a esas palabras a fin de que signifiquen exactamente lo contrario y exhiban a Bolívar como un jefe proletario).

Bolívar es como la muralla china revisada por Kafka. Podríamos hacer un parafraseo y decir que es tan grande que ninguna leyenda se aproxima a su grandeza, pero su gloria está cargada de sordideces, de una incómoda humanidad. Y al mismo tiempo de un juicio tan agudo, tan malévolo, que tal vez contribuyó a destruir sus ambiciones frente a seres carentes de grandeza política, como José Antonio Páez o Francisco de Paula Santander. (Los verdaderos padres fundadores de esas entidades políticas que hoy conocemos como Venezuela y Colombia).

Si el lector desea adentrarse un poco más en el otro Bolívar, el admirable Bolívar, debe revisar simplemente sus cartas al poeta Juan José Olmedo, degustar la ironía y el buen gusto con que criticó su Canto a Junín.

Marcelino Menéndez y Pelayo, uno de los ensayistas españoles más reaccionarios, y al mismo tiempo uno de los más honestos y de pluma muy sagaz, tras renegar de la independencia latinoamericana y de sus líderes, tuvo que rendirse admirado ante Bolívar, ante sus críticas literarias, que inclusive mejoraron el largo poema. (Un crítico colombiano consideró infrecuente que el héroe a quien está destinado una oda pueda corregirla de su puño y letra. Un poco como si Aquiles se hubiera encargado de revisarle a Homero las estrofas de La Ilíada). Menéndez y Pelayo agregaba que el intercambio de opiniones entre Bolívar y Olmedo permitió ver “cómo el hierro al salir de la fragua iba depurándose de las escorias”. 

Bolívar, que según se trasluce por sus cartas, “era hombre de muy buen gusto y de no vulgar literatura”, dice Menéndez y Pelayo, arremetió “contra la ilusión local del patriotismo americano”, y señaló todos los lunares que afeaban El Canto a Junín. La introducción le pareció rimbombante, muchos versos le resultaron prosaicos y vulgares, o simples renglones oratorios.

No olvidemos que el épico poema tenía como propósito exaltar la gloria de Bolívar. Pero el Libertador pudo frenar a ese magnífico poeta y primer jalabolivariano llamado Olmedo. Tenía demasiado sentido del buen gusto, de la ironía y de las proporciones para aceptar la lisonja.

“Usted abrasa la tierra con las ascuas del eje y de las ruedas de un carro que no rodó jamás en Junín”, le reprochaba Bolívar a Olmedo. “Usted se hace dueño de todos los personajes: de mí forma un Júpiter, de Sucre un Marte, de La Mar un Agamenón y un Menelao, de Córdoba un Aquiles, de Necochea un Patroclo y un Ayax, de Miller un Diomedes y de Lara un Ulises”.

Y precisaba luego: “Usted, pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado en el abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes. Así, amigo mío, usted nos ha pulverizado con los rayos de su Júpiter,  con la espada de su Marte, con el cetro de su Agamenón, con la lanza de su Aquiles y con la sabiduría de su Ulises. Si yo no fuese tan bueno y usted no fuese tan poeta, me avanzaría a creer que usted había querido hacer una parodia de La Ilíada con los héroes de nuestra pobre farsa. Usted sabe bien que de lo heroico a lo ridículo no hay más que un paso”.

Y añadía Menéndez y Pelayo: el hecho de que Bolívar hubiera conservado “tan buen sentido después de haberse hecho árbitro de su continente, vale casi tanto como haber triunfado en Boyacá, en Carabobo y en Junín”.

Bolívar poseía la grandeza del hombre superior (No se engañen, no todos los hombres o mujeres son iguales). Al final de su carta le pedía disculpas a Olmedo por las críticas. “Perdón, perdón, amigo”, le decía, “la culpa es de usted que me metió a poeta”. Y se despedía luego como “su amigo de corazón”.

Me imagino la humillación y la burla que hubiera infligido doscientos años después el comandante eterno a quien hubiera incurrido en su disgusto por no formular la adulación exacta.

Venezuela, mi querida Venezuela, la pobre Venezuela, está padeciendo ahora una remodelación del culto a Bolívar para hacerlo a imagen y semejanza de Hugo Chávez Frías. Su plan,  que nunca ocultó, era convertirse en el segundo Bolívar de la historia. Sus devotos acólitos intentan convencernos de que ya es el segundo Bolívar venezolano.  Es de presumir que si la cosa sigue así, en algún momento se convertirá en el primero. La historia surge primero como tragedia,  luego como farsa, y finalmente como una farsa trágica.