sábado, 27 de diciembre de 2014

El camino a la felicidad universal está empedrado de malas intenciones



Mario Szichman



Gran parte de las novelas inglesas de los siglos XVIII y XIX comienzan describiendo la infancia del protagonista. Solo Lawrence Sterne, en esa obra incomparable titulada Tristram Shandy, rompió el molde al mantener al héroe en el útero materno durante un buen trecho de la narración. En realidad hizo algo más: dedicó varias páginas a reseñar, con sutileza, la copulación entre el padre y la madre, que condujo a la gestación de Tristram Shandy.
Aunque es mejor comenzar una novela in medias res, en el medio de las cosas, y obligar al lector a hundirse en la acción sin darle tiempo a averiguar qué está ocurriendo, pues de esa manera seguirá leyendo para descubrir algún misterio, resulta inevitable aludir a una infancia cuando el protagonista es un personaje histórico.
Un cuento de Roald Dahl, uno de los mejores cultores del género en Gran Bretaña, comienza con una madre observando asustada a su bebé recién nacido. El médico ha pedido resignación a la progenitora. Es evidente que el niño tiene escasas posibilidades de sobrevivir. Lo único que se puede hacer es rezar y aguardar un milagro. Y el milagro ocurre. El bebé es arrancado de las garras de la muerte y bautizado Adolf Hitler.
De todas maneras, Hitler, como otros famosos malvados de la historia, fue un buen hijo. Tenía a su madre en un altar, y cuando la perdió, lloró sinceras lágrimas de dolor. Tal vez el malo que causa desastres a la humanidad no nace, sino que se hace, aunque deben existir aspectos de su personalidad que lo encauzan hacia la perversión de los valores.
El único rasgo que siempre me llamó la atención del Hitler adolescente es que en cierta ocasión, junto con uno de sus amigos, decidió comprar un billete de lotería, una acción absolutamente trivial, compartida cotidianamente por millones de personas a nivel mundial. Pero Hitler instaló la diferencia: decidió que ese billete ganaría el premio mayor de la lotería, y forjó un castillo de sueños, planificando de manera meticulosa lo que haría con su parte del dinero. La apuesta fracasó, posiblemente Hitler pensó que alguna conspiración judeo–masónica le impidió ganar a la lotería, y el mundo pagó caro por ese delirio frustrado.
Habría que preguntarse si la alucinación en sí abre las compuertas a la destrucción. Por supuesto que no. Todas las artes tienen su buena cuota de delirantes que han transformado sus ensueños en obras maestras. Pero ¿qué ocurre cuando todos los delirios fracasan, uno tras otro?
La segunda ambición de Hitler consistía en transformarse en pintor, pero se le negó el ingreso a una academia de bellas artes en Viena, debido a su falta de destreza. Con escasos recursos, y grandes sueños, Hitler se convirtió en un vagabundo. Se ganaba la vida con gran dificultad pintando acuarelas que vendía en las calles. Por supuesto, una vez llegó al poder, comenzaron a cotizarse muy bien, y en la actualidad, solo los millonarios pueden colgar esas acuarelas en las paredes.
Como buen autodidacta, el Führer en ciernes devoraba libros, de una manera caótica, desordenada. Pero algo aprendió de tantas lecturas: tomar atajos. Siempre dejaba sorprendidó a los generales de la Wehrmacht con sus ocurrencias. Cuando ordenó la Operación Barbarroja, la invasión a la Unión Soviética, se aproximaba el invierno. Varios generales le dijeron que habría que esperar a la primavera, tras recordarle a Hitler que el General Invierno había diezmado a las fuerzas de Napoleón. Pero el Führer desechó los argumentos de jefes militares, señalando que el invierno afectaría de manera similar a rusos y los alemanes.  Al fin y al cabo, el invierno era democrático.
A Hitler lo salvó el ejército. No lo protegió de la locura, pero al menos le ayudó a disciplinarla. Tuvo un ejemplar desempeño en las trincheras, estuvo a punto de morir cuando su regimiento fue atacado con gas mostaza, y una vez desmovilizado, realizó tareas como espía de las fuerzas armadas. Fue justamente en ese papel que se puso en contacto con una organización política de derecha, precursora del partido Nazi. Era obviamente un delator, o, como dicen en Venezuela, “un patriota cooperante”. Y a partir de ese momento comenzaron a forjarse sus vínculos con el aparato militar de la derrotada Alemania.

LA POLÍTICA DEL BUFÓN

Siempre me han aterrado los payasos. Y no debo ser el único. Una de las mejores novelas de Stephen King, It, es la historia de un afable payaso que asesina niños. Pues bien, el histrión político es un derivado del payaso. Y estoy convencido de que un niño puede detectar mejor que un adulto cuan aterrador es un político con rasgos de bufón.
Pero, como los adultos olvidan rápido, ahí están los personajes del teatro griego y romano, que siguen vaciando en bronce los seres humanos de la actualidad. El miles gloriosus, el militar fanfarrón, aparece sin disfraces en las comedias de Plauto.
El histrión político más famoso del teatro universal es Cleón, un demagogo ateniense jefe del partido belicista. Aristófanes lo ridiculizó en su obra Los caballeros. Se trataba de un personaje bastante peligroso y vengativo. La leyenda dice que ningún actor se atrevió a personificarlo, y fue el propio Aristófanes quien debió asumir la riesgosa tarea.
Durante el siglo veinte, el histrionismo político, o la bufonería, parecía el patrimonio de la derecha populista. Basta ver documentales de Hitler o de Benito Mussolini para corroborarlo. La áspera gesticulación, los ojos en blanco, los gestos de desdén, la ampulosidad, el pasearse por el estrado con los puños recostados en las caderas, son el inevitable séquito de sus temibles payasadas. Pero Hitler era muy amable en su vida privada, y Mussolini, un profundo conocedor de la filosofía alemana –leía a Kant en su lengua de origen– tenía hábitos de intelectual. Ambos reservaban la grandilocuencia para la galería.
Es difícil asociar la bufonería política con la izquierda, o con lo que se proclama izquierda. Los personajes de izquierda más famosos del siglo veinte eran generalmente adustos, terriblemente aburridos, inclusive cuando ordenaban masacres, como en el caso de Stalin… Hasta que en el año 1998, Hugo Chávez Frías apareció en la escena política de América Latina.

SADISMO Y SUSPENSO

El ex presidente de Argentina Juan Domingo Perón, quien abrió las compuertas al populismo de derecha disfrazado de doctrina izquierdista, solía decir que en épocas de inflación los salarios subían por la escalera, y los precios por el ascensor. Lo mismo podría aplicarse a la política y a los nuevos personajes que han surgido en las últimas décadas. El periodismo ha tratado de seguir las peripecias de los autócratas por la escalera, cuando éstos han usado siempre el ascensor, y el desfasaje se nota. El periodismo usa escasos héroes de la literatura para describir a un político. A veces, se limita a marcar un gesto. Un político tiene ambiciones napoleónicas, o sufre el síndrome de Sísifo, pero ¿cuántos periodistas han usado la palabra “bufón”, o “militar fanfarrón” para describir a un gobernante? Y, al eliminar categorías que no pertenecen a la política sino a la literatura, muchos elementos capaces de definir a un líder resultan indescifrables. Inclusive sus destellos de locura.  
Siempre pensé en los antes y después en relación a los “Aló Presidente” que Chávez propinaba a sus compatriotas. Un periodista, obviamente, debía limitarse a reseñar el evento, un monólogo interminable donde el jefe de estado cantaba, decía chistes –lo que él suponía que eran chistes, generalmente para burlarse de alguien– filosofaba, formulaba análisis históricos, y opinaba sobre todo, absolutamente sobre todo, porque nada humano o inhumano le era ajeno –especialmente lo inhumano. Había que calarse las peroratas de Chávez, cosa que nunca me atreví a hacer, pero algunos amigos periodistas, que debían cubrir sus discursos, mencionaron con asombro su capacidad para tomar atajos. Para Chávez todo se resolvía en un santiamén. Uno tropezaba en cualquier esquina con la felicidad universal.
Solo un periodista, que nunca olvida la presencia del cuerpo en todas las decisiones humanas, me recordó en cierta ocasión que el ser humano, además de corazón, ideales, ambiciones, y deseos de servir al prójimo, tiene esfínteres. Y ahí, ese amable bufón llamado Hugo Chávez se convertía en un ser muy cruel. Cada “Aló Presidente” era un ejercicio de tortura. Los monólogos presidenciales creaban un suspenso intolerable. Un narrador podría crear una excelente novela simplemente usando como tema, y como escenario, los “Aló presidente” de Hugo Chávez.
¿Cuál era el antes y el después de esos sufridos ciudadanos? ¿Qué ocurría si alguno de ellos, como el Ginesillo de Pasamonte, sufría de mal de orina? ¿Se contaba con medios sanitarios para enfrentar las seis, siete, o diez horas de insufrible monólogo?

EMPRESARIO TEATRAL

Un periodista que logró desentrañar parte del fenómeno Hugo Chávez fue Rory Carroll en su biografía Comandante: Hugo Chávez’s Venezuela (Penguin Press).
La revista británica The Economist dijo que se trataba de la “estimulante biografía de un gran empresario teatral y de un mal presidente”.
Carroll fue corresponsal en Caracas del periódico londinense The Guardian entre el 2006 y el 2012, y supo leer entrelíneas. En vez de apelar a la grandilocuencia, Carroll enfocó su mirada en la decadencia que presidió Chávez durante la época más próspera en la historia de Venezuela.
Decir que cuando Chávez se hizo cargo de la presidencia de Venezuela el país nadaba en la abundancia es hablar con discreción. Señalar que la profusión de dinero lejos de resolver los problemas económicos los agravó, es minimizar el problema. Esa nave llamada Venezuela comenzó a filtrar agua desde la proa hasta la popa en el momento en que el más grande histrión en la historia de América Latina decidió reinventar un país a la medida de sus delirios de grandeza.
¿Cómo es que se llegó a esa situación? El libro de Carroll propone una respuesta: el estilo de gobierno de Chávez fue el desgobierno. Su método de administrar consistía en intentar resolver problemas echando ministros o creando nuevos ministerios. Alguien que se atreve a alterar el rostro de Simón Bolívar para que se adecúe a lo que considera su ideal de belleza, es capaz de cualquier cosa, y ni siquiera la destrucción total de un país le parece suficiente.
En el curso de una década, dijo Carroll, 180 ministros pasaron por Miraflores. Chávez estaba en todas partes, y no estaba en ninguna. Un productor del programa de televisión “Aló Presidente”, informó al autor del libro que el fallecido presidente venezolano hasta elegía los lugares donde había que grabar, los ángulos de la cámara, los temas y los invitados.  Como nadie se animaba a contradecirlo, era imposible mantener el orden en el programa, o grabarlo en el horario estipulado.
Así actuaba Chávez en todas partes. Él sabía de todo, opinaba sobre todo, e impedía a los profesionales dedicarse a sus tareas. Ah, y además las arcas del estado eran de su exclusivo control.
“Aló Presidente era más bien una especie de lotería”, dijo el productor del programa. “Cada uno llamaba para obtener un empleo, una casa, algo. Así no se gobierna un país”.
Y de esa manera, ese “autoritarismo caótico” que presidió la gestión de Chávez concluyó en lo que es hoy Venezuela. Un país con puentes que se caen a pedazos, refinerías que estallan, una inflación incontrolable, un desabastecimiento que sólo existe en naciones sin poder central, y tasas de asesinatos que recuerdan a guerras civiles de baja intensidad.
En estos días, un dirigente opositor venezolano, Leopoldo López, preso en una cárcel por liderar protestas, y por cuya libertad han reclamado hasta organizaciones de las Naciones Unidas, señalando la injusticia de su arresto, divulgó una carta en que aludió con gran recato a su situación, no mencionó los vejámenes a que fue sometido en la prisión militar de Ramo Verde, y en cambio marcó con claridad cómo el descenso de Venezuela en el infierno estuvo precedido por insensatas promesas e inverosímiles atajos.
Nunca me ha resultado más claro que el camino a la ruina de Venezuela”, dice López, “fue iniciado hace años por un movimiento para desmantelar los derechos humanos básicos y las libertades en nombre de una visión ilusoria de beneficiar a las masas a través de la centralización del poder.
“Cuando el actual partido gobernante, el Partido Socialista Unido de Venezuela, llegó al poder por primera vez en 1999, sus simpatizantes consideraban los derechos humanos como un lujo, no una necesidad. Grandes segmentos de la población vivían en la pobreza, y necesitaban comida, vivienda y seguridad. Proteger la libertad de expresión y la separación de poderes parecía frívolo. En nombre de la conveniencia, estos valores fueron comprometidos y luego desmantelados por completo”.
No he leído muchos trabajos de opositores venezolanos donde se formula con tanta precisión el vínculo entre la ruina de Venezuela y la destrucción de los derechos humanos. Sí,  eran muchos en América Latina, no solo en Venezuela, los que consideraban los derechos humanos un lujo, no una necesidad. Para esos sectores, el individuo es un ser absolutamente desechable. Lo importante es lograr la grandeza de la patria, El ser humano deja de ser una cabeza pensante para convertirse en un cuerpo deseante. El estado se va a encargar de llenarle la boca de comida, y la cabeza de fantasías. Los representantes del estado se abocarán a la tarea de pensar por él, de guiarlo, como un lazarillo a un ciego.
Pero todo se paga en esta vida: la irresponsabilidad, la maldad, el transformar en enemigos a quienes no piensan como nosotros, la mentira, la calumnia, y las falsas promesas. No es fácil reconstruir un país (ojalá que la oposición venezolana no intente copiar los cantos de sirena del chavismo, o haga creer que la solución está a la vuelta de la esquina, porque no lo está).
El propio Chávez descubrió, al final de sus días, que la vida carece de atajos, que no existen varitas mágicas, ni siquiera si están forradas con petrodólares.

El periodista Carroll recuerda que ya en los meses finales del gobierno de Chávez, inclusive el palacio de Miraflores empezó a caerse a pedazos. Había filtraciones de agua en el ascensor privado del jefe de Estado. El patriarca en su otoño, el comandante en su laberinto, empezó a ser rodeado por la decadencia a dos pasos de su trono, mientras soñaba con navegar en su mar de la felicidad.

miércoles, 24 de diciembre de 2014

Cómo inmortalizarse en el poder: La magia del apellido


Mario Szichman




El dramaturgo Arthur Miller decía que el único propósito de fumar era encender cigarrillos flamantes. “Uno fuma”, decía Miller, “con la esperanza de acercar un fósforo al próximo cigarrillo”.
Siempre me ha fascinado el poder. En realidad, el vicio del poder, ese hábito de gobernar por gobernar, seguir mandando por un período de tiempo cada vez más prolongado. Es el hábito de aferrarse a una silla en un palacio, y no soltarla. Fumar un cigarrillo tras otro, consumir los días fiscalizando el trono.
¿Hay algún hombre fuerte deseoso de mejorar la condición de los gobernados? Lo dudo, y no porque tenga una maldad intrínseca. Puede tratarse del ser humano más bondadoso del mundo, pero el día solo tiene veinticuatro horas. Quien más tiempo permanece en el poder, más horas debe dedicar a preservar su cuerpo de las balas enemigas. La historia de la Revolución Mexicana está repleta de caudillos que del llano pasaron a la tumba, tras un corto interregno donde creyeron que eran inmunes.
Los caudillos son involuntarios filósofos del pesimismo pues están convencidos de la imposibilidad de mejorar la especie humana en pocos años. Si nuestra especie prospera, es a lo largo de los siglos, aunque su colapso suele requerir apenas una generación, como lo verificaron Adolf Hitler, José Stalin y una pléyade de salvadores de la patria.
Es fastidioso instalarse en la cima del poder. La soledad está plagada de cortesanos. A los poderosos les aburren y molestan las críticas, son siempre niños que exigen constantes caricias en su cabeza. Y la inevitable alternativa son los lisonjeros, seres bastante aburridos.
Controlar un gobierno por encima del tiempo estipulado debe ser una de las tareas más monótonas y arduas del mundo, pero ayuda si se cuenta con otros miembros de la familia.
Una de las figuras más famosas de la política inglesa fue Oliver Cromwell (1599–1658). Después de la decapitación del rey Carlos I se convirtió en Lord Protector de Inglaterra, Escocia e Irlanda, aunque a nivel personal, nunca encontró la protección adecuada. Cromwell vivía aterrado. Cada día lo acosaba la pesadilla de ser asesinado. Dicen que dormía con dos pistolas bajo su almohada, y cambiaba de domicilio con gran frecuencia.
Aunque murió en su cama, la inmortalidad lo alcanzó. Su hijo, Richard, lo sucedió como Lord Protector y posiblemente fue involuntario causante de su incómoda eternidad. El hijo era peor que el padre, y para completar la desdicha, carecía de influencia en el parlamento y en el ejército. Finalmente, fue destituido en 1659, meses después del fallecimiento de su progenitor. Y ahí comenzó la segunda vida, la eterna muerte de Cromwell. Ya hablaremos de ella.

EL OTOÑO DE LOS PATRIARCAS

Cuando se habla de la perpetuación del poder, no podemos descuidar América Latina, pues uno de los ingredientes más interesantes de su política es la conversión de las repúblicas en dinastías. Los lazos de sangre o conyugales acaban con los preceptos democráticos, aunque facilitan la conservación del poder.
En Cuba, Fidel Castro y Raúl Castro se han turnado en el gobierno desde el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. Fidel fue primer ministro de Cuba desde 1959 hasta 1976; ese año pasó de primer ministro a presidente, y en el 2008 fue sustituido por Raúl. En total, el apellido Castro ha gobernado Cuba durante más de medio siglo, sin interrupción alguna. Hay pocos ejemplos en la historia, aunque la Reina Victoria estuvo sentada en el trono de Inglaterra durante 64 años.
Cada modelo exitoso genera comparsas. Medio siglo en el poder despierta embeleso y el intento de rivalizar. Uno de los más fascinados con el ejemplo de Cuba fue el presidente de Venezuela Hugo Chávez Frías, otro líder indiscutible e irremplazable, quien fue reemplazado en abril de 2013 por Nicolás Maduro, tras fallecer de cáncer, a los 58 años de edad. Era inmortal, como lo proclamaban diariamente sus corifeos de turno, y le resultaba imposible concebir su propia muerte.
El apellido Chávez ha generado más lumbreras que el apellido Castro. Hay un Adán Chávez, gobernador de Barinas; hay un Aníbal José Chávez Frías, alcalde del Municipio Alberto Arvelo Torrealba, en Sabaneta, también en el estado Barinas; está Asdrúbal Chávez, primo del extinto presidente, a cargo del ministerio del Poder Popular de Petróleo y Minería de Venezuela, y también María Gabriela Chávez,  hija de Hugo Chávez, y quien pese a su juventud (tiene 33 años) detenta ahora el cargo de “embajadora alterna” en las Naciones Unidas.
Si Hugo Chávez era un devoto admirador de Fidel Castro ¿Por qué no lo imitó también en la descendencia política? Varios de sus hermanos podrían haber heredado su legado. Algunos alegan que existían problemas constitucionales. Sin embargo, la manera displicente con que el chavismo maneja la Constitución y las leyes en Venezuela desmiente esa hipótesis. Es obvio que si Chávez hubiera querido dejar otro Chávez en el Palacio de Miraflores, las normas jurídicas se hubieran estirado como un chicle para acomodar a otro portador del apellido. De todas formas, aún no se ha dicho la última palabra en Venezuela. Si con el propósito de apuntalar el régimen se requiere un chavismo con el apellido Chávez, María Gabriela Chávez seguramente saltará al ruedo para salvar el país.
En la Argentina la perpetuación de las dinastías políticas se ha dado por el lado conyugal. Juan Perón fracasó en el intento de llevar como compañera de fórmula para su segundo mandato a su esposa, Eva Duarte de Perón. Los militares se opusieron y Perón tuvo que llevar como candidato a vicepresidente a Jazmín Hortensio Quijano, quien falleció poco después. Perón asumió por segunda vez la presidencia sin la compañía de su compañero de fórmula. El cargo vacante fue ocupado por el almirante Alberto Tessaire, como resultado de nuevas elecciones, en abril de 1954.
Cuando Perón regresó a la Argentina y al poder, en 1973, consiguió imponer como compañera de fórmula a su tercera esposa, María Isabel Martínez. Perón falleció el 1º de julio de 1974 e Isabel Perón lo reemplazó, hasta que en marzo de 1976, una junta militar la derrocó.
El modelo impuesto por Perón tuvo una réplica en el matrimonio de Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Kirchner fue sucedido por su cónyuge. La presidenta de Argentina debe abandonar el cargo en el 2015, y ya en las alas del peronismo aguarda su hijo: Máximo Kirchner, inevitablemente, otro genio político.
El único problema que tuvo esa sucesión presidencial fue el fallecimiento de Néstor Kirchner en la flor de su edad. De no haber sido por ese traspié, seguramente se
habría presentado en el 2015 como candidato a suceder a su esposa, y la rotación hubiera persistido hasta que la muerte los separara. Pero es necesaria la suerte y la longevidad de los Castro para garantizar el continuismo.
La costumbre de los presidentes en ejercicio de reemplazarse a sí mismos en el poder se ha diseminado en América Latina como el fuego en una pradera. No solo Chávez logró su reelección, también Evo Morales en Bolivia. José Manuel Santos lo intentó en Colombia, pero una Corte Constitucional vetó sus anhelos de servir al pueblo. En Ecuador, Rafael Correa consiguió que un tribunal legalizara la relección indefinida y podemos apostar que seguirá mandando luego del 2017. ¿Y por qué no? Ha gobernado de manera tan excepcional que puede seguir haciéndolo hasta que pase a la inmortalidad.  Correa, como otros gobernantes de su calidad, ha demostrado que el poder pertenece a los elegidos. Si alguien en algunos países de América sueña con ser presidente, pues deberá esperar sentado a que el Yo el Supremo de turno entregue su alma al Señor.
Sin embargo, en todos los casos antes reseñados, y eso resulta afortunado, aquello que protege la vida no es endosado por la muerte. Y el ejemplo de Cromwell es bienvenido.
El 30 de enero de 1661, casi tres años después de su muerte, y al cumplirse el duodécimo aniversario de la ejecución de Carlos I, el cadáver del dictador fue exhumado de la Abadía de Westminster, y sometido a una ejecución póstuma. El descompuesto cadáver de Cromwell fue colgado de cadenas en Tyburn, y luego arrojado a una fosa común. Su cabeza fue emplazada en una pértiga a las puertas de Westminster Hall, la parte más antigua del Palacio de Westminster. Allí permaneció hasta 1685. Durante 27 años posteriores a su muerte, la cabeza de Cromwell fue exhibida por sus enemigos como un trofeo. Luego fue cambiando de manos, y, en 1814 vendida a un tal Josiah Henry Wilkinson, según nos informa Wikipedia. El ánima de Cromwell debió esperar hasta 1960 para que fuesen congregados parte de sus restos humanos en un solo lugar, el Sidney Sussex College, en Cambridge.

Quizás uno de los peores errores de Cromwell fue dejar el poder en manos de su inepto hijo. Un convencido líder republicano terminó cediendo a las tentaciones de la sucesión monárquica y al llamado de la sangre. Es un buen ejemplo de que perpetuarse en el poder no garantiza la inmortalidad.

domingo, 21 de diciembre de 2014

GUILLERMO MENESES REVISITADO

Mario Szichman


Hay una divisoria de aguas en la moderna narrativa venezolana: antes y después de Guillermo Meneses (Caracas, 14 de diciembre de 1911 - Porlamar, 29 de diciembre de 1978). Y ese extraordinario narrador fue el primero en cruzar el umbral. Meneses comenzó su narrativa en un molde que podría considerarse costumbrista, con relatos como La Balandra Isabel llegó esta tarde (1934) Canción de Negros (del mismo año) y El Mestizo José Vargas (Caracas, 1942). Y súbitamente, en 1952, cuando era diplomático en París, ganó el Premio de Cuentos del periódico El Nacional con La Mano Junto al Muro. La transmutación de su prosa es vertiginosa. Un día Meneses está escribiendo como José Santos Chocano, y al día siguiente, con la problemática de un sartreano que ha leído profusamente a Sigmund Freud. Trato de encontrar símiles en otros escritores de su misma época, y no lo encuentro. Meneses es un original obsesionado con el mito de Sísifo, con el doble, las máscaras, las múltiples apariencias. Basta leer sus Diez Cuentos (1968), su ejemplar El falso cuaderno de Narciso Espejo, o La misa de Arlequín, para verificar su inagotable talento, la huella en las generaciones que lo sucedieron. Los textos de tres de los mejores escritores que ha dado Venezuela tras Meneses: Adriano González León, Salvador Garmendia y José Balza, no existirían de no ser por la influencia de Meneses. (Quien además era un hombre muy generoso siempre dispuesto a alentar a las nuevas generaciones).
Tuve el privilegio de conocer a Meneses en los últimos meses de 1978, gracias a la intercesión de Balza, quien me llevó hasta su casa. Poco después publiqué un reportaje en el Suplemento Cultural del periódico Últimas Noticias de Caracas.  Aquí está la síntesis del trabajo.
M.S.
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La memoria cree antes que el conocimiento recuerde, piensa el Joe Christmas de la novela de William Faulkner Light in August. Crece más tiempo de lo que recuerda, más tiempo del que se interroga el conocimiento. Conoce, recuerda cree. Cree por ejemplo, en el caso de Guillermo Meneses, en un destino de escritor, en una pasión, en el deseo de derrotar a esa vieja fisgona que es la muerte, no a través de la verdad sino de la impostura, no apelando a la piedad, sino cediendo al rencor.
Guillermo Meneses cree, antes que el conocimiento recuerde, en la posibilidad de ser inmortal a fuerza de palabras, forjando seres que circulan a través de sus libros como la sangre por el interior de un cuerpo. Con sus sesenta y cinco años a cuestas —corroborados en un físico frágil, desmentidos por una mirada maliciosa, una sonrisa de niño, franca y despiadada, una escritura sorprendentemente bien dibujada, de monje calígrafo, de mandarín que piensa: Si la palabra es la voz del espíritu, la escritura es el dibujo del espíritu– el escritor es el único mito viviente con que cuenta la literatura venezolana. La mitad de su vida la dedicó a elaborar un espacio narrativo propio, y la cuarta parte —el lapso que va de 1950 a 1967— a forjar una literatura que contamina los mejores logros de la última generación.
Pregunta con falsa modestia: ¿Por qué empiezan a preocuparse por mi escritura?
Y el entrevistador debe señalarle que si los testimonios se contradicen y falsean en confrontaciones cuando se aborda El falso cuaderno de Narciso Espejo o La misa de Arlequín hay algo que emerge con honestidad; una escritura pudorosa, empecinada que empieza a triunfar recién ahora, en la década del setenta, mostrando cómo se hace la gran literatura y relegando a otros narradores que brillaron con los ajenos oropeles otorgados por la política o el  éxito empresarial al sitio que siempre merecieron: los textos obligatorios de liceos y universidades y menciones en antologías e historias de la literatura.
El falso cuaderno
—Sigo sin entender el interés que existe por mi obra— insiste Meneses.
—Se supone que la moderna narrativa en Venezuela surge a partir de El falso cuaderno de Narciso Espejo. Es decir, que después de la publicación de esa obra, ningún escritor venezolano puede seguir practicando el oficio de la ingenuidad. En El falso cuaderno no solo hay una reflexión sobre un mundo, sino sobre la escritura que engendra ese mundo. Usted venía de una escritura digamos tradicional, o al menos bastante emparentada con la corriente regional y criollista. De repente, entre 1942, fecha de El mestizo José Vargas, y 1952, cuando publica La mano junto al muro, hay una mutación. ¿Cuál es la causa?
–Supongo que a los años que pasé en París, y a los que ya cargaba encima. Me estaba acercando a la cuarentena y era preciso cambiar. Había una suma de experiencias. No podía quedarme aferrado a un estilo de narrar propio de la juventud…
–Algo más debió ocurrir.
–Sí, ocurrió que me puse viejo.
– ¿De qué escritores se hablaba en esa época?
– Veinte años después podría mentirle diciéndole que me impactaron Sartre y Simone de Beauvoir. Claro, veinte años después. Pero en esa época nadie los conocía. En cambio André Malraux era muy famoso. Había hecho la experiencia de la guerra civil española como comandante de la aviación republicana, y luego estuvo en la resistencia y cumplió un papel heroico. Y además, era un hombre muy inteligente.
–De esos años en París queda su cuento más famoso, La mano junto al muro, y su novela El falso cuaderno de Narciso Espejo. Dos décadas después ¿cómo analiza esos trabajos?
La mano junto al muro me sigue gustando. Admito que hay pura imagen verbal: ´Una mano es, apenas, más firme que una flor, apenas menos efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa´. Esta última metáfora sigue sin convencerme. Pero, con todo, el cuento resultó bueno. En cuanto a El falso cuaderno de Narciso Espejo, querría creer que es mi mejor obra.
– ¿Y La misa de Arlequín?
– Está mejor escrita, pero no me parece superior a El falso cuaderno de Narciso Espejo.
En el prólogo a los Diez Cuentos (Editorial Monteavila), Meneses dice que ya en Juan del Cine hay muchos de los temas expuestos luego en sus obras de madurez.
– Hay poco que rescatar de ese cuento. Hoy me suena como una cosa alambicada, petulante, algo ridícula. La única explicación es que lo escribí cuando tenía veintidós años de edad.
–Pero ya aparece la obsesión del espejo.
–Creo que ese tema está presentado sin necesidad. No me parece justificado.
–Otro símbolo frecuente en su obra es el de la burbuja. ¿Qué significa?
– Es un poco la descripción de la vida en América Latina. Todavía en germen, increada, y ya a punto de reventar.
–En el prólogo a los Diez Cuentos, usted señala, ´Tal vez resulte interesante ir mencionando las influencias que nos llegaron. Allá por los años de 1930, estábamos los jóvenes dentro de lo que considerábamos la vanguardia. Nos empapábamos de todo lo que nos hacía pasar Madrid, sobre todo a través de La Revista de Occidente. El Madrid de aquel entonces se hallaba en una sana relación europea. Por lo tanto, no nos era extraño lo francés, lo alemán, lo italiano, lo yanqui, que Ortega escogía para su revista. Leíamos a Thomas Mann, a Aldous Huxley, a William Faulkner, a Carl Jung, a Herman Hesse, sin olvidarnos de Marcel Proust y sin abandonar a Emile Zola, a Eça de Queiroz, a Fiodor Dostoievski, a Honorato de Balzac, y a nosotros mismos´. De todos esos autores ¿Quiénes tuvieron más influencia en su obra?
–Le va a sorprender: fueron los naturalistas: Hauptman, Zola, Queiroz.
– ¿Y Faulkner?
–Lo llegué a leer y lo conocí personalmente cuando ya había escrito la mayor parte de mi obra. Faulkner visitó Venezuela en 1959. Conversé con él, pero a través de un intérprete. Figúrese qué fastidioso.
– ¿Qué impresión le causó Faulkner?
–  No sé, tenía un aspecto algo ridículo. Usaba unos pantalones horribles que no le llegaban ni al tobillo y lo convertían en un ser algo estrafalario. Pero la impresión cambiaba cuando se ponía a conversar. En realidad, cuando se escuchaba la traducción de su conversación, algo bastante fastidioso. Creo que Faulkner ni siquiera hablaba inglés. Tenía un lenguaje sureño muy cerrado, melodioso, pero incomprensible. Y era muy tímido. Tal vez esa era su armadura. Al principio era como medio chaplinesco. E insistía en parecer más viejo de lo que era. Pero su mente era muy joven, lúcida y desconfiada. Me dijo algo que me impresionó mucho: ´Un escritor no tiene tiempo para ser literato´. Claro, para él ser literato era ser literato en los Estados Unidos, donde había una intensa vida social. Hubiera sido distinto de vivir en Venezuela. Porque ¿qué es un literato en Venezuela?
– Probablemente algo que Guillermo Meneses nunca será.
– Es que a mí solo me ha interesado una cosa en la vida: escribir.
–Vamos a dar una nueva vuelta de tuerca a esta conversación: ¿Qué pensó cuando estaba escribiendo El falso cuaderno de Narciso Espejo?
– En esa época pensaba que era un gran escritor.
– Muchos críticos pueden corroborarlo.

–  Tal vez. Recuerdo que hace tres o cuatro años, Julio Cortázar me vino a visitar. Mientras él hablaba, yo pensé: ´Tendríamos que habernos encontrado hace veinte años en París, cuando los dos vivíamos en esa ciudad. Hubiéramos tenido mucho de qué hablar en París´, pero no veinte años más tarde. Veinte años más tarde, solo podía limitarme a escuchar.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Ménage à trois: la reglamentación de la infidelidad en España

Mario Szichman


     Uno de los lemas españoles más famosos, y que hemos heredado puntualmente en América Latina es: “la ley se acata, pero no se cumple”. Parafraseando a Augusto Roa Bastos, podría decirse que si Kafka hubiera nacido en España, sería un costumbrista. No hay nada, absolutamente nada en España, que no sea castigado con una ordenanza, un decreto, un estatuto, un reglamento, un código, un precepto, una orden, o una multa. Y las formas de burlar la ley, son infinitas.
     En cierta ocasión, le pedí a un fraternal amigo su ayuda para conocer ciertos detalles del código penal y procesal de España en el siglo XVIII necesitaba la información para una novela que estoy escribiendo sobre la invasión francesa. (La de 1807). Mi amigo estuvo una semana revisando archivos, hasta que finalmente localizó un libro que podría brindarme los datos necesarios. Había, empero, algunos problemas. El libro no podía salir de la biblioteca, pues era un tomo muy preciado. Tampoco se podían fotocopiar las páginas requeridas, por la misma razón. Pero si yo iba a Madrid, con mucho gusto me haría acompañar por una persona acreditada. Yo no podía ir a la biblioteca por mi cuenta, pues solo se aceptaban miembros de la institución. Una vez allí, me facilitarían el tomo. Podría tomar apuntes durante ese día. Y si no concluía la tarea, necesitaría pedir una extensión del permiso. Era imposible cumplir con todos esos requisitos. Por lo tanto, decidí chequear google.books. En diez minutos logré bajar el tomo en su versión digital y enterarme del código penal y procesal en la España de 1780. Y ahora lo tengo en un archivo de mi computadora. También puedo imprimir el libro. Fue mi manera soterrada de acatar la ley, y no cumplirla.
     Hay otro tomo que atesoro a la hora de escribir sobre la España de la invasión napoleónica: Napoleon and the Birth of Modern Spain, de Gabriel H. Lovett. Está subrayado con lápiz amarillo, y con tinta roja y verde. Los márgenes están poblados de asteriscos, signos de admiración, y comentarios.  Dudo que exista otro libro que aluda a la España de esa época con la misma calidad, excepto por El Cádiz de las Cortes, de Ramón Solís, una maravilla no solo por la información, sino por la calidad de su prosa.
     Lovett explica con sencillez el laberinto de instituciones que reglamentaban la vida de los españoles desde la cuna hasta la tumba, y también en el más allá, como la famosa “sucesión”, una ordalía que abarcaba varias generaciones de herederos ansiosos por cobrar un legado. Y eso sin contar con los fueros. La iglesia tenía su propio fuero, así como los militares, los artilleros, los ingenieros, la milicia provincial, los marineros, los extranjeros, los servidores del rey, y los empleados del Tesoro. “Hasta los criadores de caballos tenían su jurisdicción especial”, dice Lovett. “Y a cada rato, los conflictos podían paralizar la tarea de la justicia”.
     No causa por lo tanto extrañeza que la institución del ménage à trois también estuviese reglamentada. Por supuesto, nadie consideraba la institución del cortejo un ménage à trois, pero lo era.
     El cortejo, una entidad importada de Italia, estaba representado por un galán que, con la aprobación del marido, se pasaba la mayor parte del día mariposeando en torno a la esposa. Según decían las buenas lenguas, se trataba de una amistad platónica. El cortejo disfrutaba de sus doctos diálogos con la coqueta, y hasta ahí llegaba la amistad. Pero, según las malas lenguas, las cosas eran bastante diferentes. En su Alma castellana, Azorín cita esta copla:
                            Una mujer todo el día
                             solita con su cortejo,
                             metida en su gabinete,
                            consultándose al espejo,
                           ¿estarán los dos rezando,
                           o tratando de su entierro?

     En su libro “Usos amorosos del dieciocho en España” la novelista y ensayista Carmen Martín Gaite dice que la costumbre del cortejo tenía sus reglas del juego. El galán visitaba a la dama todos los días, con el marido presente, pronunciaba una serie de finuras, y le ofrecía cortesías “tan rígidas y obligatorias que perdían su inicial matiz de pasión”. Finalmente, todo quedaba sometido a “códigos tan tediosos y rígidos como el matrimonio de esos tiempos, aun cuando sus principios parecían más atractivos".
     En su “Óptica del cortejo”, Manuel Antonio Ramírez y Góngora se burlaba de los requisitos que una dama reclamaba a su potencial y casto enamorado. El galán se comprometía a no conversar con otra dama, ni siquiera en su ausencia, y debía arribar en la mañana para tomar una taza de chocolate y tal vez sujetarle los ganchos del corsé. En la tarde, la escoltaba para dar un paseo, proporcionarle “las flores más exquisitas de la temporada, y enviarle toda clase de chucherías con el propósito de engalanarla”.
     En realidad, parecía existir más intimidad entre el cortejo y la dama, que entre ella y su marido. No se descartaba que le sirviera la taza de chocolate o de café en la cama, o que la despertara con dulzura. Podía permanecer en el dormitorio aunque la criada no estuviese presente, y ayudarla en su tocador, suministrándole cosméticos y ofreciéndole su opinión sobre el efecto que producía en su rostro. También la acompañaba a la iglesia, y al teatro.
     Gaité dice que el cronista Constantino Roncaglia, al aludir a los cicisbeos italianos, precursores de los cortejantes españoles, menciona este comentario de un marido genovés: “Estamos muy ocupados, en tanto nuestras esposas no parecen bastante atareadas. Por lo tanto, necesitan un acompañante, ya se trate de un perro, un mono, o un galán”. Al parecer, la mayoría de las damas de alcurnia, entre un perro, un mono y un cortejo, no dudaban un momento cuando llegaba la hora de elegir.
     José Clavijo y Fajardo, un periodista y escritor español del siglo dieciocho, no parecía comer cuentos con la relación entre una esposa y su cortejo. Aunque decía ignorar lo que ocurría en la alcoba durante esos encuentros, Azorín le seguía el hilo de su pensamiento y expresaba: “Tal vez resuelvan arduos y trascendentales problemas de la vida”. Luego añadía: “Los maridos no son celosos, por no parecer ridículos; sus mujeres faltarían a las prescripciones de la moda si no tuvieran un amante que las acompañara en todas partes, en casa, en el paseo, en las tiendas, en el teatro, en las visitas, en la alcoba”.  
     Por supuesto, entre tanto mentecato, galán insípido, marido complaciente y coqueta gazmoña, de repente estallaba un crimen pasional, de esos para alquilar balcones. El más famoso de ellos fue el de una mujer que conspiró con su galán para asesinar a su marido. La víctima era un comerciante madrileño, Francisco de Castillo, la pecadora, María Vicenta Mendieta, de 32 años de edad, y el amante, su primo, Santiago San Juan, de 24 años de edad.
     El crimen ocurrió el 9 de diciembre de 1797. Y como se lee en la sentencia, “Se impuso la pena de garrote a los dos reos doña María Vicenta de Mendieta y don Santiago San Juan, que sufrieron uno en frente de otro en la plaza mayor de Madrid”. La fecha de ejecución fue el  23 de Abril de 1798.
     No solo fue un asesinato que hizo época; además, Goya lo inmortalizó en uno de sus Caprichos.
     El pintor era amigo del ministro de  Justicia de esa época, Gaspar Melchor de Jovellanos, y del fiscal de la causa, Juan Meléndez Valdés. Según el crítico Robert Hughes, aunque Goya posiblemente no asistió al juicio, sus amigos le proporcionaron las actas del proceso. ¿Visitó a María Vicenta Mendieta en la cárcel? Se ignora. Pero en el Capricho 32, bajo el título “Porque fue sensible”, aparece una mujer sumida en la más absoluta desolación, y con signos de que ha sido torturada. Al menos le han aplicado los “perrillos”, un instrumento de apremios ilegales.
     Me fascinó la historia de esos amantes, el desborde de la pasión que cuestionó la acicalada institución del cortejo. Leyendo las actas del proceso, más allá de la insoportable prosa del fiscal que parece extraída de algún mal folletín, hay material suficiente para imaginar un romance digno de Flaubert o de Tolstoi. El episodio es rescatado por la enorme humanidad de Goya al retratar a esa mujer con la carne maltratada. En torno a ese ménage à trois repleto de sordidez, hay una genuina historia de amor. Solo el proceso merece una novela.
     Ese fraternal amigo que consiguió los datos para acceder a ciertos detalles del código penal y procesal de España en el siglo dieciocho, abrió también las compuertas a una saga. Estamos acostumbrados a Perry Mason, o a abogados parecidos, defendiendo clientes en juicios orales. Pero ¿existían esos juicios en España, o se trataba de procesos donde la fiscalía y la defensa presentaban simplemente escritos sin los protagonistas presentes? Un juicio oral abre las puertas al escenario, permite el diálogo, la esgrima verbal. Gracias a mi amigo de España, tengo ahora los elementos para recrear una historia de amor que tendrá como telón de fondo la gran historia.



domingo, 14 de diciembre de 2014

Erna Pfeiffer: Una antología en alemán de autores judeo-argentinos regados por el mundo


   
Mario Szichman



    Mit Den Augen in Der Hand, una antología de autores judeo-argentinos cuya edición estuvo a cargo de la profesora Erna Pfeiffer, fue publicada en fecha reciente por la editorial austríaca Mandelbaum. En ella figuran excelentes novelistas, cuentistas y poetas como Alicia Steimberg, Andrés Neuman, Luisa Futoransky, Alicia Dujovne Ortiz,  Sara Rosenberg,  Manuel Fingueret,  Susana Szwarc, Liliana Lukin, Reina Roffé, Alicia Kozameh, Mario Goloboff, Mario Satz, Diana Raznovich, Perla Suez, Sergio Chejfec y Ana María Shua.
     Me resulta difícil pensar en una persona más inteligente, perspicaz y sabia que Erna Pfeiffer para la concreción de una tarea como la que llevó a cabo. Fue, hasta hace poco, titular de Literatura Hispánica en el Departamento de Filología Románica de la Universidad “Karl Franzens” de Graz.
     Entre sus numerosos libros figuran: Estructura literaria y referencia a la realidad en la novela de la violencia colombiana; EntreVistas: Diez escritoras mexicanas desde bastidores; Aves de paso. Autores latinoamericanos entre exilio y transculturación (1970-2002) y Alicia Kozameh: Ética, estética, y las acrobacias de la palabra escrita. Ha publicado, además, más de cien artículos en revistas y libros.
     Mit Den Augen in Der Hand fue lanzada en la apertura de la Feria del Libro en Fránkfurt, el pasado 8 de octubre. Hubo también presentaciones del libro en Salzburgo, Innsbruck, Berlín, Viena y Graz.
     Según nos informó Erna en un reciente correo electrónico,  a principios del 2015, probablemente a tiempo para la Feria del Libro en Leipzig (12-15 de marzo), saldrá un segundo libro, en las ediciones del PEN-Club de Viena, con las traducciones de las versiones completas de las entrevistas hechas a los autores.
     En la antología, Erna Pfeiffer incluyó un fragmento de mi novela A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad, que en su versión en alemán se titula Um 20.25 ging Evita in die Ewigkeit ein. La novela tiene para mí una significación muy especial. Mientras vivía en Caracas la envié a un concurso convocado en 1979 por Ediciones del Norte, de Hanover, New Hampshire, Estados Unidos. Lo gané, y con el dinero obtenido decidimos en 1980, con mi esposa, Laura, mudarnos a Nueva York. Su título ha sufrido vaivenes. En su edición inglés fue rebautizada At 8:25 Evita Became Immortal. También la edición en alemán instala el nombre de Evita. Pero en castellano era redundante mencionar a Evita. La única señora que se murió en la Argentina a las 20:25 era Eva Duarte de Perón. De ahí que el título original fuese A las 20:25 la señora entró en la inmortalidad. La versión corregida y aumentada, a cargo de la profesora Carmen Virginia Carrillo (y muy superior a la de 1980) no hizo entrar a Evita en la inmortalidad, sino que la hizo pasar. Cuando la escribí, no existía el internet, y no sé si por dificultad o por flojera, no visité una hemeroteca en Caracas donde tenían periódicos de mediados de 1952 en que se aludía al fallecimiento de la primera dama. Temí perder muchos días revisando los diarios a fin de encontrar la célebre frase que un locutor repetía puntualmente todas las noches: “Son las 20:25, hora en que Eva Perón pasó a la inmortalidad”. Los regímenes autoritarios son muy proclives a la fastidiosa reiteración.
     A las 20:25 ocupa un sitio muy especial entre mis novelas. Ha sido una divisoria de aguas. Tras su lanzamiento, en 1980, pasé los siguientes veinte años escribiendo, sin tener posibilidad alguna de publicar. Pude emerger de la sequía en el 2000 cuando publiqué Los papeles de Miranda en Ediciones Centauro de Caracas. A partir de ese momento, todo cambió. Especialmente, mi idea de la narrativa. No solo he alterado mi temática, sino mi manera de escribir. Me he desprendido de ciertos mitos que creo traban la creatividad. Me he liberado de un pasado excesivamente restringido. Pongo a mis personajes a recorrer lugares que nunca visité, los hago enamorarse de seres que no figuran en mi canon literario, y como ese personaje de Moliere, que se enteró asombrado que los seres humanos hablan en prosa, descubrí la pasión amorosa. Aunque esa pasión figuraba en todas mis novelas, era de pura casualidad. Ahora es absolutamente intencional. Como la muerte.
     El fragmento que van a leer, de A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad, fue uno de los elegidos por Erna Pfeiffer para su ejemplar antología. Sus personajes pertenecen a un pasado muy remoto con el cual recién ahora empiezo a reencontrarme.
M.S.
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revelaciones

     Itzik decidió vengarse de la familia y fallecer mucho después de lo pronosticado en las radiografías. Y como sus parientes no podían dejarlo morir antes de encontrar una foto para su lápida, pues de lo contrario causarían sospechas, Itzik hizo una escrupulosa requisa de todos sus retratos, inclusive uno que le habían tomado al año de edad, recostado sobre una alfombra y con la cola al aire.
     Una vez cumplida la tarea, Itzik se sintió más animado y se aprestó a congelar todas sus actividades. Nunca le había afligido el estado de vida latente, excepto a la hora de la comida, y apelando al método de tensión dinámica fue excluyendo palabras de su cuerpo, dejó que sus recuerdos se disiparan como el tostado en una cara, y por último, se quedó tieso.
     Dora vigilaba a Itzik desde el dormitorio de Rifque, su difunta hija. En su mano dere a el telémetro que su hermano Jaime había traído de una gira por Mendoza. Se trataba de uno de esos enseres inútiles que rubricaban la afinidad de Jaime con los oficios autoritarios. Pero en esa ocasión, el telémetro resultaba útil para medir la inmovilidad de Itzik.
     Cada tres horas, Dora alzaba el telémetro y hacía mediciones. Al cabo de un día, cuando Dora se persuadió de que Itzik no estaba haciendo teatro, convocó a una junta familiar.
    La reunión se hizo en el dormitorio. Dora tapó el ataúd de Rifque con un mantel bordado y se sentó en la cabecera. Al alcance de su mano había puesto una maquina de rociar insecticida que llenó de lavanda Atkinsons. Cada vez que el olor de la muerta desplazaba el resto de los olores, Dora activaba el émbolo.
Jaime y Natalio estaban barbudos por el luto y Salmen, que se las quería dar de piadoso, se había rociado ceniza en la cabeza y tenía el saco hecho jirones.
     –Esto ya es demasiado–se quejó Jaime al observar la cabeza de Salmen.
     –Otros se olvidan de las tradiciones–dijo Salmen. – Pero no es mi caso.A mamá la velamos en el suelo. Y papá se rompió la ropa, por respeto a mamá. Papá tenía las uñas comidas por los nervios, ¿te acordás, Dora? Y hubo que ayudarlo a romper el caftán. Yo y Menajem tuvimos que hacer fuerza para romperle el caftán. Yo tirando de un lado, y Menajem tirando del otro. Era el único caftán que tenía papá. Pero tuvimos que romperlo. Por respeto a mamá.
     –Sí, ya sé que fuimos muy pobres en Egipto–dijo Jaime fastidiado.
   –No, eso pasó cuando fuimos pobres en Polonia–dijo Salmen. –En pleno invierno. Y si papá pudo hacerlo, yo también. Y vos, Natalio, no es por reprocharte, pero también podrías echarte un poco de ceniza en la cabeza.
    –Me quedé sin ceniza desde que abandoné el vicio de fumar–comentó Natalio haciéndose el sarcástico, aunque su estómago estaba contraído por la angustia, desde esa vez en que la ráfaga de aire lo había puesto de rodillas y le había ordenado jurar, por lo más sagrado, que antes de volver a fumar, se amputaría las manos.
    –Vos y tus ironías–le reprochó Salmen a Natalio. –Y a vos, Jaime, no te digo nada porque parece que eso de echarse un poco de ceniza en la cabeza no es muy de católicos.
    –Puedo destrozarme la ropa–le dijo Jaime enojado. – ¿Te conformás si me destrozo la ropa?
   –Yo sólo cumplo con la tradición–dijo Salmen. –Lo hago porque así me educaron. Por cierto, antes de empezar la reunión les voy a leer algo: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía. Las tinieblas cubrían todo el abismo”.
   –¿Pensás contarnos la Biblia desde el comienzo de la creación?– preguntó Jaime.
    –Claro, vos querés llegar a toda velocidad a la parte del bastardo y de la cruz. Pero vas a tener que esperar, mijito–añadió Salmen. –Nosotros tenemos historia desde mucho más atrás. Ya vamos por los cinco mil setecientos años y pico. Los goim (gentiles) apenas si pasaron los mil novecientos y tantos. Cuando ellos van, nosotros ya volvimos dos veces.
    –Qué vas a comparar–le dijo Jaime. –Los goim piensan en el futuro. En cambio nosotros andamos como el cangrejo. El otro día leí que Sansón nació en el año setecientos treinta antes de Cristo, y se murió en el seiscientos noventa y cinco. ¿Cómo es posible que fuese más joven al morir que cuando nació? Fijate en cambio lo que pasó con Cristo. Murió en el año treinta y tres después de Cristo.
    – ¿Y cuando nació?–preguntó Salmen.
   –Habrá nacido en el año cero– titubeó Jaime. – ¿No dicen de alguien que cumple treinta y tres años que tiene la edad de Cristo? Con más razón Cristo. Entonces, treinta y tres años después de Cristo, que es cuando se murió, menos treinta y tres, te da exactamente cero.
    – ¿Y eso te parece muy inteligente?– le preguntó Salmen. –Siempre hay que nacer en algún año.
     –¿A quién le interesa en qué año nació Cristo? Como decía mamá: Er nicht gestorben, nicht geflogen (Ni resucitó, ni voló). –volvió a ironizar Natalio.
Su función en la estructura familiar era hacerse el sardónico, porque en su juventud había coqueteado con el socialismo.
     –Creí que nos habíamos reunido por problemas más graves–dijo Dora.
    –Si estamos reunidos aquí–rebatió Salmen–es gracias a que ya no estamos en Egipto.
    Esto parece el cuento de la buena pipa– se quejó Natalio. –¿Empezamos o no empezamos?
   –Si no me dejan leer del Génesis, al menos déjenme romperme un poco la ropa para mostrar lo religioso que soy–le dijo Salmen a Natalio. –Vos, Natalio, tirá de la solapa, que yo la sostengo.
    –Aquí tenés la tijera– le dijo Dora tendiéndole una tijera dorada.
Natalio cortó un trozo de solapa con la tijera y la siguió desgajando con la mano.
   –En el suelo nos sentábamos y llorábamos– dijo Salmen velozmente, temiendo que lo interrumpieran. –Y eso porque fuimos esclavos en Egipto.
    –Está bien, acepto. Fuiste esclavo en Egipto–concedió Jaime. –Pero no yo. Yo pertenezco a otro linaje. Yo soy argentino hasta la muerte. Vos amarás a Moisés, que los llevó a la tierra prometida, pero yo sólo amo al almirante Brown.
   –También sufrimos el Holocausto–le recordó Salmen. – ¿Cómo entra el almirante Brown en el Holocausto?
   –No hay manera de que el almirante Brown entre en el Holocausto. ¿Cómo vamos a amar al almirante Brown si sufrimos el Holocausto? La única manera de amar al almirante Brown es no haber sufrido el Holocausto. ¿Qué argentino de pura cepa se va a preocupar al mismo tiempo por el Holocausto y por el almirante Brown? Hay prioridades. Elegí. Ni se te ocurra mencionar el Holocausto cuando hables del almirante Brown. Eso es de ordinarios.
    –También tenemos la torre de Babel–le recordó Salmen.
   –La torre de Babel no la construyeron en la Argentina–le recordó Jaime.–Y ustedes viven en la Argentina. Olvídense de todo lo que sea foráneo. Aquí hay tango, aquí hay pebetas de arrabal.
   –Y vos, Natalio ¿no tenés nada que decir?–increpó Salmen a Natalio.
Natalio carraspeó, se acomodó los anteojos para mostrar su espíritu crítico, y dijo que si bien respetaba las tradiciones judías, nunca lo había convencido eso de la circuncisión. Cierta literatura científica ligaba la circuncisión con el síndrome de la castración, aunque necesitaba examinar el tema con más detalle.
   –¿No se dan cuenta de lo macabro que es todo esto?–les reprochó Jaime. –Cuando no se trata del Holocausto, se trata de la circuncisión. ¿Qué es eso de que un moil (encargado de la circuncisión) use su bisturí con un bebé de ocho días? Yo nací en Buenos Aires. Aquí hay cortes y quebradas, la costurerita que dio aquel mal paso, y lo peor de todo, sin necesidad, y el malevo Muñoz, y los estudiantes que enamoran a hermosas grelas, y milongueros que hacen triunfar el tango en París.
   –Hay cosas mucho mejores que el tango. Nosotros tenemos canciones litúrgicas que te ponen la piel de gallina–le dijo Salmen.
    –No hay nada como el tango para ponerte la piel de gallina–le dijo Jaime.
   –¿Pero no te das cuenta que el tango es de gente baja?– le dijo Salmen. –Si hasta lo silban. ¿Vos escuchaste alguna vez que silbaran una canción litúrgica? Y fijate lo que dicen las letras de tango. O está la sirvienta traicionando a garufa con el mejor amigo, o está el mejor amigo traicionando a la sirvienta con garufa. Todo es así entre los goim.
    –¿Por qué seguís tirándote del saco?– le preguntó Jaime a Salmen.
   –Necesito romper un poco la parte de atrás. Si no, la expiación no es completa.
     Jaime le arrancó a Dora la tijera dorada, y comenzó a trasquilar la parte de atrás del saco, arrancándole dos lonjas, mientras explicaba que era necesario primero armar toda una infraestructura católica para borrar el pasado judío y crear un pasado católico. De esa manera, podrían traer un médico de rancia estirpe a la familia, que se encargaría  de firmar el certificado de defunción de Rifque. Era la única manera de enterrar a la sobrina. No podian mantenerla en la casa todo el tiempo que durara el funeral de La Señora.
    Cuando Jaime observó que Salmen volvía a manosear el saco, le pidió permiso para acelerar el trámite. Se consideraba un miembro activo de la Nueva Argentina, donde, como había enseñado el general, mejor que decír era hacer, y mejor que prometer era cumplir.
–Si querés seguir rompiéndote el saco– se ofreció solícito – yo lo voy a hacer. Dejame que te rompa otro pedazo. Todo sea por la paz familiar–. Con la fuerza que lo caracterizaba, Jaime arrancó la manga derecha del saco que lucía Salmen… Y al rato se le encendió la lamparita.
   –Ese saco tiene cara conocida–le dijo a Salmen.
   –Sí, claro que tiene cara conocida. Las veces que lo habrás visto.
   –¿Hace mucho que lo compraste?
   –¿Comprarlo?–se sorprendió Salmen. –Pero si es tuyo. ¿No te acordás
que me lo prestaste para ir a lo de Tajmer?