miércoles, 29 de abril de 2015

Dwight Macdonald: el simple arte de injuriar


Mario Szichman


Dwight Macdonald

Nunca temió recibir palos, o propinarlos.  Leon Trotski dijo de él: “Cada hombre tiene derecho a ser estúpido, pero el camarada MacDonald abusa del privilegio”.  Y el novelista Gore Vidal le señaló: “Usted nada tiene que decir. Sólo añadir”.
Pero Dwight Macdonald fue uno de los mejores críticos literarios de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo veinte. No era un hombre de letras en el estilo de Edmund Wilson, o de H.L.Mencken, o del propio Gore Vidal. Su producción es relativamente escasa, si se la compara con esos monstruos de la cultura norteamericana, pues Macdonald diseminó su genio en revistas. Su única producción monumental consistió en cartas enviadas a sus amigos y enemigos. Sin embargo, los trabajos que escribió para publicaciones como Esquire, The New York Review of Books, The Partisan Review, o Politics, que dirigió entre 1943 y 1949, han sido suficientes para brindarle una perdurable fama. Recopilados en los libros “Masscult and Midcult”, “Against the American Grain” y “Discriminations” esos textos muestran a un ensayista satírico de la talla de Mark Twain, o de Ambrose Bierce, quien en una ocasión despachó la crítica de un libro en esta sola frase: “Hay demasiada distancia entre la portada y la contraportada”.

ESCRIBIENDO CON UNA PLUMA CALENTADA EN EL INFIERNO

Jorge Luis Borges, en El arte de injuriar, recordaba esta réplica del doctor Samuel Johnson, presuntamente a un rival: “Su esposa, caballero, con el pretexto de que trabaja en un lupanar, vende géneros de contrabando”. Y el propio Borges tras leer que un poeta uruguayo había escrito el siguiente verso: “El poncho fue el primer techo que tuvo el gaucho”, señaló que le llamaba la atención ese “curioso techo con un agujero en el medio”.
      Heinrich Heine era otro formidable crítico, y perdura fuera de Alemania más como crítico que como poeta, simplemente porque carece de buenas traducciones, pues su poesía es excepcional. Pero ensayos como La escuela romántica o Religión y filosofía en Alemania, son incomparables. Heine es un maestro cuando se trata de bajarles los humos a las nulidades engreídas. Dijo del poeta francés Alfred de Musset que su vanidad “era uno de sus cuatro talones de Aquiles”, y en sus ensayos literarios no temió ni siquiera arremeter contra Goethe (“Goethe es un gran hombre que luce el chaleco de seda de un cortesano” dijo en cierta ocasión), aunque en ese caso específico, Heine tuvo la generosidad de proclamar la gloria del gran hombre de letras.
      Mark Twain pudo explicar en qué consistía una buena novela tras mostrar que The Deerslayer, de James Fenimore Cooper, era el compendio de una mala.  En su trabajo, James Fenimore Cooper Literary Offenses, Twain se preguntaba si The Deerslayer era una obra de arte, y respondía de inmediato que no. La novela, decía el autor de Huckleberry Finn, “Carece de inspiración. No tiene orden, sistema, secuencia o resultado. Le falta vida, fogosidad, emoción, realidad. Sus personajes han sido diseñados de manera confusa. Sus actos y sus palabras demuestran que no son la clase de personas que el autor asegura que son. El humor es patético. El patetismo es risible. Las conversaciones son… ¡oh, indescriptibles! Sus escenas de amor resultan odiosas. El inglés que se usa es un crimen contra el lenguaje. Pero, una vez todo eso se descarta –es bueno reconocerlo– lo que resta es arte”.
También fue Mark Twain quien señaló que  “Por la gracia de Dios tenemos en nuestro país tres cosas inefables: libertad de expresión, libertad de conciencia, y la prudencia de no practicar ninguna de ellas”.     
La tradición crítica de Mark Twain, quien se vanagloriaba de escribir “con una pluma calentada en el infierno”, tuvo sus ecos en Ambrose Bierce y posteriormente en Mencken. Una de las citas más famosas de Mencken es “Nadie en Estados Unidos ha ido a la bancarrota por despreciar el gusto del público norteamericano”. Cuando alguien le dijo: “Si usted encuentra tantas cosas que repudia de este país ¿Por qué vive aquí?”, Mencken respondió: “¿Por qué los seres humanos visitan los zoológicos?”
Nadie encaja mejor que Dwight MacDonald (1906-82) en esa tradición de no comer cuentos;  disfrutaba arremetiendo contra las instituciones culturales norteamericanas, o contra sus productos. De la Fundación Ford dijo que era “una gran masa de dinero totalmente rodeada por gente que desea parte de él”, y dio esta definición de la revista Time: “Del mismo modo en que el fumar nos permite hacer algo con nuestras manos cuando no las estamos usando, Time nos permite hacer algo con nuestras mentes cuando no las usamos para pensar”.
Quizás no alcanzó la inmortalidad porque, como señaló Dwight Garner en The New York Times, todos sus trabajos fueron difundidos en publicaciones. Fue editor de la famosa revista Partisan Review entre 1937 y 1943, y luego creó su propia revista izquierdista, Politics, que dirigió hasta 1949. Ulteriormente fue articulista de The New Yorker y crítico de cine de Esquire.
Nacido en una familia de millonarios (“No todos podemos ser proletarios”, explicó en una carta), era famoso por sus excentricidades. En su mansión de Cape Cod organizaba en los veranos fiestas donde todos debían aparecer como Dios los había traído al mundo. Garner señaló que las fiestas “solían concluir en inesperados acoplamientos entre las dunas”.
Macdonald empezó en política militando en la izquierda radical, y durante una época fue trotskista. “La velocidad con que pasé de ser un liberal a un radical y de un tibio simpatizante comunista a un ardiente estalinista todavía me asombra”, escribió en su introducción a su antología Memoirs of a Revolutionist (1957).  
Posiblemente aquello que más persista de Macdonald sean sus críticas a la mediocridad de la cultura norteamericana, y de algunos de sus epígonos. Para el ensayista, Estados Unidos era una especie de Disneylandia, pero de colosales proporciones.  Recordó en uno de sus ensayos que cuando vivía como estudiante en The Memorial Quadrangle, una residencia para estudiantes en la universidad de Yale, construida en el estilo gótico,  observó que una serie de grietas en los ventanales de su cuarto habían sido remendadas con “ondulantes tiras de plomo… Luego descubrí que tras la instalación de las ventanas varios artesanos llegaron a la residencia estudiantil. Uno de ellos resquebrajó con delicadeza algunos zócalos de vidrio usando un pequeño martillo. Luego, vino otro y reparó las fisuras usando tiras de plomo. En pocos días más, las ventanas de Harkness habían sufrido una evolución que en un sitio atrasado como la universidad de Oxford (una de las glorias de la arquitectura gótica) había demorado siglos en concretarse”.  
Tal vez MacDonald será recordado y citado de aquí en cien años por el derby de demolición que llevó a cabo en sus críticas a El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, Our Town, de Thornton Wilde, y By Love Posessed, de James Gould Cozzens.  
Al mencionar la novela de Hemingway, Macdonald dijo que “el sentimiento de que la lealtad y la valentía son los principios cardinales y que la acción física es la base de una buena vida… es insuficiente para crear una filosofía”.  El ensayista citó una frase de Hemingway describiendo al protagonista de la novela: “Él era demasiado simple para preguntarse cómo había adquirido humildad. Pero sabía que la había alcanzado”, MacDonald comentó: “Un hombre humilde que sabe que ha alcanzado la humildad, me parece una contradicción en sus términos”.  
La principal falla de Hemingway, según MacDonald, era que el maestro del understatement (discreción) de sus primeros cuentos, súbitamente había pasado a editorializar emociones. “Soy un hombre extraño” le dice al viejo al niño. Y MacDonald le cae con esta frase: “¡No lo digas, viejo, demuéstralo!”
El pecado de Wilder, para MacDonald, era la pomposa humildad de su estilo en la obra teatral Our Town. “Lo que hace el señor Wilder no es ni tan personal ni tan universal como lo cree”, decía el crítico. “Está construyendo un mito social, una imagen de la edad dorada que es el paradigma de hoy. Y de esa manera consigue lo mejor de los dos tiempos verbales. El pasado es encubierto por los sentimientos de nostalgia del presente, en tanto el presente es suavizado al ser exhibido en términos de un pasado remoto bien resguardado”.  Al final del ensayo, MacDonald dijo: “Estoy totalmente de acuerdo con todo lo que dice el señor Wilder, pero lucharé hasta la muerte contra su derecho a decirlo de esa manera”.  
Es posible que la joya de la corona de sus críticas sea su análisis de By Love Possessed, la novela de Cozzens. Garner dice que es la crítica más terrible que se haya publicado en Estados Unidos desde que Mark Twain lanzó sus dardos envenenados contra James Fenimore Cooper.
Cozzens ya cruzó el desván de la historia en el campo de la narrativa norteamericana. Y aunque pocos leen hoy sus novelas, ha sido inmortalizado por MacDonald, quien se tomó el trabajo de leer By Love Possessed. Pero su análisis tiene un sabroso aditamento: la diatriba contra los críticos que se deshicieron en elogios al analizar la novela.  
By Love Possessed  fue publicada en 1957, y se convirtió en un enorme bestseller. Vendió 170.000 ejemplares en las primeras seis semanas de publicación, más que el total de las 11 previas novelas de Cozzens. Según MacDonald, By Love Possessed  “es la apuesta de Cozzens a la inmortalidad, es Literatura o nada. Lamentablemente, ninguno de los críticos ha considerado seriamente la segunda alternativa”.  El ensayista se maravillaba “ante semejantes críticas, ante semejante entusiasmo, ante semejante insensatez”.
MacDonald estaba convencido de que las fabulosas ventas de By Love Possessed  eran resultado de las elogiosas críticas. “La unánime manera en que los críticos reaccionaron” ante la novela, dijo MacDonald “es que como si ellos hubieran estado poseídos”. Los comentarios de quienes habían leído la novela y no eran críticos, fueron muy diferentes. “Encontré solo dos personas a quienes les gustó”, señaló el crítico, “aunque la respuesta más común era ´Me resultó imposible leerla´”. No se debía a la dificultad, digamos como en el Ulises, de James Joyce, sino a un genuino aburrimiento.
Las frases que dedicaron los críticos a elogiar a Cozzens dejan en el paladar el gusto a espesa crema chantilly. La revista Time puso su portada en cubierta y anunció que By Love Posessed  era “la mejor novela norteamericana que se había escrito en años”. Orville Prescott dijo en The New York Times que era “magnífica”.  
Brendan Gill la elogió en The New Yorker en términos que para MacDonald “habrían parecido excesivos si el comentario hubiera estado destinado a analizar La guerra y la paz”, de Tolstoi. Estas fueron algunas de las frases de Gill a lo largo de su crítica: “Una obra maestra … La obra maestra del autor … un inmenso logro, una fascinante obra maestra”. Y todas las críticas decía MacDonald, enfilaban por la misma ruta, “el sentimiento lírico, la tartamudeante y genuina emoción, y la mala gramática”.  
MacDonald destruyó el océano de elogios con apenas la tinta que se guarda en un diminuto recipiente. Y la conclusión fue bastante escueta: “El autor es culpable de un imperdonable pecado a nivel narrativo: ignora la verdadera naturaleza de sus personajes, esto es, las palabras y acciones que les brinda conducen al lector a conclusiones diferentes a las intentadas por el autor”. Cuando Cozzens hablaba de sexo, decía MacDonald, “No era realista ni imaginativo. Mostraba la desconcertada reacción de un adolescente al descubrir que papá y mamá también hacen eso”. Las actividades eróticas descriptas por Cozzens, decía el crítico, “parecen la descripción de un proceso industrial, con el bombeo de la sangre, el profundo agrupamiento de los músculos internos, y la convulsión de la carne”.  
Quizás el mayor acto de valentía de MacDonald fue enviar a Cozzens su artículo antes de publicarlo, para que formulara observaciones.  La respuesta de Cozzens fue que ya estaba aburrido de tantos elogios a su novela, y descubrió que “las novedosas opiniones” del crítico sobre By Love Possessed  significaban “un cambio interesante”. De todas maneras, Cozzens no podía considerar a MacDonald un crítico serio “pues éste prefería a Ernest Hemingway y a William Faulkner por encima de W. Somerset Maugham”.  Cozzens admiraba a Maugham. Yo sigo prefiriendo a William Faukner y al primer Ernest Hemingway sobre W. Somerset Maugham. Aunque en los últimos años he adquirido una gran admiración por el escritor inglés, no solo por sus incomparables cuentos, sino por su novela Cakes and Ale, una amable y devastadora sátira del ambiente literario de Londres. De todas maneras, Faulkner, Hemingway y Maugham estaban a años luz de Cozzens. Es interesante que su mayor gloria, su mayor castigo, es que únicamente los leen quienes han transitado previamente por la crítica que le asestó Dwight MacDonald.




domingo, 26 de abril de 2015

El hombre que nunca existió: Una obra maestra de la desinformación

Mario Szichman

Ewen Montagu fue juez, escritor, y funcionario de la inteligencia naval británica. Durante la segunda guerra mundial,  Montagu jugó un papel muy importante en Operation Mincemeat (Operación Carne Molida) una obra maestra de desinformación que consiguió ocultar a las fuerzas armadas alemanas los planes de invasión aliada a Sicilia, haciéndoles creer que el objetivo era en realidad Grecia y Cerdeña.  
A fines de abril de 1943, en vísperas de la invasión aliada al sur de Europa,  apareció un cadáver flotando cerca de Punta Umbría, en la costa de Huelva, España. Ligado con una cadena a una de las muñecas del cadáver flotaba un portafolio, en cuyo interior había documentos “ultra secretos” ofreciendo detalles de los planes aliados. Todo indicaba que el muerto había estado a bordo de un avión, que el avión se había estrellado en el agua, y que el cadáver había emergido del dañado fuselaje.  
Por una sospechosa casualidad, en Huelva residía Adolf Clauss, un agente de la Abwehr, el servicio de inteligencia alemán. Clauss mantenía excelentes vínculos con las autoridades franquistas y pudo examinar los documentos rescatados del cadáver. Convencido de que eran auténticos, obtuvo copias y los envió a su jefe en Madrid,  Karl-Erich Kulenthal. Tras un riguroso examen Kulenthal decidió que estaba ante el artículo genuino y se llevó los papeles a Berlín. Todos creyeron en esos documentos, desde Adolf Hitler hasta el general Alfred Jodl, uno de los principales líderes militares del Tercer Reich. (Jodl firmó la rendición incondicional de Alemania como delegado del presidente Karl Dönitz. Murió ahorcado en 1946, tras ser condenado por el Tribunal de Núremberg). Como resultado del hallazgo, los nazis trasladaron parte de sus tropas a Cerdeña y los Balcanes y desprotegieron a Sicilia, donde se registró la invasión.   
La parte más interesante del operativo fue el factor humano. El cadáver que apareció flotando frente a las costas de Huelva, el de un “Major Martin,” pertenecía en realidad a un mendigo escocés llamado Glyndwr Michael. Su tarjeta de identidad era falsa, así como las cartas a su enamorada y una serie de recibos que forjaban su presunta personalidad.  
El cadáver de Glyndwr Michael fue localizado por Montagu en un hospital. Al parecer, se había suicidado ingiriendo veneno para las ratas. Los restos se conservaron durante varios meses en una cámara especial repleta de hielo, hasta el momento en que se los trasladó, en una cápsula hermética, a una embarcación. Por último, a fines de abril de 1943, el falso Major Martin fue arrojado al mar desde una embarcación. La elección de Huelva como su puerto de destino no fue casual. El servicio de inteligencia británico sabía que en la zona vivía el eficaz agente de la Abwehr Adolf Clauss, y conocía además sus ambiciones de ascenso.  
La historia del Major Martin ha sido contada en varias ocasiones. Primero, con los nombres cambiados, en la novela de Duff Cooper Operation Heartbreak (1950). Luego, en 1953, el propio Montagu divulgó algunos detalles, aunque otros los mantuvo ocultos, en su libro  The Man Who Never Was. Y en 1956, se hizo un filme con el mismo nombre, protagonizado por Clifton Webb, en el rol de Montagu, quien actuó algunos minutos en la película.
Posiblemente el mejor libro sobre el tema es “Operation Mincemeat - the True Spy Story that Changed the Course of World War Two” (2010), escrito por Ben Macintyre.
En ese juego de espejos donde la realidad se finge ficción, y la ficción adquiere visos de realidad, Macintyre se siente como un pez en el agua. Al comentar la parte de Montagu en la película, dice que “el verdadero Montagu le habla (a Clifton Webb) encargado de interpretarlo en la ficción cinematográfica, basada en un hecho real, originado en la ficción”.  
El operativo surgió primero en la mente de un narrador, Basil Thomson, quien en su novela, The Milliner´s Hat Mystery (1937) narra la historia del hallazgo de un cadáver en un establo. El muerto porta documentos que lo identifican como “John Whitaker”.  Luego, un detective descubre que los documentos han sido falsificados, aunque se ignora la razón. La idea del cadáver con documentos falsos fue retomada por Ian Fleming, el autor de las novelas de James Bond, quien trabajó para la inteligencia británica durante la segunda guerra mundial. Finalmente, una sinopsis terminó en el despacho de Montagu.  
Ese tipo tan refinado de deception ocurre una sola vez en la historia. Pero la reaparición de algunos de sus elementos es una constante a la hora de desinformar.
Hace algunos días se registró algo muy interesante en la prensa del oficialismo venezolano. Si el lector ingresa en este enlace:
podrá verificar la existencia de una información bastante escueta, bastante demoledora, y que no ha sido propalada por agencia noticiosa alguna. Dice el primer párrafo de la información:

Caracas, 21 de abril de 2015.- Jim Luers, vocero de la Casa Blanca, indicó que las acusaciones del ex escolta de (Diosdado) Cabello, el militar de la armada Leamsy José Salazar, son ´totalmente falsas´.

Leamsy Salazar fue guardaespaldas de Hugo Chávez, y huyó hace algunos meses a Estados Unidos. Actualmente vive como “testigo protegido” del departamento de Justicia. Según el periódico ABC de Madrid y El Nuevo Herald de Miami, Salazar habría acusado al presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Diosdado Cabello, de narcotráfico. Eso ocurrió en enero de este año. A partir de ese momento, nada más se ha sabido de Leamsy Salazar. Y de repente, un vocero de la Casa Blanca, y con nombre y apellido, señala que son “totalmente falsas” las acusaciones formuladas por el exguardaespaldas contra una de las figuras más importantes de la Revolución Bolivariana.  
El caso merece ser analizado. Trabajé durante algo más de tres décadas en dos agencias noticiosas norteamericanas. (No le recomiendo la tarea a nadie que ame la profesión. Nada supera el llamado “periodismo de calle”). Pero hay algunas cosas muy saludables que se aprenden en las agencias. Una de ellas es chequear las fuentes, en lugar de copiar lo que dicen otros medios. Recuerdo que en una ocasión, en el curso de unas Olimpíadas, llegó la información de que un importante atleta norteamericano había ganado una de las principales competencias. CNN lo informó, Reuters lo informó, y France Press, y Ansa, pero el jefe de deportes de mi agencia se negó a difundir la noticia hasta que nuestro corresponsal la ratificara desde el sitio de los acontecimientos. Y la confirmación llegó 23 horas más tarde. La agencia se perdió la primicia, pero conservó a los suscriptores, pues demostró su seriedad.  
Recuerdo que cuando trabajaba en el periódico Ultimas Noticias de Caracas, a fines de la década del setenta, el director del diario, Nelson Luis Martínez, me dijo: “Conseguir 60 lectores nuevos puede demorar meses. Pero perder diez mil en una hora es muy fácil. Basta divulgar una noticia falsa”.  
En el diario Tal Cual de Caracas me pidieron que intentara verificar si existía el portavoz de la Casa Blanca Jim Luers, y si había acusado al ex guardaespaldas de Chávez de haber propalado una falsa información sobre Diosdado Cabello.  Primero revisé las agencias noticiosas que considero serias. En ninguna de ellas aparecía la información.  A poco de andar me entusiasmó la tarea, pues se trata de un fascinante ejercicio para un novelista. No es casual que tantos escritores británicos hayan trabajado en los servicios de inteligencia: Basil Thomson, el novelista que le dio a Ian Fleming la idea del cadáver con falsos documentos de identificación, fue agente de espionaje en la primera guerra mundial. (Además, entrevistó a Mata Hari). Somerset Maugham, Graham Greene y John Le Carré también trabajaron como espías.  
En el libro de Macintyre es placentero descubrir cómo al diseñar al Major Martin los perpetradores del operativo se concentraron exclusivamente en la mente del adversario. ¿Qué anzuelo se podía tragar entero la Abwehr, y qué detalles podrían delatar la manipulación de datos?  ¿Cómo convencer por ejemplo a la Abwehr de que un cadáver con varios meses de antigüedad, que tenía restos de raticida en su estómago, había muerto ahogado, tras estrellarse el avión en el que viajaba?   
En el caso de la desmentida a las denuncias contra Diosdado Cabello lo primero que llamaba la atención era la divulgación del nombre y apellido de un vocero de la Casa Blanca. Siempre conviene desconfiar de los excesivos detalles. Por lo general, los periódicos y agencias no suelen dar los nombres de los voceros de alguna entidad gubernamental. Basta decir que un portavoz (de la Casa Blanca, del departamento de Estado, del departamento de Justicia) anunció algo, para que eso sea suficiente. Además, Estados Unidos supera los 300 millones de habitantes. Hay centenares de miles de personas con el mismo o similar nombre y apellido. ¿Para qué contribuir a la confusión general?  
Recuerdo que el pasado 10 de abril, el periódico venezolano La Voz informó que el presidente Nicolás Maduro había recibido “13 millones 447 mil 651 rúbricas como parte de la campaña ´Obama deroga el decreto ya´ que lleva a cabo el Gobierno Nacional” contra las sanciones a siete funcionarios por parte de las autoridades estadounidenses. Un total de  13 millones 447 mil 651 rúbricas es una cifra fácil de memorizar, casi como la codificación requerida para activar una bomba nuclear. Lo único que suena raro es la cifra. ¿Por qué no decir “más de 13 millones de firmas”, o cerca de “13,5 millones de firmas”? El gobierno de Venezuela es famoso por negarse a divulgar cifras exactas o siquiera aproximadas en prácticamente todas las estadísticas que maneja. En realidad, tal como han señalado economistas, la tarea principal del Banco Central de Venezuela y de otros organismos gubernamentales consiste en ocultar datos. Y hace bien ¿para qué amargar a la gente? Pero llama la atención el escrúpulo a la hora de contar firmas.
De todas maneras, bastó escribir en Google “Jim Luers and White House,” o “Jim Luers and White House´s spokesman,” para verificar que no existía un Jim Luers  trabajando como portavoz de la Casa Blanca. Hubiese sido también posible llamar a la residencia. El número es el 202-456-1414. Los telefonistas atienden las llamadas, son muy corteses, y hacen todo lo posible por conectar a las personas.  Es posible preguntar por el señor Jim Luers. Él despejará todas las incógnitas. En caso de que exista.  
No le hemos seguido la pista al caso del ex guardaespaldas del fallecido presidente Hugo Chávez y posible guardaespaldas del actual presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela (nunca se aclaró este último punto).
A partir de ese momento, nada más se supo de Salazar. Pero una cosa queda clara: si Salazar, como han señalado algunos órganos de la prensa norteamericana es “A protected witness,” un testigo protegido, eso significa que el Departamento de Justicia, no el gobierno de Barack Obama, se está ocupando de su caso. En Estados Unidos, a diferencia de Venezuela, existe la división de poderes. Tal vez por eso, en ocasiones, la justicia demora en decidir, en ocasiones años.
Inclusive un secretario de Justicia puede ordenar el impeachment, el juicio político al primer magistrado de la nación, cuando transgrede sus funciones, como ocurrió con Richard Nixon. La Casa Blanca nada puede opinar del caso Salazar (esto es, si existe un caso) pues no es su tarea administrar justicia. Si alguien puede declarar sobre el caso de Leamsy Salazar, es un vocero del departamento de Justicia. Y desde ya podemos garantizar que eso tampoco ocurrirá. En algún momento se conocerá la suerte corrida por el ex guardaespaldas de Hugo Chávez. Pero no a través de un portavoz con nombre y apellido.
Entre tanto, persiste un interrogante: ¿por qué se divulgó el bulo de que un evanescente vocero de la Casa Blanca negó las declaraciones de Salazar?
El blog Caracas Chronicles maneja esta hipótesis: la publicación del libro Bumerán Chávez, del periodista español Emili J. Blasco, corresponsal del diario ABC en Washington.Según el blog, en el libro Blasco “repite algunas de las denuncias contra Hugo Chávez sobre reuniones secretas con las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia)  en las cuales el propio Chávez planificó el canje de drogas por armas con los insurgentes colombianos”.
Además, Blasco incluye “denuncias de manipulación de votos durante la elección de (el presidente) Nicolás Maduro, así como los vínculos entre Maduro y Jezbolá” (el grupo chiíta libanés).
El blog aclara que “la credibilidad de Blasco depende de la credibilidad de Leamsy (Salazar) y de otras fuentes”. Y eso explicaría por qué un inexistente vocero de la Casa Blanca anuncia que el ex guardaespaldas de Hugo Chávez y testigo protegido del departamento de Justicia mintió a sabiendas. El señor Jim Luers se habría encargado de mostrar que todos los argumentos del periodista español se van por el sumidero. Es una pena que el portavoz no exista.
Según mis fuentes, hasta el día jueves, 23 de abril de 2015, Leamsy Salazar seguía siendo testigo protegido de fiscales en Miami y en Nueva York.  En cuanto a quienes deseen enviar bulos en el futuro, este es mi consejo: es mejor copiar a los magos de la desinformación, los ingleses y los norteamericanos .  Operation Mincemeat es un buen ejemplo a ser imitado.



miércoles, 22 de abril de 2015

La invención de un héroe cultural: Eugene Aram o el asesino filosófico


Mario Szichman

William Godwin



Parcelamos el pasado para acomodarlo a las necesidades de nuestro presente. Un prócer cambia su estatura moral, sus hazañas, o sus lacras, prácticamente en cada generación. Y siempre, como resultado de episodios actuales, pues vivimos en el eterno presente.  
En el campo cultural existe algo similar, especialmente cuando se trata de la transgresión. Los malditos de la literatura tienen reservado un panteón muy especial. El retrato que nos dejó Charles Baudelaire de Edgar Allan Poe coincide escasamente con la realidad. Poe no era un paria desdeñado por editores, perseguido por críticos. Es cierto,  sus últimos años fueron un infierno, falleció Virginia, su esposa niña, y murió pobre y alcohólico. Su presunto albacea testamentario Rufus Griswold redactó un obituario donde lo calificó de mujeriego y demente, y también lo vituperó en su primera biografía. Griswold no fue el legatario de Poe, una leyenda bastante difundida sino su declarado enemigo luego de que el autor de El escarabajo de oro se burló de sus producciones literarias.   
En su buena época, Poe fue celoso custodio de su fama, trabajó como editor de algunas de las mejores revistas literarias de la Nueva Inglaterra, se llenó de enemigos con sus devastadoras críticas, y ganó buen dinero. Todo eso fue dilapidado luego en sus frecuentes encuentros con la botella.
Recuerdo que cuando hace algunos años entrevisté a Howard Fast, le pregunté por Dashiell Hammett, el genio que creó Cosecha Roja, La llave de cristal y El Halcón Maltés. Hammett había sido miembro del partido Comunista, como Fast, y ambos terminaron en la cárcel, tras negarse a delatar a sus compañeros, una exigencia del Comité de Actividades Antinorteamericanas presidido por el senador Joseph McCarthy.
Fast estaba resentido con Hammett porque una vez, poco antes de que lo llevaran a la cárcel,  se encontró con el célebre autor y lamentó su aflicción por la temporada que le aguardaba en prisión. La respuesta de Hammett fue: “Howard, sería bueno que antes de ir a parar entre rejas te quites de la cabeza la corona de espinas”. Pero Fast siempre mostró mucho respeto y admiración por Hammett, y lamentó que el alcoholismo del narrador –no el senador McCarthy– hubiera acabado con su carrera literaria.
De todas maneras la glorificación del genio, real o apócrifo, es uno de los mitos más persistentes en la literatura, gracias en buena parte  al romanticismo que hizo estragos en el siglo diecinueve y que perdura en la política del siglo veintiuno, especialmente en América Latina. No hay como agitar una bandera, golpearse el pecho, o proclamar la lucha a muerte contra el enemigo para que perdonemos los pecados de cuanta nulidad engreída circula por el continente y la cubramos de gloria.
La forja de los héroes culturales fue, en parte, una reacción a los filósofos de la Ilustración, que intentaban buscar causas a las consecuencias. Frente a esos filósofos, a su racionalismo e ironía, se alzaron poetas y novelistas, especialmente en Inglaterra, que exploraron, algunos con mucha sabiduría, como el gran William Blake, la zona obscura de la mente humana, y los demonios que habitan nuestro cuerpo. Un área muy interesante fue la literatura de horror, con obras maestras como The Monk, de Matthew Lewis, Caleb Williams, de William Goodwin, Confessions of a Justified Sinner, de James Hogg, y especialmente Melmoth the Wanderer, de Robert Maturin, una obra increíblemente complicada y tenebrosa, que causó la admiración de Balzac y una secuela del escritor francés: Melmoth reconciliado.
Todas esas novelas siguen contando con público en esta época. La más legible es The Monk. Posiblemente la que más se acerca a una obra maestra es Melmoth the Wanderer. En ella abrevaron desde Robert Louis Stevenson y Bram Stoker hasta H.P. Lovecraft, William Faulkner y Flannery O´Connor. La narración de Hogg es muy entretenida por la exasperación del protagonista, en tanto Caleb Williams es la más “cerebral” y la más equívoca. Goodwin la escribió como un complemento a su ensayo An Enquiry Concerning the Principles of Political Justice, considerado una de las bases del anarquismo filosófico. Caleb Williams es su intento por encarnar sus teorías en un ser de carne y hueso. El protagonista, un joven inteligente y de escasos ingresos, es contratado como secretario de un squire, el terrateniente Ferdinando Falkland. Pronto Caleb descubre que Falkland guarda un terrible secreto. Luego Falkland se entera que Caleb ha descubierto su secreto, y decide convertirlo en una especie de prisionero, para que nunca lo denuncie.

Caleb Williams consiste en una serie de cacerías por parte de los secuaces de Falkland, y mantiene un excelente suspenso. Pero una vuelta de tuerca de la novela, ignoramos si se trató de una casualidad o de un toque de genio del autor, es que si bien Falkland ha ordenado a sus secuaces transformar la vida de Caleb en un infierno, surge un imponderable: la paranoia del protagonista. En muchas ocasiones Caleb interpreta mal las intenciones de su amo y les otorga un matiz malévolo de la que carecen. Eso lo obliga a una eterna fuga, acompañada de nuevas represalias, y de la ruina total de su reputación.  
En la mansión de Falkland, el protagonista comienza a estudiar filología, ayudado por “un diccionario general de cuatro de los lenguajes del norte”. Ese pequeño detalle abrió las compuertas a la creación de Eugene Aram como un genio maldito, cuya incursión en el homicidio fue –al menos para varios escritores ingleses– un simple pecadillo incapaz de opacar sus virtudes intelectuales. 
Goodwin intentó escribir una novela sobre Aram, una especie de spin-off de Caleb Williams. El germen ya estaba en los estudios filológicos de su protagonista. Pero, por alguna razón, nunca concretó el proyecto. La tarea fue desarrollada por Bulwer-Lytton en su novela Eugene Aram (1832).

ARAM, COMEDIANTE Y MÁRTIR

En su libro The Invention of Murder Judith Flanders ofrece una buena síntesis de cómo Eugene Aram, quien asesinó a un compinche en 1745, pasó al olvido, y fue resucitado para la posteridad en una balada, dos novelas y numerosas producciones teatrales.  
La vida de Aram puede resumirse en pocos párrafos: nació en West Riding, Yorkshire, en 1704. Era hijo de un jardinero, y recibió una buena educación. Alrededor de 1730 se fue a vivir a la población de Knaresbourugh, también en Yorkshire. En esa época estaba casado y era padre de cuatro o cinco hijos; trabajaba como capataz de un terrateniente local y era amigo de Daniel Clark, un zapatero de veintitrés años, recién casado, y de Richard Houseman, quien se dedicaba al tejido de prendas de lino.
Clark decidió comprar a sus vecinos vajilla y artículos de platería para celebrar su boda. No pagó en efectivo, sino que solicitó crédito. Como la novia había recibido una buena dote, nadie le negó el crédito.  
El 6 de febrero de 1745, la noche anterior a la fiesta de casamiento, Clark le dijo a su cuñado que iba a visitar a su novia, y desapareció de la faz de la tierra. Poco después se descubrió que junto con Clark se habían desvanecido 200 libras en efectivo y en vajilla.  
La noche de su desaparición, Clark fue visto en compañía de Aram y de Houseman. Cuando las autoridades hicieron una búsqueda en las viviendas de ambos, se hallaron parte de los objetos que Clark había pedido a crédito.
Aram alegó que Clark le había solicitado que guardara los objetos, y fue puesto en libertad. De todas maneras, resultó sospechoso que luego de la desaparición de Clark, Aram pudiese pagar la hipoteca de su vivienda. Ademas, parecía poseer una buena cantidad de dinero en efectivo. Días después, Aram abandonó Knaresborough y a su completa familia. Tuvo una serie de trabajos, primero en Londres, luego en Norfolk. El último empleo fue como maestro en una escuela.
Catorce años después de la desaparición de Clark, un obrero que estaba cavando un terreno en las afueras de Kanresborough encontró un esqueleto. El cuñado de Clark estaba seguro de que el esqueleto pertenecía al desaparecido novio, pues ninguna otra persona había corrido la suerte de Clark en las dos previas décadas. Se hizo una pesquisa judicial y Anna, la esposa de Eugene Aram, dijo a un jurado que estaba segura de que Aram y Houseman habían asesinado a Clark.
Finalmente, Houseman confesó que Clark había sido asesinado por Aram, para quitarle sus pertenencias, y su cadáver abandonado en una cueva. Houseman llevó a las autoridades a St Robert´s Cave, donde se hallaron los restos de Clark.  
Aram fue localizado por las autoridades, confesó el crimen y fue condenado a muerte. Tras la sentencia declaró a dos clérigos que él había asesinado a Clark. Uno de los clérigos le preguntó los motivos y Aram respondió que "sospechaba que su esposa mantenía con Clark un ilegal comercio", imaginamos que se trataba de relaciones sexuales. “Estaba persuadido”, dijo a los clérigos, “que en el momento en que cometió el asesinato había hecho lo correcto, pero luego, pensó que había actuado mal".  (The Genuine Account of the Trial of Eugene Aram. Boston, 1832).
El cadáver de Aram fue "gibbeted," colgado de cadenas de hierro para que se pudriera lentamente frente a los pobladores de Kanresborough.
Y así concluyó la no muy edificante vida de Eugene Aram. Sin embargo, en 1794, treinta y cinco años después de su ejecución, William Godwin publicó Caleb Williams, ofreciendo la tesis, primero enunciada en su tratado filosófico, de que en una sociedad jerárquica la mayoría de los habitantes son víctimas de ella. Caleb Williams es el primer germen en el endiosamiento de Aram, pues es en la novela donde se introduce el tema de un hombre injustamente perseguido, apasionado por el análisis etimológico del lenguaje inglés.
Unas tres décadas más tarde, en 1828, el poeta y escritor Thomas Hood contribuyó poderosamente al mito del asesino filosófico con la balada "El sueño de Eugene Aram", que tuvo una enorme popularidad. En 1832, el novelista Edward Bulwer-Lytton publicó Eugene Aram, consolidando el mito del criminal metafísico.  
Aunque la balada de Hood contribuyó poderosamente a que Aram se transformase de “un rufián que asesinó a un cómplice” en un “pecador atormentado y arrepentido”, como señala Flanders, fue Bulwer-Lytton quien remodeló a Aram convirtiéndolo en una figura trágica, “un hombre noble destruido por apenas una falta” cometida en su vida.
El molde que usó el novelista para dar al villano atributos de héroe sirvió para que la figura de Aram se convirtiera en uno de los personajes teatrales más perdurables de la Inglaterra victoriana. Una de las últimas versiones fue After All (1895) escrita por Freeman C. Wills. Esa versión del asesinato de Aram y su posterior redención, tuvo un final feliz. En esa ocasión, Aram demostraba su inocencia.
La enorme evolución que sufrió Aram entre su muerte y su resurrección se debe, en buena parte, a Bulwer-Lytton, quien mintió de manera descarada en su novela. Afortunadamente, un rival de Bulwer-Lytton, y muy superior como escritor, William Thackeray (La feria de vanidades, Barry Lyndon) demolió los argumentos de la novela.
Bulwer-Lytton alegaba que si bien se había tomado algunas licencias propias de todo autor de ficción al recrear al asesino metafísico, el personaje de la novela era el Eugene Aram de la vida real. Mejor aún, el Eugene Aram de la novela mostraba, acentuados, los rasgos dominantes de su personalidad. Y tuvo la mala idea de citar algunas obras de Shakespeare, entre ellas Macbeth y Ricardo Tercero, para defender su tesis. En el caso de Macbeth, Shakespeare pudo tomarse toda clase de licencias poéticas, pues Macbeth es una figura mítica. El problema es con Ricardo Tercero, una figura histórica. ¿Qué hubiera ocurrido si Shakespeare hubiera obviado los asesinatos de los sobrinos de Ricardo Tercero en la torre de Londres, o la manera en que el aspirante al trono de Inglaterra se fue librando de sus rivales?  
Y eso es lo que hace Bulwer-Lytton con Aram, al pasar el asesinato de Clark a un discreto segundo plano, y ocuparse en cambio de sus logros como filólogo y pensador.
El Aram novelado es un ser de altos principios, digno, incapaz de matar una mosca, fervoroso defensor de altos ideales. El autor llegó inclusive a señalar, en un prefacio a la edición de 1840, que Aram no era culpable de la muerte de Clark. De esa manera desmintió inclusive al asesino, que admitió ante dos clérigos haber cometido el homicidio. Para Bulwer-Lytton, era posible que Aram hubiese intentado robar a Clark, pero consideraba su muerte accidental. Y como necesitaba salvar al asesino, su fórmula consistió en difamar a la víctima.  
En la novela, Clark se convertía en el verdadero villano, un ser despreciable que había seducido a una muchacha y mostrado una total indiferencia ante el suicidio de la joven. Pero ese no era Clark. Podía ser un ladrón, pero no hay evidencias de que haya sido un seductor de menores o haya conducido a una de sus víctimas al suicidio. Vale la pena recordar que fue asesinado por Aram días después de su casamiento.
Otra parte de la novela está dedicada a calumniar a Anna, la esposa de Aram –a  la que abandonó, junto con sus hijos, tras huir de Knaresborough. ¿La razón para ello? Durante sus declaraciones ante un jurado investigador, Anna ofreció buenos detalles que insinuaban la participación de su esposo en el homicidio. Por lo tanto, Bulwer-Lytton repitió la calumnia de Aram: Anna era la amante de Clark, por eso lo había acusado del crimen.
Sin embargo, cuando se compara al Aram real con el Aram de Bulwer-Lytton, el asesino metafísico se derrumba. Es obvio que el homicidio fue cometido para permitir que Aram y Houseman se repartieran el botín de Clark. Posiblemente, tras escapar de Knaresborough, Aram dedicó los años siguientes a estudiar filología. ¿Eso lo reivindica acaso, le permite pararse en un pedestal?  
Thackeray decía que la obligación de los escritores era “describir a los ladrones como son, no ladrones poéticos, sino canallas verdaderos, que viven como canallas, seres bajos, disolutos, tal como suelen ser los sinvergüenzas. Ellos no citan a Platón, como lo hacía Eugene Aram, o viven como caballeros, o cantan bellas baladas, como Dick Turpin”.





domingo, 19 de abril de 2015

Don Pedro Vidal y sus 114 años de soledad. Resurrección y muerte del dictador más mítico que tuvo Venezuela


(Segunda parte)
Mario Szichman



Entre mayo y fines de julio de 1978, en el curso de ocho semanas, don Pedro Vidal me narró algunos escasos incidentes de su voluminosa vida, y de sus tareas como policía para algunos regímenes bastante siniestros, como la dictadura de Juan Vicente Gómez, que se prolongó desde 1908 hasta la muerte del general, en 1935.  
Tal como señalé en la primera parte, entrevisté a don Pedro en un centro geriátrico situado en las afueras de Caracas cuando trabajaba para la revista Auténtico, que dirigían Sofía Imber y Carlos Rangel. Don Pedro aseguraba haber nacido el día de San Pedro de 1864. Por lo tanto, en 1978, tenía 114 años de edad.  
Algo que me ocurrió de manera recurrente en Venezuela, donde viví entre 1967 y 1971, y entre 1975 y 1980, es que al principio estaba escasamente enterado de la historia de ese país (ahora conozco algo más, luego de haber devorado decenas de libros y de narrar en La Trilogía de la Patria Boba episodios de la guerra de independencia en la Gran Colombia a través de sus próceres primordiales).           
Cuando hacía reportajes que involucraban la historia venezolana, nombres de personajes famosos pasaban desapercibidos. Y eso, curiosamente, tuvo sus ventajas en mi tarea periodística. A veces, el excesivo conocimiento previo interfiere en una investigación. Si una persona está enterada de un episodio, no indaga mucho en sus pormenores. Como en esa época yo era un periodista para quien la ignorancia carecía de secretos (la frase se la usurpé a Jorge Luis Borges) me veía obligado a indagar de manera obsesiva. También me ocurrió en dos ocasiones con sospechosos de asesinato, la primera vez en Caracas, la segunda en Nueva York. Mis preguntas eran tan cándidas que esos personajes –uno de ellos mandó asesinar a un abogado porque hacía peligrar su cargo, el otro se libró de su esposa porque estaba prendado de su amante– se excedieron en sus revelaciones. Es muy difícil que un homicida renuncie a ensalzar sus logros cuando se trata de engañar a la policía.

Cuando registré por primera vez en la revista Auténtico las palabras de Don Pedro Vidal, ignoraba que él me había contado episodios importantes de la historia moderna de Venezuela, algunos de los cuales no ingresaron en libros. Por ejemplo, el asesinato de Eustoquio Gómez en las horas finales del dictador.      A la hora de narrar, prefiero el método de Tácito. Aunque el historiador romano era muy testarudo en sus opiniones, nunca permitía que bloquearan los hechos. Fue así que reconoció la presencia de Cristo sin sugerir su importancia. Como señala Borges: “Los ojos ven lo que están habituados a ver: Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra en su libro”.
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 Uno de los grandes hallazgos de la anatomía moderna fue obra de la casualidad.  Un soldado norteamericano, creo que durante la guerra civil, fue herido de bala en el estómago. Por alguna razón, la herida tardó en cicatrizar, y dejó una especie de ventanita en el estómago. Un médico empezó a estudiar las reacciones del soldado en todo tipo de situaciones. Los jugos gástricos alteraban su accionar y su composición cuando estaba triste, irritado, o durante el sueño.
Don Pedro Vidal me abrió una ventana similar con sus recuerdos, y especialmente con la memoria que guardaba de sus recuerdos. Tenía tanta capacidad descriptiva, y un lenguaje tan gráfico, que me colocaba en el lugar de los hechos. Era como si hubiera descorrido una cortina para mostrarme personajes que habían participado en la historia de Venezuela, y que muchas veces la habían alterado. Y sin mediaciones. Los años no habían transcurrido, los personajes seguían vivos, hasta el clima había sido acompasado a esos recuerdos, puentes habían sido eliminados, las casas volvían a alzarse en lugares donde ya transitaban autopistas, y el tiempo de Venezuela era un tiempo de caudillos, de trato personal, de amistades que trascendían polémicas y de enemistades encarnizadas como solo se registran en el seno de grandes familias. La Venezuela mítica de Juan Vicente Gómez era recreada por don Pedro Vidal en todos sus pormenores, y con abundantes pinceladas de gran guignol.

EL HAMBRE DE PODER

En una ocasión, cuando iba preparando la grabadora para continuar con el reportaje, don Pedro Vidal se mostró huraño. Yo había tenido que cancelar una de las entrevistas porque Auténtico me había enviado a cubrir un evento. Don Pedro Vidal tenía grandes aptitudes histriónicas, se sentía el centro de toda fiesta, y mi ausencia le molestó.
“Me pregunto para qué quiere volver a entrevistar”, me dijo con aire de indiferencia. ¿Acaso no le gustó mi relación?”
Le expliqué que había tenido que realizar otra tarea, pero que sí, que me había gustado mucho su relación. 
“No, porque si hay otras tareas más importantes que necesita hacer, aquí mismo terminamos la conversación. Pero creo que lo va a lamentar. Yo cargo con un repertorio muy grande. Se lo hubiera contado el otro día, pero lo vi como muy apurado, como que quería irse. Por eso no lo quise fastidiar”.
Tardé un poco en convencerlo de que me encantaba conversar con él, luego encendió un pequeño veguero y me aclaró que si aparecía algún enfermero, yo tendría que tomar el veguero y ponerme a fumar, porque a él se lo tenían prohibido. Y enseguida empezó a hablar del general Juan Vicente Gómez, de su astucia y de los favores personales que hacía.
“Por lo menos dos veces el general se salvó de morir envenenado”, me dijo. “Yo le servía a veces la comida cuando no estaba Eloy Tarazona[i].  Un día recibí un dulce en la puerta de su residencia. Era un dulce de piña. Muy bonito el dulce. Se lo había mandado una nieta que era al mismo tiempo su sobrina. Sobrina y nieta. Era ahijada de él, y nieta. Tengo ahora que volver atrás para darle el detalle completico. Esa señora era casada, ya. Hija de Misia Emilia Bello (la hermana del Benemérito). Porque ellos no son Gómez. Ninguno de los hijos del general son Gómez. O, mejor dicho, después que él recibió la presidencia  hizo reconocer a sus hijos, y por eso son Gómez.  Esa Misia Emilia, esa muchacha era casada ya. Y mandó un dulce al general. Eran las doce y media del día. No me acuerdo de la fecha pero sí del día. Era un día sábado, a las doce y media. El general estaba en el paseo y nosotros lo esperábamos para el almuerzo. Yo era oficial en ese entonces y tenía un policía bajo mis órdenes que se llamaba Lorenzo Aquino. La cocinera se llamaba la señora Martina. No recuerdo el apellido horita, pero era su cocinera de confianza. La señora Martina me daba la comida y yo se la pasaba a Lorenzo Aquino para que se la pasara al general en la mesa. Bueno, después que terminó de comer y tal,  el general vio el dulce. ´Mmm´, dice el general, ´y qué bonito está aquel dulce´. Y le dice Lorenzo Aquino, ´Sí, general, está bonito´. Y le dice el general, ´Mmm, pruébalo, a ver´. Usted sabe que antes se usaban unas cucharas grandes. Lorenzo viene y mete la cuchara y se mete ese dulce. Entonces el general se para y se va para su habitación, allá para la tertulia como se llamaba antes. Bueno, a las dos de la tarde está ese muchacho cagado por debajo y por encima. El dulce estaba envenenado. Entonces, en ese momento llega Eloy Tarazona y me pregunta: ´ ¿Qué tiene Lorenzo?´ Le digo, ´Yo no sé, yo recibí un dulce a las doce y media y lo puse en la mesa y Lorenzo lo probó y parece que estaba envenenado, porque él está ahí bañado en porquerías por debajo y por encima´. Y Eloy me dice, ´Entonces hay que mandarlo para el hospital´. El general recibió la novedad y ordenó que lo mandaran para un hospital en el litoral, en Macuto. A los tres meses Lorenzo se curó y le escribió a Eloy Tarrazona diciéndole que estaba bien, y se vino. Pero tres meses después de llegar a Miraflores se murió. El general se enteró de la muerte de Lorenzo cuando llegó a Maracay, donde atendía parte del tiempo, y mandó dinero para el entierro y tal. Lorenzo no tenía familia. Una mujer era lo que tenía, pero no estaba casado. Se llamaba Rosa, por cierto, de Maracay era”.
– ¿Quién mandó a envenenar al general?
“Nunca se supo, porque en medio hubo un romance. La muchacha, Rosa, bueno, no era muchacha, porque había vivido con Lorenzo, la muchacha se enamoró del hijo del general, de Juan Vicente, el hijo de Misia Emilia. Entonces la muchacha, en realidad la señora, invita a Juan Vicente pa´l cine. La casa de Misia Emilia quedaba a media cuadra del teatro El Nacional. Entonces Rosa, la muchacha, después que vieron la película, a las once y media de la noche salen, y Juan Vicente le dice, ´Vamos pa llevarte a tu casa´. Y ella le dice que no. Rosa le dice que no, que se va para cualquier parte, menos para su casa. Y Juan Vicente tiene que cargar con ella. Esa es una cosa estrictamente entre nosotros. Nadie tiene que saberlo. Juan Vicente se la lleva para La  muñeca desnuda, era una especie de escultura que había en el Dancing, un sitio de baile. Allá, en una plazuelita estaba la muñeca esa. Y en esa zona había cuartos. Y allí amanecieron, Juan Vicente y la Rosa. Primero se fueron para San Juan de los Morros, pero a la muchacha no le gustó y se marcharon para el Trompillo, una hacienda que Juan Vicente le compró a don Antonio Pimentel para doña Misia Emilia. Bueno, allá se enconcharon. Y el general empezó a preocuparse y mandó comisiones para buscar a su hijo y a doña Rosa. Y los encontraron en el Trompillo y se los llevaron. A la muchacha, Rosa, se la entregaron al general Colmenares Pacheco, que era su padre, bueno, en realidad no era muchacha, ya era señora. Y el general Gómez, para tapar la falta de su hijo, le dice a Colmenares Pacheco: ´Mira, encárgate de una de las haciendas mejores que haya en Trinidad. La compramos a medias, tú y yo´. Pero eso no fue a medias. El general se la donó a Colmenares Pacheco, para tapar la falta de la muchacha”.

LA CORTE DE LOS BORGIA

El general Gómez hacía bien en tomar tantas precauciones. Pues sus principales enemigos eran sus más cercanos allegados.   
“Le voy a contar otra relación”, me dijo Pedro Vidal. “En una ocasión el general Gómez fue invitado a comer al vapor Venezuela, que primero se llamó vapor Crespo, recién después fue el vapor Venezuela.  El  contralmirante del vapor era Román Delgado Chalbaud. Además del general fueron invitados todos los ministros al banquete. El general se llevó a su cocinera, la señora Martina, y solo comía aquello que ella cocinaba, para que no lo pudieran envenenar. Todo el mundo comió en el banquete, pero había un plato que le gustaba mucho al general, la lengua, bien compuesta. Bueno, todo el mundo estaba comiendo y la lengua, ahí, en la mesa, todo tranquila. Y el general, que está sentado en la cabecera de la mesa, pregunta: ´Mmm ¿Y por qué no comen de la idioma?´ Entonces le responde Graciliano Jaimes, que era el jefe de los edecanes: ´Mi general, no es la idioma, es la lengua´. Pero el general porfía: ´Es lo mismo, la idioma y la lengua es la misma cosa´. Bueno, todos empezaron a comer la lengua, menos el general. Y todos terminaron para el baño, ensuciados por debajo y por encima. El general ordenó meter preso a Delgado Chalbaud, lo metió en La Rotunda, que estaba al lado de esa redoma que hizo López Contreras cuando echó los grillos al mar. Bueno, al lado de esa redoma quedaba la cárcel.  Allí el general Delgado Chalbaud fue amarrado con grilletes todo el tiempo. Dijeron que se había vuelto ciego. El general Gómez dijo que lo llevaran para el hospital. Y ahí en el hospital, recuerdo que estábamos en esa época en Maracay, un día a las cuatro de la tarde llegó la madre de Delgado Chalbaud con su hijo, Carlos Delgado Chalbaud, ese al que después asesinaron ahí en el Este[ii]. Ahí estaba la señora, la mamá del general, la esposa del hijo, el hijo chiquitico, la mamá de ese que después mataron, y los dos hijos chiquitos, una hembra y un varón. Bueno, la mamá de Delgado Chalbaud llegó esa tarde a las cuatro a Maracay, a abogar por su hijo preso. Y el general Gómez le mandó conmigo a la señora un oficio donde decía: ´Entreguen 50 mil dólares para el viaje de Delgado Chalbaud con todos los gastos pagos´, para que Delgado Chalbaud se curara en Suiza de todos los achaques. Qué va. Delgado Chalbaud no fue a curarse. Viajó a Francia, alquiló un barco, porque ese era otro que quería ser presidente a juro. Los 50 mil dólares que le regaló el general los convirtió en armas, y se vino para Venezuela para formar guerra y matar al general”.
El 11 de agosto de 1929, el general Chalbaud, al mando del vapor Falke (rebautizado general Anzoátegui)  recaló en Cumaná.  
“Ahora, Delgado Chalbaud llega y se desembarca”, me dijo don Pedro Vidal. “El general Antonio Fernández estaba de gobernador de Cumaná. Cuando los vigías vieron el vapor que no venía anunciado sino que venía como pirata, lo espantaron con varios cañonazos. Delgado Chalbaud logró sin embargo plantarse en tierra. Pero cuando llegó a tierra se encontró con el general Fernández, y pam, pam, uno cayó para un lado, y el otro cayó para el otro lado. Los dos se mataron. Los dos tenían buena puntería. Delgado Chalbaud tenía buena puntería, pero el general Fernández tenía mejores cojones para echar plomo. Cuando los invasores vieron que le habían matado al general Delgado Chalbaud, arrojaron el armamento al agua y se fueron. No pararon de huir”.

VÍSPERAS

Si el lector revisa Wikipedia, encontrará estos datos de Eustoquio Gómez: Nació en La Mulera, estado Táchira, el 2 de noviembre de 1868. Murió en Caracas el 21 de diciembre de 1935. Fue un político y militar venezolano y primo de El Benemérito.  
Eustoquio Gómez, siempre según Wikipedia, fue “asesinado en la sede de la Gobernación, en situación aún no esclarecida, el 21 de diciembre de 1935. Al parecer temían que fuese a reclamar el poder dejado por su primo el General Juan Vicente Gómez”.  
Gómez falleció el 17 de diciembre de 1935, cuatro días antes que Eustoquio, y en la misma fecha del fallecimiento del Libertador Simón Bolívar. Nadie sabe si ese fue el día exacto de la muerte de Juan Vicente Gómez, o si ocurrió antes y se ocultó el dato para encaramar al Benemérito a horcajadas en los hombros de Bolívar. Pero hay un dato más interesante: aún ahora, Eustoquio Gómez figura como asesinado “en situación aún no esclarecida”, en la sede de la Gobernación. Sin embargo, don Pedro Vidal fue testigo presencial del asesinato de Eustoquio Gómez, y lo describió con lujo de detalles.
José Rafael Pocaterra, autor de Memorias de un venezolano de la decadencia (que para Gabriel García Márquez es la mejor novela que se ha escrito en Venezuela), distinguía dos dinastías que gobernaron el país durante la época de Juan Vicente Gómez, “Los idiotas y ladrones, como el Santos, o abominables como el Eustoquio, que cuelga hombres vivos a los garfios de secar tasajo”.  
Eustoquio Gómez, un hombre temible y abominable, quiso heredar a Juan Vicente Gómez, cuando el dictador agonizaba. Vivió apenas cuatro días más que su primo, el Benemérito. Hasta ahora, la versión más popular es que su asesinato se registró en circunstancias confusas. Pero don Pedro Vidal sabía cómo murió Eustoquio Gómez, y por qué.
“En el minuto fatal que le quedaba para morirse”, me dijo don Pedro, “el general Gómez llamó al general Eleazar López Contreras, que era el ministro de Guerra y de Marina, y le dijo: ´Mira, yo de esta ya no me voy a salvar. Toma mi cartera. Aquí están todos los documentos del poder ejecutivo. Tenés que quitar a todos los ministros, pero después tenés que volverlos a colocar´. En esto que le entrega la carta, Eustoquio está en un corredor de la quinta del general. Eso fue en Las Delicias. Cuando Eustoquio lo ve salir a López Contreras, dentra él al dormitorio y le dice al general: ´Bueno, Juan Vicente, por qué vos no me dejas la cartera´. Y el general le dice: ´López Contreras te va a dar órdenes´. Eustoquio salió pa afuera. Cuando venía saliendo López Contreras, Eustoquio iba a pelar la pistola para matarlo. Entonces, Gonzalo, que era hijo del general y de su amante, doña Dionisia Gómez Bello, le dice a Eustoquio estas palabras, ojo se lo estoy diciendo a usted acá, entre nosotros, esto no se puede dar a la publicidad: ´Carajo, Eustoquio, todavía no se ha muerto mi padre y ya usted está formando vainas´. Y le quitó la pistola. Eustoquio era en esa época presidente del Estado Lara. Cuando Eustoquio se enteró que el general estaba maluco, se vino pa acá porque él quería ser presidente. Él no era nada del general Gómez. No es como andan diciendo por ahí que era hermano, que era familia. No señor, ninguno de esos Gómez eran familia de él… bueno, el general López Contreras le dice a Eustoquio estas palabras, porque él ya tenía el nombramiento que se lo había dado el general en su cama de muerte. El general Gómez le había dicho: ´Le vas a dar un puesto bueno a Eustoquio´. Y así quedó. El general López Contreras le dijo a Eustoquio: ´General, espéreme aquí, en Maracay, que yo voy a arreglar algunas cosas en Miraflores´. Se fue para Miraflores, y cuando regresaba para Maracay encontró a Eustoquio en un punto de los Teques que se llama Barrialito. Eustoquio estaba sentado en una silla de cuero, arrecostado en un horcón. Entonces le dice el general López Contreras a Eustoquio: ´Pero general, no tenía necesidad de esperarme. Aquí cargo el nombramiento que me dio el general para usted´. Y le dice Eustoquio: ´Oye, carajo, ¿vos como creés que te tengo miedo? Me voy pa Caracas´. Eustoquio quería venir a Caracas para matar a El Sapo. ¿Usted sabe quién era El Sapo? El Sapo era Rafael María Velazco, el gobernador de Caracas para esa época. Si Eustoquio mataba a Velazco, creía que iba a recibir la presidencia. Pensaba irse para Miraflores, decía, ´Yo soy el presidente´, y ya estaba. Pero no fue así. Eustoquio tenía como sesenta hombres que lo seguían. Los había sacado de la cárcel de Las Tres Torres, una cárcel que hay en Barquisimeto. Sacó a toda esa gente de la cárcel para que lo protegieran. Todos eran criminales y él los ascendió a teniente, a capitán, a comandante y a coronel para que lo cuidaran a él cuando se muriera el general, porque él iba a ser presidente. Entonces Eustoquio llega a la gobernación de Caracas a matar a El Sapo. Da la casualidad que va subiendo las escaleras de la gobernación y se encuentra con Jesús Corao, ayudante del gobernador. Jesús Corao esperó a que Eustoquio subiera, y cuando ya estaba en el último tramo trá, le disparó un tiro a Eustoquio  y le partió los riñones y ahí mismo se desangró. Los que estaban allí no sabían qué hacer. Entonces buscaron unos fardos, enrollaron a Eustoquio en los fardos, y lo metieron en un cuartico que llaman el cuarto del olvido. Ahí lo zamparon para esperar la noche. Y tarde en la noche, lo pasaron al cuartel de policía. Ya el pueblo estaba acumulado, porque el pueblo quería quemarlo al Eustoquio, pero no pudo. Y en aquel entonces, como no había nada sino carros de mula del aseo urbano, doblaron el cadáver, lo metieron en un pipote, lo montaron en una carreta para hacerle creer al pueblo que era basura, y resulta que era Eustoquio el que iba en el pipote, rumbo al cementerio, para enterrarlo allí. Y nadie sabe dónde Eustoquio anda enterrado. Y después que murió Eustoquio, toda la familia del general huyó. Y misia Emilia quiso salvar su fortuna. Entonces doña misia Emilia me llamó y me dijo: ´Pedro, hazme el favor de decirle al general López que venga para acá´. El general está conversando con unos oficiales, ahí, distraído, allí, con ellos, dándoles órdenes y cosas. Entonces llego yo y le digo: ´General, manda decir misia Emilia que pase por allá´.  Como a los dos minutos el general viene para casa de misia Emilia y le pregunta: ´Emilia ¿para qué me mandaste llamar?´ Y ella le dice: ´Ay, López, te mandé a llamar para que cuides mis intereses´. Y entonces le contesta él: ´Emilia, yo solo puedo responder por tu vida, pero no por tus intereses´. Y así fue, porque López Contreras se había chupado todo, como presidente. Todos los bienes de Gómez pasaron a ser de la nación.  Y como ese episodio, hay tantas y tantas cosas que podría contarle. Eso sí, siempre y cuando quiera entrevistarme”.





[i] El “Indio” Tarazona fue escolta permanente de Juan Vicente Gómez y jefe de su guardia personal. De ese personaje podría escribirse una novela. Dicen que debido a su lealtad dormía atravesado en la puerta del dormitorio del dictador. Se lo consideraba un hombre de extrema crueldad. No tenía familiares conocidos. Aseguran que fue el único confidente que tuvo el dictador en su vida.
[ii] Formó parte del grupo que derrocó al presidente constitucional Rómulo Gallegos en 1948 y encabezó el triunvirato de la Junta Militar que lo reemplazó, junto con Marcos Pérez Jiménez y Luis Llovera Páez. Fue asesinado el 13 de noviembre de 1950. Su magnicidio también merece una novela.