domingo, 31 de agosto de 2014

De guillotinas y escalpelos humanitarios



                                                                                          
Mario Szichman


El ser humano está acostumbrado a perder la cabeza, y la causa principal suele ser el amor. Pero en los últimos años ha cundido la moda, especialmente en el Medio Oriente, de hacer perder la cabeza a una persona por razones políticas y/o religiosas.  
Hace algunos días, el ISIS, siglas en inglés de Estado Islámico de Siria e Irak, exhibió un video donde un hombre se disponía a degollar a James Foley, un periodista norteamericano capturado por la milicia sunita. Los productores del video ahorraron al espectador las escenas en que se exhibía el descabezamiento. Abundan los argumentos para esa omisión, pero estoy seguro de que la razón principal estuvo ausente de esas conjeturas. Presumo que el asesino de Foley tropezó con los mismos problemas que condujeron a los líderes de la Revolución Francesa a preferir la guillotina a la espada a fin de separar la cabeza del cuerpo de sus adversarios.

HACE SU APARICIÓN
EL VERDUGO SANSÓN

Cuando estaba buscando materiales para mi novela Eros y la doncella, que transcurre durante el Reino del Terror, descubrí un personaje que, de vivir en nuestra época, ya hubiera recibido varios galardones de agencias de las Naciones Unidas por sus compasivos atributos: Charles-Henri Sanson, el verdugo oficial de Francia durante el reino de Luis XVI, y luego de la Primera República Francesa. Entre sus feligreses figuró tanto el monarca que le ofreció el trabajo, así como sus reemplazantes, entre ellos George Danton y Maximiliano Robespierre.
Sanson era el cuarto en una dinastía de seis generaciones de verdugos. Podía vanagloriarse de una nobleza de sangre tan antigua como la de sus monarcas. Su tatarabuelo, Charles Sanson (1658–1695) había sido nombrado verdugo de París en 1684. El personaje que nos interesa, el más famoso de ellos, Charles Henri, también conocido como “El Gran Sanson”, ayudó a su padre a cortar cabezas durante veinte años, y se convirtió en verdugo titular en 1778. Su hijo Henri (1767–1830) lo reemplazó en la tarea, en tanto el menor Gabriel (1769–1792), también colaboró en las labores familiares. (Gabriel murió, de manera apropiada, en el cadalso, mientras exhibía una cabeza a la multitud, resbaló en la sangre y se desnucó).
El Gran Sanson tenía dos cualidades: su imparcialidad, y una destreza insuperable. En las cuatro décadas en que ejerció el cargo cercenó las cabezas de casi 3.000 personas. En Eros y la doncella intenté reseñar la insuperable hazaña de Sanson, indicando que bajo el rasero de la guillotina murieron los culpables y los inocentes. Murieron aquellos cuyo nombre había sido bien escrito, y aquellos cuyo nombre había sido mal pronunciado. Murieron en la misma hornada los familiares de conspiradores, los criados de conspiradores, y los vecinos de conspiradores. Fueron reducidos por la guillotina aquellos cuya justificada detención los condenaba al cadalso, y aquellos cuya injustificada detención los hacía sospechosos y los condenaba al cadalso. La guillotina nunca rehusó carne alguna. Fueron ejecutados los presuntos traidores, los hipotéticos partidarios del primer ministro inglés William Pitt, los probables contrarrevolucionarios, los supuestos agiotistas, los propagadores de rumores, los causantes de hambrunas, los desleales y quienes escuchaban las calumnias con aire de aprobación, o hablaban el mismo lenguaje que los revolucionarios con propósitos burlones, y aquellos que lucían similar máscara de patriotismo. Fue ejecutado el mago Rollin porque un miembro del Tribunal Revolucionario deseaba averiguar cómo haría para conjurar su propia muerte. Un miembro del Comité de Seguridad Pública envió a la guillotina al encargado de una taberna, ansioso por observar a un hombre subiendo al cadalso con un delantal ceñido a la cintura. Fueron degollados marqueses, pasteleros; duquesas, cocineras, indecisos, vacilantes, perplejos, indiferentes, desorientados, inciertos, príncipes y porteros, condes y carteros, magistrados, sacerdotes, soldados, almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones delincuentes comunes. Pero el triunfo mayor de Sanson fue guillotinar a todos los miembros del Tribunal Revolucionario que lograron posponer su ascenso al cadalso gracias al subterfugio de condenar a muerte a una increíble gama de presuntos traidores que los precedieron en la marcha.
Todavía hoy, dos siglos después del Reino del Terror, se desconoce la cifra exacta de franceses que murieron en la guillotina. Los estimados varían entre dieciséis mil y cuarenta mil personas de todas las edades. (La guillotina no solo funcionó en París, sino en la mayoría de los departamentos de Francia).

DEL DEGOLLAMIENTO CONSIDERADO
COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES

Sanson había comenzado sus labores usando una espada para ejecutar condenados. Vivía horrorizado por los problemas que traía ese método, y que explicó en un famoso opúsculo titulado “Memorándum con Observaciones sobre la Ejecución de Criminales a Través de la Decapitación”.
Según decía Sanson, el descabezamiento requería no solo la destreza del verdugo, sino la cooperación del condenado. El verdugo debía ser “un gran experto”. El condenado, “un ser de gran solidez”, de lo contrario, la ejecución con espada “puede causar peligrosos accidentes”.  Es posible conseguir un verdugo de gran experiencia., pero ¿cómo se obtiene un condenado de gran solidez? Sanson podía practicar su oficio con gran regularidad. Eso le brindaba una enorme práctica,  totalmente ausente en los condenados. La ejecución es una experiencia inédita para el ser humano. Y aunque hay individuos de gran coraje, es necesario tener una gran presencia de ánimo cuando estamos maniatados y frente a nosotros  hay una persona armada con una espada, y dispuesta a usarla.
Y eso cuando se trataba de degollamientos individuales, pero ¿qué ocurría con las ejecuciones colectivas? El panorama que pintaba Sanson era aterrador. “La gran cantidad de sangre que produce (el primer ejecutado) y que se desparrama por todas partes, seguramente causará miedo y debilidad en los corazones más intrépidos de aquellos que aguardan turno”, dijo.
Más allá del aspecto personal, estaba el problema con los instrumentos de ejecución. En su memorándum a la Asamblea Nacional de Francia el verdugo señalaba que tras matar al condenado, la espada quedaba llena de muescas, y había que llevarla a un buen afilador para ponerla como nueva. En otras ocasiones, la cabeza volaba por un lado, y la hoja de la espada por el otro. “Las espadas”, decía Sanson, “suelen romperse con frecuencia en ejecuciones de este tipo”.
Aunque no era cicatero, Sanson se quejaba además de que el estado francés obligaba al verdugo a pagar las espadas de su bolsillo, y cada una costaba unas 600 libras, seguramente varios sueldos.
Los argumentos de Sanson convencieron a los asambleístas franceses, la mayoría tan humanitarios como el verdugo, y la guillotina fue considerada una bendición. Por supuesto, el diablo está en los detalles. Era muy fácil cortar cabezas, y el espectáculo era más entretenido que un teatro de títeres, por lo tanto, proliferaron las ejecuciones. Nadie puede augurar qué hubiera ocurrido en caso de persistir la decapitación usando una espada como instrumento. Tal vez menos personas hubieran sido degolladas, aunque a la hora de matar, el ser humano siempre encuentra instrumentos de exterminio masivo.
Los parisinos de la época de la Revolución realmente disfrutaban de la diversión proporcionada por la guillotina. Solían llevar a sus hijos a ver cómo algunos intrigantes morían en el cadalso, del mismo modo en que los padres de la actualidad llevan a sus niños a disfrutar de Disney World. La profesora y ensayista Concepción Reverte Bernal hizo mención a guillotinas de juguete con las que se entretenían los niños durante el Reino del Terror “y que hoy pueden contemplarse en museos como el Carnavalet de París”.  Por cierto, para que los niños no se aburrieran en los intermedios entre uno y otro degollamiento, las guillotinas de juguete eran vendidas junto con jilgueros muertos, a fin de que esos tesoritos pudieran imitar a Sanson.
Si observamos el video que reseña el asesinato de Foley hay un corte en la secuencia. Está el antes y el después. Pero no se exhibe la ejecución. Tras leer los cuestionamientos de Sanson al uso de la espada en un degollamiento, podemos entender el por qué de esa omisión. El productor del video debe haber eliminado imágenes demasiado horribles para ser exhibidas.
Hemos llegado a una etapa de nuestra involución como especie humana en que debemos rescatar seres y métodos del pasado, para exhibirlos como modelos de progreso.
En medio de la difusión de la barbarie, un verdugo como Sansón, oriundo de una estirpe de degolladores, mostró sensibilidad. Durante cuatro décadas se dedicó a cumplir con su oficio, y no era un sádico. Lo demuestra su predilección por un instrumento de asesinar que comparado con otros hasta parece mostrar ribetes humanitarios.



viernes, 29 de agosto de 2014

Líderes infalibles y canibalismo




Mario Szichman

La ventaja de los líderes infalibles es que además de no equivocarse jamás,  quienes los acusan de cometer errores muy pocas veces logran contar el cuento.
No vamos a culpar a los líderes infalibles de crueldad. Ninguno de ellos ha sido un sádico por naturaleza, o adquirió el poder con el propósito de hambrear a su pueblo, o esclavizarlo. Todos ellos deseaban, de manera genuina, la grandeza de su país y el bienestar de sus habitantes. Ni uno solo de ellos fue activo promotor del culto a la personalidad. En realidad, si se examinan los documentos históricos, se podrá comprobar que en todos los casos, ese culto se originó en sus incondicionales.  
Basta ver el caso de Héctor Cámpora, quien fue presidente de la Cámara de Diputados durante el primer gobierno de Juan Perón, y presidente de la Argentina durante 49 días, en 1973. Dicen que en cierta ocasión Eva Perón le preguntó a Cámpora la hora, y el funcionario le respondió: “La hora que usted ordene, señora”.

UN SUEÑO REALIZADO

En 1958, Mao Tse Tung, líder del Partido Comunista de China, ordenó el “gran salto hacia adelante”. El propósito era transformar el país en una sociedad comunista a través de una vertiginosa industrialización y de la colectivización de zonas rurales. El resultado, como señaló Michael Fathers en el periódico londinense The Guardian, fue la muerte de decenas de millones de personas.
“No fue la guerra la causante de esa cifra estremecedora”, dice Fathers. “Tampoco fue resultado de un desastre natural sino de un hombre. Todo fue una cuestión de política y de la vanidad de un hombre”. 
El propósito de Mao era arrebatar a la Unión Soviética el control del movimiento comunista mundial mostrando la superioridad de su estrategia. El dirigente soviético Nikita Jruschov había dicho en mayo de 1957 que su nación superaría a Estados Unidos como el principal líder industrial y agrícola del mundo en una década. Mao quiso demostrar que podía lograrse una hazaña similar, pero en un lapso mucho más corto. Su grito de batalla fue: “Salgan todos, enfilen hacia lo alto, y logren mejores, más grandes, más rápidos y mejores resultados económicos en la construcción del socialismo”.
Medio siglo más tarde de lanzarse esa cruzada, Yang Jisheng, un modesto periodista que trabajó décadas en la agencia noticiosa oficial Xinhua, detalló los resultados en un libro titulado Tombstone. El libro analiza ese período calificado por los enemigos de Mao de “La gran hambruna”. (Los admiradores de Mao seguramente lo han rebautizado “El más grande ayuno biométrico en la historia de la humanidad”).
El libro ha circulado en Europa, en el mundo de habla inglesa y en Hong Kong, pero está prohibido en China.  Pues su denuncia resulta indigerible para las autoridades de Beijing.  
Como parte de “El gran salto adelante”, dijo Yang, se movilizó al pueblo chino para crear gigantescas granjas colectivas a fin de autoabastecer al país de productos agrícolas. El excedente sería utilizado para lograr una rápida industrialización.  
Uno de los resultados más portentosos de ese gigantesco salto fue la estilización corporal de los chinos. Si bien los chinos nunca fueron robustos, a excepción de los budas, en ese lapso se transmutaron en seres transparentes. Entre 18 y 45 millones de chinos murieron de hambre. (Las cifras varían de acuerdo a los expertos en demografía).  
El gran ayuno se registró en 14 provincias chinas, una inesperada secuela de la  campaña para llevar la producción agrícola a niveles jamás antes alcanzados. Las autoridades chinas querían demostrarles a los “desviacionistas de derecha” que con pureza ideológica y sobrehumana energía podrían superar todas las cosechas anteriores. Al entusiasmo se sumó la necesidad de no hacer quedar mal a sus líderes. Por lo tanto, los campesinos y dirigentes de comunas locales empezaron a exagerar los índices de producción. Cuando los cuadros comunistas fueron a recoger las cosechas, descubrieron que eran muy inferiores a lo anunciado. Se acusó a muchos campesinos de atesorar granos y venderlos bajo cuerda, seguramente a los desviacionistas de derecha. Para sacarles de mentira verdad, cometieron lo que en la jerga totalitaria se califica de “perdonables excesos”.
La campaña estuvo plagada de obstáculos. Un líder comunista, Liu Shao Qi, culpó al partido por la hambruna. Liu, quien llegó a ser presidente de China, fue acusado luego de ser un desviacionista de derecha, y expulsado del partido durante la Revolución Cultural que reafirmó la infalibilidad de Mao.
El libro de Yang está repleto de interesantes historias que es mejor no leer de noche para evitar el insomnio. Muchas personas que fallecieron de hambre no fueron enterradas, dijo Yang. “Se mantuvo a sus cadáveres en las camas y cubiertos con mantas. De esa manera, sus familiares hacían creer que estaban vivos y podían recolectar sus raciones de comida”. Otros enemigos del ayuno “comían cadáveres”, señaló el autor. “En la provincia de Gansu, mataron a forasteros para comérselos. También los campesinos devoraban a sus propios hijos”.
El autor menciona también informes de comités regionales del partido Comunista, donde la escritura burocrática refleja de manera pulcra el horror. He aquí algunos:
- 1961: de un informe de un comité del partido Comunista en Sichuan:
“En esta comuna, desde el invierno de 1959 a la primavera de 1960, murieron 2.357 personas, un 14,5 por ciento de la población total. De los fallecidos, 40 murieron apaleados. Se obligó a otros 32 a cometer suicidio. Más de 300 murieron tras ser hambreados de manera deliberada. A algunos de ellos no se les dio comida durante más de medio mes”. 
 -1961: De un estudio de 40 casos de canibalismo en la provincia de Gansu:
“Sitio: comuna de Hongtai. Nombre del culpable: Yang Shengzhong.  Relación de la víctima con el culpable: hijo. Número de víctimas: 1. Modus operandi del crimen: El culpable cocinó el cadáver de la víctima y devoró la carne. Razón para el crimen: Deseos de sobrevivir”.
 -1962: De un informe de hambruna en la provincia de Sichuan:
“En el condado de Jiangbei, más de 27.000 aldeanos se han dedicado a consumir ´tierra inmortal´ (arcilla) a fin de aplacar su hambre”.   
La sabiduría del autor de Tombstone es elegir casos específicos para exhibir la hambruna en toda su personal devastación. Otro libro, The Great Famine in China, 1958-62: A Documentary History, de Zhou Xun, profesor de la Universidad de Hong Kong, da una visión panorámica de la escasez de alimentos en 16 provincias de China durante 1958. Por ejemplo, en Shandong, “desde fines de marzo se cortó totalmente el suministro de comida a más de 670.000 personas. Más de 150.000 personas se han visto obligadas a huir y se han transformado en mendigos”. En Guangdong “La hambruna en la primavera privó de alimentos a 963.231 personas”. En Gansu: “Predomina una gran hambruna. Las personas están comiendo corteza de árboles y raíces para calmar el hambre”.

EL RAYO QUE NO CESA

Rana Mitter, autor de Modern China: A Very Short Introduction, dijo en el periódico londinense The Guardian que Mao y sus colegas “adoptaron decisiones específicas que condujeron a una hambruna en masa”. Ellos perpetuaron un sistema que alentó a los cuadros comunistas “a contar mentiras acerca de la producción de granos, y desalentaron a quienes exigían transparencia, empeorando la hambruna”. Los críticos de “El gran salto para adelante” fueron marginados o apresados.
Ese es el otro problema de los líderes infalibles. Cuando fallan, nadie se anima a decirles que han fallado, y por lo tanto, continúan causando daño.  
Recién en 1962, hubo una rebelión en el seno del partido Comunista, y el presidente de China Liu Sho qi reconoció la hambruna. Liu dijo que el problema se debía en un treinta por ciento a catástrofes naturales “y en un 70 por ciento a un desastre causado por el hombre”. Las comunas fueron desmanteladas, se permitió a los campesinos retornar a sus parcelas, y la comida volvió a las 16 provincias de China. Mao nunca pidió disculpas, y nunca abandonó su fama de infalible.  
En un país de América Latina fácilmente identificable, marcha viento en popa una campaña de suministros. El gobierno considera la campaña una redistribución del exceso de víveres para que todos tengan democrático acceso a similares productos. La escuálida oposición habla en cambio de “escasez de suministros”.
El Nuevo Hombre y la Nueva Mujer de ese país empiezan a adquirir una belleza escultórica. En poco tiempo más, todos ellos empezarán a parecerse a las obras maestras de Alberto Giacometti.

sábado, 23 de agosto de 2014

Simón Bolívar detective, o la venganza de Monteagudo



Mario Szichman

“Las malas causas
Tienen tantos mártires
Como las buenas”.
Lazare Carnot
General de la Revolución Francesa





 Tolstoi decía que en la administración pública hay hombres tan necesarios como los lobos en la naturaleza. Esos hombres descuellan por su cercanía con los jefes de estado, y al monopolizar la crueldad, permiten a sus jefes exhibir altruismo y nobles modales.

            El general Louis Nicolas Davouz se encargaba de cometer crueldades “a espaldas” de Napoleón, en tanto su rival, el zar Alejandro de Rusia, contaba con el general Alexey Arakcheyev para concretar el trabajo sucio.

Si el lector desea saber por qué la literatura rusa es superior a la francesa, es suficiente comparar a Arakcheyev con Davouz. Aunque Balzac tuvo portentosos modelos de seres desalmados en los cuales pudo abrevar para sus novelas, ni siquiera el más feroz se animó a expresar, como Arakcheyev: “Soy amigo del zar y solo existe una persona ante quien es posible elevar una queja por mis métodos: Dios”.

Y aunque Fouquier-Tinville, el acusador público que ordenó guillotinar a Carlota Corday, y colaboró en el arresto de otras figuras públicas como Robespierre y Saint-Just es lo más aproximado a un genio del mal, ni siquiera él intervino en las tareas de reproducción de los franceses, como sí lo hizo Arakcheyev con los rusos. En su enorme finca de Gruzino, las campesinas fueron obligadas a procrear al menos un vástago por año. Se ignora cuál era el castigo para las mujeres que no cumplían la cuota.  

En América Latina, durante la guerra de Independencia, existió un hombre bisagra con los atributos combinados de Davouz y de Arakcheyev. Era el coronel Bernardo de Monteagudo, quien sirvió a dos amos, los próceres de la independencia latinoamericana José de San Martín y Simón Bolívar.

Monteagudo era bigger than life, uno de los grandes villanos de la historia latinoamericana. En las memorias del general Guillermo Miller, uno de los soldados más fieles de San Martín, se habla pestes de Monteagudo, de su “imposición de medidas impopulares”, su “opresivo espionaje”, “la cruel manera en que desterró a individuos muy respetables”. Además, se sospechaba que intentaba “establecer un gobierno monárquico contrario a los deseos del pueblo”. Esos atributos convirtieron a Monteagudo “en objeto de desagrado y desconfianza”.  

El pueblo de Lima, aprovechando la ausencia de San Martín, se amotinó contra Monteagudo y lo obligó a renunciar.

El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna dijo que Monteagudo “cometió horribles crueldades” en Lima cuando fue ministro de San Martín. Además, se jactó de ellas. Según Vicuña Mackenna,  “En su famoso manifiesto de Quito”, el ministro de San Martín alardeó “de haber reducido a quinientos los diez mil españoles que encontró en la primera de esas ciudades”. Una lista “de esos cargamentos humanos que aquel Sila criollo remitía a Valparaíso en 1821, en un buque al que, para hacer más siniestro su destino, diera su propio nombre, la célebre fragata Monteagudo”, menciona cuatrocientos ochenta personas. De ellas indica el historiador chileno, “cerca de la quinta parte pasaba de sesenta años de edad. Para que se juzgue de la inútil barbarie de esta persecución, elegimos al acaso algunos nombres de la lista de proscripción: Juan Muñoz, andaluz, de profesión mantequillero, edad setenta y un años; Fernando María Gómez, comerciante, setenta años; Felipe Quinteler, gallego, marinero, setenta y cinco años”.

Tras la decisión de San Martín de renunciar a su cargo de Protector, Monteagudo retornó a Lima como secretario de Bolívar, donde fue asesinado en el anochecer del 28 de enero de 1825, cuando tenía apenas treinta y cinco años de edad. El cadáver fue encontrado boca abajo, con las manos aferradas a un puñal que tenía clavado en el pecho.  

Cuando Bolívar se enteró del asesinato de Monteagudo, exclamó: “¡Monteagudo! ¡Monteagudo! Serás vengado”. (Bolívar era un romántico hasta los tuétanos).

El retorno de Monteagudo a Lima, aferrado a la levita de Bolívar, no fue recibido con gran beneplácito. El patriota peruano José Faustino Sánchez Carrión, quien fue ministro de Bolívar, había anunciado en un bando público que si Monteagudo regresaba, cualquier limeño podía asesinarlo. Sánchez Carrión prometía total impunidad.

Bolívar, quien conocía la calaña de los hombres que trataba, dijo de Monteagudo en una carta al colombiano Francisco de Paula Santander, su vicepresidente: “Es aborrecido en el Perú por haber pretendido una monarquía constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus reformas precipitadas y por su tono altanero cuando mandaba”. Pero Bolívar, que además de romántico había leído con mucho provecho a Maquiavelo, agregaba en la carta: “Añadiré francamente que Monteagudo conmigo puede ser un hombre infinitamente útil”. 


LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS


La investigación del asesinato de Monteagudo puso a Bolívar en el rol de detective. (Una tarea que los historiadores bolivarianos no han tomado en cuenta, aunque han explorado todos los aspectos de su vida. Como recordaba el profesor Germán Carrera Damas en su magnífico libro “El culto a Bolívar”, a un panegirista se le ocurrió redactar un opúsculo titulado “Bolívar jugador de ajedrez”).  

La pesquisa de Bolívar,  por sí sola, es para escribir una novela, especialmente el descubrimiento de los dos asesinos materiales, Candelario Espinosa y Ramón Moreira. La principal pista era el cuchillo usado para matar a Monteagudo. Había sido recientemente afilado. Por lo tanto, se citó a todos los barberos de Lima para ver si alguno de ellos reconocía el arma homicida. Uno de ellos reconoció haber afilado el cuchillo, y reveló el nombre del portador. Al día siguiente, se citó para ser reconocidos “a todos los criados de casas y gente de color”. De esa manera, gracias a un gigantesco dragnet que solo podía permitirse Bolívar, fue identificado un asesino, quien condujo al hallazgo de su cómplice.

       Obviamente, no era una época en que se respetaban excesivamente los derechos humanos, y los sospechosos fueron torturados para que confesaran. Algunos historiadores dicen que Bolívar estuvo presente en algunas de esas sesiones de apremios ilegales.

Pero a Bolívar no le interesaban los autores materiales sino los intelectuales, pues eran capaces de serrucharle el piso. El principal sospechoso era Sánchez Carrión, por la proclamada inquina contra Monteagudo.  

Muchos años después, el general Tomás Mosquera, quien llegó a ser presidente de Colombia, y fue jefe del estado mayor de Bolívar, dijo que uno de los asesinos de Monteagudo confesó a Bolívar que Sánchez Carrión, le pagó 50 doblones en oro por su tarea. Sánchez Carrión era líder de una logia republicana que se había enfrentado a las intenciones monárquicas de Monteagudo.

También Mosquera dijo que como represalia, Bolívar mandó a envenenar a Sánchez Carrión, quien falleció meses después de una extraña afección, posiblemente causada por arsénico. 


EL HOMBRE BISAGRA


Aunque muy desprestigiado durante todo el siglo XIX, Monteagudo ha vuelto a ponerse de moda, adquiriendo ribetes de revolucionario y de jacobino, tal vez porque el bicentenario de nuestra independencia nos da la distancia suficiente para encubrir desafueros, o porque en dos siglos desde el comienzo de la lucha por la independencia tantos bellacos han gobernado nuestras patrias, que los protocrueles, los protoladrones y los protolacayos son próceres por comparación.

La figura de Monteagudo como hombre bisagra es incomparable, pues contribuye a esclarecer la actuación de dos próceres como son José de San Martín y Simón Bolívar. Con San Martín, Monteagudo fue promonárquico, pues San Martín era promonárquico. Hay abundantes pruebas de que el general nacido en la provincia de Yapeyú hizo numerosas gestiones para pactar con los españoles.

Cuando le llegó el turno de servir a Bolívar, Monteagudo se pasó al bando republicano. En el ínterin, ocurrió la batalla de Ayacucho, que puso punto casi final a la presencia de España en Sudamérica, excepto por algunos reductos como las fortalezas del Callao o la isla de Chiloé.

Con San Martín, Monteagudo se mostró tan indeciso y vacilante como su jefe, pues cada vez que San Martín independizaba algo, había que volver a independizarlo. Su gestión como Protector de Lima fue un desastre. Su destacamento insignia, el Regimiento de Granaderos a Caballo, se alzó en las fortalezas del Callao, luego que sus soldados recibieron como alimento arroz en mal estado y sufrieron toda clase de calamidades  porque sus jefes se quedaron con la mayor parte del dinero destinado a pagar los suministros. Los cabecillas de la insurrección devolvieron las fortalezas a los españoles y fueron recompensados con un exilio dorado en la Madre Patria.

Bolívar tuvo que ir al Perú para resolver la situación incómoda que le dejó San Martín. Como Bolívar actuaba con decisión, Monteagudo se acopló a su decisión. Con Bolívar al frente, las fuerzas patriotas derrotaron a los españoles en dos combates épicos: la batalla de Junín, donde dos ejércitos se enfrentaron con lanza y cuchillo, sin disparar un solo tiro, y la batalla de Ayacucho, donde 4.500 colombianos, 1.200 peruanos y 80 argentinos derrotaron a unos nueve mil españoles. 


LA VENGANZA DE LOS PATRIOTAS


El escritor argentino Miguel Bonasso, quien tiene a su favor el mérito de amar a Alejandro Dumas, ha intentado en “La venganza de los patriotas” (Editorial Planeta) contar simultáneamente la historia de las hazañas del general San Martín en tierra americana, y la vida, pasión y muerte de Monteagudo.

En primer lugar, según mi opinión, la figura de San Martín recibe un tratamiento inadecuado. Si bien el general patriota no se muestra muy activo en sus labores como estadista, es un amante excepcional. Pasa buena parte del tiempo en la cama con la patriota Rosita Campuzano. O tal vez, pasaba buena parte del tiempo en la cama, y la patriota Rosita Campuzano lo atendía como enfermera. San Martín sufría de terribles úlceras gástricas. Y era un adicto al láudano, que aliviaba sus síntomas.

En cuanto a Monteagudo, consigue, al menos en la novela, que a sus plantas caigan, rendidas como leonas, gran cantidad de mujeres patriotas, porque realmente el caballero es muy seductor. (Los grabados de la época nunca le rindieron homenaje a su estampa de galán, y por una razón muy específica: Monteagudo era un hombre de enorme energía, que nunca se quedaba quieto en un mismo lugar más de dos minutos, y sus retratistas tenían dificultades intentando capturar sus rasgos más viriles).

Si calculamos que en “La venganza de los patriotas” se registran dos encuentros amorosos por página, debemos concluir, al llegar a la página 250, que se han registrado ya alrededor de 500 apareamientos. Quizás mi cálculo esté equivocado, y una primera lectura haya obviado algún encuentro sexual. Podría intentar una segunda lectura, pero antes me corto las venas.

Curiosamente, no existe una sola escena homoerótica. Podría atribuirse a que la novela tiene como protagonistas a varios próceres de la independencia, que sólo merecen nuestro mayor respeto.

Cuando el general San Martín no está en la cama, o disuadiendo a sus soldados de entrar en combate pues lo importante es ganar a los godos por cansancio, está diseñando una bandera. Bonasso dice que la bandera es de sencilla confección. No compartimos su criterio. El primer presidente de Perú, el Marqués de Torre Tagle, ordenó otro diseño del estandarte, pues su bosquejo era imposible de concretar.

Durante la novela, el general José de San Martín es acusado de apatía, de prejuicios monárquicos, y de querer coronarse rey. Eso, según Bonasso, es toda una fabricación de sus enemigos alentada por las usinas de rumores. En realidad, parte del Plan de San Martín, que es de una increíble astucia, consiste en hacer creer a sus enemigos que es apático, que tiene prejuicios monárquicos, y que quiere convertirse en un usurpador de la corona real. En cuanto a la otra parte del Plan maestro de San Martín, es imposible de dilucidarlo, o tal vez este comentarista obvió algunas páginas.

Para hacer prosperar la parte del Plan que divulga Bonasso –y también para tender una bonita trampa a los godos–, San Martín instituye la Orden del Sol. Y aunque su propósito ostensible es crear una aristocracia autóctona, fortaleciendo así las sospechas de sus enemigos de que tiene prejuicios monárquicos y quiere convertirse en un usurpador de la corona real, no debemos creer en los propósitos ostensibles. No cuando se trata del general San Martín inventado por Bonasso. San Martín, según el autor de “La venganza de los patriotas”, nunca quiso decir lo que dijo sino todo lo contrario, inclusive si lo estampó al pie de un documento oficial de su puño y letra.

Lo mismo ocurre con la figura de Monteagudo. Bonasso presume, sin ofrecer pruebas, que Monteagudo fue injustamente acusado de todos los desmanes que verdaderamente cometió.

Lo mejor de “La venganza de los patriotas” es que nada de lo ostensible es real, en tanto mucho de lo oculto e indescifrable forma parte del increíble Plan esbozado por sus eróticos protagonistas, y que Bonasso, con su fragorosa prosa, nos permite ignorar en qué consiste.

El resultado es una novela hiper sexualizada, donde se rinde vasto homenaje a Venus, escaso homenaje a Marte, y ningún homenaje a la verdad histórica. Y eso es lamentable. Un personaje de la talla de Bernardo de Monteagudo merece no una, sino varias novelas. Por la época en que le tocó actuar, por los personajes que frecuentó y con los que se asoció, por su vida personal, por su asesinato y por las secuelas  de su muerte.