jueves, 27 de febrero de 2014

Cuando la naturaleza juega a imitar a su propio imitador, el arte




Mario Szichman



Cada tiempo histórico ofrece un “aire de familia” a las personas que lo habitan. Balzac decía que “las épocas tiñen a los seres humanos que pasan por ellas”. Y en Marcel Proust esa preocupación se propaga a lo largo de En búsca del tiempo perdido. En Por el camino de Swann, dice el narrador: “Pasa con nuestra vida lo que ocurre en un museo en que todos los retratos de un mismo tiempo muestran una misma tonalidad”. En A la sombra de las muchachas en flor, Proust insiste: “Todo lo de una misma época se parece: los artistas que ilustran los poemas de cierto período son los mismos que trabajan para las sociedades financieras. No hay nada que recuerde tanto a algunas entregas de Nuestra Señora de París o de las obras de Gerard de Nerval … que una acción nominal de la Compañía de Aguas con una orla rectangular y florida que soportan divinidades fluviales”.

En El mundo de Guermantes, añade: “Una época tiene rasgos particulares y generales más acusados que una nacionalidad. Un diccionario ilustrado en que se ofrece hasta el retrato auténtico de Minerva, a Leibnitz con su peluca y su gorguera se diferencia poco de Marivaux o de Samuel Bernard, pues una nacionalidad posee rasgos peculiares más vigorosos que los de una casta”. Finalmente en Sodoma y Gomorra, Proust hace el siguiente resumen: “Las diferencias sociales, aún las individuales, se funden a distancia en la uniformidad de una época. La semejanza de los trajes, así como como la refracción en un rostro del espíritu de una época ocupan en una persona un sitio más importante que su casta. Un gran señor del tiempo de Luis Felipe es menos diferente de un burgués del tiempo de Luis Felipe que de un gran señor del tiempo de Luis Quince. Y para eso, no es necesario recorrer las galerías del Louvre”.

Heinrich Heine, en sus Notas sobre la literatura alemana, atribuye al triunfo de grandes ideas desde la fisionomía hasta los paisajes, pues “los grandes acontecimientos y los libros marcan una época”. La Revolución Francesa y Napoleón no podían estar muy alejados de los pensamientos de Heine. Pero para él, las ideas eran las encargadas de constituir al ser humano y a sus emanaciones en todos los campos de la cultura. Cuando una gran idea se impone, señalaba Heine, “Configura la vida de los hombres hasta en su más mínima detalle, tanto en su indumentaria como en su forma de pensar y de escribir”.

Mario Praz, en su Mnemosina, dice que el estilo de una época no deja un solo rincón intacto, y ofrece como ejemplo el libro Narciso: una anatomía del vestido, de James Laver. Mediante la colocación en páginas opuestas de “una mitra asiria y de un ziggurat caldeo, de El Aurigas de Delfos y de una columna jónica, la forma del yelmo de un caballero medieval y un arco gótico”, Laver logra mostrar “la íntima relación o aire de familia” que existe entre las expresiones artísticas de cierta época.

Rosa Levi Pisetszky, una historiadora italiana, muestra que esa contaminación impregna inclusive el trazado de los jardines. “Los armónicos atributos de la arquitectura”, dice, “aparecen también en los serenos jardines” diseñados en el siglo XVI en Italia, y “hasta en los juegos de agua cuyos chorros caen como arcos en estanques curvilíneos”.



EL PINTOR DE LA VIDA MODERNA



El poeta Charles Baudelaire daba una idea luminosa sobre la actitud de una época al analizar una serie de grabados de modas. En la moral y la estética, decía Baudelaire, se traslucía el modo en que un ser humano deseaba aparecer ante sus semejantes. Las épocas en que existían escasos o controlables conflictos permitían el desaliño, la redondez de la figura femenina, rostros sonrientes. En cambio, los períodos de gran convulsión social envaraban los atuendos y los rostros, y agudizaban los gestos. 

Siempre me impresionó la última escena de Cabaret, una reiteración casi exacta de la primera escena. Aparecía el mismo maestro de ceremonias, se escuchaba la misma, pegadiza música. La cámara iba haciendo el paneo de una gran pared formada por bloques de vidrio que reflejaban las distorsiones de los cuerpos y de los rostros. Pero en la primera escena de la película los habitués del cabaret Kit Kat eran burgueses contentos, prostitutas, toda la fauna que puebla esos lugares. En la última escena, los bloques de vidrio reflejaban uniformes pardos y brazaletes con la cruz gamada, mientras la pegadiza música comenzaba a adoptar tonos marciales.

Hijos más de nuestra época que de nuestros padres, intentamos distinguirnos con ropajes que marcan un tiempo preciso en la evolución histórica. Y si bien son los grandes creadores quienes marcan un período, su talento les impide señalarlo. Esa tarea les corresponde a los artistas menores. Praz dice que son ellos quienes “revelan los elementos comunes a la época en forma más visible”, los encargados de exhibir “el ajuar de la mente” de la manera más convencional y desaforada.










sábado, 22 de febrero de 2014

Las épocas mitómanas




Mario Szichman



Acusar al enemigo político de ser la encarnación del mal es una calumnia que comenzó a prosperar en el siglo diecinueve, se perfeccionó en el siglo veinte, y ha llegado a su máximo esplendor en lo que va de este siglo. Todos los gobiernos populistas han acudido al recurso, y aunque en muchos casos se ha desmantelado la mentira, enlodar al adversario ofrece increíbles ventajas. Mark Twain decía que cuando la mentira ha dado vuelta al globo, la verdad apenas empieza a calzarse las botas.  

El libreto para difamar al adversario tiene un autor, y una fecha muy precisa. El 21 de abril de 1834, el primer ministro de Francia Adolphe Thiers escribió una carta al prefecto del Bajo Rin explicando cómo debía inventar una conjura de los anarquistas, con el propósito de difamar a ese grupo político, y enviar a sus dirigentes a la cárcel. Thiers había maquinado hasta el último detalle del proceso contra los anarquistas. El único problema es que el gobierno francés carecía de pruebas. Por lo tanto, Thiers le ordenó al prefecto que fabricara documentos, inclusive cartas falsas supuestamente intercambiadas entre anarquistas. Las cartas detallarían “la existencia de una vasta conspiración que abarca a toda Francia”. El gran historiador francés Marc Bloch, un miembro de la resistencia francesa asesinado por los nazis, explicó en su libro Introducción a la historia los minuciosos preparativos utilizados por Thiers para infamar a un grupo político.

El invento de Thiers fue el molde en que se calcaron otras presuntas conspiraciones y se condenó a inocentes. El ejemplo más claro es el llamado Proceso de Colonia, en el cual se sentó en el banquillo de los acusados a los radicales de izquierda que, con Carlos Marx a la cabeza, trabajaban en la revista La Nueva Gaceta del Rhin. No había tirabombas entre los procesados. Todos ellos eran intelectuales. Pero la atmósfera creada en el juicio sirvió para aislarlos del proceso político.

Un elemento imprescindible en esas falsas conjuras es el de la contaminación. Episodios desconectados entre sí: una estafa contra un banco en una ciudad, el secuestro de un político en otra, y el arresto de algunos escritores, son amalgamados como parte del complot. A eso hay que sumarle el hallazgo de “material subversivo”: panfletos, bombas, manuales, y otros artefactos que parecen constituir el decorado básico del conspirador. Siempre me ha fascinado ver cómo en esos complots las armas y explosivos están alineados de menor a mayor exhibiendo una envidiable simetría. En cambio, los libros y los folletos están desperdigados sin ton ni son. Pues quienes urden esas imaginarias intrigas suelen tener un espíritu bohemio. Y la escenografía debe reflejar esa idisioncracia.

Otro elemento muy importante es usar cifras exactas. La mentira de los inescrupulosos necesita ser escrupulosa. Tiene que haber 238 sospechosos, no uno o dos centenares. Y cinco aguantaderos o nueve. Y los terroristas deben poseer fotografías de las dieciocho viviendas de futuras víctimas.

Por cierto Nekrasov, una obra de teatro muy divertida escrita por Jean Paul Sartre, ridiculizaba el macartismo a través de un vividor que descubría los beneficios del anticomunismo. En cierta ocasión, Nekrasov, ya merodeando en las altas esferas del gobierno, informaba el hallazgo de una lista de “F.F.”, sigla de los “Futuros fusilados” que ejecutarían los comunistas en caso de llegar al poder. Y esa lista, un invento de Nekrasov, se convertía en un objeto muy preciado para los anticomunistas que anhelaban llegar a un cargo importante en el gobierno de Francia. Ser un “F.F.” era lo mismo que obtener la legión de honor. Sólo aquellos que habían demostrado mayor fervor por la causa anticomunista podían aspirar a figurar en el selecto elenco de los futuros fusilados. 


EL INFIERNO SON LOS DEMÁS


Afortunadamente, la canallada no tiene partido político. Y el anhelo de aferrarse al poder por todos los medios imaginables –cuando más espúreos mejor– ha creado la contrapartida fascista en esas revoluciones bonitas que todos los días descubren un complot diferente encargado de poner en peligro la felicidad universal. Todo aquel que critica, que protesta, que se siente disgustado por el saqueo de las arcas del estado, por el nepotismo, por la inseguridad en las calles, por el desabastecimiento, por el derrumbe de su país, pasa de inmediato a ser un sospechoso. Ese sospechoso es sólo un eslabón en una cadena de sospechosos cuyo propósito es el retorno a alguna época nefanda. La amenaza crece y se propaga como el cáncer en un dibujo animado. Todo sospechoso carga con una libreta de direcciones, tiene amigos, familiares, hasta acreedores. Cada uno, a su vez, se convierte en otro ser de dudosa lealtad con la patria. Y el enemigo pasa a convertirse en un ex ser humano.

En enero de 1918, la Unión Soviética promulgó la Declaración de Derechos de los Pueblos Trabajadores y Explotados. En la declaración, parte de la población soviética era considerada byvshie liudi, ex personas. La frase pronto se hizo tan famosa como la de “chancho burgués”. Entre los byvshie liudi, ex personas, había funcionarios de la policía y del ejército zarista, aquellos quex personase vivían de rentas, clérigos de todas las religiones, y “los ociosos”. Pronto, el término de ex personas se extendió a otros sectores de la población.

En su libro “Communism, Fascism, and Some Lessons of the Twentieth Century”, el historiador rumano Vladimir Tismaneanu señaló que la categoría de “ex persona”, que durante el estalinismo se extendió a vastos sectores de la población, abrió el camino a la “taxonomía del terror de años sucesivos”.  Al negarle a algunos seres su condición humana, dice Tismaneanu, se forjó el proyecto soviético de “purgar a la sociedad de los restos del pasado”. 

No se puede comparar el sistema soviético con el nazismo, pero en algunos aspectos, las coincidencias son profusas. Los nazis no tenían el concepto de “ex persona”, sino el de “undermensch”, subhumano. Pero las consecuencias de esa clasificación pronto se vieron reflejadas en el envío a campos de concentración y luego de exterminio a gitanos, judíos, enfermos mentales, y personas con problemas físicos.

El texto de Thiers abrió el camino a otras épocas mitómanas de la historia. Aproximadamente unos 20 años después de la carta del primer ministro francés al prefecto del Bajo Rin, un oscuro redactor de panfletos que residía en París elaboró un cúmulo de mentiras y las rotuló Los Protocolos de los Sabios de Sión. En ese texto se hablaba de una conspiración de los judíos para apoderarse del mundo. Los Protocolos fueron desmentidos con abundancia de datos, y descubierto el panfletista que los inventó. Pero el texto reapareció en Francia a fines del siglo pasado para corroborar las acusaciones de traición a la patria contra Alfred Dreyfuss, un capitán del ejército francés de origen judío. Tras una titánica lucha de sectores socialistas y de intelectuales liderados por Emile Zola, la verdad se impuso. Tras pasar varios años en la isla del Diablo, Dreyfuss fue declarado inocente, y uno de sus acusadores, el mayor Ferdinand Walsin Esterhazy, terminó condenado por traición a la patria.

Los Protocolos de los Sabios de Sion reflotaron en Rusia, durante la época del zar Nicolás, ofreciendo el libreto necesario para dar verosimilitud en el proceso a Beiliss, un judío acusado de un crimen ritual. También se reveló que Beiliss era inocente. Pero los guiones de la conspiración reaparecen cada vez que un gobierno autocrático necesita engañar a su población a fin de conservar el poder.

Los populistas tienen un problema: creen que el pueblo que dicen representar está integrado por una cuerda de idiotas. Las mentiras funcionan mientras el pueblo obtiene beneficios de los mentirosos. Una vez sus necesidades quedan insatisfechas, la farsa cesa de convencer. Entonces, cae la venda de muchos ojos. Los seres humanos, no en su conjunto sino uno tras otro, descubren que nadie está a salvo de un régimen que actúa en la impunidad y que usa la justicia exclusivamente para que acate sus propósitos. Y reaccionan. En ocasiones, aunque no siempre, reaccionan a tiempo. Como lo recordó el pastor Martin Niemoeller, que tanto luchó contra el régimen de Adolfo Hitler:

“Primero vinieron a buscar a los comunistas

“Y yo no les defendí, porque no era comunista.

“Luego vinieron a buscar a los socialistas

“Y yo no los defendí, porque no era socialista.

“Luego vinieron a buscar a los sindicalistas

“Y yo no los defendí, porque no era sindicalista.

“Luego, vinieron a buscarme

“Y ya nadie quedaba para defenderme”.

Es preferible actuar mientras aún queda tiempo para defender a otros que pueden ayudar en nuestra defensa.






miércoles, 19 de febrero de 2014

Esas brillantes ideas



Mario Szichman



El siglo XV vio prosperar las novelas de caballería en Europa. Cuando Miguel de Cervantes se puso a escribir Don Quijote, estaba en condiciones de seguir numerosos prototipos. Del mismo modo en que los novelistas de policiales pueden seguir las peripecias trazadas por Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, John Buchan o Agatha Christie. Pero Cervantes hizo algo más. Convirtió a un antihéroe en su héroe. Los caballeros andantes eran jóvenes, o se hallaban en la plenitud de su vida. Don Quijote se acercaba a la senectud.

Los novelistas no han brindado muchos datos sobre los escuderos. Pero si preguntamos a cualquier lector qué personajes recuerda de las narraciones que leyó, muy difícilmente olvidará a Sancho Panza. Y hacer brotar un personaje de una trama que solía excluirlos, es también un acto de magia que reditúa a la hora de narrar.

La genial e imperecedera idea de Cervantes es haber despojado a su protagonista de todos los atributos que aderezan a un caballero andante, y convertirlo a un héroe a pesar de sí mismo. Henri Bergson, en ese luminoso trabajo llamado La Risa, nos dice que el humor tiene un ingrediente esencial: su aspecto mecánico. El ser humano, como todo animal, tiene partes flexibles. Pero en el momento en que empieza a funcionar como un ser rígido, despierta la risa del prójimo. La rigidez puede ser física, pero también moral. Cuando Don Quijote libera a Ginesillo de Pasamonte y a sus secuaces, lo hace con una condición: que los condenados a galera vuelvan a cargar sus cadenas y marchen en procesión al Toboso, para explicarle a Dulcinea cómo su amado liberó a los presos en una hazaña que recordarán los siglos. Los condenados aceptan todo de buena gana, pero una vez quedan en libertad, le caen a palos a Don Quijote y huyen como almas en pena, pues intentan salvar el pellejo de la temida Inquisición. La narración está propulsada por ese hieratismo del caballero andante. Sin su inflexibilidad no existiría la novela.

Las grandes creaciones cómicas obedecen a la necesidad de poseer una idea fija y nutrirlas de una ilusión o de una obsesión quimérica. La lucha de Don Quijote es contra los molinos de viento, incluidos el estado monárquico y la Inquisición. Y lo mismo puede decirse de Los viajes de Gulliver, una narración que prospera gracias a otro género literario muy en boga en la época de Johnathan Swift. La brillante idea del novelista fue narrar excursiones a lugares inexistentes, aunque el tiro le salió por la culata. El crítico Michael Seidel dice que Swift debió escribir un prólogo a la segunda edición cuestionando la veracidad de los recuerdos de Gulliver, pues los lectores estaban convencidos de que mencionaba hechos reales. (Al menos los lectores que sabían español debían dudar de la existencia de un país llamado Laputa).

La brillante idea de Swift, que le brindó innumerables oportunidades de ejercer la sátira y lidiar con los molinos de viento de la monarquía inglesa,  consistió en las proporciones. ¿Qué ocurriría si los habitantes de un país son seres diminutos, como en el reino de Lilliput o gigantes, como en el reino de Brobdignag? Ya en la mecánica del amor surge el absurdo.

No resulta asombroso que todas las ediciones para niños de Los viajes de Gulliver hayan sido expurgadas, pues se las estima inadecuadas para los infantes. Swift era muy franco explicando las actividades excretorias, e infinitamente perverso al describir las relaciones sexuales. Por ejemplo, en su visita a Lilliput, Gulliver, un hombre de un metro ochenta de estatura, se enamora de una mujer que mide quince centimetros, sin advertir, como dice Seidel, la trabajosa fisiología que involucra ese acto.



EL TRIUNFO DE LA BUROCRACIA



El siglo veinte nos ha proporcionado otro tipo de sátiras en las cuales, tanto o más que el poder del estado, prevalece el poder de la burocracia. Está en Kafka, en trabajos como Ante la ley, El Proceso, En la colonia penitenciaria, en El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, un Quijote moderno en que el héroe es una especie de Sancho Panza, en Catch 22, de Joseph Heller, y en muchas películas, sobre todo del cine mudo, ya sea Tiempos Modernos, de Chaplin, o The General y El Navegante, de Buster Keaton. Una versión moderna aparece en The Producers, una obra absolutamente irrepetible. (The Wall Street Journal dijo en un editorial: “Si usted nunca vio The Producers, todavía no ha empezado a vivir”).  

The Producers, con guión y dirección de Mel Brooks, es la historia de un productor teatral que descubre, gracias a su contador, que se puede ganar más dinero en Broadway montando un bodrio que una obra maestra. Es simplemente cuestión de conseguir personas dispuestas a financiar la obra. Si el espectáculo fracasa, el Servicio de Rentas Internas aceptará las pérdidas y los financistas nada podrán reclamar. Por lo tanto, el productor puede alzarse con el dinero que sobra. Lo importante es que la obra sea un fracaso el mismo día del estreno.

Lo más divertido del caso es que The Producers explicita una realidad típica del capitalismo norteamericano. Ya en Catch 22 se menciona un personaje cuyo padre recibe subsidios del gobierno si promete no sembrar un tipo especial de cereal. En el mundo moderno, gracias a la tecnología agrícola, el ser humano está en condiciones de sembrar grandes extensiones de tierra con todo tipo de cultivos. Pero, el exceso de oferta puede deprimir los precios y llevar a los agricultores a la bancarrota. Por lo tanto, muchos gobiernos, especialmente en Europa y en Estados Unidos, subsidian a los productores para que se abstengan de propagar ciertos cultivos. La novela de Heller lleva las cosas al absurdo, explicando la fortuna de un productor agrícola que se dedica a adquirir cada vez más cantidad de tierras con el exclusivo propósito de no sembrar y de enriquecerse gracias a los subsidios del gobierno.

En The Producers, la magnífica idea de un productor de hacerse millonario es buscar al peor director, a los peores actores y una obra de teatro imposible de representar en Nueva York para que cierre el mismo día del estreno. ¿Qué obra más indigerible que una donde se exalta a Adolfo Hitler y al nazismo en una ciudad con una fuerte presencia judía?

Finalmente, entre deplorables manuscritos, el productor encuentra una obra escrita por un ex nazi y la transforma en un musical, “Springtime for Hitler,” la primavera de Hitler.

Sólo por los números musicales The Producers pasará a la historia del cine. Pero todo el filme es brillante, de un desparpajo que siempre asombra. (Por cierto, tanto Mel Brooks como sus dos principales actores, Zero Mostel y Gene Wilder, son de origen judío).

Ignoro si esa película hubiera podido concebirse en otra ciudad fuera de Nueva York. Posiblemente en Londres, aunque no estoy seguro. Pero nunca en el resto de Europa. Jamás en Francia o en otros países ocupados por la Alemania nazi. Los franceses tienen sus propias cuentas que saldar con ese pasado vergonzoso encarnado en el régimen de Vichy, tal como lo muestra el documental de Marcel Ophüls Le chagrin et la pitié donde inclusive ex nazis parecen salir mejor librados que muchos franceses.



EL ÉXITO DEL FRACASO



Acaricien un círculo, y lo convertirán en vicioso, preconizaba Ionesco. Y en The Producers, la brillante idea del productor naufraga porque su idea fija es apostar al fracaso, sin advertir que la rigidez es inhumana, y que se presta a la sátira. Todo marcha a la perfección en The Producers. Se elige al peor director, a los peores actores y una obra de teatro imposible de representar en Nueva York. Pero el productor descuida un elemento: la sofisticación del público neoyorquino. Ese público descubre de repente, sin razón alguna, que ese musical dedicado al asesino de seis millones de judíos, es, en realidad, una parodia del nazismo. La parodia derrota a la realidad, la obra se convierte en un éxito en Broadway y el productor y su ayudante, un contador “creativo” van a parar a la cárcel.

En Don Quijote, la idea brillante es convertir a un cuasi anciano en un héroe de caballería, en Los viajes de Gulliver, en transformar a un mediocre navegante en un Cristóbal Colón que descubre los paisajes de la imaginación. En Catch 22, el soldado Yossarian, un hombre sano en un mundo demencial, está convencido que el enemigo ha sido emplazado en la tierra para asesinarlo. (Cuando un colega le dice, para tranquilizarlo, que él no es objeto especial de odio, pues el enemigo tiene como propósito eliminarlo a él y a todos sus cófrades, Yossarian le responde: “¿Y cual es la diferencia?”).

El buen soldado Schweik considera que matar al enemigo es una causa eminentemente patriótica. Por lo tanto, se dispone a marchar al frente de inmediato. Pero siempre tropieza con atajos, desvíos, y nunca puede llegar a la primera línea de batalla, logrando así salvar el pellejo.

En todos los casos mencionados es siempre el ser humano contra la máquina, contra la retórica, contra la burocracia, contra el infinito mal que causa la

estupidez de nuestros semejantes.

Por suerte, ese tipo de obra suele surgir cada vez que nos mostramos ansiosos por condenar un género artístico a la muerte. Por alguna razón, siempre surge un autor animado de una brillante idea, y consigue resucitar el género.