miércoles, 25 de febrero de 2015

De Los Judíos del Mar Dulce a la captura de Adolf Eichmann: Miradas a una ciudad

Mario Szichman
“Nadie es un gran hombre a bajo precio”
Balzac


Nadie escribe en sus inicios, como termina escribiendo al final. Generalmente empezamos a escribir cuando somos la última generación en la cadena familiar. Y eso nos hace ignorar la evolución de los cuerpos, el acoso de las enfermedades, las muertes que nos acechan en el camino.  
Marcel Proust, en uno de sus momentos de realismo mágico, narra una escena donde están reunidos muchos personajes que conoció en su infancia y adolescencia, y a los cuales les perdió la pista. Tras varias décadas, y con la excepción de algunas coquetas mujeres, ha caído una nevada sobre los cabellos de esos seres reencontrados. El tiempo tiene sus ademanes para uniformar la vejez.  
Cuando comenzamos a escribir, generalmente es porque tenemos algunas cuentas que saldar. Y los pobres destinatarios de esa venganza suelen ser nuestros familiares. Es muy difícil encontrar una infancia feliz, aunque conozco un narrador que asegura haberla tenido. Es uno de los seres más oportunistas y ladinos que he visto en mi vida. Y temo que esos atributos provienen de su fementida infancia feliz.
Pero la vida permite también saldar cuentas con nuestro pasado. Si somos sagaces, y no nos dejamos arrastrar por el rencor, podemos reconocer nuestra culpa en el desorden de este mundo. La persistencia en la ironía, en el enojo, en la necesidad de no dejar títere con cabeza, nos deshumaniza. El humor, en cambio, calma los nervios, permite un apaciguador distanciamiento. Y además, hace morir de envidia a nuestros enemigos.
He viajado, no demasiado. Inclusive he escrito de ciudades que nunca pisé en mi vida, como Londres, Guayaquil, Quito y Madrid.  (Visité Madrid muchos años después de escribir Los Papeles de Miranda, donde transcurren varios episodios de la vida del Precursor. Mi única obsesión era conocer La Puerta del Sol, que imaginé de manera muy distinta. Me gusta más la soñada Puerta del Sol que la real). Las ciudades más transitadas por mis personajes son Buenos Aires, Caracas y Nueva York. Nueva York es una presencia cotidiana, está ahí (y observada desde mi atalaya,  en  las márgenes del río Hudson, es para caerse de espaldas). Además, es fácil de recorrer. Es muy larga y muy estrecha. Es la isla de la fantasía,  siempre en estado de construcción, la de los perpetuos andamios.  
Caracas, en la buena época, era otra ciudad en perdurable estado de construcción. Urbanizaciones enteras fueron arrasadas por la piqueta del progreso, dando a los habitantes de la Sultana del Ávila una sensación de precariedad imposible de soslayar. Si eso no ha ocurrido con Nueva York es por su dificultad para esparcirse. Los ríos East y Hudson constriñen su expansión. Los rascacielos no surgieron por capricho, sino por necesidad.  
En cuanto a Buenos Aires, para mí ha pasado a ser una entelequia. Tiene hermosos parques, el de Palermo, avenidas elegantes, como Santa Fé, una calle que era en una época la calle de la elegancia, Florida, aunque últimamente, me dicen, se ha convertido en una especie de bazar persa.  
Pero los paisajes urbanos sólo se explican por sus habitantes, por el transcurrir de sus vidas, por las cicatrices que dejan los tumultos sociales. Hay ciudades que inspiran audacia, otras, avaricia. El ser humano tiene una increíble capacidad para sedimentar estados de ánimo, anquilosar sus partes blandas con la herrumbre de deseos insatisfechos, de ocasiones perdidas.
Marchamos hacia la muerte desde nuestro nacimiento, pero la vida nos ofrece coartadas, maneras de aplazar el momento de la inexistencia. (La idea es de Sigmund Freud).    
Y creo que en ese sentido, los escritores son privilegiados. A muchos se les permite regresar a sus personajes, a sus horizontes, clausurar ciclos, revisar etapas, encontrar el momento de inflexión. Si uno mira filmes clásicos, o revisa novelas de los maestros, observará cada vez menos descripciones, y en cambio, un intenso interés por los estados de ánimo de los protagonistas, y especialmente por sus conflictos. Los grandes narradores pueden ser bastante gárrulos al comienzo de su carrera, pero se vuelven cada vez más escuetos y más profundos a medida que avanzan en el conocimiento del corazón humano. En el comienzo es la verborragia, al final, perdura la taquigrafía de las emociones. Menos es más.

MIRANDO DESDE EL FINAL

En algunos casos, es posible hacer surgir libros como si fueran comparsas de libros anteriores. Cada narrador tiene una novela que actúa como epicentro de toda su obra. Y cada novela, es una emanación del cuerpo del escritor. Como dice Cervantes, “No he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno?”
Aunque todas mis novelas han sido revisadas con ojo crítico y filosa amabilidad, por la profesora Carmen Virginia Carrillo, hay una de ellas, Los judíos del Mar Dulce, que me causó especiales tribulaciones. La escribí entre 1970 y 1971, y cuando la revisé, en el 2013, llegó un momento en que decidí arrojar la toalla. La profesora Carrillo fue quien puso la toalla nuevamente en mis manos y se empecinó para que la terminara.  
¿Cuál era el problema de ese texto insumiso? Posiblemente intenté contar demasiadas cosas en un espacio de unas 50.000 palabras. La historia de la familia Pechof, y su trasfondo histórico, los funerales de Eva Perón, merecía muchas más páginas, y una decantación de los episodios. Estaba mal estructurada, a veces parecía una colcha empatada de retazos. Había ironía, pero escaso humor. Ya he dicho en otras partes que el humor más admirable surge cuando nos burlamos de nosotros mismos. Reírse de los demás es mezquino, propio de seres carentes de grandeza.  
Afortunadamente, Los judíos del Mar Dulce de 2013 es ahora otra novela, y tiene escasos parecidos con la versión original. No podría haberla corregido sin la paciencia, el esmero, o las preguntas de la profesora Carrillo. Puedo asegurar que la imaginación dialógica no es un invento: existe, es imprescindible a la hora de mejorar un texto.
Pero esa revisión a cuatro manos de Los judíos del Mar Dulce tuvo una secuela inesperada. Me permitió retornar al Buenos Aires imaginario de mi infancia, y usar como uno de los protagonistas de mi nueva novela a un criminal de guerra nazi: Adolf Eichmann. Esa es otra de las ventajas de la imaginación dialógica: permite volver a ingresar por la puerta trasera en un ámbito ya visitado.  
Y aquí es donde empieza a imperar la taquigrafía de las emociones, la recuperación de los gestos, pues la evolución del ser humano se basa justamente en su alteración de los modales. Recuerdo que mi abuelo usaba rapé. Siempre cargaba en uno de sus bolsillos una cajita oblonga llena de rapé, primorosamente grabada. Nunca pude entender qué placer existía en ponerse rapé en las fosas nasales y estornudar, pero muchas generaciones de europeos disfrutaban de ese hábito.  
A Proust le resultó suficiente observar una magdalena para erigir “el edificio enorme del recuerdo”. William Faulkner reconstruyó la tragedia de la familia Compson a partir de la imagen de una niña, con los calzones embarrados, descendiendo por un árbol. Balzac intuyó las tres partes de Ilusiones Perdidas en el hombre que devoraba papel. (Por cierto, un personaje histórico). Creo que una muestra de singular tacañería me permitió ubicar a Eichmann en el contexto porteño, mostrar que aparte de haber presidido el asesinato de más de seis millones de judíos, era un ser humano, como todos nosotros, con su familia, sus problemas familiares, sus angustias existenciales, sus dificultades para llevar el pan a la mesa. Después de todo, son seres cotidianos, al servicio de las autoridades reinantes,  en el marco de las leyes vigentes, quienes cometen los más horrendos asesinatos. Los otros, los homicidas en serie, todos aquellos que se dedican a administrar la muerte en privado, actúan al margen de la ley.
El miserabilismo, esa imposibilidad de poner la mano en un bolsillo y sacarla sin extraer una billetera para pagar (“Tiene un cocodrilo en el bolsillo”, solía ser la crítica formulada al tacaño), no es de todas las épocas, ni de todas las culturas. Nunca se me ocurriría vincular a un venezolano con esa práctica. Pero varias décadas de “pálida”, de “galguear”, de tratar de llegar con el sueldo a fin de mes, también deja cicatrices en el alma, y permite que los cocodrilos se instalen en nuestros bolsillos de manera permanente.   
Observé por primera vez esa práctica en Nueva York. Un amigo argentino me invitó a cenar a su casa. Su esposa preparó una cena espléndida, de esas que aparecían en El Satiricón, de Fellini. Yo llevé dos botellas de vino, buen vino, español, pero no excesivamente caro. Y aún antes que mi amigo abriera la boca, ya sabía lo que iba a decir:
–Amigo Mario,  no se hubiera molestado. Oh, pero el vino es demasiado bueno como para consumirlo en esta ocasión. ¿Qué le parece si lo dejamos en mi bodega y lo bebemos en una próxima fiesta? Así se sigue añejando.   
Ese diálogo, sin alteraciones, reapareció en Los Judíos del Mar Dulce. Pero, como el anfitrión era un millonario, agregaba: –Con su permiso, llevaré las botellas a mi sommelier de cabecera.
Y a partir de ese diálogo, inventé una situación, aunque estoy seguro que hay poco de invención en el episodio. “Todas las botellas de vino Caballero de la Cepa que Tajmer (el anfitrión) recibía de regalo se las vendía al almacenero de la esquina, que las ponía acostadas en un armario, en la trastienda de su negocio. Y cada vez que alguien iba a visitar a Tajmer, pasaba previamente por el almacén y volvía a comprar dos botellas de Caballero de la Cepa que si bien le salían cada vez más caras debido a su progresivo añejamiento, seguían siendo más baratas que en una vinería”.  
Eichmann no necesitó varias décadas para hundirse en esa tacañería. Llegó a la Argentina en 1950, protegido por una red internacional de nazis, y fue capturado por agentes israelíes en 1960, y ejecutado en 1962.  
El presidente Juan Perón acogió a muchos criminales de guerra en el generoso suelo argentino, tal como informa Neil Bascom en su libro Hunting Eichmann. El otro nazi famoso que circuló por las calles de Buenos Aires antes de huir al Paraguay fue Josef Mengele, el médico encargado de realizar curiosos experimentos con pacientes, algunos de ellos más dolorosos que la eutanasia. Pero Mengele provenía de una familia de ricos industriales, y vivió bien la Argentina. Eichmann, a pesar de que obtuvo mucho dinero durante su época de esplendor, y tuvo ocasión de amar a bellas mujeres, especialmente en Hungría, al llegar a la Argentina tuvo que empezar a partir de cero. Trabajó para la empresa Capri, de capitales alemanes, en la provincia de Tucumán, y luego se instaló en San Fernando un suburbio de  Buenos Aires, en el número catorce de la calle Garibaldi. Con ayuda de sus tres hijos mayores construyó una humilde vivienda, a prueba de inundaciones, que recordaba el bunker donde Adolf Hitler consumó su suicidio, aunque se hallaba a ras de tierra.
Otro detalle que siempre me llamó la atención de la estadía de Eichmann en la Argentina fue su obsesión con la revista Life. Quizás uno de los únicos sueños que se concretaron en su vida fue aparecer en Life. Tras su ejecución por las autoridades israelíes, Life dedicó dos números a una amplia entrevista que le hizo el periodista nazi Wilhelmus Antonius Sassen.
¿Por qué esa obsesión con Life? Revisé los números del semanario de una época previa a la entrevista. Supongo que Eichmann admiraba The American Way of Life, pues representaba un gran contraste con la sórdida vida que padecía como fugitivo. Aunque no tenía automóvil, y jamás lo tendría con su magro salario, si algún día se sacaba la lotería seguramente compraría uno y le pondría neumáticos GoodYear, que hacían de cada viaje un placer. No había autopistas en la Argentina. Lo más parecido eran baches asfaltados por tramos, pero con los neumáticos GoodYear todo se solucionaba. Uno podía poner pececitos de colores en una tina de vidrio llena de agua, depositarla en un guardabarros del vehículo y emprender una travesía. Al llegar a destino comprobaba que ni una gota de agua se había derramado de la tina. Los peces seguían nadando felices. Gracias a esos neumáticos era posible deslizarse en las carreteras como sobre algodón.
Y en las propagandas de lavarropas tres generaciones sonreían a las vestimentas. Ver una radio emplazada en un elegante armario inundaba de alegría el corazón de Eichmann. Los seres humanos lucían ropa de fiesta para disfrutar de esa maravilla tecnológica. Tal vez algún día podría comprar un radio, debe haber pensado, solo era necesario que la electricidad llegase a esa zona de San Fernando. Por el momento debía usar lámparas de querosén que iluminaban los rostros matizándolos con la tonalidad de un cuadro de Rembrandt.  
A veces, el romance de los objetos se transforma en la pesadilla de los objetos. La elección de un lugar de tránsito –no creo que Eichmann pensara eternizarse en la Argentina– puede traer consecuencias catastróficas. La piel se impregna del medio ambiente. Somos, después de todo, el sitio que habitamos. Algunos sitios abren las ventanas a la esperanza. Otros son como puertas trampas que nos transportan a otro mundo. Y no todos gozamos de la inquietante suerte de Alicia en el país de las maravillas.



domingo, 22 de febrero de 2015

El gobierno del hazmerreír. En el país del hazmellorar


Mario Szichman



(Una versión resumida de este trabajo fue publicada en la última edición del suplemento “Fin de semana” del periódico Tal Cual de Caracas, con el seudónimo de Harry Blackmouth)

Hay ciudades que son alegres, como Caracas, y otras que son lúgubres, como Bogotá y Buenos Aires. Permítanme ser arbitrario con el clima. Hace muchos años viví casi un mes en Bogotá. Todos los días, al atardecer, se largaba a llover. Quizás era un fenómeno climático que me reservaron de manera exclusiva para que nunca más intentara pisar la capital de Colombia. (En cambio, siempre tuve nostalgia de retornar a Barranquilla, con su lustroso Mar Caribe). Quizás tras mi partida de Bogotá, todos sus días han sido de sol radiante y me he perdido la oportunidad de vivir en una gran ciudad.
Buenos Aires es otra ciudad llorosa. Llueve a cada rato. O por lo menos, llueve en ocasiones importantes. De esa manera, todo adquiere un tono trágico que alienta el morbo de la muerte, especialmente entre los verdugos.
La Revolución de Mayo, que inauguró la lucha por la independencia en el Virreinato del Río de la Plata, ocurrió en medio de un copioso aguacero. Lo primero que enseñaban a los inmaculados niños de la escuela primaria –inmaculados gracias a los tableados guardapolvos blancos– era que el 25 de mayo de 1810, cuando el sector más pudiente de Buenos Aires pidió ante el Cabildo una serie de informaciones (el pueblo quería saber “de qué se trata”), cayó un memorable palo de agua. Ahí los escolares descubrimos que ya en esa época existían los paraguas. En las estampas de época mostraban a un montón de personajes muy elegantes, rivales del hermoso Brumell, protegidos por esos adminículos. En otras partes del mundo, a los paraguas los llaman parasoles. Eso ofrece esperanzas a sus habitantes. Pero no en Buenos Aires.
Y en Buenos Aires, centro del poder, siguió lloviendo en todas las ocasiones importantes. Tenía 10 años cuando falleció Eva Perón. Ignoro si todos los días, pero al menos buena parte de las jornadas dedicadas a llorar por la Jefa Espiritual de la Nación, el cielo porteño derramó lágrimas a mares.   
Cuando unas 400.000 personas (la cifra es de The Economist) salieron a la calle el 18 de febrero de 2015 para protestar por la extraña muerte del fiscal Alberto Nisman en la llamada “Marcha del Silencio”, los cielos de la Pampa húmeda volvieron a humedecerse.  
Nisman fue hallado muerto el 18 de enero pasado, en su apartamento del centro de Buenos Aires. Encontraron una pistola calibre .22 cerca de su cadáver.  La primera hipótesis, enunciada por Cristina Fernández de Kirchner, quien de jefa de estado se transmutó en la Sherlock Holmes de la política argentina, fue que se trataba de un suicidio.  
Días antes de su muerte el fiscal había acusado a la presidenta y a varios funcionarios de su gobierno de intentar encubrir un acuerdo con el gobierno de Teherán por el cual se protegería a funcionarios iraníes de toda responsabilidad en el ataque de 1994 a un centro comunitario judío en Buenos Aires donde murieron 85 personas. 
El fiscal también había redactado una solicitud para que fuera arrestada Fernández y su canciller,  Héctor Timerman.  
Nisman no parecía precisamente el prototipo del suicida,  pero sí del profeta. Un día antes de su muerte declaró a un periodista que a raíz de sus investigaciones “Podría terminar muerto”.  
Horas después del hallazgo del cadáver de Nisman, la presidenta escribió una nota en Facebook lamentando el suicidio del fiscal. Varios medios de la prensa internacional insistieron en una palabra para conceptuar la nota: era rambling,  repleta de desvaríos.
La ilusión del suicidio de Nisman solo provocó bromas macabras. Los porteños resucitaron un viejo chiste de la primera época del gobierno de Juan Domingo Perón: “Todos saben que el fiscal se suicidó, pero nadie sabe quién lo hizo”.  
Como señalé en un post anterior, el chiste fue aplicado por primera vez el 9 de abril de 1953 cuando Juan Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, y ex secretario privado del presidente, apareció suicidado en su apartamento, aunque la nota de su suicidio no parecía escrita de su puño y letra. “Juancito” había sido acusado de malversación de fondos públicos, y estaba tan apenado por las calumnias que decidió quitarse la vida. O tal vez alguien decidió que debía quitarse la vida, sin consultarle.
En el caso de Nisman, uno de quienes creen que el gobierno es el sitio lógico para buscar a los sospechosos habituales es el nuevo fiscal de la causa, Gerardo Pollicita. El magistrado decidió seguir la senda hollada por Nisman e imputó a todos los que el fallecido fiscal incriminó previamente: a la presidenta argentina, al canciller, al diputado Andrés Larroque y al dirigente Luis D’Elía, entre otros. Todos ellos habían sido acusados previamente por Nisman de encubrir a los presuntos autores del atentado de 1994.

EL JOLGORIO MACABRO

No estoy formulando una crítica a la meteorología. Sólo estoy haciendo un recordatorio de que a veces el clima influye en el ánimo de las personas. La “marcha del silencio” en que se rindió homenaje a Nisman era una lúgubre ocasión, pues el pueblo, o al menos 400.000 personas de ese pueblo, intentaba saber de qué se trataba, por qué se había cometido lo que parecía un homicidio, no un suicidio. Resultaba medio raro que el fiscal se hubiera convertido en un profeta de sí mismo y un día antes de su presunta autoinmolación  le hubiera comunicado a un periodista su temor a ser asesinado.   
Pero el clima tiene sus bemoles, especialmente el clima lluvioso. Pone a la gente de un humor de perros. Y si en medio de la depre generalizada (los porteños no sufren depresión, solo sufren de la depre, que los psicoanalistas demoran en curar porque están tan depres como ellos) es necesario lidiar con una contrincante como la jefa de estado, cuyo sentido del humor es algo extraño. La depre, por alguna razón, suele combinarse con malos deseos y toda clase de maldiciones. Especialmente contra la presidenta. El 11 de febrero, una semana antes de la marcha, la jacarandosa Cristina Fernández de Kirchner dijo a sus partidarios: “Nosotros seguimos con nuestras canciones, con nuestra alegría y con nuestros gritos de ´Viva la Patria´. Y dejamos que ellos (los potenciales manifestantes que se aprestaban a protestar por la súbita muerte de Nisman) se queden con el silencio”.  
Para echar más leña al fuego, que ni un buen aguacero puede apagar, su secretario de prensa dijo que la marcha del silencio formaba parte de un “golpe judicial”. Otro asesor de la presidenta dijo que algunos de los fiscales estaban vinculados con el narcotráfico, y un tercero que los organizadores de la marcha eran “antisemitas”, cuya intención era obstaculizar la investigación  del atentado contra la AMIA.  Debe recordarse que la investigación se inició en 1994, y veinte años después, no hay un solo imputado.
The World Economic Forum divulga, creo que una vez al año, una evaluación de la independencia judicial en distintos países. Argentina figura ahora en el puesto 127º de un total de 144 países. (Esperemos que delante de Venezuela, Zimbabue y Corea del Norte).  
Es una suerte que los asesores de Cristina Fernández no acusaran al fiscal muerto de haber participado en el complot destinado a echar por la borda las pesquisas sobre el asesinato de 85 personas. Quien se encargó de eso al principio de la pesquisa fue la presidenta, cuando sugirió que el suicidio del fiscal tenía como único propósito hacerla quedar mal. En ese momento el gobierno manejaba la hipótesis del suicidio con la secreta esperanza de que alguien la creyera.

JUNTACADÁVERES

A veces, el territorio que transitan los funcionarios argentinos parece haber sido previamente hollado por The Joker, ese sádico bromista de las aventuras de Batman. Recuerdo que durante la dictadura militar de 1976-1983, los integrantes de los “grupos de tareas” encargados de hacer “desaparecer” a presos políticos, acuñaron un término para aludir a esas religiosas empeñadas en la defensa de los derechos humanos. Varias de ellas fueron arrojadas desde un avión de transporte militar a las aguas del río de la Plata. Los jokers de esos operativos bautizaron a las monjas “las novicias voladoras”.
Existe en la Argentina, en realidad en Buenos Aires, una extraña fascinación con la muerte depravada. Después de todo, una de las obras fundacionales de la literatura argentina es El Matadero, de Esteban Echeverría, donde se alude, en parte, a las prácticas empleadas para sacrificar las reses. No olvidemos que uno de los grandes inventos de los torturadores argentinos es la picana eléctrica, usada previamente para azuzar al ganado, me imagino que con la intención de introducirlo en un corral.   
El 29 de mayo de 1970, presuntos miembros del grupo guerrillero peronista Montoneros secuestraron al ex gobernante militar Pedro Eugenio Aramburu. Tres días después de su secuestro, lo asesinaron, tras una especie de juicio. Aramburu recibió dos balazos en el pecho provenientes de dos pistolas diferentes. El ex jefe militar fue acusado del fusilamiento de 27 peronistas en los basurales de José León Suárez, tras la frustrada rebelión peronista de junio de 1956. (El mejor relato sobre esa matanza está en Operación Masacre, escrito por Rodolfo Walsh, luego asesinado por la dictadura militar encabezada por el general Jorge Rafael Videla).
La dirigencia montonera mostró una especial fascinación por el cadáver de Aramburu. En 1974, los restos del asesinado gobernante fueron robados por el grupo guerrillero para realizar un canje simbólico. Recién restituyeron los restos a sus deudos luego que la entonces presidenta Isabel Martínez de Perón aceptó traer a la Argentina el cadáver de Eva Perón.
Tras la muerte de Juan Perón, el 1º de julio de 1974, su cuerpo fue embalsamado y enterrado en un ataúd en el Cementerio de la Chacarita,  en Buenos Aires.
En julio de 1987, 13 años después de su fallecimiento, las manos de Perón fueron robadas de su tumba, junto con su gorra militar y su espada. En una carta al Partido Justicialista los presuntos profanadores de la tumba reclamaron un rescate de ocho millones de dólares.
Se inició una investigación, varios hombres fueron arrestados y cinco procesados, pero ningún sospechoso fue acusado de manera formal.  
El periodista Gustavo Carbajal hizo una investigación sobre el macabro episodio.  (“El enigma de la profanación” diario La Nación, 27 de junio de 2004). De acuerdo a los investigadores, dijo Carbajal, “el macabro hecho fue obra de agentes de inteligencia de una fuerza militar”.  Según el periodista, “Muchos de los que participaron en la investigación de la desaparición de las manos de Perón (incluyendo el propio juez Jaime Far Suau) han muerto desde entonces, en muchos casos asesinados”.  
Far Suau murió en noviembre de 1989, “cuando el Ford Sierra que manejaba de regreso a Buenos Aires volcó en plena recta a pocos kilómetros de Coronel Dorrego. Para el juez de Bahía Blanca que investigó el episodio, no fue un accidente”. El juez Far Suau trabajó en la investigación junto con el comisario Carlos Zunino que tenía jurisdicción en el cementerio de la Chacarita, donde estaban los restos de Perón. El periodista de La Nación dijo que Zunino “salvó su vida de milagro cuando el balazo que le dispararon a la cabeza se partió en dos”. Pero las muertes misteriosas continuaron. “El cuidador del cementerio Paulino Lavagna falleció poco después de haber denunciado que lo querían matar. En el certificado de defunción, se dejó constancia de que la muerte había sido causada por un paro cardiorrespiratorio no traumático. La autopsia ordenada por (el juez) Far Suau determinó que Lavagna había muerto a causa de una golpiza”.
Y María del Carmen Melo, una mujer que llevaba flores a la tumba de Perón, “murió de una hemorragia cerebral causada por una golpiza, días después de intentar hablar con uno de los investigadores para tratar de aportar la descripción de un sospechoso que vio cerca de la bóveda”.
Carbajal mencionó la existencia de pruebas indicando que “el robo pudo haber tenido algún tipo de apoyo de los servicios secretos argentinos, ya que los ladrones utilizaron una llave para entrar en la tumba”.  
Cito este caso como un simple ejemplo, aunque los suicidios que no son suicidios, y las muertes accidentales que no son accidentales, abundan en el panorama político de la Argentina moderna. Es como con Drácula, una vez se prueba la sangre, es muy difícil abandonar su degustación.
Y sin ponerse paranoico: si la profanación de un cadáver ha dejado tantos muertos en el camino, y existe la sospecha de que “los servicios” estuvieron involucrados en el episodio, el caso de Nisman debe haber hecho sonar numerosas alarmas entre los memoriosos especialmente aquellos interesados en permanecer vivos.
Cuando trabajaba como periodista en Buenos Aires, siempre existía la sospecha de que alguno de mis colegas trabajaba para los servicios de inteligencia. Quizás era producto de la paranoia, como la que sufrió Ernest Hemingway, quien creía que agentes del FBI lo estaban persiguiendo. Cuando falleció el escritor, se divulgó un legajo del tamaño de la guía telefónica donde se ofrecían datos de la vigilancia que le habían montado a Hemingway, ya desde la época de la guerra civil española.  
            Los hombres de los servicios de inteligencia argentinos  parecían estar infiltrados en todas partes. Algunos, inclusive, estaban infiltrados en los servicios.
Como en la Rusia de los zares, donde los censores de libros eran más numerosos que los libros publicados, es posible que hubiese más empleados de los servicios de espionaje en las distintas oficinas públicas y en los medios de comunicación que aquellos dedicados a cumplir con sus tareas específicas.

LA RISA, REMEDIO INFALIBLE

Solo conozco tres gobernantes en el mundo que creen o creían que el humor consiste en tomarles el pelo a los demás: Hugo Chávez Frías, Adolf Hitler, y ahora Cristina Fernández de Kirchner. Hasta Josef Stalin condescendía al humor que los sajones han bautizado como self–deprecating, en el cual el emisor de la broma se burla de sí mismo. En cierta ocasión, cuando estaba reunido con Winston Churchill, Stalin formuló un chiste macabro sobre Hitler, y al observar el gesto de disgusto del primer ministro británico le pidió disculpas por ser tan soez y tan maleducado.
Tomar el pelo está siempre ligado con el sadismo, y es además prueba de inferioridad mental. (En cambio nadie supera en grandeza a quien admite su propia pequeñez).  
En su reciente viaje a China para promover inversiones y vínculos de comercio con el gobierno de Beijing, la presidenta argentina usó su cuenta oficial en Twitter con el propósito de burlarse de la forma de hablar de los chinos. En uno de los tweets escribió “Más de 1.000 asistentes al evento… ¿Vinieron sólo por el aloz y el petlóleo?”
Segundos más tarde, Cristina Fernández recibió esta respuesta de un tuitero que se identificó como: @fernanjos:
“@CFKArgentina ignorante, estúpida y racista, una joya vamos. Y esta es la representante de un país, pobrecitos argentinos”.
Impertérrita, la jefa de estado argentina envió otro tweet:
“@CFKArgentina
Sorry. ¿Sabes qué? Es que es tanto el exceso del ridículo y el absurdo, que sólo se digiere con humor. Sino son muy, pero muy tóxicos”.
Pero la presidenta argentina no detenta el monopolio del humor. Otro tuitero, @AriGarciaBA, envió este mensaje repleto de hashtags:
“#Aloz #Petlóleo #Clistina #Colupta”
Los tweets, que recibieron gran atención en la prensa mundial, volvieron a poner en el tapete el tema del estado mental de Cristina Fernández. The New York Times dijo que algunos críticos “sugieren que podría estar desmoronándose bajo las presiones del escándalo causado por la muerte del fiscal Alberto Nisman”.

LA DEMENCIA DEL PODER

En noviembre de 2010, el sitio en internet WikiLeaks citó memorandos secretos enviados por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton a la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires en diciembre de 2009. En esos cables, Clinton preguntaba a funcionarios sobre las “dinámicas interpersonales” entre Fernández y su fallecido esposo, Néstor Kirchner.
“¿Bajo qué circunstancias maneja mejor las tensiones? ¿Cómo afectan las emociones de Cristina Fernández de Kircher su toma de decisiones y cómo se calma cuando está bajo estrés?", preguntó Clinton de acuerdo el contenido de un cable divulgado por el periódico londinense The Guardian.
 El único que comentó la noticia fue Hugo Chávez, quien expresó su “solidaridad con la presidenta de Argentina”. Chávez, que además de ser el proctólogo mayor de Venezuela decía contar con gran intuición en el terreno de la psicología, señaló en esa ocasión: “Alguien tendría que estudiar el equilibrio mental de la señora Clinton”.  
El cable filtrado por WikiLeaks parecía haber sido “en respuesta a roces diplomáticos que mostraron que el gobierno de Fernández ´era extremadamente susceptible e intolerante de la crítica´”, dijo The Guardian.  
Se habla tanto del realismo mágico, que se olvidan otros géneros mágicos. Quizás en la Argentina, sin que se haya hecho mucha alharaca, haya surgido la variedad narrativa del macabro chic, muy cultivado en la superficie, muy espeluznante en su interior. Algo así como el espectáculo nocturno observado por Young Goodman Brown en el cuento de Hawthorne. Durante el día, la buena gente del pueblo muestra su cordialidad. En el curso de la noche, participa en aquelarres.  
Y al frente de ese mundo hay una mujer muy proclive a burlarse de los demás, aunque terriblemente susceptible e intolerante a la crítica. Esa dama vive el momento más difícil de su carrera política. Nunca fue fácil tomarla en serio, en un país donde impera la “cachada”, la tomadura de pelo. Pero ahora, resulta imposible. Ella quiere reírse de los demás y su gobierno ha terminado por convertirse en el hazmerreír de un continente donde proliferan las ocasiones para la risa sardónica. El problema es que ha contribuido, de manera decisiva, a convertir a la Argentina en la nación del hazmellorar.


miércoles, 18 de febrero de 2015

De la diseminación: El acoso de los textos

Mario Szichman


Sketch de Cthulhu hecho por Lovecraft        

La pintura, el cine, la escultura, el teatro, siempre brindan ideas para escribir, posiblemente más que la literatura, aunque esta última tiene una ventaja para el escritor: la voz del narrador. Esa cita de Dostoievski –apócrifa–  indicando que toda la narrativa rusa proviene de El Capote de Gogol, es real en el sentido de que Gogol aglutinó los temas principales que luego desarrollarían las generaciones siguientes, especialmente la sátira y personajes al borde de la locura —el humor, después de todo, es una locura razonante—. Siempre hay que emprender un camino partiendo de algo. Gogol, en ese sentido, indicó la senda a decenas de escritores rusos.

Todavía no se ha hecho una evaluación de la profunda influencia que ha tenido William Faulkner en la literatura latinoamericana. Onetti la reconoció,  no sé si García Márquez en algún momento, pero es evidente que la prosa de Faulkner es contagiosa, saludablemente contagiosa, especialmente en sus párrafos prolongados, como en El Oso, o en Light in August. (En español se traduce como Luz de agosto. Pero el título no refleja la ironía que prima en el idioma original. La novela cuenta la odisea de una mujer que queda embarazada de un galán de pueblo, así como sus peripecias para encontrar al seductor y obligarlo a que se case con ella y le brinde un apellido a su primogénito. La mujer dará a luz en agosto, y ese es uno de los significados del título. Pero Light in August también puede traducirse como “liviana en agosto”, la situación en que piensa hallarse la mujer luego del parto).
Un principio rector, cuando se intenta narrar, es decidir qué es necesario excluir. En una ocasión,  un crítico visitó el atelier de Augusto Rodin, el gran escultor francés. Rodin estaba diseñando la cabeza de algún francés famoso, pero no le convencía la manera en que había quedado la nariz. El crítico comentó que la tarea de Rodin fue remodelar la escultura sin tocar la nariz, no sé si alterando los pómulos o las mejillas.  
Ese tipo de perspicacia funciona tanto para el escultor como para el narrador. Rodin demostraba que la materia nos constriñe, y debemos trabajar exclusivamente el espacio asignado, en lugar de extendernos en todas direcciones una garantía de perpetrar mamarrachos.  
En ese sentido, la obra de H.P. Lovecraft es épica por las circunstancias en que debió permanecer en el anonimato hasta los últimos días de su vida. Recuerda un poco a Franz Kafka, aunque Kafka, pese a la leyenda inventada alrededor suyo, era mucho más conocido que Lovecraft: varios de sus relatos, fragmentos de sus novelas, fueron publicados mientras vivía.
Según informa Michael Dirda en The Times Literary Supplement, el culto a Lovecraft crece con cada día que pasa. Hippocampus de Estados Unidos acaba de publicar su Collected Fiction en tres volúmenes (1.600 páginas, a un precio de 180 dólares).  La edición, a cargo de S. T. Joshi, ofrece, según Dirda, “una completa historia textual de todos los relatos, indica todo cambio en los manuscritos y cada alteración en las diferentes versiones”. También Hippocampus publicó Lovecraft and a world in transition, Collected essays on H. P. Lovecraft (645 páginas, 65 dólares). Por su parte, Norton acaba de lanzar The New Annotated H. P. Lovecraft ( 864 páginas, 39,95 dólares).
Para Dirda es realmente increíble que, con la excepción de una pésima edición de The Shadow Over Innsmouth en 1936, todas las narraciones de Lovecraft recién fueron publicadas tras su muerte. A partir de su redescubrimiento, en realidad su descubrimiento a fines de la década del cincuenta, la fama de Lovecraft aumenta de manera inexorable. Solo Edgar Allan Poe lo supera en fama en el territorio de la literatura fantástica, posiblemente por su oscuridad en vida, su fabulosa erudición, su creación del mundo paralelo de Chtulhu. El librero Vincent Starrett decía que Lovecraft había sido “su más fantástica creación”.
Jim Thompson señalaba en A Horse in the Baby’s Bathtub que “Hay treinta y dos formas de escribir un relato y las he usado todas, pero existe sólo una trama narrativa: las cosas nunca son lo que parecen ser”.
Ese es precisamente el mundo de Lovecraft. Existe un mundo que suponemos real, aunque es solo la fachada de un mundo más rico, más desconcertante, más cruel, comandado por los dioses de las más excéntricas mitologías. Lovecraft trabaja lo que hizo Mircea Eliade en el mundo del eterno retorno. Despojado de su pátina de cultura, el ser humano es un animal feroz, el más feroz de los seres vivientes. La cultura es su disfraz, la religión su ropa seglar, y el sexo y la muerte –esta frase le pertenece a Faulkner– sus puertas de ingreso y de salida de este planeta.
“Lo más misericordioso en el mundo”, dice Lovecraft en El llamado de Cthulhu es “la incapacidad de la mente humana para correlacionar entre sí todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia, rodeados por sombríos mares de infinidad. Accedemos a la tierra convencidos que no debemos viajar muy lejos… Pero algún día el ensamblaje de todo ese conocimiento disociado abrirá panorámicas de realidad tan aterradoras… que nos tornaremos dementes ante la revelación, o escaparemos de la mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva edad obscura”. Me encanta esa frase última. Cuando todas las religiones y todas las utopías nos prometen la luz al final del túnel, Lovecraft anticipa el infierno en la tierra.
Las ediciones de los textos de Proust, de Balzac, de Diderot, de Voltaire, sus numerosas variantes, son resultado de los críticos, de un público lector.  
En la historia de la literatura abundan los escritores que, descontentos con sus textos originales, o tras recibir reprimendas, decidieron enmendarse a sí mismos la plana. Ahora contamos con una versión completa, autorizada, de A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust, de Ilusiones perdidas, de Honorato de Balzac, de The Sound and the Fury, de William Faulkner. Pero poco tenían que ver los textos originales con aquellos que leemos en la actualidad.  
La vida del texto es un poco la vida del escritor. Ilusiones Perdidas consta de tres partes justamente porque la idea original de Balzac era solo escribir una de ellas: Un gran hombre de provincias en París. Pero, ya instalado Lucien de Rubempré en París, donde se convierte en exitoso periodista y en fracasado escritor, Balzac descubrió la necesidad de hallar los antecedentes de su trágico destino. Así surgió Los dos poetas, y Eva y David. Los contemporáneos de Balzac tenían una idea de ese drama que poco se relaciona con el legado a la posteridad. Algo similar sucedió con la novela de Proust, varias de cuyas partes se diseminaron en revistas literarias ofreciendo una versión inconexa, desequilibrada, de sus propósitos e intenciones.
Quizás donde se nota con más claridad  los problemas derivados de la reelaboración de textos es en The Sound and the Fury. La novela fue publicada originalmente en 1929. Luego, en 1946, Malcolm Cowley publicó The Portable Faulkner, una selección de textos del narrador, en su mayoría fragmentos, aunque incluyó espléndidos relatos completos como El Oso, o Una Rosa para Emily.  
Al final del libro, Cowley incluyó el famoso apéndice The Compsons, donde Faulkner narra la historia de la trágica familia que puebla las páginas de The Sound and the Fury. Ese apéndice ha traído muchos problemas a los críticos de Faulkner, pese a que es uno de los mejores textos salidos de su pluma. El problema tiene que ver con la cronología.  
Tras colocarlo como apéndice en la antología de Cowley, Faulkner decidió incorporarlo a nuevas ediciones de la novela. Pero como prólogo. De esa manera, reconstruyó el texto. Un lector que lea solo el original de 1929 puede creer que Faulkner era un profeta, pues pronosticó episodios ocurridos durante la segunda guerra mundial. (1939-1945). Algunas editoriales, como Vintage, se han negado a incluir el prólogo pues se presta a la confusión. Faulkner aprovechó el apéndice divulgado inicialmente en The Portable Faulkner  para extender la vida y las peripecias de algunos personajes, especialmente de Candace, Caddy, uno de los personajes más trágicos, más tiernos, de toda la literatura norteamericana, posiblemente universal, y de Quentin, su incestuoso hermano. Caddy es la secreta amante de su hermano, y eso lo conduce al suicidio. Amaba a su hermano, nos dice Faulkner, “A pesar de él. No solo lo amaba. Amaba en él a ese amargo profeta e inflexible incorruptible juez de lo que consideraba el honor de su familia”. Y con su salvaje ironía, Faulkner nos informa que el hermano, a su vez, “no amaba el cuerpo de su hermana sino algún concepto de honor de los Compson, aunque sabía que sólo descansaba de manera temporal en la frágil y diminuta membrana de su doncellez semejante al equilibrio de una miniatura del globo terráqueo sobre la trompa de una foca amaestrada”.
Volviendo a Lovecraft, creo que en ese contexto la gran incógnita, la gran hazaña del autor es haber trabajado un mundo paralelo no solo en sus ficciones, sino en el ámbito de lo inédito.   
Cuando observamos las pulcras ediciones de La Pleyade de París, sus volúmenes dedicados a los principales autores franceses, viene a la mente el cuidado que menciona Dirda al analizar las antologías del narrador norteamericano, esa “completa historia textual de todos los relatos, todo cambio en los manuscritos, cada alteración en las diferentes versiones”.  
Uno corrige para los críticos y para los lectores. Lovecraft no tenía lectores convencionales, carecía de críticos en publicaciones. Es bueno recordar que la producción de Lovecraft era llevada a cabo en una gigantesca caverna sin ecos. ¿Quiénes eran los interlocutores de Lovecraft? ¿Qué personas le reclamaban cambios en sus tramas, o le instaban a corregir sus escritos?  
Es evidente que ese mundo paralelo le proporcionaba a Lovecraft ideas, un abundante material de discusiones, pero no era el mundo que suelen habitar los intelectuales.  
Quizás una búsqueda –creo que fascinante– de la metodología de Lovecraft sería explorar ese universo al cual tuvieron acceso escasos privilegiados. Y desde ese cosmos, sus acólitos procedieron como Kafka quería ver actuar a Sancho Panza en sus vínculos con Don Quijote: “enviándolo de manera irrefrenable a las más locas aventuras, las cuales empero, por falta de un objeto predeterminado, y que precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a nadie”. Y de esa manera, Sancho Panza logró “un grande y útil esparcimiento hasta su fin”.


domingo, 15 de febrero de 2015

La etapa proustiana de la decadencia argentina

Mario Szichman



A partir de enero de este año, el gobierno de Buenos Aires ha ingresado en otra de esas crisis terminales, registradas aproximadamente cada década. En este caso un episodio policial abre varias posibilidades a un narrador. Puede limitarse a escribir un relato de misterio, o directamente una moderna versión de A la búsqueda del tiempo perdido.
Pero primero, vamos a los hechos. El 18 de enero pasado, el fiscal argentino Alberto Nisman fue hallado muerto en su apartamento del centro de Buenos Aires. Encontraron una pistola calibre 22 cerca de su cadáver.  La primera hipótesis, enunciada por la jefa de estado, transformada en la Sherlock Holmes de la política argentina, fue que se trataba de un suicidio.
Días antes de su muerte el fiscal había acusado a la presidenta y a varios funcionarios de su gobierno de intentar encubrir un acuerdo con el gobierno de Teherán por el cual se protegería a funcionarios iraníes de toda responsabilidad en el ataque de 1994 a un centro comunitario judío en Buenos Aires donde murieron 85 personas.   
El fiscal también había redactado una solicitud para que fuera arrestada Fernández y su canciller,  Héctor Timerman.   
Nisman no parecía precisamente el prototipo del suicida,  pero sí del profeta. Un día antes de su muerte declaró a un periodista que a raíz de sus investigaciones “Podría terminar muerto”.
Horas después del hallazgo del cadáver de Nisman, la presidenta escribió una nota en Facebook lamentando el suicidio del fiscal. Varios medios de la prensa internacional insistieron en una palabra para conceptuar la nota: era rambling. Los sinónimos de rambling son, si se los usa como adjetivos: incoherente, farragoso, inconexo. Cuando pasan al territorio del nombre, se transforman en divagaciones o en desvaríos.  
La ilusión del suicidio de Nisman solo provocó bromas macabras. Los porteños resucitaron un viejo chiste de la primera época del gobierno de Juan Domingo Perón: “Todos saben que el fiscal se suicidó, pero nadie sabe quién lo hizo”.
El chiste fue aplicado por primera vez el 9 de abril de 1953 cuando Juan Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, y ex secretario privado del presidente apareció suicidado en su apartamento.
“Juancito”, como era conocido de manera inevitable por todos aquellos que nunca lo vieron en su vida, había sido acusado de toda clase de peculados, obviamente imposibles de verificar durante la presidencia de Perón. Al parecer, el  simpático calavera tenía metida la mano en numerosas latas. Debió renunciar al cargo que le proporcionó su cuñado, y recibió numerosas advertencias de que estaba siendo investigado por presunta corrupción administrativa. En una alocución radial Perón anunció las medidas que pensaba adoptar contra los corruptos. Al parecer Juancito se sintió aludido cuando su cuñado dijo que no pensaba perdonar a nadie. “Aunque sea mi propio padre irá preso, porque robar al pueblo es traicionar a la patria”, dijo Perón en esa ocasión.
Tan aludido se sintió Juancito, que decidió abandonar este mundo, tras redactar una nota que muchos dudan hayan sido de su puño y letra, expresando su total honestidad, y rogando que no se culpara a nadie de su muerte. La fementida oposición dijo que las últimas palabras del mártir fueron: “¡Muchachos, no disparen!”

SUICIDA NO, PROFETA SÍ

Algunos días después de la muerte de Nisman, Cristina Fernández cambió su hipótesis de trabajo.  En otra nota en Facebook casi tan rambling como la anterior, decía que el fiscal no se había suicidado para hacerla quedar mal. No: había muerto de mano aleve. Era evidente que alguien más deseaba hacerla quedar mal.  
Y ahora, sesenta años después del presunto suicidio de Juan Duarte, y dos décadas después del atentado contra el centro judío de la Amia, la sociedad argentina ha llegado a ese punto donde todos son culpables,  y todos son simultáneamente inocentes.
Simón Romero, jefe de la oficina de The New York Times en Río de Janeiro, dio una lista de los sospechosos habituales, mencionando los rumores que circulan: “La presidenta lo hizo. No, no fue la presidenta. Fue un jefe del servicio de inteligencia que está complotando contra ella. Tal vez fue realmente un suicidio, la trágica caída de un hombre cuyo caso se estaba desplomando. O fue Irán, o el Mossad de Israel. O la CIA”. Y eso, sin olvidar la perdurable influencia de los nazis que encontraron refugio en la Argentina tras la caída del Tercer Reich, gracias a los buenos oficios de Perón.  
Una persona entrevistada por Romero le ofreció la siguiente lista de sospechosos: “Puede tratarse de una facción armada del terrorismo internacional constituida por narcotraficantes, nazis, y yihadistas, o una mafia de judíos y marxistas que involucra a la CIA, a Israel y al Mossad”, el servicio de inteligencia israelí.  
En una reciente encuesta realizada en la Argentina, un 48 por ciento de los entrevistados dijeron que Nisman fue asesinado por el gobierno, otro 20 por ciento que el fiscal fue víctima de una conspiración contra el gobierno, en tanto un 33 por ciento, admitieron ignorar quien apretó el gatillo que acabó con la vida de Nisman.  
Por cierto, dice el corresponsal del New York Times, si Nisman había presentado un informe de 289 páginas acusando a la presidenta de colusión con el gobierno de Teherán para proteger a los presuntos responsables del atentado de 1994, “muchos argentinos dicen que el gobierno es el sitio lógico para buscar a los sospechosos”.  
Uno de los que lo creen es el nuevo fiscal de la causa, Gerardo Pollicita, quien decidió seguir la senda hollada por Nisman.  Esta semana imputó a todos los que Nisman incriminó hace un mes: a la presidenta de Argentina, al canciller, al diputado Andrés Larroque y al dirigente Luis D’Elía, entre otros. Todos ellos habían sido acusados por Nisman de encubrir a los presuntos autores del atentado de 1994.

CUESTA ABAJO EN LA RODADA

Hace un año, la revista The Economist publicó un interesante trabajo: “The Tragedy of Argentina, A century of decline.” (La tragedia de Argentina, un siglo de decadencia). Algo me llamó la atención del artículo, aparte de que estaba muy bien escrito: antes de mencionar la decadencia argentina se hacía alusión a esa angustia cotidiana que padece la clase media para cambiar pesos por dólares. Ahora existen “cuevas” donde se canjean pesos fuertes por dólares débiles. Por alguna razón, la compraventa se orienta siempre hacia los dólares débiles.
La esquizofrenia de vivir en pesos y soñar en dólares no es de ahora. Al menos, en mi infancia ya se hablaba de la necesidad de comprar dólares, u oro, o propiedades, o neveras, cualquier cosa que ayudara a enfrentar el tóxico avance de la inflación. Lo mismo que está ocurriendo ahora en Venezuela, pero a lo bestia.  
Por cierto, una vez que una enfermedad mental se afinca en la economía, va extendiendo sus tentáculos en todas direcciones. Por ejemplo, en la idea que el ciudadano tiene de su país. Existe la Argentina que llegó rica al centenario de su independencia, y la Argentina hundida en la crisis económica permanente que ha saludado su bicentenario. El ensayo de The Economist ofrece buenas cifras para comparar. En 1908 fue inaugurado el Teatro Colón de Buenos Aires, uno de los grandes centros de la música clásica universal. Muchos lo comparan con la Scala de Milán, o la Ópera de París. En 1915, fue finalizada la construcción de la estación ferroviaria de Retiro, también, un monumento arquitectónico en su momento.
A comienzos del siglo veinte, Argentina era uno de los diez países más ricos del mundo. Se cotejaba con Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos, y tenía mejor situación económica que Francia, Alemania e Italia.  
En los 43 años previos a la primera guerra mundial, el Producto Bruto Interno de Argentina subió a una tasa anual del seis por ciento. Cientos de miles de inmigrantes llegaron a la tierra prometida. En 1914, la mitad de la población de Buenos Aires había nacido en Europa.
Y luego, a partir de 1930, los salvadores de la patria empezaron a prodigar sus golpes de estado. En las elecciones de 1989, por primera vez en más de 60 años, un presidente civil pudo transferir el poder a otro presidente electo.  
Y tras la dictadura más feroz que se padeció en América Latina, donde entre 9.000 y 30.000 personas desaparecieron de la faz de la tierra, surgieron gobiernos civiles, pero el fiel de la balanza se inclinó hacia el populismo peronista, luego de algunos desastrosos gobiernos liderados por el partido Radical. Desde comienzos de este siglo gobiernan los peronistas, aunque la hegemonía corresponde a la pareja de Néstor Kirchner y su esposa Cristina Fernández de Kirchner.  
En ese lapso, tras algunos años de vacas gordas –favorecidos por el hecho de que parte de los ahorros de los argentinos fueron enclaustrados en el secuestro de fondos bancarios denominado “el corralito”– cambió el viento, se agudizaron los problemas económicos y la Argentina incurrió en otro default técnico en el 2014, tras sufrir un default de verdad verdad a comienzos de 2002. 
EL FANTASMA DE PROUST

A la búsqueda del tiempo perdido puede considerarse la novela de un judío que tiene como trasfondo la injusticia cometida contra otro judío. Pero antes de que los críticos franceses me crucifiquen, diré que es la obra maestra de la narrativa francesa del siglo veinte. Proust provenía de una familia judía, y el background de su novela es la ola de antisemitismo que envolvió a Francia a partir del juicio al capitán del ejército Alfred Dreyfus, de origen judío. El caso Dreyfus afectó a toda la sociedad francesa, aunque tuvo un final feliz. Dreyfus fue exonerado de todos los cargos de espionaje formulados por el alto mando militar tras revelarse que el verdadero traidor era el mayor Major Ferdinand Walsin Esterhazy.  
En el centro del caso Nisman está de nuevo el antisemitismo, un judío en el centro del escándalo y una comunidad judía, una de las más importantes del mundo, que se siente acosada por los fantasmas del pasado e insegura de su futuro.  
Cada país tiene sus mitos, sus alegorías, sus frases hechas. Por alguna extraña razón, el presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento, autor de Facundo, Civilización o Barbarie,  una magnífica novela disfrazada de libro histórico, pasó a la historia como el epítome del buen alumno. Dicen que iba todos los días a la escuela, y aquellas jornadas en que había terremotos, u otras catástrofes naturales, iba a la escuela en dos ocasiones.  
Después están los mitos que aluden a las fuerzas telúricas o a su población, que podrían explicar por qué la Argentina está siempre marchando al abismo. Puede ser la extensión: “El drama del país es la extensión”, dicen los argentinos afligidos  –más o menos el 99 por ciento de la población. No, contradicen otros, “El drama de la Argentina es la ausencia de brazos” –me imagino que adheridos al cuerpo. Pero, de acuerdo a la opinión de los economistas conservadores, el drama de la Argentina es que sobra gente.  
La cifra ideal de argentinos, según enunció en cierta ocasión el ministro de Economía de la dictadura militar José Martínez de Hoz, oscilaría en los catorce millones de habitantes, más o menos la población existente hace más de un siglo.  
La Argentina es al mismo tiempo un país infrapoblado y superpoblado. Aproximadamente la tercera parte de la población reside en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. Toda esa zona está superpoblada. No cabe un alfiler. El resto del país está definitivamente infrapoblado, pero ¿quién va a querer colonizarlo, cuando todas las comodidades de la vida están emplazadas en la Capital Federal y en el Gran Buenos Aires?  
El ensayista Ezequiel Martínez Estrada dijo que la Argentina era como la cabeza de Goliat. Debajo de una cabeza inmensa habitaba un cuerpo raquítico, que se extendía desde Tierra del Fuego, en el extremo sur, hasta territorios colindantes con Bolivia, Brasil, Uruguay y Paraguay.
Pero después de los mitos, las alegorías y las explicaciones, está el núcleo de tóxica fantasía: nada es lo que parece. La fantasía se resume en esta anécdota: Un día, una señora va al almacén y pide que le vendan queso. El almacenero le entrega a la señora una ración del presunto queso a la señora, quien lo huele, prueba un trozo, y enseguida dice: “No entiendo, este queso tiene la consistencia del jabón y gusto a jabón”. El almacenero toma el trozo de queso, lo huele, muerde un pedazo, y concluye: “Señora, tiene razón: este queso tiene la consistencia del jabón y gusto a jabón, pero es queso”. Se lo envuelve, y la señora tiene que pagar e irse del local antes que la insulten.  
La Argentina del dólar débil frente al peso fuerte, de La belle époque y de su horrendo presente, se debate en esas dicotomías tan frustrantes para un ciudadano, tan ricas para un escritor. El affair Dreyfus obligó a los mejores intelectuales franceses a revisar su pasado, a confrontar a sus compatriotas. El grande entre los grandes Emilio Zola mostró en su Yo acuso el verdadero heroísmo intelectual al revelar la cobardía del estamento militar francés.
Quizás el affair Nisman permita a algunos intelectuales abandonar cierta parálisis reflejada en la incapacidad de pensar más allá de Borges o de Lacan.  (Frases favoritas: “Como dijo Borges”, “Lacan dice”.) Es un buen momento para revisar los fantasmas, pensar más allá del cinismo, de la resignación, del refugio en las glorias pasadas y avizorar el futuro.
Marcel Proust decía que “a medida que la sociedad se corrompe, las nociones de moralidad se van depurando”. Eso va acompañado por un fortalecimiento de la política del avestruz, ese ave estrutioniforme de la familia struthionidae, que no vuela, pero se la pasa corriendo, y suele meter la cabeza en un agujero tolerando así que otros le picoteen la parte más delicada de su anatomía.





miércoles, 11 de febrero de 2015

El lector como maestro del escritor


Mario Szichman



Cuando se intentó traducir por primera vez al francés La guerra y la paz, de León Tolstoi, hubo un problema de marketing. ¿Podía hablarse estrictamente de una novela? En su artículo “Algunas palabras sobre Guerra y Paz”, Tolstoi dijo que no había escrito una novela, pues los rusos ignoraban cómo escribir ese tipo de narrativa al menos en el sentido asignado por los europeos. 
“La historia de la literatura rusa”, decía Tolstoi, “ya desde la época de Pushkin, permite observar muchos ejemplos de un desvío de las formas europeas. Pero, al mismo tiempo, no ofrece un solo ejemplo de lo contrario. Desde Las almas muertas de Gogol, hasta La casa de los muertos, de Dostoievsky, no existe una sola obra artística en prosa que pueda adecuarse a la forma de una novela, una épica, o una historia”.
Tal vez la novela es la forma artística más informe o deforme en el campo de la literatura. El teatro, el cuento, inclusive la poesía, parecen acatar mejor los moldes donde deben vaciarse las palabras. Creo que el escritor Jim Thompson dio la mejor definición de qué es una novela, aunque hablaba en realidad del desaforado desarrollo de una ciudad trasfigurada súbitamente por el hallazgo de un yacimiento petrolero. “Del día a la noche”, decía Thompson en Wild Town, la población “adquirió protuberancias, como una mujer de ocho meses de embarazo gruesa con trillizos”.  
Es difícil pedir sensatez a un escritor cuando escribe una novela. Imaginamos como factible un relato que contenga entre cinco y quince páginas, y toleramos obras de cinco actos, como las de Shakespeare, aunque nos sentimos más cómodos con la fórmula aristotélica de los tres actos. Pero a la hora de incurrir en la novela, entran en el mismo saco El coronel no tiene quien le escriba, pese a la tentación de llamarla nouvelle, pues no llega a las cien páginas, y A la búsqueda del tiempo perdido, que supera las tres mil. Pensamos que la estructura de la novela acepta aquello que rechazamos en otros géneros, desde los apartes, hasta las disgresiones. Esa novela magnífica de Herman Melville que es Moby Dick, de repente se empantana en la cacería de cetáceos, o en su abrumadora bibliografía. Catch–22, de Joseph Heller, tiene partes imprescindibles, y otras totalmente innecesarias. Norman Mailer decía que podían cortarse tranquilamente ciento cincuenta de sus seiscientas páginas, y nadie se daría cuenta.  
Solo la novela policial parece requerir mayor cohesión en la trama y en los personajes, pues se trata siempre de descubrir  un crimen, y el lector no perdona la existencia de personajes superfluos o de disgresiones. Necesita descubrir, a través de las pistas que va diseminando el autor, quién es realmente el homicida. (Solo Agatha Christie pudo conseguir el milagro de mantener vivo a Roger Ackroyd después de su asesinato).
Pero en la novela tradicional, el territorio que recorre el novelista es más vasto que el de Julio Verne en La vuelta al mundo en 80 días, y especialmente, cuando el narrador intenta reconocer o transgredir los límites.
Los narradores rusos tenían una tarea adicional, usar la novela como caja de resonancia de sus críticas a la Madrecita Rusia, y en esas disquisiciones crearon un género muy especial que superó la sátira tradicional, y le impidió envejecer.

En ese sentido, Las almas muertas, de Nikolai Gogol, parece siempre flamante, como el año en que salió a la venta, en 1842. Si de alguien puede decirse, como indicaba Tolstoi, que su texto no puede adecuarse a la forma de una novela, una épica, o una historia, es de Gogol. En realidad, el autor parece haberse dedicado sistemáticamente a violar todas las normas narrativas. Por una curiosa vuelta de tuerca, contribuyó a perpetuarlas. Cada una de sus obras abrió el camino a una forma distinta de contar. Una de las frases más famosas que posiblemente Dostoievski nunca pronunció es “Todos venimos de El capote de Gogol.” (El ensayista Donald Fanger dice que no hay un solo testimonio en todas las biografías de Dostoievski capaz de confirmar la frase).
De la misma manera, los grandes escritores rusos pueden asegurar que todos ellos vienen de la obra teatral de Gogol El Inspector, o de La nariz, o de Memorias de un loco, o de Taras Bulba. En una época dominada por Los hermanos Karamazov, Crimen y Castigo, La guerra y la paz, Anna Karenina, Un héroe de nuestro tiempo, Oblomov, o La familia Golovlev, la prosa de Gogol parece fuera de contexto. Su frase: “Todo es grande en Rusia, los lagos, los ríos, las montañas, los pies y las narices”, da un poco la idea de su humor absurdo, de su necesidad constante de destruir las grandes frases o el desaforado heroísmo de su burocracia, la más letal e indestructible en el mundo entero.
Mucha de la prosa rusa del siglo diecinueve ha envejecido. La de Gogol siempre está vigente. Además, logra engarzarse con gran facilidad en cualquier generación modernista. En una época, Gogol es conteporáneo de Kafka, en otra, de Jaroslav Hasek, de Slawomir Mrozek, o de Heller.  
Quizás su vanguardismo perpetuo se basa en la destrucción de jerarquías. Siempre intenta rescatar al hombre sin atributos, a los porteros, los lacayos, los escribientes, los cocheros,  mientras se encarga de arrasar con seres que aparentan ser importantes, dándoles un atributo que termina siendo una condena, aunque exhibe la compasión de redimirlos a través de la tragedia.
Su método es la aproximación indirecta, revestir a un personaje de supuestas dotes que ayudan a revelar su mezquindad o sus ruines propósitos. Gogol no dice nunca que cierto personaje es avaro, pero sí indica: “Cuando Pliuchkin pasaba por una calle, era innecesario barrerla. Si un oficial, mientras recorría el lugar, perdía una espuela, de inmediato pasaba a ingresar al peculio de Pliuchkin”. Del mismo modo no dice de Chichickov, el protagonista de Almas muertas, que es un felpudo, solo destaca: “Cometió el error de equivocarse a propósito, y llamó en dos ocasiones Su Excelencia al vicegobernador y al presidente del tribunal. De esa manera, esos dos simples consejeros de estado mostraron una gran satisfacción”.
Gogol sabía que estaba transitando territorio sin hollar. Y en Almas muertas no solo se encargó de crear personajes, sino de servir de guía a quienes lo acompañarían en su búsqueda. No tuvo reparo en mostrar la cocina donde preparaba sus ficciones, o de apelar a sus lectores para que lo nutrieran.  
En un momento de la novela, y aprovechando que dos de los personajes deben hacer un fastidioso recorrido por el vestíbulo, la antesala y el comedor, Gogol enuncia unas palabras sobre el propietario de la vivienda. Y añade: “Pero el autor debe confesar que esa tarea es muy difícil. Es mucho más fácil pintar caracteres de gran personalidad. Es suficiente poner los colores sobre el lienzo con vastas pinceladas: ojos ardientes, cejas espesas, frente surcada de arrugas, capa negra o roja como el fuego, para que el retrato quede listo. Pero todas esas personas que, a primera vista, se parecen entre ellas y que luego, observadas más de cerca, revelan tantos rasgos indefinibles, esas personas no son fáciles de representar”. Gogol fue uno de los precursores en el arte de dar nombre y rostro y aflicciones a esos seres pequeños e imprecisos que, al ser rescatados del anonimato, engrosaron su legión de lectores.  
Al mismo tiempo, nunca declinó en su labor de criticar a través del humor, pues sabía que la grandeza de un pueblo consiste en reconocer sus fallas, a fin de superarlas, todo lo contrario de esa nauseabunda prédica populista que miente al pueblo asignándole mentirosos atributos.
En el prólogo a la segunda parte de Las almas muertas, Gogol se disculpaba por “mostrar más los defectos y los vicios del hombre ruso, que sus cualidades y virtudes”. Y señalaba: “Mostrar algunos caracteres hermosos, modelos de las virtudes de nuestra raza, solo habría contribuido a ensanchar nuestra vanidad y nuestra soberbia. Esa vanagloria es muy perniciosa. No solo irrita a otros pueblos. También perjudica a quienes la proclaman. La jactancia envilece la más bella acción del mundo. Aún sin haber hecho nada meritorio, ya aludimos a nuestras futuras proezas. En lo que a mí respecta, en vez de esa suficiencia prefiero un desaliento pasajero, pues existen épocas en que es imposible encaminar a la sociedad o a toda una generación hacia el bien, a menos revelemos su abyección”.
Y luego, venía el mano a mano con el lector, algo muy difícil de encontrar en sus contemporáneos, inclusive en la actualidad, cuando muchos autores parecen sobrevolar a quien adquiere sus textos.    
“Inclusive el lector poco instruido puede enseñarme mucho”, decía Gogol. “Todos pueden educarme, sin importar su instrucción. Pues el hombre que ha vivido, que ha visto mundo y tratado con personas, ha podido verificar hechos que otros no han podido captar”.
Y formulaba luego este pedido insólito en un creador de su calidad: “Me haría un gran favor todo lector que se ponga a leer mi novela con la pluma en la mano y una hoja de papel sobre el escritorio. Esa persona no tiene por qué temer criticarme o reprenderme, o señalarme el daño que he causado al urdir una descripción desconsiderada o inexacta”.
Gogol no se sentía un demiurgo de la prosa. Era, apenas, un elaborador de experiencias ajenas, un intermediario entre degustadores de narraciones. Se observaba como un perpetuo aprendiz de escritor.
“A veces es necesario tener adversarios”, proclamaba. “El hombre que se deja seducir por las cosas buenas no ve los defectos y perdona todo. Por el contrario, el crítico adverso intenta descubrir el lado malo en todos nosotros y lo pone de relieve, a fin de que nos veamos obligados a verlo. Tenemos tan pocas ocasiones de escuchar la verdad, que con tal de oír aunque sea una mínima parte de esa verdad, podemos perdonar el tono insultante de la voz encargada de proclamarla”.  
En el fondo de nuestra alma, decía, “hay tanto amor propio mezquino, tanta ambición ridícula, que necesitamos ser vapuleados, heridos con todas las armas posibles, y agradecer la mano de quien nos ataca”. Y como conclusión, Gogol afirmaba: “Para el escritor hay un solo maestro: el lector”.
Por supuesto, si Gogol exigía un lector despiadado, es porque se consideraba un escritor despiadado. Cuando leyó a Pushkin los primeros capítulos de Las almas muertas, el poeta celebró las páginas a mandíbula batiente. Al concluir la lectura, Pushkin musitó: “¡Dios mío, qué triste es nuestra Rusia!” Al principio, Gogol quedó desconcertado por la reacción del poeta, pero luego debió reconocer que había cumplido con su objetivo. “Todo el mundo ha sentido aversión por mis personajes y por su nulidad”, dijo en cierta oportunidad. “La novela nos ha dejado descontentos con nosotros mismos. Además, tiene cierta tristeza, que me parece necesaria. Por el momento, es más que suficiente”.  
El resto debía provenir del lector, el juez final de sus escritos.