sábado, 29 de marzo de 2014

El filósofo del Apocalipsis


Mario Szichman

“Informes de que algo no ha ocurrido
siempre me resultan interesantes”.
Donald Rumsfeld


 Errol Mark Morris ha creado dos excepcionales documentales basados en entrevistas a ex secretarios de Defensa de Estados Unidos. El primero, estrenado en el 2003 es  The Fog of War, donde analizó la vida de Robert S. McNamara, secretario de Defensa durante la guerra de Vietnam. El segundo, finalizado en 2013, titulado The Unknown Known cuenta con Donald Rumsfeld como protagonista, secretario de Defensa de George W. Bush, y quien ordenó la invasión de Afganistán y de Irak tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan y en los suburbios de Washington, D.C.

    En ambos casos, los personajes son muy interesantes. En un universo tan burocrático como el Pentágono, son seres dramáticos. Cuentan con una trágica visión de la historia (McNamara) y poseen una diabólica mente adicta a una especulación cercana a la filosofía, o por lo menos a un mundo carente de lógica (Rumsfeld). No es casual que en un ensayo que escribió Erroll Morris sobre Rumsfeld para The New York Times, el párrafo final mencione el inquietante Gato de Cheshire, esa creación de Lewis Carroll que aparece en Alicia en el país de las maravillas.
     Morris dice que comparte la perplejidad de Alicia cuando, tras su encuentro con el gato, señala, “He visto gatos sin sonrisas, pero nunca una sonrisa sin gato”.  El cineasta dice que tuvo una experiencia similar con Rumsfeld: “Siempre tuve la aterradora sospecha de que la sonrisa de Rumsfeld tal vez no esconde nada. Es una sonrisa de suprema autosatisfacción, y detrás de ella, tal vez solo existe un simulacro”.
     Rumsfeld tenía nueve años en 1941 cuando los japoneses atacaron a Estados Unidos en Pearl Harbor, y 69 en el 2001, cuando al–Qaida atacó el World Trade Center y el Pentágono. Como a tantas generaciones de norteamericanos, Pearl Harbor lo marcó para siempre. En esos 60 años entre uno y otro ataque, Rumsfeld aprendió que “continuamos siendo sorprendidos cuando se registra una sorpresa”. De todos los libros que leyó sobre Pearl Harbor, Rumsfeld quedó prendado de un prólogo a uno de ellos escrito por el economista de Harvard Thomas Schelling. En el prólogo Schelling señalaba: “Estábamos tan atareados intentando adivinar algunas ´obvias´acciones de los japoneses, que descuidamos concentrarnos en la opción que finalmente adoptaron”. Schelling atribuía esa tendencia en la programación de acciones de guerra a “confundir lo desconocido con lo improbable”.
     El gobierno de Estados Unidos sabía que los japoneses preparaban un ataque contra bases militares en el Pacífico durante 1941. Pero los preparativos eran para enfrentar a lo sumo los bombardeos aéreos lanzados desde dos portaaviones. Japón contaba en esos momentos con seis portaaviones. Era insensato pensar que iba a arriesgar toda su flota en el ataque, sin quedarse con alguna reserva. Pero lo improbable ocurrió. Japón usó sus seis portaaviones. Fue tal la magnitud del desafío nipón, que cuando al finalizar la guerra se realizaron audiencias en el Congreso para sancionar a los responsables de la negligencia, varios testigos de la armada insistieron en la presencia de entre dos y cuatro portaaviones, aunque había abrumadoras evidencias de que habían sido seis.
    En el documental The Unknown Known, Morris preguntó a Rumsfeld si Pearl Harbor había sido “una falla de la imaginación, o una falla a la hora de analizar los datos de inteligencia disponibles”. El ex secretario de Defensa respondió que los agentes de inteligencia “pensaron en gran cantidad de posibilidades. Las más obvias. En realidad, estaban persiguiendo al conejo equivocado. La posibilidad (la de usar toda la flota de portaaviones) no fue considerada plausible”.
     Tanto en Pearl Harbor como en los ataques del 11 de septiembre de 2001, no escaseaba la información de inteligencia. En realidad, sobraba. En el caso de 9/11, hay un testimonio irrebatible: es el informe oficial de la Comisión Investigadora. Ya desde 1998 se sabía que al–Qaida planeaba un ataque en Nueva York. Un mes antes de los ataques, el 6 de agosto de 2001, la asesora nacional de seguridad Condoleezza Rice presentó al presidente Bush un informe, señalando que “Bin Ladin estaba decidido a atacar a Estados Unidos”. Había una célula de al-Qaida actuando en Nueva York, y la organización se proponía secuestrar un avión. El mismo día de los ataques, 10 de los 19 piratas aéreos hicieron sonar las alarmas de seguridad en tres aeropuertos, al transportar objetos que podrían ser eventualmente usados como armas. Pese a ello, luego de chequeos ulteriores, se les permitió subir a los aviones.
     Schelling, quien tanta admiración causó a Rumsfeld al criticar la tendencia de los militares norteamericanos a confundir lo desconocido con lo improbable, dijo al cineasta que la “sorpresa” de los ataques del 11 de septiembre no fue resultado de una conspiración de las fuerzas del mal, sino de aparatos burocráticos que actúan como elefantes en un bazar. Tal vez las excesivas alarmas que sonaron en días previos a los atentados sirvieron para adormecer la vigilancia. “Hay alarmas que a veces dejan de funcionar”, dijo Schelling, en tanto “otras suenan en tantas ocasiones, que al final son desconectadas”. Y además, ¿de qué sirve obtener gran cantidad de información, cuando se ignora qué es lo que se está buscando? En ocasiones, puede primar la rivalidad entre servicios de inteligencia. El FBI no comunicó a la CIA que en algunas escuelas de aviación estudiantes provenientes de países del Medio Oriente pedían a sus instructores que les enseñaran a alzar vuelo, pero no tenían interés alguno en lecciones de aterrizaje. En otras ocasiones, los alumnos parecían más interesados en averiguar cómo se abría la puerta de la cabina del piloto, que en maniobrar los alerones. También se dio el caso de que informantes alistados por la CIA lo hacían sin conocimiento del FBI, y en algunas ocasiones fueron arrestados afectando pesquisas.
     Tampoco se puede descartar el protocolo. Morris dice que en la mañana del 7 de diciembre de 1941, el día del ataque a Pearl Harbor, un radar de la estación Opana captó el sobrevuelo de aviones. El radar estaba a cargo de dos soldados, quienes al observar en la pantalla “algo totalmente extraordinario”, llamaron al telefonista del centro de información a fin de notificar la novedad. El telefonista se comunicó con su supervisor, quien ignoraba el procedimiento a seguir para comunicar el hallazgo con sus superiores. Para eludir reprimendas, el supervisor dijo luego que pensó que se trataba de aviones norteamericanos.  

LO DESCONOCIDO
QUE CONOCEMOS

     Existen en la burocracia de los organismos de seguridad algunos axiomas que funcionan de maravillas a la hora de encubrir desaguisados. Recuerdo a una tía mía que nunca movía un dedo en su casa. Cada vez que el esposo le reprochaba su apatía, lejos de ofenderse se sonreía con sabiduría y les explicaba a sus hermanas: “Ah, los hombres ignoran todo aquello que hacemos sin causar alharacas. El cuidado de la casa tiene secretos que ni vale la pena explicar”.
     Cuando se trata de solicitar abultados presupuestos para la defensa, una catástrofe recauda más dinero que una situación de paz social. La catástrofe permite poner las carretas en círculo y hace olvidar la rivalidad entre distintos organismos de seguridad. Los gobiernos abren los cordones de la bolsa y toleran toda clase de gastos, inclusive los más extravagantes. Recuerdo que poco después del 9/11 el gobierno de Bush autorizó la construcción de una flota de barcos antisubmarinos, aunque al-Qaida nunca mostró proclividad a usar submarinos en sus ataques.
     La secuela de los atentados sorprendió a todos, menos a Rumsfeld, que como podrá recordarse, solía sorprenderse de que “nos sorprendamos cuando se registra una sorpresa”. En lugar de concentrarse en lanzar represalias contra los causantes del 9/11, Rumsfeld decidió enfilar los cañones más pesados contra el gobierno de Irak liderado por Saddam Hussein. Para ello, acusó a Saddam de contar con armas de destrucción masiva, pese a los informes de los inspectores de las Naciones Unidas señalando que el líder iraquí se había librado de ellas. Sugirió, además, una conexión entre al-Qaida y Saddam, algo bastante implausible.     Cuando el periodista Jim Miklaszewski encaró a Rumsfeld, señalando que no parecían existir evidencias de un vínculo directo entre Bagdad y algunas organizaciones insurgentes, el ex secretario de Defensa salió con un sofisma que aún hoy sigue acosando los cerebros no sólo de funcionarios del Pentágono, sino de filósofos.
     “Los informes que señalan que algo no ha ocurrido, siempre me resultan interesantes”, dijo Rumsfeld a Miklaszewski. “Pues, como usted sabrá, hay cosas conocidas que resultan conocidas, pero también hay cosas conocidas que resultan desconocidas. Y además hay cosas desconocidas que desconocemos. Se trata de cosas que no sabemos que desconocemos. Y si analizamos la historia de nuestro país, o de otros países libres, la última categoría es la más difícil” de dilucidar.
     Errol Morris dice que la diferencia entre Rumsfeld y Robert McNamara es que  McNamara nunca respondía la pregunta que le formulaban, sino la pregunta que quería que le formularan. Rumsfeld, en cambio, “Nunca responderá una pregunta que le formulan, ni cualquier otra pregunta. Si uno le hace una pregunta a Rumsfeld, sólo recibe evasivas como respuestas”.  
     Y el periodista Jamie Mcintyre dijo del ex secretario de Defensa: “Es raro que admita haberse equivocado en alguna ocasión. Parte de su defensa es que cada frase enunciada es seguida por una advertencia. ´Nunca dije cuánto iba a durar la guerra´. ´Nunca dije cuántos soldados íbamos a necesitar´. Siempre ha sido muy resbaladizo. Su técnica favorita ha sido cuestionar la premisa de toda pregunta y nunca responderla”.
      La imagen de Rumsfeld es tan evanescente como la del gato de Cheshire. Es una sonrisa de suprema autosatisfacción, aunque tal vez, detrás de ella, no existe nada.


jueves, 27 de marzo de 2014

Aprender de Gombrowicz



 Mario Szichman


En América, como en Polonia,
el mayor esfuerzo de la literatura
se pierde en imitar
las maduras literaturas extranjeras.
En Polonia como en Sudamérica,
 todos prefieren lamentarse de su
condición inferior de menores y peores,
en vez de aceptarla como un nuevo
y fecundo punto de partida.
Witold Gombrowicz



Un día, Gregor Samsa se despierta transformado en un insecto. Otro día, Alicia descubre que entre sus atributos figuran achicarse y agrandarse como un binocular. Y después viene el turno de Oscar, el protagonista de El tambor de hojalata, quien decide, con toda premeditación y alevosía, convertirse en un enano y conservar siempre la estatura de los tres años de edad.
Hacia 1937 una transformación corporal también afecta a Pepe, el protagonista de Ferdydurke. Pero, en el caso del protagonista de la novela de Witold Gombrowicz, otros resuelven por él, especialmente el aterrador catedrático Pimko. El profesor y otros seres de su calaña deciden que Pepe retorne a esa difícil edad del patito feo.  
En cada caso, el despertar no es sólo un abrupto corte con el sueño, sino una inmersión en una nueva realidad. Samsa se despierta convertido en un insecto. Alicia se duerme, y a partir de ese momento su cuerpo sufre constantes transformaciones. Oscar, protagonista de El tambor de hojalata, se lanza por una escalera y al regresar de su desmayo queda congelado en un cuerpo que nunca volverá a crecer. El héroe de Ferdydurke despierta y enuncia: “Por un retroceso del tiempo que debía estar vedado a la naturaleza, me vi tal como era cuando tenía quince o dieciséis años”. Pepe escucha una voz que había desaparecido de su garganta: la chillona voz de un pichón. Su nariz es un atisbo. Su rostro es blando y transitorio, sus manos excesivamente grandes para su cuerpo. Ha retornado a una época ingrata, “a una fase pasajera e intermedia”.
Aunque ha superado la treintena, Pepe descubre que no ha llegado a la edad de la razón. Su tía le recrimina: “Pepe, el tiempo apremia, hijo mío. ¿Qué pensará la gente? Si no quieres ser médico, sé por lo menos mujeriego, o un coleccionista. Cualquier cosa, pero sé alguien … sé alguien”.  
El cuerpo de Pepe no es totalmente homogéneo. Le aterra el ralo pelo en la cabeza, su abundancia en el pecho. Sus atributos viriles son excesivos para ese cuerpo cargado de irresolutos deseos y de incompatibles ambiciones. Ser adulto significa asumir el rol del padre, transformarse en ese padre que dictamina, gratifica y castiga. Pepe tiene 30 años, pero querría que lo arroparan en una cama, como cuando tenía cinco años. La historia, el deterioro del cuerpo, los que nacen y los que mueren, esas voces de quienes ya han muerto pero siguen imperando en nuestro mundo, le urgen asumir otro rol, a fin de arrebatarlo de ese paraíso donde se prolongaba en el cuerpo de su madre.
La historia de la literatura está poblada de adultos que siguen siendo niños furiosos, Don Quijote es uno de ellos. Lo quieren introducir en una historia irreal, donde nadie está dispuesto a desfacer entuertos.
Si nos atenemos a la tesis de que cada gran novela es apenas el capítulo de un libro mayor, Robinson Crusoe cumple en su isla el sueño de Don Quijote. Luego vendrán Tom Jones, y Cándido, y el Julian Sorel de Rojo y Negro, y el señor K. a reclamar su parte para cumplir sueños al pie de la letra.
En cuanto al Pepe de Ferdydurke, tironeado entre la adustez del mundo adulto y la precariedad de la adolescencia, vive en una especie de insomnio crepuscular. De su vacilación intenta arrancarlo Pimko, el “guardián de los valores culturales”. Su consigna obedece a los dictados del director de una escuela que le ha pedido “llenar todas las vacantes”. Una escuela no funciona sin alumnos, y la tarea de Pimko es alistar alumnos, sin importar su edad. Pepe, a los 30 años, es uno de los reclutados. Por lo tanto, debe librarse de la mitad de sus años, y sumergirse nuevamente en la falsa ingenuidad de la adolescencia, adquirir miradas prestadas de madres que acechan a sus hijos desde las empalizadas que rodean la escuela, “Nunca bastante saturadas de sus tesoritos”.
De la madurez Pepe pasa a lo inestable, de las formas hechas y de los valores consagrados es transferido a lo informe y transitorio. La lucha de Pepe no es contra molinos de viento sino contra tías culturales, de esas que consideran a Bernard Shaw el maestro de la paradoja, a Oscar Wilde inteligente, pero ya pasado de moda, y que sobrenadan en el mar de los sintagmas, la diacronía, el significante, los dictadores que dictan, los contadores que cuentan, y las barras separadoras.
Los profesores de Pepe son “las cabezas más fuertes de la capital. Ninguno de ellos tiene un solo pensamiento propio”, dice Gombrowicz. Esas cabezas sintonizan con los cuerpos. Ni uno solo de esos cuerpos es “agradable, simpático, normal y humano: se trata de cuerpos pedagógicos”. Esos guardianes de la cultura tradicional tienen una sola misión en la vida: inculcar en los adolescentes la devoción por los muertos consagrados.
Un profesor lee su programa en la clase de Pepe y anuncia: “Hoy debo explicar y aclarar a los alumnos por qué el gran poeta Slowacki despierta en nosotros el amor, la admiración y el goce. Así pues, señores, yo recitaré primero mi lección y después ustedes resucitarán la suya”. Para remachar en el cerebro de los alumnos lo grande que es el poeta, el profesor señala que Slowacki “era un gran poeta. ¡No se olviden de esto: era un gran poeta! ¿Por qué lo amamos, por qué lo admiramos, por qué gozamos de su poesía? Porque era un gran poeta. A ustedes, torpes, ignorantes alumnos, les señalo con claridad. Es mejor que se lo metan en la cabeza: ¡Era un gran poeta! Por lo tanto, voy a repetirlo una vez más: ¡Era un gran poeta!”
Pero el profesor, que ha puesto las carretas en círculo, tropieza con una inesperada dificultad: uno de los alumnos se subleva contra esa forma pedagógica de sentir fervor por el poeta. Cuando el alumno enuncia que no le encanta ni le interesa el poeta, que apenas lee dos estrofas se hunde en el aburrimiento, el profesor se derrumba y le pide al educando que recapacite. “Alumno, yo tengo una mujer y un niño. Tenga piedad por lo menos del niño. Es indudable que la gran poesía debe admirarnos, y Julio Slowacki era un gran poeta”. Pero cuando fracasan sus argumentos ante la obstinación del alumno, el profesor se ve obligado a sacar de su billetera las fotos de su mujer y de su niño, intentando conmoverlo y hacerlo entender que Slowacki era un gran poeta.
Polonia, el sitio de origen de Gombrowicz, siempre ha sido un país informe, más apto para ser repartido entre sus vecinos que para constituir una entidad autónoma. Como señalaba el autor de Ferdydurke, en Polonia, “ningún cuello le queda bien a nadie”. Como ocurre con esas naciones inquietas con su pasado, temerosas de su porvenir, la necesidad de adquirir status resulta imprescindible. Por lo tanto, las autoridades envejecen a toda velocidad los tesoros culturales –cuando más arruinados, mejor– y los adornan con esa enfermedad de la piedra llamada clasicismo.
Pepe, el protagonista de la novela, siente que le han robado la mirada y lo han obligado a transitar en el cuerpo de otro. Quieren obligarlo a razonar en base a pensamientos prestados y que admire todo aquello que suscita en él sospecha o compasión.
Su lucha, en favor de lo inmaduro, lo informe, lo que aún es necesario crear, es propia de todo mestizo de la colonización, avergonzado de su propia piel, de su imperfecta cultura.
Pero Pepe Gombrowicz tiene una virtud: no se deja obnubilar.
Sus ridículas aventuras intentan demostrar que “nuestro arte se ha vuelto demasiado artístico”. Su planteo es que el intelectual de un país periférico es como un niño al que obligan a lucir el traje de un adulto. Y si no se lo puede quitar, pues carece de otro, “Al menos”, dice Gombrowicz, “puede proclamar en voz alta que el traje no está hecho a la medida. De esa manera, podrá marcar una distancia entre el traje y su persona”.


sábado, 22 de marzo de 2014

El copyright del cuerpo, el victorioso amante final. Entre el doctor Frankenstein y el conde Drácula



  Mario Szichman



 

El rostro fue introducido por Jack P. Pierce para el estudio cinematográfico Universal Pictures en la década del treinta del siglo pasado. Universal reclamó de inmediato el copyright de la máscara, así como los derechos exclusivos para exhibirla. Cuando el estudio británico Hammer hizo una serie de películas de horror en las décadas de los cincuenta y de los sesenta, debió inventar un nuevo concepto para recrear el monstruo de Frankenstein. Las películas de horror producidas por Hammer tuvieron aceptable éxito, pero es posible que si en la serie de Frankenstein el estudio hubiera contado con la máscara creada por Pierce, los réditos en boletería hubieran sido mayores.
  LOS OTROS GENIOS DE HOLLYWOOD 
Pierce, oriundo de Grecia, llegó a Estados Unidos a comienzos de la segunda década del  siglo veinte con un sueño: convertirse en astro del béisbol. El sueño nunca se concretó, y se vio obligado a solicitar trabajo en un estudio cinematográfico, donde realizó toda clase de tareas detrás de las cámaras. Finalmente, empezó a trabajar en el departamento de maquillaje, y aprendió mucho de Lon Chaney, un extraordinario actor que con escaso makeup podía transformar su rostro hasta hacerlo irreconocible. Otros actores necesitaban toda clase de aditamentos para alterar su semblante o su cuerpo. Pero Lon Chaney los modificaba prácticamente a su antojo. Basta ver sus roles en El fantasma de la Ópera o de El jorobado de Notre Dame para maravillarse ante sus transformaciones. Ambos filmes fueron estrenados escasos años después de concluir la primera guerra mundial, cuando en las páginas de las principales revistas y periódicos solían divulgar imágenes de los mutilados en combate. (Hay una notoria fotografía publicada en la revista francesa L´Illustration, del 11 de junio de 1927, donde aparecen diez veteranos franceses, impecablemente vestidos, con trajes de tres piezas, posando sobre sus rodillas bastones de mimbre o sombreros de paja, y con deformes rostros que parecen salidos de un filme de horror).
Pero en Chaney, las horrendas máscaras que concibió precedieron a la guerra. Su capacidad para transformar el rostro surgió de una simple necesidad de sobrevivencia. Sus padres eran sordomudos. La única manera de comunicarse con ellos era mediante muecas acompañadas de la inevitable pantomima corporal.
Mientras Lon Chaney vivió, era muy difícil competir con sus mutaciones corporales, que lo convirtieron en el hombre invisible del cine norteamericano. Uno de sus mayores placeres era salir a la calle y caminar entre la multitud, seguro de que nadie lo reconocería. Su rostro cotidiano era otro de sus disfraces.
 Pero el actor falleció en 1930, en el momento en que el cine mudo cedió paso al cine sonoro, y era casi una quimera conseguir un actor de sus atributos para emularlo. Eso permitió el surgimiento de una nueva generación de expertos en maquillaje, especialmente en filmes de horror y de ciencia ficción.
Cuando Pierce se puso a trabajar en la máscara de Frankenstein, para el director James Whale, olvidó el concepto original, el de un monstruo descerebrado, creado con barro o cerámica, como el golem, una figura del folklore judío que aparecía en un previo proyecto cinematográfico de Universal. Curiosamente, el monstruo anterior iba a ser interpretado por Bela Lugosi, el protagonista de Drácula.
A Pierce le fascinaba la idea de Mary Shelley, la autora de Frankenstein, o El Prometeo Moderno de crear un monstruo usando las teorías en boga en los primeros años del siglo diecinueve. El doctor Frankenstein, joven e inexperto, seguramente usaría el método más sencillo para dotar a su creación de eximias facultades mentales: instalar en su cabeza el cerebro de un sabio. (A raíz de una deplorable equivocación, el cerebro robado por su ayudante de una morgue pertenecía a un asesino).
El técnico realizó una vasta investigación de las técnicas de cirugía cerebral, y optó por el método más simple. El doctor Frankenstein simplemente cercenaría la parte superior del cráneo, y allí depositaría el cerebro. La forma de activar el cerebro era mediante electrodos. De allí la presencia de pernos y cicatrices en el rostro del monstruo. Y por supuesto, los pesados párpados son el corolario de su retorno a la vida, poco después de iniciar el sueño eterno.
Uno de los efectos secundarios de esa electrizada criatura que aparece en Frankenstein se reitera en el peinado de Elsa Lanchester, la novia del monstruo en Bride of Frankenstein y en el semblante del hijo de Lon Chaney, en el filme Man Made Monster, pues todo artefacto cultural refleja siempre la morbosa curiosidad de una época. En la década de los treinta, cuando se hicieron esos filmes, la forma favorita de ejecutar a un condenado a muerte era la silla eléctrica.
“NUNCA BEBO… VINO”


Si bien Pierce triunfó con Frankenstein y con otros rígidos monstruos, en parte por su macabro interés en estudiar la manera en que los seres humanos preservan a faraones o a padres fundadores durante siglos, fracasó a la hora de enfrentar al rival del monstruo o a sus émulos. Nunca creó un memorable vampiro, como Drácula. Pero no era su culpa, sino la extraña idiosincrasia de su personaje.
En su espléndido trabajo “The Monster Show, A Cultural History of Horror,” David J. Skal dice que no existía en Hollywood un prototipo masculino de Drácula, el personaje erótico más inquietante de los tiempos modernos, un muerto en vida oriundo de Transilvania que emigra de su castillo en Los Cárpatos rumbo a Londres, con el único propósito de seducir mujeres y beberles la sangre. (Tal vez la escena más perturbadora de la novela es al comienzo, cuando en una evanescente orgía, Drácula bebe también la sangre del protagonista masculino). Cuando se decidió la filmación de Drácula, de inmediato surgió como imagen del vampiro la actriz Theda Bara, la gran vampiresa del cine mudo.
En tanto el monstruo creado por el doctor Frankenstein era puro exterior, el conde Drácula necesitaba atraer al público por su luminosidad interior. Y por suerte, los productores recordaron a un actor húngaro, Bela Ferene Dezso Blasko, quien llegó a Estados Unidos en 1921 como refugiado político, sin saber una palabra de inglés, adoptó el nombre de Bela Lugosi, y participó en obras de Broadway encarnando a seres exóticos: árabes, bandidos, faquires y apaches. Skal dice que el inglés de Bela Lugosi era casi inexistente. Aprendía sus partes de manera fonética, “en una resonante, acentuada voz de barítono que se convirtió en una de las más reconocibles, imitadas y parodiadas voces en la historia del teatro”, y luego del cine.
Nadie que haya visto Drácula puede olvidar el momento en que el conde dice, mirando a las cámaras: “Nunca bebo… vino”.
A diferencia de Boris Karloff, un hombre de increíble cultura, uno de los grandes caballeros del cine de Hollywood, Bela Lugosi era un cabeza dura que siempre consideró a Estados Unidos y a Hollywood fuera de su especial zona de interés. Pero, desde ese extremo, creó el personaje más memorable de toda la historia del cine. Su obstinación, dice Skal, “contribuyó a su intensidad como actor: actuó en un lenguaje que ignoraba, usando su titánica fuerza de voluntad. Cualquier otro hubiera optado por tomar lecciones de inglés”.
Pero Bela Lugosi sabía a donde apuntaba. Cuando apostaba a la muerte, apostaba a la inmortalidad. Decía de sus admiradores, y especialmente de sus admiradoras: “Ellos buscan el abrazo de la muerte. Es un deseo inconsciente. Pues la muerte es el victorioso amante final”.


miércoles, 19 de marzo de 2014

El inmovilismo de la fragmentación





Mario Szichman




“¿Puede el río generar nuevas aguas diferentes a las transcurridas/

o es apenas un disco roto que gira sin parar?”

Laura Cracco




     “The Founding of New Societies,” [i] un ensayo sociológico compilado por Louis Hartz, es un buen análisis del modo en que el viejo mundo creó y distorsionó al nuevo. La idea de Hartz es que existe en toda creación histórica una mutación, un retorno a las raíces, y un congelamiento de su devenir.

     La América Latina que se independiza de una sociedad feudal como la española marcha en una dirección. La América del Norte independizada de una Inglaterra inmersa en la revolución industrial avanza en otra. Cada fragmento del nuevo mundo, dice Hartz, refleja una fase de la revolución europea, junto con “el inmovilismo de la fragmentación”.


RECUERDOS DEL FUTURO


     Una refrescante aproximación a ese concepto está presente en varios textos publicados o presentados en ponencias por la profesora Carmen Virginia Carrillo. Al analizar la obra de poetisas venezolanas como Miyó Vestrini, Márgara Russoto, Carmen León Ferro, o Laura Cracco, (Ver: http://lapalabreradecv.blogspot.com/2013/11/mustia-memoria-de-laura-cracco-el.html), la ensayista señala que esas creadoras han encontrado en el desarraigo su voz más auténtica y perdurable. Esos seres extraños en tierra extraña muestran en algunos de los poemas analizados, dice la profesora Carrillo, que “El emigrante vive en el afuera y su condición es el tránsito. Si bien anhela regresar, en el fondo reconoce la imposibilidad del deseo, pues el lugar del origen ya no es el mismo”.

    Cada comunidad intenta reaccionar de manera diferente en el nuevo país. Se puede observar en los periódicos que publica, en las librerías que frecuenta, en las celebraciones donde exhibe su orgullo. Pero, en todos los casos, hay una cierta nostalgia que puede llegar a ser muy deprimente. Se puede observar, por ejemplo, en los objetos que preserva, en su música.

     Sin importar el lugar de donde provienen, esos seres transplantados son como capas geológicas de una historia que ha dejado de transcurrir en el nuevo suelo. Y eso depende de la época en que han llegado a una ciudad. Sus proyectos marcan el momento en que abandonaron sus países, en que coagularon su indagación.

     En ocasiones, recibo el boletín de una librería muy bien surtida de Manhattan. Los títulos en inglés se mantienen al día, y se esfuman con la misma regularidad con que aparecen, pues la industria editorial norteamericana necesita cada quince o veinte días vaciar las estanterías y llenarlas con novedades. Pero los títulos en español tienen la persistencia de la memoria, aluden a un pasado que resulta incomprensible para quienes siguen viviendo en los países de origen. Inclusive se puede identificar a los libreros por sus peinados de época y por sus preferencias bibliográficas. Si un uruguayo abandonó el país en la época de José María Bordaberre, a comienzos de la década del setenta, sigue teniendo en sus anaqueles Las venas abiertas de América Latina, y la narrativa de Carlos Martínez Moreno (obviamente la de Juan Carlos Onetti). Un peruano de la misma época atesora los textos de Mariátegui, y un chileno, los ensayos de Martha Harnecker. Sin importar el origen, todos los libros tienen la consistencia del hojaldre. Están mal encuadernados, pésimamente impresos, y cada una de sus páginas porta la mácula de un papel oscurecido y crepitante manchado por el ácido. Paso por alto las tertulias, que recuerdan a las sesiones de espiritismo, donde se convoca no tanto a los antepasados como a los fantasmas de los participantes, cuando eran jóvenes y tenían todo un futuro por delante, y regreso a algo más vital, al texto de la profesora Carrillo.

     La extranjería, nos dice, al aludir a las poetas estudiadas, “es percibida como condición irrenunciable. El extranjero vive en una perenne y fallida búsqueda de una patria que pueda considerar como suya, sin embargo, no logra  la conciliación en un mundo que le es ajeno, y vive en la incertidumbre de no reconocerse en  los espacios, en la lengua, en las costumbre y en las cosas”. Aquellos encargados de trasplantar las ideas de una vieja sociedad al nuevo mundo tienen dos problemas: crear una historia con los restos marchitos de cosechas extrañas, y acudir a un pasado que frena su evolución. Los emigrados parten de cero, la historia cesa de transcurrir. Aterrados por la incertidumbre de lo nuevo, los futuros colonizadores se aferran a lo perdido, a un pasado muy diferente al que abandonaron.

     El pasado de aquel que emigra a otras tierras no se despliega del mismo modo que el pasado de quien permaneció en el lugar y verifica que lo pretérito ha evolucionado como el porvenir. Nuevos textos aparecen divulgando sus diversas, contradictorias facetas. Al avanzar en la tierra de origen, la historia permite reconfigurar partes de lo antiguo. Seres invisibles empiezan a hacerse visibles. El cambio en las maneras de ver el pasado es muy perceptible en algunos países. Uno de los propósitos de las clases gobernantes es privilegiar a sus elites, y denigrar u olvidar a otras. Pero, con la movilidad social, cambia el contenido de esas clases. Allí está el caso de Estados Unidos. Cada diez o quince años son descubiertas minorías que eran invisibles para los padres fundadores. En ocasiones, les diseñan blasones. También se crean meses en que todos deben sentirse orgullosos de algo.

    Talleyrand dijo de los aristócratas que huyeron de Francia tras la revolución y retornaron luego de la caída de Napoleón: “No han aprendido nada, y nada han olvidado”. ¿Y cómo podía ser de otra manera? ¿Qué ser humano se acostumbra a vivir en un mundo que conoció en su infancia y el cual ha sido alterado hasta hacerse irreconocible?




















[i] Se trata de una antología de historia comparativa que cuenta, además, con excelentes textos de historiadores como Kenneth D. McRae, Richard M. Morse, Richard Rosencrance y Leonard M. Thompson. (Harcourt Brace Jovanovich, Nueva York, 1964).