miércoles, 29 de enero de 2014

La piqueta del progreso


Mario Szichman


Hay libros que se ubican en los márgenes y desde allí cuestionan el saber establecido. Ocurre con La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn, con Introducción a la historia, de Marc Bloch, con la Sociología del gusto literario, de Levin L. Schucking. Simbolizan, en el campo del ensayo, el equivalente de las novelas de Lawrence Sterne, de Gustave Flaubert o de Marcel Proust, que parecen proclives a desarticular la estructura narrativa.

En Tristram Shandy, Sterne cuenta en el inicio no la infancia del héroe, sino el orgasmo de sus padres y la gestación. En Bouvard y Pecuchet Flaubert usa el background de 1.500 libros no como un tributo al progreso del saber humano sino para reírse de la estupidez que abunda en todas las ramas del conocimiento. Y Proust dedica más de tres mil páginas a describir las tribulaciones de un escritor en ciernes que nunca encuentra tiempo para escribir una novela.

Kuhn usa una piqueta similar para acabar con la idea de que progresamos en materia científica a medida que transcurren los siglos. Según el ensayista, las nuevas teorías desechan el avance alcanzado en las teorías antiguas y empiezan a partir de cero con otras premisas, posiblemente erradas, aunque englobadas en un sistema coherente.

Bloch considera el análisis de la historia tan dudoso como las fábulas o las parábolas religiosas, y Schucking declara que no hay arte sin el financiamiento de los mecenas (los Borgia, durante el Renacimiento, el estado benefactor, en la actualidad). Sin ese respaldo económico, sugiere Schucking, toda obra maestra puede quedar perfectamente desconocida algunas centurias o milenios, como los dibujos en las cuevas de Altamira.

A esa pléyade de escritores en los márgenes pertenece James C. Scott con su libro Seeing Like a State. La traducción del título es difícil. Literalmente, sería Ver, o examinar, como un estado.  La idea es que desde las alturas del poder la realidad se observa de una manera esquemática, ignorando al ser humano excepto para vigilarlo y tomar control de su vida. Tal vez el subtítulo ofrezca una idea mejor: “Cómo ciertos esquemas para mejorar la condición humana han fracasado”.

Hay un solo problema en el libro de Scott: su dispersión. Con cada uno de sus capítulos podría haber escrito un libro. Y esos tomos hubieran poseído la misma o inclusive mayor contundencia que el producto final. Pues en ocasiones Scott se disemina en múltiples avenidas, y en excesivas notas al pie.

La idea central de Seeing Like a State es la siguiente: la llamada “ingeniería social” suele planificar para el desastre[i]. Ya se trate de una ciudad –Brasilia es el modelo perfecto de una pesadilla urbanística– o de la naturaleza. La colectivización de las tierras en Ucrania durante la época de Stalin no sólo privó a cientos de miles de propietarios de sus tierras, sino que condenó a millones de personas a espantosas hambrunas.



DE LE CORBUSIER A BRASILIA


El arquitecto Charles-Édouard Jeanneret, más conocido como Le Corbusier, amaba la geometría sencilla de los grandes espacios. Curiosamente, sus colosales creaciones nunca encontraron financiamiento. Eran demasiado austeras, parecían destinadas exclusivamente para la meditación. En esos diseños, solo el factor humano era prescindible.
    Por suerte Le Corbusier era  muy admirado por el arquitecto brasileño Oscar Niemeyer, y su inspiración contribuyó a la creación de Brasilia, la ciudad de la segregación espacial, donde todo está separado de todo, y la única esperanza de sobrevivir es salir huyendo de sus predios a toda velocidad.

El sitio donde fue construido Brasilia era el sueño de un urbanista como Le Corbusier, pues estaba totalmente vacío. Al presidente brasileño Juscelino Kubitschek, quien convirtió a la ciudad en su prioridad máxima, le gustaba el terreno seleccionado para su emplazamiento, pues se trataba de una tabla rasa en la Meseta Central del estado de Goiás, a mil kilómetros de Río de Janeiro. En esa zona Kubitschek podría prescindir de compromisos “ortopédicos”. La agencia encargada de planificar su construcción controlaba toda la tierra. No había que demoler favelas usando la piqueta del progreso, o exterminar a indígenas.

La planificación fue ejemplar. Por un lado había viviendas, sólo viviendas. Por el otro lado se erigieron oficinas públicas, ministerios, asambleas legislativas, y numerosos mausoleos dedicados a labores burocráticas. En un sector estaban las actividades recreativas, y en el otro los medios de transporte. Era esencial que ninguna actividad contaminase otra. Si existe una palabra que define a Brasilia es “segregación”. Cada parte, dice Scott, debía estar “espacialmente segregada, como insistía Le Corbusier”. Y ya que la única función de Brasilia es de índole administrativa, la planificación fue bastante simple.
   Pero además, Kubitschek y Niemeyer querían que Brasilia se convirtiese en “una utopía factible”, en la visión que debía encarnar el futuro del país. Por lo tanto, era imprescindible barrer bajo la alfombra “los hábitos, tradiciones y prácticas del pasado brasileño o de sus grandes ciudades”. Como el San Petersburgo que ordenó construir el zar Pedro el Grande, Brasilia debía remodelar al ciudadano, desde su carácter hasta sus hábitos personales. El súbdito que llegase a Brasilia debería olvidarse de su previa vida social, de sus diversiones, o de su trabajo. Brasilia impondría en todos sus residentes una capa de modernidad. Todos serían hombres nuevos y mujeres flamantes.

Un modelo de la nueva urbe creada por Niemeyer, es La Plaza de los Tres Poderes. He aquí la descripción de Scott:

“… ¡Qué plaza! Esa vasta, monumental plaza, flanqueada por la Explanada de los Ministerios, es de tal escala, que inclusive empequeñece un desfile militar … En comparación, la Plaza Tien—an –Men de Pekín, o la Plaza Roja de Moscú, son íntimas, acogedoras. La única manera de tener una idea de la plaza … es desde el aire. Si un amigo desea encontrarse con otro en esa plaza, es como intentar encontrarlo en el medio del Desierto de Gobi. Y si finalmente encuentra a su amigo en la plaza, no hay nada que puedan hacer juntos”. Scott dice que la única función que desempeña esa plaza es como “centro simbólico del estado”, y la solitaria actividad que favorece es la de los empleados dirigiéndose de un ministerio a otro.

Brasilia recuerda un poco esos paisajes urbanos futuristas diseñados en filmes como Blade Runner, donde el traslado consiste en huir de lugares. Mientras en una plaza tradicional confluyen las residencias, el comercio y la administración, convirtiéndola en un vital sitio de paseo y de ocio, la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia representa la ausencia de vida. Todo aquello que existe en La Puerta del Sol de Madrid, en el “centro” de Buenos Aires, en Times Square de Nueva York, en los anchos bulevares de París, brilla por su ausencia en Brasilia. Los hombres nuevos y las mujeres flamantes son almas en pena que deambulan por áreas gigantescas.

En Brasilia, dice Scott, “no existen los espacios públicos informales, carentes de estructura: los cafés al aire libre, las esquinas, los parques pequeños, las plazas vecinales”. Todo espacio que debería servir para la recreación se ha convertido en “un espacio muerto”.

Planificar “desde arriba” no es monopolio de los autócratas, sino de una mentalidad estatista que precede a la Revolución Francesa. Scott menciona lo que ocurrió en Prusia durante el siglo dieciocho, cuando ingenieros forestales intentaron crear madera para usos exclusivamente comerciales.

“El anhelo era crear bosques perfectamente legibles”, dice Scott. “Se plantaron árboles de la misma edad y de la misma especie. Los árboles crecían en líneas rectas, en espacios llanos, rectangulares, libres de toda clase de arbustos y de cazadores furtivos”. Pero, el plan contravenía a la naturaleza, que ama la mezcla de especies, y a la sociedad, que tiene usos destinados a los arbustos y a las hierbas que prosperan a su alrededor. En el lapso de un siglo, la naturaleza se vengó. Esos bosques tan higiénicos, tan libres de toda contaminación, se infectaron de muerte y fueron flagelados por toda clase de plagas.

Tal como indicaba Arthur Korn, la historia construye la ciudad, no a la inversa. Y el ser humano crea y recrea el planeta todos los días de su vida. Pero el estado, y especialmente el estado gendarme, reformula todo en base a estrictas exigencias de intervención y acecho. Los grandes bulevares de París diseñados por el barón Haussman no fueron inventados para que los parisinos ensancharan el recorrido de sus paseos, sino para que las piezas de artillería pudieran desplazarse sin problemas a la hora de ametrallar a los obreros durante las insurrecciones.










[i] Excluimos todo aquello que tiene que ver con la salud pública, la medicina, o la “revolución verde”, que ha contribuido a resolver problemas alimenticios.

domingo, 26 de enero de 2014

Morir en vivo y en directo Eternizarse algunas décadas adicionales





Mario Szichman



Me hice antiperonista cuando tenía siete años de edad. No se puede estafar a un niño de manera impune.  Nací en Buenos en 1945. El año en que Adolfo Hitler se suicidó en Berlín, y en que el peronismo llegó para quedarse. Siete años después, el 26 de julio de 1952, mis padres me llevaron a ver una pelicula de Los Cinco Grandes del Buen Humor. Yo amaba a esos cómicos, me divertían sus aventuras. Toda la semana previa a la función hablé con mis amigos del gran, incomparable evento. La película era proyectada en un cine con una inmensa sala. Cuando llegamos con mis padres y mi hermana, el cine estaba repleto de espectadores. Primero pasaron un documental de Sucesos Argentinos. Los ciudadanos de todo país afligido por autócratas o dictadores en las décadas del cuarenta o del cincuenta deben recordar esos noticiosos oficialistas.

En España existía el documental de No–Do, que exaltaba las obras del generalísimo Francisco Franco. Los españoles habían rebautizado a Franco como “El galán de No-Do”. El galán de Sucesos Argentinos se llamaba Juan Domingo Perón. A excepción de los granaderos a caballo, el cuerpo insignia de las fuerzas armadas argentinas, el documental se dedicaba a reseñar las actividades de “El primer trabajador de la Argentina”, especialmente la inauguración de obras bautizadas con su nombre, o con el de su esposa, María Eva Duarte de Perón.

Hospitales, fábricas, ciudades, gasoductos, llevaban el nombre de uno u otro miembro de la pareja presidencial. Presumo que había otros próceres en la Argentina –habitualmente, los próceres preceden a las patrias– pero resulta más económico bautizar la infraestructura con uno o dos nombres a lo sumo. Algo tiene que ver con la producción en serie.

Recuerdo que en un excelente cuento de Rodolfo Walsh, un antiperonista ingresaba a un baño público, y usando una birome, lo rebautizaba como “Meoducto Presidente Perón”.

Finalmente, el documental de Sucesos Argentinos arribó piadosamente a la palabra Fin. Han pasado numerosas décadas desde esa jornada, pero todavía recuerdo la tensión nerviosa, el júbilo en la sala, el cese de todo murmullo, cuando con fanfarrias se anunció en la pantalla el título del filme protagonizado por Los Cinco Grandes del Buen Humor. Uno tras otro, se sucedieron en flashes los nombres de Guillermo Rico, Rafael (El Pato) Carret, Juan Carlos (El Flaco) Cambón, Jorge Luz, y Zelmar Gueñol. Y cuando ya los nombres de los actores habían sido reemplazados por los del guionista y miembros del cuerpo técnico, y antes que se accediera al nombre del director, llegó la catástrofe, lo impensado: se escuchó como el raspar de una púa sobre un disco de vinyl (sí, existió una época dorada sin audiocasettes) la gigantesca pantalla del cine adquirió una enfermiza, amarillenta luminosidad, y cesó la proyección de la película. Luego de algunos segundos de estupor y de murmullos, apareció en el centro del escenario un señor arrastrando un micrófono de pie, y nos informó que se cancelaba la función porque “A las veinte y venticinco, la señora había pasado a la inmortalidad”.

Dos o tres personas comenzaron a llorar. El resto de los espectadores pareció  resignado al fallecimiento de Eva Perón. En el pensamiento colectivo primaba la idea de que no somos nada. Además, la enfermedad de La Señora (existía sólo una Señora en toda la Argentina) era conocida desde hacía algunas semanas. Recuerdo las misas cotidianas donde se oraba por ella.

Luego vinieron los funerales, los más grandes de que se tenga memoria en la Argentina. También los más prolongados, y los más tristes y lluviosos.



LOS FUNERALES DEL PAPÁ GRANDE



La muerte de Eva Perón, tan bella, tan joven, ha conmovido a muchos intelectuales y escritores. El musical Evita es una demostración de su repercusión mundial. Pero creo que contribuyó a su leyenda el destino del cadáver luego de la momificación realizada por el médico español Pedro Ara. Tres años después de la muerte de Evita, la Revolución Libertadora derrocó a a Perón, y alguno de sus jefes tuvo la luminosa idea de robar el embalsamado cadáver de la difunta, y esconderlo, para que no se convirtiera en objeto de culto. De esa manera, se acrecentó la figura de Evita como objeto de culto, tras añadirse el sacrilegio de escamotear sus restos mortales.

Las peripecias sufridas por el cadáver de Eva Perón han creado un subgénero literario-ensayístico en la Argentina. El ataúd en el que se hallaban sus restos tuvo distintas escalas en Europa y concluyó enterrado en un cementerio de Milán. En la lápida ya no era Evita, sino María Maggi de Magistris, una viuda italiana emigrada a la Argentina. Durante dos décadas, se ignoró su destino.

Fue también Rodolfo Walsh quien escribió una obra maestra, el cuento titulado Esa mujer, aludiendo a esas peripecias.

El trajinado deambular de Eva Perón no es tan insólito como se presume. Sólo la excepción confirma la regla. El “Auto–icon”, el cuerpo parcialmente momificado del famoso filósofo británico Jeremy Bentham se encuentra en exhibición en una vitrina del University College of London, desde el año 1850. Nadie ha intentado sustraerlo. Pero eso es infrecuente.

El problema de mantener un cadáver famoso por encima de la tierra causa problemas. Por alguna extraña razón, siempre hay algún maniático o alguna corporación militar que necesitan apoderarse de ese cadáver. El cuerpo de Abraham Lincoln fue robado en una ocasión. Y los restos del Libertador Simón Bolívar fueron exhumados y examinados por el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez, aunque nunca se explicó el propósito. 

El cadáver de Lenin reposa en un panteón situado en la Plaza Roja de Moscú desde hace más de ocho décadas. Cuando los nazis invadieron la Unión Soviética, Stalin ordenó trasladar el cuerpo a Tyumen, Siberia, para que no fuera confiscado por los invasores.

La odisea de ese traslado está narrada en un extraordinario libro, Lenin´s Embalmers, escrito por Ilya Zbarsky y Samuel Hutchinson. El cadáver del líder revolucionario fue custodiado por  Boris Zbarsky, uno de los embalsamadores originales de Lenin, y por su hijo Ilya (el co-autor del libro Lenin’s Embalmers).

Boris Zbarsky salvaguardó el cadáver durante 30 años. Su hijo, otros veinte. Ambos se aferraron al cadáver de Lenin, glosando la letra de un tango, “Como abrazados a un rencor”. Fue lo único que les permitió sobrevivir a las purgas de Stalin.

Por cierto, en ese lapso ocurrió algo extraordinario con el cadáver de Lenin: empezó a vender salud. Ilya Zbarsky envió un informe al Kremlin en 1945, señalando: “La condición del cadáver ha mejorado de manera considerable”. 

Luego de la caída de la Unión Soviética, Ilya logró acceder a los archivos de la KGB, y descubrió que tanto él como su padre habían sido condenados a muerte por actividades antisoviéticas. Pero la sentencia fue suspendida. Al margen del informe contra ambos, Stalin escribió, de su puño y letra: “No deben ser tocados hasta que se encuentren substitutos”. Resultó imposible encontrar embalsamadores capaces de mejorar el aspecto de un muerto.


En 1953 falleció José Stalin, el sucesor de Lenin. También su cadáver fue momificado. Pero no por Boris Zbarsky, ni por su hijo Ilya. Boris estaba preso, en tanto Ilya había sido destituido de su cargo de embalsamador. Stalin localizó finalmente a un técnico capaz de mejorar el aspecto de un muerto: Sergey Mardashev. Nunca imaginó que esa persona se encargaría de aderezarlo para la eternidad. O de divulgar sus defectos. Mardashev quedó muy desconcertado al encontrarse con el cadáver de Stalin. El líder soviético aparecía en las fotos con el rostro de un galán de cine. En realidad, tenía la cara estropeada por la viruela, y debía someterse diariamente a sesiones de maquillaje. Las revelaciones de Mardashev cayeron como un balde de agua fría entre los admiradores de Stalin.

Hasta 1961, Stalin reposó a un metro de distancia de Lenin. Pero luego, el proceso de desestalinización ordenado por Nikita Kruschev envió su momia a un sitio desconocido. He visto muchas fotos siniestras, cercanas a la pornografía, pero no creo que una sola de ellas supere la imagen de esos dos cuerpos reposando para la eternidad.

En años recientes, tras la caída de la Unión Soviética, empezaron a multiplicarse las voces exigiendo que Lenin, el padre fundador del estado soviético, descanse realmente en paz, alejado de la Plaza Roja. Eso ocurrirá en algún momento no muy lejano, y Lenin deberá liar sus bártulos.



JULIO ES EL MES MÁS CRUEL



Julio es pleno invierno en Buenos Aires. Y la mayoría de los días del velorio de Evita, o llovió, o el cielo emergió encapotado. La ciudad se detuvo. El país se detuvo. Allí comprobé que no todas las muertes son iguales. En mi novela Los judíos del Mar Dulce, uno de sus protagonistas, Natalio, el más antiperonista de la familia Pechof (contreras les llamaban a los opositores) hace este cálculo: “Si a cada velorio van unas cuarenta personas y al de Evita fueron más de un millón y medio, su muerte equivale a la de treinta y siete mil quinientos difuntos”.

Creo que en esa ocasión, no fue Natalio Pechof quien habló, sino el autor. El autor abrió la boca no desde su madurez de escritor, sino desde el rencor de su infancia. Bueno, hay que disculpar a ese niño que consideraba más interesante contemplar a cinco cómicos en la pantalla, que un funeral interminable. Pues no se puede estafar a un niño de manera impune.

Siempre me han causado desconcierto los avatares de la eternidad. Cambian los gobiernos, se revisa la historia, y en muchos casos es difícil mantener la ficción de un inmortal que ha sido eternizado en vida. En cambio otras vidas, que muchos imaginaron serían sepultadas por su muerte, persisten en marcar nuestros destinos.

Simón Bolívar murió despreciado, perseguido, solitario. De Francisco de Miranda ni siquiera se han podido recuperar los restos. Murió en la fortaleza de La Carraca, en Cádiz, y esa fortaleza fue luego destruida por las aguas. Y sin embargo, ambos siguen guiando a generaciones de venezolanos y de latinoamericanos. La historia suele ser cruel. Pero la mayoría de las veces muestra su sabiduría.

miércoles, 22 de enero de 2014

Nombres propios, deseos ajenos



Mario Szichman

El primer nombre de Robinson Crusoe era Robinson Kreutznaer, nacido en el año 1632 en la ciudad de York. Su padre era un extranjero proveniente de Bremen. Pero, luego de un tiempo, y debido a la "la habitual corrupción de palabras en Inglaterra, escribimos nuestro nombre como Crusoe", explica el más célebre naúfrago de la historia.
En su brillante trabajo Acts of Naming: the Family Plot in Ficton, Michael Ragussis explora la función del nombre en la narrativa moderna. Pues el nombre, dice el autor, “se otorga, se encuentra, se revela, o se conquista”. También es posible despojar a una persona de su nombre, ocultarlo, o prohibirlo. Un nombre puede mudarse en objeto de calumnia. (En estos días se discute en Israel un proyecto de ley para prohibir el uso de la palabra “nazi” como insulto). Un nombre puede ser ensuciado, y una persona puede pasar a la historia no con su nombre verdadero, sino con otro ficticio. Los jefes de la Revolución Bolchevique son recordados por sus seudónimos. León Trotsky se llamaba inicialmente Lev Davidovich Bronshtein, José Stalin había sido bautizado como  Ioseb Besarionis Dzugashvilli, Lenin era conocido como Vladimir Ilyich Ulyanov antes de pasar a la clandestinidad.
También el cambio de status político puede obligar a un personaje a encubrir su celebridad con un seudónimo. Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial, muchos dirigentes nazis debieron rebautizarse, entre ellos Josef Mengele, quien hacía experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz.
Mengele buscó refugio en la Argentina y disponía no de uno, sino de siete alias: Fritz Ulmann, Fritz Hollmann, Helmut Gregor, G. Helmuth, Ludwig Gregor, Wolfgang Gerhard y, el más extraño de todos, José Mengele, casi como una invitación a ser reconocido e identificado. Pero, inclusive los otros seudónimos parecen haber sido elegidos por un ser irracional. Se usa un seudónimo generalmente para no ser descubierto por alguien que puede causarnos daño, ya se trate de un cómplice, o de un juez. El ser humano se caracteriza por dejar huellas en todas sus transacciones. Cuando Josef Mengele estaba vivo era frecuente que una persona de distinción colocara monogramas en sus camisas. De ahí que cualquier delincuente de alcurnia obligado a usar un apodo adoptara nombres acordes con sus iniciales. El único seudónimo que le podía resultar útil a Mengele era el más obvio y delator, el de José Mengele. Los otros lo obligaban a arrojar a la basura sus camisas con monogramas. Además, a quien primero debían causar confusión era al portador. Se repiten en sus alias Fritz y Gregor, y Helmut parece una obsesión con sus transliteraciones: Helmuth, Hollmann, Ulmann.
En ese sentido, resulta interesante ver cómo un novelista maneja un protagonista con los atributos de Mengele. No hay peor enemigo del narrador que un personaje con varios nombres. Quien resolvió en parte la dificultad fue Marc Behm en su excepcional novela The Eye of the Beholder, el único relato policial metafísico donde el detective es un émulo de Dios.
Behm nos cuenta la historia de un investigador privado que ha perdido todo contacto con su hija, tras un difícil divorcio. Veinte años después, empieza a sospechar que su hija se ha transformado en una asesina depredadora, que enamora hombres, a veces a mujeres, y tras sus asesinatos les roba el dinero, reanudando su cacería de víctimas en otra ciudad, siempre con un nuevo seudónimo y una peluca de diferente color.
Pero los seres humanos necesitan aferrarse a un pasado, a un hábito, a algo que les ofrezca permanencia. Los hábitos de la asesina son el coñac, la lectura del horóscopo, devorar peras, dejar descansar sus puños en las caderas cada vez que improvisa un nueva vida, y revisar Hamlet de manera constante. El detective, en lugar de entregar a la asesina a la justicia, la protege como buen padre que es, y cuando la acecha es para librarla de los obstáculos sembrados por sus perseguidores.
Behm nos dice que la mujer tiene más de veinte seudónimos, pero como es un sabio narrador siempre acude a los props [i] para que el lector siga la trama sin dificultad. Si nos muestra una desconocida, de inmediato nos pone al tanto de sus antecedentes, ya sea porque relee Hamlet, bebe coñac, o deja descansar sus puños en las caderas. (El prop del detective es resolver palabras cruzadas).

ENALTECER Y DIFAMAR

El nombre propio puede también marcar el ascendiente social, como se observa en los monarcas, especialmente cuando al nombre se añade el número. El más despreciable rey de España se llamaba Fernando Séptimo. (Los reyes no tienen apellido). Cuando la aristocracia industrial de Estados Unidos quiere afirmar su situación dinástica, también numera a los herederos. Debe existir ya un Henry Ford Tercero o Cuarto.
Por supuesto, en ciertos contextos, el nombre sirve para anular al individuo. Ragussis menciona la proclividad de las familias puritanas a designar a sus hijos con nombres que remiten a esencias, como Experience, Preserved, Wait, Thanks, Desire, Unite and Supply, More Mercy, Relieve, Believe, Reform, Deliverance, Strange.
De esa manera, denominar es también encarcelar a la persona en una alegada virtud, e impedirle salir del cascarón.  (Los anarquistas solían bautizar a sus hijos con nombres como Libertad, Esperanza, o Gratitud).
Y en esa necesidad de otorgar un nombre que nos va a perseguir toda la vida, muchos anhelos son truncados de raíz. Posiblemente los puritanos que nombraban a sus hijos usaban la técnica de esos ganaderos que aplican el monograma de su hacienda al anca de sus reses con un hierro candente. Niños que se llamaban Reform, Believe, Deliverance, Mercy, Unite and Supply, sólo podían convivir con niños cuyos padres también eran puritanos. De lo contrario, la vergüenza los hubiera abrumado. (Los niños no son muy amables con todo aquel que viste de manera extraña o que porta un nombre extraño).
Resulta sugestivo que el nombre propio sea ajeno a su portador. Otros se lo han impuesto. Y en ese gesto, el ser humano queda tan prisionero de su enunciación como de su cuerpo o de su entorno social. Como señala J. Miller en su introducción a Bleak House, el nombre propio “separa a la persona designada de su intolerable individualidad y la asimila en un sistema de lenguaje”.




[i] Los “props” son objetos usados por los actores para consolidar su personalidad, e incluyen desde bastones, libros, vasos y revólveres hasta abanicos. Son, un poco, como la varita mágica del prestidigitador, y sirven para apuntalar una escena.