miércoles, 30 de abril de 2014

La eliminación de la risa



Mario Szichman


En esa Biblia del buen vivir que es Gargantúa y Pantagruel, Grangousier, el padre de Gargantúa, debe llorar por la muerte de su esposa, Gargamelle, durante el parto y celebrar al mismo tiempo la llegada de su primogénito. Es una escena inaugural que Mijail Bajtin denomina “de risa carnavalesca”, pues la muerte está preñada de vida, en tanto el útero materno anticipa la tumba.
Para Bajtin, la diferencia entre Dostoievski y Tolstoi está en esa imagen carnavalesca de la vida; imagen que impregna todas las producciones de Dostoievski, aún la más lúgubre, y que está acompañada por la eternidad que ofrece la reincidencia de los ciclos, y la ausencia de cierre. Dostoievski nunca hubiera podido escribir una novela como La muerte de Ivan Ilich, nos dice Bajtin. En la narrativa de Tolstoi existía el cierre, la conclusión. El narrador enunciaba la última palabra al cerrar los ojos del protagonista. En cambio, toda novela de Dostoievski es una obra abierta, donde ninguno de sus personajes, o el autor, se queda con la palabra final. El discurso queda siempre truncado. Múltiples voces lo cuestionan. El narrador forma parte de ese coro de voces, es apenas una opinión entre otras.
Es curioso que un escritor tan reaccionario como Dostoievski, tan devoto de las verdades incuestionables de la iglesia ortodoxa rusa, de la indisputable autoridad del zar de todas las Rusias, haya sido en su prosa tan revulsivo en sus planteos, tan democrático en su visión. (Hay un dato que corrobora el planteo de Bajtin. Por la época en que Dostoievski escribió Crimen y Castigo, figuraba entre sus planes una fábula humorística, de la cual quedó apenas un fragmento, “El sueño del tío”. Además, nunca abandonó la idea de escribir una versión rusa del Cándido de Voltaire, uno de los epígonos de la novela cómica).
Dostoievski podría ser considerado el más antifilosófico de los grandes narradores europeos. Sólo Balzac se le puede comparar en su búsqueda de ontologías alternativas, de sistemas de pensamiento que hoy nos parecen festivos, simplemente porque la moda los ha sustituido con otros sistemas tan risibles, pero menos divertidos. Ahí tenemos el caso de la frenología, con sus teorías de bultos cerebrales donde se agazaparía desde la estulticia hasta la suprema inteligencia, y que tanta fama alcanzó a mediados del siglo diecinueve. Y es que todo sistema filosófico implica el dogmatismo, y aunque en alguno de ellos se otorga permiso al relativismo, es como un cauteloso salvoconducto que nunca debe ser tomado muy en serio. (Si la filosofía no fuese tan dogmática, algunos sistemas políticos no hubieran causado tanto daño en el siglo XX. Sólo la certeza infalible ha condenado a tantos millones de personas al cadalso, o a los campos de trabajos forzados).
Para Bajtin, la risa carnavalesca de Dostoievski, aunque reducida, permite observar cómo organizó el mundo de sus personajes, la estructura de las imágenes, la trama de sus numerosas situaciones, inclusive el estilo verbal. Pero la expresión decisiva de esa carcajada reducida, señala Bajtin, puede descubrirse en la perspectiva del autor. “Esa posición excluye toda seriedad unilateral o dogmática, impide un solo punto de vista, un extremo polarizado de la vida o del pensamiento. Toda seriedad parcializada –en la vida o en el pensamiento– todo pathos carente de ecuanimidad, es otorgado a los héroes de sus novelas, pero el autor, encargado de enfrentarlos en el ´gran diálogo´ de la novela, deja el diálogo abierto y no instala punto final en la conclusión”. (Problems of Dostoevsky´s Poetics, University of Minnesota Press, 1984).
El sentido carnavalesco del mundo se caracteriza justamente por la ausencia de desenlace. La muerte fecunda la resurrección, así como la vida contribuye a relativizar la muerte y a fortalecer la esperanza.  
Es sintomático que la risa, no la seriedad, abona el territorio para la esperanza pues permite relativizar el dogmatismo, desmantelar la idea de que algo es implacable y eterno. Es al mismo tiempo notable cómo, del Renacimiento a nuestra época, nuestros filósofos y nuestros escritores son cada vez más serios, más engolados, más implacables. El Renacimiento nos dio Don Quijote, Gargantúa y Pantagruel, La vida del Buscón, el Lazarillo de Tormes, Falstaff (No muchos se preguntan por qué el Shakespeare de las tragedias pudo crear tan inolvidables bufones). Fue en el Renacimiento cuando más amplia divulgación consiguieron las sátiras de Luciano, El elogio de la estulticia, de Erasmo, las obras de teatro de Plauto, y especialmente las comedias de Aristófanes.  
Cinco siglos más tarde, la cosecha de risas es bastante magra. El Cándido, Las almas muertas, de Nikolai Gogol, The Pickwick Papers, de Charles Dickens, Catch 22 de Joseph Heller, El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, tal vez El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov, seguramente La Metamorfosis[i], de Kafka, The Killer Inside Me y Pop. 1280, de Jim Thompson.
En nuestra modernidad escasean las carcajadas, abunda la solemnidad. ¿Qué ha ocurrido? Al parecer, el autor ha triunfado sobre sus personajes. La visión de Dostoievski ha sido desplazada por los declamadores de verdades. Nunca podemos descubrir qué personaje enuncia las ideas de Dostoievski. Pero conocemos al dedillo las opiniones de la gran mayoría de los escritores contemporáneos. Si sus opiniones quedasen limitadas a las entrevistas, sería tolerable, pero cuando esas opiniones reaparecen en sus novelas, existe un gravísimo problema, pues si bien el autor ha propuesto un compromiso con el lector: interesarlo en la trama, en los personajes, en su devenir, nunca le ha indicado que entre sus derechos figura quedarse con la última palabra.  
¿Por qué buena parte de los narradores actuales han perdido la capacidad de abandonar su trono y de reírse con el lector? (Por supuesto, muchos se ríen a costa del lector, o del oyente, pero eso también lo hacían Adolfo Hitler y Hugo Chávez). Tal vez porque el autor debe rendir cuentas a otras autoridades, ya se trate de académicos o de encargados de galardonar sus obras. Es al menos una tesis sustentada por el novelista inglés Martin Amis, que por cierto escribió una novela devastadoramente cómica: Time’s Arrow. La idea de esa novela me parece brillante, y su ejecución, impecable. La obra narra la vida de un ex medico nazi, desde su deceso hacia su infancia, en esa vida en reverso, el protagonista detalla la época en que hacía experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz. En su marcha hacia el pasado, prosperan los experimentos de eugenesia. En los crematorios, el humo se convierte en cadáveres, y los cadáveres recuperan la vida. Se pone oro en la boca de esos seres humanos, y cabello en sus cabezas. Las familias vuelven a reunirse, los judíos “retornan a la sociedad”, y los guetos desaparecen. Y el mundo nazi “empieza finalmente a tener sentido”.
Esa novela de Amis demuestra que hay que tener valentía y honestidad para apostar a la virtud curativa del humor en medio de una espantosa tragedia. Afortunadamente, Amis no es políticamente correcto. Su pacto con el lector es decir verdades, no ocultarlas, y tratarlo de igual a igual, no desde las alturas. Por eso se anima a decir otras verdades con respecto al estado actual de la literatura inglesa, europea, norteamericana.
Durante el Hay Festival, en Gales, en el 2010, Amis lamentó que se hubiera puesto de moda “la novela imposible de disfrutar”. Y si esas novelas se han puesto de moda, dijo, es porque ganan premios literarios, pues los miembros de los comités encargados de dar los galardones, “Piensan: ´Bueno, si nadie las disfruta, y no son absoluto divertidas, deben ser serias´”.
¿Cuál es la ventaja de la seriedad sobre la comicidad? Me imagino que tiene que ver con la trascendencia. Si alguien no hace reír a los demás, es debido a lo trascendente de su pensamiento. La risa está vinculada con la bufonería, con las regiones bajas del cuerpo, con nuestras actividades reproductivas y excretorias.
Para Amis, todo comenzó con James Joyce y Samuel Beckett (en eso discrepo. Esperando a Godot, de Beckett, es una obra cómica). La seriedad de la empresa intelectual en el siglo veinte podría estar vinculada con los horrores del nazismo. Ya Theodor Adorno dijo que “era imposible  escribir poesía lírica tras Auschwitz”. Pero, para Amis, eso es un gran error. “Si se analiza a los grandes escritores del canon inglés, o del estadounidense”, señaló, “todos ellos eran festivos. Y la razón es que la vida es divertida. Sí, ya lo sé, es horrible, se cometen horrendas atrocidades. Pero todos sabemos que también es muy divertida. Esa es la naturaleza humana. Y la literatura debe reflejar el humor que impregna la vida”.
Lo sabía Dostoievski. Lo sabe Amis, pero no lo saben muchos académicos o comités profesorales. O prefieren ignorarlo pues la seriedad es también autoridad, dominación, el control del otro. El ridículo puede acabar tanto con acuerdos sociales como con gobiernos. Lamentablemente, nuestra época ha marcado el triunfo de los rostros adustos, de esos que creen que la vida concluye en la muerte.



[i] Pero para eso, es necesario leer el texto en voz alta. Sólo así La Metamorfosis nos deslumbra con su técnica teatral y su humor.

sábado, 26 de abril de 2014

Los sospechosos habituales: casi todos los habitantes del planeta



Mario Szichman





Si alguien me propusiera crear una publicación, no la haría en el formato de un periódico o de una revista tradicional. Me limitaría a imitar The Fortean Times, subtitulado “El diario de los fenómenos extraños”. The Fortean Times se especializa en todo aquello que resulta absurdo o extravagante. Inclusive emplea una especie de barómetro de fluctuaciones portentosas. Por ejemplo, en el curso de un año, se registraron un aumento de las profecías, los desastres naturales o causados por el hombre, extrañas caídas de objetos desde el cielo, combustiones espontáneas de personas, apariciones de monstruos marinos, y epidemias de ineptitud y estupidez. Pero ese mismo año disminuyeron las cifras de los milagros, los secuestros de personas por extraterrestres, y los episodios de mala suerte. Inclusive los editores de la publicación enumeraron porcentajes de ascenso y descenso de situaciones extrañas. El año examinado resultó ser un 1,5 por ciento menos anómalo que el previo.

Aunque los seres humanos cometen toda clase de tonterías, la prensa tradicional, inclusive la que aparece disfrazada de tabloide, deja pasar bajo el radar la gran mayoría de las cosas insólitas. Nuestros gobernantes nunca se hartan de decir estupideces pero quienes deben registrar sus comentarios pronto excluyen esas tonterías de sus crónicas. En otras épocas, esos gobernantes diseñaban estrategias estrambóticas, de esas que abren las puertas a un asilo psiquiátrico, pero es más fácil para la prensa explicar los delirios engendrados por el poder, que denunciarlos. De lo contrario, todos los días derrocarían a varios gobernantes por incompetencia.

Gracias al cielo, para los redactores de The Fortean Times lo insólito sigue siendo insólito. Inclusive las rancias costumbres que practican algunos pueblos siguen siendo para The Fortean Times flamantes demostraciones de estulticia humana. Por ejemplo, la cortesía japonesa incluye la reverencia. Pues bien, la publicación descubrió que ese acto de urbanidad es muchas veces letal. Por ejemplo 24 residentes de Tokio murieron en un lapso de cinco años por inclinar la cabeza ante otra persona en señal de respeto. Cinco cayeron en las vías del tren cuando chocaron sus cabezas durante la reverencia, otros siete en esquinas y en colisiones en escaleras y ascensores, y muchos otros resultaron heridos al hacer reverencias en puertas giratorias.

En Dinamarca, el cómico Jacob Haugaard llegó al parlamento tras una campaña en que prometió mejorar el estado del tiempo, ofrecer viento de cola a los ciclistas, para que marchasen más rápido, y garantizar el derecho de los hombres a ser impotentes. La votación que recibió fue abrumadora, aunque olvidó incluir que en ciertas instancias recibía instrucciones de un pajarito.



¿CALIFICA EL CASO SNOWDEN

PARA THE FORTEAN TIMES?



El caso de Edward Snowden, el experto en computadoras, ex empleado de la CIA y de la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos, quien entregó miles de documentos secretos a la prensa internacional, podría haber ingresado tranquilamente en las noticias de The Fortean Times. El episodio protagonizado por Snowden no se caracteriza por sus sensacionales revelaciones sino por su ridiculez total, donde se combinan los delirios propios de las super potencias con la falta total de sentido del humor.

¿Cuál es el real escándalo divulgado por Snowden? Que el gobierno del presidente Barack Obama encomendó a los organismos de inteligencia norteamericanos espiar a casi todos los habitantes del planeta. La población mundial llega en la actualidad a 7.159 millones de personas. Los organismos de inteligencia de Washington parten de la premisa que todos esos seres son eventualmente sospechosos, y tienen que ser vigilados, aunque hay excepciones. No pueden ser monitoreados los habitantes de Australia, Canadá, Nueva Zelanda y el Reino Unido, a raíz de un acuerdo suscripto el 28 de agosto de 1947. Curiosamente, los otros seres humanos que están exentos de vigilancia son los miembros de al-Qaida y de otras organizaciones de insurgentes islámicos, aunque por diferentes razones. Según explicó Edward N. Luttwak en el Times Literary Supplement[i],  tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center y el Pentágono, Osama bin Laden y sus socios decidieron acogerse a la centenaria costumbre de la mafia neoyorquina, que a partir de 1914 ordenó a sus miembros olvidarse del teléfono como medio de comunicación. Por lo tanto, es imposible vigilar a ese grupo tan peligroso.

Para decirlo en términos más concretos: los organismos de inteligencia estadounidenses cuentan con los medios para espiar a todo el mundo de manera indiscriminada, pero el método falla donde más interesa que funcione: en relación a quienes han declarado la guerra a Estados Unidos.

Según explica Luttwak, esas organizaciones no generan imágenes, ni siquiera señales. Por lo tanto, “no pueden ser derrotadas sino se cuenta con acción en el terreno”. Eso incluye la infiltración de sus estructuras, detección de sus operarios en los sitios donde pueden emerger, “atraerlos hacia trampas, todas esas actividades que la CIA realiza de manera espléndida en las películas”, pero “nunca en la vida real”.


LA PIRÁMIDE INVERTIDA


El jefe de estado o de gobierno de una gran potencia suele tener ciertas ofuscaciones mesiánicas. Ocurre con toda persona cuyo cargo le permite creerse más allá del común de los mortales. El sueco Dag Hammarskjöld, segundo secretario general de la ONU, fue uno de los agobiados por esos delirios de grandeza. Sus memorias, y testimonios de testigos, indican que creía tener poderes para alterar el destino de algunos países. Hammarskjöld retornó por breves momentos a la realidad previo a su muerte en un misterioso accidente de aviación en 1961. (Algunos sospechan que su destino fue alterado por el gobierno de un país cuyo porvenir deseaba trastornar).

En el caso del presidente de Estados Unidos, el hecho de que uno de sus pasatiempos favoritos sea administrar justicia desde el cielo a través de los drones, hace presumir cierto furor imaginativo.Tal vez supone que acechar las conversaciones de la inmensa mayoría de los mortales de este planeta debe tener sus recompensas. Si bien muchos seres que oyen voces suelen ser recluidos en habitaciones con paredes acolchadas, en el caso del jefe de estado norteamericano las señales son reales. Pero ¿de qué sirve? La canciller de Alemania Angela Merkel descubrió indignada que la NSA grababa sus conversaciones. ¿Qué puede decir Angela Merkel por su celular que afecte la estabilidad mundial?

Luttwak señala que ni siquiera captando todas las conversaciones telefónicas de los miembros de al-Qaida es posible tener una idea de sus planes. Por supuesto, ahora menos que nunca. Si algún miembro de al-Qaida habla por teléfono, es para dar pistas equivocadas a los oyentes de uno o varios organismos de inteligencia norteamericanos. Pero inclusive cuando bin Laden y sus allegados todavía hablaban por teléfono ¿qué ocurría del otro lado, allí donde se interceptaban las llamadas? Se ha descubierto que todo era rigurosamente archivado con la meticulosidad de un avaro en los sitios más inaccesibles de Estados Unidos. Toneladas de documentos junto con información sobre los principales dirigentes de al-Qaida se hallaban en cajas de cartón y nunca habían sido traducidos al inglés. Se dio el caso que Michael F. Scheuer, jefe de la unidad de seguimiento a bin Laden, nunca aprendió el árabe.

Lutwatt dice que ese intento de recolectar toda señal que transmite ondas hertzianas, y luego “procesarla”, es un fenomenal camelo para engañar al contribuyente norteamericano y forzarlo a seguir financiando agencias de inteligencia que suelen llegar tarde o nunca. “Procesar”, dice el columnista, es un “buen término capaz de abarcar todo, a fin de obscurecer la irremediable imposibilidad de entender” con suerte, “apenas una fracción infinitesimal de la inmensa cantidad de intercepciones”. En definitiva, los organismos de inteligencia son en primer lugar inmensas burocracias, y la tarea de toda burocracia es “crecer, si puede, todo lo que puede”, sin importar su eficacia.

Es bueno también tomar en cuenta que estamos hablando no de cualquier burocracia, sino de la estadounidense, con sus propias reglas y necesidades. Por lo general, la pirámide burocrática norteamericana funciona de manera invertida. En ocasiones, hay tantos jefes como subordinados. En ocasiones, hay más jefes que subordinados, así como numerosas agencias que se dedican a la misma tarea. En la actualidad, hay por lo menos 16 organismos de inteligencia en Estados Unidos que, lejos de trabajar de manera coordinada, disputan palmo a palmo su territorio, y trabajan en compartimientos estancos, como es el caso del FBI, la CIA, la NSA, y las fuerzas armadas. Conviene asimismo recordar que hay más de 5.000 organizaciones policiales a nivel estatal, municipal, y de condados. 

CUANDO MÁS GRANDE, MEJOR.

El lema que podría caracterizar a Estados Unidos es “bigger is better”. Funciona bien en Burger King o en McDonalds, donde las hamburguesas son cada vez más grandes, y los vasos de cartón encerado ya alcanzan la altura de un niño. Pero no en el territorio del contraespionaje. El fracaso de los organismos de recolección de datos aparece prolijamente denunciado en el informe oficial de la Comisión del 9/11 encargada de examinar los ataques del 11 de septiembre de 2001.

La sarta de errores y descuidos el 9/11 fue tan grande, que el mismo estupor contribuye a opacar el asombro. Hasta el último momento, hasta que el último pirata aéreo subió a uno de los aviones que fueron usados como misiles guiados, podría haberse evitado la catástrofe. El gobierno de George W. Bush intentó hacer creer luego que los ataques, como dijo el funcionario de la CIA James Pavitt [ii] habían sido protagonizados por gigantes de diez pies de altura. Pero, en realidad, los alfeñiques que subieron a los aviones parecen haber tenido frente a ellos  a personas aún más pequeñas.

Y es en el informe oficial de la Comisión del 9/11 donde se demuestra que los piratas aéreos cometieron graves errores capaces de frenar el operativo y de llevarlos a la cárcel o a la muerte.

Luttwat, pese a ser un comentarista alineado con la derecha norteamericana, muestra gran simpatía por Snowden. Lo considera un patriota y un constitucionalista. Su propósito, al divulgar informes confidenciales, fue como protesta, pues considera que la intercepción en masa de las comunicaciones y la violación de la privacidad “debilitan a Estados Unidos a nivel moral, fiscal, y operacional”. También le asigna una cuota de heroísmo: “Su devoción por la Constitución llevó (a Snowden) a abandonar su vida en una isla muy bella, así como su novia, una vivienda placentera, y un salario de 200.000 dólares anuales”.

Por suerte, Snowden sigue demostrando el papel que cumple el individuo en la historia. Hay toda clase de individuos muy valiosos. Algunos contribuyen a localizar y aprehender individuos que causan problemas a otros seres humanos, otros ayudan a nuestra sobrevivencia, a enseñar, a hacer nuestra vida más grata. Y tambien existen quienes desenmascaran a aquellos que desde sus altares creen sobrevolar la historia como si fueran drones.











[i]  Lutwatt comenta el libro THE SNOWDEN FILES, donde se hace un recuento de las tribulaciones padecidas por el ex analista de inteligencia.


[ii] James Pavitt, subdirector de operaciones de la CIA, habló con admiración de la capacidad operativa de al-Qaida.

“Las células terroristas contra las cuales luchamos son por lo general pequeñas”, dijo Pavitt. “Todos los terroristas son cuidadosamente chequeados. Y la cifra de personas que conoce información vital, objetivos, el sentido de la oportunidad, los métodos exactos a ser empleados, es todavía menor”.

Ante ese grado de control, y ese tipo de división en sectores, así como “la enorme disciplina y fanatismo”, dijo Pavitt, era dudoso que hubiese sido posible evitar los atentados. El tipo de explicación de Pavitt ingresa en un territorio especial de las legendarias excusas englobado en las siglas CYA, o “cover your ass,” protege tu trasero.


miércoles, 23 de abril de 2014

Luis Martín Santos: Esas voces, esas voces…



Mario Szichman
                           


No hay nada, absolutamente nada, en la literatura española contemporánea que pueda igualarse a la voz de Luis Martín Santos, a las voces que hablan a través de la voz de Luis Martín Santos en su novela Tiempo de Silencio. Es como si todas las voces que han transcurrido en la narrativa española a partir de Quevedo tomaran turnos para expresar su indignación y sus secretos. Y siempre hay una algarabía de diálogos, y abundan tertulias, que parecen extraídas de semblanzas de El Diablo Cojuelo.  
¿Qué hacía el diablo cojuelo? Pues levantar “por arte diabólica”, los techos de los edificios, a fin de “descubrir la carne del pastelón de Madrid”. ¿Qué hizo el narrador de Tiempo de silencio? Pues descender a los infiernos del Madrid franquista de fines de la década del cuarenta.
Luis Martín Santos se marchó de esta tierra en 1964, tan elusivo como esa excepcional novela que creó a comienzos de la década del sesenta. Un rostro muy español, amable y circunspecto, atildado, con lustroso cabello negro, mira hacia la nada en la contraportada de la novela publicada por Seix Barral en 1961 y que agotó varias ediciones. (También fue traducida al inglés, al francés, al italiano, al alemán y al holandés). Los avatares de Tiempo de silencio fueron los de una España en transición. La primera edición de Seix Barral, en las etapas finales del franquismo, tuvo veinte páginas censuradas. En la edición de 1965, tras el fallecimiento de Santos, fueron incorporados algunos fragmentos antes obviados. La edición de 1980, la del destape, tras la muerte del generalísimo, es considerada la edición definitiva. Pero no hay edición definitiva, pues no existe el original.
De todas maneras, sin importar la edición, las partes censuradas, las erratas, Tiempo de silencio sigue siendo una obra excepcional, una de las escasas novelas españolas que vuelve a poner sobre el tapete la riqueza de nuestro lenguaje, la invención de sus autores, y especialmente su ironía. Si no existe nada como Tiempo de silencio, es porque ha estado precedida de El buscón y Los sueños de Quevedo, de Rinconete y Cortadillo, otras novelas ejemplares y El Quijote, de Cervantes, de la poesía de Góngora, y de la narrativa de Galdós. Del sainete y el esperpento. Y nada existe como esos textos. Todo el humor de Dickens, y que abundaba, desperdigado en sus nutridas novelas, no puede compararse ni remotamente, con la eterna carcajada que ya irrumpe en la tercera página de Don Quijote, cuando el héroe se burla del famoso Feliciano de Silva: de “la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas”, con esas “cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza”, o con el explosivo humor condensado en las 120 o 130 páginas de El buscón, en ese capítulo inolvidable de El licenciado Cabra, donde la hambruna era tan grande, que uno de los pupilos intentaba “persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer”.
¿En que consiste la trama de Tiempo de silencio? Para Buckley, es apenas la historia de un hombre (Pedro) que fracasa en su intento de convertirse en investigador científico. Es como decir que la Biblia es la historia de los intentos de Dios por castigar las malas acciones de los hombres. La novela es el análisis de cuerpos enfermos (cancerosos) encarnados en la España franquista. Pedro, un médico investigador (Santos se graduó de médico en la universidad de Madrid, y se especializó luego en psiquiatría) se especializa en analizar ratones aquejados de cáncer. En otra época hubiera estudiado la lepra, esa enfermedad que se limpia de sí misma una vez invade todo el cuerpo. El periplo de Pedro y su colega, Amador, para recuperar algunos de esos ratones regalados por Amador a un pariente suyo, El Muecas, abre el camino a la exploración de todos los estratos de Madrid, inclusive esos bajos fondos ilustrados de mano maestra por la figura de Cartucho, un malandro de los bajos fondos que vive de las mujeres y de su prodigiosa destreza con la navaja.
Los monólogos de Cartucho (en un calé que deja boquiabiertos a los eruditos) están a la altura de las mejores narraciones de la picaresca española. Los personajes que coexisten con Pedro son un registro de sus diferentes clases sociales. Y a su vez, son recreados desde la irónica mirada de personajes que circulan por el ambiente literario patrocinando fórmulas de moda. Uno de ellos enuncia: “No abuses del gerundio”, demuestra que es inconveniente escribir una obra literaria “en que el elemento sexual esté completamente ausente”, recomienda observar “la realidad viva de la naturaleza humana en la casa de pensión” en que se habita de manera modesta, con el propósito de forjar un “humus colectivo de cuya pastaflora inconscientemente todos se alimentan”. Santos podía manejar con la misma soltura el cuerpo y el lenguaje de un cuchillero del más rancio lumpenaje, y a un aristócrata de la literatura, cuyo método consistía en no alabar nunca, en criticar siempre, a fin de asegurar “la continuidad generacional e histórica de ese vacío con forma de poema o garcilaso que llaman literatura castellana”.
Pero el novelista nunca abandonó la tragedia. Si Tiempo de silencio perdura es por su retrato de la condición humana, por su aciaga resolución. Pedro trata de salvar a una mujer que ha sido sometida a un aborto, y el buen samaritano es acusado de la operación y perseguido por la policía, y luego por Cartucho, el amante de la mujer muerta. Cartucho termina asesinando a la novia de Pedro, y éste pierde su trabajo y concluye huyendo de Madrid.
La prosa de Santos inquieta porque no deja títere con cabeza. En esa sociedad enferma en que transcurre Tiempo de silencio, sólo los pobres se salvan del contagio pues “están ya inmunizados con tanta porquería”.
En una de esas recorridas espeluznantes por el Madrid nocturno, el escritor transmutado en diablo cojuelo nos traza esbozos propios de una imaginación alucinada. Allí “los pájaros se suicidan uno a uno, en el gran vientre vacío de un caballo”, los borrachos “dimiten de la realidad”;  se puede contemplar “la airosa apostura de un guardia cuando pasa una mujer que es más alta que él”, calcular “cuantas piedras de mechero vende un enano en una esquina”, o tratar de dilucidar a quien se le ocurrió la “idea loca que echó a todos los ciegos a la calle hasta en esos días que la nieve cae endurecida”. No hay indagación excluyente, gesto desdeñado. Santos sólo se apasionaba por el ser humano, pues “un hombre”, señalaba, “es la imagen de una ciudad, y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre”.