miércoles, 30 de septiembre de 2015

Las recompensas de la novela histórica


Mario Szichman

Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes



Hace poco volví a ver Master and Commander, un filme dirigido por Peter Weir, y que se basa en tres novelas de Patrick O'Brian.  La película tiene una extraordinaria fotografía, excelentes actuaciones, y escenas de batallas en el mar que ya se han convertido en clásicas.  Pero por boca de su protagonista, el capitán Jack Aubrey (Russell Crowe), se traza una imagen de Horatio Nelson, el más famoso de los héroes de la armada británica,  que me parece edulcorada, falsa. Nadie duda de que Nelson fue un líder extraordinario,  con superiores dotes estratégicas y gran valentía. Fue herido varias veces en combate, y eso no es usual entre los jefes militares, que rehúyen la primera línea de fuego. Perdió la visión de uno de sus ojos en Córcega, y un brazo durante un fracasado intento por capturar Santa Cruz de Tenerife. Según los historiadores, los marineros españoles que encontraron el brazo de Nelson solían usarlo para revolver café. Murió, también de manera heroica, durante la batalla de Trafalgar, en 1805, que acabó con la amenaza de la armada napoleónica hasta la batalla de Waterloo, en 1815.
Pero además de sus dotes guerreras, Nelson era un ser humano, y como tal, cometió algunos hechos no muy edificantes. Dudo que pertenezca al santoral.  
Mostrar a un prócer en sus múltiples facetas, es muy sano. Pues explica que la gloria está al alcance de todos, no de algunos elegidos. Siempre he dicho que amo a los héroes de mis novelas históricas: a Francisco de Miranda, a Simón Bolívar, al Diablo Briceño, a José Félix Ribas, aunque más por sus defectos que por sus virtudes. Si alguien desea emular a un prócer por sus bondades,  juega a perdedor, o cae en el ridículo, como suelen hacerlo de manera cotidiana los propietarios de la Revolución Bonita que, por otra parte, son unos genios a la hora de falsificar la historia. Pero quien admite los defectos de los padres fundadores está en condiciones de superarlos, pues intentará evitar los mismos errores.
Una de las grandes figuras de la primera época de la lucha por la independencia de la Gran Colombia fue José Félix Ribas. Es uno de los protagonistas de Los años de la guerra a muerte, junto con El Diablo Briceño, y con José Tomás Boves, el asturiano, un gran caudillo popular. Ribas es un personaje trágico. Tras la derrota en Maturín, se vio obligado a huir de las fuerzas españoles acompañado de su sobrino y de uno de sus criados. Un esclavo lo delató, fue capturado, y posteriormente decapitado, el 31 de enero de 1815. Su cabeza fue cocinada en aceite, y enviada a Caracas. En la capital de la Capitanía general de Venezuela su cabeza fue colocada dentro de una jaula, y colgada en un lugar público. Dicen –y yo reiteré la versión en Los años de la guerra a muerte– que su esposa vivía cerca del sitio donde habían puesto la cabeza de su esposo, y la observaba en cada despertar.
Pero hay otro costado de Ribas que no todos los historiadores venezolanos deciden explorar. Era un empedernido jugador que solía perder fortunas en las mesas de juego. Y le costaba distinguir entre el erario público y su bolsillo. En realidad, con la excepción de Bolívar, que empezó la lucha por la independencia como uno de los hombres más ricos de Venezuela, y terminó oscilando entre la pobreza y la miseria, en ocasiones debido a transacciones familiares donde otros se llevaban la parte del león, varios próceres de la independencia no eran muy pulcros con el tesoro de la nación.  Parecían protochavistas.
Hace unos días, revisando mis archivos, encontré esta breve nota publicada por The Morning Chronicle de Londres el 6 de noviembre de 1815, diez meses después de la ejecución de Ribas: “Cuatrocientos setenta y cuatro fábricas existían el 3 de agosto de 1813; ¡y en los once meses siete días del gobierno republicano sólo se levantó la casa del general Ribas!”
En esa época, las comunicaciones transatlánticas demoraban meses, o nunca llegaban a destino. Es posible que cuando The Morning Chronicle publicó la información, sus editores desconocían aún la suerte corrida por Ribas. Escribieron una especie de snapshot de un personaje que se presumía vivo. Pues la muerte,  especialmente una muerte trágica, obliga a modificar la redacción de una noticia.
Me parece muy productiva la encrucijada en que maniobra la buena novela histórica: debe combinar la ficción con algo más cercano a la crónica, o a los diarios personales, todo aquello imposible de anticipar. El Nelson imaginado por el capitán Jack Aubrey es una figura de cartón, porque ya se conoce su destino. Los héroes de verdad, o los villanos de verdad, son tan atrayentes porque no intervienen para complacer a sus descendientes, e ignoran el futuro. Muchas veces, ni siquiera actúan de manera racional, especialmente cuando se dejan arrastrar por la pasión amorosa, el gran motor de las buenas obras de ficción. En Los Papeles de Miranda dediqué algunas páginas a Lady Hamilton, la amante de Nelson, un personaje muchísimo más interesante que el beatificado por Hollywood.
En estos días, como parte de una nueva novela, tropecé con otro militar francés que tiene escasos atributos de héroe histórico, pero es formidable como personaje de novela: el general Jean-Andoche Junot, duque de Abrantes (1771-1813).
Es posible que Junot no fuera tan conocido de no ser porque se casó con Laura Permon, quien pertenecía a la nobleza de Córcega, y escribió unas fascinantes memorias sobre el período napoleónico. Laura Permont, luego Laura Junot, al final la duquesa de Abrantes, logró reinventarse como escritora tras Waterloo. Aunque perdió buena parte de su fortuna, consiguió atrincherarse en una suntuosa mansión de Versalles con sus sirvientes, que nunca recibían su salario, y a quienes adiestró en el arte de repeler acreedores. Tenía también la extraña idea de que los comercios de la zona eran su despensa particular.
Entre sus numerosas amistades figuraba Honorato de Balzac. Fueron esporádicos amantes, aunque prevaleció la amistad intelectual, y en el intercambio de secretos literarios, fue Balzac quien se quedó con la parte del león. La duquesa de Abrantes era un interminable inventario de anécdotas. Fue amante de Napoleón cuando éste era apenas un oficial de bajo rango, y de Klemens Wenzel von Metternich, el ministro de Relaciones Exteriores de Austria, quien arregló la  détente con Francia. Metternich es famoso por su labor en el Congreso de Viena, tras el derrocamiento de Napoleón, que dividió Europa entre las mayores potencias.
Balzac siempre se vanagloriaba de ser el cronista de la sociedad francesa. Pero ¿cuántos cronistas tienen el privilegio de conversar con una dama muy encantadora y memoriosa que conoció a los principales personajes de su época? Y no precisamente cualquier época de la historia. Después de Adolf Hitler, Napoleón Bonaparte es el personaje histórico que ha generado más libros. Abundan también las biografías de sus lugartenientes más notorios, de sus mujeres y de sus protegidos, de sus ministros y de sus queridas.
La figura del general Junot no tuvo mucha trascendencia durante el siglo diecinueve, aunque fue recuperada por los historiadores del siglo veinte, gracias al psicoanálisis. No es famoso por sus hazañas guerreras, o por sus labores administrativas, aunque fue gobernador de París, pero sí por su amor a Napoleón, y por su progresiva demencia. Ni siquiera Balzac podría haber obtenido demasiado provecho de las confesiones que hizo Laura Junot sobre el general Jean-Andoche Junot. Tal vez Samuel Beckett o Harold Pinter hubieran podido explotar sus avatares personales. Algunos historiadores sugieren inclusive que hubo una pasión homoerótica de Junot por Napoleón, y que su demencia se fue agravando no solo por las numerosas heridas sufridas en combate, sino por el rechazo del emperador a sus avances.
Al comienzo de su carrera, durante el sitio que los ingleses impusieron a Toulon, Napoleón ordenó a uno de sus ayudantes que le consiguiera un subalterno capaz de escribir sus despachos. Un soldado se adelantó, y comenzó a redactar en una mesa las órdenes de Napoleón. Cuando el soldado, Junot, acababa de finalizar el despacho, una bala de cañón cayó cerca del sitio donde estaba el militar, y el papel quedó cubierto con la arena desplazada por el cañonazo. Sin inmutarse, Junot comentó: “Bueno, no tendremos necesidad de secar la tinta con arena”. Napoleón quedó muy impresionado por la frialdad de Junot, y de inmediato lo subió de rango.
Junot fue ascendiendo en las filas del ejército y vio acción en Portugal, en España, donde Laura lo visitó para compartir sus aventuras, y en Rusia. También cumplió tareas como gobernador de París. Lo que más se recuerda de él es que se levantaba todos los días a las seis de la mañana, y se dirigía a un río para ir a pescar. Tampoco le gustaba que lo estafaran. En una ocasión, fue desplumado en una casa de juegos de París, y en venganza destrozó los muebles y les cayó a golpes a los croupiers. Napoleón le preguntó luego si se había juramentado para vivir y morir como un idiota.
En el curso de su carrera militar sufrió veintisiete heridas, algunas en su cabeza, e ingresó en una lerda y prolongada demencia.
En 1813, Napoleón sacó a Junot del servicio activo y lo envió a Europa oriental, como gobernador francés de las provincias ilirias, un grupo de territorios en los Balcanes, en la costa oriental del Mar Adriático, que habían sido cedidos por los austríacos tras el triunfo francés en Wagram en 1809, e incorporados al imperio.
Durante un mes, Junot languideció en las provincias ilirias, mientras los efectos degenerativos de sus heridas en la cabeza comenzaban a ceder paso a una conducta cada vez más errática. En una ocasión, ordenó que dos batallones de soldados croatas fueran despachados a Dubrovnik, a fin de eliminar a un ruiseñor que no lo dejaba dormir.
Pero el acto que precipitó su destrucción, y por el cual será siempre recordado, fue el baile de gala que organizó en su palacio, en Dubrovnik, en el sur de Croacia. Junot era un experto diplomático y un buen anfitrión, y solía adornarse para las fiestas con cintas y medallas que había conquistado en los campos de batalla o adquirido en la administración pública.
En esa ocasión, ingresó al salón de fiestas luciendo un morrión emplumado en su cabeza, una espada ciñendo su vientre, y exhibiendo todas sus medallas y escarapelas... Y nada más. Brian Joseph Martin, autor de Napoleonic Friendship: Military Fraternity, Intimacy, and Sexuality in Nineteen Century France, dijo que “los escandalizados huéspedes rápidamente advirtieron que esas medallas y condecoraciones no eran lo único que colgaba del desnudo y lesionado cuerpo" de Junot.  
Las Casas, en su Memorial de Santa Helena, atribuyó la conducta de Junot en Iliria a “una demencia completa”. Los signos de su locura posiblemente fueron atizados por ese ruiseñor que no le permitía dormir. Cuando regresó a Francia, se causó horrendas amputaciones.
Junot se suicidó el 19 de junio de 1813, a los 41 años de edad, en Monthard, arrojándose por una ventana de la mansión que habitaba. Napoleón envió al duque de Rovigo para que se apropiara de las 500 cartas que él, y otro miembro de la familia, habían escrito a Junot, y que fueron guardadas en un cofre, sellado por un juez de paz.
Aunque la “diplomacia desnuda” de Junot podía atribuirse a su progresiva demencia, dice Martin, su escandalosa aparición puede interpretarse también como un rechazo a la orgía de sangre y de violencia que representó la conquista imperial. El cuerpo de Junot era un buen repertorio de esas conquistas. Las verdaderas condecoraciones eran sus veintisiete heridas. Su cuerpo era como un mapa en relieve de todas las tropelías cometidas por un general sediento de gloria que nunca aceptó responsabilidad alguna por su insensatez.
Al costado del camino, tras quince años de guerras que devastaron a Europa, quedaron personajes como Junot que, según la maravillosa frase de William Faulkner, pertenecía a esa “deslumbrante galaxia de exquisitos canallas que eran los mariscales de Napoleón”.






domingo, 27 de septiembre de 2015

Las nuevas formas de matar


Mario Szichman


Prólogo  

Parece una pareja feliz. Ahí están, George “Tiny” Mercer, y su flamante cónyuge, Christy, observando dichosos el ojo de la cámara.
George tiene el cabello rígidamente estirado hacia atrás. Su bigote es poblado. Su blanca camisa abierta en el cuello exhibe una cadena y un crucifijo, pues en fecha reciente, George encontró a Jesús.  
En cuanto a Christy, es muy delgada. Su largo cabello enmarca un rostro ovalado.
George apoya su mano derecha sobre el hombro de Christy. Las autoridades de la prisión estatal de Misurí han tenido la delicadeza de permitir a George Mercer lucir “civvies”, vestimentas de civil, en lugar del traje de presidiario. Desde el casamiento, a comienzos de la década del ochenta, hasta su ejecución, el 6 de enero de 1989, ese abrazo será la máxima expresión de intimidad permitida a George y a Christy. En la prisión estatal de Misurí no se autorizan visitas conyugales. Sólo limited kissing and hand holding, (besuqueos limitados o tomarse de las manos), según dijo Stephen Trombley en su excelente libro The Execution Protocol.
La única muestra de erotismo en la noche de bodas de George y Christy fue cuando la novia, acompañada por sus damas de honor, cruzó la calle que separa la entrada de la prisión de un estacionamiento, se desnudó con sus acompañantes e hizo un paso de baile.
Únicamente después de la ejecución, cuando Christy robó el cadáver de George, la viuda pudo contemplar por primera vez sus partes íntimas.   

–1--
        Estudio tras estudio demuestra que la pena de muerte es discriminatoria, no disuade a nadie de seguir asesinando, es una invariable hemorragia de dinero, y ha sido un constante instrumento de irreparables injusticias. Sin embargo, sigue teniendo un enorme atractivo para la clase política de Estados Unidos. Según señaló Robert Sherrill en la revista The Nation (8 de enero de 2001), en aquellas regiones donde los jueces son electos, exhibir las muescas en las cachas de la pistola brinda crecida cantidad de votos. Charlie Condon se convirtió en procurador general de Carolina del Sur en 1994, tras recordarles a los votantes que había enviado a 11 condenados al pabellón de la muerte.
Y ser negro, hispano, pobre o retardado mental constituye alguno de los atributos que jurados y fiscales toman en cuenta a la hora de despachar a alguien al cadalso.

–2--
        Bill Armontrout era director de la prisión estatal de Misurí cuando George Mercer fue ejecutado. Y pese a ello, siguió siendo amigo de Christy, su viuda. Cuando el periodista Trombley le preguntó cómo era posible mantener una conversación con una mujer que lo consideraba responsable de la ejecución de su esposo, Armontrout admitió que la situación era incómoda. “Cada vez que la veo”, señaló el funcionario, “Ella me dice, `Bill ¿por qué mataste a mi Tiny? Dios te ama pero ¿por qué mataste a mi Tiny?´ Es realmente una muchacha muy extraña”.
            Armontrout recordó que George y Christy “se casaron luego que él ingresó al pabellón de la muerte”. Durante la ceremonia de bodas, fue uno de los testigos. “Mi oficina estaba frente a la penitenciaría, calle por medio”, dijo Armontrout. “Al concluir la ceremonia, no permitimos a los recién casados que pasaran un solo minuto a solas”. La única muestra de pasión en la noche de bodas fue cuando la novia y sus damas de honor, “salieron a la calle y se quitaron las ropas. Las tres quedaron totalmente desnudas... me imagino que era una especie de ritual”, reflexionó Armontrout.

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       En Estados Unidos, la responsabilidad penal está determinada por la llamada norma procesal M'Naghten, según la cual la persona que comete un crimen debe percatarse de la naturaleza y cualidad de su acción, y saber además que su conducta viola la ley. De lo contrario, el sitio del transgresor no es la cárcel, o la silla eléctrica, sino un asilo para enfermos mentales, del cual difícilmente emerja algún día.
            En 1992, el entonces gobernador de Arkansas Bill Clinton interrumpió la campaña que realizaba en New Hampshire para las primarias presidenciales, a fin de asistir a la ejecución de Rickey Ray Rector, un negro condenado a muerte por asesinar a un policía. Tras disparar al policía, Rector intentó suicidarse, pero el balazo que se alojó en su cabeza forzó a los cirujanos a practicarle una especie de lobotomía. Como consecuencia, quedó convertido en un zombie. Ignoraba inclusive en qué consistía la pena de muerte, al punto que cuando le ofrecieron su última cena, Rector decidió guardar un trozo de torta creyendo que tras la ejecución regresaría a su celda.

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         George Mercer pasará a la historia de la pena capital en Estados Unidos por ser el primer sujeto de experimentación que murió por inyección letal administrada por una máquina. Mercer fue sentenciado por violar y asesinar en 1978 a Karen Keeton, la mesera de un bar, en su vivienda de Belton, cerca de Kansas City. La ejecución tuvo lugar el 6 de enero de 1989, 11 años después de la condena. Permaneció en el pabellón de la muerte de Misuri más que ningún otro preso. Y aunque no era precisamente un santo, muchos piensan que una condena a cadena perpetua hubiera sido suficiente castigo.
 En Estados Unidos la Constitución prohíbe toda clase de cruel and unusual punishment (castigo cruel e inusual). Por lo tanto, sus autoridades han ido refinando los métodos para despachar a sus criminales al otro mundo. Cada método ha sido proclamado más “humano” que el anterior. La cámara de gases era muy humana hasta que resultó vastamente desprestigiada por el uso que le asignaron los nazis. Y la silla eléctrica parecía bastante humana hasta que se multiplicaron the botched executions, las ejecuciones chapuceras.
El 24 de julio de 1991, Albert Clozza fue ejecutado en Virginia. Los electrodos se hallaban en mal estado y la corriente eléctrica aplicada causó a Clozza una muerte peor que cualquier clase de agonía. Se acumuló vapor en la cabeza del condenado, y sus globos oculares saltaron de sus órbitas, anegando su pecho de sangre. Tal vez la ejecución más horrenda en la historia de Estados Unidos fue la de Jessie Tafero. El 4 de mayo de 1990, Tafero fue ejecutado en la prisión estatal de Florida. El condenado recibió tres descargas eléctricas de 2.000 voltios cada una. Debido a que el amperaje era incorrecto, surgieron de su cabeza llamas, humo y chispas y su carne se guisó en sus huesos antes que le llegara la piadosa muerte.
            La inyección letal parecía un sistema más humano a la hora de ejecutar un prisionero. Además, en un país como Estados Unidos, donde la industria farmacéutica reina soberana, y los médicos son más respetados que los filósofos, la inyección letal contaba con el prestigio de ser algo científico. Ni la horca, ni la cámara de gas, ni la silla eléctrica cuentan con una parafernalia similar de tubos intravenosos, drogas recetadas, una camilla de hospital, técnicos en medicina, doctores y un protocolo de ejecución que recomienda dar un sedante al futuro cadáver.  
Pero la inyección letal administrada por seres humanos comenzó a enfrentar una serie de problemas. Como explica Fred Leuchter, inventor de la máquina encargada de administrar la dosis mortal, no se trata simplemente de inyectar una droga en el brazo de un condenado. Se requieren tres drogas separadas. La mayoría de los sentenciados suelen ser drogadictos, cuyo sistema vascular está muy dañado. “Es difícil”, dijo Leuchter a Trombley, “introducir esas tres substancias en el orden correcto y con la presión adecuada. Es por eso que inventé mi máquina, basada en las investigaciones farmacológicas más recientes”. 

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      Cuentan que en una ocasión, un rabino convocó a dos personas para resolver una disputa. El rabino escuchó primero a una de las personas, y le dio la razón. Luego atendió a la otra persona, y también le dio toda la razón. Ambas personas se despidieron del rabino agradecidas de que les otorgara la razón. Cuando la esposa del rabino lo increpó por darle la razón a todo el mundo, el rabino respondió: “Esposa mía, tú también tienes razón”.
Si bien estudio tras estudio demuestra que la pena de muerte no disuade a nadie de seguir asesinando gente, otros estudios, igualmente respetables, demuestran que al menos en una instancia la ejecución cumple con su propósito: impide al asesino cometer más homicidios. Y tiene un elemento de disuasión adicional. En su trabajo In Spite of Innocence, Michael L. Radelet, Hugo Adam Bedau y Constance E. Putnam, muestran otro ángulo de la pena capital al indicar que “convence al inocente que es preferible declararse culpable”. Pues, si el inocente insiste en su inocencia y el jurado que investiga las acusaciones lo considera culpable, corre el peligro “de un castigo mayor”: la ejecución, en lugar de una prolongada condena en la cárcel. Y eso no es algo tan desatinado como se supone. En su libro, Radelet, Bedau y Putnam recuentan decenas de casos en que una persona inocente quedó atrapada en los engranajes del sistema judicial y a través del perjurio de testigos, del racismo de los jurados, de fiscales más interesados en ganar un caso que en hallar al verdadero culpable, y de funcionarios corruptos, concluyó en el pabellón de la muerte.

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Los partidarios de la pena de muerte sostienen que el principal objetivo es la disuasión. Pero ese no parece ser el caso de Florida. El 25 de mayo de 1979, John Spenkelink fue arrastrado a la cámara de ejecución amordazado y gimiendo. El horrible espectáculo, registrado por las cámaras de televisión, parecía suficiente para que todo criminal en ciernes pensara dos veces antes de matar a alguien. Sin embargo, en tanto en los tres años previos a la ejecución el cociente de asesinatos en Florida fue de 904, en los tres años siguientes promedió 1.440, un 59 por ciento de aumento. Al parecer, los únicos que obtienen beneficios de la pena capital son los contratistas y subcontratistas vinculados a la industria de la muerte.  
El periódico The Sacramento Bee calculó que en California se gastaron mil millones de dólares entre 1977 y 1993 a fin de procesar a condenados a muerte. En ese lapso, fueron ejecutadas exactamente dos personas. El Dallas Morning News, de Texas, estimó que enviar a un asesino al pabellón de la muerte cuesta como promedio 2,3 millones de dólares, alrededor de tres veces el gasto de mantener preso a alguien en una cárcel de máxima seguridad durante 40 años.
¿Por qué la pena de muerte sigue teniendo tanta popularidad en Estados Unidos, que se precia de pertenecer al primer mundo? A fin de cuentas Canadá, Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña han abolido la ejecución del prisionero en las últimas décadas. Solo China, Irak, Irán y Arabia Saudita siguen aplicando la ley del talión. La única explicación es que los políticos norteamericanos consiguen votos cuando se muestran sedientos de sangre. El peor insulto que puede recibir un político es el de ser Soft on crime (blando en relación al delito). Lo demás no importa, ya se trate de discriminación, despilfarro de dinero o la perpetuación de flagrantes injusticias.

Epílogo
          George Mercer quiso ser enterrado con su chaqueta de motociclista. El estado de Misurí le prohibió ese último deseo. Por lo tanto, tras su ejecución, su viuda, Christy, decidió acatar su última voluntad y proporcionarle la chaqueta.
“Cuando lo mataron”, dijo Christy al periodista Trombley, “para mí fue realmente difícil lidiar con el hecho. Todo ocurrió tan rápido. Primero lo mataron, y luego se lo llevaron a una funeraria. Pero yo necesitaba despedirme de él, decirle adiós. Por lo tanto, junto con una amiga, fuimos al cementerio y sacamos su cadáver. Yo solo quería volver a verlo una vez más… fue terrible. Abrí su ataúd. Su rostro estaba todo contorsionado…”  
Christy reconoció que su acción carecía de sentido, pero ella se negaba a aceptar que jamás volvería a ver a su esposo. La viuda recordó las circunstancias en que George fue ejecutado. Vio como lo colocaban en una camilla de hospital, cubierto con una sábana, rodeado de extraños que se aprestaban a verlo morir. Y luego de esa terrible noche, su único deseo fue volver a verlo.
En el cementerio, tras sacar a George de su ataúd, Christy quitó la mortaja a su esposo, y al inspeccionar su cuerpo desnudo descubrió la última indignidad a que había sido sometido. Una parte no escrita del Protocolo de Ejecución en Misurí es insertar un tapón rectal y un catéter en la persona a punto de ser ejecutada. Para que no manche las sábanas. Pero George retornó a su ataúd luciendo su chaqueta de motociclista.

 



miércoles, 23 de septiembre de 2015

El ardid de Ponzi y de otros estafadores en el país de la segunda oportunidad


Mario Szichman



«Charles Ponzi» 
 Boston Library (21 de diciembre de 008/weekinreview/21rampell.html NYT); en.wikipedia.org  
Boston Library (NYT); en.wikipedia.org. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons 


Algún día, muchos inversionistas norteamericanos deberán erigirle un monumento a Charles Ponzi (1882 –1949), uno de los más grandes estafadores en la historia de Estados Unidos. (El otro es Oscar Hartzell, quien entre 1914 y 1938 convenció a más de 70.000 ahorristas norteamericanos  que a cambio de módicas sumas de dinero, los premiaría con el tesoro de sir Francis Drake).
La frase Ponzi´s scheme, o el ardid, o la intriga de Ponzi, resucita de manera periódica, cada vez que otro notable estafador es noticia de primera plana. Hace algunos años, el último discípulo de Ponzi fue Bernard Madoff, un brillante inversionista, un filántropo, y un pilar de la comunidad, quien defraudó a sus clientes en unos 50.000 millones de dólares.

Bernard Madoff

La astucia para engañar al prójimo suele modernizarse y prosperar. Madoff descubrió un poderoso incentivo para atrapar incautos: desdeñarlos. Solía rechazar la mayoría de las ofertas de seres acaudalados que deseaban invertir en sus negocios. Muchos futuros embaucados debían pedirle de rodillas que aceptara sus caudales.
¿En qué consiste el Ponzi´s scheme? Las variantes son infinitas, pero básicamente, radica en persuadir a los ahorristas de que pueden obtener ganancias fabulosas tras hacer modestas inversiones. Ponzi prometió a sus clientes ganancias de un 100 por ciento en un lapso de 90 días. Su maniobra, al principio legítima, consistía en adquirir en otros países cupones postales con descuento, y venderlos a su valor real en Estados Unidos. Los primeros inversionistas cobraban puntualmente el dinero. Eso atrajo a otros capitalistas. Y el Ponzi´s scheme adquirió la típica forma de la pirámide financiera. En la cúspide, algunos pocos se beneficiaban de las transacciones de otros centenares que estaban en la base. El dinero de quienes llegaban tarde –tras la bonificación que se cobraba Ponzi-- iba a parar a los primeros inversionistas. Para que funcionara la trama era necesario conseguir nuevos incautos que aportaran fondos frescos. Muchas personas hipotecaron sus viviendas o entregaron a Ponzi los ahorros de toda su vida. También hubo otras que en lugar de aceptar las ganancias, las reinvirtieron.


Según el Premio Nóbel de Economía Paul Krugman, si el Ponzi´s scheme es tan mencionado en los últimos años no es solamente en homenaje a Madoff, sino a que la crisis económica de 2008-2009 fue causada por muchos Ponzi y por muchos Madoff.
“¿Cuan diferente es la historia del señor Madoff de la industria de inversiones en su conjunto?” preguntó Krugman en The New York Times.
El único pecado de Madoff fue tomar atajos, en lugar de seguir la rutina habitual de los banqueros de inversiones. Como esos seres impacientes que a los diez minutos de cortejar a una dama le proponen directamente ir a la cama, Madoff descartó el previo trabajo de seducción. Un banquero de inversiones arma primero su trampa, se rodea de una junta directiva, manda construir un impresionante edificio, envía información trimestral que ni él mismo entiende, y se dedica a jugar con el dinero de sus clientes hasta que se agotan los incautos encargados de proporcionar ahorros a la pirámide. 
Krugman mencionó un prototipo que puede aplicarse a una vasta sección de la industria financiera norteamericana. “Analicemos el ejemplo hipotético”, dice, “de un gerente de inversiones que inserta en el dinero de sus clientes gran cantidad de deudas, y luego invierte el total en valores de alto rendimiento –aunque riesgosos– tales como títulos respaldados por hipotecas (incobrables). Durante un tiempo, por ejemplo, mientras la burbuja de la industria de la vivienda siga creciendo el banquero “obtendrá grandes ganancias y recibirá grandes bonificaciones. Luego, cuando la burbuja estalle, y sus valores se transformen en basura tóxica, sus inversionistas perderán en gran cantidad, pero él mantendrá sus bonificaciones”. (The New York Times, 19 de diciembre de 2008).
¡Y qué bonificaciones! Krugman dijo que en el 2008, el salario promedio de los empleados en el sector de inversiones fue cuatro veces más alto que el ingreso promedio en el resto de la economía. “Ganar un salario de un millón de dólares (anuales) no era nada especial. Inclusive salarios de 20 millones de dólares o más eran bastante comunes”, indicó.
 “El sistema de sueldos de Wall Street”, señaló el economista, “recompensa con generosidad la apariencia de beneficio, inclusive si se trata de una ilusión”.

PERSIGUIENDO A LOS CULPABLES

A medida que la economía de Estados Unidos se fue derrumbando durante la crisis,  como un castillo de naipes, otros afloraban: los erigidos por estafadores.  
“Sólo en el último mes” de febrero de 2009 “hemos investigado a sinvergüenzas en Pensilvania, Nueva York, Carolina del Norte, Iowa, Idaho, Texas y Hawai", declaró a The Financial Times Bart Chilton, inspector de la CFTC (Commodities Futures Trading Commission), un organismo regulador que vigila mercados de materias primas y de ventas a término en acciones y en intercambio de divisas.
Chilton dijo que la agencia estaba investigando “centenares de individuos y de entidades vinculados con fraudes al estilo Ponzi”. (The Financial Times, 20 de marzo de 2009).  
       Pese a su fama, Ponzi no fue siquiera el más exitoso de los estafadores de su época. El honor corresponde a Oscar Hartzell, quien ofreció a potenciales inversionistas recompensarlos con el tesoro de Francis Drake, el explorador y aventurero inglés del siglo XVI. Esto es, una vez pudiera recuperarlo.  
Es interesante descubrir que cuando más astuto es el estafador, más etéreos son los objetos que promete. Otros célebres estafadores ofrecían objetos tangibles: Victor Lustig vendió en dos ocasiones la torre Eiffel, un espléndido monumento que puede verse desde cualquier zona de París, y del cual existen innumerables postales. Y el falsificador holandés Hans van Meegeren vendió al jefe nazi Hermann Goering un auténtico Vermeer que él mismo diseñó en su estudio. En cambio Hartzell ofreció algo intangible, un presunto tesoro que ni siquiera había sido rescatado.  
Aunque el esquema parecía haber sido inventado por un hombre con cierta deficiencia en sus neuronas, entre 70.000 y 80.000 norteamericanos creyeron en él, y le entregaron sus ahorros.
Entre 1914 y 1938, Hartzell recibió millones de dólares de personas que confiaban más en él, que en su fantástico esquema. Y lo demuestra un hecho: cuando fue finalmente arrestado, sus seguidores continuaron enviándole dinero y firmaron numerosas peticiones reclamando su libertad.  
Hay un detalle muy interesante, que demuestra cómo la gran tragedia americana suele emplazarse en estafadores y capitanes de industria. Al final de su vida, el propio Hartzell empezó a creer en su fraude. Recluido en una cárcel, le informó a su psiquiatra que una vez recuperara la fortuna, “Me convertiré en Francis Drake. Recibiré el nombre de Francis Drake. Han desaparecido los grandes aventureros como él. Yo soy ahora Sir Francis Drake”.

LO QUE VA DE AYER A HOY

Es posible que Hartzell haya sido el último de los robber barons del siglo diecinueve. (Robber barons, o magnates ladrones era el término que aplicaban los periodistas investigativos a personajes como el millonario petrolero John D. Rockefeller, o a los empresarios Andrew Carnegie, y Cornelius Vanderbilt, o a todos aquellos que son recordados en la actualidad gracias a las becas otorgadas por sus descendientes para hacer perdonar sus travesuras).  
Pero inclusive los Robber barons parecen gigantes al lado de los escuálidos que llevaron a Estados Unidos al peor colapso desde la Gran Depresión. Pues los robber barons se hicieron ricos empleando claros métodos inmorales, arruinando a sus competidores mediante prácticas corruptas, destruyendo a los sindicatos a través de la infiltración de rompehuelgas contratados en la agencia de detectives Pinkerton, y llevando a la miseria y a la desesperación a millones de trabajadores y pequeños rentistas. Y sin embargo, al final del día, esos atracadores algo dejaron: fábricas, empresas de servicios públicos, caminos y líneas ferroviarias. En cambio, los actuales capitanes del capitalismo tardío no han dejado más que un gran vacío, incluidas salas de conferencia deshabitadas y bóvedas de bancos donde el dinero brilla por su ausencia.

EL PAÍS DE LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Estados Unidos es uno de los pocos países del mundo donde seres que han fracasado en previas empresas o gobiernos siempre tienen la oportunidad de mostrar que la segunda es la vencida, o de incurrir en nuevos fracasos sin ser castigados.
Jurek Martin, quien fue jefe de la oficina en Washington de The Financial Times, menciona entre aquellos funcionarios que recibieron una segunda oportunidad a Robert McNamara, arquitecto de la guerra de Vietnam, que “logró recrearse a sí mismo como presidente del Banco Mundial”; a Edward Kennedy, “que prosperó desde la condición de personaje lascivo a la de león liberal”; a Robert Byrd que tras militar "en el Ku Klux Klan se convirtió en la conciencia del Senado" y a Al Gore, “que luego de ser un deplorable candidato presidencial está ahora salvando a la tierra”. (The Financial Times, 10 de julio de 2009).
Otro ejemplo es Richard Fuld, el director general de Lehman Brothers, quien “fue capaz de tomar una empresa perfectamente sana, de 158 años de antigüedad, y transformarla en polvo”, según dijo Nicholas D. Kristof, columnista de The New York Times. En vez de ir a la cárcel, o ser echado por incompetente, Fuld recaudó “casi 500 millones de dólares en compensaciones totales entre 1993 y el 2007”.  
En el año 2007, Fuld obtuvo 45 millones de dólares en compensaciones. “Eso equivale a obtener 17.000 dólares por hora” con el único propósito de borrar a una empresa del mapa”, dijo Kristof (The New York Times, 18 de septiembre de 2008).
Ahora, Estados Unidos en su totalidad, observa un fenómeno político que es imposible imaginar en otra parte del planeta.   

En otras culturas, el empresario Donald Trump sería mirado con malos ojos por acogerse al Capítulo Once de la ley de Quiebras cada vez que necesita protegerse de inversionistas que reclaman sus haberes. Según indicó The Economist en un artículo publicado el 12 de agosto del 2004, la cadena Trump Hotels entró dos veces en quiebra en un lapso de apenas 12 años. Sin embargo, The Donald es cada vez más popular. Se ha lanzado como precandidato presidencial por el partido Republicano, y tiene gran ventaja en las encuestas, demostrando una vez más que conquistar enemigos y fracasar en los negocios es el mejor sucedáneo del éxito. 

domingo, 20 de septiembre de 2015

Hay males que duran más de 100 años

Mario Szichman

“La historia nunca se repite.
El hombre siempre lo hace”.
Voltaire



Pese a su pecaminosa fama, Historia de mi vida, la autobiografía de Giacomo Casanova, el libertino más famoso de todos los tiempos, no es tan escandalosa como se presume. Un filme pornográfico de cinco minutos de duración describe más escenas eróticas que los doce volúmenes de esas memorias, estupendos testimonios de una época. Casanova (1725-1798), fue testigo de muchos eventos importantes de la historia europea de mediados del siglo dieciocho.
Las profesiones de Casanova fueron tan variadas como sus romances, las amistades que cultivó, o las capitales que visitó o en que vivió. Fue sacerdote, escritor, soldado, espía y diplomático. Y cuando las cosas se le pusieran muy feas, se hizo pasar por el caballero de Seingalt  para eludir acreedores, maridos celosos, o los acosos de nobles y monarcas.
Las enciclopedias nos informan que estuvo al servicio de un cardenal de la iglesia católica en Venecia, su sitio de origen; fue violinista, luego se unió a los masones en Lyon, Francia, y viajó a París, Dresde, Praga y Viena. Cuando retornó a Venecia, en 1755, fue acusado de ser brujo y hechicero, algo que no le agradaba a las autoridades eclesiásticas, y condenado a cinco años de cárcel en las prisiones de Piombi, en el palacio ducal de Venecia. Se fugó de la mazmorra  un año más tarde, en 1756, buscó refugio en París, y un año más tarde introdujo oficialmente en la capital francesa el juego de la lotería. Mediante intrigas financieras y amorosas, accedió a los más altos círculos de la aristocracia francesa.  
En 1760 huyó de París, perseguido por sus acreedores, viajó al sur de Alemania, a Suiza, donde conoció a Voltaire, a Saboya, al sur de Francia, a Florencia y a Roma. También visitó Londres por algunas semanas. Pese a su mala –o buena– fama como libertino y perpetuo insolvente, siempre encontró favor con los poderosos. En 1764, en Berlín, Federico Segundo de Prusia, uno de los grandes monarcas de Europa, le ofreció trabajo. Casanova agradeció la oferta, pero prefirió recorrer algunas capitales de Europa oriental, como Riga, San Petersburgo y Varsovia. Tras un escándalo en Varsovia, seguido de un duelo, Casanova buscó refugio en España. Cuando le permitieron regresar a Venecia, en 1774, trabajó como espía para los inquisidores del estado. Sus memorias las escribió en los años finales de su vida (1785-1798) en Bohemia, lo que es hoy la República Checa, mientras se ganaba la vida como bibliotecario del conde von Waldstein, en el castillo de Dux. (Un detalle curioso: creía que no existía mejor pizza en el mundo que la veneciana).  
Su saber era enciclopédico, y hablaba la mayoría de las lenguas europeas. Muchos críticos aseguran que su traducción de La Ilíada del griego al italiano es excelente. Pero su monumento literario es Historia de mi vida, publicada en Francia, tres décadas después de su muerte.
Varios episodios resultan interesantes de su visita a España, especialmente las relacionadas con el Santo Oficio, más conocido como La Inquisición.
En cierta ocasión, Casanova  se alojó en una posada, y descubrió que su cuarto tenía una cerradura en la parte exterior de la puerta, pero ninguna en el interior. Cuando le dijo al posadero que deseaba cambiar la cerradura, a fin de clausurar la entrada desde adentro, éste le respondió que eso era imposible. “Señor don Jacobo”, le dijo el posadero, “aquí en España, la Santa Inquisición tiene la libertad de inspeccionar las habitaciones de los extranjeros”.  Casanova le respondió: “¿Qué diablos desea averiguar esa maldita inquisición”?
El posadero, casi a punto de colapsar por el miedo, le rogó que no usara esas palabras para mencionar esa beatífica institución. “Si nos escuchan”, le explicó, “los dos estamos liquidados”.
Algo más calmado, Casanova le preguntó al posadero qué datos intentaba obtener la Inquisición con respecto a los huéspedes de un albergue.
“Todo”, dijo el posadero. “Quiere saber si usted come carne durante la cuaresma, o si duerme con personas del sexo opuesto, y en caso afirmativo, si se trata de cónyuges. En caso contrario, ambas personas van a la cárcel. Es una suerte, don Jacobo, que la Santa Inquisición proteja de manera constante el valor espiritual de nuestros habitantes”, se congratuló el hostelero.
En los días en que Casanova visitó España, cundió entre los hombres la moda de usar calzas con braguetas. Por órdenes de la Inquisición, aquellos que lucían esas prendas iban presos, por impúdicos, en tanto los sastres que las confeccionaban sufrían duros castigos.
Curas y monjes iniciaron una campaña denunciando la indecencia de esas calzas. Obviamente, jugaban con ventaja, pues las sotanas prescinden de ese artilugio. Los defensores de las braguetas consiguieron gran número de adeptos y estuvieron a punto de causar motines.
En realidad, si se revisa la historia de España, es factible verificar la plétora de objetos ridículos que han sido la fuente de disturbios. El llamado “motín de Esquilache” estalló en marzo de 1766, durante el reino de Carlos Tercero de España, luego que Leopoldo de Gregorio, el marqués de Esquilache, uno de los favoritos del monarca, ordenó que los caballeros españoles prescindieran de sus largas capas y de sus sombreros de ala ancha (chambergos), y los reemplazaran con capas cortas y sombreros de tres picos.  
La causa manifiesta de esa orden era que Esquilache deseaba modernizar la conservadora sociedad española adaptándola a la francesa. En realidad, se trataba de una solapada medida policial. Las largas capas facilitaban el porte sigiloso de armas, en tanto los grandes sombreros encubrían los rostros.
La maniobra le salió mal a Esquilache, quien debió huir de España, tras un motín en que corrió peligro hasta la vida del rey.  
En el caso de las calzas con braguetas, las autoridades españolas, ya curadas de espanto tras las desventuras de Esquilache, inventaron un ingenioso recurso para disuadir a los usuarios de seguir exhibiéndolas. Según contó Casanova, copias de un decreto real fueron clavadas en la puerta de todas las iglesias, informando que las calzas pecaminosas solo podían ser usadas por el verdugo. Como nadie quería contaminarse de la suerte de ese infame servidor público, los hombres se olvidaron de ese atavío.
Durante su visita a Zaragoza, Casanova se mostró muy emocionado cuando visitó una iglesia donde se rendía homenaje a Nuestra Señora del Pilar. Era impresionante la devoción que mostraba el pueblo por esa imagen.  


Pero, en las altas esferas religiosas, la situación era diferente. Casanova conoció en Zaragoza al cánonigo Ramón de Pignatelli, presidente de la Inquisición, y digno representante de la falta de piedad, escasa inocencia e inexistente castidad de muchos miembros del Santo Oficio. Según las palabras de Casanova, “Cada mañana, el canónigo metía presa a la alcahueta que le había proporcionado una muchacha con la cual había cenado y compartido el lecho la noche anterior. Tras despertar en la mañana, cansado, luego de disfrutar los placeres nocturnos, la muchacha era expulsada del lugar, y la alcahueta enviada a una prisión. Entonces el canónigo se vestía, confesaba, decía la misa, “consumía un excelente desayuno, que acompañaba con buen vino, y mandaba a buscar a otra muchacha. Eso ocurría día tras día. Sin embargo, era muy respetado en Zaragoza, pues era monje, canónigo, e inquisidor”.
Hasta el libertino más grande de todos los tiempos pareció molesto ante el desparpajo del canónigo Pignatelli.   
Por supuesto, la referencia de Casanova está confinada a sus memorias. Si uno revisa libros de historia, verá que muchos escritores españoles trataron al canónigo Pignatelli con enorme respeto. La única persona que dejó un testimonio poco amable de su rostro fue Goya.
En su libro An Idler in Spain: The Record of a Goya Pilgrimage (1914), el crítico de arte John Ernest Crawford Flitch dice que el pintor reveló en su retrato “la sombría hipocresía y la autoritaria arrogancia del presidente de la Inquisición, el canónigo Ramón Pignatelli,  quien, de creerse al escandaloso chisme de Casanova, merece figurar en la picota de Goya”.
Crawford Flitch dijo que el de Pignatelli es “uno de los retratos de Goya más admirables, tanto en su técnica como en la manera en que respira vida”. Cuando el ensayista visitó la pinacoteca de Zaragoza donde exhibían el retrato de Pignatelli, “un crítico más competente, Eduardo Rosales, exclamó, tras observar el rostro del canónigo: ´Mi amigo, ese cuadro no volverá a ser examinado jamás´”.   
Rosales debía tener información secreta, o tal vez alguien divulgó la opinión de Casanova sobre Pignatelli, porque el retrato desapareció del museo durante décadas[i].

EL MAL QUE DURÓ MÁS DE CIEN AÑOS

Cada época convoca preguntas distintas. Entre ellas, las más persistentes son: por qué ciertas instituciones representan el mal, y cuál es la razón que encuentren terreno más favorable en ciertas culturas. La tercera pregunta es más difícil de responder: ¿hasta qué punto una institución puede moldear el pensamiento de un pueblo?   
La persecución al diferente es casi tan antigua como la historia. Una de las versiones más exitosas es la creación, durante la Edad Media, de tribunales de la fe en Europa para combatir herejías. Todo comenzó con el acoso a la secta de los albigenses, en el sur de Francia, durante los siglos doce y trece de nuestra era.
La intención inicial era extirpar a los miembros rebeldes de la iglesia cristiana, y extender el poder del Papa sobre los obispos, a través de la Inquisición. La idea partió de Inocencio III.  
De acuerdo a The Popular Encyclopedia: Or, Conversations Lexicon, de 1862,  la diferencia entre la Inquisición y los tribunales civiles era que los inquisidores “buscaban herejes y partidarios de falsos doctrinas, y emitían terribles sentencias contra sus bienes, su honor y sus vidas, sin apelación alguna”.   
Los delatores “además de ser protegidos, eran recompensados por la inquisición. El acusado estaba obligado a ser su propio acusador. Personas sospechosas eran arrestadas en secreto y arrojadas a las prisiones. Los mejores instrumentos para los inquisidores fueron las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, empleados por el Papa para destruir a los herejes e indagar en la conducta de los obispos”.  
La Inquisición nunca logró afirmarse en la mayoría de las naciones de Europa, ni siquiera en Italia, centro del poder papal. The Popular Encyclopedia  dice que cayó totalmente en desuso en Francia, en tanto en Venecia, “era estrechamente vigilada por el poder civil”. Pero hacia fines del siglo quince, adquirió poder en España debido a razones políticas. El rey Fernando de Aragón y la reina Isabel de Castilla, cuyo matrimonio unió a España, necesitaban quebrar el poder de la nobleza, a fin de crear una monarquía absoluta. La Inquisición fue su policía de la virtud, y en su lucha por consolidar el poder, también arremetió contra moros y judíos.
En 1478, Tomás de Torquemada fue designado como primer gran inquisidor. (Parecía haber sido nombrado simplemente por portación de apellido). Torquemada fue el hombre más poderoso del reino, después de los monarcas, aunque en ocasiones parecía estar delante de los reyes, pues manejaba los cordones de la bolsa.  
La venta de propiedades de quienes eran condenados por la Inquisición se dedicaba a abastecer el tesoro real, dilapidado en la guerra contra los moros. Había una enorme necesidad de encontrar herejes, especialmente acaudalados, para solventar los gastos de guerra. Y la Inquisición empezó a contratar a sus perseguidores.  
Se estima que en las postrimerías de la vida de Torquemada había en España 20.000 “familiares” de la Inquisición, que actuaban como espías e informantes. (En Venezuela, esos empleados han sido rebautizados “patriotas cooperantes”). The Popular Encyclopedia señala que inclusive personas de alto rango querían ser familiares de la Inquisición, pues obtenían “grandes privilegios”.
Tan pronto como aparecía un acusado, y un fiscal convocaba a un tribunal para ejercer su autoridad, “se emitía una orden con el propósito de aprehenderlo”.
La Inquisición adquirió cada vez más poder. En 1732, dos siglos después de la muerte de Torquemada, dictó una ordenanza señalando que era “deber de todos los creyentes informar a la Inquisición si conocían alguna persona, viva o muerta, presente o ausente, que hubiera abandonado su fe, que perteneciera a la ley de Moisés, o aludiera a ella en términos favorables; o si conocía alguno que siguiera la doctrina de Lutero, o hubiera pactado con el diablo, de manera expresa o virtual”.
Además, toda persona que poseyera un libro herético, o el Corán, o la Biblia en idioma español, debía ser delatada a la Inquisición.  
Los autos de fe eran espectáculos casi tan populares como las corridas de toros, otro gran aporte de España a la cultura universal. Inclusive los reyes consideraban muy honroso asistir a esas carnicerías y presenciar la agonía de las víctimas.
Juan Antonio Llorente, designado en 1789 –el año de la Revolución Francesa– secretario general de la Inquisición en Madrid, creó un monumento histórico cuando tras huir a Francia en 1814 publicó su Historia crítica de la Inquisición Española. En el libro documentó tres siglos de iniquidades cometidos por el Santo Oficio.  
Llorente dijo que entre 1481 y 1808, las víctimas del Santo Oficio llegaron a 341.021 personas. (Las tropas de Napoleón Bonaparte abolieron la Inquisición cuando invadieron España, en 1808). De ese total, 31.912 fueron quemadas vivas en la hoguera, 17.659 quemadas en efigie, y 291.456 sometidas a terribles castigos y humillaciones.   
En realidad,  excepto respirar, a los españoles se les prohibía todo, o se los consideraba cómplices si no delataban injurias, amenazas, extorsión, rapto, automutilación, deserción, indisciplina, herejía, blasfemia, bigamia, jurar en vano, sodomía, pecado nefando, comunicación ilícita, usura, incesto, amancebamiento, rapto de la novia, fuga de cárcel o presidios, testimonios falsos, desacato, subversión, pertenecer a bandas delictivas, fabricar o vender dados, participar en juegos prohibidos, contrabando, pasar moneda falsa, trabajar como rufianes, consentir la prostitución de una esposa, posesión de armas prohibidas, vagancia, ocultación o falseamiento de nombre y apellidos, andar con delincuentes, obtener útiles de robo, embriagarse, y usar máscaras de carnaval.
Los autos de fe podrían nutrir las pesadillas de numerosas generaciones. Los sacerdotes dominicos lideraban la procesión portando el estandarte de la Inquisición. Les seguían los penitentes, y tras la cruz marchaban los condenados a muerte, descalzos, vestidos con un sambenito y un cono de papel (coroza) en sus cabezas. Las efigies de aquellos que habían huido, así como los huesos de los muertos que habían sido condenados, aparecían en ataúdes negros, sobre los cuales se habían pintado llamas y formas diabólicas. Cerraban la procesión monjes y sacerdotes.
Luego, los condenados eran consultados sobre la religión que preferían portar al otro mundo. Quienes se proclamaban católicos, eran primero estrangulados y luego quemados. El resto eran quemados vivos. (Muchos que no eran católicos preferían ser ejecutados como católicos).
La Inquisición no se limitaba a censurar tratados filosóficos o políticos. No había libro que fuera ignorado por los inquisidores. En cierta ocasión,  pusieron en el índex un tratado de geografía astronómica, pues contenía “frases escandalosas, audaces, impías, heréticas, insultantes para la iglesia católica y el Santo Oficio”.
Es obvio que muchos españoles fueron afectados por esa institución que se prolongó más de tres siglos. “Ese noble y fogoso pueblo”, dice la enciclopedia, “fue más degradado por el sombrío poder de la Inquisición que por cualquier otro instrumento de un gobierno arbitrario”. En España siguieron imperando formas de cultura, pero desapareció la civilización. ¿Quién tenía ganas de ensanchar sus horizontes intelectuales cuando todos los libros imaginables eran prohibidos por el Santo Oficio?  
No es desatinado pensar que la Inquisición contribuyó a la espectacular decadencia de España, y a difundir la mala fama de sus monarcas. Todo un género literario, la novela gótica, utilizó como tema central las atrocidades de la Inquisición, inclusive obras maestras como The Monk, de Matthew Lewis, y Melmoth the Wanderer, de Charles Maturin. Algunos de los mejores relatos de Edgar Allan, Poe, entre ellos La fosa y el péndulo, usan como temas la parafernalia de los inquisidores. Y Fiodor Dostoievski insertó una obra maestra: El Gran Inquisidor, dentro de otra obra maestra: Los hermanos Karamazov.
El Santo Oficio se entremetió en todos los hogares, destruyó amistades, acobardó a incontables personas, convirtió a seres valerosos en carne carbonizada,  o los obligó a emigrar, o a recluirse, y arruinó la fibra moral de un pueblo.  
No muchos participaban del optimismo de ese posadero con el que tropezó Casanova, ni creían que la tarea de la Santa Inquisición era “proteger de manera constante el valor espiritual de nuestros habitantes”.





[i] Una nota del diario El País, de Madrid, del 21 de enero de 1985, informó de la reaparición, en Zaragoza, de “un retrato del canónigo Ramón de Pignatelli pintado por Goya y que se creía desaparecido”. El cuadro, decía el artículo, “fue pintado por Goya alrededor de 1790 y muestra a Ramón Pignatelli, unos tres años antes de su muerte, grueso y vestido de negro”.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

J.D. Salinger y El cazador oculto: Holden Caulfield, y la cacería de farsantes

Mario Szichman


No me ocurre con muchos libros que recuerde las ocasiones en que los leí, pero sí con The Catcher on the Rye, de J.D. Salinger, una extraordinaria novela cómica, aunque con ciertos bemoles.
La primera vez fue en Buenos Aires, posiblemente en 1966. La descubrí de casualidad, en la biblioteca del periódico La Razón. Era una edición de Fabril editora, y me sorprendió su desparpajo en materia sexual, pero especialmente la manera en que Salinger desmonta los mecanismos que utiliza el farsante para avanzar por la vida. En esa ocasión, la novela de Salinger se titulaba El cazador oculto. Para mí, ese título en español sigue siendo un acierto, aunque la traducción literal  sería El que atrapa en el centeno. Por supuesto, la editorial española usó el título literal, que nada dice. Pero eso es inevitable cuando la imaginación escasea. Otra editorial española publicó The Sound and The Fury de William Faulkner, con el título El ruido y la furia, no desacertado, pero sí deplorable. Prefiero el rótulo El sonido y la furia, aunque sea inexacto.
The Catcher in the Rye posee sentido en la versión inglesa, porque una de las ambiciones del protagonista es salvar niños que juegan en un campo de centeno. Holden Caulfield le recuerda a su hermana menor Phoebe el fragmento de una estrofa de Robert Burns: If a body catch a body comin' through the rye… (si un cuerpo atrapa un cuerpo que atraviesa el centeno…), y expresa su deseo de transformarse en ese cuerpo. Varios niños están jugando en un campo de centeno. “Y no hay ninguna persona grande, excepto yo”, dice Holden. “Yo estoy de pie al borde de un promontorio. Todo lo que debo hacer es atrapar a cualquier niño que intente pasar por encima del promontorio. Y eso es lo que deseo hacer, convertirme en el cuerpo que atrapa en el centeno”.
Pero si The Catcher in the Rye tiene sentido en inglés, especialmente por la resonancia del poema de Robert Burns, el título en español de El cazador oculto no va a la zaga. Holden, de 16 años de edad, atraviesa las calles de Nueva York durante un largo fin de semana invernal, tras haber sido expulsado del colegio. Usa ropas livianas pese a que las temperaturas están bajo cero, y solo se siente resguardado porque su gorra de cazador cuenta con orejeras para protegerlo del frío. Realmente, Holden es un cazador oculto, atrapando sonidos, frases, despliegue de cuerpos. El protagonista, como Salinger, es un gran admirador de Ring Lardner, uno de esos genios que surgen aproximadamente una vez cada siglo. Decían de Lardner que describía personas “cuando creían que nadie las estaba observando”. Y lo mismo se aplica a Salinger, cuyas descripciones de un fragmento de la sociedad norteamericana son demoledoras, ya se trate de encuentros con profesores, amigos del colegio, prostitutas y sus rufianes, o taxistas.
Tal vez por eso, The Catcher on the Rye es una de las novelas más prohibidas por muchos grupos que ejercen la censura en Estados Unidos. The American Library Association dice que ha sido “un favorito de los censores desde su circulación” en 1951. En 1978, las autoridades de colegios secundarios de Issaquah, en el estado de Washington, prohibieron su difusión pues formaba parte de “un complot comunista”.  En otra oportunidad, un grupo encargado de defender la moral y las buenas costumbres acusó a Salinger de ser “anti–blanco”. (También podrían haberlo acusado de ser “anti–negro”, pues no figura un solo afroamericano en la novela).
Afortunadamente, Salinger encontró una compensación en la venta del libro. Desde su publicación, The Catcher in the Rye ha vendido alrededor de 65 millones de copias, y otros 250.000 ejemplares se imprimen anualmente.
¿Por qué Holden Caulfield causa tanta irritación en las buenas almas que desean extirparlo de los estantes de las bibliotecas? Puede ser el lenguaje subido de tono. O su burla de todo lo que huele a sacrosanto en su extenso país. O sus comentarios sobre el machismo. Por ejemplo,  uno de sus compañeros de college tiene como preocupación exclusiva desenmascarar a esos grandes héroes del cine de vaqueros, o de guerra, demostrando que los intérpretes, pese a su enorme hombría, son, en realidad, fruitcakes.
Pero es evidente que existe algo más perturbador e inquietante, en su irónica visión de las relaciones sexuales. Holden Caulfield es un adolescente muy inmaduro, que se niega a aceptar el amor físico entre un hombre y una mujer. Inclusive la relación con su hermana menor, una niña, tiene algo que resulta incómodo.

EL HOMBRE, MÁS ALLÁ DEL ESCRITOR

La segunda lectura de la novela de Salinger fue en inglés, y propulsada por Mark David Chapman. El 8 de diciembre de 1980, Chapman asesinó a John Lennon a las puertas del edificio The Dakota, en Nueva York, donde el Beatle residía desde hacía varios años. (En The Dakota se filmó también la película El bebé de Rosemary, dirigida por Roman Polanski).
Tras asesinar a Lennon de cuatro balazos en la espalda, Chapman permaneció en la escena del crimen leyendo The Catcher in the Rye hasta que llegó la policía y lo arrestó. Cuando le preguntaron si deseaba formular alguna declaración, Chapman indicó que la novela era su confesión. Estaba tan identificado con el protagonista de la novela, que intentó cambiar su nombre por el de Holden Caulfield.
Por su parte Robert John Bardo, otro homicida, llevaba una copia del libro la noche en que asesinó a la actriz Rebecca Schaeffer. ¿Con qué parte de Holden se identificaron esos asesinos?
Una de las interpretaciones más curiosas, y más interesantes sobre The Catcher in the Rye, proviene de David Shields y de Shane Salerno. En su biografía del novelista, señalan que el libro es “en realidad una encubierta novela de guerra”. Durante la segunda guerra mundial Salinger pasó varios años en los frentes de combate, y contempló horrores que muy pocos narradores –con la excepción de Kurt Vonnegut– pudieron presenciar. Cuando retornó a Estados Unidos, y luego de varios tratamientos psiquiátricos, decidió, dijeron sus biógrafos, “absorber el trauma de la guerra e insertarlo en algo que para un incauto comentarista parecía ser la novela de un adolescente con problemas”.
Un detalle curioso: En la campaña que lo llevó desde las costas de Normandía hasta el corazón de Alemania, se hizo amigo de un corresponsal de guerra llamado Ernest Hemingway, con el cual intercambiaron cartas.
Es posible que Hemingway, quien escribió novelas de la Gran Guerra como Adiós a las armas, y ¿Por quién doblan las campanas? Pero nada sobre la segunda guerra mundial, pese a su participación –mínima– en la liberación de París, le haya sugerido a Salinger transmutar sus experiencias de combate en algo más personal, capaz de tener mayor trascendencia. Después de todo, era previsible un aluvión de novelas de guerra tras el cese de hostilidades. ¿Para qué lidiar con tanta competencia?
Salinger escribió muy poco: su famosa novela, y algunos espléndidos cuentos, recopilados en cuatro magros volúmenes.  Luego, abandonó la escritura por completo. Estuvo más de medio siglo sin publicar, aunque aseguran que dejó muchos manuscritos en su hogar de New Hampshire, donde pasó la mayor parte de su vida. En una de sus infrecuentes cartas a un editor, le dijo que era maravilloso haber dejado de escribir, pues no había nada tan traumático como corregir un texto y negociar su publicación.
Fue internado en algunas ocasiones en institutos psiquátricos, por afecciones mentales que contrajo durante sus años como soldado. Sus relaciones amorosas fueron infrecuentes. Las mujeres que lo amaron escribieron libros devastadores sobre sus experiencias.
Podría haber enmendado la plana cuando se enamoró de Oona O'Neill, la hija del dramaturgo Eugene O'Neill. Pero otro famoso, Charles Chaplin, lo despojó del trofeo. El matrimonio pareció ser muy exitoso. Y no es aventurado suponer que Salinger hubiera causado la desdicha de Oona. Ya en The Catcher in the Rye, a través de su alter ego, el novelista decía: “Eso es lo que pasa con las mujeres. Cada vez que ellas hacen algo agradable, inclusive si no es algo espectacular, y en ocasiones, hasta resulta estúpido, uno se enamora de ellas. Y es difícil pronosticar el infierno en que uno termina recluido”.