domingo, 30 de octubre de 2016

““The Autobiography of Joseph Stalin” de Richard Lourie: El poder absoluto siempre corrompe de manera absoluta


Mario Szichman



La fama tiene un extraño efecto sobre los seres humanos a quienes favorece. Anula sus pasados. En las ocasiones en que es posible observarlos antes de su acceso al pináculo del poder, ofrecen la idea de que en su etapa anterior eran homúnculos. Luego, junto con el mando, se apropian de virtudes mágicas, una de ellas, la imposibilidad de equivocarse. José Stalin es uno de esos seres. Y si el culto a la personalidad no hubiera existido, sus panegiristas lo hubieran inventado.
Al igual que la mayoría de los líderes revolucionarios rusos, su nombre final fue un seudónimo. Nació como Josef Visarianovich Dzugahsvilli en Gori, gobernación de Tiflis, en diciembre de 1878, y falleció en marzo de 1953, a los 74 años de edad, en Moscú. (Lenin se llamó inicialmente Vladimir Ilyich Ulyanov, y León Trotsky, Lev Davidovich Bronstein).
Lenin y Trotksky eran buenos teóricos, y fenomenales propagandistas. Lenin solo estaba interesado en la teoría marxista, y en el asalto al poder. Trotsky era muy superior como historiador y estilista. Su Historia de la Revolución Rusa es incomparable. Fue también un excelente estratega militar y creó, prácticamente de la nada, el Ejército Rojo, que emergió victorioso de la guerra civil.  

En cuanto a Stalin, en una época más moderna podría ser calificado como enforcer. Organizó huelgas, y acopió fondos para el partido Bolchevique mediante atracos a bancos, secuestros, extorsiones y asesinatos. Fue a la cárcel en varias ocasiones. Desterrado generalmente a Siberia, se fugó de prisión casi tantas veces como fue detenido. Según el novelista Lourie, habría sido también informante policial. En ese caso, no fue el único, ni el más prominente.  
Llegó un momento en que la Ojrana, la policía secreta del zar, contaba con tantos informantes y agentes dobles, que parecía en condiciones de liderar a ciertos grupos  revolucionarios. Al menos en un caso, eso ocurrió, con Yevno Azef, uno de los fundadores del partido Socialista Revolucionario, quien se especializó en atentados contra personeros del régimen.
Azef fue agente de la Ojrana desde 1893, ocho años antes de la creación del partido Socialista Revolucionario. Y en dos distintos escenarios, hasta la revelación de sus funciones, logró traicionar a todos los miembros de la “Organización  de Combate”.  Al mismo tiempo, se le atribuyen tres famosos asesinatos durante el régimen del zar Nicolás II: el del ministro del Interior, Vyacheslav Plehve (1904), el del tío del zar, el Gran Duque Sergio (1905) y el del Padre Gapon (1906).   
En uno de esos twists que solo parecen haberse registrado en la Rusia prerrevolucionaria, Azef, a través de sus informantes policiales, descubrió que Gapon, un sacerdote ortodoxo y líder obrero, estaba al servicio de la Ojrana. La tarea del sacerdote era desviar a las masas de objetivos revolucionarios, y encaminarlas hacia el sendero trazado por el oficialismo zarista.
Por lo tanto, el agente doble Azef, organizó el asesinato del agente doble Gapon. Como solían decir en los viejos tiempos, siempre resulta conveniente dar un tirito para el gobierno, y otro para la revolución.

AJUSTES DE CUENTAS

En el primer párrafo de The Autobiography of Joseph Stalin, Lourie pone las cartas sobre la mesa. Piensa Stalin: “Leon Trotsky is trying to kill me,” León Trotsky intenta asesinarme. Pero no se trata de un asesinato físico, sino moral. Trotsky está escribiendo una biografía de Stalin (fue publicada después de su asesinato en México), y su intención es revelar “eso”, un crimen “cuya divulgación podría destruir la mística de autoridad por la cual gobierno”.  
Las reflexiones de Stalin comienzan en 1937, cuando ya se han concretado las purgas contra sus enemigos políticos. En el futuro le aguarda su pugna con Adolf Hitler. Tal vez la premisa de Lourie ofrece excesiva importancia a la figura de Trotsky, si se toma en cuenta que el líder de la Cuarta Internacional estaba exiliado en México, en el distrito capitalino de Coyoacán, y que los trotskistas habían sido diezmados.
Pero, elegir el año 1937 para comenzar la narración, no es desatinado. Faltan dos años para que se inicie la segunda guerra mundial, ha estallado la guerra civil en España, en la cual los comunistas tuvieron destacada participación, y el líder del Kremlin necesitaba un férreo control de sus fuerzas, antes de enfrentar al nazismo.  
De todas maneras, como luego lo demostró Stalin, en ese momento le preocupaba más su frente interno que Hitler. Cuando los alemanes invadieron la Unión Soviética, fue un paseo militar. Entre otras cosas, porque Stalin ordenó diezmar al estado mayor soviético. Afortunadamente, había todavía generales rusos de primera.
Quizás alertado por las objeciones de algunos de los lectores de su manuscrito, Lourie decidió agrandar la figura de Trotsky. El personaje de Stalin lo señala de manera explícita: “Trotsky no es el enemigo porque tiene muchos seguidores. Trotsky es el enemigo pues es el único hombre en la tierra capaz de ocupar mi sitio en el Kremlin”. Es un argumento implausible. Los únicos que podían poner en peligro a Stalin, eran sus allegados directos. Si se observa lo ocurrido tras la muerte del líder soviético, quienes tomaron las riendas del poder fueron justamente sus vasallos más fieles, seres que, acatando también las normativas de todo devoto secuaz, terminaron traicionando su legado, y denunciándolo ante la opinión pública mundial. Nikita Kruschev, uno de sus aduladores, denunció las purgas de Stalin durante el famoso Vigésimo Congreso del Partido Comunista celebrado en febrero de 1956.   
Pero Lourie es un novelista, no un teórico. Es obvio que la trama de su novela solo podía prosperar en base a un conflicto central, y a una figura como Trotsky, famosa en vida, y aún más famosa tras su asesinato a manos del español Ramón Mercader, en agosto de 1940. Por lo tanto, asignó a Trotsky poderes casi omnímodos. El exiliado líder parecía conocer un secreto de Stalin que podría contribuir a su derrocamiento.

La narración adquiere vigor e intensidad cuando Stalin narra su vida, o las peripecias que enfrentó hasta convertirse en líder del Kremlin. Inclusive tiene ciertos toques de humor que aligeran su contenido y lo hacen más ameno.
Como buen gobernante paranoico, Stalin estaba rodeado de dobles, cuya misión era recibir las balas que algún asesino necesitaba alojar en el cuerpo del personaje original. En cierta ocasión, Stalin y su doble están desplazándose en una limusina por el centro de Moscú. De repente, Stalin observa a un borracho, y le ordena al chófer del vehículo que detenga la marcha. “Bajé la ventanilla del asiento trasero”, dice Stalin. “Es difícil describir la expresión en el rostro del borracho cuando observó el interior del automóvil y vio ¡a dos Stalins! ´Tendría que beber menos´ le dije. El vehículo se alejó a toda marcha”.
Los capítulos dedicados a la juventud de Stalin, a su ascenso en las filas bolcheviques, o el proceso a famosas figuras soviéticas, así como algunos de los diálogos con rivales, constituyen la parte mejor de The Autobiography of Joseph Stalin. La novela se devora, pues tiene las virtudes de la historia, del policial, y está repleta de aventuras.
Lourie sabe dar credibilidad y tres dimensiones a sus personajes. Algunos de ellos, como Bujarin, uno de los teóricos predilectos de Lenin, o Yagoda, jefe de la policía secreta hasta su caída en desgracia, crecen en el relato, son inclusive más creíbles que el mismo Stalin.
El hecho de que la colisión entre Stalin y Trotksy se revele a través de dos discursos, muestra las posibilidades y frustraciones del texto. Las opiniones de Trotsky sobre Stalin no fueron personales. Él mismo insistió en que su biografía del líder del Kremlin era exclusivamente “política”.
¿Pensó alguna vez Lourie en una secuela, haciendo que Trotsky juzgase a Stalin como ser humano? Si alguna vez lo hizo, eso ya está descartado. Al comienzo de la novela, es muy claro: “Sin importar qué espíritu me poseyó para redactar este libro”, señala, “deseo ahora que se haya alejado para siempre”.


miércoles, 26 de octubre de 2016

Las lecciones de Maquiavelo. Aquellos que usan el veneno, no por eso aman el veneno[i]


Mario Szichman



Nicolás Maquiavelo nació cerca de Florencia en mayo de 1469, y murió no muy lejos del sitio de su origen, en junio de 1527. Escribió de manera abundante, y diversa. Acerca de la guerra y la paz en Discursos sobre la primera década de Tito Livio, La Vida de Castruccio Castracani, y Del arte de la guerra. Es autor de una comedia considerada pornográfica, La Mandrágora, que todavía se sigue representando debido a su exquisito humor. Redactó además novelas, varios poemarios, y libros de viaje con un gran trasfondo político, como Retrato de la corte de Alemania.

Para su suerte, un pequeño opúsculo, El Príncipe, escrito en 1513, fue publicado de manera póstuma en Roma, en 1531. De lo contrario, es posible que su autor hubiese sido llevado a la hoguera.
Si alguien dice que Hitler era un hitlerista, no tiene resonancia similar a la de afirmar que Maquiavelo era maquiavélico. No es necesario haber leído El Príncipe para entender el significado de esa palabra. Inclusive su nombre fue asociado con el diablo. En los países de habla inglesa, el demonio era conocido como Old Nick.
El propósito inicial del tratado de Maquiavelo era muy sencillo: discutir el poder de la familia Médici en Florencia, y los peligros de una oligarquía cuya autoridad se basa en el dinero y en la política del mecenazgo, una de cuyas variantes, en nuestra época, es el populismo. El demagogo que ofrece circo, y especialmente pan, viene gozando de gran popularidad desde la antigüedad griega y romana.
En diciembre de 1494, los Médici fueron expulsados de Florencia, y se instituyó la República que duró apenas una década. Maquiavelo fue nombrado secretario de la Segunda Cancillería de la república florentina, y secretario del Consejo de los Diez, un comité encargado de asuntos militares y de las relaciones exteriores.   
Durante el ejercicio de su cargo, realizó delicadas misiones diplomáticas, y conoció al rey Luis XII de Francia, al emperador Maximiliano I, al Papa Julio II y al gran duque Valentino (César Borgia).  También analizó de manera exhaustiva la fragilidad de la República Florentina frente a naciones como España y Francia, e hizo propuestas para fortalecerla.
El núcleo de lo que luego constituiría Italia fue muy débil, hasta el Risorgimento comandado por Giuseppe Garibaldi, que unificó la península a mediados del siglo diecinueve. Justamente uno de los temas principales de El Príncipe, es el análisis de esa inseguridad, que obligaba a los gobernantes de la península a resguardar sus fronteras con la ayuda de mercenarios, o a depender de la protección de Francia y España.
La magia, la devastadora fuerza de El Príncipe, está en su retórica, y en la descripción de aquello que los anglosajones califican de “wicked deeds,” acciones malvadas. Maquiavelo era un excepcional escritor, y su estilo es el de un sabio relojero que va desmontando las piezas del mecanismo político. Hay algunos engranajes que funcionan a la perfección, otros que requieren lubricante, y varios de los cuales es posible prescindir.  
Para Maquiavelo, la política era como el teatro de gran guignol, una sucesión de actos de carnicería, aunque había matanzas aceptables, y matanzas deplorables. Las primeras obedecían a poderosas razones de estado, las otras tenían el defecto de conducir al fracaso.
“Todos los profetas armados triunfaron”, era una de sus máximas, “y todos los profetas desarmados terminaron en la ruina”.  Los grandes líderes de la historia, Moisés, Ciro de Persia, Teseo, y Rómulo, señalaba el escritor, en algún momento descubrieron que los pueblos son “inestables por naturaleza. Es fácil convencerlos de algo, pero es difícil hacerlos persistir en ese certeza”. Por lo tanto, hay que manejar la política de tal manera que, cuando el pueblo deja de creer, “hay que obligarlo” a persistir en la confianza.
También la veneración del pueblo hacia su líder surge de su temible poder. Y ese mando se logra “tras barrer de la faz de la tierra a todos aquellos envidiosos de sus logros”.
Para Maquiavelo, existían dos clases de crueldad: aquella bien empleada, y la que se manejaba de manera incorrecta. Uno de sus ejemplos fue lo ocurrido con uno de los lugartenientes del duque Valentino, más conocido como Cesare Borgia. El duque descubrió que no se podía gobernar por las buenas, y se dedicó a toda clase de “engaños traicioneros” a fin de consolidar su poder.

En el caso de la Romagna, cuyo territorio “estaba repleto de ladrones, disputas y toda clase de insolencias”, resolvió otorgar el poder a Remirro de Orco, “un hombre cruel e inescrupuloso”. De Orco cumplió su tarea a la perfección, dando paz y tranquilidad a los habitantes de la región. Una vez concluida la tarea, Cesare Borgia, un astuto político,  decidió que su lugarteniente debía cargar con la culpa por las tropelías que él había ordenado.
Una mañana, en una plaza de Cesena, apareció Remirro de Orco dividido en dos. Un verdugo había puesto su cadáver sobre un bloque de madera, y lo había escindido. Al costado de las dos mitades de Remirro, había una espada ensangrentada. Eso era simbólico, pues en la ejecución se utilizó un hacha. 
Según comentó Maquiavelo, “La ferocidad de tal espectáculo dejó a la población satisfecha y estupefacta al mismo tiempo”. Nadie lloró la muerte de Remirro, en tanto el duque creció en el afecto de su pueblo, pues lo había salvado de un asesino cuyo crimen había sido acatar sus exigencias.
Buen propagandista de sus encubiertas acciones, Cesare Borgia, con la teatral exhibición del mutilado cuerpo de Remirro de Orco, demostró que los gobernantes deben ser, de manera simultánea, amados y temidos por sus súbditos.
Por supuesto, el autor sabía distinguir entre la virtud y la inmoralidad, aunque esa distinción difiere de la del común de los mortales. Maquiavelo no consideraba virtuoso al líder que “asesina a sus conciudadanos, traiciona a sus aliados, carece de toda fe, de toda piedad, de toda religión”. A través de esos métodos, añadía, “se adquiere poder, pero no gloria”.
Por lo tanto, era necesario determinar si “la crueldad es usada con eficacia”, o de manera grosera. Si hay que actuar con ferocidad, es forzoso hacerlo “de un solo golpe, obligado por la necesidad, con el fin de protegerse a uno mismo”. Luego, es ineludible poner fin a ese tipo de acciones, y dedicarse al bienestar de sus vasallos.
La manera grosera de usar la crueldad consiste en cometer escasas atrocidades al comienzo, e irlas dilatando con el transcurso del tiempo. Mientras aquellos que siguen el primer método “pueden remediar su posición con Dios y con los hombres”, los otros están condenados a perder sus cargos, y a sufrir a veces lesiones muy graves que les impiden seguir respirando.
Un conquistador, “debe analizar todas las cosas perjudiciales que debe cometer, y concretarlas de una sola vez”, dice Maquiavelo. “De lo contrario, tendrá que repetirlas de manera cotidiana”.
Si no repite maldades, el gobernante logrará al cabo de un tiempo “que su pueblo se sienta seguro y ganará su confianza”. En cambio, “aquel que por timidez, o debido a malos consejeros, actúa de manera distinta, estará obligado a conservar siempre el puñal en su mano”. Y si hay que causar heridas, “es imprescindible infligirlas de una sola vez”.
En cuanto a los beneficios a repartir entre los pobladores, “deben ser distribuidos de a poco, con el propósito de que puedan ser plenamente saboreados”.
Es posible que la crueldad con que Maquiavelo analiza la política de su tiempo –aunque sumando muchos ejemplos del pasado griego y romano– sea el resultado de que fue contemporáneo de los Medici y los Borgia, varios de ellos poseedores del poder humano y divino –ya que algunos también fueron Papas.
Las intrigas de corte solían resolverse en muchas ocasiones con el veneno. Y el poder de esas oligarquías era menos fácil de encubrir que en nuestras sociedades modernas, donde gigantescas maquinarias burocráticas permiten disimular los excesos del poder real.
Maquiavelo, quien enfrentó terribles vicisitudes por su accionar político,  entre ellas torturas tras el retorno de los Medici al poder, fue uno de los escasos maquiavélicos  que ejerció una impecable virtud. Su honestidad es legendaria. En una carta a Francesco Vettori, donde solicitaba trabajo, decía que “nadie debe dudar de mi palabra. Siempre la he mantenido, e ignoro ahora cómo hacer para romperla”. Nadie disputó esa afirmación.
Su feroz análisis de las instituciones del poder nunca ha pasado de moda. Combinó la filosofía y la historia, encarnándola en seres concretos. Sus descripciones de algunos príncipes y caudillos, y de sus (maquiavélicas) técnicas para acceder al poder y conservarlo, son hoy tan actuales como cuando escribió El Príncipe.
Algunos, lo consideraron un cínico. En ese caso, tenía buena compañía. Según señaló Ambrose Bierce, en su Diccionario del Diablo, “cínico es el bellaco que ve las cosas como son, y no como deberían ser”.







[i][i]They love not poison that do poison need.” William Shakespeare, Richard II.

domingo, 23 de octubre de 2016

“Brighton Rock,” de Graham Greene. El poder, la gloria… y la caída de Pinkie Brown


Mario Szichman



Brigthon Rock, de Graham Greene, cuenta con uno de los grandes comienzos de la literatura policial moderna: “Hale knew, before he had been in Brighton three hours, that they meant to murder him.Hale sabía, antes que hubiese estado tres horas en Brighton, que ellos querían asesinarlo.
¿Quién es Hale? ¿Quiénes son ellos?
Fred Hale es un reportero que trabajó como informante para la banda Colleoni, especializada en extorsionar a corredores de apuestas. Battling Kite, líder de una pandilla rival, es asesinado por los Colleoni. Entonces Pinkie Brown, uno de los lugartenientes de Kite, decide vengar la muerte de su jefe, asesinando a Hale.
En la época en que transcurre la acción, la década del treinta del siglo pasado, Brighton, además de ser un sitio vacacional, era un nido de ratas, concentrado en su hipódromo. Graham Greene, part–time periodista, part–time novelista, descubrió en el área un adecuado marco para la novela.  
No todas las tareas de Fred Hale son periodísticas, como lo demuestra su labor de informante. En Brighton, Hale cumple otro rol, que lo convierte en fácil blanco de Pinkie Brown y de su pandilla: el de Kolley Kibber, un personaje creado por el periódico The Daily Messenger con el propósito de promover las ventas.
Hale debe transitar los lugares más concurridos de la zona costera de Brighton vestido de una manera especial, a fin de ser reconocido por los visitantes. Si alguno de ellos lo descubre, y recita las siguientes palabras: “Usted es el señor Kolley Kibber. Exijo me pague el premio de The Daily Messenger”, ganará algunas libras esterlinas.  
Fred Hale también debe distribuir tarjetas con el logotipo de la publicación a lo largo de una ruta preestablecida. Las tarjetas suelen ser colocadas en recipientes de basura, debajo del mantel en una mesa de restaurant, o cualquier otro lugar semioculto. Quien encuentra las tarjetas puede reclamar una recompensa de diez chelines.  
El reportero/informante  debe emplazar las tarjetas en sitios específicos, y a horas determinadas. De esa manera, la gerencia del periódico podrá seguirle los pasos y verificar si cumple con su tarea. Pero las tarjetas desempeñan otra función en la trama: sirven de coartada a sus potenciales asesinos. Si los sospechosos demuestran tras el asesinato que no se encontraban en la ruta seguida por Hale, y a la hora fijada por el periódico, nadie puede acusarlos del crimen.  

Graham Greene
En esa trama tan prolija, que sigue las normas del policial inglés, Greene arroja a monkey wrench, una llave inglesa, que es en realidad una herramienta propia del policial norteamericano: la fatalidad, y la pasión, encarnada por Pinkie Brown, uno de los grandes villanos del policial noir, y por Rose, su tímida novia. El brazo justiciero es accionado por Ida Arnold, una mujer de mediana edad, alegre, sentimental, que ha tenido numerosos maridos y sabe disfrutar de la vida.

TRIANGULACIONES

Pinkie Brown tiene apenas diecisiete años de edad, nunca olvida cargar una botellita de vitriolo para cegar a sus enemigos, odia toda apariencia de sexualidad, y corteja a Rose con el único propósito de silenciarla. Rose es mesera en un restaurante donde el reportero Hale ha dejado una de sus tarjetas, y podría arruinarle a Pinkie su coartada. En el ínterin, Pinkie trata de enamorar a Rose, y descubre para su vergüenza y culpa, que hacer el amor es una experiencia agradable. Criado, al igual que Rose, en un hogar católico, su ardor por la adolescente dispuesta a todo sacrificio con tal de compartir su lecho, cambia las reglas del juego.  
Greene, muy influido por The Secret Agent, de Joseph Conrad, tuvo una ventaja sobre otros escritores de su generación: le interesaba llevar sus novelas al cine, pero al de Hollywood. Y en la década del treinta del siglo pasado, el policial de Hollywood estaba dominado por gánsteres, y sus intérpretes eran Edward G. Robinson, James Cagney, Paul Muni, Humphrey Bogart o George Raft.  
Su primer aporte a la causa fue la novela A Gun for Sale (1936) llevada al cine con el título de This Gun for Hire. El protagonista es  Raven, un asesino muy peculiar. Fue interpretado,  con gran efecto, por uno de los galanes más famosos de Hollywood: Alan Ladd. Aquellos que se acostumbraron a ver al actor en filmes como Shane, donde encarnaba a un ser solitario, adicto a las buenas causas, tuvieron problemas para aceptar la figura de  Raven, un ser carente de escrúpulos. Hay una famosa escena en que el protagonista se dirige a un edificio de apartamentos para asesinar a un hombre. Raven porta un maletín en el cual guarda su pistola. Al subir las escaleras, a fin de dirigirse al apartamento donde vive su potencial víctima, escucha un ruido extraño. De inmediato abre el maletín, y extrae la pistola. La causante del ruido es una niña que está jugando con una pelota. Basta observar los ojos de Ladd, para descubrir que la niña se ha salvado de milagro.   
Raven es el precursor de Pinkie Brown, aunque, a diferencia del protagonista de A Gun for Sale, Pinkie es imposible de redimir. Quizás el hecho de que tiene apenas 17 años lo hace más siniestro. Es, realmente, la encarnación del mal.  
Cuanto más joven es el causante de un homicidio, más impacto causa en el lector, o en la audiencia. En un post anterior mencioné la novela The Bad Seed, de William March (1954), uno de los melodramas más curiosos en la historia de la literatura estadounidense. Es sensacionalista, se devora en escasas horas, el tema es muy desagradable, y resulta arduo encontrar un personaje simpático o atractivo, pero marcó también una divisoria de aguas. Por una parte, atrajo los elogios de escritores como Ernest Hemingway, John Dos Passos, Carson McCullers y Eudora Welty. Por otro lado, la primera edición vendió un millón de copias en pocos meses. El suceso es obra exclusiva de la protagonista, una niña bella como un ángel, que se dedica a asesinar a sus rivales sin culpa alguna.
(Los interesados pueden leer “Semilla de maldad: la niña homicida” en: http://marioszichman.blogspot.com/2016/06/semilla-de-maldad-la-nina-homicida.html)

CONTRASTES

En Brighton Rock, Greene tuvo la sabia idea de usar como detective a Ida Arnold, quien conoció a Fred Hale, el reportero asesinado por Pinkie, en su último día de vida. El novelista sabía que en ese tipo de crime stories, un detective convencional podría entorpecer la narración. En definitiva, la muerte de Hale parece accidental. El diagnóstico postmortem es que el reportero murió de un infarto. En realidad, Pinkie Brown lo asesinó insertando en su garganta un bastón de caramelo duro conocido como Brighton Rock. (Por suerte, Greene nunca detalló la escena).  
Afiche promocional de la película basada en la novela       
Ida Arnold no solo se encarga de revelar un crimen, sino de proteger a Rose de su amante. Cuando la coartada de Pinkie empieza a mostrar fallas, intenta silenciar a Rose, casándose con ella. Luego, al acrecentarse las sospechas sobre su participación en el homicidio, propone un pacto suicida.  
Ida Arnold es un ángel de la guardia para Rose. Pero Greene, un escritor católico, no buscó una fácil simbología para la dama. En primer lugar, Ida no es religiosa, sino supersticiosa. Sus creencias se inclinan hacia “los fantasmas, los tableros de ouija, y las mesas parlantes”.  Además, a diferencia de los amantes, cuyas imágenes y ensueños oscilan entre el paraíso y el infierno, es un alma caritativa, y disfruta de la sexualidad y de la buena comida.
Brighton Rock sigue siendo una de las grandes novelas de Graham Greene, junto con El poder y la gloria, muy controversial por tener como protagonista a un cura pecador[i].
El ambiente del relato cuenta con enorme animación. Hay un mundo exterior, el visitado los fines de semana por turistas, y un amenazante mundo interior, al margen de la ley. Ese mundo no está intercomunicado, excepto por ocasionales encuentros sexuales. El narrador logró combinar varios géneros. Al policial, se une la aventura, junto con toques de horror. Pinkie Brown es un ser infame imposible de redimir, bigger than life.  Y al mismo tiempo humano, excesivamente humano.
Greene consideró su catolicismo un factor muy importante en el tratamiento de los personajes. En sus críticas a Virginia Woolf y E. M. Forster, dijo que habían perdido un sentido religioso de la vida. Como resultado, sus personajes eran superficiales, “y merodean como símbolos de cartón a través de un mundo delgado como el papel”.  
La idea que tenía Greene de la religión no eludía pecadores, tal como se demuestra en El poder y la gloria. Consideraba que sin elementos como el bien y el mal, la transgresión y la gracia divina, una novela perdía todo poder dramático. El crítico V. S. Pritchett elogió a Greenes señalando que era el primer novelista en lengua inglesa después de Henry James, “capaz de presentar la realidad del mal, y lidiar con sus efectos”.





[i] En 1953 el Santo Oficio, conocido previamente como la Inquisición, intentó que Greene alterara pasajes de la novela, señalando que había causado daño a la reputación de los sacerdotes. Pero luego, en el curso de una audiencia, el papa Pablo VI, dijo al autor que aunque algunas partes del texto podían ofender a los católicos, debía ignorar las críticas.  (http://news.bbc.co.uk/2/hi/europe/1005484.stm)

miércoles, 19 de octubre de 2016

Las drogas y el Tercer Reich


Mario Szichman
                                               Hitler y Theodor Morell


Como decía Marlon Brando en El Padrino, “I'm gonna make him an offer he can´t refuseLe haré una oferta que no podrá rechazar. No recuerdo exactamente a quien le hacía la oferta don Vito Corleone. Creo que la formulaba a un cantante primerizo (posiblemente una transparente alusión a Frank Sinatra), quien deseaba romper su contrato con un director de orquesta (quizás Tommy Dorsey).  Es probable que la oferta del Godfather haya sido acompañada de una desagradable amenaza.
Yo también recibí a comienzos del 2013 una oferta que al principio me sentí tentado a rechazar. No estaba acompañada de amenaza alguna, pero me costaba vislumbrar los resultados. La profesora Carmen Virginia Carrillo me formuló la oferta de iniciar un blog. Le pregunté qué sentido tenía hacer esa tarea. No soy muy adicto a la electrónica o los gadgets. Mi teléfono celular pertenece a la época prehistórica. Mi computadora tiene similar antigüedad. En realidad, sigo añorando mi laptop Radio Shack. Tenía una diminuta pantalla que permitía observar apenas seis líneas de texto, encendido instantáneo, contaba con un frame muy sólido, ocupaba poco espacio, y todo se ejecutaba en un nítido blanco y negro.  (Creo que no aceptaba imágenes).
Tres años después de la oferta imposible de rechazar, mi blog cuenta con 361 artículos. A un promedio de cinco páginas por artículo, son 1.800 páginas que escribí en 36 meses.
Eso me ha obligado a leer, y a releer libros, como si fuese un poseído. He logrado resucitar algunos de mis cuentos, hablar de algunos proyectos narrativos, y lo más agradable, pude concretar varios de ellos. El blog se ha convertido en un saludable monstruo que consume mucho papel –además de ayudar a plasmar ideas.
¿Acaso este post no era sobre las drogas y el Tercer Reich? Prometo arribar a ese punto en escasos párrafos más.  
Hay un antes del blog y después del blog. Antes de la creación del blog, tenía como proyecto escribir una novela sobre Adolf Hitler. Poco antes de iniciar la escritura de este blog, decidí cancelar el proyecto. Y si el proyecto pude finalizarlo, fue gracias al blog.

LA FIGURA DEL MAL

El 13 de junio de 2013, escribí en mi blog un artículo titulado “El brazo erecto de Hitler”. Me preguntaba, en ese trabajo, si era posible escribir una buena narración sobre Hitler.
Hitler es el personaje más reseñado de la historia. (En segundo lugar figura Napoleón Bonaparte). El relato más inquietante sobre Hitler fue escrito por el cuentista británico Roald Dahl, quien siempre logró combinar la ironía y el horror, aunque, al mismo tiempo, hizo maravillas en el territorio de la literatura infantil. Dahl trataba a sus lectores como adultos, y no temía prodigar a su audiencia cuentos de un humor muy sombrío.
En uno de sus relatos, Dahl mostraba a una pobre mujer observando al médico de la familia mientras auscultaba a su pequeño hijo. El niño padecía de fiebre, y al parecer, no pasaría la noche. Pero el médico hacía lo posible y lo imposible por salvar al niño. Luego de varias horas de esfuerzo lograba rescatarlo de la agonía. La mujer, bañada en lágrimas, agradecía y bendecía al médico que había consumado el milagro. La mujer del relato se llamaba Klara Pölzl, y su hijo era Adolf Hitler.
Hace algunos días comenté en este blog la novela de Ron Hansen, Hitler´s Niece. Hansen llevó a cabo la hazaña de contar la vida de Hitler desde el punto de vista de su sobrina, Geli Raubal, con quien el führer vivió uno de los más sórdidos episodios de su sórdida vida romántica. Geli se suicidó en 1931, cuando tenía 23 años de edad.
Otro escritor que intentó y logró parcialmente mostrar qué clase de engendro era Hitler, fue Norman Mailer en su última novela: The Castle in the Forest.
        En lugar de colocar a Hitler en el papel de líder del Tercer Reich, Mailer intentó vincular la malevolencia del Führer con su familia y con su infancia. Es un relato alegórico con muy buenos momentos. Tal vez el mejor es cuando Alois, el padre de Hitler, un criador de abejas, explica a su hijo que “en la colmena no hay buenos cristianos, o caridad alguna. No hay en las colmenas abejas demasiado débiles para trabajar. Y eso ocurre porque se liberan muy rápido de los inválidos. Las abejas solo obedecen una ley”, que es la ley del más fuerte. El padre de Hitler explica que para proteger la buena colmena, “el resto de las abejas de la colonia deben ser exterminadas con gas”.  Es el momento en que la aprensión se transforma en presagio.

LA IMPOSIBILIDAD
DE ESCRIBIR SOBRE HITLER

En varias ocasiones pensé en escribir una novela con Hitler como protagonista. Y en mi blog del 2013, dije que había desistido del intento porque se había escrito demasiado sobre él. Bueno, la novela ya está concluida. No solo analiza a Hitler, sino al nazismo. Ya explicaré por qué no hubiera podido escribirla sin ese maravilloso talismán que es un blog.

EL VINO NUEVO EN ODRES VIEJOS

Hace algunos días leí en The Times Literary Supplement una reseña del libro de Norman Ohler Blitzed, que tiene como subtítulo Drugs in Nazi Germany. (Editorial Allen Lane, de Londres).  
El libro parte de una premisa muy irónica. Hitler se vanagloriaba de ser vegetariano. Pero Ohler dice que a partir de 1941, el doctor Theodor Morell administró al líder nazi tantas substancias animales a su torrente sanguíneo, “que era imposible considerarlo un vegetariano”.
Anna Katharina Schaffner, encargada de reseñar el libro, dice que durante los gobiernos de la República de Weimar (1919-1933), los nazis consideraron la drogadicción una muestra más de la “degenerada cultura” liberal. Sin embargo, una vez llegaron al poder, introdujeron su “intoxicación social”: constantes desfiles con antorchas, grandes concentraciones humanas, insistente música marcial. Era necesario diluir al individuo en la idealizada versión de pueblo. Debía abandonar sus egoístas preocupaciones, y marchar al unísono, y sin pensar. El propósito era reconquistar la gloria de una Alemania abyecta y derrotada.  Pero pronto los jefes nazis descubrieron la necesidad de otros estímulos para recuperar territorios irredentos, y destruir a las potencias victoriosas en la primera guerra mundial.
En Blitzed, Ohler dice que una encubierta política del estado fue confiar en toda clase de barbitúricos para impulsar “el indomable espíritu de lucha de la raza aria”.
En 1937, laboratorios alemanes empezaron a fabricar Pervitin, una metanfetamina que se convirtió en “Volksdroge”, la droga del pueblo. Era consumida, según el autor, por amas de casa, estudiantes, y obreros no calificados. Fue también distribuida “en grandes cantidades” en las fuerzas armadas. Ohler menciona  que la droga: “cayó en medio del público como una bomba, se diseminó como un virus, se vendió como pan caliente, y se hizo tan popular como una taza de café”.
Pervitin  incrementaba la energía de quien la ingería, mejoraba su desempeño, lo mantenía alerta, y reducía las ganas de comer. Y, algo muy importante para un ejército invasor: suprimía las ganas de dormir.
La droga ofreció a la Wehrmacht de Hitler una gran ventaja, especialmente al comenzar la guerra relámpago. Polonia y Francia fueron conquistadas en escasos días. El vertiginoso avance de los nazis a través de las Ardenas rumbo a la ciudad fronteriza de Sedan, fue posible gracias a que los soldados alemanes estuvieron tres días y noches completos sin dormir. Todo, gracias a Pervitin.

El libro de Ohler trabaja la insania del Tercer Reich a través de la drogadicción de varios de sus dirigentes y su devastadora influencia en la conducción de la guerra. Tanto la euforia inicial como el descalabro final, parecen los síntomas de exaltación y de withdrawal de un drogadicto.  
Un ejemplo que cita el autor es el de la retirada de Dunquerque por parte de las tropas aliadas. Unos 340.000 soldados británicos, franceses, y belgas, lograron escapar a Gran Bretaña en toda clase de embarcaciones, luego que Hitler ordenó frenar la persecución del enemigo. Quien aconsejó a Hitler esa medida fue Hermann Goering, Reichsminister de Aviación, un drogadicto que pasó la guerra  “en un sueño de morfina”.
Goering dijo al Führer que era imprescindible poner fin a las victorias de los generales nazis en Francia. Existía el peligro de que algunos de ellos adquirieran más fama que Hitler, y lo derrocaran. Goering propuso como alternativa atacar a los aliados en fuga usando la fuerza aérea. Fue un absoluto fracaso.
Por supuesto, el drogadicto mayor fue el propio Hitler, cuyo médico personal, el doctor Theodor Morell, lo convirtió en su favorito conejo de Indias. Abundan las historias sobre la súbita declinación física de Hitler en los últimos años de la guerra. Algunos lo atribuyen al avance del Mal de Parkinson. Ohler menciona en cambio la poderosa influencia de Morell en el deterioro físico del líder. El médico le administraba a Hitler Eukodal, un alcaloide considerado dos veces más poderoso que la morfina, y pariente cercano de la heroína. Además, lo abastecía con varias drogas experimentales en base a hormonas, esteroides y vitaminas.
Otro médico que trató a Hitler luego del fallido intento de asesinato de julio de 1944, dijo que el líder “consumía entre 120 y 150 tabletas, y recibía entre ocho y diez inyecciones por semana”.

CUANDO LO IMPOSIBLE
SE HACE POSIBLE

Voy a ser muy sucinto, pues la novela no ha sido aún publicada. Si pude escribir la novela sobre Adolf Hitler, algo que previamente consideraba imposible, fue gracias a la estructura que proporciona un blog (además del asesoramiento constante de la profesora Carrillo).  Lo más parecido a un blog es el pizarrón que usaban los cineastas en la época dorada de Hollwyood, y que a veces emerge en filmes modernos, como en Bowfinger, una estupenda comedia protagonizada por Steve Martin. El pizarrón tiene fijadas con tachuelas quince o veinte escenas. Es el treatment que sigue las leyes de Aristóteles, con su comienzo, medio y final. 
El narrador necesita visualizar sus personajes en el espacio y en el tiempo. Pues muchas cosas ocurren simultáneamente en la vida de varios seres humanos. En ese sentido, el blog es como un cajón de sastre. Hay distintos artículos que abarcan diferentes temas. El narrador puede saltar de uno al otro, en el mismo espacio temporal. Y sin sensación de agobio. Antes del blog, pensaba en cada episodio como único. Después del blog, cada episodio era una pieza en un tablero, factible de ser desplazada en todas direcciones, o eliminada.
Cuando se escribe una novela en el viejo estilo, el texto parece esculpido en piedra. Uno teme alterar la historia, mover los personajes, avanzar o retroceder en el tiempo.
Afortunadamente, la ductilidad de la computadora, y esa pantalla de proyección que es el blog, permite observar el conjunto como algo desmontable y abierto a toda clase de ensamblaje. ¿Por qué tal personaje debe enamorarse de un ser humano en especial? ¿Por qué un set piece tiene que ocurrir en el tercer capítulo, y no en el quinto? Nada está esculpido en piedra.  
Hay ciertos temores que desalientan a los escritores: el temor de la página en blanco, el temor a quedar bloqueado, el temor a no saber qué decir. Pero el blog brinda la disciplina necesaria para producir. Y de manera constante.
Tal vez la novela no es la misma que pensé al comienzo –en ese comienzo en el cual también pensé que era imposible llevarla a cabo. Tuve que alterar la perspectiva. La profesora Carrillo recomendó un cambio de enfoque, y ampliar el elenco nazi, con figuras como el ministro de Propaganda Joseph Goebbels,  el líder de las SS Heinrich Himmler, el encargado de La Solución Final del Problema Judío, Adolf Eichmann, y otros caracteres bastante siniestros. La novela transita varios países, dos décadas de historia europea y Argentina, tiene un héroe que me encanta, una heroína de la cual estoy fervorosamente enamorado, y un final feliz. Pero además, está terminada. Cuando comencé el blog, en el 2013, lo único que tenía concluida era la convicción de que esa novela era imposible de escribir.  
Nunca me voy a arrepentir de la oferta que me hizo la profesora Carrillo. Y si puedo prodigar un consejo es éste: todo aquello que signifique una nueva tarea, y su derivada obligación de cumplirla, posee los atributos de una bendición. Hay que agradecer al cielo que hayamos sido elegidos para finalizarla.



domingo, 16 de octubre de 2016

“The Falling Man” de Richard Drew. La icónica imagen que precipitó la escritura de “La región vacía”


Mario Szichman

The unmentionable odour of death
offends the September night.
W. H. Auden


Fotografía de Richard Drew

Esta es la imagen de una obsesión. Una imagen, una obsesión, que solo cesó en su acoso cuando pude plasmarla en un texto: “En la foto, un hombre estaba cayendo de cabeza en una perfecta vertical. Marcia no podía decidir si la foto era en blanco y negro, o en color. Aquello que no era blanco estaba formado por nítidas sombras. Tampoco pudo decidir si el hombre ya estaba muerto”.
Marcia perdió a sus dos hijos el 11 de septiembre de 2001, durante el ataque a las torres gemelas del Trade World Center. Un periodista la visita, intentando averiguar si el hombre cayendo en una perfecta vertical, “The Falling Man,” es uno de sus hijos.
“La parte derecha de la torre estaba rayada por líneas verticales blanquecinas y grisáceas que avanzaban hacia la parte izquierda hasta convertirlas en líneas agresivamente blancas y negras. El hombre parecía desplomarse en el eje de esa composición, en el centro exacto de una vertical línea blanca. Su pierna izquierda estaba plegada, su zapato se apoyaba en el tobillo derecho”.
Es la imagen más famosa, y encubierta, de la tragedia del 9/11. Apareció al día siguiente en varios periódicos de Estados Unidos. The New York Times la exhibió en la séptima página de su primer cuerpo. Luego, desapareció de las publicaciones, aunque no de la memoria colectiva.
“–El fotógrafo debe ser un gran artista —dijo Marcia—. Parece más preocupado por la simetría que por el hombre cayendo”. Y el periodista le informa: “—Richard Drew. El fotógrafo se llama Richard Drew… Fotografió a Robert Kennedy cuando lo asesinaron en Los Angeles. Fotografió a la viuda de Kennedy cuando lo insultaba, exigiéndole que cesara de sacar fotografías de su esposo muerto. Drew guarda en su casa la camisa ensangrentada de Robert Kennedy, como un trofeo”. (La región vacía, página 16).


Richard Drew

Cuando tomó la fotografía de Robert Kennedy, Drew tenía apenas 21 años, y trabajaba para el periódico Pasadena Independent-Star News de Pasadena, California. La noche del 5 de junio de 1968, fue enviado al hotel Ambassador de Los Angeles para cubrir la celebración de la victoria de Kennedy sobre Eugene McCarthy en las primarias presidenciales de California. Mientras se hallaba en el podio, aguardando el ingreso del ex secretario de Justicia, el fotógrafo sintió sed, y se dirigió a la cocina del hotel para pedir un vaso de agua.  
En ese momento, apareció Robert Kennedy en la cocina, cortando camino rumbo al estrado. Drew se puso detrás de Kennedy, “Y en ese momento vi que alguien me apuntaba con un arma corta”, me dijo. Drew había estado en la reserva del ejército, y recordó el consejo de uno de sus instructores: “Cuando alguien lo apunte con un arma, arrójese al suelo”. Drew acató el consejo.

Foto de Richard Drew

Sonaron disparos. Segundos después, el fotógrafo estaba encima de una mesa de acero inoxidable, tomando fotos de Kennedy desangrándose en el suelo. Su atacante, Shiran Bishara Shiran, le había alojado en el cuerpo cuatro balazos con una pistola calibre .22.
La esposa del senador, Ethel Kennedy, se lanzó contra Drew exigiéndole que no tomara fotos de su marido. Drew tuvo la delicadeza de no fotografiar a la mujer cuando lo insultaba.

LA CERCANÍA INALCANZABLE

Entre 1987 y el 2009, trabajé en el buró latinoamericano de The Associated Press en Nueva York. A menos de diez metros de distancia, el fotógrafo Richard Drew tenía su escritorio. Nunca me animé a entablar una conversación con ese formidable personaje que ha asentado en Estados Unidos algunas de las imágenes más inquietantes de las últimas cuatro décadas. Parte de ese lapso lo dediqué a buscar, hasta el último papelito relacionado con los ataques del 11 de septiembre de 2001, fecha inaugural del siglo veintiuno.

Richard Drew estaba siempre presente en el background. Pensaba escribir un libro de non fiction sobre el 9/11. Ya narré en otra parte cómo ese libro nunca fue publicado, aunque el manuscrito tiene más de 300 páginas. En cambio, gracias a la sugerencia, a la porfiada insistencia de mi editora, la profesora Carmen Virginia Carrillo, terminó transformándose en la novela La región vacía, rebautizada como The Empty Region en la versión en inglés. Y la novela surgió de la serena, aterradora imagen de  The Falling Man, atrapada por Drew.  

Los ensayos no están urgidos necesariamente de un protagonista, o de una imagen poderosa. Pero la novela es diferente. Un protagonista interesante, una imagen perturbadora, ayudan a conquistar la curiosidad de los lectores. No creo que nada supere la de The Falling Man. Posee, además, una fascinación adicional: se ha convertido en la imagen oculta de ese día aciago.
Si se revisan los periódicos y revistas de los días y semanas posteriores a los ataques del 9/11, podrá verificarse que casi no hay fotos de muertos. Dos mil setecientas cuarenta y nueve personas se convirtieron, como señalé en la novela “en restos orgánicos y desaparecieron en un compuesto formado en partes iguales por fibra de vidrio, plomo, papel, algodón, concreto, y combustible de aviación”. Sin embargo, excepto por The Falling Man, y por algunas fotografías de varias personas lanzándose al unísono desde una de las torres incendiadas, hubo gran pudor en exponer cadáveres. Apenas fue exhibida la foto de una mano ensangrentada surgiendo del lodo.
Los periódicos y revistas, tal vez atendiendo al clamor del público, optaron por exhibir las fotos tomadas desde gran distancia, con teleobjetivo. La gigantesca carnicería adquirió una tonalidad surreal.

EL PRIMER DÍA DEL FIN DEL MUNDO

Esta es una fecha que pienso almacenar en mis recuerdos: 14 de noviembre de 2016. Finalmente, estoy sentado frente a Richard Drew, mi excompañero de trabajo en The Associated Press. Finalmente me animé a dialogar con Richard –sí, ahora estoy autorizado a llamarlo Richard–. Estamos ahora en una cervecería de la calle 43 y la Octava Avenida. Trato de superar la primera, embarazosa tarea: tomarle fotos a Richard para este reportaje, mientras ruego que al menos una de ellas salga bien.  
El 11 de septiembre de 2001, me dice Drew, comenzó con un assignment para fotografiar un desfile de modas. “Las dos semanas anteriores había cubierto en Queens el Abierto de Tenis de Estados Unidos. Fashion Week, la semana de la moda, se iniciaba justamente ese 11 de septiembre en Bryant Park, detrás de la Biblioteca de Nueva York, en la calle 42 y la sexta Avenida. Era una exhibición de ropas de maternidad. Antes de comenzar el desfile, fui a los camerinos, para observar los preparativos. En esa ocasión, las modelos estaban realmente embarazadas. Bueno tomé algunas fotografías, y me acerqué para saludar a un camarógrafo de la red CNN. En ese momento le comunicaron por teléfono que se había registrado una explosión en The World Trade Center. Me quedé sorprendido. ¿Podía confirmarlo? Me dijo: ´Espera un segundo… No, ahora me dicen que un avión se estrelló contra el World Trade Center´. Casi de manera simultánea, mi teléfono celular comenzó a sonar. Era Barbara Woike, mi supervisora en The Associated Press. Confirmó que un avión se había estrellado contra una de las torres gemelas. Me pidió que me olvidara del desfile de modas, que fuese a cubrir la historia. Caminé una cuadra hasta Times Square, y me subí a un subterráneo expreso, creo que el dos, o el tres. Era el único pasajero. Me bajé en la estación de Chambers Street. Las dos torres estaban ardiendo. Mientras viajaba en el subterráneo, el segundo avión se estrelló contra la torre Sur. Ese 11 de septiembre era un día muy soleado, brillante. El viento soplaba de oeste a este, en dirección a Brooklyn. No quería que el viento me aislara en el humo. Por lo tanto, me dirigí a The Financial Center. De esa manera, podría fotografiar The World Trade Center sin ser afectado por el humo.
“Me acerqué a uno de los policías. Me dijo que había estado en el lugar mucho antes de los ataques. El segundo avión que se estrelló contra la torre Sur era ´A fucking 767´”. (El avión de United Airlines, vuelo 175, era un Boeing 767 que partió del aeropuerto Logan de Boston rumbo a Los Ángeles, y fue desviado hacia Nueva York. Se estrelló contra la Torre Sur a las 9:03 de la mañana).  
“Poco después, una mujer que estaba con una cuadrilla de rescate, gritó: ´¡Mi Dios, vean lo que está ocurriendo!´ Alzamos la vista y vimos que varias personas estaban cayendo desde las torres. Tomé mi cámara, y empecé a tomar fotografías de esas personas. Entre ellas estaba The Falling Man. Las fotos de esas personas están en nuestros archivos, pero no creo que hayan sido publicadas. Pues The Falling Man tiene cierto talante muy especial que lo destaca. En la foto muestra una gran serenidad. No se trata de esas imágenes que estamos acostumbrados a ver, de personas que reciben un balazo en la cabeza, o quedan atrapadas en un incendio, o mueren en un accidente automovilístico. Sí, es un hombre cayendo, pero todavía sigue con vida”.
Drew dijo que no pudo ver el cadáver. “Pero sí pude escuchar el ruido que hacían lo cuerpos cuando se estrellaban contra el asfalto. Sí, pude escucharlo”.
Escasos minutos más tarde, “escuché otro ruido, como el de una avalancha de piedras. Vi que se desprendía una parte de la fachada de la Torre Sur. Casi de inmediato, todo el edificio se derrumbó. Logré registrar el colapso de esa torre.  No pude seguir tomando fotos. El conductor de una ambulancia me tomó por el brazo y me dijo que tenía que irme.  Mientras caminaba, tomé fotografías de personas que se alejaban de la zona. Todas ellas estaban cubiertas de un polvo blanco, como si les hubiera caído nieve encima. Los policías intentaban despejar el área. La Torre Norte seguía en pie. Eludí a varios policías ocultándome en una pequeña plaza donde había algunos árboles. Las últimas fotografías que tomé fueron de la Torre Norte cuando se abrió como un gigantesco hongo, y se derrumbó. En ese preciso instante, decidí que debía irme”.
Drew caminó unas cincuenta cuadras hasta llegar a las oficinas de The Associated Press. Todo estaba paralizado. No había trenes, subterráneos ni autobuses circulando.
En The Associated Press los staffers estaban trabajando en silencio, con gran serenidad, sin mirar otra cosa que las pantallas de sus computadoras. Como background podían escuchar las voces de locutores de CNN informando de la catástrofe desde gigantescos monitores fijados al cielorraso.
Drew se dirigió a la sección de fotografía, e insertó el disco compacto de su cámara digital en su laptop. Recién en ese momento pudo revisar las fotografías y tropezar, por primera vez, cn la imagen de The Falling Man.
That was such a powerful image (esa fue una imagen tan poderosa), debió reconocer). Especialmente por su simetría. Por lo tanto, elegimos esa fotografía para enviarla a los medios periodísticos. Yo había tomado una secuencia de la caída, diez, o doce imágenes, pero solo ese frame tenía gran armonía. En otras imágenes, un aspecto digamos  desmañado. No fotografié la muerte de ese hombre. Solo capturé la última parte de su vida”.

CLOSURE

Hay varios episodios de esa jornada que Drew no puede recordar.  “Por ejemplo, cómo hice para regresar esa noche a mi hogar. No había medios de transporte. Pero sí recuerdo que uno de nuestros fotógrafos, que vivía en New Jersey, y no pudo volver a su hogar, pues todos los puentes entre New York y New Jersey estaban clausurados, durmió esa noche en mi apartamento. ¿Y de qué hablamos? Mi esposa recuerda que hablamos de todo. Pero no hubo una sola mención a lo ocurrido en The World Trade Center. Conversamos varias horas sobre fotografía, sobre distintos tipos de lentes, discutimos diferentes técnicas. La jornada del 11 de septiembre estuvo ausente del diálogo”.  

     Al cumplirse el décimo aniversario del ataque a las torres gemelas, un hombre apareció en la sede de The Associated Press y pidió hablar con Richard Drew. Había visto en un periódico la foto de una mujer cayendo de una de las torres. La foto era en blanco y negro. El hombre creyó reconocer la ropa que esa mujer vestía el día en que murió, pero no estaba seguro. La mujer era su novia. Estaban por casarse cuando irrumpió la tragedia.
Ambos revisaron ese día el archivo de The Associated Press con las fotos tomadas ese día. Y ahí estaba, en colores, la foto de la mujer cayendo de una de las torres. Los rasgos pertenecían a la novia del hombre. Y este sintió que un capítulo se cerraba en su existencia. De cierta manera, esa clausura era una liberación. Podía contemplar al menos la foto final de esa mujer con la que había soñado una vida en pareja.

DESENLACES

Han transcurrido quince años de ese día que marcó la jornada inaugural del siglo veintiuno. ¿Cómo lidió Richard Drew con las secuelas?
“Al principio fue muy difícil. Volví a Ground Zero, el área de los ataques, el 12 y el 13 de septiembre. Pero me negué a hacerlo el tercer día. Quería ir a cualquier otra parte. Fui a refugios donde habían sido emplazadas familias que debieron abandonar sus hogares. Mientras tomaba fotografías, sonó mi teléfono celular. Era mi hija Sophie, en ese momento de tres años y medio de edad.
“Sophie me dijo: ´Papá, quería decirte que te quiero mucho´. Y eso me entristeció. En esos días, había muchas personas que no volverían a oír a su hija pequeña, o a ningún otro ser humano. Llamé a mi oficina, e informé que me iba directo a mi casa. No podía hacer otra cosa que irme a mi casa. Mi supervisora me dijo, con mucha gentileza, que sí, que entendía, que por supuesto.
“En ese momento descubrí todo lo que había deseado negar. Permanecí en el apartamento con mi familia los dos días siguientes. Y fue muy importante.  Esas cuarenta y ocho horas en mi apartamento, rodeado de mi familia, sentí una gran paz, una enorme quietud”.
Richard Drew participó en las tareas cotidianas de la casa, preparó desayunos, salió a caminar por la calle –vive en The Upper West Side de Manhattan, cerca del Central Park–. Observó esa parte de la ciudad que no había sido afectada por la catástrofe. Aunque seguramente en algunos edificios residían personas cuyos familiares no retornarían a su hogar, ni volverían a compartir un desayuno.
Drew no podía agotar la contemplación de su esposa, de Sophie. A veces, nuestros seres queridos se asemejan a milagros. Generalmente recordamos sus sonrisas, que en nada se parecen a las sonrisas de nuestros semejantes. A veces compartimos sus angustias, que se convierten en las nuestras. Y además, poseen un futuro, que anhelamos se prolongue muchos, muchos años más que el nuestro.
En algún momento, al observar sus presencias, me dijo Richard Drew, pensó que algún día, ese 11 de septiembre podría convertirse en un mal recuerdo, pero en recuerdo al fin. No estaría en medio de la multitud, que huía aterrada, no estaba obligado a registrar imágenes que le exigía su deber de fotógrafo, pero que era doloroso contemplar. “Y, lo más importante”, señaló, “sentí en mi hogar, rodeado por mi familia, que podía empezar a sanar”.