miércoles, 31 de enero de 2018

La derogación de la risa. El miedo al ridículo


Mario Szichman



En esa Biblia del buen vivir que es Gargantúa y Pantagruel, Grangousier, el padre de Gargantúa, debe llorar por la muerte de su esposa, Gargamelle, durante el parto y celebrar al mismo tiempo la llegada de su primogénito. Es una escena inaugural que Mijail Bajtin denomina “de risa carnavalesca”. La muerte está preñada de vida, en tanto el útero materno anticipa la tumba.
Para Bajtin, la diferencia entre Dostoievski y Tolstoi está en esa imagen carnavalesca de la vida; imagen que impregna todas las producciones de Dostoievski, aún la más lúgubre, y que está acompañada por la eternidad que ofrece la reincidencia de los ciclos, y la ausencia de cierre. Dostoievski nunca hubiera podido escribir una novela como La muerte de Ivan Ilich, nos dice Bajtin. En la narrativa de Tolstoi existía el aislamiento, la consumación. El narrador enunciaba la última palabra al cerrar los ojos del protagonista. En cambio, toda novela de Dostoievski es una obra abierta, donde ninguno de sus personajes, o el autor, se queda con la palabra final.
El discurso queda siempre truncado. Múltiples voces lo cuestionan. El narrador forma parte de ese coro de voces, es apenas un veredicto entre otros.
Es curioso que un escritor tan reaccionario como Dostoievski, tan devoto de las verdades incuestionables de la iglesia ortodoxa rusa, de la indisputable autoridad del zar de todas las Rusias, haya sido en su prosa tan revulsivo en sus planteos, tan democrático en su visión. (Hay un dato que corrobora el planteo de Bajtin. Por la época en que Dostoievski escribió Crimen y Castigo, figuraba entre sus planes una fábula humorística de la cual quedó apenas un fragmento, “El sueño del tío”. Además, nunca abandonó la idea de escribir una versión rusa del Cándido de Voltaire, uno de los epígonos de la novela cómica).

ABRIENDO EL JUEGO


Fiodor Dostoievski

Dostoievski podría ser considerado el más antifilosófico de los grandes narradores europeos. Sólo Balzac se le puede comparar en su búsqueda de ontologías alternativas, de sistemas de pensamiento que hoy nos parecen festivos, simplemente porque la moda los ha sustituido con otros sistemas tan risibles, aunque menos divertidos. Ahí tenemos el caso de la frenología, con sus teorías de bultos cerebrales donde se agazaparía desde la estulticia hasta la suprema inteligencia, y que tanta fama alcanzó a mediados del siglo diecinueve.
Y es que todo sistema filosófico implica el dogmatismo. Aunque en alguno de ellos se otorga permiso al relativismo, es como un cauteloso salvoconducto que nunca debe ser tomado en cuenta. Gracias al dogmatismo filosófico, algunos sistemas políticos han causado tanto daño. Sólo la certeza ha condenado a tantos millones de personas al cadalso, o a los campos de trabajos forzados.
Para Bajtin, la risa carnavalesca de Dostoievski, aunque reducida, permite observar cómo organizó el mundo de sus personajes, la estructura de las imágenes, la trama de sus numerosas situaciones, inclusive el estilo verbal. Y la expresión decisiva de esa carcajada reducida, señala Bajtin, puede descubrirse en la perspectiva del autor.
“Esa posición excluye toda seriedad unilateral o dogmática, impide un solo punto de vista, un extremo polarizado de la vida o del pensamiento. Toda seriedad parcializada –en la vida o en el pensamiento– todo pathos carente de ecuanimidad es otorgado a los héroes de sus novelas. Pero el autor, encargado de enfrentarlos en el ´gran diálogo´ de la novela, deja el diálogo abierto y no instala punto final en la conclusión”. (Problems of Dostoevsky´s Poetics, University of Minnesota Press, 1984).

EL TERRITORIO DE LA ESPERANZA

El sentido carnavalesco del mundo se caracteriza justamente por la ausencia de desenlace. La muerte fecunda la resurrección, así como la vida contribuye a relativizar la muerte y a fortalecer la esperanza. 
Es sintomático que la risa, no la seriedad, abona el territorio para la ilusión. Permite relativizar el dogmatismo, desmantelar la idea de que algo es implacable y eterno.
Al mismo tiempo, resulta notable cómo, del Renacimiento a nuestra época, nuestros filósofos y nuestros escritores son cada vez más serios, más engolados, más implacables. El Renacimiento nos dio Don Quijote, Gargantúa y Pantagruel, La vida del Buscón, El Lazarillo de Tormes, el Falstaff de Shakespeare.  (No muchos se preguntan por qué el Shakespeare de las tragedias pudo crear tan inolvidables bufones). Fue en el Renacimiento cuando más amplia divulgación consiguieron las sátiras de Luciano, El elogio de la estulticia, de Erasmo, las obras de teatro de Plauto, y las comedias de Aristófanes. 
Cinco siglos más tarde, la cosecha de risas es bastante magra. Cándido, Las almas muertas, de Nikolai Gogol, The Pickwick Papers, de Charles Dickens, Catch 22 de Joseph Heller, El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, seguramente La Metamorfosis[i], de Kafka, The Killer Inside Me y Pop. 1280, de Jim Thompson.
En nuestra modernidad escasean las carcajadas, abunda la solemnidad. ¿Qué ha ocurrido? Al parecer, el autor ha triunfado sobre sus personajes. La visión de Dostoievski ha sido desplazada por los declamadores de verdades. Nunca podemos descubrir qué personaje enuncia las ideas de Dostoievski. Pero conocemos al dedillo las opiniones de la gran mayoría de los escritores contemporáneos. Si sus opiniones quedasen limitadas a las entrevistas, sería tolerable, pero cuando esas opiniones reaparecen en sus novelas, existe un gravísimo problema: el autor ha propuesto un compromiso con el lector: interesarlo en la trama, en los personajes, en su devenir. Pero nunca le ha indicado que entre sus derechos figura el de quedarse con la última palabra. 
¿Por qué buena parte de los narradores actuales han perdido la capacidad de abandonar su trono y de reírse con el lector? (Por supuesto, muchos se ríen a costa del lector, o del oyente, pero eso también lo hacían Adolfo Hitler y Hugo Chávez). Tal vez porque el autor debe rendir cuentas a otras autoridades, ya se trate de académicos o de seres encargados de galardonar sus obras.

Es al menos una tesis sustentada por el novelista inglés Martin Amis, que por cierto escribió una novela de gran humor: Time’s Arrow. La idea de esa novela es brillante, y su ejecución, impecable.
La obra narra la vida de un ex médico nazi, desde su deceso hacia su infancia. En esa vida en reverso, el protagonista detalla la época en que hacía experimentos con prisioneros en el campo de concentración de Auschwitz.
En su marcha hacia el pasado, prosperan los experimentos de eugenesia. En los crematorios, el humo se convierte en cadáveres, y los cadáveres se transfiguran en cuerpos y recuperan la vida. Se ponen muelas de oro en la boca de esos seres humanos, y cabello en sus cabezas. Las familias vuelven a reunirse, los judíos “retornan a la sociedad”, y los guetos desaparecen. El mundo nazi, finalmente, “empieza a tener sentido”.
Esa novela de Amis demuestra que hay que tener valentía y honestidad para apostar a la virtud curativa del humor en medio de una espantosa tragedia. Afortunadamente, Amis no es políticamente correcto. Su pacto con el lector es decir verdades, no ocultarlas, y tratarlo de igual a igual, no desde las alturas. Por eso se anima a decir otras verdades con respecto al estado actual de la literatura inglesa, europea, norteamericana.
Durante el Hay Festival, en Gales, en el 2010, Amis lamentó que se hubiera puesto de moda “la novela imposible de disfrutar”. Y si esas novelas se han puesto de moda, dijo, es porque ganan premios literarios, pues los miembros de los comités encargados de dar los galardones,  piensan, ´Bueno, si nadie las disfruta, y no son absoluto divertidas, deben ser serias´.  Como si la seriedad fuese garantía de calidad.
¿Cuál es la ventaja de la gravedad sobre la comicidad? Me imagino que tiene que ver con la trascendencia. Si alguien no hace reír a los demás, debe ser por la eficacia de su pensamiento. La risa está vinculada con la bufonería, con las regiones bajas del cuerpo, con nuestras actividades reproductivas y excretorias.
Martin Amis

Para Amis, todo comenzó con James Joyce y Samuel Beckett (en eso discrepo. Esperando a Godot, de Beckett, es una obra cómica). La seriedad de la empresa intelectual en el siglo XX podría estar vinculada con los horrores del nazismo.
Ya Theodor Adorno dijo que “era imposible  escribir poesía lírica tras Auschwitz”. Pero, para Amis, eso es un gran error. “Si se analiza a los grandes escritores del canon inglés, o del estadounidense”, señaló, “todos ellos eran festivos. Y la razón es que la vida es divertida. Sí, ya lo sé, es horrible, se cometen horrendas atrocidades. Pero todos sabemos que también es muy divertida. Esa es la naturaleza humana. Y la literatura debe reflejar el humor que impregna la vida”.
Lo sabía Dostoievski. Lo sabe Amis, pero lo ignoran muchos académicos o comités profesorales. O prefieren ignorarlo pues la seriedad es también autoridad, dominación, el control del otro. El ridículo puede acabar con acuerdos sociales o con gobiernos.
Lamentablemente, nuestra época ha marcado el triunfo de los rostros adustos, de esos que creen que la vida siempre concluye en la muerte.



[i] Pero para eso, es necesario leer el texto en voz alta. Sólo así La Metamorfosis nos deslumbra con su técnica teatral y su humor.

sábado, 27 de enero de 2018

Fin de siècle y pornografía


Mario Szichman




José María Vargas Vila ocupa un lugar muy especial en el imaginario narrativo latinoamericano. Así como nadie necesita leer Las Memorias de Giacomo Casanova para hacerse una idea de lo que es un Casanova, no hace falta haber leído a Vargas Vila para convocar con su nombre imágenes de galanes inescrupulosos, y de mujeres perdidas, de enfermedades vergonzosas y de suicidios a la luz del crepúsculo.
Cuando era un adolescente, detecté la abrumadora y equívoca fama de Vargas Vila en las librerías de viejo de la Plaza Lavalle, en Buenos Aires. Ignoro si Vargas Vila era publicado por la editorial Tor. Abundaban en mi infancia las editoriales que se encargaban de difundir a los clásicos en libros que crujían y se desmantelaban apenas uno intentaba revisar sus primeras páginas.
Las portadas de Tor solían ser inolvidables por lo malas. Además de inconfundibles, eran intercambiables. Un hombre afligido, sentado al borde de una cama, generalmente ataviado con pantalones y camiseta, apoyaba su mano derecha en los desordenados cabellos de su frente. Obviamente, meditaba. El hombre era observado en el background por una mujer disgustada y en paños menores. La portada servía para anunciar un manual destinado a combatir la impotencia.
La misma portada, exactamente la misma, anunciaba el título de alguna novela de Vargas Vila. Y eran tan numerosas esas novelas, que al cabo de un tiempo la editorial decidió prescindir de las portadas dedicadas al manual para combatir la impotencia y concentrarse en ilustrar la producción de Vargas Vila.

RECORDAR PARA NO OLVIDAR


Dudo que en la actualidad haya muchas personas interesadas en el escritor colombiano. Afortunadamente, existe una estupenda narradora que sí lo hizo: Consuelo Triviño Anzola. Y en La semilla de la ira logró dos objetivos: inmortalizar a Vargas Vila, permitiendo crear su retrato más perdurable, e incorporar además a la narrativa hispana un texto realmente bueno.
La maldición de Vargas Vila fue haber vivido en una época excesivamente interesante. En realidad, la bendición de Vargas Vila fue que Triviño Anzola consiguió ahondar en esa época eligiendo escasos, luminosos episodios de la vida del escritor.
La narradora crea una manera diferente de leer y de escribir la nueva narrativa hispana, en directa contradicción con ese desbocado avance hacia el precipicio del post-modernismo.
Nadie sabe en qué consiste concretamente ese post-modernismo pero algo tiene que ver con tramas inconclusas, personajes que hablan como si declamaran, viajes a las profundidades de uno mismo –y generalmente concluidos a la altura del ombligo– travesías insondables por muchas ciudades que el autor desconoce o sólo intuye en tarjetas postales, e incursiones en el sexo y la muerte enfundadas en plástico.
Claro que es posible escribir plausibles ficciones describiendo un territorio desconocido. Lo hicieron Edgar Rice Burroughs o Ray Bradbury, al describir Marte, y Julio Verne, al viajar al centro de la tierra. Pero es necesario previamente documentarse y no dejarse guiar por la magia del nombre o de los lugares que intenta visitar el personaje. A veces, es mejor esquivar aquello que ignoramos. Una de las facetas más perdurables de La cartuja de Parma es la renuencia de Stendhal a incursionar en el campo de batalla de Waterloo. Fabrizio del Dongo, el protagonista de la novela, prefiere transitar por sus alrededores.
La escritora aprovecha también para lidiar con una época capaz de convocar imágenes, e inclusive aromas: el fin de siècle en América y en Europa.

LA DECADENCIA FINAL

Por supuesto, hubo otras épocas decadentes. Pero ninguna otra pudo contemplar al mismo tiempo el exterminio de toda una generación durante la primera guerra, así como la abolición del vestuario y del aspecto físico de hombres y mujeres, y su reemplazo por algo no sólo nuevo, sino totalmente impensado.
En menos de treinta años pudo ridiculizarse un previo estilo de vida. Corsés y polisones, cinturas creadas en base a la tortura física de las mujeres, vestidos que rozaban el piso, traseros alzados, monóculos, rostros con barba y bigotes, sombreros de fieltro en forma de hongos, levitas para los días de semana, pasaron al basurero de la historia, para nunca más volver. Excepto en las producciones de la BBC de Londres.
Y esa es la época que narra Triviño Anzola a través de Vargas Vila. Y lo hace usando la primera persona del singular. Algo que, en el campo de la narrativa, es tan difícil de concretar, como escribir buena sátira. En otros campos, el narrador puede ser pedestre sin desentonar. Pero en la primera persona, como en la sátira, basta descender un peldaño para que la excelencia se derrumbe como un castillo de naipes. Y Triviño Anzola consigue hacerlo sin recargar las tintas. (Es muy difícil no pecar por exceso apenas un escritor se ceba en la primera persona).


Y en esa primera persona ¿Cuánto hay de Vargas Vila, cuánto de Triviño Anzola? Sin tratar de dividir las cargas, un formidable personaje obtiene su pedestal como arquetipo de una cierta manera de ser intelectual en América Latina. Vargas Vila escribía  con iracundia. Las ciudades que detestaba, los pueblos que le caían “mal”, fueron delineados de manera indeleble a partir de su indignación. Basta analizar su desdén por Buenos Aires, una ciudad “grande, inmensa”, pero no “una gran ciudad”, o el desprecio por sus habitantes, que tenían siempre a flor de labios la palabra como, porque en Buenos Aires todo es 'como en París' o ´como en Roma´.
La tarea de la novelista no sólo involucra una mirada crítica. También arremete contra ídolos literarios, que en ocasiones devienen nulidades engreídas. Allí está la inquina de Vargas Vila contra intelectuales de su época, como Santos Chocano, o el “relamido cronista Gómez Carrillo, que siempre va detrás de una mujer y de una patria para vivir de ellas”, o contra Gabriela Mistral que “carece del don de la poesía”. (Triviño Anzola toma distancia de esas posturas del escritor. En un correo personal dijo que “se trata de consideraciones personales de Vargas Vila, misóginas, en el caso de Gabriela Mistral. Para mí fue muy divertido expresarme como si fuera él, recurriendo a cierta teatralidad muy propia del dandi”).
Sin importar la distancia que Triviño Anzola tomó de Vargas Vila, es obvio que quedó prendada de su héroe. Inclusive, a veces, dice que sintió “cierto pudor al parodiarlo”, como si de esta forma “le perdiera el respeto”.
La narrativa puede quedarse tranquila.  El protagonista de la novela emerge incólume del escrutinio. Un ser andrógino como Vargas Vila, que cobijó a un hombre mucho más joven que él y lo hizo pasar por su hijo, un hombre de afligida sexualidad en una época donde todavía el ideal de la mujer era con su pierna quebrada, y en casa, logra atrapar al lector, transportarlo a otra época, y hacer creíble tanto esa época como sus personajes.
Y en ese transcurrir, Vargas Vila también ha logrado recrear a su narradora. Hay un antes y un después en la escritura de Triviño Anzola. La semilla de la ira marca un rito de pasaje hacia novelas todavía más trascendentes. Con la elección del personaje de Vargas Vila ha creado un libro bueno que lejos de ser una sumatoria de libros buenos, es una obra trascendente e imprevista, inclusive para ella.
“Al terminar la novela”, nos dijo la autora, “sentí que no era yo quien hablaba, sino el propio Vargas Vila. Y eso me conmovió”.


miércoles, 24 de enero de 2018

Ese trastorno del libro imprevisto


Mario Szichman


           
En la industria editorial norteamericana, como en cualquier otra industria de esta nación, el personaje más importante es el intermediario. En este caso, su nombre es agente, y su apellido es literario. Y la misión del agente literario es actuar como un cancerbero, impidiendo a todo escritor en ciernes que cruce el umbral de una editorial, excepto sobre su cadáver.
En ese sentido, hay un libro que merecería ser un clásico de quienes han desistido de escribir. Su título es The First Five Pages, Las primeras cinco páginas, y su autor es Noah Lukeman, un agente literario que vive –o vivía– en Nueva York. (Los escritores frustrados suelen ser muy vengativos, y más de un agente literario ha tenido que cambiar su profesión, su domicilio y su aspecto físico para no ser linchado).
            La misión de Lukeman es rechazar manuscritos. Como indica en su introducción, “Los agentes y editores no leen manuscritos para disfrutar de ellos. Los leen… solamente con el propósito de descartarlos. Y créanme, ellos buscarán cualquier razón que puedan esgrimir” para desecharlos. El plan ostensible del libro de Lukeman es, por lo tanto, enseñar a los escritores novatos o veteranos cómo impedir a esos agentes literarios (entre quienes se incluye) el rechazo de sus manuscritos.

            LIBROS IMPOSIBLES DE PREVER

La contraparte al libro de Lukeman es Plot, de (un seudónimo). Antes de iniciar un nuevo proyecto narrativo, leo de punta a punta el libro de Dibell. Y nunca me ha decepcionado.        
Hay ciertos libros, en los territorios de la ficción o del ensayo, que se destacan de una manera muy particular. Proust decía que muchos lectores bostezan de aburrimiento cuando les hablan de un nuevo libro muy bueno. Imaginan algo así como un compuesto de todos los libros buenos que han leído previamente. Pero la magia de la escritura mejor es que no se trata de una adición.
“Un libro realmente bueno”, decía Proust, “es particular, imposible de vaticinar, y no consiste en la suma de todas las obras maestras anteriores. Es algo que no se obtiene tras asimilar perfectamente esa suma: está, ciertamente, fuera de ella”.
Gracias a ese trastorno del libro imprevisto, el canon literario se mantiene en equilibrio inestable. Proust es un ejemplo. A la búsqueda del tiempo perdido no es otra buena novela que viene a ocupar un lugar preciso en la historia de la literatura. Es una novela que reacomoda la narrativa.
Creo que era Brecht quien decía que había una manera de escribir previa a Proust, y otra posterior. (¿O tal vez fue Walter Benjamin?) ¿Y quién puede imaginar cómo sería la literatura moderna sin Faulkner o sin Kafka? Eso puede observarse de manera ejemplar en el narrador venezolano Guillermo Meneses, en la evolución que tuvo su prosa desde el costumbrismo de El mestizo José Vargas o La balandra Isabel llegó esta tarde, a los experimentos vanguardistas de sus novelas El falso cuaderno de Narciso Espejo y La máscara de Arlequín, o del cuento La mano junto al muro.

Guillermo Meneses

Meneses parecía una esponja a la hora de absorber nuevas ideas literarias y de transfigurar el vino viejo en odres nuevos, mostrando cómo cuando al perturbar la forma de un relato se lo transfigura abasteciendo a la temática con profundidad, y confiriendo tres dimensiones a personajes que carecían de humanidad.
Por supuesto, también puede ocurrir el fenómeno contrario. Julio Cortázar escribió cuentos perfectos al comienzo de su carrera. Pero luego, incurrió en novelas como Rayuela, o en 62 modelo para armar. Lamento ir contra el canon, pero creo que Cortázar perdurará por esos primeros cuentos, y que las novelas que he mencionado son muy coquetas, deplorables, y con exigua eternidad[i].

LIBROS AL MARGEN

Se han escrito muchísimos libros sobre la Antártida. Pero nada supera The Ice, a Journey to Antarctica, de Stephen J. Pyne. Antes de leerlo, creía que la Antártida era una vasta llanura blanca. Es como decir que Crimen y Castigo es la historia de un estudiante pobre que asesina a una usurera. Tras leer The Ice, entendí la fascinación por el hielo de Poe, de Melville y de Lovecraft, y por qué fueron capaces de construir relatos tan minuciosos de esos paisajes blancos, que parecen un retrato en negativo de bosques medievales.
Lo mismo ocurre con esa maravilla de libro que es The Gnostic Gospels, de Elaine Page, un análisis de los tres primeros siglos de la cristiandad, y del rol que desempeñaron las mujeres al comienzo de ese movimiento religioso.
Pero The Gnostic Gospels es mucho más. Permite explicar el dogma de muchas revoluciones, lo absurdo de algunas de sus premisas, y la función que cumple el hereje como chivo expiatorio.
La primera herejía condenada por el naciente cristianismo fue la presencia de la mujer en los rituales. Era un sacrilegio que las mujeres cumplieran la misma tarea que los hombres en el ejercicio del sacerdocio. Luego vinieron otras herejías. Fueron condenados como herejes todos aquellos que cuestionaban las premisas de los ortodoxos. El atributo principal de los ortodoxos era que atesoraban la verdad.
“El credo”, dice Pagels, “exige que los cristianos consideren a Dios un ser perfecto, quien, sin embargo, ha creado un mundo que incluye dolor, injusticia y muerte. O que Jesús de Nazaret fue concebido por una virgen, y que, tras ser ejecutado por Poncio Pilatos, emergió tres días después de la tumba”.
La autora se pregunta por qué la iglesia cristiana “no sólo acepta esos asombrosos puntos de vista sino que además los establece como la única verdad de la doctrina cristiana”.
El libro de Pagels se puede aplicar a toda doctrina donde el líder es un autócrata, y permite entender los mitos creados tras la muerte del presidente de Venezuela Hugo Chávez. Los racionalistas, que se burlan de los aspectos más cómicos y absurdos de la evangelización de Chávez, pueden descubrir en el ensayo de Pagels la manera en que esos mitos perduran tercamente, sin importar el grado de anomalía que autorizan. Hasta ahora, Chávez no se ha acercado a ningún ser humano convertido en pajarito y gorjeándole consejos en su oreja. Pero sí al presidente de Venezuela Nicolás Maduro[ii].

LA BIBLIA DEL ESCRITOR

Soy un fanático de los self-help books, los libros de auto ayuda. Y especialmente, aquellos relacionados con mi profesión. Desde que llegué a Estados Unidos he adquirido docenas de libros donde enseñan cómo escribir todo tipo de novelas (mainstream fiction, novelas históricas, novelas policiales, y novelas de aventuras), o cómo organizar un plot, o argumento.
Como indicaba antes, el mejor de esos libros que intenta enseñarnos a escribir novelas es Plot, de Ansen Dibell. Si alguien es incapaz de aprender a escribir una buena novela pese a seguir los consejos de Dibell, nunca lo podrá hacer.
Otra de las ventajas del libro de Dibell es que no brinda consejos para ofrecer el manuscrito a las editoriales. Pues esas guías prácticas para escribir y publicar –incluyo al libro de Lukeman– abundan en muy buenas recomendaciones para pulir el texto, no aburrir al lector con abundancia de adjetivos y adverbios, no importunarlo con largas descripciones, diálogos o personajes trillados, situaciones incomprensibles o escenas extraídas de telenovelas.
Si no fuera por la parte deprimente, esos libros serían perfectos. La parte deprimente es que todos esos textos incluyen consejos para vender el manuscrito. Página tras página de la parte final de esos manuales son tan lúgubres como un obituario. Pues, al parecer, no es fácil vender un manuscrito. En realidad, es un trabajo exclusivamente para Sísifo, que empujaba la roca hasta la cumbre de una montaña, y cuando le faltaba un tramo corto para concretar el ascenso, la roca se soltaba de sus manos y volvía a rodar hasta el fondo del valle.

FABRICANDO SERES DE LA NADA

El libro de Dibell prefiere convocar la parte optimista: la creación. En primer lugar, sin importar los desórdenes del texto, el autor debe concentrarse en el objetivo de crear una trama, y controlarla. La novela traza un camino que hay que seguir. Hay que diseñar su principio y su fin, erigir una topografía y colocar personajes en ella. Esos personajes deben hacer un viaje de hallazgo, o de conquista, y tropezar con dificultades  casi imposibles de superar.
No hemos avanzado mucho desde la tragedia griega, the great daddy de todas las tramas. Nuestros antepasados, que eran más astutos que nosotros, no intentaban ser originales. Se dedicaban en cambio a copiar fórmulas exitosas.
En vez de imaginar a Shakespeare como un iluminado, debemos percibirlo como un copista talentoso. Todas sus obras las plagió de las tramas de libros históricos. Cualquier novelista venezolano puede crear gran variedad de historias simplemente acudiendo a las crónicas de Eduardo Blanco Venezuela Heroica, especialmente si sabe desbrozar la paja del trigo, pues algunos de los relatos son escasamente confiables. Pero la pasión, los grandes conflictos, el peso de la historia, se encuentran en esas crónicas, coexistiendo con personajes de increíble fascinación.

SOLO APASIONA LA DIFICULTAD

Los clásicos tenían una virtud: sabían to cut to the chase, ir directo al grano. Todo aquello que hacía fácil la vida al personaje era eliminado. Todo personaje secundario que no sirviera a la trama principal, resultaba anulado. Todo aquello que parecía anodino, era apuntalado a través de la exageración.
El melodrama, tan vilipendiado en nuestra época, era la levadura de los mejores escritores del siglo diecinueve. Victor Hugo, Balzac, Dostoievski, Eugenio Sue, Dickens, nos ponían a llorar hasta dejarnos exhaustos. Oscar Wilde, comentando la trama de The Old Curiosity Shop, de Dickens, dijo que “Se necesita un corazón de piedra para no reprimir la carcajada ante la descripción de la muerte de la pequeña Nell”.
No hay mejor guía que Dibell en la excursión entre el primer esbozo de una novela, y su versión final. Por supuesto, Dibell creía que el apetito del escritor viene comiendo. No hay que aguardar el arribo de la inspiración. La inspiración proviene de la escritura, del trabajo cotidiano, de la persistencia. A algunos les lleva muchos años escribir una novela. No suelen ser los mejores.
Faulkner escribió la mayoría de sus obras maestras en algunas semanas. Y eso incluye The Sound and the Fury y Wild Palms. Balzac escribió todas sus novelas en escasos días o semanas. A veces, en un día. Aseguraba que una noche de amor era un libro menos que podía incorporar a La Comedia Humana.
Dostoievski demoró menos de dos años en escribir Crimen y Castigo. Y en el ínterin, arrojó a las llamas buena parte de la primera versión. Robert Louis Stevenson escribió Doctor Jekyll and Mr. Hyde en tres días. Su esposa quedó en tal estado de shock tras leer el relato, que le ordenó quemar el manuscrito. Stevenson obedeció el mandato. Debía estar muy enamorado. Uno o dos años más tarde, incursionó en la manufactura del mismo relato. Y demoró otros tres días en finalizarlo.

LA PARTE MÁS DIFÍCIL

Y después de tanto esfuerzo, y de tanto placer, y de tantas noches sin dormir, llega finalmente para el autor, la hora de su mayor triunfo: la conclusión del manuscrito, y el momento de la verdad: venderlo.
Y todas esas guías prácticas de que hablábamos al principio, y que parecen guías prácticas para no vender libros, ofrecen un consejo muy sádico: no desfallecer.
Hay como una especie de goce en narrar las desventuras de Fulanito, que envió copias de su manuscrito a doscientas o trescientas editoriales y todas ellas le devolvieron el manuscrito con un rejection slip, una nota de rechazo. (La devolución del manuscrito está sujeta a esta condición: que el remitente lo haya enviado con un SASE, siglas de “self-addressed stamped envelope,” esto es, con sobre franqueado a nombre del despachante. Por lo tanto, apenas la editorial o el agente literario recibe el manuscrito y descubre el sobre con el SASE, veloces como una saeta lo devuelven al remitente. Así no necesitan pagar gastos de reenvío).
            Por supuesto, entre millares de fulanitos que nunca logran publicar sus manuscritos, hay uno o dos que cruzan la barrera, y se convierten en escritores famosos. O que deciden publicar los libros por su cuenta. Y algunos de ellos son autores nada desdeñables. Mark Twain era uno de ellos. Howard Fast se vio obligado a hacerlo cuando lo pusieron en la lista negra de las editoriales por pertenecer al partido Comunista.
De todos modos, no son ejemplos útiles. Tanto Mark Twain como Howard Fast eran ya famosos autores cuando decidieron publicar libros por su cuenta. Por cierto, fueron castigados de inmediato con el desdeñoso rótulo de “autores de Vanity Press” (publicaciones autofinanciadas por alguien que no ha pasado por las horcas caudinas de las editoriales).
¿Cómo lograron esos dos escritores publicar sus primeros trabajos? Obviamente, no enviaron sus textos a trescientas editoriales para que se los rechazaran. No, ambos se iniciaron como periodistas. Algunos de sus colegas habían publicado libros. Y esos colegas los conectaron con editores. Esto es, aprovecharon el indispensable contacto personal.
Basta ver lo ocurrido con Faulkner. Su primer manuscrito, Soldier´s Pay, encontró un editor gracias a su amigo, Sherwood Anderson, el excelente narrador de Winnesburg, Ohio. Según contó Faulkner luego, Anderson le propuso un trato: “Si no tengo que leer tu manuscrito, le rogaré al editor que te lo acepte”.
            Por supuesto, eso elimina muchos intermediarios. ¿De qué valdría la profesión de agente literario si los autores pueden comunicarse directamente con los editores?
Es por eso que libros de auto ayuda como The First Five Pages parecen tener como propósito ayudar de manera exclusiva a sus autores, sean agentes literarios, editores o autores que escriben ese tipo de manuales.
Resulta claro que ninguno de ellos siguió los consejos que prodigan en sus libros. Especialmente a la hora de cruzar la barrera y contactarse con editores eludiendo a los agentes literarios.
            En su libro How to Write Mysteries, la novelista Shannon O´Cork recomienda aceptar con coraje los rejection slips. Pero ella nunca debió sufrir esos rechazos, pues se casó con Hillary Waugh, un excelente y famoso narrador de policiales, y Grand Master de la organización Mystery Writers of America.
Los contactos de Waugh en las editoriales abrieron el camino a los manuscritos de su esposa, que por cierto es muy buena narradora.
En cuanto a Lukeman, el agente literario que anuncia como su misión en la vida rechazar manuscritos, nunca ha enfrentado hostiles agentes literarios. Su libro The First Five Pages está dedicado, entre otras personas, a su madre, quien “mostró mi primer (terrible) novela a su agente cuando yo tenía 16 años, y ha respaldado mi escritura con igual fervor desde entonces”.
Eso indicaría que la madre de Lukeman era una escritora, y que el agente literario de la madre en su caso no ejerció su principal tarea de rechazar manuscritos. Aceptó en cambio leer una novela de un adolescente de 16 años que no tenía ciertamente el genio de Rimbaud. Al parecer, el trato personal, y la amistad, siguen imperando en todas partes, inclusive en el país de los intermediarios.



[i] Hay dos metamorfosis en el escritor, una marcada por las leyes del mercado, y otra por su evolución interna. Cuando el escritor va cambiando de estilo porque se siente insatisfecho con sus textos, es casi seguro que el resultado será bueno, como lo demuestra Meneses, o también Manuel Puig. Pero cuando el mercado dicta las órdenes,  la evolución es reemplazada por la mutación. Y las costuras se notan.
[ii] Tertuliano decía: “Creo porque es absurdo”.

sábado, 20 de enero de 2018

Nazis y alpinistas

Mario Szichman


¿No se alimentará la complacencia
En el mundo de las imágenes
De una terquedad sombría en contra del saber?
Walter Benjamin

Discursos Interrumpidos
Todas las cosas hay que hallarlas entre líneas.
Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda nazi
Michael, novela




Ciertos deportes encarnan una filosofía de la vida que termina a veces convirtiéndose en una doctrina política. Stendhal decía que “En Inglaterra, los ricos, aburridos de su casa y con el pretexto de hacer ejercicio, recorren cuatro o cinco leguas cada día, como si el hombre hubiera venido al mundo para trotar. De este modo, gastan fluido nervioso por las piernas y no por el corazón”.
Si uno analiza esa genealogía de joggers que se inició con los tories británicos, descubrirá que la observación de Stendhal tiene cierta lógica. El trote extenuante es un ejercicio solitario, y una buena alternativa a los anhelos de escapada de un político o de un ejecutivo. Tiene la ventaja de impedir a una persona pensar en sus semejantes, que en su campo de visión se transforman en figuras difusas y temblorosas.
De la misma forma, durante la República de Weimar, en la década del XX del siglo pasado un deporte, el alpinismo, templó los corazones de los jóvenes ansiosos por extraer de la espalda de Alemania el puñal olvidado por los políticos y devolverle el papel que le correspondía en el concierto de las naciones.
Cada fin de semana, exaltados estudiantes de Munich abandonaban la capital y sus tentaciones y enfilaban hacia los frígidos Alpes bávaros para dar rienda suelta a sus encumbradas pasiones.
Tan popular era el deporte de los alpinistas que incluso se creó un género cinematográfico exclusivamente germano: el filme de escaladores. Y un realizador, el doctor Arnold Fanck, casi monopolizó el género, secundado por algunos colaboradores que, como Leni Riefenstahl, luego directora de El Triunfo de la Voluntad, terminarían creando una estética cinematográfica nazi.

                                               Propaganda del filme El triunfo de la voluntad

La técnica de Franck, decía Siegfried Kracauer, “combinaba precipicios y pasiones, acantilados inaccesibles y conflictos humanos insolubles (…) picahielos centelleantes y sentimientos inflados”. De esa manera, “la idolatría de los glaciares y las rocas fue uno de los síntomas de un irracionalismo que los nazis se encargaron de capitalizar”.
Ese socialismo para alpinistas, que se transformó en alpinismo nacional-socialista, tuvo un correlato literario en la novela Michaelde Joseph Goebbels (3) escrita algunos años antes de que el cínico escalador trepara al cargo de ministro de Propaganda del Tercer Reich.

TREPANDO AL MÁS ALLÁ


Goebbels y Hitler

La novela, con su combinación de precipicios y pasiones, acantilados inaccesibles y conflictos humanos insolubles, es interesante por tres razones: como ensayo general de los temas propagandísticos que Goebbels divulgaría posteriormente durante el Tercer Reich, pues confirma el daño que puede causar a la humanidad el artista fracasado -es difícil encontrar en otros elencos políticos fuera del nazismo una galería tan variada de seres tan ansiosos por exterminar a quienes no reconocían su talento- y porque muestra cómo el romanticismo no sólo coexiste con el cinismo, sino que parece ser su condición indispensable.
Escrita en 1923, Michael. Páginas de un destino germano, fue publicada en 1929, cuando Goebbels adquirió prominencia como director de la publicación nazi Volkische Freiheit.
En esos seis años, muchas cosas pasaron en Alemania y en la vida personal de Goebbels, que se reflejan en su novela. En 1923 murió Richard Flisges, un amigo de Goebbels a quien la novela está dedicada. En 1929, los nazis contaban ya con una organización política a nivel nacional.


LA TRANSFIGURACIÓN ROMÁNTICA

Flisges, dice Adam Parfrey en su prefacio a Michael, “expresó puntos de vista anarquistas, pacifistas y socialistas, e introdujo a Goebbels en Marx, Engels, Lenin y Dostoievski”.
Michael es parte Flisges, y parte Goebbels. Es bueno tener en cuenta esa dicotomía. Uno no debe olvidar que en la doctrina nazi de comienzos de la década de los veinte, el socialismo era la mitad de su fórmula.
El Michael, confeccionado sobre la silueta de Flisges, expresa puntos de vista socialistas: “Todos nosotros somos soldados en la revolución del trabajo”, dice su protagonista. “Queremos el triunfo del trabajo sobre el dinero. Eso es socialismo”. Pero el otro yo del doctor Merengue aportado por Goebbels da rienda suelta a su antisemitismo y a su darwinismo social;  “Me siento físicamente disgustado por los judíos”, dice el hombre que cojea de un pie. “Los judíos han violado a nuestro pueblo… El judío es una úlcera en el cuerpo de nuestra enferma población… Hay sólo dos posibilidades: o permitirle que nos destruya, o impedirle que haga daño. Ninguna otra alternativa es concebible”.
Del mismo modo, todo el texto tiende a una exaltación de la violencia. “La guerra es la forma más simple de afirmación de la vida”, dice Michael.

Novela de iniciación y finalización, pues Goebbels, hasta su suicidio, junto con el de su esposa y seis de sus hijos nunca volvió a incurrir en el género, Michael muestra el germen del héroe nazi en sus múltiples facetas: soldado, trabajador, amante, filósofo y poeta, que divide el mundo entre el intelecto y la acción (“el intelecto es un peligro para el desarrollo del carácter… No estamos en la tierra para llenar nuestros cerebros con conocimiento. Todo es periférico si no tiene relación con la vida… El milagro de una nación nunca radica en el cerebro sino en la sangre… El corazón soluciona muy fácilmente todas las cosas con las cuales la mente se ha atormentado durante siglos”) y entre la ciudad, poblada de filisteos, y el campo con seres nobles, “un antiguo, silencioso cementerio” y casas antiguas arracimadas en torno a la vieja catedral como polluelos en torno a la gallina clueca.

BEBÉS DE INCUBADORA

Por supuesto, abundan las lágrimas. Cada vez que Michael lee Wilhelm Meister, de Goethe, “las lágrimas asoman a mis ojos”. También se emociona escuchando La Novena Sinfonía de Beethoven, la Oda a Safo, de Brahms, y los Impromptus de Schubert.
¿Y por qué se emociona Michael? Porque, como se lo explica su platónica novia Herta Holk, “tú eres un idealista, Michael, inclusive en tu actitud hacia las mujeres”.
El idealismo de Michael hacia las mujeres es curioso. Consiste en estas reflexiones: “la tarea de una mujer es ser hermosa y traer niños al mundo (…), odio a las mujeres vociferantes que se entrometen en todo y no entienden nada. Ellas habitualmente olvidan su verdadera misión: criar niños”.

Pero por sobre todas las cosas, Michael es un alpinista. Cuando Michael se pone en contacto con precipicios y pasiones, acantilados inaccesibles y conflictos humanos insolubles, su prosa tiene la elaborada ornamentación de un reloj cucú.
“Esto es lo que anhelaba”, dice Michael cuando finalmente vuelve a las alturas, “toda esta divina soledad y calma de las montañas, esta nieve blanca, virginal”. (Goebbels tenía un problema con la pasión sexual).
“Estaba harto de la gran ciudad. En las montañas siento que he vuelto al hogar. Paso muchas horas en su blancura inmaculada y me vuelvo a encontrar a mí mismo”.
Es posible que pocos meses antes de la publicación de Michael, en 1929, tal vez cuando corregía las galeras para la publicación de la novela, Goebbels percibiera otra buena ocasión de trepar e incluyera la que históricamente es ahora la parte más famosa del libro, su visión del líder:
“Me siento en un cuarto que nunca antes había visto.
“Apenas advierto la presencia de una persona que de repente se para en el cuarto y comienza a hablar. Tímido y vacilante al principio, quizás buscando palabras para cosas demasiado grandes como para ser comprimidas en formas estrechas.
“Entonces, súbitamente, el flujo de su discurso se desata. Quedo cautivo, presto atención. El hombre gana ímpetu. Parece iluminado.
(…)
“No es un orador. Es un profeta.
(…)
“El hombre en el podio me observa por un momento. Esos ojos azules me golpean como flamígeros rayos. ¡Es una orden!
“En ese momento me siento renacer”.
Para algunos, resulta difícil compaginar este exaltado romanticismo con Goebbels el ministro de Propaganda, conocido por estudiar durante horas frente al espejo la manera más espontánea de expresar sus emociones.
El historiador Hugh Trevor-Roper dice que el 18 de febrero de 1945, en las postrimerías del nazismo, Goebbels organizó una gran manifestación en el Palacio de los Deportes de Berlín. Durante su discurso, Goebbels apeló a su “habitual radicalismo histérico. Albert Speer, que se hallaba en el lugar, dijo luego que nunca había visto una audiencia tan eficazmente exaltada al fanatismo”.
Pero luego del discurso, y “ante el asombro de Speer, Goebbels con tranquilidad y complacencia analizó, como un ejercicio puramente técnico, el discurso que en ese momento parecía una espontánea explosión emocional. Inclusive en su momento de mayor fanatismo, Goebbels fue siempre el realista desapasionado, que observaba con desprendida, profesional experiencia, el efecto de su oratoria cuidadosamente estudiada”.
La coexistencia de idealismo y cinismo, esa conjunción de Flisges y Goebbels que dio origen a Michael, fue un conflicto que el líder nazi nunca pudo resolver.

Es curioso que Michael brinde al menos dos claves personales del hombre detrás de la máscara. Una es el nombre de su amante, Herta Holk. La hache inicial fue reiterada en el nombre de cada uno de sus seis hijos. La otra es aún más significativa: Michael comienza el dos de mayo, un día después de la fecha del suicidio de Goebbels y de toda su familia, que ocurrió el primero de mayo de 1945. Finalmente, el romántico y el cínico volvieron a estrecharse las manos al cerrarse el circuito iniciado con la novela Michael.