sábado, 28 de octubre de 2017

Los enigmas del viajero del tiempo


Mario Szichman



My work in progress, el actual proyecto en que estoy involucrado, es sobre un viajero del tiempo. La narrativa y los filmes surgidos de ese personaje que trasciende edades pueden contarse por centenares. Hay clásicos del siglo XIX, como Un Yanqui en la Corte del Rey Arturo, de Mark Twain, o La máquina del tiempo, de H.G. Wells, y otros modernos, como Replay, de Ken Grimwood, la obra de un genio.
La premisa de Replay es sencilla. ¿Qué ocurre si una persona resucita una y otra vez, para asimilar errores previos? El protagonista, Jeff Winston, tiene 43 años en el momento de morir, por primera vez, en 1988. Jeff resucita en 1963, a los 18 años de edad, en un dormitorio comunal de la universidad Emory, en Atlanta, Georgia.
La primera persona con quien tropieza es Martin Bailey, “su amigo más cercano”. Pero Jeff recuerda algo más: “Martin se había suicidado en 1981, luego de su divorcio y de una subsecuente bancarrota”.
Los recuerdos del futuro que posee Jeff, le permiten apostar al ganador de la Serie Mundial de Béisbol, y al caballo que triunfará en el Derby de Kentucky, así como obtener una fortuna en Wall Street.
Grimwood traza una panorámica de la sociedad, las costumbres y la política de Estados Unidos con elegancia, ironía, e inmaculada precisión. Trata de evitar el asesinato de John Kennedy, así como encubrir su conocimiento de otros episodios importantes que aún no han ocurrido. Pero también su vida cotidiana se altera. Como cuando  intenta reanudar relaciones sentimentales con su novia de la adolescencia, época en que aún no se había puesto en circulación la píldora anticonceptiva.
La escena en que la novia trata de complacer a Jeff evitando los peligros del embarazo, deja una sensación muy incómoda. La sordidez reemplaza a la pasión, y el lector queda tan avergonzado como el protagonista.

CABALLEROS CON ARMADURAS

El yanqui de Mark Twain, tras recibir un providencial golpe en la cabeza, enfila hacia un pasado bastante remoto.
El escritor asumió el proyecto pensando que sería una buena burla del pasado anglosajón, y de las extrañas costumbres de los habitantes de la corte real a comienzos de la Edad Media.
Piensen los lectores en una novela moderna cuyos personajes hablan como un contemporáneo de Cervantes, y tendrán una idea del ridículo capaz de generar.

El lenguaje es una convención que se altera a toda velocidad. Y al envejecer, sus anacronismos se tiñen de ridículo. Pero eso no ocurre exclusivamente con el lenguaje. La vestimenta, el maquillaje, el calzado, nos informan de pasados diferentes: los zapatos o botas devienen símbolos fálicos, chaquetas o pantalones informan de alteraciones en la relación entre ambos sexos. El maquillaje es otro gran delator, al ser transferido del hombre a la mujer. En Barry Lyndon, el director Stanley Kubrick nos mostró cómo en el siglo dieciocho, el caballero galante, no la dama en edad de merecer, se encargaba de lucir lunares de amor, colorete en las mejillas, o rimmel en las pestañas.
En cuanto a Mark Twain, siempre tan práctico y realista, estaba obsesionado con las tribulaciones corporales de un guerrero medieval. ¿Cómo hacían esos personajes para despojarse de su metálica indumentaria, cuando la naturaleza planteaba sus urgencias? (Mark Twain ofrecía algunos ejemplos).
Pero el escritor, además de un gran humorista, era un trágico. A medida que avanzó en la narración, descubrió no solo los defectos del pasado, sino la desagradable realidad del presente. De esa manera, una simple travesura  del intelecto derivó en uno de sus libros más pesimistas y proféticos.
En el comienzo, Hank Morgan, un ingeniero de Connecticut que ha viajado desde el siglo XIX hacia la Edad Media, engaña a sus congéneres simulando ser un mago. ¿Cómo explicar de otra manera las extrañas tareas que logra concretar? En la época del rey Arturo, no existían fuegos de artificio. Y nadie demolía edificios usando dinamita.
Los intentos de Morgan por modernizar la vida en la Edad Media son al principio bien recibidos, pero luego, la iglesia católica, alarmada por su poder, dicta contra él un interdicto, y le hace la vida imposible, causando toda clase de tragedias.

MARCHANDO HACIA EL FUTURO

Describir un viajero del tiempo transitando el pasado, es mucho más sencillo que colocarlo en una nave espacial rumbo al futuro. Basta contrastar Un yanqui en la corte del rey Arturo con La máquina del tiempo, de H.G. Wells, donde un explorador descubre en el remoto futuro una civilización controlada por los Morlocks, trogloditas parecidos a simios, que viven en las entrañas de la tierra, en tanto la superficie se halla habitada por los Eloi, una sociedad de adultos elegantes y con la mentalidad de niños, carentes de toda disciplina o curiosidad. Por cierto, los Morlocks son una de las grandes pesadillas modernas de la literatura.
Wells exigía al lector que compartiera su copiosa imaginación, pero, para eso, necesitó crear una narrativa muy simple, concentrada en las dos principales sociedades visitadas por su máquina del tiempo.
La riqueza de una narrativa que visita el pasado es mucho más vasta que la del futuro, pues hay mayor proliferación de incidentes. Así como Grimwood, en Replay, nos permite compartir sus intromisiones en un tiempo ya transcurrido y exhibir sus cambios, ese mismo tránsito facilita ir a un futuro archivado en un pasado más reciente.

Un viajero del tiempo puede haber observado a un Napoleón obeso, en las postrimerías de su carrera, tal como lo mostró la dibujante Anne—Louis Girodet –Trioson en marzo de 1812, poco antes de la campaña en Rusia. (El emperador de los franceses había acopiado una perniciosa obesidad en pocos meses, quizás debido a un problema glandular). Pero ese mismo viajero del tiempo pudo haber visto a Napoleón delgado y maléfico, cuando era apenas un capitán de artillería.
Del mismo modo, ese viajero podría haber contemplado ancianas reposando en ataúdes, que luego recuperaban las carnes y hasta mostraban incipientes signos de embarazo.
Desde el punto de vista del narrador, un protagonista con una vida prolongada ahorra la necesidad de múltiples personajes. Del mismo modo, el infortunio amoroso, algo imposible de erradicar, se carga de mayor drama cuando le ocurre a una sola persona, en lugar de diseminarse entre varias.
Coexistir con sus efectos, aceptar de manera serena el sufrimiento, pues resulta imposible amputarlo, facilita el desarrollo psicológico del personaje. Y el efecto de una carne invariablemente joven en alguien cercano a la inmortalidad, exhibe otras recompensas. Ese inmortal está obligado a maquillarse al revés, simular su decadencia, no su lozanía, pues de lo contrario, se convierte en sospechoso ante sus amigos o conocidos. (Eso lo obliga a borrarse de vidas ajenas al cabo de escasos años, pues corre el riesgo de aparecer, en algún momento, inclusive más joven que sus hijos).
El viajero del tiempo que ha vivido reiteradas catástrofes políticas, puede, en teoría, anticipar otras, y evitarlas. O predecir la forma de pensar de quienes participan en los eventos, o los slogans de los propagandistas. Escasos episodios históricos generan nuevas corrientes de pensamiento. En la mayoría de los casos, como decía Carlos Marx en El dieciocho Brumario de Luis Napoleón, los líderes se limitan a repetir frases de los tribunos griegos o romanos.
Curiosamente, escasos tratados resultan útiles en las crisis. Generalmente suelen prever desastres que jamás ocurrirán, o felices, inalcanzables porvenires.
En esas ocasiones, impera la fantasía, o la mentira más desenfadada. Muchas efemérides transmutan batallas perdidas en victorias. Los próceres siguen participando en batallas de las cuales han brillado por su ausencia[i].

¿CÓMO MARCHAR CON EL VIAJERO DEL TIEMPO?

La ciencia ficción moderna es tan vasta, tan imaginativa, y especialmente tan prolífica, que muchas veces sus mejores productos y autores desaparecen del recuerdo del público. Si Robert Heinlein, Isaac Asimov, Ray Bradbury, o Phillip Dick persisten, es porque sus obras más recordadas han sido llevadas al cine, o porque famosos discípulos impiden que caigan en el olvido. Pero se trata, muchas veces, de selecciones arbitrarias. Uno de los intermitentes olvidados es Alfred Bester, que tiene en su haber dos novelas y un cuento muy especiales, ligados al tema del viajero del tiempo.
Tal vez el problema que enfrenta la narrativa de Bester es su envoltorio. Aunque corresponde al género de la ciencia-ficción, combina elementos que discrepan con sus esenciales atributos: tiene un raro sentido del humor, y cierta predilección por lo siniestro.
Al lector de ciencia ficción no le gusta emerger de la aventura en que está sumergido para ser frenado por un sarcasmo, o por algo que puede desviarlo hacia el mundo del horror, como ocurre con las novelas de Bester The Demolished Man, o con The Stars My Destination, la segunda, una versión moderna de El conde de Montecristo.
(Ver The Stars my Destination, de Alfred Bester. El triunfo del cyberpunk
http://marioszichman.blogspot.com/2016/12/the-stars-my-destination-de-alfred.html)
El gran riesgo del escritor de ciencia ficción es crear un nuevo mundo, “con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”, como decía Borges. Y Alfred Bester  siempre lo logró.     
La hazaña del escritor consistió en insertar los productos de una cultura avanzada en géneros no muy acreditados, y a un ritmo muy veloz. Además, eludió el error de muchos colegas, que primero construyen su mundo, y solo después lo hacen habitable. El cosmos de Bester no difiere mucho del nuestro. Solo muestra excentricidades que pertenecen a subculturas. Pero no se trata de monstruos de tres cabezas, sino de marginados: estafadores, adivinos, secundados por funcionarios que intentan activar o desactivar la acción de la justicia.
Bester también diseñó una de las mejores teorías sobre el viajero del tiempo en su relato The Men Who Murdered Mohammed , publicado por primera vez en la edición de octubre de 1958 de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y que ha sido antologizado decenas de veces por su premisa y por su sentido del humor.
El protagonista es Henry Hassel, un científico loco vaciado en el molde creado por el doctor Víctor Frankenstein. (Nunca olvidemos que el Frankenstein de Mary Shelley es el científico, no el monstruo).
Un día, Hassel retorna a su hogar, y sorprende a su esposa en los brazos de otro hombre. En lugar de asesinar a su cónyuge, o a ambos, el científico tiene una idea mejor: eliminar a su mujer como si nunca hubiera existido, pues de esa manera, será imposible procesarlo. Para eso crea una máquina del tiempo, en el laboratorio de su hogar. Todo el proceso dura apenas siete minutos y medio. A Bester le encantaba la suspensión de la incredulidad.
Hassel  viaja al pasado, y asesina al abuelo de la infiel. Cuando regresa al presente, su esposa continúa en los brazos de su amante. Luego, mata a la abuela. La infiel sigue besándose con su paramour.
Furioso y empecinado, Hassel inicia una masacre a través del tiempo. Entre sus víctimas figuran George Washington, Cristóbal Colón, Napoleón, Mahoma, y otros famosos personajes. Pero nada altera el encuentro amoroso de su esposa con un desconocido.
En una de sus escapadas, el científico tiene ocasión de visitar a Marie Curie, y le enseña el proceso de fisión nuclear. Es el único episodio en que tiene éxito, aunque no en relación con su esposa. Marie Curie experimenta con la fisión nuclear, y París desaparece en un hongo atómico. Sin embargo, cuando Hassel regresa a su hogar, los amantes siguen acariciándose.  
Desesperado ante sus fracasos, el científico consulta a Wiley Murphy, el experto más famoso en viajes a través del tiempo. Aunque también Murphy disfruta de las caricias de la señora Hassel, el científico decide por una vez olvidar la propensión de su esposa por el adulterio, e investigar el enigma. Así descubre la verdad. Una verdad bastante incómoda que puede acabar con todo el subgénero literario del viajero del tiempo: nadie puede cambiar la historia transcurrida. Cada persona transita en su propio tiempo, solo puede avanzar o retroceder, pero sin afectar la vida de otros. Cuando Hassel dio cacería a Washington, o a Napoleón, se desprendió de su propio tiempo, y apenas enfrentó irrelevantes fantasmas del pasado.
La filosofía de Bester tiene un cariz que lo emparenta con Theodore Sturgeon, el autor de More than human. En el territorio de la ciencia ficción, que tanto abunda en máquinas, telepatía, extrañas ocurrencias, investigación de galaxias, viajes a través del tiempo, Bester era muy especial. Siempre reivindicó el poder de la mente sobre las maravillas científicas, como puede verificarse en la novela The stars my destination. La mente obliga a su protagonista, Gully Foyle, a  controlar sus emociones, evitando así que lo destruyan sus deseos de venganza.
Tras numerosas peripecias, en que intenta la destrucción de sus enemigos y del universo entero, Foyle cede paso a la reflexión, a la necesidad de prolongarse en otros seres.
Moira, esposa, de Foyle, contempla su rostro. Alguien pregunta a Moira: “¿Está muriendo?” Y Moira responde con sabiduría: “No, recién está despertando”.




[i] En su trabajo Introducción a la historia, Marc Bloch nos muestra que la falsificación de la historia es tan prolífica como los libros que se escriben sobre ella. 

miércoles, 25 de octubre de 2017

Balzac: un constante ardor romántico, sin las agotadoras secuelas de la pasión sexual


Mario Szichman

“La pasión es la suma total de la humanidad.
Sin pasión, la religión, la historia,
 El romance, el arte, serían inútiles”.
Balzac




Balzac no era precisamente un Adonis. El mismo lo reconoció. En Esplendor y miserias de las cortesanas, se retrata en un novelista “con aspecto de asesino... bajo, gordo, que se desplaza como un barril”.
Su obesidad era tal, que solía romper sillas al sentarse. Y además, aunque era muy apasionado, rehusó muchas veces una noche galante, porque eso significaba una novela menos.
Escribía como un endemoniado. Decía que su método era muy sencillo. Todo consistía en redactar una sentencia, ampliarla hasta convertirla en un párrafo, y cada párrafo transformarlo en un capítulo.  Era también, un esclavo de la escritura. Solía escribir un promedio de doce horas por día, comenzando después de la cena, y concluyendo tras el amanecer. La condena a galeras se prolongó casi hasta el momento de su muerte.
En sus cartas, señalaba que un novelista necesitaba un lugar tranquilo para trabajar, un hogar repleto de objetos bellos, costosos, para crear “felicidad y un sentimiento de libertad intelectual”, y café lo bastante fuerte para mantener el flujo de la inspiración durante al menos dos meses. Luego, era necesario aceptar la tiranía del trabajo a través de deudas, y firmar contratos con las editoriales que contuvieran claúsulas draconianas, para que la disciplina se fortaleciese mediante la compulsión.
Otros elementos necesarios eran varios seudónimos y sitios donde esconderse de los acreedores.  Y finalmente, se requería vivir en un estado de constante ardor romántico, sin las agotadoras secuelas de la pasión sexual.  (Por cierto, Ernest Hemingway decía que se abstenía de hacer el amor cuando estaba en la fase final de una novela, pues la escritura y la sexualidad “fluyen por los mismos canales”).
¿Cuál es el input real de Balzac? Es difícil dar una cifra precisa. Tengo una magnífica edición digital de Delphi Complete Works of Honoré de Balzac. Consta de 13.825 páginas. Hay aproximadamente más de cien novelas, cuentos, ensayos, obras de teatro. Pero eso no es todo. Hace algunos años, la Bibliothèque de la Pléiade publicó dos volúmenes de las cartas de Balzac, editadas por Roger Pierrot y Hervé Yon.
Como señaló Graham Robb en The Times Literary Suplement, Balzac guardó todas las cartas, y “al parecer, respondió inclusive a las más insultantes”. El intercambio de misivas tuvo también otros beneficios. Gracias a una carta anónima, enviada en 1832 por la condesa polaca Hanska, conoció a quien se convertiría en su esposa. Se casaron en 1850, dieciocho años más tarde, cinco meses antes de la muerte de Balzac. Pero la correspondencia con mujeres le sirvió al escritor para buscar otras parejas.
Según Robb, el narrador tuvo relaciones íntimas con al menos tres de sus admiradoras. “Tal vez existió un placer incestuoso”, dice el crítico, “en acostarse con mujeres que hablaban como personajes de sus novelas”.
En una ocasión, una mujer le escribió diciéndole que había leído y releído todas sus obras, y quería saber si el Balzac de carne y hueso era tal como lo había imaginado.
“Necesito saber si sus encantadoras creaciones provienen del corazón, o de la cabeza”, decía la mujer en su carta.
La mujer no podía recibirlo en su casa, “nuestra sociedad, con todos sus abrumadores prejuicios, no lo permite”, señalaba. “Pero puedo decir esto: aparezca en el  foyer de la Ópera el lunes, a la una de la mañana, y acérquese a mí. Estaré vestida de negro, de la cabeza a los pies, con lazos rosados en mis mangas”. Ese lunes en particular, era el penúltimo día de carnaval, cuando se realizaba un baile de máscaras en la Ópera. Es posible que Balzac haya ido disfrazado para disfrutar de uno de sus placeres: observar sin ser visto.

RIVAL Y ADMIRADOR

Robb dice que la más interesante carta en que se alude al oficio de escritor proviene no de Balzac, sino de Stendhal, el autor de Rojo y Negro. Stendhal, seudónimo de Marie-Henri Beyle, agradeció a Balzac por su encomiosa reseña de La Cartuja de Parma.
Se trata de esa célebre carta en que Stendhal revela su técnica para redactar novelas. Según decía, cada mañana, a fin de entrar “en sintonía” con sus sentimientos, leía el Código Napoleónico. Además, buena parte de su novela se la había dictado a su secretario, sin hacerle revisión alguna antes de publicarla.
Stendhal tenía una gran admiración por Balzac, al punto que le envió una copia de la novela en la cual había intercalado páginas en blanco donde el escritor debería responder a preguntas acerca de estilo y técnica narrativa. Ese invaluable documento nunca salió a la luz.
En realidad, de la caudalosa correspondencia de Balzac, los futuros novelistas poco pueden extraer. Recomendaba ser correcto con la gramática, y no comenzar a escribir hasta que se agotara el primer flujo de entusiasmo. Una vez sentado en su escritorio, debía narrar pensando que sería leído por una mujer. Además, había que trabajar al menos doce horas por día, nunca leer reseñas de los libros publicados, sin importar si eran elogiosas o denigrantes, y lidiar con el dueño de la editorial como si se hubiera tratado de un sirviente perezoso.
En una carta dirigida a su madre, en 1832, Balzac le dijo: “La correspondencia me está matando. En ocasiones debo escribir a dos personas al mismo tiempo... mi vida es un milagro constante; es increíble cómo me las arreglo para producir tanto”.
En 1833, una de sus admiradoras le escribió: “Mi esposo rompió su carta en mil pedazos delante de mis ojos. ¿Por qué se le ocurrió enviar la carta a mi casa a una hora en que todas las mujeres todavía están durmiendo y todos los maridos se hallan aún en sus hogares?”

EL ESCRITOR COMO UN POSEÍDO



En  cierta ocasión, Balzac describió a una sonámbula que tras colocar su mano en el estómago del novelista y examinar su cerebro, retrocedió horrorizada diciendo: “Esa no es una mente. Más bien es un mundo”.  
Generoso hasta la exasperación, Balzac contaba con un equipo de amigos y corresponsales que se dedicaban a criticar ferozmente su escritura. “Las correcciones”, dice Robb, “eran invariablemente aceptadas”. 
Balzac tenía gran cantidad de talentosas amigas. Cuando una de ellas, Zulma Carraud, le pidió en 1835 que ayudara a un joven que deseaba ser escritor, le respondió: “El talento para escribir no es contagioso, debe adquirirse con lentitud. Un escritor debe esperar al menos diez años antes de poder vivir de su pluma. ¿Quién desea pasar los diez años que yo pasé en esa empresa? ¿Tiene su amigo la protección de la cual yo disfruté? ¿Conocerá mujeres que podrán ampliar su mente, en medio de caricias? ¿Tendrá tiempo para visitar los salones? ¿Posee genio para la observación? ¿Podrá recolectar ideas que florecerán quince años más tarde? Un escritor es un fenómeno que nadie entiende”.
Balzac comenzó a escribir primero para los folletines, que luego transformaba en novelas. Pero la censura era muy estricta en las publicaciones periódicas.  El editor literario de Le Siècle, periódico en el cual Balzac publicó su novela corta Pierrette, le advirtió que debía atenuar las descripciones. No era posible señalar explícitamente los riesgos que corrían las mujeres maduras cuando contraían matrimonio. “Los detalles acerca de los huesos y músculos que devienen demasiado rígidos para el momento del parto, el daño que el acto de frotar puede causar a las adolescentes... Eso es obviamente demasiado claro y carnal para los lectores de Le Siècle”, señalaba el editor.
Toda clase de esquelas llegaban a manos de Balzac. Cartas de potenciales suicidas, otras pidiendo consejos sobre técnicas de seducción, ofertas de secretarias para trabajar en su narrativa, pedidos de referencias.
Una vez Balzac concluía alguno de sus proyectos, comenzaban sus lamentos. Se quejaba constantemente de su labor de esclavo. Era un prisionero “con una bola de acero y una cadena, pero sin una lima” para cortar la cadena. En otras ocasiones se comparaba con un monje enclaustrado, con un barco atrapado en el hielo, con un soldado encerrado en un cuartel, con un “ahogado” o con un perro.

EL AMOR TARIFADO

Con la excepción de madame Hanska, su única esposa, que le brindaba un título de nobleza, Balzac siempre pensó en cónyuges exclusivamente por la tranquilidad financiera que ofrecían.
En 1839, el escritor le pidió a Zulma Carraud que le encontrara una esposa “de unos 22 años de edad” (en ese momento Balzac tenía cuarenta), que poseyera una fortuna de 200.000 francos, aunque se conformaba con la mitad, siempre que la dote pudiese ser aplicada a resolver sus dificultades económicas.  Zulma se negó a cooperar. Tras leer las novelas de su amigo, sabía que el matrimonio podía ser la antesala del infierno. Recordaba una de sus frases: “Nunca asisto a una boda sin que mi corazón se llene de lágrimas”.
Robb dice que la mayor parte de las cartas que recibía Balzac era de admiradoras.
“Resulta difícil determinar”, dice Robb, “si las mujeres hablaban como personajes de La Comedia Humana  porque habían consumido tantas novelas de Balzac, o porque las novelas eran un retrato tan preciso de las personas que las leían”.
Una de ellas le escribió agradeciéndole que le diera una voz propia, y le explicó su drama: “Soy una viuda sin fortuna. Nunca conseguiré bastante dinero para comprarle a mi hija una de esas cortesanas masculinas denominadas ´maridos´”.
Otra mujer le informó que pertenecía a un grupo de lectura que se reunía en secreto. “Inquisidores mundanos nos obligan a veces a condenar ciertos capítulos de sus obras”, decía la mujer, “pero una vez nos reunimos, susurramos a las otras: ´¡Amo a Balzac!´ ¡El conoce todas las miserias que padecen las mujeres´!”
Tras publicarse la primera edición de la correspondencia de Balzac, en 1876, la reacción de famosos escritores fue bastante despectiva. Henry James dijo que “la urgencia de su hambre por obtener dinero es expuesta de una manera cruda”. Y Gustave Flaubert señaló que sus cartas, si bien lo revelaban como “un hombre espléndido a quien podía amarse”, al mismo tiempo mostraban a un ser humano “demasiado preocupado por el dinero, y con escaso amor por el arte”.
Pero Balzac era mucho más que eso. Desde el principio de su carrera literaria, debió mostrar a sus padres que podía mantenerse con su trabajo.
En una ocasión un amigo de la familia intentó encontrarle un empleo. Balzac reaccionó horrorizado. Corría el peligro de mudarse en un ciudadano normal. “Entonces, me convertiré en un empleado, en una máquina, en un caballo de circo... y pasaré a ser, como cualquier otra persona”, escribió.
Afortunadamente, el genio se impuso a toda tentación de una vida mediocre, y su producción marcó buena parte del siglo diecinueve y organizó parte de la literatura del siglo veinte. Antes que Marcel Proust apareciera como un parteaguas, Balzac era siempre pensado como el precursor de una nueva manera de narrar.
No estaba equivocado en sus delirios cuando la mítica sonámbula observó su cerebro, y en lugar de encontrar una mente tropezó con un mundo.


sábado, 21 de octubre de 2017

Vida secreta de los cursos de idioma. (Relato)

Mario Szichman





El inspector de policía examinó la escena del crimen. La mujer había recibido un balazo en la mejilla, cerca de su ojo derecho. Estaba tendida junto a la mesa del comedor, rodeada de platos rotos.
El hombre estaba despatarrado a la entrada del dormitorio. Alguien le había arrojado un edredón rojo que disimulaba la sangre.
Un sargento estaba examinando cuadros en una pared.
–Póngase en la puerta de entrada—le ordenó el inspector. –Y ciérrela. Si alguien pregunta, usted no sabe nada.
El inspector se dirigió al dormitorio. En una de las mesas de luz encontró un juego de llaves, un teléfono celular, dos pares de anteojos y una libreta de anotaciones, muy gruesa.
El inspector se sentó al borde de la cama, abrió la libreta, y comenzó a revisarla. Al principio no había nada interesante. Apuntes de citas: con el psicólogo, con una hermana que en una frase se quejaba de su viudez. Un amigo le había dicho que aceptaba la invitación. ¿Para un almuerzo, para una cena? Mencionaba un restaurant.
El inspector pensó en colocar la libreta en un sobre, y entregarla en el laboratorio. Pero antes de hacerlo, notó que una página de la libreta tenía un doblez. Y allí comenzaba una nueva escritura, más fluida, con trazos más claros y firmes.
El policía comenzó a leer:

“Íbamos por la sexta lección de nuestro curso de italiano for beginners cuando apareció Bob Nelson en nuestras vidas. Bob era un exitoso empresario canadiense que visitaba la sede de su empresa en Firenze, se hacía amigo de sua collega Martina, y juntos visitaban negocios, museos, bares y restaurantes.
Al principio, la relación entre Bob y Martina era puramente amistosa. A Bob le gustaba il vino bianco, y a Martina, il vino rosso. A Bob le encantaba ir al centro de Firenze in sua machina. Martina, en cambio, prefería ir a pie. A veces –pero no siempre– coincidían en viajar en el tren subterráneo. En otras, Bob proponía usar La Metropolitana, pero Martina se negaba. Si bien se deshacía en elogios por el tren subterráneo, sugirió en varias ocasiones viajar en la machina de Bob.
Ya en la novena lección, surgió la primera dificultad, cuando descubrimos que Bob estaba casado y que su esposa vivía Al Canada.


Resultaba claro que Bob no deseaba hablar de sua moglie. Una vez, sólo una vez, informó que ella había nacido en Suiza, alla Svitzera. Pero luego, Bob se cerró como una ostra. Cada vez que Martina le preguntaba por su esposa, éste respondía con evasivas.
Las evasivas se prolongaron hasta la lezione quindici, cuando descubrimos el nombre de la esposa de Bob. Se llamaba Greta. La pareja tenía serios problemas conyugales.
Por supuesto, Bob era un dechado de cortesía. Nunca informó a quienes escuchábamos las lecciones, aquello que transcurría entre las cuatro paredes de su hogar en Toronto. Pero lo cierto es que, con una excusa u otra, Greta postergaba su viaje a Firenze para reunirse con il suo marito, su esposo.
En una ocasión  –ya habíamos llegado a la lección tuenti due– Greta anunció subbitamente que no podía abandonar Toronto. Cuando se disponía a embarcarse en el avión rumbo a Italia, descubrió que había olvidado sus tarjetas de crédito en el hogar. Eso nos pareció una débil excusa. Bob nos había informado dos lecciones antes que Greta era una mujer muy meticulosa. Poseía una extraordinaria memoria para el detalle. Nadie con esas cualidades puede olvidar las tarjetas de crédito en su casa cuando va a emprender un viaje all estero.


Cuatro lecciones más tarde, Bob decidió viajar subbitamente al Canadá, pero sin hacer alusión alguna a Greta. Eso sí que era extraño. Y aún más extraño fue lo que ocurrió a la lección siguiente: Bob retornó del viaje, piu contento, hizo una mención al bellisimo clima de Toronto, y ninguna alusión a Greta.
Mi esposa y yo debimos esperar tres lecciones más para que Greta reapareciera en la conversación. Pero la mujer parecía más un fantasma que un ser vivo. Bob, nuestro viejo conocido del curso de idiomas, comenzó a mostrar una conducta sospechosa. No se parecía en nada al Bob de las primeras lecciones, dicharachero, siempre optimista, un hombre que parecía genuinamente enamorado de su mujer y de suo lavoro. Ya en la lección vigésimo novena del curso de idiomas, sentimos una sombría premonición cuando Bob anunció que estaba vendiendo su casa en Canadá.
Martina, su amiga italiana –ni yo, ni mi esposa creímos por un momento que se tratase de una relación platónica–, le preguntó flirteando, por qué había decidido vender su vivienda. Bob dijo que intentaba comprar en Viterbo un apartamento. Para eso usaría el dinero obtenido de la venta de su casa en Toronto. Sin aludir a Greta, Martina le preguntó si no eran piu difficile los trámites para vender la casa en Toronto.
Martina no se animó a decir lo que nosotros sabíamos: era difícil, casi imposible, vender la casa sin el previo consentimiento de Greta. A menos... a menos que Bob ya no necesitara su consentimiento.
¿Se habrían divorciado en el curso de dos lecciones de italiano sin avisar a sus estudiantes? Mi esposa, que tiene una frondosa imaginación, pensó algo todavía más siniestro. Tal vez Greta había discutido violentamente con Bob cuando éste la visitó en Toronto. Tal vez reveló su amor por su amiga de Firenze. Y quizás... No, no. Era imposible. Durante las lecciones habíamos aprendido que Bob era tropo gentile, un verdadero caballero.
A la lección siguiente, Martina, de manera suave, pero imperiosa, le pidió a Bob que le explicara cómo pensaba vender la casa en Canadá sin la aprobación de Greta. Había inclusive algo de amenaza en la pregunta de Martina. Bob trató de explicar la situación. Pero sus disquisiciones eran confusas. O, al menos, no estaban al nivel de nuestros estudios.
   Y así se lo dijimos... Bueno, no a Bob. Decidimos enviar una carta a la empresa que había creado el curso de idioma, y señalamos nuestras dudas. Luego, seguimos escuchando las lecciones con renovado interés.
Hubo una serie de cambios en nuestras lecciones. La empresa que alquilaba las grabaciones, pasó del casette al disco compacto. La trama cambió, no parecía pertenecer al mismo curso. La voz de Bob adquirió un tono distinto. Le dije a mi esposa que parecía más juvenil. No, no era eso, dijo mi esposa. Era otro el hombre que recitaba las lecciones. Además, y podía ser producto de su imaginación, el nuevo Bob hablaba con premura. Parecía angustiado.
En la lección cuarenta y dos, Quarantadue, Bob desapareció completamente de los discos compactos. Volví a escribir a la empresa grabadora, señalando mi desconcierto ante esa ausencia. Tres semanas después, recibí una carta muy amable, donde el gerente de la empresa pedía disculpas, y explicaba que recibiríamos un reembolso de todas las lecciones de nuestro curso intermedio. Y como reparación, se nos enviaría un pequeño obsequio.
"... Pues habrá que esperar", decía en la libreta de anotaciones.
El inspector de policía observó que las dos páginas siguientes estaban en blanco. En la tercera, comenzaba una nueva escritura. La tinta negra había sido reemplazada por tinta verde.

Esta era la última entrada en la libreta de anotaciones descubierta por el inspector de policía:
"Siempre pensé que habían desaparecido las viejas reglas de cortesía. Pues me equivoqué: están más presentes que nunca. Nunca creí que Bob, o el actor que interpretaba a Bob, se tomaría la molestia de venir personalmente a entregar el reembolso del dinero que pagamos por las lecciones.
Me había imaginado a Bob de manera muy diferente. Bueno, la voz suele engañar. Nos habló de las dificultades que había tenido con el libreto. Sí, porque él había redactado el libreto de las lecciones.
Le dije que me había fascinado la intriga. No es habitual que en lecciones de idioma se interponga un drama pasional.
¿Había advertido entonces, me preguntó, que se había desarrollado una intriga sentimental entre Martina y Bob?"
-Bueno, le dije, aunque estaba presentada de una manera muy sutil."
-Ese era el propósito de la lección, me dijo, introducir una complicación sentimental. De lo contrario, todo se hacía muy aburrido."
-¿Formaba parte de la intriga la dificultad de vender la casa sin el previo consentimiento de sua moglie?"
-Ah, sua moglie. Sua moglie Greta ... Me alegra que haya aprovechado las lecciones".
-... A menos...
-... A menos que Bob ya no necesitara el consentimiento de Greta, añadió el personaje que interpretaba a Bob.
-Bueno, eso adquiere un nuevo twist, le dije. Usted tendría que desarrollar ese guión. Tal vez escribir una novela.
-No lo había pensado, reconoció con una sonrisa. Me imagino que usted se preguntó por qué Bob ya no necesitaba el consentimiento de Greta.
-Se me ocurrieron toda clase de escenarios desagradables, le dije con cierta picardía.
-Me temo que usted posee una imaginación desbordada, dijo Bob con una sonrisa.
-...¿Quizás librarse de Greta por algún método no convencional?, le pregunté.
-Piense en algunos de ellos -dijo contemplando el techo-. No me disgustaría compartir royalties. Luego me pidió permiso para ir al baño.
Aproveché su ausencia para venir al dormitorio y escribir mis impresiones. ¿Compartir royalties? Bueno, tampoco es cuestión de hacerse ilusiones... ¡Eso sonó como un disparo! No, como si se hubieran caído algunos platos..."

El inspector de policía cerró la libreta de anotaciones, se alzó de la cama, y retornó al comedor. Observó los cadáveres. Estaban algo más rígidos. Los fragmentados platos tenían manchas de sangre.
Ahora era necesario localizar a Bob, e investigar qué había ocurrido con sua moglie.
Se dirigió hacia la puerta de entrada. La abrió. Preguntó al sargento si alguien lo había fastidiado.
–No, inspector. Pasaron dos o tres personas, miraron con curiosidad, pero siguieron de largo.
–Usted estudió leyes—le dijo el inspector.
–Sí, pero abandoné cuando llegué a la ley Sálica. Era insoportable.
–¿Estará al tanto de leyes más modernas?
–Aunque abandoné los estudios, siempre me interesó la jurisprudencia.
–¿Tiene idea si existe un tratado de extradición entre Canadá e Italia?


miércoles, 18 de octubre de 2017

Gloria al bravo pueblo


Mario Szichman



El domingo 15 de octubre de 2017, hubo elecciones regionales en Venezuela. Estaban en juego 23 gobernaciones. El chavismo obtuvo 17 gobernaciones, y la coalición opositora MUD (Mesa de Unidad Democrática) cinco. Falta una por definirse. ¿Fueron comicios limpios? Más de uno piensa que el gran elector fue el técnico alemán Max von Frauden.
Las peripecias que pasaron los venezolanos en enclaves opositores son dignas de Ripley. Hubo reubicación de centros electorales, demora en apertura de las mesas, horas de colas, y toda clase de inconvenientes. En ocasiones, “colectivos” motorizados enviados por el gobierno, agredieron a potenciales votantes.
No hubo monitoreo internacional, se limitó el acceso de periodistas, se multiplicaron las trabas. Y aún más importante, la oposición aceptó las reglas de juego impuestas por un gobierno que solo soltará el poder al día siguiente que las ranas críen pelos. El gobierno de Nicolás Maduro, como dicen en nuestro ámbito, “le tomó el tiempo” a la oposición. Ya en el 2015, la oposición ganó la mayoría absoluta en los comicios parlamentarios. ¿Qué hizo el chavismo? Fue despojando de poderes a la Asamblea Nacional opositora, hasta convertirla en un objeto decorativo.
La única acción que se recuerda de la AN fue haber ordenado quitar del hemiciclo los cuadros del fallecido presidente Hugo Chávez Frías. La primera acción que adoptó el chavismo tras ganar las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente –en las cuales se abstuvo la oposición— fue devolver los cuadros de Chávez al hemiciclo.
La Mesa de Unidad Democrática, la franquicia electoral opositora, estaba segura de un abrumador triunfo en los comicios regionales. Cuando se revelaron los resultados, vastamente favorables al gobierno presidido por Nicolás Maduro, la oposición se negó a respaldar los resultados. Exigió una auditoría, y convocó a salir a la calle para protestar. Sin embargo, según indicó The New York Times, la oposición “no ofreció evidencia alguna de fraude a través del sistema de auditoría”.
Estoy escribiendo en la noche del martes 17 de octubre. Quizás en los próximos días la oposición exhiba las pruebas del presunto fraude. Quizás. Ocurre que algunos de sus voceros son notoriamente unreliables, como suelen decir en estas tierras. Por ejemplo uno de ellos, Freddy Guevara, anunció el pasado 11 de enero la remoción del presidente Nicolás Maduro. Guevara nunca se disculpó por esa incorrecta aseveración. No es su estilo. El estilo es siempre pasar a otro tema.
La noche del domingo 15 de octubre, mientras se aguardaban los resultados de las elecciones, Gerardo Blyde, jefe de la campaña opositora, fue consultado sobre la cifra de participación. Blyde indicó con cierta jactancia: “Somos respetuosos de la ley. Yo no puedo dar en este momento las cifras de participación que manejamos, pero vean mi cara”. Y mostró una sonrisa de gran triunfador.
En otro país, su sonrisa hubiera aparecido al día siguiente en la primera plana de muchos periódicos, con irónicos pies de leyenda. En la Argentina solían decir que se retorna de todas partes, menos del ridículo. En cualquier otro país, esa foto hubiera obligado a Blyde a renunciar a su cargo, y buscar refugio en alguna remota isla del Pacífico. Pero nada ocurrió en Venezuela. Blyde seguirá en su cargo de jefe de campaña, o en otro puesto importante. Todos los políticos, a ambos lados del espectro, suelen ser vitalicios en Venezuela. Nadie aludirá a su desplante. Tampoco lo objetará. Con cada día que pasa, Venezuela profundiza su status como el país de la desmemoria.
En otras partes, quien recuerda no repite. En Venezuela, todo se olvida con gran facilidad. Hay presos políticos que se encuentran en la cárcel desde hace más de una década, o quince años. Solo sus familiares los recuerdan.
 Desde chismes hasta bulos, desde promesas hasta flagrantes traiciones, todo se relega. Al punto que los malos de ayer se convierten en los fugaces héroes de hoy. Es suficiente con que “salten la talanquera”, que se pasen al otro lado. Ha ocurrido recientemente con la ex fiscal general Luis Ortega Díaz. Presos y decenas de familiares de presos políticos se la han pasado denunciándola durante años por su complicidad con la justicia chavista. Una vez saltó la talanquera, se convirtió en heroína de parte de la oposición.
Lo mismo ocurrió con un temible general que cuando era capitán, y mientras participaba en la asonada militar de 1992 contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, intentó asesinar a la esposa del primer magistrado y al resto de la familia, que había tomado refugio en La Casona, la residencia presidencial. El general llegó a ministro del Interior durante el gobierno de Maduro, y una de sus tareas consistió en ordenar la muerte de un temible miembro de los colectivos. El sujeto en cuestión logró dar declaraciones por televisión señalando que si algo le ocurría, el responsable era el general. Algo le ocurrió. El miembro de los colectivos fue ultimado de 34 balazos.  En Youtube quedó el indeleble testimonio de su denuncia.
Pero una vez el general fue destituido, y saltó la talanquera, comenzó a ser alabado por miembros de la oposición. Eso a pesar de que él, o alguno de esos sujetos con tenebroso pasado chavista, nunca sería invitado a una fiesta por una persona en su sano juicio. Simplemente para no pasar vergüenza ante el resto de los asistentes.

LO QUE VA DE AYER A HOY

Venezuela me recuerda un episodio de The Great Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. El narrador de la novela, Nick Carraway, es invitado, en cierta ocasión, a la residencia de un misterioso millonario que vive en Long Island. Multitud de personas de diferente pedigrí asisten a la reunión. Nick Carraway se aburre muy pronto del clima de la fiesta. Pero cada vez que intenta abandonar el lugar, se entromete alguna conversación, que lo obliga a escuchar. Nada interesante emana del diálogo. En realidad, todo es muy banal. Y sin embargo, se suman las trivialidades, y Nick pierde varias horas intentando descifrar el insípido subtexto.
Es muy difícil huir del monomaníaco diálogo venezolano para alguien que habitó ese país durante casi una década (1967-1971—1975-1980), en el cual pudo ejercer el periodismo sin censura, y ganarse honestamente la vida.
Siempre le voy a estar agradecido a Venezuela por haberme cobijado en una época muy difícil para los argentinos. Cuando viajé por segunda vez a Caracas, en 1975, fue porque en la agencia noticiosa de Buenos Aires donde trabajaba, parapoliciales o paramilitares se habían llevado a cinco de mis compañeros de trabajo, que integraron luego la legión de “desaparecidos”. El episodio ocurrió poco antes de la llegada del general Jorge Rafael Videla al poder, en marzo de 1976, pues la lucha contra la guerrilla se había iniciado durante el tercer gobierno de Juan Perón, y la Triple A, presuntamente liderada por el ministro de Bienestar Social, José López Rega, había comenzado a secuestrar personas haciéndolas “desaparecer”.
Aunque yo no era un sujeto peligroso para las autoridades, era siempre mejor prevenir que lamentar. En esa época se comentaban las peripecias de un conejo, que había huido de la Argentina tras llegar a sus oídos la versión de que las autoridades estaban matando tigres.
 “Pero tú no eres un tigre”, le decía uno de sus colegas al conejo. “Es cierto”, reconocía el conejo. “Pero aquí, disparan primero, y averiguan después”.

UNA NUEVA VIDA

En Venezuela conseguí trabajo de inmediato, y en varios medios periodísticos. Trabajé con Sofía Imber y Carlos Rangel en el programa de televisión Buenos Días, y en la revista Auténtico. Luego pasé a la Cadena Capriles, donde colaboré en la revista Elite y en Venezuela Gráfica, antes de dirigir el Suplemento Cultural del diario Últimas Noticias.
Para un periodista, Caracas era una fiesta. Abundaban los medios de prensa, y los sueldos resultaban bastante decentes. La prosperidad podía olfatearse en el aire, junto con un increíble desperdicio de dinero, y una manera de arrojar manteca al techo que hubiera causado envidia a Jay Gatsby.
Personas de clase media enfilaban los fines de semana a Miami para poder llenar su vivienda de objetos innecesarios. Una de mis alumnas en la universidad Andrés Bello, viajó en cierta ocasión con su esposo a Miami. Su exclusivo propósito era adquirir toallas para el baño. Cuando retornó a Caracas, descubrió que las toallas no combinaban con los azulejos. Por lo tanto, a la semana siguiente, viajó nuevamente a Miami para comprar azulejos que hicieran juego con las nuevas toallas.
Nunca viví en una ciudad tan irreal como Caracas. Como dicen en estas tierras: It´s too good to be true, era algo demasiado bueno para ser verdadero. Y por supuesto, no lo era. Se trataba de una gigantesca burbuja que poco necesitaba para estallar.
La política estaba dominada por la clase alta, y por pequeños sectores de la clase media. Pero los llamados “Amos del Valle” (de Caracas) controlaban el país.
La mayoría de los venezolanos vivían en los cerros que circundaban el valle. Y la población de esos cerros crecía de manera constante, siempre en condiciones precarias.
El petróleo era el milagroso maná que permitía subsidiar toda clase de actividades. Se construían hospitales y escuelas, autopistas, y durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, líder de Acción Democrática, se implementó un descomunal plan de desarrollo que incluyó plantas siderúrgicas en el estado Bolívar, la presa del Guri,  empresas petroquímicas y otras obras de industria pesada.
Pero la mágica riqueza seguía surgiendo del petróleo. La creciente dependencia del oro negro era evidente. Declinaba la agricultura y la ganadería. Comenzaba a acechar el fantasma de la inflación. Alrededor del 90 por ciento de los ingresos de Venezuela provenían de las exportaciones de crudo.
Aunque se hablaba de diversificar la economía, existían grandes baches para implementarla. El empresariado venezolano rehusaba todo riesgo. Por lo tanto, había que subsidiarlo. Y eso encarecía los productos.
La crisis se fue acumulando. No tenía la magnitud que destruyó los ahorros de los alemanes en la República de Weimar, o que hundió a Estados Unidos en La Gran Depresión. Pero había muchos síntomas alarmantes. Luego, con el gobierno del socialcristiano Luis Herrera Campins, comenzó la devaluación del bolívar, que durante varios años se había mantenido en la paridad de 4,3 bolívares por dólar.
Para sumar el insulto a la ofensa, aumentó la corrupción. El cómico Joselo insistía en sus programas de televisión en que Venezuela estaba siendo devorada por “la marabunta adeca”.  (Los partidarios de Acción Democrática eran calificados de “adecos”). Los gobiernos socialcristianos podían enorgullecerse de contar con una marabunta similar.
En cierta ocasión, el intelectual y político venezolano Arturo Uslar Pietri reclamó “sembrar el petróleo”, usar el dinero de sus ingresos para diversificar la economía. El famoso pintor y caricaturista Pedro León Zapata, replicó con un dibujo en el periódico El Nacional. Un pobre venezolano comentaba: “Aquí, cada vez que siembran petróleo, solo crecen cambures”. (Cambur es sinónimo de plátano, pero también de empleo. Estar encamburado, es contar con un empleo rentable, y provisto por el gobierno de turno).

FALSOS POSITIVOS

Venezuela no era una meritocracia. Era una partidocracia. En cierta ocasión, fui a pedir trabajo en una planta de la televisora oficial. El director de la planta me entregó un sobre. Dentro había un cheque por 500 bolívares. Algo más de cien dólares. Le devolví el sobre. Le expliqué que buscaba trabajo. Sonrió amable. No entendió mi gesto. Tal vez le pareció absurdo que buscara trabajo cuando podían subsidiarme. Luego, resignado, me ofreció empleo. Como archivista. Meses más tarde, uno de los periodistas del canal de televisión renunció, y yo pasé a ocupar su puesto. Eso fue a finales de la época del presidente adeco Raúl Leoni.
Tras las elecciones, los adecos fueron reemplazados por los copeyanos que lideraba Rafael Caldera. Como yo había ingresado a la planta durante un gobierno adeco, al cabo de pocos días me echaron del trabajo. Estaban convencidos de que era adeco. A cambio, hicieron ingresar a un copeyano. Quizás a varios. El partido que obtenía el poder, monopolizaba los empleos públicos.
Recuerdo que cuando nos convocaron a todos los empleados del canal para saludar a la nueva junta directiva, más de cien personas que nunca había visto en mi vida, aparecieron en el salón. Según me explicaron luego, se trataba de adecos, cuya única tarea era ir los 15 y 30 de cada mes a cobrar el cheque, en pago por sus inexistentes servicios.

FAST FORWARD



Por estos días trabajo en una biografía de un político y diplomático venezolano. Reencontrarme con él, tras varias décadas, ha sido muy interesante. Posee una increíble memoria, ha tenido que lidiar con personajes muy importantes, y observarlos, además, en vivo y en directo. Siempre ha sido un indeclinable adversario del fallecido presidente Hugo Chávez, desde el día de su inauguración.
En un debate con un chavista, dijo: “Yo conocí quién era el comandante Chávez a las 5: 00 am del 4 de febrero de 1992, cuando entré en el Palacio de Miraflores con el presidente Pérez y vi en la puerta de su oficina la sangre de un oficial que venía a matarlo por órdenes de su comandante. Ese día supe quién era Chávez”.
Mi respetado amigo, a quien conocí en Caracas, me ha servido, entre otras cosas, como una vara de medir. Sus relatos me han permitido comparar de manera constante la Cuarta República de adecos y copeyanos, con la Quinta República bolivariana. También analizar la evolución de los personajes políticos de la Cuarta.
Muchos de ellos se convirtieron en una caricatura de sí mismos durante la Quinta. Los románticos, juveniles, audaces luchadores de la Cuarta, se transfiguraron en asalariados de burócratas opositores, o solapadamente, del gobierno. Hablan eternamente por los dos costados de la boca, usan discursos trillados, carecen de una mirada fresca, están anquilosados en sus gestos, son perezosos hasta para pensar, y suelen reemplazar sus reflexiones con bravuconadas que nunca cumplen.
Los vientos de la Cuarta República han traído la tempestad de la Quinta. Si bien la destrucción de la Cuarta República, fue acelerada en cierta forma por la rebelión militar de 1992, uno de cuyos cabecillas fue Chávez, todo anunciaba los difíciles tiempos por venir. Un poco como el putsch de Munich en que participó Adolf Hitler en 1923. Gracias a esa rebelión, Hitler obtuvo una fama nacional que lo propulsó al poder en los comicios de 1933.
En Venezuela, la devastación culminó con el juicio político al presidente Pérez, y la desastrosa segunda administración de Caldera –quien además indultó a Chávez y contribuyó a convertirlo en una figura nacional.
Chávez nunca permitió  el juego democrático, y las últimas elecciones han demostrado –aunque la oposición sigue sin exhibir pruebas—que cuando un régimen decide quedarse en el poder, es casi imposible desalojarlo.
Diecinueve años de chavismo han creado un país tan irreal como el surgido en la Cuarta República, aunque obviamente, mucho peor.
Venezuela no es todavía el agujero negro de Calcuta, pero va en camino de serlo. La miseria ha permitido al gobierno de Nicolás Maduro ampliar su clientela electoral a través del otorgamiento de bolsas de comida, y de otros subsidios.
Los relatos que uno escucha de la gente son para poner los pelos de punta. Entre tanto, una de las vías de escape son los comicios, que el régimen convoca prácticamente cada año, o que cancela a voluntad cuando se le antoja, como ocurrió con el Referéndum Revocatorio destinado a librarse de Maduro. El referéndum debía haberse llevado a cabo el año pasado, y nunca se concretó.
Todos los poderes han sido capturados por el chavismo. Eso le permite gobernar a su antojo. Venezuela es ahora una sociedad de irresponsabilidad ilimitada. Las esperanzas de que algo cambie son magras. El problema es que la oposición oscila perpetuamente entre la resistencia y la cohabitación.
Recuerdo que el historiador venezolano Domingo Alberto Rangel decía de los chavistas: “son como los adecos, pero a lo bestia”. Los chavistas parecen a veces una mutación, en otras, una prolongación corporal de sus antecesores, aunque más obesos. Abundan las dobles papadas en sus filas.
Pese a sus defectos, la Cuarta República era una democracia. Quizás chucuta, pero democracia al fin. Ejercía la violencia, aunque era mucho más morigerada que la violencia actual. Tampoco mostraba el total desprecio por la ley de que se vanaglorian los chavistas.
Intentar eludir el malsano atractivo de la política que se practica en Venezuela es a veces difícil. Me siento, insisto, como el Nick Carraway de The Great Gatsby.
Venezuela es un país muy aburrido. Pero cada vez que uno intenta eludir su temática, siempre surge alguien trabando el camino hacia la salida. Es cierto, nada interesante se oye en el diálogo. Es verdad, todo resulta trivial. Y sin embargo, pese a eso, uno derrocha horas enteras oyendo propuestas, algunas alucinantes, intentando descifrar el subtexto. En esa irrealidad sobrevuela un aire de locura.
Pero es muy difícil huir del monomaníaco, improductivo diálogo venezolano. Aunque representa una enorme pérdida de tiempo. Y puede afectar la salud mental.