miércoles, 31 de mayo de 2017

"Trilogía de la Patria Boba: una lectura crítica de la Historia" por Carmen Virginia Carrillo


     



Nota introductoria: ¿Veinte años no es nada? Quizás en la letra de tango. Pero representa una eternidad para alguien con aspiraciones de escritor. Entre 1980, cuando A las 20:25 pasó a la inmortalidad ganó el Premio Norte de Novela, y el 2000, no publiqué una sola novela. No por escasez de inspiración, sino porque ninguna editorial estaba interesada en mis textos. Veinte años son muchos años. En el ínterin, comencé a trabajar una novela, Los Papeles de Miranda, por sugerencia de Nelson Luis Martínez, director del periódico Últimas Noticias de Caracas. Esa novela significó para mí un renacimiento. Fue publicada en el año 2000 por Ediciones Centauro, de Caracas, propiedad de un extraordinario publisher y ser humano, José Agustín Catalá. En el 2004 publiqué Las dos muertes del general Simón Bolívar, y en el 2007, Los años de la guerra a muerte, siempre bajo el mismo sello editorial. Así completé La trilogía de la Patria Boba.
Luego, durante un Seminario sobre novela histórica, realizado en el Núcleo Rafael Rangel de la Universidad de Los Andes, en Trujillo, estado Trujillo, en el 2012, pude presentar la trilogía ante un público muy receptivo, muy deseoso de formular preguntas, hipótesis, cuestionamientos. Y muy generoso. En esa ocasión conocí a la profesora Carmen Virginia Carrillo, una de las organizadoras del evento. Fue un encuentro con un grato corolario. La profesora Carrillo aceptó encargarse de la segunda edición de esas novelas. No fue realmente una edición: fue una transfiguración de los textos. Especialmente de Los años de la guerra a muerte, que de patito feo se convirtió en un cisne. En uno de los episodios me atreví a dar el puntillazo final al asturiano Boves, una encarnación del mal puro, quien hacía descender a uno de sus enemigos, maniatado por sogas, a una batea de cocción donde cocinaban melaza. (Nadie puede imaginar lo que significó para los venezolanos que lucharon por la independencia, el asturiano Boves. Es lamentable que el sadismo del personaje no haya logrado la fama que merece).
La profesora Carrillo tuvo la gentileza de escribir una reseña sobre esas novelas, sin mencionar la sabiduría que utilizó en sus ediciones. Si tuve que esperar veinte años para volver a publicar, y la consecuencia fue que mis publicaciones fueran editadas por la profesora Carrillo, créanme, la espera tuvo sentido. Mario Szichman


A continuación reproduzco el texto de la profesora Carrillo:

En la producción novelística del escritor argentino Mario Szichman percibimos, de forma recurrente, el registro de memorias personales y colectivas que han permanecido excluidas de los discursos hegemónicos para reconstruir, desde la ficción y con una actitud desmitificadora, su propia saga familiar y una parte de la historia de Venezuela.
A través de sus dos trilogías, el autor reflexiona sobre la noción del origen, bien sea familiar, como ocurre en La Trilogía del Mar Dulce, o de una nación, como sucede en La Trilogía de la Patria Boba, conformada por Los papeles de Miranda (2000), Las dos muertes del general Simón Bolívar (2004) y la primera edición de Los años de la guerra a muerte (2007). A lo largo de estas novelas encontramos una serie de personajes que perseveran incansablemente en su “heroica lucha por sobrevivir”[i].

Los papeles de Miranda puede leerse no sólo como una reconstrucción ficcional de la vida del Precursor, sino también como un intento de revisión y puesta en tela de juicio de toda la problemática sociopolítica que en nuestro continente dio pie a las guerras de Independencia.
Los aspectos de la personalidad de Miranda y los acontecimientos históricos que el autor selecciona para la elaboración de la trama constituyen un factor fundamental en la reconstrucción de ese periodo de nuestra historia en el cual Francisco de Miranda participó como agente de cambio. Todo ello da cuenta de la visión del mundo y los planteamientos estético-ideológicos del autor, quien asume un compromiso con las fuentes historiográficas, a la vez que utiliza los espacios de indeterminación que los documentos presentan para reelaborar la historia.
Szichman construye una novela en primera persona, lo que le permite mostrar a Miranda desde la intimidad, con sus anhelos y contradicciones. Un personaje excéntrico, viajero incansable, exiliado perpetuo cuyo conflicto de identidad le acompañaría hasta la muerte.
Muchas de las decisiones de Miranda pueden leerse como consecuencia de una serie de controversias y resentimientos, fruto de las diferencias sociales y raciales, aunado a las luchas de clases que abonaron el terreno donde germinaron las ideas emancipadoras, en el periodo de formación de nuestras naciones.
La narración de los acontecimientos que se suceden entre las nueve de la noche del 31 de julio de 1812 y la madrugada del día siguiente, en la Casa de la Aduana, donde se encuentra recluido Miranda, se alterna con el recuerdo de momentos fundamentales de la existencia del protagonista. Ese viaje al pasado a partir de la revisión e intento de organización del archivo personal se convierte en el núcleo de sentido de la novela.
La segunda novela de la trilogía, Las dos muertes del general Simón Bolívar, está narrada en primera persona. Bolívar rememora el pasado desde su lecho de muerte en la Quinta San Pedro Alejandrino de Santa Marta; mentalmente realiza un viaje al origen, y para ello Szichman utiliza estrategias cinematográficas.
En el texto, un Simón Bolívar moribundo reflexiona sobre su vida, las traiciones de las que fue víctima, el poder, y sobre esa gran puesta en escena que es la política. La indeterminación de las acciones y los comentarios de Bolívar permiten inferir la posibilidad de que el protagonista habla no desde el umbral de la muerte, sino desde un lugar más allá de la vida.

Esta versión ficcionalizada de Bolívar desacraliza la figura y el ideario del Libertador, quien, desolado por el gran fracaso de su sueño de consolidar la Gran Colombia, se lamenta indefenso y derrotado.
El devenir de la vida de Bolívar es analizado no sólo desde la memoria de lo que fue, sino desde las múltiples posibilidades de los eventos que pudieron haber sido y no fueron, desde los equívocos que llevaron a interpretar erróneamente ciertas acciones, desde las verdades o las apariencias de verdad que permitieron construir la Historia alrededor del personaje y las otras posibles historias que surgen desde la ficción.

En Los años de la guerra a muerte, Szichman se sitúa en los siete años más cruentos de la guerra independentista venezolana. En el texto, las figuras que marcaron el rumbo de nuestra patria son representadas en sus momentos menos gloriosos, tras sus derrotas, en medio de sus desaciertos. Al proponer otras de las posibles razones que pudieron haber movido los hilos de los acontecimientos, y la impotencia de los protagonistas frente a las circunstancias hostiles, el autor logra desacralizar la imagen sublimada de los héroes elaborada por la historiografía oficial. Así encontramos a José Félix Ribas intentando comenzar de nuevo; al Diablo Briceño lanzando su proclama de guerra a muerte; a Boves volviéndose mito, y a Bolívar superando una y otra vez las derrotas y adversidades.
Con plena conciencia del poder de la escritura, el autor asume el reto de representar a los grandes protagonistas de la historia desde la complejidad de su condición humana, y con ello enriquece el conocimiento que el lector tiene del pasado.

La novela se convierte en el espacio desde el cual el autor reflexiona sobre sucesos y personajes históricos, y los interpreta a través de un novedoso entrecruzamiento de tiempos. El texto abre en el año 1815, la República se derrumba y los protagonistas arman y desarman la trama de lo que aparenta ser una gran pieza teatral.
Si bien en la novela percibimos la reconstrucción del pasado a partir de la reelaboración de documentos, en el proceso de producción de la misma no sólo están presentes la selección y organización del material, sino también la imaginación del autor, que crea personajes como Eusebio —cuyas habilidades lo convierten en espectador y cronista de la guerra—, o el comerciante americano A. J. Stuart, quienes se constituyen en testigos de excepción de las atrocidades que patriotas y españoles llevan a cabo.
El trabajo de reescritura de la Historia que Mario Szichman propone en su Trilogía de la Patria Boba consiste en ir a contracorriente de la sacralizada imagen de los héroes a la que el público lector está acostumbrado y ofrecer una versión menos idealizada, más descarnada tanto de los próceres, como de los eventos ocurridos en el periodo independentista de nuestra historia.



[i] Mario Szichman, en la conferencia “Mares enfrentados”, dictada en la Universidad de los Andes, Trujillo, Venezuela, en el marco de la IX Feria del Libro Universitario.

domingo, 28 de mayo de 2017

“Play it again, Sam!” La invención de Casablanca


Mario Szichman



Si Estados Unidos no existiese, Hollywood lo hubiera inventado. Hollywood ha fraguado o recreado, o glorificado, o puesto en la picota todo lo que ha ocurrido en Estados Unidos. Nos ha hecho confiar muchas veces en una historia apócrifa, parcamente aproximada al entorno, aunque formidable como mito. Según decía un personaje en el filme The Man Who Shot Liberty Valance:When the legend becomes fact, print the legend.” Cuando la leyenda se transforme en realidad, imprima la leyenda.

 The Federal Bureau of Investigation, el FBI, fue reformulado por Hollywood convirtiendo a sus agentes en seres infalibles durante la era de su padre fundador, Edgar J. Hoover. En ocasiones, en numerosas ocasiones, hubo más éxitos del FBI en la pantalla grande, que en la vida real. Inclusive los gangsters, que durante la época de la Gran Depresión solían ser más populares que sus rastreadores, necesitaron trocarse en agentes del orden en la pantalla grande, a fin de atenuar el impacto de los fiascos cometidos por el FBI.
Un caso en cuestión fue el de James Cagney, el más adorado de los hombres malos del cine, quien se transmutó en agente del FBI en el filme G Men.

La película que lo catapultó al estrellato fue The Public Enemy (1931). En el filme Cagney interpretó a Tom Powers, un gangster casi inimitable… Hasta que el actor lo recreó en 1949 en White Heat, seguramente, el mejor policial norteamericano de todos los tiempos. (“Made it, Mom. Top of the World!” proclamó el criminal, mientras el mundo ardía en torno suyo).
En 1935, Cagney pasó del lado de la ley en G Men. Según historiadores cinematográficos, el filme fue resultado de presiones ejercidas por el FBI contra la productora Warner Brothers, acusada de glorificar a los delincuentes en tiempos de la Gran Depresión.
Aunque los malhechores recibían su merecido al final de la película, durante los primeros setenta minutos  disfrutaban de gran libertad, del poder y del lujo en medio de una fenomenal crisis económica. La contrapartida era que los encargados de proteger a los ciudadanos parecían ineptos cuando intentaban aplicar la ley.
Cagney aceptó en G Men el rol del abogado James “Brick” Davis, quien rehusaba defender a clientes de dudosa reputación. Tras el asesinato de su amigo, Eddie Buchanan (Regis Toomey), Davis ingresaba  al FBI, con  el propósito de llevar al homicida ante la justicia.
Al cumplirse el vigésimo quinto aniversario del FBI, en 1949, la película fue reestrenada.  Se le añadió una escena al comienzo en que un alto funcionario del cuerpo policial, interpretado por David Brian, presentaba una proyección del filme a un grupo de novatos del FBI, a fin de que estudiaran la historia del buró.
Fue una pena que en ese mismo año, el director Raoul Walsh estrenara el mejor y más devastador film de gangsters en la historia de Hollywod, White Heat. En la película Cagney alcanzaba la cumbre del sadismo y del incesto, al interpretar a Arthur "Cody" Jarrett, un psicótico enamorado de su madre, Ma Jarrett (Margaret Wycherly), quien hasta lo sentaba en su falda para calmar sus intolerables migrañas. El padre de Cody había fallecido en un asilo para enfermos mentales.

LEYENDAS A PERPETUIDAD



En cierto modo, Casablanca (1942), protagonizada por Ingrid Bergman y Humphrey Bogart, es un subproducto de esos policiales.  Es imposible que sin Bogart en el rol protagónico, la película hubiera alcanzado el estatus de leyenda. ¿Y quién era Rick Blaine? El dueño de un club nocturno y una sala de juegos en Casablanca, un poco el líder del demimonde, donde se mezclaban el consumo ostentoso, la promiscuidad sexual, la drogadicción y el juego. Aquello que transmutó a Casablanca fue el trasfondo: la segunda guerra mundial, y el flujo de refugiados.
El guion cinematográfico se basó en la obra de teatro Everybody Comes to Rick's escrita por Murray Burnett y Joan Alison en 1940, antes del ingreso de Estados Unidos en la segunda guerra mundial. La obra recién fue estrenada en el teatro Whitehall de Londres, en 1991, varias décadas después que Ilsa (Ingrid Bergman) y Rick se enamoraran en París y se reencontraran en Casablanca, con el agónico propósito de rehusar la tentación y aceptar el deber patriótico de combatir el nazismo.
La productora Warren Brothers compró los derechos de filmación de Everybody Comes to Rick's  porque su trama enaltecía las actividades de la resistencia francesa y denunciaba la barbarie nazi.
Gracias a la actuación de Humphrey Bogart, el protagonista, Rick Blaine, fue un triunfo de la ambigüedad. Enmascarado en el cinismo, jugando a la imparcialidad, Rick adquirió una tonalidad trágica que inclusive influyó en la carrera posterior del actor. En una época donde se enfrentaban millones de soldados del Eje constituido por Alemania, Japón e Italia, contra las fuerzas aliadas de Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética, la individualidad parecía cosa del pasado. El hombre masa, sin rostro, sin ideales, y sin principios, ocupaba el centro del escenario. Y súbitamente aparecía Rick para demostrar, con acciones, no discursos, que existían valores individuales por los cuales valía la pena luchar.
En Hollywood sabían que el público no glorificaría a un héroe de cartón. Una clara dosis de pesimismo gobernaba los actos de Rick. Así como una fuerte cuota de recelo. Y sin embargo, Rick también sugería la necesidad de proteger causas, aunque fuesen perdidas, o estuviesen a punto de perderse.
Rick era un enigma ambulante. Su rostro de jugador de póquer era acompañado por un diálogo muy escueto y preciso, y una self—deprecating ironía que lo hacía sobresalir del resto. Esos atributos pueden observarse en otros filmes de Bogart de la década del cuarenta, entre ellos To Have and to Have Not, una especie de Casablanca para pobres, o Key Largo. Hasta en films policiales como The Big Sleep, o The Maltese Falcon, el espectador tiene la impresión de que los directores no contrataron a Humphrey Bogart, sino a Rick Blaine.
Quizás uno de los aspectos más interesantes de Casablanca es lo bien que se ensambló la película con tantos elementos dispares.
Noah Isenberg en “We’ll Always Have Casablanca: The life, legend, and afterlife of Hollywood’s most beloved movie”, sugirió que el filme fue una colcha de retazos empatados. En primer lugar, la melodía central de Casablanca, escrita por Herman Hupfeld, apareció por primera vez en el musical de Broadway Everybody’s Welcome in 1931, once años antes del estreno de la película. La crítica Jody Rosen dijo que la composición no despertó mucho interés al comienzo. Pero en el contexto de la guerra, adquirió especial importancia por su “wistful longing”, su nostálgica añoranza.
“No se trata de una melodía que hace mención a la satisfacción romántica en el presente”, dice Rosen. Cuando vemos a Ingrid Bergman y a Humphrey Bogart intentando controlar sus impulsos, es obvio que la melodía permite a los frustrados amantes aceptar un eterno, insatisfecho deseo e instalarse en un mundo de fantasía imposible de transformarse en realidad cotidiana.

LA REALIDAD DETRÁS DEL MITO

La prehistoria de Casablanca puede encontrarse en un viaje que hizo a Europa Murray Burnett, coguionista de la obra teatral Everybody Comes to Rick's. Burnett, un judío, profesor de inglés con aspiraciones de dramaturgo, visitó Europa en 1938 acompañado de su esposa.
En Amberes, la familia de la esposa de Burnett les pidió ayuda. Tenían parientes en Austria que deseaban huir. Pero los nazis habían impuesto las llamadas Leyes de Nuremberg, que prohibían a los judíos llevarse su dinero o sus bienes a otro país. Como los Burnett eran ciudadanos estadounidenses, no estaban sujetos a esas regulaciones.
Murray Burnett pudo conocer, en vivo y en directo, cómo funcionaba la maquinaria nazi. Y también descubrió el llamado “refugee trail,” el sendero de los refugiados, que aparece trazado en un globo terráqueo al comienzo de Casablanca: de Marsella a Marruecos, de allí a Lisboa, y finalmente a través del Atlántico, hacia Estados Unidos.
Los Burnett lograron contrabandear buena parte de los valores de su familia fuera de Austria, valiéndose justamente de su condición de norteamericanos. “Cuando subimos al tren”, recordó el dramaturgo, “Yo llevaba anillos de diamantes (de sus familiares) en cada dedo. Y mi esposa lucía un pesado abrigo de piel en pleno agosto”, el mes más caluroso del año en Europa occidental.  
La otra parte de la trama fue urdida luego que los Burnett cruzaron la frontera austríaca.
Una noche, mientras visitaban un club nocturno en los suburbios de Niza, al sur de Francia, observaron la presencia de muchos militares. El barman les comentó que el sitio era frecuentado también por refugiados de varios países. Y el encargado de animar la velada era un pianista negro, procedente de Chicago. “¡Qué escenario para una obra de teatro!” le comentó Burnett a su esposa.
De retorno a Manhattan, Burnett,  junto con Joan Allison, escribieron en 1940 la obra Everybody Comes to Rick’s. Pero en ese momento, no había ningún empresario teatral interesado. Por lo tanto, vendieron la obra a Warner Brothers, un estudio conocido por sus puntos de vista antinazis.
Quizás la suerte mayor de Burnett y Allison fue que Everybody Comes to Rick’s llegó a las oficinas de Warner Brothers al día siguiente del ataque japonés a Pearl Harbor.

LA LEYENDA PERSISTE

Tras su estreno inicial, la principal atracción de Casablanca fue Humphrey Bogart, no la espléndida Ingrid Bergman, cuya luminosa presencia persiste invicta entre las grandes actrices de Hollywood.
Stefan Kanfer, uno de los biógrafos de Bogart, dijo que tras la muerte del actor, The Brattle Theatre, un cine de la universidad de Harvard, inició la exhibición anual de sus filmes.
“Empapados de agonía romántica”, dijo Kanfer, “los estudiantes se identificaron con la noble desdicha pasional de Rick Blaine, tras abandonar a Ilsa. Una y otra vez los estudiantes regresaron al Brattle. Lucían trench coats (impermeables) y de su labio inferior colgaba un cigarrillo. Cantaban La Marsellesa, y repetían de memoria las frases” pronunciadas por Bogart en el filme.
Lucy Scholes reconoció en The Times Literary Supplement, que hay películas mejores que Casablanca. “Pero ninguna otra demuestra de manea más conspicua la visión mitológica de Estados Unidos”, un país “duro en el exterior, con una moral en su interior. Capaz de sacrificio y de romance, sin necesidad de sacrificar el individualismo que conquistó un continente”.

Cuando “observamos hoy Casablanca”, añade Scholes, “recordamos la compasión y el heroísmo que nos exigen las crisis humanitarias”. Rick Blaine “sigue siendo, todavía, la clase de héroe que el mundo necesita en la actualidad”. 

miércoles, 24 de mayo de 2017

Misery, de Stephen King: El escritor y su mortífera admiradora


Mario Szichman



¿En qué lugar se puede emplazar la prodigiosa producción de Stephen King? Seguramente, a estas alturas, compite en número de páginas con colosos de la literatura del siglo diecinueve: Eugenio Sue, Honorato de Balzac, Alejandro Dumas, Leon Tolstoi, Fiodor Dostoievski.  Al mismo tiempo, nadie se anima a situarlo entre los grandes escritores modernos. Su fama es equívoca. Lo acusan de ser excesivamente comercial. Es cierto, King vende libros por millones. Pero ¿hasta qué punto toda su escritura es comercial?  Pues muchas de sus narraciones superan ese criterio.
Si acatamos los parámetros de la evaluación literaria, Edgar Allan Poe era también un escritor comercial. Y Howard Philips Lovecraft. Seguramente Dumas. Pero hay diferentes clases de escritores comerciales. Dan Brown es quizás el autor más comercial del mundo. Pero nunca instalaría El código da Vinci en el mismo anaquel de la biblioteca donde están las obras de Poe o de Lovecraft, o de Dumas. Y tampoco Misery, de Stephen King.
En muchas ocasiones sentí la tentación de leer otras novelas de King. Una de ellas transfigura el asesinato del presidente John F. Kennedy y le brinda un final feliz. Las reseñas son muy elogiosas. El único problema es que se trata de una novela cercana a las mil páginas. Como decía Anatole France de Marcel Proust, “La vida es muy corta, y A la búsqueda del tiempo perdido es muy larga”. Y sin embargo, es mi propósito releer la novela de Proust. (Tal vez dos relecturas consecutivas sean aún mejores). No siento igual tentación por 11/22/63.
Me reencontré en fecha reciente con Misery. Al revisar las primeras hojas, observé mi firma y la fecha aproximada en que comencé a leerla: junio de 1988. Concluí su lectura el 16 de agosto del mismo año. Demoré dos meses en leer una novela de 338 páginas que me apasionó desde el primer momento.  Mi única disculpa es que comencé a estudiar inglés cuando tenía 33 años. Y para la época de esa lectura, necesitaba apelar de manera insistente al diccionario para entender frases enteras. Sin embargo, la novela era tan buena que me aferré a ella, y al diccionario, como a dos tablas de salvación.
Hace algunos días me asomé otra vez a las páginas de Misery. Como hubiera dicho William Faulkner en relación al Ulises de Joyce, la releí como un analfabeto pastor baptista se acerca al Viejo Testamento: con fe. Y descubrí, veintinueve años después de su primera lectura, que ahora es vastamente superior.
En el canon de Stephen King, Misery ocupa un poco el lugar del casillero vacío. Es una novela inusitada no solo en el sentido de su irradiación, su ironía, su escueta prosa, sino de sus objetivos. (Pese a que no leí completas otras novelas del escritor, incursioné en docenas de páginas de varias de ellas).
King es el primero en admitir que algunas de sus novelas son más “comerciales” que otras. Misery traza un sendero distinto. No usaremos la trillada palabra de “artístico”. Se trata de un sendero riesgoso, que puede conducirlo a un abismo sin retorno. (Nunca mejor que en esa novela se explica la bella, enigmática frase de Friedrich Nietzche: “Cuando alguien contempla el abismo, también el abismo lo contempla”).
En Misery, publicada en 1987, King decidió cantar el juego sobre el oficio de escritor. Para eso utilizó una novela ficticia que cuenta como protagonista a Misery Chastain. En esa novela, pudo revisar su tarea de narrador, y examinar las críticas que había recibido como autor de best-sellers. Al parecer, publicar novelas que todos devoran, no es un mérito sino una pesada carga. Algo así como ir llorando al banco para depositar gruesos fajos de billetes.
1987 fue para King un año espectacular. Otras tres novelas aparecieron en el curso de diez meses. Revisando sus páginas, puede afirmarse que son buenas, interesantes narraciones, pues King nunca aburre. Pero Misery es como el hangover después de una fenomenal borrachera.
Toda novela requiere ser revisada por un buen editor o editora, encargados de localizar errores y horrores de escritura, fechas y sitios donde transcurren eventos. Y el ritmo de la prosa, y los momentos muertos, y las discrepancias,  y la geografía de cada suceso, y los gestos de cada personaje. Cualquier escritor o aspirante a escritor que desea convertirse en un profesional, requiere dialogar de manera constante con su alter ego.
En uno de mis posts insistí en el requisito de contar con un editor.  (La tarea del editor es muy poco gratificante… Y sin embargo ¿qué haríamos, sin ese personaje tan creador? http://marioszichman.blogspot.com/2015/11/la-tarea-del-editor-es-muy-poco.html).
Cuando un narrador vacila, o teme haber quedado atrapado en un callejón sin salida, ahí surge la figura del editor calmando la ansiedad, abriendo nuevos, impensados atajos, brindando ánimo, confianza, y aportando la certidumbre de que se puede emerger de cualquier atolladero.
En Misery, la envidiable vuelta de tuerca de King fue transferir la tarea del editor a Annie Wilkes, su “biggest fan”, la mayor de sus admiradoras, quien es además una demente y una asesina. Asume la figura de The killer inside me, el asesino que llevo adentro, un brillante aporte del suspense norteamericano. (Es también el título de una de las mejores novelas del grande entre los grandes Jim Thompson). 
Gracias a Annie Wilkes, un gran personaje femenino, y, obviamente, su alter ego, todo aquello que mencioné acerca de la benéfica tarea del editor, se trastorna. En lugar de consolar, animar, robustecer al narrador –y créanme, un buen editor siempre lo consigue—Annie es un verdugo. Tiene prolíficas maneras de aterrar a su involuntario huésped. O de colocarlo al borde de la muerte.

LA AMENAZA DE LA CASTRACIÓN


Annie es una psicótica. Una de sus incómodas virtudes es su astucia para detectar la falsedad. Puede hundirse en estados crepusculares, ser regresiva, asentir en ocasiones –escasas ocasiones— a las mentiras, al desprecio de los demás. Pero, de repente, las telarañas desaparecen de su cerebro, y observa la maldad o el disimulo con aterradora lucidez. (En más de una ocasión escuché a un psicoanalista elogiar el insight, la percepción de algunas personas, señalando: “Tiene la lucidez de un psicótico”).
Cuando dije previamente que la narración es como el hangover, la resaca después de una fenomenal borrachera, no usé la expresión de manera metafórica sino literal. La experiencia que pasa el narrador Paul Sheldon tras sufrir un accidente de automóvil en Colorado y ser rescatado por su desequilibrada admiradora, se basa en el estado de confusión mental en que vivió el escritor durante algunos años, debido a su adicción a los barbitúricos. (Su libro On Writing es un texto ejemplar, donde explica su descenso en los infiernos, y su recuperación).

King suele poblar sus novelas con abundantes personajes. Pero Misery tiene apenas dos: el escritor Paul Sheldon, y su involuntaria anfitriona, Annie Wilkes. El texto podría funcionar perfectamente en un escenario. Y por cierto, la versión cinematográfica que tuvo como protagonistas a James Caan y Kathy Bates, es de gran calidad gracias a la claustrofobia que impregna el guión.
Es útil recordar que la escindida personalidad del escritor puede verificarse casi desde el comienzo de su carrera. El alter ego literario de King es Richard Bachman, que publicó Rage (1977), The Long Walk (1979), Roadwork (1981), The Running Man (1982), Thinner (1984), The Regulators (1996) y Blaze (2007). Según King, decidió usar ese seudónimo, e inclusive el rostro de su agente literario, pues la costumbre de las editoriales es solo publicar un libro por año. Eso no coincidía con su fervorosa tarea de engendrar manuscritos.  En cambio, un crítico del periódico The Guardian de Londres, que ha seguido con fervor la carrera del narrador, dijo que los personajes de Richard  Bachman eran diferentes a los creados por Stephen King. “Los tipos malos eran más humanos, y las novelas menos sobrenaturales”.
En ese sentido, Misery sería el umbral que cruzó el escritor para legar una mejor herencia. Paul Sheldon, el escritor baldado en un accidente, ha ganado fama con un tipo de narración que en el mundo de habla inglesa se titula The bodice-ripper. La versión figurativa alude a todo aquello considerado “romanticón”. La versión literal, es “destructor de corsés”.
El héroe conoce a la heroína, se interponen en el romance uno o más villanos, y finalmente, el amor triunfa y el romance se consuma.
En el caso de Paul Sheldon, las cosas se complican porque sufre su accidente automovilístico tras haber adoptado la decisión de matar a la heroína Misery Chastain, luego de una serie de exitosas novelas, y emprender un nuevo camino. Inclusive ha concluido un manuscrito titulado Fast Cars, carros veloces, con el que intenta comenzar una nueva vida, es otro tipo de narrativa cargada de violencia, de insultos, y de incómodas confesiones. 
Ser rescatado por Annie Wilkes del vehículo donde sufrió el accidente, es para Sheldon su salvación y su horrenda condena. Cuando Annie descubre que el escritor ha decidido matar a su heroína, lo convence a través de métodos drásticos que debe resucitarla y continuar la serie. Malherido tras el accidente, con las piernas rotas, y un dolor insoportable que solo aplaca un medicamento al que se hace adicto, Sheldon debe aceptar el ultimátum.
Annie decide comprar una vieja máquina de escribir Royal para que Sheldon reanude la serie de Misery. Un solo inconveniente: a la máquina le falta la letra ene. (A medida que transcurre el relato, la vieja máquina pierde otras letras, haciendo cada vez más incomprensible el manuscrito). También lo provee de resmas de papel. Inclusive hay un divertido diálogo donde Sheldon le explica a su anfitriona que ha conseguido la peor clase de papel. Se borronea rápido, y al cabo de algunas correcciones, el texto es indescifrable. (La novela fue escrita cuando las computadoras estaban en su comienzo). 
Annie, a regañadientes, acepta comprar el papel indicado por Sheldon, y el escritor decide resucitar a Misery en un capítulo atroz. Annie revela la mediocridad del texto con una serie de inteligentes críticas, y la narración adquiere una nueva dosis de suspenso. ¿Logrará Sheldon cruzar el umbral hacia la buena escritura, usando una temática cursi, plagada de lugares comunes? Sí, Stephen King es capaz de eso, y de mucho más. La segunda vez que Sheldon escribe un capítulo sobre la resurrección de Misery, es obvio el cambio de tono, la manera en que crecen algunos personajes y se ahonda el suspenso.
Pero el trasfondo de amenaza persiste hasta el final de la novela, y en uno de los capítulos, Annie acaba de un hachazo con una de las piernas del escritor.
Es posible que Stephen King haya abrevado en la trama, basándose en “El hombre que amaba a Dickens”, de Evelyn Waugh. Es la historia de un explorador que sufre un accidente de aviación en plena selva, y es rescatado por un hacendado, quien adora las novelas de Dickens. Mientras el explorador se va recuperando de sus heridas, acepta el gracioso requerimiento del hacendado de que le vaya leyendo las novelas de Dickens. Una vez el explorador recupera la salud, descubre horrorizado que su salvador tiene la intención de bloquearle todo escape, a fin de que le siga leyendo las novelas de Dickens hasta el fin de sus días.
Pero si la trama es similar, los episodios son muy diferentes. Waugh usó la idea de la reclusión del explorador de manera muy sutil. En el caso de King, la prisión en que se mueve Paul Sheldon es muy real. Es prisionero de su destruido cuerpo y de los calmantes. Y está vigilado por una jueza que no perdona un solo yerro en su prosa.
Varios críticos coinciden en que nunca escribió Stephen King nada tan personal, nada tan creador. Y todo lo hizo el escritor con una increíble economía de medios: apenas dos personajes centrales, y una obsesión concentrada en la tarea de escribir. ¿Qué significa escribir? ¿Qué significa escribir bien o mal? ¿Cuál es la relación entre el escritor y sus lectores? ¿Qué tipo de escritura perdurará? ¿Cómo trascender la mercancía literaria? ¿Cuál es el pacto entre el escritor y sus seguidores?
Otro de los aciertos de Misery es que Paul Sheldon intenta escribir su mejor novela, dedicada a la mujer que en cualquier momento es capaz de acabar con su vida, sin tener esperanza alguna de trascendencia. El pacto es que Annie Wilkes se quede con el manuscrito, sin ofrecerlo a editorial alguna. Es una de las versiones más logradas de lo que constituye, en definitiva, una pareja perversa.



domingo, 21 de mayo de 2017

Vestir al desnudo: El hombre invisible de H.G. Wells

Mario Szichman

El acosado hombre invisible que
tiene que dormir con los ojos abiertos
porque sus párpados no excluyen la luz 
es nuestra soledad y nuestro terror”.
Jorge Luis Borges



Más allá de la espléndida cita de Borges sobre El hombre invisible de Herbert George Wells, el escritor argentino hizo varias alusiones a uno de los personajes más extraordinarios de la narrativa moderna. Porque el hombre invisible convoca todo tipo de aprensiones. Por un lado, recuerda un súper hombre, capaz de alterar la vida de sus semejantes. Pero Borges logró evaluarlo más allá de la admiración. Griffin, el protagonista de la novela, aunque maligno es un ser indefenso. Disfraza su imperceptible cuerpo con vestimentas que exageran su anormalidad. Solo es poderoso cuando puede transitar sin ellas, totalmente desprotegido.
En el capítulo cuarto de la novela, uno de los hombres que tropieza con Griffin le comenta a su interlocutor: “No había una mano, apenas una manga vacía. ¡Dios mío! ¡Creí que era una deformidad! … Luego pensé que había algo raro en todo eso. ¿Por qué diablos mostrar una manga abierta cuando no hay nada en ella? Y no hay nada en ella, se lo aseguro. Nada existe más abajo, hacia la articulación. Pude observar hasta el hombro, y vislumbré apenas una trémula luz brillando a través de una rasgadura de la tela”.


Curiosamente, el filme The Invisible Man, dirigido por James Whale, y estrenado en 1933, tiene más impacto que la novela. Eso se debe al contraste entre la burda presencia de Griffin, interpretado por Claude Rains, y su llamativa ausencia. Envuelto en vendajes, prácticamente de la cabeza a los pies, Griffin es apenas una exasperada voz. Cuando se libra de ellos con el propósito de concretar alguna acción, los objetos transitan en el aire: un candelabro con una vela encendida, una probeta de laboratorio, un plato con comida. Y la magnífica escena final, previa a la reaparición del cuerpo, delata la presencia del protagonista por las gotas de sangre surgidas de la nada que van cayendo en la nieve, tras ser herido de muerte.
 Wells publicó El hombre invisible en 1897, durante una explosión de talento creativo que produjo también La máquina del tiempo, y La guerra de los mundos, otras dos obras de ciencia ficción que han fraguado decenas de imitaciones.
La trama de El hombre invisible puede encontrarse en la alusión hecha por Platón a El anillo de Gyges en su libro La República. El anillo autoriza a su portador a convertirse en un ser invisible, y con propósitos inhumanos. Según Platón, toda persona inteligente abandona sus normas morales si pierde el temor de ser atrapada y castigada por cometer injusticias.
Nada puede aproximarse más a la idea del fantasma que el hombre invisible. Wells nos informa que Kemp, uno de los personajes que colaboró con  Griffin en sus investigaciones,  “se quedó en medio de su cuarto a fin de observar las vestiduras sin cabeza”. Según Kemp, contemplar a Griffin “anula todas mis preconcepciones. Son capaces de convertirme en un demente. ¡Pero son reales!”
Kemp debe estrechar una mano invisible. Su compañero es apenas a dressing gown, una bata de noche que habla, y profiere amenazas: “Quiero que me comprendas”, le dice Griffin a Kemp. “¡No quiero que existan intentos por obstaculizar mis tareas, o por capturarme! De lo contrario… “
Uno de los aspectos más fascinantes de la novela es la manera en que Wells confronta la salud mental de Kemp con el descenso de Griffin en la locura. Y es a través de la pantomima de la invisibilidad. “Griffin se sentó en la mesa del desayuno”, dice Wells. “Había una bata sin cabeza y sin manos que limpiaba labios invisibles en una servilleta sostenida de manera milagrosa”.

H.G.Wells con Orson Welles        

LA BUENA GENTE DEL CAMPO

La primera parte de la novela narra la irrupción de un extraño en una posada de la pequeña población inglesa de Iping. Se trata de una figura muy peculiar, que se encierra en su habitación para realizar experimentos científicos. Pesados ropajes y el rostro totalmente vendado, encubren al extraño, y lo hacen muy llamativo. Recién en la tercera parte, tras abandonar Iping dejando a su paso algunos heridos que han intentado capturarlo por cometer algunos desmanes, descubrimos el pasado de Griffin. Se trata de un científico que inventó una fórmula para hacerse invisible. Tras sufrir los inconvenientes de esa mutación y desesperado por volver a instalarse en un cuerpo ostensible, Griffin se hunde en la locura.
En el medio de la trama, Wells nos revela una brillante idea sobre la manera de convertir los objetos en invisibles: nuestro mundo es una ilusión creada por la luz. Técnicas de refracción podrían lograr la evaporación de nuestros cuerpos. Aunque la premisa es cuestionable, al menos uno de sus aspectos permitió a la narración reflejarse de manera tan poderosa en el cine —en blanco y negro—. La paleta del director artístico se restringe a luces y sombras, sin matices intermedios.
Pero a Wells, un gran conocedor de la tragedia, no le interesaban los efectos especiales sino el personaje central, así como sus penosas limitaciones. La principal de ellas, como lo destacó Borges, era su imposibilidad de dormir, “porque sus párpados no excluyen la luz”. Una reflexión interesante por parte de un escritor que terminó ciego.
Al mismo tiempo, Griffin, un hombre con la portentosa capacidad de cometer el mal y eludir sus consecuencias, obtiene escaso provecho de sus malandanzas. Es cierto, puede escamotear objetos, y obtener mucho dinero. Pero no logra disfrutar del producto de su robo. En realidad, el único beneficio de ser invisible, es cometer asesinatos sin el peligro de ser capturado.  
Como en todas sus novelas de ciencia ficción, Wells cuestionó el sitio que ocupa el científico en nuestro mundo. En realidad, contribuyó poderosamente a forjar el mito de The mad scientist, el científico loco. Un ejemplo posterior fue el Doctor Mabuse, creado por el novelista Norbert Jacques, y recreado en tres filmes por Fritz Lang.
Mabuse es un maestro del disfraz que se beneficia de la tecnología moderna para crear “una sociedad criminal”.  Es un paso más allá del urdido por Wells. Mabuse cuenta con un cuerpo visible en el cual deposita sus distintas apariencias. Nada de eso ocurre con Griffin, para quien la ropa es la única manera de exhibir su presencia en el mundo.
Wells dudaba de la sabiduría humana cuando se trataba de experimentos científicos. Basta ver cómo confronta a los habitantes del pueblo de Iping con el hombre invisible. Es obvio que la mayoría de los residentes de Iping son religiosos y muy supersticiosos. Griffin, en cambio, tiene una mente científica, que involucra la ausencia de piedad con otros seres humanos. El médico nazi Josef Mengele, encargado de tutelar los ensayos médicos en el campo de concentración de Auschwitz, creía que estaba contribuyendo al progreso de la humanidad cuando hacía experimentos con gemelos univitelinos. Los consideraba perfectos especímenes para sus estudios, pues mientras uno de ellos padecía, el otro servía de control. 
En el caso de Wells, aunque se inclinaba hacia el progreso de todas las ramas del saber científico, conocía la otra parte: el riesgo detrás del progreso. Encarnar a un nuevo tipo de científico en un hombre invisible fue un toque de genio. Ofreció al investigador un amplio campo para experimentar con sus congéneres, sin aparente peligro por sus indeseables consecuencias. Pero, la parte filosófica de Wells no podía aceptar esa idea. Nadie puede jugar a ser Dios con total impunidad. Aunque el enemigo parece acechar siempre afuera, terminamos víctimas de nuestras perversas intenciones.
Enfrentado Griffin, el científico, a seres que desprecia, plagados de supersticiones, se convierte primero en un paria y luego en un destructor. La teoría puede satisfacer hasta cierto punto. Pero luego surge, de manera inevitable, el ser humano, saturado de contradicciones, y con torpes atisbos de trascendencia.
Mientras centenares de escritores brillaron en su época, y luego abandonaron el escenario sin dejar recuerdos, Wells y sus novelas de ciencia ficción como El hombre invisible muestran una gran persistencia. Todas ellas parten de una ilusión: el perpetuo adelanto del ser humano. Luego, cuando comienza la experimentación, surgen las dificultades, y brota la amenaza del caos.
Las ilusiones de Griffin tropiezan con una realidad que su arrogancia nunca tomó en cuenta. Su incorporeidad absoluta es como la marca de la bestia. Griffin se basa en lo intangible, hasta que descubre su horror. Y cree que si recupera el cuerpo, rescatará su humanidad. Pero ya es tarde para todo. Solo la muerte le devolverá sus tres dimensiones.
En ese sentido, la ironía mayor de la novela radica en una frase del autor ya bien avanzada la narración: “Inclusive si un hombre fuese hecho de vidrio, seguiría siendo visible”. En su tránsito hacia la impiedad, Griffin ha dejado de existir en este mundo.


miércoles, 17 de mayo de 2017

El bebé de Rosemary, de Ira Levin. El horror en un día soleado… y en Manhattan


Mario Szichman



Conversé con Ira Levin, el autor de El bebé de Rosemary, en junio de 1991, antes de escribir para The Associated Press una reseña de Sliver, su penúltimo proyecto. (Su novela final fue Son of Rosemary, El hijo de Rosemary, publicada en 1997).
Levin era un lady's man, muy apuesto, con gran ironía. En el mundo de habla inglesa podría haber sido calificado de self--deprecating, alguien que se burla de sí mismo. Leí Rosemary´s Baby previo a la entrevista, aunque tras haber visto la versión cinematográfica dirigida por Roman Polanski, creí innecesaria la inmersión en el texto. (Sí, era absolutamente necesaria).
El novelista, dramaturgo, y compositor, vivía en el penthouse de un edificio de Park Avenue, cerca de la calle 60, en la zona de Carnegie Hill. Era un espléndido apartamento, con escasos muebles de muy buen gusto. El diseño permitía avizorar Manhattan desde los cuatro puntos cardinales.  En los ventanales que apuntaban en dirección norte, el escritor había emplazado un gran telescopio, “Para espiar a los vecinos”, me explicó.
¿Había observado algo capaz de llamar la atención?
“Sí, a varios vecinos que me espiaban con sus respectivos telescopios”, me respondió.
Así surgió Sliver, un technothriller cuyo protagonista real es un edificio dotado de todos los sistemas de vigilancia imaginables. “Es obvio que nos hemos convertido en una civilización de espías”, me dijo Levin. Y aunque su idea de trocar un edificio en protagonista tenía sus inconvenientes, también ofrecía recompensas. “El resultado”, señaló, “fue un rascacielos con ojos y oídos en cada habitación, inclusive en las más privadas, controlado por un asesino para quien espiar a otras personas es la cosa verdadera, una especie de telenovela contemplada todas las noches por Dios”.

COMIENZOS


Ira Marvin Levin (1929 –2007), comenzó muy temprano sus faenas como narrador y dramaturgo. Y cada una de sus producciones fue un bestseller, o un éxito de taquilla, quizás con la excepción de This Perfect Day.
En realidad, la novela que persiste en mi admiración es A Kiss Before Dying. Levin la publicó cuando tenía 24 años (1953).
“Cundo escribí A Kiss Before Dying” me dijo, “todavía vivía en el apartamento de mis padres. Ellos me dieron un ultimátum: si no me ponía a trabajar, debería abandonar el apartamento”. Como solía ocurrir con Levin, había una gran dosis de fantasía en sus recuerdos. Para esa época, había sido reclutado por el servicio de transmisiones del ejército. En sus ratos libres, escribía guiones para la radio y la televisión. También produjo su primera obra de teatro, No Time for Sergeants, adaptación de una novela de Mac Hyman que fue llevada primero a la televisión, y luego al cine.
A Kiss Before Dying no es la obra de un principiante, sino un clásico de la narrativa noir. La historia de Bud Corliss, un amable homicida que pretende ascender en la escala social asesinando a dos hermanas de una familia de alcurnia, impulsó el género en una dirección distinta. El asesino había dejado de acechar afuera. Era, o pretendía ser, “uno de los nuestros”.
El thriller obtuvo en 1954 el Premio Edgar Allan Poe a la Mejor Primera Novela. Fue llevado dos veces al cine, en 1956 y en 1991.
Pero las versiones cinematográficas no lograron reflejar el acertijo mayor de la novela. En la primera parte, podemos identificar perfectamente al asesino. Corliss se libra de la primera de las hermanas, Dorothy, arrojándola desde el mirador de un rascacielos, luego que ésta queda embarazada.
 Pero en la segunda parte, Levin introdujo un peculiar tipo de narración que escamoteó la presencia del homicida. Hay dos hombres involucrados en la trama, uno es el potencial verdugo, el otro, alguien que intenta salvar a la segunda de las hermanas, Ellen, quien está convencida que Dorothy fue asesinada. Es tarea del lector seguir la pista a los dos hombres, y decidir, a través de sus acciones, quien es el homicida. Recuerda un famoso filme de Buster Keaton, cuyo protagonista, un detective, se introduce en la pantalla de un cine y pasa a formar parte de la trama del filme, hasta descubrir al culpable.

        EL BEBÉ DEL INFIERNO



Sin embargo, para Levin, la perla de la corona era El bebé de Rosemary. Es indudable que el filme dirigido por Roman Polanski superó en fama a la novela. De acuerdo a una encuesta en el periódico británico The Guardian, figura en segundo lugar entre las mejores películas de horror de todos los tiempos. (El primer lugar corresponde a Psycho, de Alfred Hitchcock). 
Según me dijo el autor, tras A Kiss Before Dying quiso crear una novela de horror, un género que requería ser renovado y estilizado. Deseaba, además, que el setting de la narración fuese Manhattan. No por razones estéticas, sino prácticas. Su único interés era ahorrar tiempo. Una ciudad que conocemos puede brindarnos muchas satisfacciones, me dijo. Hasta que descubrimos todo lo que ignoramos de ella.
Es posible imaginar el horror en Transilvania,  o en un área rural de Inglaterra, inclusive en un Londres impregnado de neblina  pero ¿es posible traer horror a una ciudad tan moderna como Nueva York? (En esa época, Osama bin Laden tenía 10 años de edad). 
Una vez elaborado el plot, había que anclar sólidamente esa increíble historia en una ciudad tan especial como Manhattan.
Levin empezó a revisar los periódicos de manera cotidiana, desde las noticias policiales hasta la huelga de autobuses, los musicales de Broadway, y las elecciones para la alcaldía. Entre tanto, Guy y Rosemary, los protagonistas, aguardaban primero con gran ilusión, luego con creciente terror, el advenimiento de su primogénito.
“En realidad, mi historia era un remake de la historia de María y Jesús”, señaló el escritor, “si bien debo reconocer que el padre de la criatura no era precisamente José”.
El libro se convirtió en un bestseller, Truman Capote escribió un elogioso comentario, y por una casualidad que se pareció bastante a un milagro, los derechos de filmación pasaron de William Castle, un productor y director de mediocres películas de horror, a Paramount Pictures, que contrató como director a una joven promesa del cine polaco: Roman Polanski.
“El resultado fue la más fiel adaptación de una de mis películas”, me dijo Levin. No sólo Polanski incorporó páginas completas del diálogo de la novela. Hasta usó los colores específicos mencionados para la decoración del apartamento. Y el director mostró ser un creador tan o más obsesivo que Levin.
“En una escena, Guy, el protagonista (interpretado por John Cassavetes) dice que desea comprar una camisa que ha visto anunciada en la revista The New Yorker”, me contó Levin. Pues bien, Polanski quiso que en el filme apareciera el ejemplar de la revista donde Guy había descubierto la camisa. “Debo confesar”, indicó Levin, “que incluí el detalle de la revista sin verificar si publicitaba camisas de hombre. Me imaginé que The New Yorker debía divulgar avisos de camisas. Luego descubrí que había estado equivocado. Tuve que confesarle a Polanski que el detalle era una pura invención”.
El filme se convirtió en un enorme éxito de taquilla, que volvió a propulsar las ventas de la novela. Cuando entrevisté a Levin, en 1991, ya había vendido más de cuatro millones de ejemplares.
Levin demostró en la novela su enorme capacidad para decir más con menos. Y Polanski fue un obediente ejecutor de sus deseos. En los segundos finales de la película, la cámara muestra, en un cuadro de menos de un segundo de duración, los aterradores ojos del bebé procreado por Rosemary Woodhouse. La imagen, pese a su fugacidad, tiene una enorme carga. Levin me dijo que muchas personas lo detenían en la calle para preguntarle si realmente se veían los ojos del bebé en el filme. “Unos decían que habían visto los ojos, y otros decían que no. “Pero los ojos sí aparecían”, me dijo el autor. “En apenas un cuadro. Por lo tanto, si alguien parpadeaba, no alcanzaba a observarlos”. 
Con el pasaje de los años, la versión cinematográfica de Rosemary´s Baby, y la novela, siguieron divergentes caminos. Aunque Polanski trató de ser fiel al texto, mucho más que Hitchcock al pulp de Robert Bloch en que basó Psycho, la novela ha envejecido menos que la película. Y eso, pese a que Manhattan ha registrado cambios espectaculares en materia de modas, vestimentas, edificios, costumbres y personajes.
Tal vez la sabiduría mayor de Levin fue confrontar los efímeros personajes que constituyen la escena social de Manhattan con los protagonistas, Rosemary y Guy, un actor desesperado por pasar de telenovelas y anuncios publicitarios a la pantalla grande y al teatro. La contrapartida a Rosemary y Guy son Minnie y Roman Castevet, una pareja de ancianos excéntricos y entrometidos, que resultan ser discípulos del diablo. La fascinación con un edificio peculiar, transformado en personaje, aparece por primera vez en Rosemary´s Baby. Se trata de un antiguo inmueble, el Bramford, donde se han registrado desagradables episodios, inclusive asesinatos tras rituales satánicos.
De nuevo, usar a Manhattan como trasfondo, redituó grandes beneficios a Levin. Uno de los problemas con las novelas de horror es el lúgubre decorado. La neblina, las noches tempestuosas acompañadas de rayos y truenos, son obligatorias en esos relatos. Manhattan actúa como contrapeso, permite el retorno a una vibrante normalidad, mientras avanza el embarazo de Rosemary y el entorno se hace cada vez más siniestro.
En ese contexto, Levin consiguió persuadir al lector que Minnie y Roman Castevet son, en realidad, emisarios de Satán, que Guy, el esposo de Rosemary, ha hecho un pacto con el demonio, que le permite avanzar en su carrera de actor, y que el bebé es en realidad el Anticristo.
Durante el proceso de creación, y tras estudiar famosas novelas del género, Levin descubrió que el mayor suspenso debe preceder la aparición del pánico. Un día, mientras asistía a una conferencia (“A la que no presté la menor atención”, me dijo) descubrió que un feto podía convertirse en algo siniestro si el lector percibía un desarrollo maligno, diferente al esperado. “Imagínese”, me dijo, “Nueve meses de espera, mientras el horror va germinando lentamente en el vientre de la heroína”.
El tema era delicado. Podía causar repulsión y disgusto. “Sólo me quedaban dos posibilidades”, indicó. “O la infortunada heroína había quedado embarazada por mediación de un extraterrestre o su seductor había sido el diablo”.  El extraterrestre no convenció al novelista. Carecía de atractivo o de verosimilitud. En cambio el diablo… “Entre un extraterrestre y Satán, la elección estaba decidida”. Luego hizo una pausa, y me dijo sonriendo: “Sin embargo, debo reconocer que ni por un momento creí en sus poderes demoníacos”.
Millones de lectores nunca compartieron el escepticismo de Levin.