Mario Szichman
Cuando escribí mi
trilogía de la patria boba, revisé muchas biografías, especialmente de
Francisco de Miranda y de Simón Bolívar. Sigo pensando que sobresalen las
escritas por William S. Robertson, en el caso de Miranda, y las de Salvador de
Madariaga e Indalecio Liévano Aguirre cuando se trata de Bolívar. Sin embargo,
el motor de los relatos, la percepción de los personajes está dado por el libro
Tolstoy and the Genesis of War and Peace,
de Kathryn Beliveau Feuer (Cornell University Press, Ithaca, 1996).
¿Qué tienen que ver los
personajes de la novela de Tolstoi con aquellos que participaron en la gesta
libertadora de la Gran Colombia? Prácticamente nada. Ni siquiera coinciden la geografía,
o su pasado. Solo comparten la cronología.
Napoleón Bonaparte
invadió Rusia en junio de 1812. La guerra patriótica comenzó en la Gran
Colombia por la misma época. Pero, más allá de discrepancias culturales,
históricas, políticas, de lenguaje, de costumbres, de mitos, el ser humano se
guía por similares pasiones. Todavía las palabras del judío Shylock en El mercader de Venecia, resuenan con la
misma veracidad que cuando Shakespeare las puso en el papel: “¿Es que un judío
no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones,
sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no se alimenta de la misma comida, no es herido
por las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades, curado por los
mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno
que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no
nos reímos?, Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos
vengaremos?”
Mis personajes, nacidos
en Caracas, en Apure, o en Bogotá, o inclusive en diferentes pueblos de España,
no necesitaban ser judíos para padecer aflicciones humanas, acceder a los
buenos sentimientos, o planear terribles, excesivas venganzas cuando se sentían
ultrajados. ¿Y dónde están mejor reflejados esos arrebatos que en los seres que
habitan La guerra la paz?
Feuer reveló cómo el
proceso creador de Tolstoi avanzaba desde un simple concepto a una idea
desarrollada, y luego, a la creación del personaje que podía revestirla de
carne y hueso. Por ejemplo, en su cuaderno de trabajo, el novelista mencionó a
Mijail Speranskii, un estadista ruso que trató de inculcar ideas liberales a
Alejandro Primero, el absolutista zar de todas las Rusias, y pagó cara su
osadía, pues fue enviado al exilio.
“Él aparece ante
Speranskii, y cree que toda la sabiduría reposa en su figura”, escribió Tolstoi
en uno de sus cuadernos. ¿Quién es el ser que aparece ante Speranskii y tiene
tan alta opinión del personaje? En ese momento, Tolstoi lo ignoraba. Era
suficiente que el estadista representara un ser valioso, noble. Recién después
de muchos avatares, Tolstoi diseñó al príncipe Andrei, uno de los protagonistas
de la novela y armó la escena del encuentro con Speranskii.
Para Tolstoi, los
personajes eran maleables como la arcilla. En uno de sus primeros borradores,
quien mostraba éxtasis por Speranskii era Boris Zubstov, un actor menor. Luego,
Tolstoi hizo algo más con Boris Zubstov: lo eliminó. “El carácter denominado
Boris comenzó su complicada evolución”, señaló Feuer. Dicha evolución
concluiría en la versión final con la parcelación en dos personajes: Boris
Dubretskoi, por un lado, y Andrei Volkonsky por el otro. Pero en el medio, solo
existía el príncipe Volkonski. Recién mucho después Tolstoi le añadiría al
príncipe su hijo Andrei, quien junto con Pierre Bezujov carga sobre sus hombros
el peso de la novela.
Eso llevó a otra mutación,
por simples motivos de balance narrativo. El primer Boris Dubretskoi era un
“admirable y honorable joven”. El Boris definitivo está caracterizado por “la
hipocresía y por una desagradable reserva”.
Los sucesivos cambios en
el temperamento de los héroes de La
guerra y la paz también van reajustando sus edades –algunos se hacen más
jóvenes, o devienen más importantes, o inclusive varían sus posiciones
políticas. Y destaco ese aspecto porque en ocasiones, algunos protagonistas
empiezan a aferrarse al autor y se convierten en una carga muy pesada que puede
desbaratar el andamiaje narrativo. Tolstoi exhibía una gran flexibilidad a la
hora de lidiar con hombres y mujeres. Para él lo más importante era la
narración, y no dudaba un solo momento en librarse del lastre de un individuo
que intentaba estorbar la trama.
Otra “mancha temática”
imposible de eludir en la novela es el mito napoleónico, el increíble ascenso
de un simple teniente de artillería al rango de emperador de los franceses, no
por heredar un trono, sino gracias a sus conquistas militares. Napoleón también
fomentó el mito del súper héroe, capaz de conducir a la muerte a un millón de
hombres, sin sobrellevar culpa alguna.
Tolstoi despreciaba a
Napoleón, pero por las razones equivocadas. No podía aceptar que un arribista
hubiera llegado a controlar el destino de Europa. Y en algunas descripciones
que hizo del gobernante francés, le resultó casi imposible ocultar su desdén.
Pero como era un narrador, no un ensayista, se vio obligado a analizar el mito y
a simbolizarlo en seres humanos. Tres de sus protagonistas quedaron prendados
de esa ambición napoleónica. ¿No era excesivo? ¿No era mejor mostrar los
contrastes, la variedad en los sentimientos? Por lo tanto, Tolstoi despojó de
la ambición napoleónica a uno de sus personajes, Fiodor–Nicolai, y la acentuó
en Andrei Bolkonski, y en Pierre Bezujov, sus protagonistas y rivales a nivel
intelectual y sentimental.
Según señaló la autora
de Tolstoy and the Genesis of War and
Peace, el novelista continuó alterando las emociones que asignaba a cada
uno de sus caracteres, así como sus sentimientos, mostrando la autoridad y al
mismo tiempo la incertidumbre de un director de escena.
Ese recurso me resultó
muy útil al trabajar novelas históricas. Tanto en Las dos muertes del general Simón Bolívar como en Los años de la guerra a muerte, traspasé
inquietudes de unos personajes a otros. Por ejemplo, ciertas impaciencias de
Simón Bolívar terminaron atormentando las noches de Antonio Nicolás Briceño,
“El Diablo” Briceño, quien redactó el primer decreto de guerra a muerte contra
los españoles. A diferencia de Bolívar, que se halla atiborrado de biografías,
y cuenta con un anecdotario interminable, “El Diablo” Briceño no ha sido
reseñado con amplitud. Su participación en la guerra concluyó en 1813, a los 31
años de edad, cuando fue fusilado por los españoles. Y su fama, además del
decreto a guerra a muerte, se basa en su plan de ofrecer ascensos militares a
cambio de las cabezas segadas al enemigo (“El soldado que presentare veinte
(cabezas) será ascendido a Alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta,
a Teniente, el que, cincuenta, a Capitán; etc.”), y en sus sangrientas
represalias. Un día ordenó apresar a dos octogenarios españoles, y envió una de
sus cabezas a Bolívar, acompañada de una carta donde la primera frase estaba
escrita con la sangre del asesinado, y la otra al coronel Manuel del Castillo y
Rada, segundo jefe de las fuerzas de la Unión Granadina, y comandante de la
caballería de Venezuela.
Un ser humano tan
especial merecía que Bolívar le donara parte de su feroz temperamento. (No
existen grandes hombres a bajo precio, decía Balzac).
Otro elemento que
destaca en Tolstoi y es difícil hallar en novelistas de su época, es su
desprecio por el romanticismo. No solo estaba presente el mito napoleónico a la
hora de narrar, sino también la leyenda de la Revolución Francesa. Era difícil
aceptar que seres de carne y hueso con terribles fallas, hubieran trastornado
la historia de Europa. Solo en las últimas décadas se ha comenzado a aceptar
que la mayoría de ellos eran anodinos, triviales y muy sanguinarios.
Como señalé en un previo
post, en 1867 el ensayista alemán Heinrich von Sybel, publicó su “Historia de
la Revolución Francesa”, reseñada en The
Saturday Review. (21 de marzo de 1868). Hay un párrafo de la reseña
dedicado a un aspecto de la Gran Revolución que no suele ser analizado: la
profunda vulgaridad de sus protagonistas. Algunos de ellos eran directamente
rufianes. Y otros, que posaban como seres civilizados en sus hogares, se
transformaban en monstruos de maldad al pisar la arena pública.
Von Sybel dijo que la
Gran Revolución abrió las compuertas para concretar “ocasiones de causar daños,
de las cuales no existían precedentes”.
Los jefes revolucionarios no tenían grandeza, “ni para el bien ni para
el mal”, señalaba von Sybel.
Más allá de la soberbia
de algunos individuos, los líderes del proceso cometieron errores y excesos
propios de enfermos mentales. Muchos de los crímenes de la Gran Revolución
podrían haber sido evitados, dijo von Sybel, “con un normal sentido común, y
con una virtud muy ordinaria”. Lamentablemente, en ambos lados del espectro
político, solo reinó la “insolencia, la violencia, y la codicia”. La Gran
Revolución no solo abrió las compuertas para avanzar en la defensa de los
derechos del hombre; también sirvió como catalizador para lucrar con la
desgracia ajena. “Los seres más vulgares quedaron asombrados de su éxito”, dijo
el autor. Como resultado, se “multiplicaron los crímenes y los errores”. Se
creó una vida pública, y otra secreta: la vida pública del heroísmo; la vida
secreta del latrocinio.[i]
EL LUGAR COMÚN
Tolstoi sabía que no
hablamos, sino que somos hablados. Basta ver el comienzo de La guerra y la paz, donde un grupo de
aristócratas discuten la política napoleónica en base a frases hechas. No hay
un solo pensamiento original, hasta que irrumpe Pierre Bezujov, como un
elefante en un bazar, y plantea premisas inquietantes, que nadie desea
discutir. Además, Pierre está a punto de heredar una enorme fortuna, y algunos
de sus oyentes se muestran más interesados en investigar la posibilidad de
casarlo con alguna de sus hijas. Eso es de un gran narrador. En lugar de
expresar grandes ideas, Tolstoi muestra el ajuar con que se disfrazan los
personajes de un milieu social o su
manera de enunciar pensamientos prestados.
Otro aspecto del libro
de Feuer que ayuda mucho a entender la creación de La guerra y la paz y también a quienes desean seguir la huella de
Tolstoi, es verificar que en ocasiones, la complejidad de un personaje, lejos
de profundizar la narración, la hace impenetrable. En uno de sus primeros
borradores Nikolai Rostov, hermano de Natasha, la gran heroína de la novela,
aparece como un complejo hombre de mundo. Una de las notas de Tolstoi, dice:
“El joven húsar partió de su hogar, a la luz de la luna, para encontrarse con
su primera mujer”. Feuer supone que
cuando Tolstoi tomó los apuntes, Nikolai era una figura sin importancia. El
escritor estaba mucho más interesado en otro personaje, Boris. Pero, a medida
que avanzaba la narración, el episodio de Nikolai con la prostituta, y luego su
sueño, donde se alternaban sus sentimientos de virilidad, con la culpa y el
remordimiento, se convirtió en una incomodidad. El escritor descubrió que
Nikolai daba para más. Podía convertirse en el amante de la princesa Maria,
hermana de Andrei Volkonski, una mujer sin atractivos físicos, pero de una
deslumbrante espiritualidad. Y en ese caso, para preparar la transformación de
Nikolai, era ineludible despojarlo de su complejidad. Un hombre mundano no
podía ser el compañero de la princesa María, se requería un hombre que
compartiera su candor. Tolstoi no era un mojigato, pero como gran narrador, era
leal con sus lectores. Y los lectores podrían disgustarse con un personaje que
no fuese de una sola pieza. Por lo tanto, Tolstoi despojó a Nikolai de toda
experiencia sexual. “Y aunque no poseía las cualidades espirituales de la
princesa María, podía ser un esposo adecuado para ella, debido a su inocencia y
sinceridad”, señaló Feuer.
El libro de Feuer es
excepcional en el territorio de la crítica literaria. Es de lamentar que cuenta
con escasos equivalentes. Me imagino que de haber contado con un volumen
parecido explicando la “cocina literaria” de Dostoievski en Crimen y Castigo, o en Los Poseídos, ese texto hubiera cumplido
el mismo propósito a la hora de narrar al Libertador o Francisco de Miranda
desde la primera persona, o al describir la guerra a muerte desde la tercera
persona. La narrativa muy difícilmente sea creada desde la nada. Demasiadas
memorias de los muertos pesan sobre la imaginación de los vivos, desde
anécdotas, fábulas y leyendas, hasta mitos que cada cultura hace florecer. El
germen siempre está presente, las ideas abundan. Lo más difícil no es la
construcción de un texto, sino su ensamblaje. Tolstoi dejó numerosos
testimonios de su creación. Y Feuer realizó un eximio trabajo mostrando las
líneas seguidas por el narrador, para culminar en esa incomparable novela.
Es raro encontrar
ensayos literarios donde se exterioriza con tanta nitidez no solo la obra en
sus diferentes progresos, sino también el atajo, la manera de eludir evitables
errores. Gracias a todos los tropiezos que encontró Tolstoi en su camino, y que
Feuer logró detectar, la tarea del creador puede llegar a ser más fructífera.
Por supuesto, es imposible resolver qué método es el mejor para escribir. Pero
un libro como el de Feuer demuestra que conviene construir una vivienda a
partir de los cimientos, nunca desde el techo.
[i] “Mientras la humanidad siga otorgando más
aplausos a sus destructores que a sus benefactores, la sed de gloria militar
será siempre la depravación de sus personajes más enardecidos”. Edward Gibbon. History of the
Decline and Fall of the Roman Empire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario