miércoles, 27 de abril de 2016

El discreto desencanto de la pornografía


Mario Szichman






Cuando estaba escribiendo la novela Los Papeles de Miranda, encontré en Colombeia, el archivo del Precursor Francisco de Miranda, numerosos datos sobre las costumbres sexuales de la época en que vivió. Miranda, un gran seductor, tenía la pasión del entomólogo a la hora de analizar esas costumbres. En alguno de sus volúmenes narraba una visita a un café, creo que en Amsterdam. Mientras comía, Miranda observó que una pareja subía a la parte superior del café, se sentaba en un sofá, comenzaba a acariciarse, y hacía el amor a la vista del público. Era obvia la actividad de los amantes aunque, al mismo tiempo, muy pudorosa. Tal como señaló David Stevenson en The Times Literary Supplement, la desnudez en las parejas es un invento bastante reciente. “Existen evidencias”, dijo Stevenson, “que en el siglo dieciocho, llevarse a una mujer a la cama era mucho más fácil que verla desnuda. Era muy común estar casado e ignorar detalles íntimos de la anatomía femenina”.  Se ignora qué es más natural o más perverso, pero es obvio que en la época de Miranda, era posible dar más rienda suelta a la imaginación erótica que en el siglo veintiuno, donde todo es explícito, y la pornografía, gracias al internet, ha invadido espacios públicos y privados.
También el siglo XVIII permitió el florecimiento de otra pornografía: la política. Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, más famoso por sus vicios que por sus virtudes, comenzó a hacerse famoso mucho antes de ingresar a la Asamblea Nacional de Francia. Su Erotika biblion, un manual que enseñaba a las doncellas cómo satisfacer a su galán, fue un best seller en su época. 


Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau. 
De Joseph Boze http://www.europeana.eu/portal

Pero ni Mirabeau ni otras docenas de escritores se limitaban a describir encuentros eróticos entre un hombre y una mujer. París estaba repleto de estanquillos junto al río Sena donde vendían folletos en que se describían orgías y se denigraba a miembros de la realeza por sus escasos atributos viriles. La mayoría de esos folletos tenían explícitas ilustraciones donde solía mostrarse a una reina disoluta y a un monarca impotente desesperado por no poder cumplir con sus deberes conyugales.
Mirabeau no fue el único de los protagonistas de la Revolución Francesa en dedicarse a la pornografía. En mi novela Eros y la doncella, decía que varios de los representantes de los Estados Generales convocados por el rey Luis XVI en 1789 habían “abandonado sus oficios principales: la medicina, el derecho, la narrativa, el teatro, la pornografía, para discutir, por escasas semanas o meses, los agudos problemas de Francia, y encontrarles una solución”. Entre ellos descollaba uno de los futuros jefes de la Gironda, Jacques Pierre Brissot, “un exitoso panfletista, primero pornográfico, luego político”, que fundaría un grupo antiesclavista denominado La Sociedad de Amigos de los Negros, abriendo las compuertas para la rebelión en Haití, y para la primera república independiente en América latina.

¿QUÉ PODEMOS HACER CON LA PORNOGRAFÍA?

Hay interesantes discusiones sobre el lugar que ocupa la pornografía en nuestra sociedad y su factible influencia en las costumbres. Kate Manne, al comentar en The Times Literary Supplement el libro de Nancy Bauer How To Do Things With Pornography (Harvard University Press) compara la pornografía sexual con la pornografía alimenticia (food porn) en la televisión. ¿Cuántos de quienes observan food porn están dispuestos a copiar las recetas y las infinitas tareas de los chefs? Hacer una buena comida es una tarea ciclópea. “Tal vez observamos” esos programas, dice Manne, “porque hacer una cena en serio es algo agotador y exige mucho” de nuestro tiempo. Quizás mientras el espectador presta atención al cocinero, está masticando de manera distraída un trozo de pizza, o comida china encargada por teléfono. Y lo mismo podría aplicarse a la pornografía. ¿Está dispuesto el espectador de esas acrobacias sexuales a repetirlas con su partner? Vivimos en un mundo de voyeuristas, pero del dicho al hecho, hay un enorme trecho. 
Además, tanto la comida como el sexo se concentran en buena parte en la degustación, no en el hartazgo. Y en ese sentido, la pornografía es, al amor, lo que una gran comilona es en relación al placer de saborear un buen plato, mientras se disfruta de una buena conversación.
¿En qué momento una comida comienza a “caernos mal”? ¿En qué momento el intenso placer sexual se convierte en algo repulsivo?
Bauer, la autora de How To Do Things With Pornography señala que el problema con la pornografía, como con cualquier otra exageración, es que infunde falsas expectativas. En primer lugar, impide la seducción. Se trata de una utopía –ella habla de pornoutopía– donde todo es posible y realizable. “Los deseos de cada persona, son siempre compatibles con los de su amante”. Como no hay límites, tampoco existe la ley. De esa manera, el incesto y la violación son abolidos de la ecuación. La pornografía no sirve siquiera como educación sexual.
Y aparte de los riesgos de usar al ser humano como un objeto –especialmente a la mujer– es muy aburrida. La sensualidad es búsqueda, suspenso, interacción. Es inclusive pudor. Involucra a dos personas intentando descubrir el placer de amar. Pero, si todo está permitido, si el deseo de cada uno no respeta el deseo del otro, incita a la degradación. Y algo de similar gravedad: el ser que padece la impudicia del otro ignora sus derechos. Su cuerpo puede ser profanado sin problema alguno. Cuando todo es tolerado, se cancela la dignidad.
Desde los comienzos de la humanidad, la mujer ha sido considerada inferior al hombre. Y la pornografía es una poderosa herramienta para mantenerla en su lugar. Inclusive a través de la violencia física.
Otro de los problemas con la pornografía es que acaba con la individualidad. Necesita exhibir cierto arquetipo de mujer o de hombre para complacer a la mayor cantidad de voyeuristas. Y en esa tarea, requiere apelar a rasgos muy convencionales. Si observamos a las grandes diosas del cine, veremos que no solían ser “bimbos” como dicen por estas tierras. Alfred Hitchcock detestaba las actrices que exhibían su sexualidad. Las prefería en el sobrio estilo de Tippi Hedren, o de Teresa Wright.
La gran mayoría de las estrellas de Hollywood eran atractivas, pero no pinups. Ahí están los ejemplos de Barbara Stanwyck, Ida Lupino, o Joanne Crawford. Y cuando lo eran, como en los casos de Rita Hayworth o de Jane Greer, no resultaban convencionales, o fáciles. La pornografía necesita que la mujer sea fácil, dispuesta a toda afrenta.
Es curioso que ya en la Biblia, el acto sexual sea considerado “conocimiento”. Amar es conocer al otro, descubrirlo en cada encuentro. El amor puede progresar o decepcionar, pero es siempre un proceso, A work in progress. La pornografía funciona en un eterno presente. Ignora las diferencias que pueden conducir a un gran ardor, o a un total desencanto. Elimina la pasión. Y la ilusión, especialmente la ilusión. El enamorado suele encontrar en el objeto de su amor cualidades que escapan al común de los mortales. Su tarea es aportar fantasías y ausencias.
Y creo que cuento con un buen ejemplo para demostrar la importancia de la ilusión en todo vínculo erótico. Entre los personajes que intenté recrear en Eros y la doncella, uno de los más conocidos a nivel literario, pero menos famoso como político –aunque participó como convencional en la Asamblea Nacional de Francia– fue Jean Baptiste Louvet de Couvray. Además de escribir las archipornográficas “Aventuras del caballero Faublas”, publicadas en la misma imprenta que Beaumarchais, Louvet fue un ser muy honesto, de extraordinario coraje personal y de gran sensatez política.
Si lo convertí en uno de los protagonistas de Eros y la doncella fue no solo porque sus arriesgadas peripecias políticas eran más interesantes que las aventuras del caballero Faublas, sino porque no creía en la pornografía, sino en el amor más romántico y casto. Louvet se enamoró perdidamente de una mujer casada, Marguerite Denuelle, y huyó con ella a París. Luego la transformó en Lodoiska, la eterna amante del caballero de Faublas. Tal era la fijación con el personaje de novela, que Louvet nunca llamó a su compañera Marguerite, sino Lodoiska.
Tras la caída de Robespierre, a comienzos de 1795, Louvet reconquistó su puesto en la Convención Nacional y con su compañera abrió una librería en el 24 de la Galerie Neuve, en el Palais Royale. Me encanta una anécdota que cuentan de la pareja. La actriz Louise Fusil quiso conocer a los amantes, pues, como dijo en sus memorias Souvenirs d’une actrice, imaginaba a un  Louvet como la reencarnación del caballero de Faublas, y a una Lodoiska, “siempre bella, siempre adorable”. Le pidió a una amiga que le presentara a los Louvet. “Y me quedé bastante sorprendida”, dijo la actriz, “al encontrar en lugar del apuesto Faublas a un hombre delgado, pequeño, de aspecto bilioso, de escasa elegancia, y vestido con ropas raídas. ¡Y la bella Lodoiska! Ella era fea, de piel oscura, con el rostro marcado de viruelas. El personaje más vulgar que uno se puede imaginar”.
El amor, nunca la pornografía, permite reformular el aspecto del ser querido. El caballero Faublas nunca habría puesto los ojos en la verdadera Lodoiska, la hubiera rechazado con disgusto. En cambio Louvet, murió perdidamente enamorado de su inmortal Lodoiska.



domingo, 24 de abril de 2016

La ética de Sam Spade


Mario Szichman





El innominado detective de Red Harvest (Cosecha Roja), la novela de Dashiell Hammett, designaba como “Poisonville”, ciudad venenosa, al lugar donde iba a desfacer entuertos, aunque su verdadero nombre era mucho más neutral: Personville.
La primera vez que hacía una recorrida por la ciudad, el detective descubría que uno de sus policías necesitaba una buena afeitada, el segundo tenía desabrochados dos botones de su raído uniforme, y el tercero dirigía el tráfico con un cigarro encendido en un costado de la boca. “Luego de eso”, decía el detective, “dejé de contemplarlos”. 
De las novelas de Hammett me gustan más Red Harvest  y The Glass Key (La llave de cristal) que El halcón maltés, su texto más famoso. Es la novela más recordada de Hammett gracias a la interpretación que hizo Humphrey Bogart de su protagonista, Sam Spade. Nunca entendí su ostensible comienzo. Hammett siempre permitía que la narración, y especialmente el diálogo, dibujaran el rostro y los gestos del personaje. ¿Qué sabemos del detective sin nombre de Red Harvest? Que es brillante en sus diálogos. ¿Y de los protagonistas de The Glass Key? Básicamente, que un jugador y racketeer Ned Beaumont, siente una gran devoción, casi homoerótica, por su jefe, un corrupto político llamado Paul Madvig, y se propone investigar el asesinato del hijo de un senador en un intento por frenar una guerra entre pandillas.
En ambos casos, no interesa el aspecto de los personajes. Cada lector puede asignarles el rostro o los manierismos que se le antoje. Eso es imposible en El halcón maltés. Hammett le impone a Spade un rostro, y algunos gestos. He aquí el comienzo de la novela: “La mandíbula de Samuel Spade era prolongada y huesuda, su mentón formaba una sobresaliente ´V´  bajo la ´V´ más flexible de su boca. Sus orificios nasales se curvaban para formar otra ´V´ más pequeña... Parecía un solícito satán rubio”.
Hammett, sin duda alguna, era un maestro. Es posible que pensara en sus novelas como un anticipo de su transferencia al cine, algo que hizo con mucho éxito. Y esa descripción del rostro de Sam Spade no parece dirigida al lector, sino al director de un filme, o a sus guionistas. Por supuesto, el intento falló. Humphrey Bogart no era un satán rubio. No había ´Ves´destacadas en su semblante. Existe otra posibilidad: tal vez Hammett quiso exhibir a través de Sam Spade una persona que contrastara con los huidizos personajes de sus previas obras, y alejarse, además, de sus incómodos comienzos.
La profesión inicial de Hammett fue la de detective en la Pinkerton National Detective Agency. Si bien Pinkerton diseñó su fama cuando anunció haber desmantelado un complot para asesinar al presidente electo Abraham Lincoln, en febrero de 1861, en Baltimore, su tarea principal fue romper huelgas y perseguir a sindicalistas entre fines del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. Muchos empresarios e industriales contrataron a Pinkerton para infiltrar sindicatos, proveer guardias de seguridad, e intimidar a trabajadores. Y uno de los más brillantes, e implacables operativos de Pinkerton, fue justamente Hammett.
En un excelente artículo en The Times Literary Supplement, Oliver Harris analiza varios libros sobre el private eye en la ficción y en la realidad, y dice que Hammett alcanzó en Pinkerton “una envidiable reputación como rompehuelgas y encargado de vigilar” a sindicalistas”. Ya en su primera novela, Red Harvest (1929), se destacaba “su excepcional riqueza de detalles en la presentación de conflictos laborales y corrupción local en Poisonville”. Y con buenas razones. El novelista participó en la lucha contra un sindicato de mineros que declaró una huelga en 1920. Hammett basó el plot de Red Harvest  en esa huelga. En cuanto a El halcón maltés, muestra la experiencia de Hammett en materia de corrupción política, violencia en el sector industrial, y la rutina cotidiana de un agente.  
Uno de los libros comentados por Harris es The Lost Detective, de Nathan Ward. Se concentra en los primeros años de la vida adulta de Hammett, cuando el narrador emergió de la crisálida de la tarea detectivesca y se dedicó al oficio de escritor. Hammett empezó en Pinkerton muy joven, en 1915, a los 21 años de edad. Abandonó la agencia en 1922, a los 28 años, cuando publicó su primera novela. Ya para ese momento, nada más podía aprender en materia de investigación.
En ese lapso, dice Harris, “Pinkerton le brindó el conocimiento de calle necesario para destacarse entre varios competidores menos creíbles”.  Y algo más, que pocos han tomado en cuenta: un estilo de narrar.

En Franz Kafka. The Office Writings (editado por Stanley Corngold, Jack Greenberg y Benno Wagner), se esboza la tesis de que, lejos de desdeñar y odiar sus tareas profesionales, Kafka se nutrió de ellas. Sin esas labores, tal vez hubiera existido Franz Kafka el escritor, pero no el Kafka que conocemos, ni el término “kafkiano”. El autor de La metamorfosis no parece haber sido un escritor atormentado, sino el amanuense de un importante funcionario de una aseguradora de Praga. La compilación de estos trabajos de oficina —disertaciones, petitorios, reportes— es en sí misma kafkiana porque la burocracia moderna es kafkiana. Un artículo del abogado Franz Kafka titulado “Medidas para evitar accidentes de trabajo en máquinas de aserrar madera” fue aprovechado por el escritor Franz Kafka para redactar uno de sus mejores relatos: “En la colonia penitenciaria”. El estilo impersonal que muestra el escritor en sus mejores creaciones es una transcripción fiel de sus textos burocráticos. “El Instituto presenta con todo respeto las siguientes conjeturas sobre las actividades delineadas en el informe del año pasado en relación a la introducción de ejes de seguridad cilíndricos y con respecto al equipamiento de ejes cuadrados con solapas metálicas en máquinas aserradoras de madera”, dice el primer párrafo del texto. ¿Cuántas de esas introducciones formales no preceden a cuentos como La construcción de la Muralla China, o el Informe para una academia, o Un artista del hambre?
Revisando esos trabajos que Franz Kafka escribió en sus horas de oficina, aflora de inmediato la veta kafkiana. Cualquiera de ellos, con apenas una breve edición, parecen escritos no por el abogado Kafka, sino por su demonio. Y como el genio parece ser la concreción de muchas faenas previamente a medio hacer, podemos presumir que Kafka no fue el único que usó ese estilo kafkiano, sino quien logró darle una mejor manufactura. Borges no estaba descaminado al decir que Kafka había engendrado textos previos, legalizado esos precedentes.
Del mismo modo en que la escritura de Kafka es, en parte, resultado de su trabajo en una aseguradora,  Pinkerton no solo dio a Hammett los conocimientos “de calle” para concretar su tarea, también lo entrenó en su escritura. “Los informes para los clientes tenían que satisfacer las expectativas de laconismo y ´objetividad´ alejada de lo sensiblero”, dice Harris. El novelista abandonó el colegio cuando tenía catorce años de edad. Su verdadera escuela fue la redacción de esos informes. Y al parecer, se sentía orgulloso de su destreza en la escritura, pues su reputación creció en base a esos resúmenes.
Ward, el autor de The Lost Detective, compara los comienzos de Hammett con los de Ernest Hemingway, señalando la influencia que tuvo el periódico The Kansas City Star en su formación.
No hay nada como el periodismo para aprender a escribir y, especialmente, a ejercitarse en la tarea observando al resto de los seres humanos y sus curiosos avatares personales. Un jefe de redacción arrojará a la basura toda crónica donde se sospeche la mínima intromisión del periodista en el episodio.  (Es también, un ejercicio en humildad).
Raymond Chandler no fue periodista ni empleado en una aseguradora, pero tuvo también un background que le permitió escribir prodigiosas novelas policiales. Como alto ejecutivo de una empresa petrolera, debió escribir informes escuetos, precisos, carentes de todo sentimentalismo. Y cuando en El simple arte de matar, mencionó a Hammett, lo ubicó junto al poeta Walt Whitman en la persistente lucha librada contra el artificio. Dijo que ambos habían participado en una “revolucionaria demolición, tanto del lenguaje como del material de ficción”. 

LA TRANSFIGURACIÓN DE HAMMETT

Una anécdota que Hammett solía repetir a sus familiares era que en cierta ocasión, mientras trabajaba para Pinkerton, le ofrecieron cinco mil dólares por asesinar a un agitador izquierdista. La escindida personalidad de Hammett, la misma que luego asignó a sus detectives, especialmente a Sam Spade, se enorgullecía de haber sido considerado apto para cometer un homicidio. Al mismo tiempo, se sentía avergonzado y culpable. ¿Tan bajo había caído? En vez de fusionar esa contradicción, la transformó en uno de los elementos de sus novelas.
En cuanto a su vida personal, el vuelco fue drástico. Hammett abandonó Pinkerton, y además de ponerse a escribir, se hizo comunista. John Walton señala en The Legendary Detective que esa combinación de amoralidad en la lucha por la vida, y el anhelo de justicia, crearon al moderno Private Investigator, un caballero andante en constante búsqueda de expiación.
Doctor Jekyll and Mr. Hyde es una divisoria de aguas, porque después de la narración de Robert Louis Stevenson es muy difícil separar el bien del mal de un personaje. Quien mejor pueda trabajar la ambigüedad de la naturaleza humana, creará personajes más perdurables. Hammett dio al Private Investigator indelebles atributos gracias a sus comienzos como detective. En muchas ocasiones, es un ídolo con pies de barro. Ese perdurable cinismo, fraguado en diálogos perfectos, es una coraza que suele encubrir un pasado deshonesto. Inclusive el hecho de que Hammett haya permitido a su héroe transformarse de anónimo agente en un ser con nombre, apellido y un rostro demasiado explícito, es otra coraza más. Las partes entre un agente rompehuelgas, que consigue buena parte de su información gracias a delatores, y un detective privado que se enfrenta solo a los presuntos defensores y violadores de la ley, nunca logran fusionarse.
Spade trata de evitar toda complicidad en una sociedad donde nadie se salva de la corrupción.  Superman, Batman, son seres de una pieza, convencidos de la diferencia entre el bien y el mal. La mayoría de los detectives del noir, se ven obligados a defender sus valores en un mundo sin valores. En ocasiones, necesitan aprender cuales son los valores que es inevitable defender. La única coartada que les queda es defender su honor.  Ni siquiera las damiselas en desgracia, como ese incomparable monstruo de codicia y de seducción que es Brigid O’Shaughnessy, merecen ser rescatadas de la silla eléctrica. La indiferencia de Sam Spade ante la suerte de la mujer, es el clímax de un género que sólo encontró el esplendor identificando las fallas de un ídolo caído.




miércoles, 20 de abril de 2016

En Rusia todavía juzgan a los muertos


Mario Szichman


    

 Cuando estaba escribiendo  Los Papeles de Miranda,  mi novela talismán, pues me permitió conocer a un ser excepcional, tuve que explorar parte de la historia de Rusia. Francisco de Miranda visitó Rusia, y conoció a la emperatriz Catalina –no, ella no fue su amante, aunque sí una excelente amiga que lo ayudó con sus contactos en varias capitales europeas– así como a sus principales funcionarios. El Precursor narró en su Colombeia algunos episodios de su viaje a uno de los santuarios del despotismo oriental en Europa. (El otro fue el Imperio Otomano, ahora reducido a Turquía).
      Uno de los personajes que más le fascinó a Miranda fue Scherbatovsky, el jefe de la Tercera Administración, la policía secreta de Catalina. Scherbatovsky iniciaba sus interrogatorios propinando un formidable golpe a la mandíbula al sospechoso. La silla donde se sentaban los interrogados estaba ubicada sobre una puerta trampa. Si a Scherbatovsky no le gustaban las respuestas, apretaba un dispositivo y la silla caía a un foso lleno de ratas.
      Para los intrépidos viajeros que visitaron Rusia en los siglos dieciocho y diecinueve –por ahí circulan las memorias del marqués de Custine[i], que nunca han estado out of print– esa inmensa nación era, básicamente el reino del knut. El knut era un látigo constituido por anudadas tiras de cuero usado para castigar a criminales, aunque para las autoridades rusas la concepción de criminal era muy vasta, e incluía a la mayoría de los muyiks, los campesinos (en realidad siervos de la gleba, hasta su emancipación a mediados del siglo diecinueve).
      Cuando la Revolución Bolchevique acabó con la dinastía de los Romanoff, la mayoría de los rusos pensó que se abría una nueva época, y que el sol de la civilización calentaría los huesos de sus antepasados. Pero el nuevo zar de todas las Rusias pronto impuso su knut de hierro. Josef Vissarianovich Dzhugashvilli, más conocido como Stalin, impuso un reino de paranoia y terror que está indeleblemente retratado en 1984 de George Orwell. Recuerdo siempre un chiste que me decía mi padre. Cuando le preguntaban a un campesino ruso quien era mejor, si el zar o Stalin, respondía: “El zar. Él también nos pegaba, pero al menos nos permitía llorar”.
      Tras la caída de la Unión Soviética, muchos pensaron que en esa ocasión, sí se inauguraba una nueva época. Volvieron a equivocarse. Los viejos hábitos son difíciles de desterrar. En Dr. Strangelove, Stanley Kubrick presentaba a un personaje, un científico nazi interpretado por Peter Sellers, ansioso por adoptar los modales y la ideología de la Gran Democracia del Norte. Pero a veces fallaba en sus intentos, y de manera totalmente instintiva, hacía el saludo nazi.
      Hace más de una década que Rusia es gobernada por Vladimir Putin. Cuando no es presidente, es primer ministro, pero nunca suelta el coroto, como dirían en Venezuela, otro país donde los gobernantes se eternizan en el poder. Y Putin, que fue funcionario de la KGB durante 16 años, tiene sus instintos zaristas muy desarrollados. Sus enemigos no sufren el castigo del knut, pero a veces, padecen muertes mucho más horribles, como ocurrió con Alexander Litvinenko, un ex funcionario de la KGB y luego del Servicio de Seguridad Federal de Rusia, quien pidió asilo político en el Reino Unido a comienzos de la pasada década. 
      El primero de noviembre de 2006, Litvinenko enfermó súbitamente y fue hospitalizado. Falleció tres semanas más tarde. Había sufrido envenenamiento con polonium-210. En su lecho de muerte, el ex funcionario acusó directamente a Putin del envenenamiento, señalando que era en represalia por sus denuncias contra el aparato de inteligencia ruso. Durante un proceso que se realizó en Londres en el curso de los años 2014–2015, un funcionario de Scotland Yard dijo que “el estado ruso se encuentra involucrado de una u otra forma” en el asesinato de Litvinenko.

JUZGANDO A LOS MUERTOS

      Pero la furia de Putin contra sus enemigos ya trasciende las fronteras de la existencia. En al menos una ocasión, su gobierno decidió procesar un cadáver en un intento por encubrir su asesinato.
     En enero de 2013, la justicia rusa ordenó procesar a un muerto, Sergei L. Magnitsky, un contador que había formulado varias denuncias contra las autoridades acusándolas de fraude.
      Según dijo The Financial Times, el caso Magnitsky "es egregio, bien documentado, y encapsula el lado oscuro del putinismo". Funcionarios del sistema de Rentas Internas de Rusia aprovecharon la estructura del fondo de inversiones Hermitage Capital, para robar 230 millones de dólares del Estado. Cuando Magnitsky, el contador de Hermitage Capital, descubrió el fraude y presentó evidencias, revelando los nombres de varios funcionarios que habían participado en la estafa, el gobierno de Moscú actuó como lo hacen los gobiernos de nuestras repúblicas bananeras: mandó a la cárcel al encargado de formular la denuncia tras acusar a Magnitsky de orquestar el dolo. Una vez en la cárcel, las autoridades rusas, dijo The Financial Times, negaron al preso “tratamiento para un grave problema estomacal y eventualmente lo golpearon hasta matarlo”.
      A fines de 2010, el caso Magnitsky tuvo grandes repercusiones en Europa y América del Norte. El Parlamento Europeo exigió que se prohibiera el ingreso de 60 funcionarios rusos a naciones de la Comunidad Europea. Se supone que estarían vinculados al asesinato de Magnitsky. El Parlamento de Canadá ordenó que no se otorgaran visas y se congelaran las cuentas de los funcionarios presuntamente involucrados. A su vez, el Congreso de Estados Unidos sancionó la Ley Magnitsky, también bloqueando la entrada de esos funcionarios. El gobierno de Moscú reaccionó vedando el ingreso al país de personas acusadas de violación de los derechos humanos, y canceló el permiso a parejas estadounidenses que deseaban adoptar a niños rusos.
      La decisión de un tribunal ruso de juzgar al abogado asesinado tendría como propósito demostrar que Magnitsky era culpable de fraude, y que se hizo justicia. Pero los críticos del gobierno de Putin dicen que en realidad, el juicio post-mortem intenta intimidar a la familia de Magnitsky a fin de evitar que siga reclamando una investigación sobre las circunstancias de su muerte.
      En enero de 2014, el periódico británico The Independent, dijo que las autoridades de Moscú habían añadido otro insulto a la memoria de Sergei Magnitsky. “Primero fue apresado”, señaló el diario, “luego falleció, tras serle negado tratamiento médico. Más tarde le hicieron un proceso póstumo. Ahora (Magnitsky), el abogado ruso que osó divulgar un fraude de 140 millones de libras esterlinas, es acusado de haber perpetrado el crimen”. 
      Magnitsky fue sometido a una segunda, póstuma investigación aún más absurda que la primera. Las autoridades rusas querellaron al muerto diciendo que había cometido fraude. Esto es, el mismo fraude que el contador se había encargado de revelar. También limpiaron el prontuario de los funcionarios acusados por Magnitsky de corrupción administrativa.
      En Estados Unidos, el Congreso aprobó la “Ley Magnitsky”, en parte un homenaje al contador de 37 años de edad, asesinado en la cárcel, y en parte una investigación con el propósito de averiguar todo lo relacionado con su muerte. Cerca de 20 funcionarios rusos implicados en la muerte de Magnitsky tienen prohibida la entrada a Estados Unidos.
      Bill Browder, el financista británico–estadounidense propietario de Hermitage Capital que contrató a Magnitsky para revisar las cuentas de sus subsidiarias en Rusia, ha liderado una campaña con el propósito, dijo, de divulgar la vasta corrupción en el país gobernado por Putin.  
      Browder dijo a The Independent  que “el proceso de las autoridades rusas a un muerto, años después de asesinarlo, muestra la cínica basura representada” por el gobierno de Putin. “En tanto los asesinos de Magnitsky se hallan en libertad, el estado sigue profanando su memoria, y aterrorizando a su familia”.
El caso de Magnitsky, como antes el de Litvinenko, ha sido una pesada carga para Putin, ansioso por lucir como un demócrata amante de las libertades civiles. Además, siempre merodea el fantasma de la mafia rusa. Según la prensa internacional, el dinero del fraude descubierto por Magnitsky fue usado por un cartel del crimen organizado para apoderarse en el 2007 de las subsidiarias de Hermitage Capital. Luego, el cartel presentó un reclamo fraudulento y obtuvo el mayor reembolso de impuestos de toda la historia rusa.
      En vez de seguir las investigaciones abiertas por Magnitsky, el contador fue arrestado en el 2008 por los mismos funcionarios impositivos a los cuales había acusado de complicidad en el fraude. Durante 11 meses, Magnitsky permaneció encarcelado sin que se le iniciara un proceso. Murió en noviembre de 2009 en la prisión moscovita de Matrosskaya Tishina. Había recibido una formidable paliza de sus guardias, y nunca recibió tratamiento.
      En la práctica judicial internacional son escasos los juicios póstumos. Y cuando ocurren, es porque familiares del sospechoso desean limpiar su nombre. Es muy difícil que esos casos se reabran a solicitud de la policía, dijeron a The New York Times expertos en leyes.

      Browder dijo al diario que el caso tiene como propósito amedrentar a miembros de la familia Magnitsky a fin de que no sigan reclamando la pesquisa del asesinato.
      Es muy fácil descubrir cuando un gobierno es autocrático: siempre inventa nuevos métodos de castigo contra los opositores. Y Rusia, con su larga tradición oscurantista, está ahora reviviendo el juicio a los muertos como una novedosa manera de mantener en ascuas a los vivos.




[i] Empire of the Czar, A Journey Through Eternal Russia, Doubleday, New York, 1989.

domingo, 17 de abril de 2016

Una “epidemia de injusticia”


Mario Szichman





En I Confess, Alfred Hitchcock nos traslada a Quebec, para narrarnos la aterradora historia de un sacerdote católico (Montgomery Clift) que era acusado de un crimen, tras negarse a revelar un secreto de confesión formulado por el verdadero asesino. El homicida, un inmigrante alemán (interpretado por el magnífico actor O. E. Hasse), había cometido el crimen perfecto. Ningún sacerdote puede divulgar información obtenida en el confesionario.
Sin embargo, la realidad suele ser muy diferente. Hay muchos inocentes que han ido a la cárcel tras ser acusados de crímenes que no han cometido.  
Si el lector ingresa al sitio en Internet http://www.innocence- project.org/ observará en la parte superior The faces of exoneration, los rostros de aquellos que fueron injustamente acusados de asesinatos. El blog pertenece a The Innocence Project, una organización sin fines de lucro cuya intención es lograr la libertad de individuos falsamente acusados. La organización utiliza en sus tareas pruebas de ADN.  
David K. Shipler, quien ganó en 1987 un premio Pulitzer, señaló en The New York Times que falsas confesiones han figurado en más de un 20 por ciento de 275 sentencias que terminaron siendo anuladas tras obtenerse pruebas de ácido desoxirribonucleico demostrando que el acusado no era el perpetrador.  
Shipler dijo que para quien nunca ha sido torturado, o amenazado por la policía, resulta muy difícil creer que una persona inocente confiese un crimen. Pero hay poderosas razones para hacerlo. En primer lugar, permiten el cese de la tortura o de la intimidación. Además, un policía es una figura de autoridad. En ocasiones, personas falsamente acusadas presumen que si cooperan con la policía, lograrán que se descubra al verdadero criminal.  
Estudios de confesiones falsas hechos por psicoanalistas señalan que los más proclives a declarar algo que no hicieron son los niños, las personas enfermas, los retardados mentales, y aquellos que al ser detenidos estaban borrachos o drogados. Los menores de edad son los más vulnerables.  
Shipler mencionó, como caso paradigmático de una confesión falsa, la de Félix, un adolescente de 16 años de edad, acusado de asesinar en Oakland, California, a Antonio Ramírez.  Félix fue detenido en una redada, aislado en una sala de interrogación durante una noche, y hostigado por policías, hasta que lo persuadieron de que era mejor confesar el asesinato.
El adolescente le informó posteriormente a su abogado, Richard Foxall, que la tarea de obtener pruebas falsas estuvo exclusivamente a cargo de policías. En primer lugar, le ordenaron a Félix que hiciera un diagrama de la escena del crimen. Como Félix no había cometido el homicidio, tampoco podía diseñar la escena del crimen. Hizo varios intentos para aplacar a sus interrogadores, pero todos los diagramas fueron tan incorrectos que la policía no se animó a presentar uno solo de ellos en un tribunal.  
Después, se le ordenó al sospechoso que explicara hacia donde había huido tras el presunto asesinato. Félix indicó una dirección. Pero como era el rumbo equivocado, los policías lo corrigieron, y le dijeron que había escapado en la dirección contraria. Félix debió modificar su testimonio. El joven no mencionó que cerca de la escena del crimen había un callejón sin salida. Ignoraba ese dato pues no había estado en el sitio. Los policías le suministraron los detalles. Félix incorporó el callejón a su testimonio.
¿Y qué había ocurrido con el revólver usado en el asesinato de Ramírez? Félix dijo que él no poseía revólver alguno. “Y allí fue cuando los policías se descontrolaron, y empezaron a gritarle”, dijo el abogado Foxall.   
Para intentar aplacar a los policías, Félix mintió, diciendo que había dejado el revólver en casa de su abuelo. “Y eso fue realmente brillante”, señaló el abogado, pues contribuyó a desacreditar la confesión. “Ocurre que los dos abuelos de Félix estaban muertos”, dijo el letrado.
Pese a que la confesión de Félix estaba repleta de fallas, los policías la grabaron, y el adolescente fue llevado ante un tribunal. Recién cuando apareció ante un juez, Félix divulgó un informe que echó por tierra toda la confesión. El día en que Ramírez fue asesinado, Félix estaba preso en un centro de detención para menores de edad, tras violar su libertad condicional en un caso de hurto.  
La acusación contra Félix fue rechazada, y Foxall expresó sentirse muy aliviado, pues miembros de un jurado “se niegan a creer que una persona confiese un crimen que no cometió”.  
Inclusive el juez de la causa se mostró perplejo ante el giro que había dado el proceso.
“Realmente no entiendo”, dijo el magistrado a Félix. “¿Por qué confesó algo que no había hecho?” El juez debe vivir en perpetuo estado de inocencia.

INJUSTICIA TRAS LA INJUSTICIA

Otro caso que muestra cómo se puede manipular una falsa confesión es la de Martin Tankleff, un adolescente de 17 años. Una mañana, al despertar en su hogar de Long Island, en las afueras de Nueva York, Tankleff encontró a sus padres apuñaleados. Su madre estaba muerta, su padre, agonizando.
El adolescente llamó a la policía, y de inmediato se convirtió en el principal sospechoso, aunque no había evidencia alguna para inculparlo. Finalmente, en su intento por obtener su confesión, el detective K. James McCready armó una trampa. Salió de la sala de interrogatorios, se dirigió a un teléfono, discó un número, y urdió una conversación con un presunto policía que se hallaba de custodia en el hospital donde el padre de Marty agonizaba. Luego, McCready retornó a la sala donde estaba Tankleff, y le dijo que su padre, tras salir del coma, había dicho: “Marty, tú lo hiciste”. En realidad, Seymour Tankleff nunca salió del coma y falleció un mes más tarde.
Abrumado por la acusación de su padre, Marty confesó el crimen, y fue condenado a 50 años de cárcel. Pasó 17 años en prisión hasta que una corte de apelaciones decidió dejarlo en libertad al obtener evidencias de que el crimen había sido cometido por tres ex convictos.
Pero los verdaderos asesinos de la pareja Tankleff nunca fueron procesados. “Los homicidas siguen en libertad”, dijo Shipler, “como ha ocurrido con otros criminales que se han salvado” de terminar entre rejas “gracias a los ´inteligentes´ interrogatorios policiales”.
Shipler  dijo al diario que si bien las pruebas de ADN ayudan a redimir a inocentes, están sólo disponibles “en una fracción de todos los crímenes”, y seguramente existe “un universo mucho más grande de condenas erróneas”. Si una de cada cinco sentencias anuladas “involucra una falsa confesión”, dijo Shipler, es evidente que “los interrogatorios policiales están creando una epidemia de injusticia”.  Al parecer, solo en el cine la inocencia es reivindicada, y los malos resultan castigados.



miércoles, 13 de abril de 2016

Disclaimer[i]: un nuevo tipo de thriller. Cuando los suburbios se convierten en la escena de un crimen


Mario Szichman



Arthur Conan Doyle bien lo sabía, los suburbios, especialmente los más afluentes, ocultan inenarrables escenas de pasión y de crimen. En su relato The Adventure of the Copper Beeches, una de las más famosas aventuras de Sherlock Holmes, el protagonista ofrece a su ayudante, el doctor Watson, una aterradora visión de un suburbio elegante. “Tú observas esas casas diseminadas”, dice el detective, “y quedas impresionado por su belleza. Yo las observo, y el único pensamiento que me viene a la mente es la sensación de aislamiento. Goza de una gran impunidad quien intenta cometer un crimen en esas zonas”. Según Sherlock Holmes, “Los callejones más bajos y más viles de Londres no presentan un registro tan espantoso de pecados como las alegres y bellas áreas campestres”.
En los últimos cinco años ha comenzado a proliferar en la narrativa policial anglosajona algo que ha sido bautizado como suburban noir. ¿En qué consiste? Cathryn Grant, una autora de novelas de suspenso, quien por cierto tiene un blog titulado Suburban Noir, dice que el subgénero “retrata al suburbio como una femme fatale, ofreciendo la seducción de la seguridad, mientras susurra: ´Te ofreceré confort de todas las maneras posibles´, aunque, por supuesto, eso no ocurre”.
Gone Girl, de Gillian Flynn, rejuveneció el subgénero (ocho millones de copias vendidas) y fue llevada al cine. Luego vino The Girl on the Train, de Paula Hawkins, y en fecha más reciente Disclaimer, de Renée Knight.
En todos los casos, los narradores o narradoras no son confiables, y habitan un mundo de personajes muy perturbados. En Gone Girl, una pareja comienza a tener problemas en su relación. De repente, la mujer desaparece. La policía sospecha que el esposo la asesinó, e inicia una investigación. La novela está contada desde los personajes principales. Pero ambos demuestran ser mentirosos patológicos. Para el lector es más importante averiguar la verdad que descubrir qué ocurrió con la protagonista. Y ese es, quizás, el mayor encanto del suburban noir. El lector se suma a la búsqueda de claves, disputa una carrera de postas con el narrador.
The Girl on the Train tiene una premisa parecida. Está narrada por tres mujeres. Rachel, la principal, vive borracha la mayor parte de la historia; por lo tanto, nadie se fía de sus recuerdos. Ni siquiera ella está segura de lo que ha visto.
Luego está Megan, la segunda narradora de la novela, quien un día desaparece, y nunca más retorna. Rachel, la mujer en constante estado de embriaguez, quien ha visto a Megan con su amante, cree que Megan ha sido asesinada en un altercado, y denuncia el caso a la policía. El problema es que las credenciales de Rachel no se hallan muy bruñidas. Nadie le cree.
Lo único que redime a Rachel es que en su lucha por descubrir la verdad, abandona la bebida y empieza a investigar. Entonces aparece Anna, la tercera narradora, que odia a Rachel. Lo único que las une es que ambas conocieron a Megan, y la consideran una posible víctima.
La novela es, nuevamente, una investigación para descubrir la verdad en un mundo repleto de mentiras y de puñaladas por la espalda, y necesita el concurso del lector. Además, Hawkins conoce la filmografía de Alfred Hitchcock, y también aprovecha los elementos de ese clásico del cine llamado Gaslight, donde un marido, Charles Boyer, trata de enloquecer a su esposa, Ingrid Bergman, para quedarse con unas joyas. El unreliable narrator forma parte de la trama, ofreciendo pistas falsas.
Disclaimer tiene un atractivo extra. ¿Qué ocurre si una mujer, una profesional de status, con un esposo solidario y respetado, descubre, tras veinte años, que alguien está enterado de un vergonzoso episodio de su pasado? Peor aún, quien está enterado de ese episodio ha escrito una novela A Perfect Stranger, y la ha publicado por su cuenta. Inclusive ha distribuido ejemplares en librerías cercanas a la vivienda de la protagonista. Uno de los ejemplares llega a Catherine Ravenscroft, el personaje central, otro a su esposo, Robert. El tercero a su hijo, Nick. Y esa novela dentro de la novela empieza a destruir la vida familiar.
Catherine es una galardonada documentalista (al igual que la autora, que trabajó para la BBC, y ha escrito guiones para  Channel Four y Capital Films). Pero, a medida que comienza a ser hostigada por su pasado, todo se derrumba, primero su vida profesional y luego su vida personal.
¿Quién es el stalker, el hombre que la acecha con un vergonzoso recuerdo del pasado? Stephen Brigstocke, un profesor retirado, viudo. Brigstocke ha perdido a un hijo, luego que el joven intentó salvar a un niño a punto de ahogarse. Ese niño, Nick, es el hijo único de Catherine y Robert. Nick es un ser inmaduro, cargado de problemas, un underachiever, alguien de escaso rendimiento en un hogar de seres exitosos.
Pero hay algo más. Brigstocke, el hombre que acosa a Catherine, presunto autor de la novela – en realidad su coautor– cree que su hijo murió tratando de salvar al hijo de Catherine. Desde el punto de vista del perseguidor, Catherine tuvo un affaire con su hijo, Jonathan, durante unas vacaciones en España. La protagonista viajó con su esposo y su hijo de cinco años. El esposo tuvo que ausentarse por razones de trabajo, Catherine quedó sola con su hijo, y entabló una fulminante relación con el hijo del perseguidor, un adolescente de diecinueve años de edad.
Si Jonathan no se hubiera apasionado con Catherine, ni intentado salvar la vida de Nick, su hijo, todo habría sido diferente. De manera indirecta, Catherine ha sido la causante de la muerte de Jonathan. Hay inclusive evidencias gráficas del encuentro amoroso. Tras recuperar la cámara fotográfica que Jonathan portaba consigo, la esposa de Brigstocke encuentra un rollo de film con fotos donde Catherine aparece en poses provocativas.
La primera parte de la novela vuelca las cartas en favor del perseguidor. Todo incrimina a Catherine. Parece tratarse de un ser lascivo, ansiosa de conquistas, mala esposa y peor madre. Además, el hecho de que durante veinte años calló el episodio es otro clavo en su ataúd.
En cuanto a Stephen Brigstocke, el profesor retirado que acosa a Catherine, aparece como el personaje bueno, al punto de que logra hacer amistad con Robert, el marido de Catherine, y con Nick, su hijo. En el momento en que Robert lee la novela que tiene como protagonista a Catherine, toda su simpatía se vuelca hacia el perseguidor. (Afortunadamente, al final de la novela, Catherine decide mandar al demonio a Robert).
Aunque el antagonista de Catherine parece el genio del mal para los lectores, tampoco la cosa es tan sencilla. Stephen Brigstocke es un ser tan atormentado como Catherine. Busca respuestas a cosas inexplicables, y está dispuesto inclusive a aceptar la amarga verdad. Pues Jonathan, el hijo que murió tratando de salvar al hijo de Catherine, no era el personaje que sus padres idolatraron.
Knight es muy buena narradora, y sabe cómo sorprender al lector mostrando que las cosas no son como parecen. Inclusive el affaire del que se acusa a Catherine –y que por cierto ocurrió– no ha tenido los rasgos esbozados al principio. Ni siquiera las explícitas fotografías que la muestran como un ser consumido por la pasión, revelan la verdad de lo ocurrido en su encuentro con Jonathan.
Tal vez el acierto mayor de Knight es la manera en que va demoliendo las certezas del lector. ¿Acaso una fotografía, inclusive la más irrefutable, puede ser aceptada como testimonio de la verdad? Sí, existió una relación sexual entre Catherine y Jonathan pero ¿ocurrió tal como se narra en The Perfect Stranger?
La historia de Catherine es narrada por Knight en tercera persona. La del profesor retirado en primera. Poco a poco, se disuelven las identidades. Ni Stephen Brigstocke es el perseguidor que uno supone, ni Catherine la víctima perfecta. Son seres humanos aquejados por eventos que menguan su capacidad de alcanzar no ya la felicidad, sino la comprensión de aquello que ha funcionado mal en sus vidas. ¿Hasta qué punto Stephen es el depredador y Catherine el ave de presa?
Otras novelas del suburban noir trabajan muy bien el suspenso, la duda sobre los motivos que animan a sus personajes, la desconfianza en el mundo que se describe. Pero tal vez el vigor de Disclaimer radica en su premisa inicial. Una de las críticas de la novela expresó lo que muchos narradores sienten tras leerla: “Envidia, una tremenda envidia porque no se me ocurrió antes a mí”. (Clair Woodward en The Sunday Express de Londres).
Imagine el lector que un día toma una novela y descubre que es el protagonista, y que un terrible secreto se revela en todos sus detalles. ¿Qué hace? Especialmente cuando la persona encargada de redactar la novela intenta vengarse de usted.
Sí, Conan Doyle tenía razón, “Los callejones más bajos y más viles de Londres no presentan un registro tan espantoso de pecados como las alegres y bellas zonas campestres”.




[i] Desmentido. To issue a disclaimer:  Declarar descargo o limitación de responsabilidad. Se aplica generalmente en publicaciones para evitar juicios por libelo.

domingo, 10 de abril de 2016

El premio “Bad Sex Award”: celebra las peores escenas eróticas de la ficción moderna


Mario Szichman






Quizás el premio más temido por los escritores anglosajones es el Bad Sex Award concedido anualmente por la revista The Literary Review de Londres.
¿Cómo traducir Bad Sex? es arduo hacerlo de manera literal, aunque resulta posible con circunloquios. La intención del jurado de la publicación es galardonar frases de novelas que reseñan labores no siempre reproductivas y se caracterizan por sus ridículas descripciones. Un ejemplo, y no el peor, es de la novela To Love, Honour and Betray, de Kathy Lette, que recibió una nominación en 2008:
“El miembro erecto de Sebastián era tan grande, que lo confundí con una especie de monumento en el centro de una población”, dice la protagonista. “Sentí la tentación de dirigir el tráfico en torno a él”.
En el curso de los años, famosos autores han sido galardonados o recibido menciones de The Literary Review, por sus descripciones de encuentros íntimos, generalmente entre un hombre y una mujer, aunque no han faltado los triángulos amorosos, las orgías, o los juegos sicalípticos entre seres del mismo sexo.
Si bien los novelistas son retribuidos por sus grotescas descripciones de encuentros sexuales, el premio, de 250 libras esterlinas es para el lector que envió la descripción erótica ganadora. El escritor o escritora reciben una escultura, tan burda como sus frases sensuales, y se los invita a la ceremonia donde son gratificados con las risotadas de una enorme concurrencia. Para completar el agravio, deben subir a un escenario y pronunciar un discurso aceptando el tributo.
No todos los premiados asisten a la ceremonia, al punto que Waugh amenazó en una ocasión con contratar actores y hacerlos pasar por los ausentes autores.
Quienes aceptan acudir deben someterse a ciertos requisitos. Sus discursos no pueden ser agresivos, o aburridos. Como desquite, pueden leer a la audiencia fragmentos de las escenas sexuales pergeñadas por sus competidores.
Uno de los escritores que estuvo a la altura de las circunstancias fue Nicholas Royle, premiado por su novela The Matter of the Heart quien explicó que el texto había sido censurado por su esposa. “Ella me prohibió escribir escenas eróticas que pudiesen ser interpretadas como acaecidas en nuestra alcoba”, advirtió. Fue buena la aclaración, pues en  The Matter of the Heart aparece un personaje femenino llamado Yasmin quien, “en el paroxismo del placer, hacía un ruido que oscilaba entre el de una ballena varada en una playa, y una sirena policial”.
El premio a la peor descripción en materia sexual fue instituido en 1993 por Auberon Waugh, hijo del novelista Evelyn Waugh. El propósito, señaló en esa ocasión el editor de The Literary Review, era “llamar la atención a descripciones de encuentros sexuales consideradas redundantes o superficiales, y desalentar” su inclusión en textos de ficción. 
Jonathan Littell, un excelente novelista, autor de The Kindly Ones, las memorias de un criminal de guerra nazi confeso pero no convicto, que ganó el Premio Goncourt en el 2006,  tuvo la desdichada suerte de ser nominado para el Bad Sex Award, por algunos sensuales pasajes donde usó la mitología griega para explicar un orgasmo.  El protagonista dice que el sexo de una mujer “me estaba observando, me estaba espiando, como la cabeza de la Gorgona, como un Cíclope cuyo único ojo nunca parpadea”. 

EL RETORNO DEL EUFEMISMO

Como señaló Montaigne, mientras el ser humano no tiene recato alguno en presenciar escenas de batalla, siempre se esconde para hacer el amor.
El director cinematográfico Frank Capra, uno de los grandes del cine de Hollywood, dijo en sus memorias que “las escenas eróticas entre personas jóvenes son tan incómodas, que causan hilaridad. Y entre personas de más edad, son tan absurdas, que resultan insultantes… La clave es el deseo, no la satisfacción del deseo. Es por eso que las escenas voluptuosas son tan difíciles de escribir o de escenificar”.
Si uno observa una obra maestra del cine como Some Like it Hot (Una Eva y dos Adanes), protagonizada por Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis, podrá ver que el erotismo se expresa en chistes de doble sentido, o en mujeres vestidas con escasas ropas, nunca en escenas crudamente sensuales. Aparte de que el código Hayes del cine impedía las acciones tórridas, había otro factor de gran importancia: la sugerencia, pues llega más lejos que el exhibicionismo.
Inclusive, Hollywood tenía su propia taquigrafía del erotismo, especialmente en los filmes policiales.  Out of the Past, una de las mejores películas de gangsters en toda la historia del cine, mostraba a Robert Mitchum y Jane Greer furiosamente enamorados. En determinado momento, ingresaban a un motel. Ambos se abrazaban en un sillón. La escena siguiente mostraba la puerta de la habitación abriéndose con violencia, y mostrando una noche tormentosa, repleta de relámpagos. Todos los espectadores sabían que eso, en shorthand, significaba la consumación del abrazo. (Shakespeare usaba otro eufemismo. Decía que una pareja había hecho la bestia de dos espaldas).
Describir escenas sexuales no es fácil. Y se ha hecho más difícil en el último medio siglo, pues el narrador debe competir con la pornografía y con requisitos de algunas editoriales. Las relaciones sexuales se prestan más a la farsa y a la comedia, que a la narrativa dramática. Pero su crudeza conspira siempre contra las mejores intenciones del narrador. En mi novela La región vacía, que tiene como tema el ataque del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas por parte de agentes de al-Qaida, mencioné algo que aprendí siendo reportero de sucesos. Toda nueva relación sentimental, decía, suele “comenzar con sórdidos detalles. Cuando se investigaban casos de violencia doméstica los detectives se concentraban en adquisiciones recientes en lencerías y en farmacias. Apenas una mujer se conseguía un amante renovaba su ajuar de sostenes y bikinis, y cambiaba la marca de su desodorante vaginal”.
Todavía me hacen sentir incómodo esos detalles. El amor, el enamoramiento, necesitan siempre estar envueltos en gasa. Tal vez el romanticismo está pasado de moda en la narrativa, pero es obvio que la cruda descripción de la cópula amorosa causa disgusto. Aunque el concurso convocado por The Literary Review excluye a la literatura pornográfica de toda consideración, el hecho de que famosas figuras: Norman Mailer, Tom Wolfe, o Philip Roth, hayan sido a veces mencionados  como aspirantes al galardón, muestra el escabroso territorio que deben recorrer los narradores.
La escritora Brenda Maddox dijo en The New York Times que algunos críticos cuestionan el premio porque al ridiculizar una parte primordial de la experiencia humana daña la creación literaria. Eso es cuestionable. No hay explícitas escenas eróticas en las novelas de Balzac, de Dostoievski o de Tolstoi, y nadie cree que eso haya afectado la trascendencia de sus obras maestras. Por el contrario, algunas descripciones de actos sexuales o de sus preliminares pueden acabar con la fama de más de un escritor. Cuando Paulo Coelho, en su novela Brida, describe un acoplamiento como “el momento en que Eva fue reabsorbida en el cuerpo de Adán, y las dos mitades se transformaron en la Creación” (con mayúsculas), es difícil ponerse solemne.
Y si Coelho prosigue diciendo que Eva pareció “ser alcanzada por un sagrado rayo de luz … y el mundo, las gaviotas, el sabor de la sal, la dura tierra, el aroma del mar, las nuevas estrellas, todo desapareció, y en su lugar surgió una vasta luz dorada, que creció y creció hasta que tocó la estrella más distante en la galaxia”, la tentación de reír es difícil de controlar.
En 1972, Alfred Hitchcock filmó en Londres Frenzy. En esa ocasión, se permitió una escena que nunca le hubieran autorizado en Estados Unidos. Comenzaba con una seducción y concluía con una violación.
Fue la única vez en que su hija, Patricia, repudió en público uno de los filmes del padre. La escena es muy desagradable. Y nada aporta.
Es posible que Frank Capra y otros famosos directores cinematográficos hayan estado más acertados que los novelistas, a la hora de reseñar la pasión. El ser humano necesita disfraces y veladuras. Y los creadores, cierto nivel de censura.




miércoles, 6 de abril de 2016

El retorno del anciano fantasma (relato)


Mario Szichman



     
      Faltaban veinte días para las elecciones municipales en Puerto Wilde y todas las encuestas nos ubicaban en segundo lugar. La Acción Popular oscilaba entre un treinta y dos y un treinta y cuatro coma cinco por ciento del total de votos y nosotros, los de la Unión Vecinal, apenas si podíamos trepar al veintinueve por ciento. Como en Puerto Wilde votan unas ocho mil personas, necesitábamos que se pasaran a nuestras filas unos quinientos electores,
     Yo, Jaime Nogaró, era el jefe de la campaña de Unión Vecinal. En la mañana de ese veintinueve de mayo andaba un poco desesperado. Habíamos agotado todos los recursos del poder, y nuestro porcentaje no crecía. La reelección del intendente Ezequiel Rosales era cuestión de vida o muerte. Habíamos reclutado demasiados enemigos. La pérdida de la Intendencia significaba perder a los veintitrés policías del destacamento de Villa Concepción que nos cuidaban las espaldas. Además, era previsible que un nuevo gobierno municipal echase a los jueces y a los empleados del catastro, como preludio a ciertas investigaciones.       No es que hubiéramos hecho cosas malas. O por lo menos, no demasiadas cosas malas. Por ejemplo, nadie había robado de manera ostentosa. Pero cuando se empieza a escarbar, siempre algo se encuentra. Y el eslogan de visionario que le habíamos adjudicado al intendente Rosales podía volverse en contra nuestra. Ya algo de eso había insinuado el diario opositor El Sol al decir en un editorial que las profecías de nuestro intendente incluían la compra de terrenos en Las Charquitas exactamente dos meses antes de iniciarse la construcción de un ramal ferroviario entre Villa Concepción y Puerto Wilde. El ramal atravesaba las tierras de Rosales, y las había valorizado antes de tenderse el primer riel.
    Y también estaba, la explosión de la fábrica de pirotecnia, el mismo día en que se apareció el fantasma.
     El dueño de la fábrica era don Crisóstomo de Luca, presidente del Consejo Municipal. En el incendio había fallecido Gabriela Venanzi y el liquidador de seguros descubrió que la muerta no tenía anhídrido carbónico en los pulmones y que el permiso municipal de la fábrica estaba vencido.
    Tuvimos que esperar a las primeras lluvias para  votar una partida extraordinaria de socorro a las víctimas de lo inundación. En el ínterin, unas dos semanas, el liquidador de seguros se encargó de informar en los tres bares de Puerto Wilde que si a un cadáver encontrado en un incendio le falta anhídrido carbónico en los pulmones, es porque estaba ya muerto antes del incendio.
     Respiramos tranquilos cuando el liquidador de seguros canjeó el veinte por ciento de la partida extraordinaria por un informe caracterizando como accidental el incendio de la fábrica.  En cuanto al restante ochenta por ciento de la partida, nos brindó tres puntos más en las encuestas. Las ciento cuarenta familias de Villa Concepción afectadas por las inundaciones estaban muy agradecidas con el subsidio otorgado por el gobierno comunal. La inundación no alcanzó siquiera los dos centímetros de agua, y contribuyó a la mejor  cosecha en casi una década.
     Pero todos eran paliativos. Lo esencial era ganar la reelección. Y aquel que descubriera alguna manera de hacerlo, tenía el porvenir asegurado. Al menos así lo había prometido el intendente Rosales.
      Ese veintinueve de mayo, como lo venía haciendo todas las mañanas de los últimos seis meses, recorrí el pueblo para “presionar la carne”, como dicen los políticos norteamericanos. Salí de la plaza en dirección a la playa y recorrí las ocho cuadras a tranco lento, subiendo y bajando las tarimas de madera de un metro de alto que servían de base a los negocios. Fui por la vereda izquierda y regresé por la derecha. Me detuve en cada negocio un rato largo. Exageré la vitalidad de nuestro partido, prometí el asfalto y la corriente eléctrica en menos de un año, pregunté por la salud de la patrona y de los hijos, y ofrecí cigarrillos y pastillas de goma.
      Presentí en la nuca las miradas de los potenciales votantes, el grado de amistad o encono que albergaban sus saludos. Sentí fastidio por esa necesidad de amplificar mi amistad con la gente, amistad que por otra parte era real. Me causaba aprensión su recibimiento que era falso por partida doble. Ellos sabían que yo sólo buscaba sus votos, y yo sabía que ellos sabían eso.
      Terminé frente al restaurante de los griegos. En la mesa había una botella de vermut, una de bitter, un sifón, y una bandeja de acrílico veteada de azul con divisiones. Las papas fritas enroscadas se doblaban entre los dientes como hule, los caracoles tenían algunos granos de arena, y los trozos de pescado frito eran del día anterior. Una mala señal. Filipidis, el dueño del restaurant, siempre me reservaba los mejores manjares. Debía pensar que pronto me perdería como cliente.
       Y de repente, quizás algo atontado por el segundo vaso del vino Caballero de la Cepa, tuve la tentación de pinchar un pedazo de pescado con un escarbadientes y trazar en el aire un cuadrado para encerrar el edificio del hotel Escorial. Filipidis me miró con desconcierto. Yo lo miré y sonreí. Y por alguna razón, me vino la inspiración. A medida que imaginaba variantes, el plan se iba enriqueciendo. Hay planes que empiezan a fallar apenas se les aprieta las clavijas, pero éste resistía todas las pruebas y cualquier idea nueva servía para simplificarlo.
      Todo el malestar se fue escurriendo por la garganta como un llavero por un bolsillo roto. Pedí que me trajeran el menú. En ese momento vi caminar por la vereda de enfrente al abogado Reimundes, el director de “El Sol”, un tipo amargado que se aprovechaba de los lentes bifocales para mirar can desprecio las manos de sus interlocutores.  Lo invité a mi mesa. Las venitas rojas en la nariz de Reimundes hacían presumir que era un excelente bebedor. Pedí otra botella de Caballero de la Cepa. Obligué al vino a  soltarme le lengua. Comencé a hacer pronósticos sobre nuestra  inevitable derrota.
      Reimundes estaba tan sorprendido que bajó la guardia y se quitó los lentes antes de disminuir los votos probables de nuestros rivales. Quería ser ecuánime, aunque su campaña de “saneamiento político” estaba dirigida exclusivamente contra nuestro partido.
        Llegó un momento en que había tres botellas de Caballero de las Cepas sobre la mesa y nos peleábamos para ver quién era más condescendiente al opinar sobre el adversario.
      Al final hice como que escribía en el aire con la mano derecha para avisarle a Filipidis que anotara el almuerzo en mi cuenta. Filipidis tuvo un gesto que me llamó la atención. Colocó en una fuente un trozo de Balaclava.
       –Acabo de sacarlo del horno– me dijo.
      Bastante mareado por el vino y desconcertado por la gentileza del griego, me puse los lentes oscuros y enfilé hacia el local del partido. Caminé más erecto que de costumbre.
       Adentro estaba vacío. Me senté en mi escritorio, trencé les manos y dejé que sostuvieran la barbilla.  “A ver”, pensé, “tenemos tres datos. Uno, o primero y principal: el hotel”. Era una gigantesca mole de una cuadra de largo con trescientas veinte habitaciones. Nunca había sido puesto en funcionamiento.          Construirlo en Puerto Wilde carecía de todo sentido. El hotel parecía pensado por un idiota que imaginaba poder convocar la misma gente que iba a Mar del Plata, solamente porque instalaba un edificio del tamaño del hotel Provincial. “Segundo: tenemos la historia del fantasma”. La única leyenda del pueblo. Pese a lo reciente del caso, los habitantes se habían encargado de envejecer la historia espolvoreándola con ese humo bajo de incensario que emplean en las películas de terror. Y por último, estaba la curiosidad de la gente de Puerto Wilde. Nadie querría perderse el retorno del fantasma.
     Saqué una hoja membretada del cajón central del escritorio y fui diagramando el plan. Después me entretuve haciendo filigranas en la hoja hasta que vino Atanasio Wilde, nuestro apoderado. 
        — ¿Y qué tal ese ánimo? ¿Tan caído como siempre? —me saludó.
       — ¿Dónde estabas la vez que se apareció el fantasma? – le pregunté.
      Atanasio despegó el traste de la silla, y apoyando sus manos en el escritorio fue olfateando el ambiente,
      —Esnif, esnif, aquí se huele a bebidas alcohólicas. No sé si de alta graduación.  
      –Acepto la excesiva ingestión etílica– reconocí. –Pero fue para celebrar una idea que puede salvarnos la vida.
      – Y tiene que ver con el fantasma.
      –Sí. ¿Dónde estabas cuando se apareció el fantasma?

      Atanasio había estado en el mangrullo. Junto al restaurant de los griegos. El mejor atalaya del pueblo.
       –Y viste a la hija de De Luca.
      –La vi cuando salía corriendo del Escorial. También vi cuando se empezaba a incendiar la fábrica. Lástima no haber tenido una cámara para filmarlo.
      – ¿Será cierto lo del fantasma?
      –La chica parece centrada.
      –Una chica que ve a un fantasma no puede estar muy centrada.
      –Tendrías que hablar con ella.
      – Ya hablé con ella. Demasiado.
      –Sí, hay amores que matan.
      – ¿Qué pasaría si retorna el fantasma?
      – Yo pensaría que hay gato encerrado.
      – ¿Te quedarías en tu casa?
      – Me estaría peleando con todo el pueblo para estar en primera fila.
       – ¿Sabes guardar un secreto?
      – Viejo, si no supiera, ya todos estaríamos entre rejas.
      – Bueno, un ratoncito me contó que el fantasma piensa retornar.

      Al rato apareció nuestro intendente con cara larga y tristona. Otra vez tuvimos que hacer la comedia de festejarle los chistes con que matizaba las conversaciones sobre la campaña electoral. Ese día Rosales estaba más deprimido que nunca. Cuando nos quedamos solos, comenzó con sus reproches.
      —No te gustaron mis chistes– me dijo. –Te reíste por lástima.
      –Le juro que no, Rosales.
      –Antes festejabas mejor mis chistes.
      –Son muy buenos. Créame.
      –El del marinero tartamudo. Ese chiste es una joya. “Prefiero que el bote zozobre a que fa-falte”. Eso de zozobrar y de so–sobrar es una pegada. Juega con el sonido parecido de las dos palabras.
      –Son los chistes más difíciles de apreciar porque apelan a nuestro intelecto.
      –Coincido totalmente contigo. Tú sabes que me gustan los chistes refinados. La grosería está al alcance de cualquiera.

      Le dije al intendente que la gente de Villa Concepción estaba muy agradecida por el subsidio.
       –Es la primera buena noticia que escucho hoy– me dijo
        Me dirigí a la relojería de Venanzi.
       Al principio, no quiso aceptar mi oferta. Descolgó un cuadro de la pared y me lo mostró.  Aparecía en una foto usando gorra de visera, tenía las mejillas pintadas con redondeles negros y las comisuras de los labios marcadas violentamente con un pincel. Era de su época en que era actor cómico. En la foto ofrecía una cadena al gran cómico argentino Luis Arata.
      – ¿Te parece que puedo olvidarme de esto? – preguntó.  Tampoco podía olvidarse de su hija muerta. Luego me señaló una foto que tenía en su mesa de trabajo, aplastada por un vidrio. Vi la foto del revés, pero la conocía de memoria. Era el retrato de una nena gorda con dientes separados y peinada con raya al medio. La nena apretaba un conejo de trapo con el brazo derecho. Era el único recuerdo de la muerta. De Venanzi se aferraba a esa foto como su hija se había aferrado al conejo. Esa imagen de la perfecta inocencia le taponaba las orejas para eludir los chismes y los chistes verdes que circulaban sobre la hija cuando se hizo señorita.
      – ¿Qué hubiera dicho ella de esto? ¿Cómo puedo ofenderla con ese disfraz?  
      Apenas se hizo el dramático pensé que se abría una posibilidad. La relojería iba de mal en peor y en cualquier momento tendría que cerrar. Le firmé dos pagarés que lo librarían de solventar el alquiler del local durante seis meses, y aceptó.  
      La última semana de campaña recorrí las casas de nuestros afiliadas y les pedí que fueran a votar apenas abrieran las mesas.
      –Eso me lo enseñaron en el cuartel– les decía a nuestros afiliados. –Cuando se trata de cosas inútiles, hay que hacerlas muy temprano.
      Jaske el rematador contrató a una troupe de luchadores que debutaría el domingo en la tarde. El intendente consiguió por su parte que el horario de votación fuera de cuatro de la tarde a ocho de la noche. 
      De las cuatro a las cinco de la tarde del domingo, la mayoría de nuestros  afiliados depositaron su voto. Hice una recorrida por las mesas. Los fiscales se quejaban por el pequeño porcentaje de electores.
      —Hasta que no termine la lucha libre, esto va a andar muy tranquilo– les decía. 
      – Los apurones van a ser después de las seis y media.
      Terminé de chequear la última mesa que habían montado en un garaje y me fui al club. Alcancé a ver la lucha entre el comisario Bill y el cacique Ojo de Águila. El comisario usaba un antifaz como el del Llanero Solitario y luchaba con el sombrero puesta. Ojo de Águila tenía la cabeza rapada. Una coleta emergía de su coronilla. Ya había peleado previamente como Fu–Kien, el mandarín chino.       Estaba disfrazado con una bata de baño con caracteres chinos que simulaba un quimono y el antifaz que usaba ahora el comisario Bill. Gracias a los antifaces y caretas, me explicó Jaske, una troupe de seis personas podía organizar un espectáculo de diez peleas.
      En el momento en que Ojo de Águila le hacía al comisario Bill un piquete de ojos y gesticulaba su maldad mirando como un demente a los espectadores que lo insultaban, hubo una aglomeración frente a la salida y un movimiento nervioso que abrió un surco hasta las primeras filas de la platea.
      –Otra vez apareció el fantasma —me gritó Wilde ahuecando la voz entre las manos. Las conversaciones empezaron a subir de volumen, y la maldad de Ojo de Águila fue languideciendo, hasta que alineó las manos a la altura de las caderas y se quedó contemplando el desbande de la gente.
Frente al hotel Escorial, había una multitud. El fantasma podía congregar más espectadores que muchos actos públicos.
      —Está adentro– me dijo la hija de De Luca. Ella había presenciado la primera incursión del fantasma, la noche en que la chica Venanzi murió en la fábrica de pirotecnia.
      La joven tenía los ojos brillantes y una risita de resignación, la misma cara que debía ponerles a los muchachos del pueblo cuando le ofrecían ir a charlar a un lugar “Qué sé yo, más tranquilo”.
      – ¿Es el mismo fantasma de la otra vez? – le pregunté.
      — No, este fantasma tiene cara conocida–. Le apreté el brazo con la mano derecha y la llevé para el lado de la playa.
      — ¿No puedes callarte? —Le pregunté.
      — Vi bastantes cosas feas, pero esta le gana a todas– me dijo.
        — Por favor, esto es cuestión de vida o muerte.
     — Tampoco es cuestión de ponerse dramático. ¿Qué pasó, te contagió Venanzi?
      — ¿Por qué no te vas a dar una vuelta y vuelves después de las ocho?
      – A los tipos hay que conocerlos cuando están con la soga al cuello. Cuando están encima tuyo, todos se parecen a Sandokan.
      – Mientras las cosas funcionan, funcionan. Lo nuestro se acabó.
      – Estás verde de miedo.
    — No pienso llevarte la corriente. Podemos hablar mañana.  —Se mc acercó, me pellizcó con rabia en la tetilla izquierdo y se fue.
Imaginé que veía todo rojo, pensé que tenía delante de mí una pared de ladrillos. Dejé que el dolor se evaporara por las sienes, y volví para el hotel.             Como el rumor había salido de seis personas al mismo tiempo, cada uno preguntaba al de al lado por el fantasma. Todo amenazaba con diluirse. Una vez la multitud se dispersara, muchos se irían a votar, la mayoría por la Acción Popular.
      Y de repente, se hizo la luz. O mejor dicho, el relámpago.  Mientras el cielo se oscurecía junto con los edificios y los contornos del hotel empezaban a ser más imaginados que vistos, un fogonazo se encendió en el tercer piso. Fue como si alguien hubiera hecho shhh colocándose un dedo delante de la boca. Primero se apagaron las conversaciones y después, varios corearon: “¡Ahí!” Me imaginé que estaban apuntando a algún lugar con la mano.
      Unos dos minutos después, otro fogonazo se encendió en el cuarto piso. A través de uno de los ventanales se pudo ver una tela flotando. Muchos retornaron al lugar del Escorial. La mayoría se colocó en la vereda de enfrente, donde podía ver mejor.
      Revisé el reloj con disimulo. Eran las siete y quince. Cuarenta y cinco minutos más con esa muchedumbre frente al hotel, y sería posible ganar las elecciones.  
      Cuando volví a mirar el reloj eran las siete y veinticinco, y Rosales, el intendente, estaba temblando a mi lado.
      —Está bien, me embromaste–reconoció– pero te voy a reventar. Como que hay Dios que te voy a reventar.
      —Oiga Rosales, ¿qué le pasa? –Le pregunté. Empecé a asustarme.
      —Te voy a reventar– insistió. –Como que hay Dios.
     Rosales pidió permiso a los policías que estorbaban la entrada al hotel y entró por la puerta principal, Al rato reapareció en el balcón del primer piso arrastrando de la mano al viejo Verianzi. El viejo había usado las técnicas de maquillaje de la vieja escuela, cuando el ídolo del sainete era Florencio Parravicini. Había grandes manchas de lápiz labial en las mejillas. Las comisuras y las cejas estaban pintadas con corcho quemado. Lo cubría una sábana tornasolada con pintura.
      Rosales se puso frente al viejo como para retarlo, y de repente se arrodilló, y dijo:
      – Perdóneme, Venanzi. Perdóneme por lo que le hice a su hija.
      – Yo no quería hacer esto… – dijo Venanzi. Soplaba viento y nadie pudo oír las palabras siguientes.
      –Más fuerte– gritaron desde la calle.
     –Yo no quería hacer esto. Yo no quería entrar en esta farsa– gritó Venanzi mientras miraba a nuestro intendente. –Yo no quería hacer esto– repitió, dirigiéndose al público. –Nogaró fue el que me obligó.
     –Ese señor está loco– grité a los que me apretujaban contra una verja de hierro, cerca de la entrada al hotel.
      –Perdóneme Venanzi – gritó Rosales, también dirigiéndose hacia nosotros. –Yo la quería mucho a su hija. Me enloquecí. Créame, Venanzi, me enloquecí.
      Y entonces confesó.
      Rosales dijo que había matado a la hija de Venanzi. Se había citado con la chica en el hotel, como lo hacían desde enero, y ella le dijo que se había enamorado de Wilde, nuestro apoderado, y que lo pensaba abandonar.
–Me enloquecí– volvió a gritar Rosales al público. –Por esa la maté.
      Cuando iba a sacar el cadáver de la chica, se apareció la hija de De Luca, que también esperaba a alguien en el hotel. Así que el intendente aulló como un lobo, y agitó su campera. La muchacha huyó, y Rosales llevó el cadáver a la fábrica de pirotecnia, prendiéndole fuego.

      –Haga de mí lo que quiera, don Venanzi– dijo finalmente Rosales abriendo los brazos en cruz. Venanzi lo tomó de uno de los brazos, y se alejaron del balcón. Los dos reaparecieron en la azotea.
      –Don Venanzi quiere que me suicide– anunció Rosales a los espectadores. –       Lo que hice no tiene perdón de Dios– y se lanzó a la calle.

      Entre el viento y las interrupciones del público a Venanzi, y el pedido de repeticiones, pasó la hora de cierre de las mesas electorales.

      Al día siguiente, de madrugada, subí al tren que me llevaría a Bahía Blanca. El diario El Sol dedicó la mitad de la primera plana a reseñar el suicidio de Rosales. En su editorial, Reimundes, su director, decía que “la tragedia que había estremecido a Puerto Wilde redacta,  con indelebles titulares, el certificado de defunción de todo un estilo de hacer política en nuestra progresista localidad”. En la última página, en tipografía tamaño ocho, casi imposible de descifrar se anunciaba el triunfo de nuestro partido, la Unión Vecinal, sobre la Acción Popular, por 432 votos contra 241. Había seis votos impugnados, y dos en blanco.

(La primera versión de este relato fue publicada en la revista Crisis de Buenos Aires, dirigida por Eduardo Galeano, en febrero de 1974).