miércoles, 28 de octubre de 2015

Las múltiples vidas de personajes y narradores

Mario Szichman

Para Sofía Imber,
Un monumento de la cultura venezolana


Cada vez que Harry August muere, revive exactamente el mismo día y en el mismo lugar, aunque mantiene una discrepancia con el resto de los mortales: está al corriente de una existencia que ha vivido en reiteradas ocasiones.
The First Fifteen Lives of Harry August, novela escrita por Catherine Webb,  con el seudónimo de Claire North, ha causado sensación por el tema. Y de paso, ha revivido el interés por Ken Grimwood,  un narrador norteamericano que anticipó la trama de Harry August, y cuya vida personal pareció calcar Replay, su extraordinaria pieza de ficción.
La novela de Grimwood se inicia con la muerte de su protagonista, Jeff Winston, director del noticiero de una emisora de Nueva York, en 1988, a los 43 años de edad, tras sufrir un ataque al corazón. Poco después resucita, mucho más joven, en 1963. Tras recuperar su adolescencia, vuelve a estudiar en la universidad de Emory, en Atlanta, y trata de adaptarse a un cuerpo más flamante, y a varias amistades y romances anteriores. Por supuesto, surgen las dificultades: Winston está enterado de aquello que ocurrirá posteriormente. Tanto los errores que comete, como los triunfos que obtiene, forman parte del saber adquirido en años sucesivos.
En una ocasión, topa con un amigo de la universidad. El encuentro es doloroso para Winston; sabe que pocos años más tarde, ese robusto amigo que vende salud, morirá de cáncer. También el romance con su novia es afectado por las costumbres de la época. En 1963, la píldora anticonceptiva es una entelequia, y Winston debe aceptar una práctica sexual muy humillante para no dejar a su amante embarazada.
Hay, sin embargo, compensaciones. El protagonista sabe que con su noción del futuro puede ganar en el juego, y se hace millonario apostando a las carreras de caballos y a esas series mundiales de béisbol casi siempre disputadas entre equipos norteamericanos.
Posteriormente, Winston vuelve a morir de otro ataque al corazón. Y tras cada experiencia de resurrección, su vida cambia de manera drástica.
Grimwood falleció el 6 de junio de 2003 en Santa Barbara, California, y su obituario es casi tan siniestro como Replay. Dice así: “Kenneth Milton Grimwood, un narrador especializado en el género fantástico, y famoso por su libro ´Replay´, cuyo protagonista muere en varias oportunidades de un ataque al corazón y revive de manera reiterada el período entre 1963 y 1988, ha muerto. Tenía 59 años. La causa del fallecimiento habría sido un ataque al corazón”. 
Breakthrough, otra narración de Grimwood, transita un tema similar. Abarca más años que Replay, y posee elementos de horror. Además, usa el tema de la reencarnación, y tiene un final sorpresivo que me encanta.
Tras ser curada de epilepsia gracias a los avances de la tecnología médica, Elizabeth Austin, de 26 años, recibe en su cerebro electrodos en miniatura. Puede controlar sus ataques presionando los electrodos con ayuda de un aparato de control remoto. Pero entre los electrodos implantados hay algunos que cumplen tareas experimentales ignoradas por la ciencia. Cuando estimula uno de esos electrodos, Elizabeth tiene recuerdos de un remoto pasado que no le pertenece. La previa existencia, en el siglo diecinueve, es muchísimo más rica, a nivel espiritual y material. Elizabeth pasa a ocupar el cuerpo de una mujer muy atractiva, casada con un millonario. Finalmente, descubre que la mujer es una asesina cuyo propósito es viajar al futuro para matar a su esposo del presente.   
La fascinación con el viaje a través del tiempo, además de la necesidad de “vivir” literalmente otras épocas, se relaciona con nuestros deseos de alterar el pasado. Un cuento de Roald Dahl narra la historia de una mujer que, tras dar a luz, descubre que su bebé está muy débil, y puede morir en cualquier momento. La madre le ruega al médico que salve a su hijo. El médico concreta el milagro, y rescata de la muerte al bebé, Adolf Hitler.   
Por supuesto, cualquier otro bebé hubiera podido ser como Hitler, o todavía peor. Si un régimen permite ejercer el sadismo con toda impunidad, hay que tener un corazón de hierro y una moral muy fuerte para resistir los cantos de sirena de quienes alientan el maltrato al prójimo.  
Excepto por circunstancias excepcionales, todo narrador, aunque nunca lo refleje en sus escritos, termina siendo un viajero del pasado. Si ha conocido algunas ciudades, y las ha revisitado, desenmascara sus bruscos cambios. La historia suele cambiar fachadas y rostros, inclusive la idea que se hacen los seres humanos de sus semejantes. Un héroe cultural en una época puede transformarse en un monstruo en otra, y recuperar luego el favor popular. Basta ver las mutaciones que ha sufrido la imagen de Napoleón Bonaparte a partir de su exilio en Santa Elena.
Hay una gran historiadora norteamericana, Barbara Tuchman. Su libro más famoso es The Guns of August, sobre los comienzos de la primera guerra mundial. Uno de sus últimos trabajos fue una verdadera hazaña. Durante siete años se dedicó a explorar el aciago siglo catorce en bibliotecas de todo el mundo. El resultado es A Distant Mirror.
El siglo catorce fue el de La peste negra (1348-1350) Se estima que diezmó una tercera parte de la población radicada entre la India e Islandia. Pero además, hubo otras plagas concomitantes: guerras interminables, impuestos que eran en realidad confiscaciones, y bloquearon todo progreso de la industria y el comercio en ese siglo, pésimos gobiernos, bandolerismo, y feroces divisiones en el seno de la iglesia. Lo único que cesó en el siglo catorce fue la peste negra. El resto de las calamidades persistieron varios siglos. Algunas llegaron para quedarse.
Tuchman decía que cuando se describía el siglo catorce, solo se podía narrar una clase de historia: la de las elites. Hasta la llegada de la Revolución Francesa, los historiadores únicamente se interesaban en la genealogía de los poderosos. Nobleza, noble, son palabras con cierta alcurnia. Los aristócratas eran considerados superiores al resto de los mortales. (Aunque no siempre. El historiador Anselmo mencionó a un noble gascón que dejó en su testamento una donación de cien libras destinada a las dotes de las muchachas que se había encargado de desflorar).
Una vez las masas irrumpieron en la historia, lideradas por Marat, Danton y Robespierre, se produjo un curioso fenómeno: el hombre de la multitud se convirtió en un héroe, el pobre en virtuoso, y los nobles y los monarcas, "en monstruos de iniquidad", dijo Tuchman. Eso no duró mucho. También los revolucionarios franceses pasaron por una revisión, generalmente desfavorable. Stendhal, que había luchado en los ejércitos de Napoleón, y se consideraba un heredero de la Revolución Francesa, fue uno de los primeros en cuestionar a uno de sus líderes. Julian Sorel, protagonista de Rojo y Negro, se preguntaba: “¿Qué hubiera sido Danton en esta época…? ¿Se hubiera vendido a los curas, se hubiera convertido en ministro? Después de todo, el gran Danton solía robar... ¿Hay que robar? ¿Hay que venderse?”
Algo similar ocurrió con el proletariado. “Clases laboriosas, clases peligrosas”, un ensayo escrito por el gran historiador francés Louis Chevalier, muestra cómo con la Revolución de Julio de 1830 que tuvo como epicentro París, el auge del crimen en la capital francesa fue atribuido en buena parte al proletariado, en tanto el hombre de la multitud volvió a transformarse en un villano. Prácticamente la mayoría de los novelistas que escribieron sobre ese período –la época de oro de la literatura francesa, con genios como Balzac, Stendhal, Alejandro Dumas, Gustavo Flaubert, y con maravillosos folletinistas como Eugenio Sue, o Emile Gaboriau– no discriminaron entre la clase trabajadora y los criminales, o aquello que los marxistas describían como el lumpen proletariado.
Los también denominados bajos fondos de París obligaban a la coexistencia de pobres y criminales, simplemente por una cuestión de alojamiento. Los alquileres de viviendas o el pago de hospedaje en pensiones eran mucho más baratos en esos lugares, como lo serían luego las favelas brasileñas, las villas miserias de Buenos Aires, o los barrios de Caracas. Por supuesto, en las razzias caían justos y pecadores, aunque nadie se preocupaba mucho por investigar la celosa acción policial.
En fecha reciente, el Miami Herald  publicó una nota sobre la dificultad de obtener datos en la República Bolivariana de Venezuela, cualquier clase de datos, hasta los más inocuos. Por una parte, los funcionarios en condiciones de ofrecer cifras están siempre encerrados en sus despachos, o escondidos en el baño. El periódico citó el ejemplo de Deivis Ramírez, un reportero policial venezolano que debe ir de manera cotidiana a la morgue para descubrir cuantas personas han sido asesinadas en Caracas en el curso de una semana o de un mes. Las autoridades chavistas se niegan a mostrar cifras.
 “Es como un parto cotidiano”, dijo Ramírez al diario. “Las estadísticas de crímenes son las más difíciles de obtener”. En ocasiones, los malabaristas encargados de negar las cifras oficiales ni siquiera requieren mentir para desalentar la verdad. Ramírez dijo al Miami Herald que cada vez que una persona es baleada por la policía, el episodio no es clasificado como un “homicidio”, sino simplemente como “resistencia a la autoridad”.
(Ver nota en Tal Cual 
La mirada del narrador siempre marcha en busca de la confrontación, el antes y el después. Viví en Caracas entre 1967 y 1971, y entre 1975 y 1980. La volví a visitar en el 2001 y en el 2004. Me sentí en las dos últimas ocasiones como un viajero del pasado. El paisaje urbano había cambiado de manera drástica. Y por supuesto, los temores, y la devastación, también se habían alterado. No voy a pintar un paisaje idílico de la Caracas de la década del setenta. Los cerros que rodeaban la ciudad, y en los cuales vivían los pobres, una vasta mayoría, eran invisibles para la clase media y para muchos políticos. Los alquileres de apartamentos eran monstruosos, se devoraban la mitad de mi salario. La inseguridad obligaba a esquivar ciertas calles, a buscar refugio en otras. Pero todavía se podía ahorrar algo de dinero, había nutridas fuentes de trabajo, y una vida cultural muy vigorosa, con una serie de editoriales respetables. Y por supuesto, se podía hablar con el adversario, inclusive con el enemigo. No eran esos diálogos de la actualidad, tan próximos al incesto, donde solo se conversa con aquellos que piensan como uno, y en que la mejor muestra de amabilidad es olvidar la política si se acerca alguien del bando contrario.
Cuando trabajé en el programa de televisión Buenos Días, dirigido por Sofía Imber y Carlos Rangel, entre 1968 y 1971, tuve ocasión de conocer a todos los dirigentes políticos de esa época, del presidente de la República para abajo. Recuerdo que en una ocasión, escuché a Carlos Andrés Pérez, en esa época presidente de la facción parlamentaria de Acción Democrática, decir: “Nosotros, los políticos, nos agarramos de las mechas en el Congreso, pero siempre nos arreglamos en la trastienda”. 
Por cierto, podría escribir una interesante novela de un viajero del pasado centrada en esa época, donde había buenos dirigentes políticos, algunos brillantes, varios honestos –no todos– y una vigorosa vida política y cultural.  Y luego, propulsar al viajero del pasado en el presente de la realidad chavista. Sería avanzar, en vez de retroceder, de una época civilizada, a una era controlada por dinosaurios políticos, donde la disidencia es severamente castigada, y toda crítica es considerada un ataque a la patria, o lo que queda de ella.
En realidad, si me pongo a pensar un poco, el material es excesivamente rico. Hasta serviría para una saga. Quizás influye la rapidez con que Venezuela, más que transformarse, se ha ido mutando. Es un poco como el comienzo y el final de la película Cabaret. Al principio, un gigantesco espejo refleja en el cabaret a mujeres, ostensiblemente de vida alegre, acompañadas de hombres que exhiben su opulencia en la vestimenta. Al final, en el espejo siguen reflejándose las mujeres de vida alegre, pero sus acompañantes son ahora militares, que muestran el brazalete nazi en la manga izquierda de su chaqueta. Y si antes, al comienzo del filme, se veía a seres humanos disfrutar de la buena vida, al final, aunque sigue disfrutándose de la buena vida, existe una enorme exasperación. En vez de sonrisas, comienzan a imperar las muecas, en vez de la certidumbre y la decadencia del pasado, asoma la imprevisible, caótica, decadencia del futuro. Entre tanto, en alguna parte, sobrevuela la maldad. Pues el mal, en todas sus encarnaciones, no es nunca una esencia, sino una manera, más exitosa, de prosperar en la vida. Es uno de los primeros hallazgos con que tropieza un viajero del tiempo.




domingo, 25 de octubre de 2015

Modos de ignorar la historia

Mario Szichman


“En esta calle mataron al secretario de don Juan de Austria
JUAN ESCOBEDO el 31 de marzo de 1578
Noche del lunes de Pascua”.




Tomé esta fotografía en Madrid, en julio de 2013, fascinado por el exceso de información y por la ausencia absoluta de ella. El cartel, emplazado por el Ayuntamiento de Madrid, y fechado en 1991, dice todo, y no revela nada. Es improbable ser más claro. Juan Escobedo, secretario de don Juan de Austria, fue asesinado el 31 de marzo de 1578, que era la noche del lunes de Pascua. Es improbable ser menos explícito. ¿Acaso el cartel está destinado de manera exclusiva a los madrileños, excluyendo a sus visitantes? ¿No podrían informar quién era Juan Escobedo? Sí, ya sé, era el secretario de don Juan de Austria. ¿No podrían comunicar quien era don Juan de Austria? ¿Acaso las autoridades del ayuntamiento madrileño apuestan a la fenomenal memoria de quienes contemplan la placa?
Por suerte, no monopolizo la ignorancia cuando se trata del asesinato de Juan Escobedo. Un comentario del señor Fernando Encinar ( https://11870.com/pro/placa-a-juan-escobedo/fencinar) dice que “En la castiza calle de la Almudena, esquina con la calle Mayor y al lado de Bailén, hay una plaquita que siempre pasa desapercibida. Cuando la veo pienso en cien años todos calvos porque ese trozo de metal recuerda uno de los muchos episodios históricos españoles que han pasado a mejor gloria, un momento que marcó un antes y un después en la vida de nuestro país y que ahora ya nadie recuerda. De hecho cuando me quedo mirando la placa, y el pequeño callejón donde está instalada, alguien se para conmigo preguntándose qué demonios miro”.
Afortunadamente, el señor Encinar nos revela que “Juan Escobedo fue el secretario de Don Juan de Austria, hermanastro de Felipe Segundo y gobernador de los Países Bajos. Le asesinó Antonio Pérez, el secretario personal del rey cuando se enteró de que Juan Escobedo tenía pruebas de las corruptelas y miserias que había cometido Pérez en nombre del rey. Tiempo después, cuando el tema también salpicó al mismísimo rey, éste mandó encarcelar a Antonio Pérez, que escapó a la corte de Aragón donde el rey no tenía jurisdicción”. Finalmente,  Antonio Pérez escapó a Francia y de ahí al Reino Unido “para volver a Francia a morir viejo y solo y arruinado”.
¿Por qué fue asesinado Juan Escobedo? De acuerdo a Encinar, “murió por intentar limpiar de corrupción la corte española y que el rey fuera más abierto y tolerante en los Países Bajos”.
Felipe Segundo no era cualquier monarca. Si William Shakespeare se hubiera enterado de su pedigrí, es posible que lo hubiera elegido a él, en lugar de Ricardo Tercero, como encarnación del mal puro. (Aunque, como decía Ricardo Tercero en la versión de Shakespeare, “Quien utiliza el veneno, no por eso ama el veneno”).

Entre las travesuras de Felipe Segundo figuró el presumible asesinato de Carlos, el príncipe de Asturias (1545–1568), su hijo mayor y su probable heredero.
Una muy buena biografía de William H. Prescott History of the Reign of Philip the Second, King of Spain, nos cuenta que Carlos era una persona con graves problemas mentales, aunque las monarquías suelen estar plagadas de ellas, pues suelen bordear el incesto.

¿Usó Felipe Segundo el veneno para librarse de su hijo, tras robarle la novia? Ocurre que el príncipe de Asturias había quedado perdidamente enamorado de Isabel de Valois, la hija mayor del rey Enrique Segundo de Francia. Sin embargo, Felipe Segundo le arrebató la novia a su hijo –alegan que por razones de estado, pues cada época se presta a diferente clase de mentiras–, y se casó con ella en 1560. El historiador J. Lothrop Motley dijo que el monarca había tenido previamente “el inconcebible designio de casarse con su propia hija”.  
El rey ordenó encarcelar al hijo, quien murió en prisión seis meses después de vivir en confinamiento solitario. Algunos sospechan que Carlos fue envenenado. Otros están convencidos que fue envenenado.
Su desdichada suerte formó parte de la Leyenda Negra de España, que originó una increíble cantidad de novelas góticas. Un famoso escritor, Friedrich Schiller, escribió en 1787 la tragedia  Don Karlos, Infant von Spanien, que generó numerosas secuelas, entre ellas una de las óperas más famosas de Giuseppe Verdi, Don Carlos.
Algunos dicen que La vida es sueño (1635), de Pedro Calderón de la Barca se basa en la muerte de Don Carlos, aunque el dramaturgo no la mencionó de manera explícita, por razones de salud. Era como mentar la soga en casa de ahorcado.
No me voy a extender en las vicisitudes de Don Carlos, porque sería un cuento (macabro) de nunca acabar. Los monarcas españoles mantenían una extraña relación con el más allá.
En el filme Viridiana, dirigido por Luis Buñuel, el noble interpretado por Fernando Rey, un viudo afligido, droga a Viridiana, la viste con ropa de novia, y la viola. Algunos críticos dicen que Buñuel se basó en un episodio de la vida del rey Felipe Quinto de España.
Según el ensayista Joel Levy, el monarca, tras perder a su primera esposa, María Luisa de Saboya, quedó muy atribulado. “Era un hombre profundamente religioso, y no aceptaba tener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Pero, estaba tan urgido por la lujuria, que según señalan durmió con el cadáver de su esposa”. (Lost Histories: Exploring the World's Most Famous Mysteries).
También la práctica de profanar ataúdes se hallaba extendida entre la realeza española. El fallecido presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías, debe haber creído que concretaba una inédita hazaña al ordenar abrir el sarcófago del Libertador Simón Bolívar. En esa ocasión, pues cada época se presta a diferente clase de mentiras, Chávez dijo que deseaba averiguar si el Libertador había sido asesinado por la oligarquía colombiana.  
Por cierto, todavía recuerdo las fotos en que Chávez y la nomenklatura chavista de ese momento posaron en un anfiteatro disfrazados de médicos o de enfermeros. Hasta lucían esas gorras de plástico que emplean los facultativos en los quirófanos. En esa ocasión descubrí que el chavismo había llegado para quedarse. El autócrata argentino Juan Domingo Perón decía que se retorna de todas partes, menos del ridículo. El chavismo acabó con ese pronóstico. Una de las razones de su persistencia –-además de controlar todos los poderes del estado, y considerar las arcas del estado como parte de su caja chica– es justamente que no teme al ridículo.
Antes que Chávez examinara los restos de Bolívar, antes que los militares argentinos robaran el cadáver de Eva Perón, y mucho antes que Adolfo Hitler decidiera retirar el sarcófago con los restos de Federico Segundo de Prusia, y esconderlo en una mina de sal, pues temía que lo profanaran soldados aliados en las postrimerías de la segunda guerra mundial, el féretro de Don Carlos, príncipe de Asturias, se convirtió en objeto de vivo interés. Por lo menos fue abierto en dos ocasiones, pues circulaba la versión de que no había sido envenenado sino decapitado. En ese teatro de Gran Guignol que era la corte de España, se murmuraba que el príncipe había sido depositado en su sarcófago con la cabeza entre las piernas, prueba de que había sido degollado.
La primera ocasión en que se abrió el sarcófago fue en 1795, cuando la tarea corrió a cargo de un monje del palacio El Escorial. En 1812, el coronel Bory de Saint-Vincent, del ejército francés, repitió la tarea. (Napoleón retiró sus tropas de España en 1813).
Tanto el monje, como el coronel francés, dejaron testimonios del escrutinio. Ambos coincidieron en que Don Carlos mantenía su cabeza unida al cuerpo. Pese a los años transcurridos desde su muerte, el cadáver se conservaba en buenas condiciones. El coronel Bory dijo que el aspecto de Don Carlos era de alguien que había fallecido por consunción. (Varios documentos oficiales corroboran que el príncipe se había sometido a reiterados ayunos). Además, conservaba parte de la cabellera, que se había tornado rojiza y frágil “debido a la acción del tiempo y a la cal viva con que el sarcófago había sido colmado”.
Esta macabra excursión por el pasado español fue originada en una simple placa que encontré en Madrid informando del asesinato de Juan Escobedo, secretario de don Juan de Austria.  
No hay nada más apasionante que seguirle la pista a la historia. Lamentablemente, en América Latina, y me temo, también en España, la historia que se prodiga a los alumnos en escuelas y colegios está atiborrada de fechas –generalmente de juramentaciones y batallas– y huérfana de datos, o de seres de carne y hueso. Eso aburre y disgusta. Lo digo en primera persona. Estudié en la escuela primaria y en el colegio secundario en la Argentina, y también tres años en la Facultad de Derecho, algo que nunca pude entender por qué lo hice, pues el menor trámite me pone al borde de un ataque de nervios.  
Recuerdo mi incomprensión cuando algunos próceres súbitamente, sin explicación alguna, se convertían en villanos. Recuerdo insensatos, y probablemente ficticios, actos de arrojo. Nunca faltaba algún osado que llegaba hasta la orilla de un acantilado en brioso corcel, y se arrojaba al mar envuelto en la bandera. También las pugnas entre facciones, por ejemplo, entre unitarios y federales, eran incomprensibles.
Domingo Faustino Sarmiento, autor de esa bella novela histórica titulada Facundo, que quiso hacer pasar por documento histórico, y subtitulada Civilización o Barbarie, creó la plantilla de buena parte de los mitos argentinos. La civilización estaba concentrada en Buenos Aires. El resto del país era el territorio de la barbarie. Buenos Aires, con el puerto que dominaba su economía agropecuaria, era una segunda París. La ciudad se convirtió en un monstruo que absorbió buena parte de las rentas fiscales de la nación, y también en la cabeza de Goliat descripta por el ensayista Ezequiel Martínez Estrada, debajo de la cual existía un cuerpo raquítico.
Si la historia deja de pertenecer al santoral, si deja de ser aburrida, puede rendir muchos beneficios a los habitantes de un país. El ayuntamiento de Madrid, al menos en 1991, escamoteó un capítulo muy interesante de la historia de España al brindar escasos datos sobre Juan Escobedo. La Venezuela bolivariana controlada por los herederos de Hugo Chávez está dañando de muchas maneras a las futuras generaciones. Y uno de los daños es alterar el pasado, crear ficciones imposibles de acomodar con la realidad. El pasado no es un invento. Es la manera en que cada generación lidia con los desafíos que enfrenta su país o su sociedad. Si cada época se presta a diferente clase de mentiras, la solución es enfrentarla con la verdad, aunque sea dolorosa. De lo contrario, nunca se encuentran soluciones.



miércoles, 21 de octubre de 2015

Cómo estafar a la posteridad


Mario Szichman



El actual gobierno de Venezuela tiene tanto respeto por la posteridad como por los dineros públicos. Uno de sus hábitos es refundar lo ya instituido, especialmente cuando se trata de institutos educativas. Por ejemplo, en fecha reciente volvió a inaugurar el Liceo Fermín Toro. Una placa colocada en la puerta del liceo asigna la obra al fallecido presidente, Hugo Chávez Frías, aunque el Liceo Fermín Toro fue inaugurado el 12 de septiembre de 1936 por el presidente Eleazar López Contreras.

Si el gobierno de la Revolución Bonita estuviera emplazado en Atenas, ya se hubiera arrogado la construcción del Partenón. Por suerte, Grecia no es Venezuela. Sus ruinas milenarias están mejor cuidadas que la mejor arteria vial de Venezuela. Las bandas armadas no juegan a la ruleta rusa con la cabeza de indefensos ciudadanos. No hay máquinas captahuellas para detectar si algún osado quiere comprar más papel higiénico que lo regulado, ni ministros de Defensa que han ordenado reprimir manifestaciones a balazo limpio. La ley en Grecia no se estira como un chicle, para castigar a los díscolos y brindar impunidad a los compinches. El poder legislativo no vive en conchupancia con el poder ejecutivo y el judicial. El parlamento griego no es un sucedáneo del circo romano en que los gladiadores liderados por el presidente de la Asamblea Nacional Diosdado Cabello enfrentan a los cristianos de la Mesa de Unidad Democrática averiando sus rostros.
Grecia, la cuna de la democracia, sigue siendo una democracia. Y aunque continúan las medidas de austeridad y las dificultades económicas, logrará finalmente salir de ellas, o abandonará el euro, que ha sido una especie de boa constrictor para todo proyecto de expansión de la economía. Además, esa nación no está maldecida por el petróleo sino bendecida por cientos de islas y por una poderosa industria turística.

Por muy buenas razones, los regímenes autoritarios necesitan alterar el pasado. La formidable maquinaria de propaganda nazi hizo un eficaz lavado en el cerebro de decenas de millones de alemanes. El régimen de Adolf Hitler necesitaba, en primer lugar, borrar la mancha de la derrota sufrida por el ejército en la primera guerra mundial. Para eso inventó la fantasía de que había sido apuñaleado por la espalda. El enemigo estaba adentro: pacifistas, judíos, homosexuales, gitanos, comunistas, socialistas, liberales, eran los culpables de la capitulación.
El nazismo reinventó la historia de Alemania. No tuvo problemas en mentirle al pueblo en la cara. Los libros de historia fueron reescritos, se cambió la actuación de los héroes, se les hizo decir cosas que nunca habían pronunciado en su vida. No hubo un solo aspecto de la cultura o de la tradición alemana que permanecieran intactos. Inclusive se corrigieron mapas a fin de poder reclamar regiones transmutadas en irredentas una vez se trastornó su trazado.

GLORIA Y LOOR  A UNA HEROÍNA INEXISTENTE

     Cuando visité Trujillo, en el estado venezolano del mismo nombre, para hablar sobre mi trilogía de la Patria Boba, me informaron que los trujillanos  contaban con una flamante heroína. Tan flamante que ni siquiera existió. Se trataba de la generala post-mortem Dolores Dionisia Santos Moreno, también conocida como “La Inmortal de Trujillo”.
    Si el lector explora Google.books, que tiene más libros que la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, verá que hay exactamente una sola referencia a la fantaseada heroína. Y la referencia proviene de Huma José Rosario Tavera, cronista del Municipio Trujillo,  y perpetrador de la falacia. En cambio, Google.books dedica nutridas referencias a todos los héroes de la independencia latinoamericana, no sólo los más connotados, sino aquellos que apenas han merecido una escuálida referencia en una nota al pie.
Felizmente, otros chavistas cuestionaron la invención. Henry Martorelli, director del Movimiento Social y Poder Popular del gobernante Partido Socialista Unido de Venezuela, acusó a Rosario Tavera de tejer una patraña.
           Según Martorelli, el Centro de Historia de Trujillo fue tomado por el Comando Kuicas, uno de cuyos miembros era Rosario Tavera. Como parte de su labor revisionista, Rosario Tavera modificó algunos cuadros existentes en el Centro de Historia de Trujillo, y eliminó otros. Y luego, dijo Martorelli, creó “héroes y acontecimientos que sólo han existido en su imaginación”, entre ellos a la generala post-mortem. De acuerdo a Martorelli, Huma Rosario también habría urdido el cuadro de Dolores Dionisia Santos Moreno. “La imagen de esa figura”, indicó Martorelli, “tiene la cara de Angie Quintana y el cuerpo de José Antonio Páez”.
Tampoco debemos olvidar la cirugía estética que sufrió el Libertador Simón Bolívar. Durante dos siglos, el Libertador mantuvo el mismo rostro, perpetuado por excelentes artistas plásticos. Y de repente, recibió el face–lift que se le antojó a Chávez. Al parecer, las figuras autoritarias necesitan reinventar la historia. Además, les brinda una peculiar  omnipotencia. Existe cierto perverso placer en proveer al pueblo de falsa información y hacerlo dudar de su memoria, percepción e intelecto. 

Una noche, los venezolanos se acuestan teniendo en su mente una imagen muy clara de Simón Bolívar. A la mañana siguiente, despiertan observando un rostro de Bolívar que ni el Libertador hubiera reconocido al mirarse en el espejo. Treinta millones de venezolanos, y posiblemente muchos miles de latinoamericanos, contemplan un Bolívar “digitalizado”, un rostro que parece de goma, superpuesto a la imagen icónica.

Chávez, quien siempre se proclamó heredero del Libertador, perpetró un acto de taumaturgia que ningún gobernante en el mundo osó realizar: imponerle al prócer máximo su ideal de belleza, y al mismo tiempo desautorizarlo, una tendencia muy enquistada en el gobierno bolivariano.
Si el fallecido líder se creyó original, es porque su conocimiento de la historia resultaba bastante precario. Ya antes que Chávez, más de un siglo antes que Hitler, Napoleón Bonaparte también quiso estafar a la posteridad. Por supuesto, al lado del fundador de la Revolución Bonita o del líder del Tercer Reich, Bonaparte era un gigante político y militar. Pero tenía un problema: no era francés. Había nacido en Córcega. (Es curioso, Hitler tampoco era alemán. Había nacido en Braunau, Austria) y necesitaba mostrar aún más credenciales que un nativo de Francia.  En su libro History and Historians in the Nineteenth Century, George Peabody Gooch decía que para los bonapartistas era más dañino culpar a su ídolo de ser foráneo, a que lo acusaran de haber causado la muerte de dos o tres millones de personas durante sus campañas de conquista, o que Francia hubiera sido despojada de quince departamentos adquiridos por la República durante las guerras de la Revolución Francesa. Napoleón requería superar ese hándicap no solo a través de hazañas guerreras, sino recreando la historia. Necesitaba que la posteridad lo creyera infalible.  
En 1867, el ensayista francés Pierre Lanfrey publicó el primer volumen de su Historia de Napoleón, y causó un enorme escándalo, porque destruyó la leyenda napoleónica de un solo plumazo. Por supuesto, quienes admiran a Napoleón siempre encontrarán excusas para las debilidades de su héroe. ¿Qué héroe es perfecto? Sin embargo, hay héroes que son superiores a sus defectos, como los casos de Bolívar o de Francisco de Miranda (Debemos amar a los héroes más por sus fallas que por sus virtudes, pues un héroe imperfecto puede ser emulado y superado, pero un héroe sin mácula entra en la categoría de semidios, y hace creer al resto de sus compatriotas que son seres inferiores, incapaces de disputar su gloria).
Pero Napoleón tenía un defecto muy desagradable: siempre le echaba la culpa a otro, a fin de eludir responsabilidades. El historiador Lanfrey, con la paciencia de un entomólogo, descubrió que Napoleón había falsificado una carta dirigida a Joachim Murat, su cuñado, con el exclusivo propósito de lavarse las manos de ese fenomenal fiasco que fue la invasión a España.
Murat ingresó a España en 1808 con el cargo de comandante del ejército y gobernador de Madrid, y lideró la represión del alzamiento popular del dos y el 3 de mayo de 1808, inmortalizado por Goya.  Pese a que prometió una amnistía, reprimió la insurrección a sangre y fuego. Sus soldados marcaron con bayonetas las casas en las cuales se habían escondido los insurrectos, y una vez sofocado el motín, retornaron en la noche, y se llevaron a los presuntos participantes. Como parte del escarmiento, los franceses obligaron a los españoles a iluminar sus viviendas con faroles para que vieran las montañas de muertos y agónicos en las ensangrentadas calles. Fue el comienzo de una guerra que se prolongó durante cinco años y en la cual se perpetraron toda clase de atrocidades. Soldados franceses eran crucificados en árboles, o serruchados tras ser emparedados entre dos puertas, o lanzados a calderos donde hervía aceite. Los franceses no eran mucho más humanitarios, y cometían horrendas mutilaciones.
Napoleón mencionó en varias ocasiones la “úlcera española” como una de las razones de su derrocamiento, aunque el puntillazo final se lo dio su fracasada invasión a Rusia, en junio de 1812. Ninguno de los pronósticos que formuló en sus despachos, previos al envío de soldados a la península ibérica, logró cumplirse. Estaba convencido de que los españoles le agradecerían haberlos librado de sus monarcas, y del odiado valido o príncipe de la Paz, Manuel Godoy.
La investigación de Lanfrey es una joya. Y su descubrimiento debe haberle insumido varios años, pues tuvo que revisar millares de páginas en las ocho colecciones de cartas de Napoleón.
La carta en cuestión, de Napoleón a Murat, está fechada el 29 de marzo de 1808. Fue publicada por primera vez por Las Cases en su Memorial de Santa Elena, las presuntas confesiones hechas por Napoleón a su famoso amanuense. Esa carta no figuraba en los archivos del emperador de los franceses, y Las Cases admitió que Napoleón se la comunicó de manera personal en una de sus conversaciones. Aunque la carta difiere notablemente de todas las escritas por Napoleón antes y después, muchos historiadores la aceptaron como auténtica. Los editores de la correspondencia del emperador, quienes contaron con todos los recursos puestos a su alcance por el estado francés, nunca pudieron encontrar el original, o el borrador de la carta, ni siquiera una copia auténtica del documento. De todas maneras, aceptaron su legitimidad.  
¿Qué hace tan sospechosa esa carta? Para Lanfrey, “la sobrenatural” perspicacia con que Napoleón pronosticó futuros acontecimientos. En las cartas que escribió a Murat antes y después de la fechada el 29 de marzo de 1808, Napoleón  auguró que la invasión a España sería un paseo militar. En las previas cartas al 29 de marzo, le ordenó a Murat entrar en Madrid. En la carta del 29 de marzo, dice que “desaprueba el ingreso” de Murat de manera tan precipitada. “Tendría que haberse detenido” con su ejército “a diez leguas de distancia”.  
Antes de esa fecha, todo iba bien con el ingreso de Murat en Madrid. Pero en la carta del 29 de marzo, Napoleón dice que Murat podría haberse engañado “sobre el estado de España. Murat “al imaginar que está atacando a una nación indefensa”. (Es la única carta en que Napoleón se dirige a Murat en segunda persona). La carta del 29 de marzo inclusive pronostica lo que ocurrirá una semana más tarde, el dos y el tres de mayo en Madrid. “Los españoles son un pueblo enérgico, joven, que tiene todo el entusiasmo y el coraje de seres no agotados por las pasiones políticas”, señala. “La aristocracia y el clero son los amos de España. Harán reclutamientos en masa, y eso perpetuará la guerra. España tiene 100.000 hombres en su ejército, distribuidos en sitios diferentes. Servirán como núcleo para un completo alzamiento de la monarquía”.
Antes de las jornadas del dos y del tres de mayo, era imposible pronosticar lo que ocurriría en España. Por el contrario, el pueblo saludó con júbilo la entrada de Murat en Madrid, creyendo que venía a respaldar al príncipe de Asturias como nuevo monarca, tras la renuncia de su padre Carlos Cuarto, y la defenestración del valido Godoy.  
Lanfrey dice que había motivos para esa creencia. Por ejemplo, Eugene de Beauharnais, embajador de Francia en Madrid, era “asesor y decidido partidario del príncipe de Asturias”, luego Fernando Séptimo de España. “Por lo tanto, el emperador debía estar a favor del príncipe”. Las tropas francesas, con Murat al frente, “seguramente ayudarían a consolidar el trono español. El pueblo no tuvo que mirar con más profundidad, y nuestros soldados”, dice el historiador, “fueron recibidos con los brazos abiertos por los habitantes de Madrid”.  
¿Cómo podía haber previsto Napoleón, con su sobrenatural percepción, lo que iba a ocurrir algunos días más tarde? Lanfrey señala que “de haber cruzado alguna de las predicciones de esa carta por la mente” del emperador, “hubiera sido suficiente para que alterara sus planes de principio a fin”.  
Si Napoleón no cambió sus designios era porque ignoraba la catástrofe que le aguardaba. No tenía el menor respeto por los monarcas españoles –con toda la razón del mundo– ni tampoco por el pueblo español –y en eso se equivocó enteramente.
Pero en la carta del 29 de marzo de 1808, Napoleón vio todo, el pasado y el futuro de España. Esa es una de las grandes ventajas de escribir a posteriori: la certeza de predecir acontecimientos futuros.  
Ninguna de las recomendaciones de esa carta reaparecieron en las cartas previas o posteriores, dice el historiador. Por lo tanto, la carta, “que carece de significado, propósito o motivo, solo puede ser considerada como una falsificación cuyo único propósito era engañar a la historia. Y el falsificador no pudo haber sido otro que Napoleón”.  
El problema con ese tipo de engaños es que en vez de hacernos avanzar hacia el futuro, nos retrotraen al pasado. Si Napoleón mintió en esa ocasión ¿no habrá mentido en otras? ¿Cuánto de cierto hubo en su correspondencia, en sus proclamas, en sus confesiones a Las Cases? Lanfrey dice que esa carta forma parte del sistema de pensamiento de Napoleón. “¿Acaso Napoleón no hizo lo mismo durante los catorce años de su reinado? Día tras día, falsificó los documentos diplomáticos en Le Moniteur, las noticias del exterior, los debates en las Cámaras Legislativas, inclusive los informes de su administración”.  
Napoleón “mintió a sus contemporáneos de manera audaz cada día y cada hora de su reinado. Eso no puede negarse”, dice Lanfrey. Pero “¿Cómo es posible que alguien, excepto un sistemático detractor de su gloria, haya pensado en mentirle a la posteridad?”
Fast forward, atravesemos a toda velocidad los años que separan a Napoleón de Hitler o de Chávez, y se verá la misma impudicia para engañar al pueblo. Hitler fue derrotado, y el juicio de la historia es bastante desfavorable. Pero Chávez ha dejado celosos herederos de su gloria, y mientras manejen el timón de Venezuela, seguirá proliferando la inauguración de institutos educacionales construidos por gobiernos anteriores, los héroes y heroínas inexistentes, o los rostros de Bolívar hechos a imagen y semejanza del comandante eterno.






domingo, 18 de octubre de 2015

¡Voto a bríos! Daría mi garfio derecho para poder escribir como Salgari


Mario Szichman 
Para Fermín Caballero Bojart



En el mundo de habla inglesa se menciona raramente a Emilio Salgari, el creador de Sandokán, y de El corsario negro. Pero su figura comienza, lentamente, a ser reconocida. En el libro Robert Louis Stevenson, Writer of Boundaries, hay un excelente ensayo de Ann Lawson Lucas, donde se analiza el personaje del pirata en Salgari, Stevenson e Italo Calvino.
Lawson Lucas escribió también un libro sobre Salgari, La ricerca dell´ignoto, pero ignoro si ha sido traducido al inglés. De todas maneras, la confrontación central, entre el narrador italiano y el inglés, es muy luminosa porque exhibe más el genio de Salgari, que el incalculable talento de Stevenson.
Salgari instauró a Sandokán en el imaginario cultural cuando tenía apenas 21 años. Se trata, dice Lawson Lucas, “de una creación intensamente original, un carácter más inesperado aún que el de Long John Silver”, el inolvidable pirata que barre el piso con el resto de los protagonistas en La isla del tesoro. Long John Silver es un simpático, temible asesino, que tras cultivar la amistad del niño Jim, para apropiarse del mapa de la isla donde se oculta un inmenso tesoro, no tiene escrúpulo alguno en planear su asesinato. De no ser por sus hábitos criminales, Long John Silver sería un perfecto burgués. Además, es un ser humano.
Sandokán, en cambio, es bigger than life, uno de los grandes personajes de la narrativa universal, un mito que circula por la realidad sin pertenecer a ella. Inclusive sus enormes fallas son propias de una figura mítica. Es un ángel caído, un príncipe implacable cuyo padre fue despojado de su dominio en Borneo por el colonialismo inglés. En sus reiterados, fracasados intentos por recuperar el trono, Sandokán no da señal alguna de piedad, o de respeto por la palabra empeñada. En una ocasión, un caballero inglés, que le salvó la vida, y le ofreció hospitalidad y afecto, es recompensado por el jefe de piratas con la traición. El corsario negro, otra gran creación de Salgari, solo está obsesionado  con la venganza. No vacilaría en matar a la mujer que ama, a fin de consumar su vendetta.
En su más famosa saga, Salgari se atrevió a dar nombre y apellido al principal enemigo, de Sandokán: el rajá sir James Brooke, fundador de la dinastía de los “príncipes blancos” de Sarawak. También identificó la isla donde residía: Labuán. (Mariana, la más famosa e inaccesible de las mujeres amadas por Sandokán, es “la perla de Labuán”).
Si bien Sandokán parece heterosexual, resulta inquietante que tenga una amistad tan entrañable con el portugués Yañez de Gomera, aunque tampoco es algo inusitado. Abundan los libros indicando que la famosa Hermandad de la Costa, con temporal residencia en la isla de la Tortuga, aceptaba sin remilgos “el amor que no se anima a decir su nombre”. Era una simple cuestión de logística sexual. En los tediosos viajes por mar no se aceptaban mujeres a bordo. Y si bien hubo algunas célebres piratas en el Caribe, no eran famosas por su belleza, sino por su valentía. 
Resulta aún más extraño que Salgari haya elegido a Brooke como el principal villano del ciclo de Sandokán. ¿Conocía el escritor detalles de la vida íntima del rajá de Sarawak? Es posible. Brooke publicó una autobiografía bastante completa, y varios de sus admiradores y amigos también divulgaron las hazañas del feroz enemigo de los piratas dayakos de Borneo. En esos textos, fue ineludible mencionar su porfiado e inexplicable celibato, y el persistente rechazo a los avances amorosos de sus admiradoras, pues Brooke era un hombre muy apuesto.
En una de las tempranas biografías de Brooke se ofrecen detalles confusos de la herida que sufrió al comienzo de su carrera militar. Cuando tenía 22 años, y servía en un regimiento en la India, Brooke recibió un balazo durante un encuentro con una partida de soldados birmanos. En White Rajah, una biografía de Brooke escrita por Nigel Barley, se plantea la hipótesis de que el funcionario inglés fue herido en “la parte más apasionada de su cuerpo; eso explicaría su falta de interés sexual en las mujeres, o su negativa a casarse”. Pero otros biógrafos dicen que el balazo lo recibió en un pulmón, y mencionan en cambio su frecuente e íntima amistad con jovencitos durante buena parte de su vida.
No vamos a incurrir en el hábito de uno de los amigos de Holden Caulfield, el protagonista de El cazador oculto, de J.D. Salinger, obsesionado en demostrar que esos grandes héroes del cine de vaqueros, o de guerra, pese a su enorme hombría, eran, en realidad, fruitcakes.  De todas maneras, la buena narrativa es siempre una eterna porfía con la transgresión, y quizás la saga de Sandokán es tan fascinante porque el héroe es poco convencional –y en ocasiones, escasamente admirable. Pues el tigre mayor de Mompracem,  además de traicionar a quien le ha ofrecido una sincera amistad, es a veces un intolerable fanfarrón, y en otras, un ser que se tiene enorme lástima.
En una oportunidad, Sandokán observa una tempestad desde una gran roca cerca de su vivienda en Mompracem, y exclama: “¡Qué contraste! Afuera está el huracán y yo acá dentro. ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?” Sin embargo, el héroe que coteja su fiereza con la de una tempestad, suele condolerse a cada rato porque su padre perdió el sultanato a manos de los ingleses.
Tampoco Sandokán es un modelo de rectitud. Es increíble la manera en que derrocha la vida de sus compañeros de aventuras. Luego que los tigrecitos de Mompracem asaltan una embarcación, Araña de Mar, uno de los lugartenientes preferidos de Sandokán, cae muerto, pues durante el abordaje Patán, el segundo de a bordo, se había corrido algunos centímetros de su puesto de combate. De haber estado Patán en el sitio exacto que le correspondía, hubiera recibido el balazo, en lugar de Araña de Mar.
Tras la victoria, Sandokán le informa a Patán que debería fusilarlo por esa falta, “pero no me gusta sacrificar a los valientes. Sin embargo, en el primer abordaje te harás matar a la cabeza de mis hombres”. Patán no sabe cómo hacer para agradecer a Sandokán semejante favor.
Pero, más allá de esas incongruencias, Salgari era un magnífico narrador. Podría haberse dicho de él, lo que The Saturday Review decía de James M. Cain, el autor de El cartero llama dos veces y Double Indemnity: “Nadie se detiene en mitad de una lectura cuando se trata de Cain”.
La fascinación que despierta en los niños y adolescentes aquello que Roberto Arlt bautizó como “literatura bandoleresca” parece vincularse a la infracción. En el mundo de los adultos, los menores están a merced de los elementos. Y de repente, vienen autores y los convencen que pueden transformarse en superhombres. Es suficiente con imitar a los protagonistas de esas maravillosas narraciones. El protagonista de El juguete rabioso descubre ese mundo incomparable a los 14 años de edad, justo en el ingreso a la pubertad. En un mundo aburrido, triste,  avizora un territorio mágico donde “Caballeros en potros estupendamente enjaezados, con renegridas chuletas en el sonrosado rostro, cubierta la colilla torera por un cordobés de siete reflejos y trabuco naranjero en el arzón”, ofrecían “con magnánimo gesto una bolsa amarilla de dinero a una viuda con un infante en los brazos, detenida al pie de un altozano verde”.
Los autores de folletín prometían el paraíso en la tierra. “Entonces”, dice el personaje de Arlt, “yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos; enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas”.
También Mark Twain, en Las aventuras de Tom Sawyer, señala que la intención del protagonista es dedicarse a la vida criminal, y conseguir fama como pirata.
Salgari tenía una cualidad adicional: hacía recorrer a sus lectores tierras extrañas, plagadas de peligros y de milagros. El solo hecho de haber elegido el archipiélago malayo como sitio de las aventuras de Sandokán, e instalado a los piratas dayakos entre sus principales personajes colectivos, es otro gran acierto. Porque los dayakos eran piratas de río, no de mar. Y ese detalle es crucial. Debían pasar buena parte de sus travesías en medio de la jungla y de los manglares, acosados por serpientes, panteras y una rica fauna de animales feroces, acrecentando así el peligro, y la fascinación por sus aventuras. Al mismo tiempo, se ahorraban la angustia de largos peregrinajes rodeados de un inmenso mar, una de las cosas más aburridas del mundo.
Los piratas dayakos nunca se alejaban de su hogar o de sus amantes por períodos prolongados. Y eso hacía toda la diferencia, así como sus costumbres sexuales, o la manera de celebrar la derrota del enemigo.
La educación para el matrimonio se iniciaba antes de la pubertad, y el asesoramiento corría a cargo de las ancianas de la tribu. En cuanto al trato al enemigo, consistía en decapitarlo y llevar la cabeza de regreso al hogar.
En su libro Sketches of our Life at Sarawak,  (1882), Harriette McDougal cuenta que “Cuando los guerreros regresaban de una expedición, las mujeres de la tribu los recibían con bailes y canciones, y para celebrar las cabezas que habían traído,  realizaban ceremonias religiosas. El ritual era conocido como “acariciar las cabezas”. Durante meses enteros las cabezas eran conservadas y “constituían la principal atracción” en frecuentes banquetes. (Una concisa evidencia de que el pueblo no siempre tiene razón, y que, pese a la idea romántica de muchos populistas, la buena gente del campo es a veces bastante peligrosa y es necesario enseñarle buenos modales).
A veces Salgari se repetía en sus noches tempestuosas, y en esas tormentas tropicales en Borneo siempre alumbradas por relámpagos que ayudaban a iluminar el perfil aguileño de Sandokán, especialmente cuando aguardaba por su fiel compañero Yañez de Gomera en su reducto de Mompracem. También, en ocasiones, Sandokán se la pasaba gimiendo y ordenando injustos asesinatos, y exhibía un enorme desprecio por la vida humana, especialmente la de sus compañeros de fechorías. Pero al menos, tenía como alter ego a Yañez, quien disfrutaba de una gran cualidad: su imperturbable sentido del humor. Y en materia de escenografía y derroche, nadie superaba al Tigre de la Malasia. En Mompracem se podía observar “un verdadero laberinto de trincheras hundidas, armas quebradas y huesos humanos”. Había también rocas elevadísimas, cortadas a pique. Si había una roca, sin importar su tamaño, seguro que estaba cortada a pique.
Las vitrinas donde Sandokán guardaba el producto de sus fechorías estaban rotas. Ese es un detalle de gran narrador. Como esa mesa de la vivienda del pirata donde se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puñales y pistolas, y joyas donde relumbraban esmeraldas y rubíes.
¿Quién puede olvidar los lazos de seda con que los thugs ahorcaban a sus víctimas? ¿O a esos mendigos que portaban plantas en el hueco de sus secas manos? ¿O esas cavernas donde se realizaban extraños ritos? ¿O los feroces combates en la cubierta de los praos, o las vestimentas que portaban las dotaciones piratas?
Basta leer este comienzo, para quedar enganchado: “Un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, cerca de la costa de Borneo. Empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos”. A partir de ese momento, solo resta ponerse las pantuflas, encender la luz de un velador, y sumergirse en las incomparables aventuras de Sandokán. Nadie, absolutamente nadie, se detiene en mitad de una lectura cuando se trata de Salgari.








miércoles, 14 de octubre de 2015

Si quieren indagar en la calamidad que aguarda a Venezuela revisen la historia de España

Mario Szichman



Hace algunos meses publiqué en la versión digital del periódico Tal Cual de Caracas una nota que tenía por título: “El drama de Petróleos de Venezuela: tras raspar el fondo de la olla, se roban las ollas de sus instalaciones”  
La información se basaba en un trabajo de investigación de Reuters. La agencia noticiosa británica señalaba que piratas y atracadores se dedicaban a desmantelar parte de la infraestructura de la empresa estatal, una de las pocas que todavía sigue aportando dinero a las arcas del estado venezolano. (Casi de inmediato, la embajada venezolana en Londres denunció que Reuters estaba participando en una campaña de difamación contra PDVSA).  
El argumento central del artículo era que “el desempeño y la productividad de la industria petrolera venezolana estarían siendo afectados por una ola de criminalidad”. La embajada venezolana en Londres negaba tal aseveración, y reclamó a la agencia noticiosa corregir “los defectos” de la nota, “en nombre del respeto debido a los valores profesionales del periodismo, y a la verdad y realidad de Venezuela”.
Reuters no corrigió los presuntos “defectos” de su información. Tal vez supone que la verdad y realidad de Venezuela se define por la destrucción de todo aquello sospechoso de lucro. Hasta apostaría que, pese al rotundo desmentido de los funcionarios venezolanos, la producción de PDVSA va palo abajo, el robo de equipos y materiales va palo arriba, y el ente petrolero estatal terminará como todos los elefantes blancos del chavismo, boqueando y en la lona.  
Según Reuters, en la península de Paraguaná, frente a la isla de Aruba, habitantes de barriadas “en ocasiones ingresan en la refinería más grande de Venezuela para robar maquinaria, herramientas para la construcción, y cables, que venden como chatarra”. Entre tanto, en el estado Monagas, “unos 26.000 barriles potenciales de petróleo se perdieron en marzo (de 2015) durante una clausura” de las operaciones, “luego que empleados de la empresa estatal y contratistas robaron cables de cobre y causaron derrame en un tanque”.
“Los atracos y robos en el sector han aumentado”, dijo la agencia noticiosa. La “escasez de repuestos o la posibilidad de ulteriores robos, obstaculizan el reemplazo de objetos sustraídos, forzando el funcionamiento parcial de algunos pozos”.
Un teniente de la Guardia Nacional, que la embajada venezolana en Londres calificó inmediatamente de “sospechoso”, dijo a Reuters que es imposible evitar la acción de los ladrones de chatarra. El teniente participa en tareas de seguridad en la refinería de Amuay, aunque posiblemente cesó de intervenir en esas tareas, tras formular sus declaraciones a Reuters. Según dijo el militar, a veces, entre 20 y 30 personas ingresan al mismo tiempo en la refinería para robar. (En fecha reciente, esa refinería sufrió algunos desperfectos. Obviamente, no por falta de manutención, sino, de acuerdo al gobierno, por la acción de etéreos grupos paramilitares vinculados a sectores derechistas que intentan destruir a la Revolución Bonita, y que nunca son capturados).
En el 2013, dijo The Wall Street Journal, la empresa petrolera exportó 550.000 barriles diarios de crudo a través del Pacífico, en buena parte a China. En abril de 2015, según información de las autoridades aduaneras chinas, el país importó apenas 296.000 barriles diarios de Venezuela. 


En cuanto a la falta de mantenimiento, se han multiplicado los accidentes en el sector petrolero. El último ocurrió el 26 de agosto de 2012, cuando por lo menos 39 personas murieron y docenas fueron heridas al registrarse una filtración de gas en tanques de almacenamiento de la refinería de Amuay.
Si a eso se suma la acción de “piratas” en refinerías y depósitos, podrá verificarse que Venezuela se está convirtiendo en un país donde la única industria que prospera es la del saqueo, ya sea de los fondos públicos, o del atraco a sectores privados.  
En mayo de este año, publiqué una nota en Tal Cual: “Las otras venas abiertas”, donde reseñaba declaraciones ofrecidas a The New York Times por Víctor Álvarez, un economista de izquierda y ex ministro durante el gobierno del fallecido presidente Hugo Chávez Frías. Álvarez dijo al matutino que Venezuela había sido saqueada “como en la época de la conquista” española, “cuando el oro y la plata eran robados por toneladas”. El ex funcionario no estaba haciendo alusión a los gobiernos de la Cuarta República, sino al presidido por Chávez y ahora por Nicolás Maduro.
(http://www.talcualdigital.com/Nota/115680/Las-Otras-Venas-Abiertas)
Tras raspar el fondo de la olla y vaciar las arcas del país, tarea asignada a los funcionarios del régimen, ha llegado la etapa de desmantelar lo que queda en pie y si es posible llevarse las ollas, algo desorganizado, pero más democrático.

APENAS UN ESPACIO HABITADO

Cuando viví en Venezuela, (1967-1971, 1975-1980), los políticos y los economistas tenían muy claro que el principal problema del país era su casi total dependencia del petróleo, aunque inferior a la actualidad, cuando un 96 por ciento del dinero recaudado por el erario público proviene de la venta de crudo. 
Los más lúcidos, entre ellos el ex ministro de Hidrocarburos Juan Pablo Pérez Alfonso, decían que esa materia prima era “el excremento del diablo”,  y que Venezuela necesitaba diversificar su producción, si no deseaba quedar atrapada en sus redes. “El petróleo solo trae problemas”, decía Pérez Alfonso. “Basta ver esta locura: desperdicio, corrupción, y exceso de consumo. Nuestros servicios públicos se están cayendo a pedazos. Y aumenta la deuda. Estaremos endeudados durante años”.
El fundador de la OPEP formuló esas declaraciones en 1975. Lo único que ha cambiado es un rubro: “el exceso de consumo”. En líneas generales, no hay exceso sino escasez de consumo en Venezuela. Tengo amigos venezolanos –aquellos que aún pueden viajar al exterior– que al retornar al país traen de regalo a familiares y amigos una lata de atún o dos rollos de papel indispensable. En Venezuela, se trata de artículos suntuarios.
Hasta las interminables colas destinadas a adquirir alimentos se han convertido en un motivo de jolgorio para el chavismo. La ex Ministra de Comunicación e Información, Jacqueline Faría, consideró la escasez parte de la revolución.  
En fecha reciente dijo: “Es lo que nuestro presidente Maduro ha ordenado. Así que vamos a disfrutar de estas colas sabrosas para el vivir, viendo”. 
Ese incauto sentido del humor, que ha proliferado durante la Revolución Bonita, y que consiste en burlarse de la desgracia ajena, tiene sus riesgos. A veces es mal entendido; en otras ocasiones, peor interpretado. Cuando estaba escribiendo la novela Los papeles de Miranda descubrí que la famosa frase de María Antonieta en respuesta a la hambruna del pueblo parisino, nunca existió. Según la leyenda, alguien dijo a la reina de Francia que el pueblo no tenía pan, y ésta habría respondido: “Pues entonces, que coma tortas”.  
La realidad fue mucho más gráfica y siniestra. Foullon de Doué, ministro del reaccionario gobierno de Breteuil, quien había amasado una fortuna especulando en granos, dijo en las postrimerías del gobierno de Luis XVI que si el pueblo tenía hambre, podía alimentarse con heno. Un día, caminando por las calles de París, el ministro fue rodeado por una multitud. Un desafecto le colocó un collar de ortigas en torno a su cuello, y  uno de sus compañeros un ramito de cardos en su mano derecha, y un puñado de heno entre sus labios. Luego Foullon de Doué fue colgado de un poste de alumbrado. Minutos más tarde, su yerno, Bertier de Sauvigny, intendente de París, y acusado de haber proferido palabras similares, fue asesinado a garrotazos, y el corazón arrancado de su cuerpo. Las cabezas de ambos fueron clavadas en picas y llevadas en procesión hasta el Palais Royal. La cabeza de de Sauvigny era de a ratos empujada hacia la de su suegro, mientras los graciosos lanzaban gritos de “¡Bésalo a papá! ¡Bésalo a papá!” (Como podrá inferirse, también los enemigos de la monarquía tenían un incauto sentido del humor).
La ex ministra venezolana y actual candidata a diputada por el chavismo padece un problema muy conocido por los psicoanalistas: ignora cómo elaborar la agresión. Pero tampoco hay que echarle la culpa por sus exabruptos. En situaciones normales, los seres humanos suelen comportarse de manera racional. Cuando la anormalidad reina soberana, es casi imposible sublimar la agresión.   
El jefe de estado de Venezuela jura que el fallecido presidente  Hugo Chávez Frías, transmutado en ave canora, le gorjea al oído. Es difícil creer que Nicolás Maduro Moros pertenece al reino de este mundo. Si a eso se suma que el petróleo, que parecía en una época la panacea para todos los males, ha demostrado ser hambre para mañana, se entiende la tensión, el desencanto, y el pánico ante un futuro incierto, e inexorablemente calamitoso.
Tras quince años de despilfarro chavista, y con el precio del crudo cayendo en picada, apostar a la riqueza petrolera es tan saludable como apostar a la ruleta rusa. Y eso se agrava porque en Venezuela nada se produce, excepto ministerios y viceministerios destinados a garantizar la felicidad universal. Aquello que se echa a perder es abandonado. La idea del mantenimiento es una entelequia.
En fecha reciente, y en misteriosas circunstancias, cayó un avión de combate Sukhoi en alguna parte de Venezuela. El presidente Nicolás Maduro creyó que todavía estaba en la próspera época en que era más barato comprar por docena, y decidió comprar una docena de aviones Sukhoi, que cuestan alrededor de 47 millones de dólares la unidad. Su anuncio no fue bien recibido en un país donde los hospitales públicos devuelven a sus hogares a los enfermos graves porque faltan insumos básicos.   
Venezuela se ha convertido en una franquicia, como Adidas o Burger King. Todo se contrata o se adquiere en el exterior, en tanto cualquier venezolano que puede emigrar lo hace. Y se trata de personal calificado. Se estima que 1,6 millones de venezolanos han abandonado el país en los últimos años, entre ellos numerosos profesionales. (El sueldo de un profesor universitario en Venezuela no llega a 50 dólares mensuales).

LO QUE VENDRÁ, YA PASÓ

No hay que ser un exaltado o un demente para advertir que Venezuela es una bomba de tiempo. O que su reconstrucción demorará varias décadas, o quizás siglos; o que posiblemente nunca llegue. Y hay un ejemplo muy claro: el de la decadencia de España tras la expulsión de moros y judíos, que comenzó en 1492 y se consolidó a comienzos del siglo diecisiete. La fecha es muy precisa: 1602, cuando el arzobispo de Valencia presentó al rey Felipe Tercero una petición para que expulsara a todos los moros. El arzobispo le explicó al monarca que “todos los desastres que han afectado al reino fueron causados por la presencia de esos infieles”.  (Los moros eran los proto escuálidos, o los proto paramilitares de la España chupacirios).
El historiador Henry Thomas Buckle dijo que la petición para librarse de los moros fue respaldada con entusiasmo por el arzobispo de Toledo, aunque el prelado difería de su colega de Valencia en un solo tópico. El arzobispo de Valencia creía que los moros menores de siete años podían ser separados de sus padres y quedarse en España. En cambio, el arzobispo de Toledo señalaba que cualquier hereje, sin importar la edad, iba a contaminar la pura sangre cristiana; era preferible librarse de todos ellos. Tanto el arzobispo de Valencia como el de Toledo no estaban casados, e ignoraban que los niños necesitan a sus padres, y viceversa. En ese caso, la posición del arzobispo de Toledo –de echar a patadas a todos los moros, sin importar su edad– fue más humanitaria. Hubiera sido aún peor separar a los padres de sus hijos pequeños Solo hubiera contribuido a crear varios millares más de niños expósitos.
Según Buckle, “alrededor de un millón de los habitantes más industriosos de España fueron cazados como bestias salvajes, muchos asesinados, otros golpeados y robados. En cuanto a la mayoría, debieron huir al África”[i]. Otros historiadores como Clarke, en su Internal State of Spain, (Londres, 1818), calculan en dos millones los moros que fueron desalojados de España. (Como simple comentario, hace algunas semanas, varios miles de colombianos fueron desalojados de Venezuela, y obligados a retornar a su país de origen. No se ha hablado más de esa violación de los derechos humanos. Después de todo, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, decidió olvidarse del asunto. Pero no hay que ser un augur para señalar que ese éxodo afectará de manera adversa las actividades económicas).
Si bien la iglesia de España logró expulsar a los herejes radicados entre los Pirineos y el Estrecho de Gibraltar, y purificó la raza española en casi un cien por ciento, los vilipendiados apóstatas tuvieron su dulce venganza. En primer lugar, transportaron con ellos sus vastos conocimientos. Muchos eran comerciantes, otros profesionales en distintas labores. Sabían cultivar el campo, eran diestros en arquitectura, en orfebrería, y en las múltiples faenas destinadas a ganar dinero. En cambio, los frailes y los militares españoles solo creían en la cruz y en la espada, como sustituto del trabajo. Todo consistía en hacer procesiones y agitar los estandartes en las celebraciones patrias, aunque cada vez hubo menos que celebrar. (John Carr, en su libro Descriptive Travels in the Southern and Eastern Parts of Spain, publicado en 1811, decía que “Una tercera parte del trabajo del pueblo español se dilapida en festividades religiosas”).
Al igual que los chavistas venezolanos, esos seres ungidos por Dios creían en la pureza. Pero tanto la pureza religiosa como la ideológica, no multiplican los panes y los peces. Únicamente la tarea dura, opaca y cotidiana hace funcionar una economía.  
Es cierto que el saqueo permite obtener ganancias durante cierto tiempo,  pero, como demuestra el naufragio de PDVSA, una vez se raspa el fondo de la olla, y se roban las ollas, el país colapsa. Por supuesto, siempre existe el contrabando, una de las pocas industrias que nunca decayó en España, al menos hasta fines del siglo diecinueve. Pero inclusive el  contrabando –o el bachaqueo– disminuyen si nada queda por ofrecer. Y es en ese momento cuando un país se va por el despeñadero.  
Tras echar a los herejes, los príncipes de la iglesia española creyeron que vendría para el reino una época de prosperidad y grandeza. Después de todo, los moros no habían podido llevarse todo con ellos. Ignoraban que se habían llevado lo más importante: la capacidad de reproducir la riqueza.  
Y de repente, los defensores de la pureza de sangre española descubrieron que delante de ellos solo asomaba el páramo.   
Buckle resume así la situación: con la expulsión de los moros, prácticamente cada parte del reino de España “fue privada de muchos y laboriosos agricultores, y de expertos artesanos”. Los mejores sistemas de agricultura y ganadería de la época eran practicados por los moros. Esos herejes tenían el monopolio de los cultivos de arroz, de algodón y de azúcar, y de la manufactura de seda y de papel. “Con su expulsión, todo eso fue destruido de un golpe, y la mayor parte, para siempre, pues los cristianos españoles consideraban tales tareas por debajo de su dignidad”.  
Jovellanos, uno de los grandes ministros del rey Carlos Tercero, reconoció que “excepto en las zonas ocupadas por los moros, los españoles prácticamente ignoraban el arte de la irrigación”.  
Las únicas profesiones honorables en España eran arrojar agua bendita y morir por el rey; todo lo demás era sórdido, deshonesto.  Pero Dios –pues también los moros tienen un Dios– castiga sin palo ni piedra. Con la expulsión de los moros, dice Buckle, “no hubo nadie que ocupara su lugar. Las manufacturas y las artes degeneraron, o se perdieron en su totalidad. Inmensas regiones de tierra cultivable se convirtieron en eriales”.  Algunas de las partes más ricas de Valencia y de Granada, donde habían vivido muchos moros, fueron abandonadas, y no había recursos siquiera para alimentar a la escasa población de puros cristianos. Quienes reemplazaron a los laboriosos pobladores fueron malvivientes, los proto colectivos de la España arruinada.  De esa época, dice el historiador, “data la existencia de bandas organizadas de ladrones, que se transformaron en el azote del país”.  
Por suerte, la fe triunfó. Nunca fue tan poderosa la iglesia española como tras la expulsión de los moros. “Todas las consideraciones temporales”, dice Buckle, “fueron repudiadas. Nadie osaba preguntar. Nadie osaba dudar. Nadie se atrevía a inquirir si lo que estaba ocurriendo era justo”.  
Durante un período de casi ochenta años, entre los reinos de Felipe Tercero, Felipe Cuarto y Carlos Segundo, España se fue despoblando, y el crimen fue creciendo de manera desaforada. Al comienzo del siglo diecisiete, se calculaba la población de Madrid en 400.000 personas. Al comienzo del siglo dieciocho, había quedado reducida a menos de 200.000.  
Sevilla, una de las ciudades más ricas de España, también marcada por la presencia y la cultura de los moros, contaba en el siglo dieciséis con unos 16.000 telares, que daban empleo a unos 100.000 operarios. Para el reinado de Felipe Quinto, esos 16.000 telares habían quedado reducidos a menos de 300. Un informe presentado al rey Felipe Cuarto en 1662 decía que Sevilla tenía apenas una cuarta parte de los habitantes que habían vivido antes de la expulsión de los moros. Los viñedos y olivares que se cultivaban en las zonas rurales, y constituían buena parte de su riqueza, estaban abandonados.
A mediados del siglo dieciséis, Toledo tenía cincuenta manufacturas de tejidos de lana. En 1665, la cifra había quedado reducida a trece.
Antes de la expulsión de los moros, las bellas provincias del sur de España habían sido tan prósperas, que con sus rentas podían abastecer todas las necesidades del tesoro imperial. Luego de la expulsión de los moros, el deterioro fue tan rápido, que para el año 1640 era imposible recaudar impuestos.   
En la segunda mitad del siglo diecisiete, en las aldeas cercanas a Madrid, los habitantes se morían literalmente de hambre. Los campesinos se negaban a vender sus productos, no para especular, sino porque necesitaban alimentar a sus familias. 
La monarquía, como ahora el chavismo, decidió que era víctima de una guerra económica, que todo era culpa de los especuladores, y cada día inventó nuevas medidas para confiscar productos o sancionar a sus poseedores. Ejércitos de inspectores hicieron la vida imposible a los comerciantes, pero la escasez se acentuó.  
El paso siguiente fue ordenar a los inspectores que se apropiaran de las camas y los muebles de los supuestos especuladores. Buckle dice que los inspectores llegaron a robar el tejado de las viviendas para venderlo al mejor postor, con tal de obtener algo de dinero. Y en esa ocasión, no fueron los moros sino los cristianos habitantes de España quienes se vieron obligados a huir. “Vastas multitudes murieron de hambre o de exposición a los elementos. Aldeas completas quedaron desiertas. Y en muchas ciudades, alrededor de una tercera parte de las viviendas quedaron totalmente destruidas para fines del siglo diecisiete”.
En Madrid, muchas personas morían en las calles. Y gran cantidad de habitantes, desesperados, optaron por la delincuencia. En 1680, trabajadores y comerciantes organizaron bandas en la capital española, entraron en viviendas privadas, y robaron y asesinaron a sus ocupantes “a plena luz del día”.   
Luego, la policía imitó a los habitantes, y se dedicó a la rapiña. En 1693, se suspendió el pago de las pensiones a los ancianos. Y el salario de todos los funcionarios públicos fue reducido a una tercera parte. Hubo asesinatos de personas que peleaban por una hogaza de pan.  
España se salvó de pura casualidad porque en 1700 falleció Carlos Segundo, el rey idiota de la casa de Austria. El reino de España pasó a la dinastía de los borbones de Francia. Y de esa manera, la nación se convirtió en una franquicia administrada desde París, y con ministros reclutados en distintas capitales europeas.   
España nunca superó su decadencia. El duque de Saint Simon, cuyas memorias sirvieron de plantilla a Marcel Proust para escribir A la búsqueda del tiempo perdido, resumió muy bien la situación del reino. Siendo embajador en Madrid, entre 1721 y 1722, dijo que “en España, la ciencia es considerada un crimen, y la ignorancia, una virtud”.  
Si los venezolanos examinan lo que está ocurriendo actualmente en su país, verán que muchos de sus problemas surgen de una banda de iluminados que nunca han puesto los pies en la tierra. Y el futuro que les aguarda no luce nada promisorio. Siempre es grato vivir de ilusiones, creer que la historia no se repite. Claro está, Venezuela no es España. Y España no era Holanda, y ningún país se puede comparar con otro país. Pero hay maneras de que la historia se repita. Dos gobiernos, el de Venezuela ahora, el de España antes, incurrieron en la deplorable costumbre de matar las fuentes de producción, que llevó a raspar el fondo de la olla, y finalmente, a robarse las ollas. Si alguien desea saber qué ocurrirá en los próximos meses o años en Venezuela, puede revisar la historia de España. La respuesta que obtendrá, muy difícilmente le devolverá el optimismo.




[i]Henry Thomas Buckle: History of Civilization in England, Nueva York, 1857. Es muy difícil encontrar otro libro similar al de Buckle, a la hora de entender la civilización europea. Aunque el historiador quiso usar a Inglaterra como modelo político, era un racionalista y un escéptico. El tomo que dedica a España es excepcional. Todavía no conozco un historiador español que se le pueda comparar. Y por una razón muy simple. Los historiadores españoles de la época de Buckle estaban demasiado ansiosos por mostrar la grandeza de un país en completa decadencia, antes que revelar sus males. Buckle tuvo que perder varios años chequeando fuentes, a fin de mostrar, y de manera apenas aproximada, las razones por las cuales España se transformó, de primera potencia de Europa con Carlos Quinto, en “La Verduga” durante el siglo diecinueve. Muy pocas de las fuentes eran españolas. Las autoridades se cuidaban muy bien de ocultar en sitios inaccesibles todo documento que mostrara sus barrabasadas.