miércoles, 28 de septiembre de 2016

“Cándido o el Optimismo”, de Voltaire. El repudio de los poderosos como único galardón del coraje intelectual


Mario Szichman

"Aquellos que hacen creer a otras personas en absurdos,
Pueden lograr que otras personas cometan atrocidades"
Voltaire



Voltaire se hizo amigo de personajes muy poderosos, pero algunos de ellos, tras la admiración inicial por el filósofo, historiador, poeta y narrador, empezaron a odiarlo con enorme intensidad, a raíz de su vitriólico humor. Entre ellos figuraba el rey Federico de Prusia, quien primero invitó a Voltaire a ser funcionario de su corte, y luego, cuando las cosas se pusieron espesas, ordenó su arresto en Fráncfort, exigiendo que le devolviera un volumen de sus obras. (El arresto se prolongó cinco meses, y las autoridades prusianas también aprovecharon para humillar a la amante de Voltaire). Inclusive circuló el rumor de que el rey ordenó el vapuleo de Voltaire por parte de uno de sus lacayos.
El escándalo fue corolario de que Voltaire publicó su Diatriba del doctor Akakia una parodia de la túrgida filosofía de Pierre Louis Maupertuis, presidente de la Academia de Ciencias de Berlín, y protegido del monarca.
La diatriba contra Maupertuis fue la gota que rebasó el vaso. Es posible que los celos hayan llevado a Voltaire a menospreciar al filósofo, o a tratar de desplazarlo a fin de quedarse como favorito del rey, aunque Voltaire tenía poderosas razones para ese desdén.
Maupertuis propiciaba curiosas teorías sobre el ser humano. En uno de sus tratados propuso disecar los cerebros de los indios de la Patagonia para descubrir la naturaleza del alma. Señaló, además, la ventaja de construir una ciudad donde solo se permitiera hablar el latín, recomendó excavar un pozo que llegara al centro de la tierra, y aconsejó curar enfermedades y preservar la vida durante varios siglos cubriendo a los pacientes con colofonia, una resina natural.

Voltaire
Voltaire formuló al monarca algunos comentarios sobre las extrañas teorías de Maupertuis. Dicen que Federico de Prusia tuvo un ataque de risa cuando Voltaire criticó un libro de su rival. Luego, se disgustó. A ningún soberano le gusta que un advenedizo cuestione sus designaciones. Para Federico de Prusia, el ingreso en su corte de un hombre como Maupertuis: matemático, filósofo, y hombre de letras, era algo similar a emplazar una preciada perla en su corona. No iba a permitir que un advenedizo, como Voltaire,  ironizara sobre esa adquisición, y por añadidura, hundiera en el ridículo al encargado de nombrarlo.

CÁNDIDO: EL MEJOR
DE LOS MUNDOS POSIBLES

La novela corta Cándido, o el optimismo fue escrita por Voltaire en 1758, cuando tenía 64 años, y era ya muy famoso. Forma parte de sus Cuentos filosóficos. Lo curioso es que el escritor consideró esos relatos una parte menor de su obra, aunque es la más perdurable. ¿Quién representa hoy sus tragedias, quien recuerda sus poemas? Siguen en cambio persistiendo sus escritos históricos como La historia de Carlos XII, La era de Luis XIV, La era de Luis XV o el Ensayo sobre las costumbres de las naciones, y especialmente su formidable vena satírica, descollante en sus relatos, en su drama La doncella, donde destruye el mito de Juana de Arco, o en el Diccionario filosófico.
El detonante de la historia de Cándido son dos famosos terremotos, el de 1746 en Lima, y el de 1755 en Lisboa, que hicieron creer a muchos la llegada del fin del mundo. El chivo expiatorio fue el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz. Por supuesto, Leibniz no era el estúpido optimista que creía que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Voltaire se limitó a reírse de la teoría de Leibniz usando algunos de sus conceptos y retorciendo su interpretación, algo que también hizo con la teología de los jesuitas, o con varias doctrinas políticas.
Cándido es un ingenuo adolescente nacido en Westfalia, Alemania. En realidad, ese lugar es una alegoría del paraíso en la tierra. Sus amos son el barón Thunder-ten-trockh y su esposa. Tienen una hija, Cunegunda, de la cual Cándido está perdidamente enamorado, y un tutor, Pangloss, uno de los grandes personajes de la literatura moderna, quien enseña una apócrifa versión de la teoría de Leibniz.
Esta es la presentación que hace Voltaire del barón: “Era el señor barón uno de los caballeros más poderosos de la Westfalia; su quinta tenía puerta y ventanas, y en la sala principal había una colgadura. Los perros de su casa componían una jauría cuando era menester; los mozos de su caballeriza eran sus picadores, y el teniente-cura del lugar su primer capellán: todos se echaban a reír cuando decía algún chiste”.
Esta es la primera visión que tenemos del doctor Pangloss: “Demostrado está, decía Pangloss, que no pueden ser las cosas de otro modo; porque habiéndose hecho todo con un fin, no puede menos este de ser el mejor de los fines. Nótese que las narices se hicieron para llevar anteojos, y por eso nos ponemos anteojos; las piernas para llevar calcetas, y por eso llevamos calcetas; las piedras para sacarlas de la cantera y hacer mansiones, y por eso tiene Su Señoría una hermosa mansión… como los cerdos nacieron para que se los coman, todo el año comemos tocino. De suerte que quienes sustentan que todo está bien, han dicho un disparate: deberían decir que todo representa el ápice de la perfección”.
Pero rápidamente Cándido es desterrado del paraíso, tras ser sorprendido intentando seducir a Cunegunda. El barón Thunder-ten-trockh lo expulsa del castillo, Cándido es reclutado por el ejército búlgaro, y dejado por muerto en el campo de batalla.
Tras algunas peripecias, que incluyen la huida del regimiento de búlgaros, el protagonista encuentra a un pordiosero, “cubierto de lepra, los ojos casi ciegos, carcomida la punta de la nariz, la boca tuerta, ennegrecidos los dientes, y el habla gangosa, atormentado de una violenta tos, y escupiendo una muela a cada esfuerzo”.
El pordiosero es el doctor Pangloss (rebautizado por Voltaire como “el filósofo más aventajado de la provincia, y por consiguiente del orbe entero”). Tras relatarle a Cándido que el castillo ha sido atacado y destruido por el ejército búlgaro, Cunegunda ha sido violada, y el barón y la baronesa asesinados junto con el resto de los habitantes, revela a su discípulo las razones de su lamentable estado.
La culpa es del amor, dice Pangloss. “¡Ay! Ha sido el amor; el amor, el consolador del linaje humano, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el mórbido amor”. Y ¿cómo tan bella causa ha podido producir  tan abominables efectos? Pues ocurre que Pangloss tuvo relaciones con Paquita, “aquella linda doncella de nuestra ilustre baronesa. En sus brazos gocé los placeres celestiales, que han producido los infernales tormentos que me consumen”. Paquita había contraído una enfermedad venérea. “Debió este don a un franciscano muy instruido, que había recibido el achaque de una condesa vieja, la cual lo había obtenido de un capitán de caballería, que lo adquirió de una marquesa, a quien se lo dio un paje, que lo consiguió de un jesuita, el cual, siendo novicio, lo había recibido en línea directa de uno de los compañeros de Cristóbal Colón”.

Cuando Cándido dice que esa genealogía de la sífilis parece tener el origen en el diablo, Pangloss le explica que por el contrario, esa enfermedad es un don divino, “algo indispensable, un necesario ingrediente del más excelente de los mundos”. Si Colón no hubiera contraído “este mal que envenena el manantial de la generación, y que a veces estorba la misma generación, no tendríamos ni chocolate ni  cochinilla”. Y aunque la enfermedad “es ahora peculiar de este continente, no menos que la teología escolástica… hay razón suficiente para que la padezcan dentro de algunos siglos” todos los habitantes de la tierra.
Con ese mismo sarcasmo, Voltaire analiza las catástrofes naturales, las controversias religiosas, las guerras entre estados, la miseria humana, la vanidad, el egoísmo.
Para contrarrestar el optimismo de Pangloss, Voltaire usa a personajes como el anabaptista Martin, o el senador Pococurante. En tanto Martin cultiva un sano pesimismo, el senador desprecia absolutamente toda la cultura universal. Y en ese capítulo, Voltaire no solo muestra su abrumador conocimiento de la literatura griega y romana, sino también sus defectos.
La acción de Cándido es vertiginosa. Tiene  el apresuramiento de un filme del cine mudo. Cándido, el ser más gentil del mundo, mata en una sola noche a un judío, y a un familiar de la Inquisición que comparten los favores de Cunegunda. Las ciudades de la antigua Europa, las regiones de la nueva América, transitan velozmente en la narración. En todas partes reina la injusticia. El único lugar que se salva de la crítica es El Dorado. Allí los seres humanos son amables, gentiles, y el oro y las piedras preciosas son considerados desperdicios.
Las casualidades abundan. El hermano de Cunegunda termina siendo líder de los jesuitas en Paraguay. Cuando descubre que Cándido anhela casarse con su hermana, monta en cólera y trata de asesinarlo. En cambio, Cándido lo mata –o presume que lo mata– y huye de las misiones jesuíticas. Tan abundantes como las casualidades son los eventos inexplicables. Varios personajes dados por muertos solo quedan malheridos y se recuperan para continuar sus malandanzas.
Al final, Cándido logra reencontrarse con Cunegunda, que ha padecido terribles peripecias. Ya Cunegunda no es la apetitosa adolescente que enamoró el protagonista. Pero igual, Cándido decide casarse con ella, por su sentido del honor, y porque de cierta manera, la sigue amando.
El final es melancólico, pero feliz. Sí, el mundo está abrumado por el mal, pero hay también raciones de bondad. Los héroes y heroínas de esta historia concluyen habitando una pequeña granja. Un campesino turco les explica el secreto de su éxito: no hay que desear en exceso, hay que bregar con empeño, y sentirse satisfecho con la única vida de que podemos gozar en nuestro efímero pasaje por esta tierra. El trabajo, dice el campesino, “nos salva de tres grandes males: el aburrimiento, el vicio, y la necesidad”
En el famoso final, cuando el doctor Pangloss le explica a Cándido cómo todas las desdichas forman parte del mejor de los mundos posibles, éste responde: “Sí, es cierto, pero debemos cultivar nuestro jardín”.

Luego de su penosa experiencia con el rey de Prusia, Voltaire se mostró más cauteloso a la hora de buscar el favor de los monarcas. E hizo muy bien. Si La diatriba del doctor Akakia le causó tantos problemas, no es difícil imaginar los tormentos que hubiera padecido por su Cándido o el optimismo, o por Micrómegas, o por su Diccionario Filosófico, donde no deja títere con cabeza.
Tal vez ese es el más preciado galardón que puede obtener un intelectual: ser repudiado por los poderosos. En el caso de Voltaire, ese repudio se prolongó tras su muerte. Sus escritos concitaron la ira de Napoleón Bonaparte.
Alfonse de Lamartine dijo que durante 15 años, Napoleón “pagó a escritores para que degradaran, dañaran y negaran el genio de Voltaire. Él odiaba su nombre. Creía que mientras los hombres exaltaran el recuerdo de Voltaire, su posición” como emperador de los franceses “no estaría segura”.
No hay mejor homenaje a la gloria de Voltaire, que esa inseguridad de un genio militar que se creía omnímodo.



domingo, 25 de septiembre de 2016

Caleb Williams: La novela gótica, y la pesadilla de la persecución política


Mario Szichman



En 1794, William Godwin, publicó Things as They Are; or, The Adventures of Caleb Williams, una novela que nunca ha pasado de moda en el mundo de habla inglesa. (Godwin pasó también a la fama de manera colateral. Su hija, Mary Wollstonecraft Godwin, luego Mary Shelley, escribió Frankenstein: or, The Modern Prometheus (1818).
Godwin consideró Caleb Williams un complemento a su ensayo An Enquiry Concerning the Principles of Political Justice, una de las bases del anarquismo filosófico. La novela generó una formidable reacción, a favor y en contra, y terminó sepultando en el olvido al ensayo.
Caleb Williams fue publicada cinco años después de la toma de la Bastilla y del inicio de la Revolución Francesa. Y es obvio que Godwin simpatizaba con ella, aunque un año antes de la publicación de su relato, en 1793, se inició el Reino del Terror que sufrió sus estertores finales una vez la cabeza de Maximiliano Robespierre fue separada de su cuerpo por Madame Guillotine.  
La intención política de Godwin al describir las aventuras de Caleb Williams era cuestionar el poder del rey George III y de su primer ministro William Pitt. Una justicia omnímoda, uno de los temas de Caleb Williams, es lo más parecido a la injusticia.
Inclusive la fecha de publicación del texto, el 12 de mayo de 1794, era una clara denuncia del autoritarismo de la corona británica. Pues ese día, Pitt suspendió el habeas corpus[i] y ordenó arrestos en masa de presuntos radicales.
David Punter, en su ensayo The Literature of Terror, un análisis de la ficción gótica, ubica a Caleb Williams en una trilogía,  junto con Melmoth the Wanderer, de Charles Robert Maturin, y Confessions of a Justified Sinner, de James Hogg.
El crítico literario Walter Allen dijo que la novela de Hogg, un examen del fanatismo religioso, “es la representación más convincente del poder del mal en nuestra literatura”. En cuanto a Melmoth, la trama, al principio sencilla, se complica hasta convertirse en una pesadilla para el lector. El protagonista es un erudito que vende su alma al demonio a cambio de obtener 150 años de vida adicional. Melmoth viaja por el mundo en busca de alguien que lo pueda reemplazar en su odisea, un poco en el estilo de El judío errante. Pero la narración, aunque espléndida, en ocasiones es confusa. Cada relato va inserto en otro, y cada protagonista que tropieza con Melmoth, tiene su propia historia que contar.
William Godwin
En ese sentido, Caleb Williams es el más moderno relato de los tres, una maravilla de organización.  El propio autor explicó la confección de la novela, diciendo que su intención era crear una aventura ficticia, “que se distinguiera por un interés muy poderoso”. Para eso, “inventé primero el tercer volumen de mi relato, luego el segundo, y al final, el primero”. Su proyecto era crear una novela “de huida y persecución. El fugitivo debía padecer la perpetua aprensión de ser abrumado por las peores calamidades, y el perseguidor prevalecer siempre, por su inteligencia y sus recursos”.
En el comienzo, Godwin intentó la tercera persona. “Pero rápidamente quedé insatisfecho. Luego pasé a la primera persona, y convertí al héroe de mi relato en su propio historiador”.
Aunque el objetivo de Godwin era denunciar la intolerancia política y el peso de la autoridad, su modelo, curiosamente, fue el cuento Barba Azul, “ese admirable espécimen de lo aterrador. Falkland fue mi Barba Azul, encargado de perpetrar crímenes atroces”. En la imaginación de Godwin, Caleb Williams desempeñaba el papel de la esposa de Barba Azul, “quien, pese a las advertencias, persistía en sus intentos por revelar el vedado secreto”.

HERENCIAS

Caleb Williams, un joven inteligente y de escasos ingresos, es contratado como secretario de un rico hacendado, Ferdinando Falkland. Al principio, Falkland parece el héroe de la historia. Es un hombre decidido a proteger a su secretario, y es conocido por su don de gentes, su respeto al semejante, su caridad, su sentido de la justicia. En la primera parte, Godwin construye la historia de Falkland, y el lector queda de inmediato prendado de sus atributos.
Hasta que un día, por ciertas discretas averiguaciones, Caleb Williams descubre que Falkland cometió un asesinato, librándose de un odioso enemigo. Falkland se entera que Caleb ha descubierto su secreto, y decide convertirlo en su prisionero, para que nunca lo denuncie. Caleb huye de la mansión de Falkland, y el resto de la novela se basa en sus peripecias para eludir a un ser omnímodo, que siempre descubre sus numerosos escondites.
Falkland es un ser sobrenatural, un dios caído. Además de perseguir de manera interminable a Caleb a través de sus secuaces, también lo protege. Lo único que exige a cambio es que Caleb prometa no revelar su secreto. Pero ¿quién es Caleb en realidad? ¿Qué parte de su persecución es real, o simple paranoia?
En muchas ocasiones Caleb interpreta mal las intenciones de su amo y les otorga un incomprensible matiz malévolo. Eso lo obliga a una eterna fuga, acompañada de nuevas represalias, y de la ruina de su reputación. 

SECUELAS Y RETORNOS

El descenso del protagonista en el abismo de la persecución, ha generado innumerables secuelas. (Quizás la última, o seguramente penúltima, es la serie de televisión y la película El Fugitivo).
Uno de sus derivados es Rogue Male, de Geoffrey Household. El protagonista, tras intentar el asesinato de un dictador de Europa central, huye a Londres, y allí es acosado por funcionarios del régimen. Existe algo uncanny, siniestro, en esa persecución. Household nunca se preocupó –afortunadamente– de aclarar cómo agentes de un servicio secreto podían perseguir al frustrado asesino prácticamente por toda Gran Bretaña, y descubrir su minúsculo escondite.
(Ver “Rogue Male”, de Geoffrey Household. El frustrado intento (narrativo) de asesinar a Hitler http://marioszichman.blogspot.com.es/2016/08/rogue-male-de-geoffrey-household-el.html).
En The Romantic Novel in England, Robert Kiely dice que en la novela gótica, “Confrontación y ruptura no son elementales temas de ficción, sino problemas estructurales y estilísticos”.  Y añade: “las novelas románticas florecen como plantas parásitas en estructuras cuya ruina es la fuente de su vitalidad”.
Uno de sus vigorosos herederos es William Faulkner. En novelas como El sonido y la furia, y especialmente en Absalom, Absalom, surgen las bondades y dificultades del género gótico. Perseguir su trama es como perseguir a un fugitivo. Hay que hacer múltiples rodeos, tropezar con los infinitos obstáculos de cruzadas genealogías, para arribar finalmente al descubrimiento del pecado original.
No hay seres humanos en Absalom, Absalom, pero abundan los prototipos. Y como brazo ejecutor, surge una religión implacable que, en sus variantes extremas, lejos de asegurar el triunfo de los buenos, y la erradicación de los malos, ha decidido que a Dios le complace jugar a los dados con el universo.
Es innegable que Godwin quiso encarnar en Falkland una justicia autoritaria, que finge imparcialidad, aunque su balanza está siempre inclinada a favor de los poderosos. No hay ser humano que cuente con las facultades del hacendado –sin importar su fortuna– para perseguir un enemigo. Solo puede hacerlo un estado. Solo podía hacerlo William Pitt con los disidentes. Además, debe tomarse en cuenta el molde en que fue vaciado Caleb Williams. La novela gótica no podía eludir su configuración metafísica, y anomalías que lejos de dañarla, le brindaron un prodigioso vigor.





[i] El habeas corpus es una institución jurídica que persigue "evitar los arrestos y detenciones arbitrarias" asegurando los derechos básicos de la víctima, algunos de ellos tan elementales como son estar vivo y consciente, ser escuchado por la justicia y poder saber de qué se le acusa. Para ello existe la obligación de presentar a todo detenido en un plazo preventivo determinado ante el juez de instrucción, quien podría ordenar la libertad inmediata del detenido si no encontrara motivo suficiente de arresto. (Wikipedia). En la Venezuela chavista, esa figura jurídica que protege al ser humano del abuso de toda autoridad, ha desaparecido.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Journeyman, de Erskine Caldwell: El predicador viajero y su perversa carga de tragedia


Mario Szichman



“What are you, anyway,” she demanded. “Are you a preacher or a pimp?” (“De todas maneras ¿Quién es usted?” la mujer exigió. “¿Un predicador, o un rufián?”)
Quien formula esa pregunta es Lorene, una prostituta, luego que Semon Dye, un predicador viajero, le propone ganar dinero extra acostándose con su ex esposo y con un amigo, en Journeyman, una de las novelas más famosas y polémicas de Erskine Caldwell.
El narrador consiguió fama imperecedera, y decenas de millones de lectores en Estados Unidos, con su trilogía Tobacco Road (El camino del tabaco), God´s Little Acre (La chacrita de Dios), y Journeyman (a veces traducida como El predicador viajero), aunque esa fue una parte mínima de su producción.

Caldwell escribió 25 novelas, 150 relatos, 12 colecciones de ensayos, dos autobiografías y dos libros para jóvenes lectores.  Fue corresponsal durante la segunda guerra mundial, y uno de los escasos reporteros que pudo ir a Ucrania, con permiso de Joseph Stalin, para escribir sobre la devastación causada por el ejército nazi.
Journeyman puede estar inspirada en su padre, un predicador presbiteriano. Pero la única parte de semejanza entre el Semon Dye de su escandalosa novela, y la figura paterna, es que su progenitor, Ira Sylvester Caldwell, debió desplazarse con su familia por el sur de Estados Unidos, como parte de sus actividades religiosas.
Eso incluyó los estados de Florida, Virginia, Tennessee, y las dos Carolinas. Finalmente, cuando Erskine Caldwell tenía 15 años de edad, la familia se estableció en Wrens, Georgia.
Caldwell nació en 1903 en White Oak, Georgia y, como muchos escritores de su generación, tuvo múltiples empleos antes de encontrar su verdadera vocación. Trabajó en un buque de carga en el golfo de México, fue arrestado por violar las leyes de vagancia en Bogalusa, Luisiana, fue empleado en una librería en Maine, repartió leche en el estado de Washington, y almacenó cristalería en Wilkes-Barre, Pensilvania. Pero su ambición era convertirse en el Theodore Dreiser de su generación. (Aunque olvidado fuera de Estados Unidos, Dreiser sigue siendo un referente indispensable de la literatura estadounidense, con obras como Sister Carrie, y An American Tragedy).
“Siempre supe qué era lo que deseaba escribir, y cuál sería el tema”, señaló en una ocasión. “Quería describir personas que conocí, sus vidas reales, la manera en que se movían y hablaban”.
Usando Maine como su base de operaciones, Caldwell comenzó a escribir un relato por semana, un hábito en el que persistió toda su vida. (Falleció en 1987, a los 83 años de edad).
Aunque la mayoría de sus contrincantes literarios deseaban sintetizar The Jazz Age, e intentaban remedar a Francis Scott Fitzgerald, Caldwell no se sentía cómodo entre los habitantes de las grandes ciudades. Prefería recordar su infancia y adolescencia en los estados sureños, especialmente la experiencia recopilada tras las andanzas de su padre.
Tenía un oído extraordinario para capturar el diálogo de las regiones rurales de Estados Unidos. A eso sumaba una sexualidad a lo Rabelais, y lo que se ha dado por llamar “a barnyard humor,” humor de corral.
Al principio, trató de ajustarse a los cánones literarios del norte de Estados Unidos, mucho más urbano y sofisticado que el del sur. Pero era obvio que los ingredientes más notorios de sus textos apuntaban hacia el grotesco.
Quien salvó su talento fue Maxwell Perkins, el editor de editores del cual hemos hablado en otras ocasiones, y cuyo mayor hallazgo fue Scott Fitzgerald. En su privilegiada posición en la editorial Scribner's, Perkins hizo una gran apuesta con Caldwell, señalándole que The Deep South, el mismo que había nutrido a William Faulkner, era un territorio más fértil. Caldwell abandonó la novela que transcurría en Maine (fue publicada décadas más tarde, en 1952, como A Lamp for Nightfall), y decidió sumergirse en aquello que el crítico W. J. Cash calificó de “el ideal salvaje” del sur de Estados Unidos.
Para refrescar sus vivencias, el escritor hizo un recorrido por zonas rurales de Georgia, y tomó apuntes sobre granjeros, jugadores, prostitutas y madres enfermas de pelagra.
Nadie describió la fenomenal pobreza de The Deep South con el humor y la compasión de Caldwell. Sus personajes son pecadores, pero enaltecidos por su decisión de negarse a reconocer su derrota. Y Journeyman, el predicador viajero, es uno de sus más famosos ejemplos.

EL PECADO ORIGINAL

Cuando Semon Dye llega a una localidad de Georgia, sus objetivos son ganar dinero usando dados cargados, acostarse con la mayor cantidad de mujeres posibles, y violar la mayoría de los Diez Mandamientos. Pero hay una carga de fanatismo, una genuina necesidad de salvación, que convierte al predicador viajero en una figura trágica. Racista hasta la médula, Semon desprecia a los negros, aunque desea dormir con sus mujeres, y explora todas las posibilidades destinadas a estafar al prójimo. No se trata de un Tartufo. Es violento, impetuoso, y cuando no puede imponer su voluntad, simplemente saca su revólver, y amenaza a sus potenciales feligreses.
Y pese a eso, algo de su despreciable humanidad está animada por el fuego sagrado. Y sus interlocutores, ignorantes, sin acendradas normas morales, hundidos en la pobreza cotidiana, demuestran ciertas cualidades que resultan al principio difíciles de discernir. Temen a la violencia, pero disfrutan de la lealtad. Son seres humanos que creen en la honradez, en la amistad, en la palabra empeñada. Y las relaciones entre hombres y mujeres exhiben una gran sutileza.
Si la palabra ribaldry, impudor, no existiese, seguramente Caldwell la hubiera inventado. Es su manera de mostrar, en su extraordinaria trilogía, seres paupérrimos dispuestos a proteger su dignidad, en medio de la hostil naturaleza de The Deep South.
Aunque el humor rabelesiano predomina en los textos más famosos de Caldwell, no es procaz, solo realista. No hay obscenidad, o “malas palabras”. Hay sugerencia de actos sexuales, pero nada gráfico. Y no impera la degradación.
Caldwell nos muestra en Journeyman a una prostituta, Lorene, desesperada por salvar a su hijo enfermo. Ella es en primer lugar una madre. Y sus relaciones con otros hombres son simplemente transacciones comerciales.  
Cuando se enamora del predicador, lo hace de igual a igual. En realidad, es difícil encontrar un personaje depravado en las novelas de Caldwell.
El narrador tenía además, una cualidad poética. En uno de los últimos  capítulos de la novela, el predicador, junto con dos granjeros a los que desplumó de sus ahorros, sube a la parte superior de un establo, para turnarse en la contemplación de una grieta en una de las tapias. No hay nada interesante del otro lado de las tapias, apenas un bosque.
Pese a ello, los tres se relevan espiando ese bosque. Más allá del simbolismo –¿Qué más puede representar esa grieta en una de las tapias, sino el sexo de una mujer?-- existe una especie de fervor místico. También el escamoteo puede significar el hallazgo de algo celestial. Es imposible no sorprenderse y congratularse ante esa escena. De repente, es como si esos seres humanos asistieran a una revelación divina.
La novela culmina con un sermón de Semon Dye, atendido por todo el pueblo en una escuela. Al principio Semon tiene como única intención que sus diáconos pidan contribuciones a los asistentes, a fin de alzarse con dinero extra. Pero luego, la reunión se convierte en una especie de exorcismo de los pecados, reales, o imaginarios, de los habitantes del lugar. Y Semon no puede mantener una mirada objetiva y cínica. Se hunde en la humildad de la confesión, comparte las culpas de sus feligreses. Es Lorene, su amante, quien asume una mirada clínica, hundiendo al predicador en la desesperación.
Algunas páginas previas al final, Lorene le pregunta a Semon: “¿Cuál va a ser el tema de su sermón?” Y Semon, el estafador, jugador, pecador por excelencia, responde:
“Hablaré de los pecados. Siempre mi sermón es sobre los pecados. No hay nada que la gente pueda soportar por mucho tiempo como el pecado. Cuando abundan los pecados, cuando los pecados son más vergonzosos,  más dispuesta está la gente a escuchar un sermón. Me gusta predicar sobre cosas que la gente desea oír. He descubierto el tema que las personas están más dispuestas a oír: el pecado. Y yo lo ofrezco”.

Hay otra novela sobre el mismo tema: Elmer Gantry, de Sinclair Lewis. Pero Lewis era un racionalista. No se engañaba sobre las mentiras y triquiñuelas de Elmer Gantry. En cambio Caldwell nunca estaba por encima de sus personajes. Tenía una extraña ingenuidad, apuntalada por la creencia de que sus criaturas literarias estaban expresando una verdad, aunque valiéndose de métodos ineficaces. Semon Dye es mucho más falible que Elmer Gantry. Pero su actitud, su consternación, demuestran que está sumido en la tragedia. El predicador viajero se asoma a misterios que un racionalista como Sinclair Lewis hubiera sido incapaz de comprender.

domingo, 18 de septiembre de 2016

“First you dream, then you die” El policial “noir” y las desdichadas criaturas de Cornell Woolrich

Mario Szichman

Primero uno sueña, y luego muere.  Es el lema que acompañó a Cornell Woolrich (1903–1968) a lo largo de su existencia. Pero su enorme creatividad no cesó sino después del fallecimiento de su madre, en 1957, y de una gangrena que obligó a la amputación de una de sus piernas. Devastado por la pérdida de su progenitora, con la cual mantuvo durante décadas una relación de amor–odio en el cuarto del hotel Marseilles de Nueva York, Woolrich se hundió en el alcoholismo.
En cuanto a su vida sexual, fue una odisea de malos entendidos.  Se casó con Gloria Blackton, hija de un magnate de Hollywood, pero el matrimonio nunca se consumó y fue anulado. Una de las versiones es que la mujer pidió el divorcio tras descubrir un diario íntimo donde Woolrich describía sus encuentros con homosexuales. 
Francis Nevins, autor de la mejor biografía del escritor dijo que Woolrich idealizaba a su joven esposa, “y odiaba su secreta, promiscua homosexualidad”. Era frecuente, dijo Nevins, que “en el medio de la noche, se vistiera con ropas de marinero que mantenía en una maleta de la cual él solo tenía el candado, y saliese a caminar por los muelles, buscando compañía”.  

Cornell Woolrich

En 1926, Woolrich debutó como escritor, con su novela Cover Charge, inspirada en The Great Gatsby de Francis Scott Fitzgerald. Fue una de sus seis “Jazz Age novels”, y han pasado, de manera misericordiosa, al desván de los recuerdos. Nadie las menciona en la actualidad.
La llegada de La Gran Depresión a comienzos de la década del treinta lo obligó a cambiar de rumbo y escribir para los pulps las revistas dedicadas a novelas detectivescas o de suspenso.
Otros hombres emergieron de la pluma de Woolrich una vez se sumergió en el género policial. Escribió con su nombre, pero también con los seudónimos de William Irish y de George Hopley, simplemente porque su producción era tan vasta, que no deseaba abrumar a sus lectores.
Por ejemplo, en 1941 publicó The Black Curtain con su nombre, y Marihuana, con el seudónimo de William Irish. En 1942, Black Alibi, con su nombre, y Phantom Lady, nuevamente con el seudónimo de William Irish. En 1950, publicó Savage Bride, como Cornell Woolrich, y Fright, como George Hopley.
Su legado literario consta de 200 obras, entre novelas, novelas cortas y cuentos. De esa producción, emergieron 88 producciones cinematográficas, filmes para televisión y episodios para series, como Alfred Hitchcock presenta. Su cuento de 1942 It Had to Be Murder, sirvió de trama a la película de Hitchcock Rear Window. (La ventana indiscreta). François Truffaut filmó The Bride Wore Black y Waltz Into Darkness en 1968 y 1969.

UNA INFLUENCIA INDELEBLE

Recuerdo que cuando entrevisté  a Ira Levin para The Associated Press, el autor de El bebé de Rosemary me informó que comenzó a escribir, debido a la influencia de Woolrich. “Cuando tenía 23 años”, me dijo Levin, “y tras dos años en el ejército, no sabía muy bien qué hacer con mi vida. Hasta ese momento, residía en la vivienda de mis padres. Ellos me dieron un ultimátum: debía conseguir trabajo e irme a vivir a un apartamento por mi cuenta. Pero la idea de buscar trabajo no me atraía mucho. Me parecía aburrida. Por esa época había escrito algo para la televisión, y se me ocurrió una idea de novela, luego de leer Phantom Lady de Woolrich. No hay nadie como Woolrich para crear suspenso. Y en Phantom Lady descuella”.
El resultado fue A Kiss Before Dying, la historia de un psicópata que enamora a una muchacha, y cuando ésta queda embarazada la arroja desde un edificio, luego asesina a la hermana que trata de investigar lo ocurrido, y finalmente recibe su merecido de la tercera hermana.
Levin consiguió en Woolrich un gran maestro, capaz de trabajar todas las emociones humanas, y usar como protagonistas a perdedores natos rodeados de amables lunáticos. En el mundo de Woolrich, nada es lo que parece. Como señaló el experto en noir  Otto Penzler, “Todos sus personajes son graduaciones del gris. Personas con las que el escritor simpatiza resultan ser asesinos … Los policías, guardianes de la ley, suelen ser con frecuencia matones fascistas, que disfrutan torturando a sospechosos. Bellas muchachas con rostros de ángel se revelan como mentirosas, estafadoras, y aún algo peor… Un protagonista de Woolrich, tras salvarse de una acusación, enfrenta un futuro sin amor, alegría o esperanza”.  
Phantom Lady es una de las mejores novelas de Woolrich, y la trama –la carrera contra el reloj– aunque muy usada, en sus manos adquiere la fuerza de una tragedia griega.
Scott Henderson es un joven ingeniero que le ha pedido el divorcio a su esposa, pues se ha enamorado de otra mujer. La esposa le va dando largas al asunto. Finalmente, un día, Henderson invita a su esposa a cenar y compra tickets para un concierto, a fin de convencerla, en terreno neutral, que acepte el divorcio.
A último momento la esposa se niega, y Henderson, furioso, decide abandonar el apartamento y decide ofrecer a la primera mujer que encuentre en la calle, compartir la cena y el concierto.
Ambos pasan una jornada amable, y al concluir se despiden, sin siquiera revelar sus nombres. Lo único que recuerda el protagonista es que la mujer lucía un sombrero color naranja.
Cuando Henderson llega a su apartamento, encuentra a su esposa muerta, y a varios policías en la escena del crimen. Todo lo incrimina. La mujer fue estrangulada con una de sus corbatas. El protagonista carece de coartadas, pues su amante ha revelado las frecuentes peleas de la pareja, tras el pedido de divorcio de Henderson.
Así comienza la pesadilla de Scott Henderson. En los lugares que visitó junto con la mujer fantasma, nadie recuerda a su acompañante. Un barman, un mozo, un taxista, recuerdan a Scott Henderson, pero no a la mujer con el sombrero color naranja. Tampoco están seguros de haberlo visto en las horas que Henderson asegura haber estado con la mujer. Luego de un corto proceso, Henderson es condenado a la silla eléctrica.
El primer capítulo de Phantom Lady se titula “Ciento cincuenta días antes de la ejecución”, y el penúltimo, “La hora de la ejecución”. El relato cuenta con una carga de emoción que obliga a devorarse las páginas para descubrir el final. Woolrich estaba recluido en una pieza de hotel, pero conocía a Nueva York como la palma de su mano. Y también a sus personajes. Uno de los capítulos más extendidos y apasionantes es simplemente el relato de cómo la amante de Scott decide acosar a uno de los mozos que negó la existencia de la mujer que acompañaba al protagonista.
La cacería adquiere tal crueldad, que el lector empieza a sentir lástima por el mozo. La amante de Scott no habla, ni hace gestos amenazantes. Simplemente se sienta en la barra de un bar, pide una bebida, no la consume, y observa al mozo. Y después, cuando el local cierra, comienza a seguir al mozo a algunos pasos de distancia.
Otro personaje que se roba buena parte de la novela es Lombard, un amigo de Scott que quiere ayudarlo en sus pesquisas. Lombard sospecha que Scott es víctima de una conspiración, y vuelve sobre los pasos de su amigo para descubrir la intriga. Es obvio que las personas que han negado la presencia de la mujer con el sombrero color naranja, están mintiendo. Pero ¿por qué?
Woolrich convierte a Lombard en un curioso detective (no divulgaré su estrategia, para no arruinar el placer de la novela). Su tarea es desmantelar la figura de sus interlocutores con mirada balzaciana. Para él tiene más importancia el tamaño de una alfombra, o unos zapatos de mujer, que las palabras que escucha.
Haber logrado emplazar en medio de situaciones comunes y diálogos sin dramatismo un suspenso agobiante, es uno de los méritos de Woolrich. El otro es que los personajes son creíbles.
No hay persona en las novelas de Woolrich que disfrute una vida aburrida y feliz. El mundo, especialmente el mundo neoyorquino, es un enorme laberinto sin salida, el reino de la casualidad y de la contingencia. Cualquier encuentro fortuito puede conducir a la perdición. Su prosa es hipnótica. Curiosamente, entre los narradores del pulp se destaca por sus largas descripciones. Pero, como indica Nevins, esas descripciones recuerdan esa bomba de tiempo que va consumiendo lentamente su mecha. Los personajes conversan, dicen trivialidades, se desplazan por una habitación, y el lector les reclama que hagan algo, porque la bomba está a punto de estallar.
Al mismo tiempo, Woolrich fuerza a los lectores al distanciamiento. No hay protagonistas inmaculados en sus novelas. Es imposible identificarse con ellos. Quien no es paranoico es un amnésico, o un drogadicto. Jim Thompson aprendió muy bien la lección del maestro en sus escindidos personajes que oscilan entre la lástima y el odio.
Las afligidas criaturas de Woolrich tratan, en ocasiones, de emerger del sufrimiento, pero reconocen que están condenadas. Todas ellas saben que existe un solo final: “First you dream, then you die.”



miércoles, 14 de septiembre de 2016

As I Lay Dying. William Faulkner cada vez escribe mejor


Mario Szichman


“La conciencia moral de un ser humano
es la maldición que debe aceptar de los dioses
para conquistar de ellos su derecho a soñar”.
William Faulkner




En 1944, Maxwell Perkins, quizás el mejor editor literario norteamericano, le dijo al crítico y poeta Malcom Cowley: “Faulkner is finished,” Faulkner está acabado.
Perkins fue un editor de lujo. Sin él, no existiría The Great Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, o novelas de otros integrantes de The Lost Generation, como Ernest Hemingway, o Tomas Wolfe. Es arduo imaginar que sin la presencia de Perkins en la editorial Scribner´s, hubiera remontado vuelo un narrador del Deep South como Erskine Caldwell, autor de joyas como El camino del tabaco, La chacrita de Dios, o El predicador viajero.
(Hablé de Perkins en mi reseña: La tarea del editor es muy poco gratificante… Y sin embargo ¿qué haríamos, sin ese personaje tan creador?
Perkins no representaba una minoría entre los críticos que aborrecían a Faulkner.  En el obituario que le dedicó The New York Times el 7 de julio de 1962, se acusó al escritor de mostrar “una obsesión con el homicidio, la violación, el incesto, el suicidio, la codicia y una general perversión que solo existe en la mente del autor, al menos en las proporciones que asumen sus protagonistas en sus novelas y relatos”.

En el momento de la escueta evaluación de Perkins, William Faulkner tenía 46 años, había publicado dos libros de poesía, once novelas, dos colecciones de relatos, y dos ciclos de narraciones: The Unvanquished and Go Down, Moses. Entre sus novelas figuraban The Sound and the Fury, Sanctuary, Light in August, Absalom, Absalom, The Wild Palms, The Hamlet, y As I Lay Dying. Cualquiera de ellas le hubiera conseguido el premio Nóbel (Lo obtuvo cinco años más tarde).
El novelista André Malraux era uno de sus fervientes admiradores, y contribuyó a difundirlo en Francia. Jean Paul Sartre era otro de sus incansables fans. Y sin embargo, el que se convertiría en el escritor más famoso de Estados Unidos, y maestro de maestros a nivel mundial, estaba “finished” en su tierra.
Por supuesto, Faulkner no era un escritor “fácil”. En la entrevista que le hizo The Paris Review años después de obtener el Premio Nobel, la escritora Jean Stein Vanden Heuvel le señaló: “Algunas personas dicen que no pueden entender sus textos, inclusive después de leerlos dos o tres veces. ¿Qué les sugiere?”  Faulkner respondió: “Que los lean cuatro veces”.
Pero Faulkner no es obscuro o enigmático. Al principio puede resultar difícil. Sus frases son a veces muy largas. Su relato The Bear cuenta con uno de los párrafos más prolongados de la literatura inglesa: se extiende durante treinta páginas. Y sin embargo, ese relato es excepcional, y quien lo empieza a leer no puede abandonarlo. (Hemingway lo consideraba el mejor cuento de Faulkner).

MIENTRAS AGONIZO

Faulkner escribió As I Lay Dying “en seis semanas”, dijo en la entrevista de The Paris Review. Para él, alinear las palabras en el texto fue “simplemente una cuestión de acomodar ladrillos para que lucieran prolijos. Pues el escritor  conoce cada palabra hasta el final antes de iniciar la escritura”.
Y eso, dijo Faulkner, ocurrió con As I Lay Dying. “No fue fácil. Ninguna tarea honesta lo es. Ocurre que todo el material estaba al alcance de la mano. Demoré exactamente seis semanas en mi tiempo libre, durante un trabajo manual que me insumía doce horas diarias”. El escritor se restringió a imaginar “a un grupo de personas, y las sometí a simples catástrofes naturales, como son el desborde de agua y el incendio. Además les brindé un simple motivo natural, con el propósito de orientar su progreso”.
Esa descripción de Faulkner es tan absurda como considerar El viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Celine, la historia de un soldado que va a la guerra.
As I Lay Dying es una gran novela del grotesco/gótico del sur de los Estados Unidos. Es cierto, la historia es muy sencilla, y no miente ni siquiera en el título. Todo transcurre en las pocas horas en que agoniza Addie Burden, en la manera en que reaccionan los miembros de su familia ante su muerte, y en los eventos que se registran para que su ataúd llegue al pueblo de Jefferson y pueda descansar en paz.
Ya el primer factor que choca como inverosímil es que el patriarca de la familia se llame Anse Budren. El cercano parentesco de apellido con el de la matriarca, Burden, es el primer alerta de que Faulkner está alejado de todo realismo, e inmerso en la pura simbología. Pues Burden, en inglés, significa carga, agobio.
Una de las obras maestras de la literatura anglosajona se titula Pilgrim´s Progress. El periódico The Guardian, de Londres, la ubica en segundo lugar a nivel mundial, detrás de Don Quijote. Esa alegoría cristiana, escrita por John Bunyan por la época en que apareció Don Quijote, está repleta de nombres que informan de la naturaleza de sus personajes. El protagonista se llama Christian, y es el epítome de un buen cristiano. La tarea de Christian es abandonar La Ciudad de la Destrucción, y llegar a la Ciudad  Celestial, el paraíso. 
En el camino se cruza con seres como Obstinate, quien se rehusa a acompañar a Christian en su viaje, y con Pliable,  que como su nombre lo indica, es flexible, influenciable, y por lo tanto, secundará al héroe en su aventura.
Pilgrim´s Progress es tan entretenido como un cuento de hadas. Y, como todo buen cuento de hadas, resulta aterrador. Es inevitable que Faulkner, un sureño protestante, haya quedado atraído por la magia y truculencia de esa narración.
Una tercera parte de la novela describe la agonía de Addie Burden. Tendida en la cama, su única distracción en mirar por la ventana mientras Cash, su hijo mayor, un carpintero, fabrica el ataúd en que reposará para siempre. La forma en que Faulkner elabora esa escena anticipa el tono de tragedia y de salvaje ironía que impregna toda la narración.

Tras la muerte de su madre, y su instalación en el ataúd, Cash, el carpintero, descubre que la tapa de la cerrada urna está repleta de agujeros. Ocurre que Vardaman, otro de los hijos de Addie Burden, se niega a aceptar que su madre está muerta, y taladra numerosos agujeros en la tapa, para que pueda respirar.
Cuando quitan la tapa del féretro, los familiares descubren que Vardaman taladró dos agujeros en su rostro. ¿Dónde termina el horror y comienza la humanidad?
Faulkner nunca abandonaba el hilo de un relato. En otra escena, nos informa que la matriarca de los Bundren ha sido colocada en el sarcófago de manera invertida. ¿La razón? Que de esa manera, el cuerpo no aplastará el vestido de novia que luce en su funeral. Además, parte del vestido ha sido utilizado para fabricarle un velo que cubre su rostro y disimula los agujeros en su rostro causados por el taladro que usó Vardaman.
Los personajes de Faulkner son tan grotescos como los de Erskine Caldwell, aunque algo menos pobres. Son seres totalmente disfuncionales, de escasas ambiciones. (El sueño de Anse Bundren, el patriarca, es obtener una flamante dentadura postiza).
Transportar el ataúd de Addie Burden consume buena parte de la odisea. La única ambición en la vida de esa mujer era ser enterrada entre sus familiares.
Una tormenta destruye los puentes de madera por donde los Bundren tienen que cruzar. Pasan otro día completo intentando encontrar un vado que les permita cruzar. Ese día extra de viaje incluye la inmersión del ataúd en un tramo del río. En esa ocasión es Jewel, otro de los hijos, el encargado de rescatarlo de las aguas.
Son apenas parte de las aventuras que abruman a los Bundren en su peregrinaje. Cada uno de los personajes padece indecibles percances. Anse Bundren  es el único que obtiene algo de la odisea. Además de una dentadura postiza, ha descubierto en el pueblo una mujer de la que se enamora. En una de las escenas finales, el reciente viudo presenta a los miembros de su familia la mujer que reemplazará a Addie.
Quizás Faulkner era difícil, pero sus relatos son incomparables por su tono bíblico, por la manera en que desmenuzaba una tragedia, y siempre ofrecía esperanzas. Lo hizo en The Sound and the Fury, a través de la figura de Dilsey, la criada negra que es el barómetro moral de una familia trastornada por el incesto. Lo hizo en Light in August, con esa adolescente embarazada que emprende un largo trayecto para encontrar al padre de su vástago y obligarlo a casarse antes de dar a luz. (Es una de las mejores novelas de Faulkner, pues abundan los personajes capaces de dar clemencia). No hay novela de Faulkner que decepcione, pues, en el fondo de todas ellas, existe la filosofía personal del autor, cargada de compasión. Como señaló en una entrevista, “siempre una madre ama más al hijo que se hace ladrón, o asesino, que aquel que se convierte en sacerdote”.



domingo, 11 de septiembre de 2016

El retorno a "La Región Vacía": El cultivo de una obsesión, la labor del editor

Mario Szichman


The plot of The Empty Region takes the reader from the base camps of holy warriors in Pakistan, to the security corridors of the CIA and the FBI. It's a fascinating puzzle inhabited by historical characters, including Osama bin Laden and George W. Bush, as well as officials familiar with the tragedy´s inner workings. 
        The narrator leads us along the terminals where the air pirates of al–Qaida consummated their tragic ritual, makes us travel on the airplanes, turned into guided missiles, and recreates the 102 minutes when the burning towers of the World Trade Center became hell on earth. Although violence and destruction are the background of the novel, the one who is brought to the foreground of the story is the common citizen.
       Infused with glimpses of humor and irony, The Empty Region is also a love story, and a song of life, populated by characters difficult to forget.
       “Szichman [...] Has the accuracy of an entomologist, shows rhetorical display, scary emotion, poignant suspense. The narrative interest consists in the vertigo of the events and in the performances of their main character´s.” Fernando Rodríguez LaFuente. Cultural Suplement. ABC of Madrid.



La trama de La región vacía nos transporta desde los campamentos de guerreros santos en Pakistán, hasta los pasillos de seguridad de la CIA y del FBI.
      Se trata de un fascinante acertijo poblado de personajes históricos, entre ellos Osama bin Laden y George W. Bush, así como de funcionarios que conocen los entretelones de la tragedia.
     El narrador nos conduce por los terminales donde los piratas aéreos de al-Qaida marchan a consumar su trágico ritual, nos hace viajar en los aviones, convertidos en misiles guiados, y vivir los 102 minutos en que las incendiadas torres del World Trade Center se convirtieron en el infierno en la tierra. 
      Aunque la violencia y la destrucción son el trasfondo de la novela, a través de ese episodio inaugural del siglo veintiuno, es el ciudadano común quien pasa al primer plano en la narración.
      Marcada por el humor y la ironía, La región vacía es también una historia de amor, y un canto a la vida, encarnada en personajes difíciles de olvidar.
      “Szichman […] cuenta con precisión de entomólogo, con alarde retórico, con emoción aterradora, con suspense conmovedor. El interés narrativo está en el vértigo de los acontecimientos y de las actuaciones del mosaico de protagonistas”. Fernando Rodríguez Lafuente, en El Cultural de ABC de Madrid.
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Para Luis Rafael Hernández
y Pío Serrano,
por creer en el proyecto,
y plasmarlo.


El primer artículo sobre los ataques a las torres gemelas en Nueva York, apareció el 12 de septiembre de 2001 en el periódico Tal Cual de Caracas.
Mi labor principal la cumplía en la agencia noticiosa The Associated Press. Cubría el llamado graveyard shift, el turno del cementerio. A lo largo de más de una década, llené varios centenares de páginas con mis experiencias sobre ese día, y sus secuelas. También escribí un libro de non fiction, que nunca publiqué. La región vacía no figuraba en mis planes narrativos. Pensaba que el tema merecía el formato de un ensayo, de unas 250 páginas.  
Un día, le comenté a la profesora Carmen Virginia Carrillo, editora de mis novelas, mi idea de narrar, desde la ficción, esa jornada alucinante. Hay temas que “se prestan” para la transmutación de un ensayo periodístico en ficción, y otros a los que es imposible hincarles el diente.
Al día siguiente, Carmen Virginia me envió el germen de la novela. Cometo la indiscreción de citar algunos párrafos: “Tú me preguntas: ¿Sobre qué escribir? por ejemplo, sobre un periodista que trabajó trece años en la redacción de una agencia periodística en el horario nocturno y todo lo que vio, lo que experimentó, a lo que renunció por haber permanecido tanto tiempo en ese turno. Tu eres, además de escritor,  periodista, esa ha sido tu vida, tu otra pasión. Haz una novela de un periodista, inspírate en lo que ha significado el periodismo para ti, para tus amigos. Arma intrigas en base a los intríngulis que suceden en una redacción, los amoríos secretos, las traiciones, las trampas, transfórmate en el protagonista de tu novela, fantasea con ello. Explica cómo consigues la noticia, revela la primicia, discute la ética, y las veces en que alguien se pone en juego para ser el mejor.
“Tu escritura tiene la madurez suficiente para que la dejes emerger sola, hacerse, escribirse. Organiza una estructura narrativa que pueda levantar un edificio sobre ese tema en particular. Esa historia, que es tu historia, exagerada, fantaseada, inventada, pero solo tuya…
“No te has planteado hacer una novela porque amas la crónica y sientes que ficcionalizar ese evento sería restarle la veracidad que pretende el género periodístico. Te pregunto, entre los dos géneros,  ¿cuál te permite contar con mayor libertad tu versión de lo sucedido?”

Tal vez para otros narradores, escribir es un arte que concreta un ser acosado por demonios interiores. Para mí, es solo un oficio, que se practica todos los días con  sólidos cimientos –particularmente con una buena trama y personajes atractivos.
Los narradores profesionales no escriben a ciegas.  Desde el principio suelen conocer el final. Tampoco intentan descubrir cómo avanzará su narración. Su misión es atrapar la atención del lector, brindarle seres de carne y hueso, lograr que se apasione con los personajes, impedir que lo defrauden. Y para eso resulta esencial el sounding board del editor.
Un editor limita desaciertos, advierte al escritor cuando ha llegado a un punto muerto. A veces, lo que pareciera un conflicto no es de manera alguna un conflicto; en otras, conviene prescindir de personajes, o fundir a varios en uno solo. Y además, el editor nos ahorra un tiempo precioso. Los lectores agradecen a un autor que escribe in white heat. El producto tiene la fuerza de un cross a la mandíbula, como decía Roberto Arlt.
Doctor Jekyll and Mr. Hyde tiene semejante impacto porque Robert Louis Stevenson la escribió en tres días. Y As I Lay Dying, de William Faulkner, atrapa al lector de las solapas porque Faulkner la escribió en seis semanas y el vértigo de la escritura se transmuta en el vértigo de la lectura.
Solo la venganza se saborea mejor como un plato frío. La escritura consiste en machacar en caliente. El editor también nos ofrece su fervor, aleja obstáculos, contribuye a eludir coartadas.
Uno de los consejos de la profesora Carrillo, que me permitió avanzar en la trama fue la creación del protagonista, el periodista Jeremiah Richards. Lo que resultó un excelente hilo conductor, pues conozco la profesión.
A través de su figura, de su pasión por Marcia, la madre de dos jóvenes muertos en los ataques, estuve en condiciones de narrar la historia de algunos de los sobrevivientes  y de los familiares de los deudos. Así pude entender el trágico trasfondo. Además, en ese amor entre Jeremiah y Marcia, que al principio parece imposible, intenté sintetizar la esperanza de la resurrección. Soy un ferviente partidario de los finales felices.
 Fue así como surgió mi novela sobre los atentados del 9/11: La región vacía, publicada por la editorial española Verbum, en español (2014) y en inglés (2016).

A continuación incluyo un fragmento del relato,  protagonizado por uno de los piratas aéreos que participaron en los ataques del 11 de septiembre de 2001 (en ambos idiomas).

“Su vida había sido un completo desastre desde la infancia. Y sin embargo, le resultaba imposible ser descortés. Suqami había sido criado por sus abuelos, luego del divorcio de sus padres. (No, luego del divorcio de su padre. Un día su padre le había dicho a su madre: “Te divorcio”, y se había marchado con otra mujer).
Su madre había tenido que trabajar como criada y nunca alcanzaba el dinero. A partir de los nueve años, la calle se había convertido en la vivienda de Suqami. Lo habían arrestado dos veces por robo, había sido apaleado, un policía había hundido su rostro en una zanja y habría muerto ahogado de no ser porque el policía se aburrió y le quitó la mano de la nuca.
Apenas en una ocasión Suqami se había mostrado descortés, cuando le vació el ojo a un enemigo que era el doble de su tamaño. Los hermanos del tuerto lo buscaron, lo persiguieron hasta arrinconarlo en un muelle, y lo dejaron por muerto en un almacén repleto de alfombras húmedas que apestaban. Le habían atravesado sus muñecas con ganchos de carnicero y colgado de una viga del techo. El dolor en las muñecas nunca lo había abandonado. Parte del dinero que obtenía de sus robos lo usaba para comprar hashish, que calmaba el persistente dolor.
Cuando pensó por primera vez en su cercana muerte Suqami tenía catorce años. Con suerte, podría sobrevivir uno o dos años. Fue salvado por un religioso al que todos consideraban loco porque predicaba la guerra santa a pesar de su obesidad.
El jeque había simpatizado con Suqami de inmediato. Le gustaban sus modales corteses. Además, también tenía un ojo de vidrio, aunque no se lo había vaciado un enemigo sino un maestro de escuela que le había insertado el puntero en el ojo para que prestara atención.
El jeque había curado a Suqami de su adicción a fuerza de rezos. Suqami empezó a orar cinco veces por día. Solía acostarse a las nueve de la noche, pero un reloj interior lo despertaba puntualmente a la una de la mañana para concluir su jornada de oraciones. Así había avanzado por la vida, siempre cortés, cada vez más pulcro, más decidido a hacer el sacrificio final.
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Suqami estaba sentado en primera clase, en el asiento 10B del avión de American Airlines. Observó la panorámica por la ventanilla del avión. Todo parecía distante. Las nubes eran como una gigantesca sábana blanca sin arrugas. No había relieve, nada parecía desplazarse. El único ruido era el amortiguado ronquido de los motores. Bruscamente, por un hueco de las nubes, asomaron las torres gemelas. Tuvo el privilegio de sentir aprensión. Compartía con seis de sus compañeros la jerarquía del miedo.
Les echó un vistazo. Sus rostros nada decían. Pero todos ellos debían sentir cierta jactancia además de miedo; estaban orgullosos de administrar el destino de centenares de personas en los aviones y en las torres.
La situación comenzaría pronto a cambiar, cuando sus compañeros enfilasen hacia la cabina del piloto para apropiarse de los comandos del avión.
Suqami ya había visto varios ensayos generales, podía adelantarse en su imaginación a lo que sucedería. En Tora Bora habían construido una pobre representación de la cabina de un avión y se habían turnado para simular el degollamiento de los pilotos. En ocasiones, habían fingido el asesinato de todos los pasajeros, yendo fila por fila de asientos, de dos en dos, para acatar la rutina ordenada por sus instructores. Sus fingidas víctimas eran adolescentes con años de entrenamiento que presentaban resistencia.
Pero si las películas de Hollywood no mentían, escaseaban las personas atléticas entre los viajeros de aeronaves.
Suqami suspiró. Su miedo comenzó a diluirse en las tareas que aún faltaban por llevar a cabo, en la mecánica de los movimientos que deberían realizar para controlar la cabina del piloto y obligar a los pasajeros y a los sobrecargos a respetar sus órdenes. Si todo iba bien, únicamente habría que matar a los pilotos, aunque era probable que alguno de los sobrecargos intentase impedir el acceso a la cabina.
A medida que la situación se hiciese más peligrosa, Suqami y sus compañeros tropezarían con nuevas formas de normalidad. Todo aquello que había sido peor hasta ese instante sería recordado como algo corriente algunos minutos más tarde. El ambiente se iría reajustando con cada nuevo incidente. Los pasajeros se mantendrían en la inocencia hasta el final, pues era imposible detectar la contingencia.
En esa nueva normalidad, que terminaría en la colisión contra la Torre Norte, confiarían ciegamente en la voz del presunto piloto pidiéndoles calma, anunciándoles que debían retornar al aeropuerto.
Habría un desfase entre lo que estaba ocurriendo a toda velocidad y la percepción en la cabina. Los piratas aéreos y los pasajeros navegarían mundos distintos, unos anticipándose al final, los otros habitando en el puro presente, aguardando los días por venir.
Suqami se encontraba en un gigantesco laboratorio donde podría observar toda clase de portentos. Todo lo que iba a ocurrir, nunca antes había sucedido a bordo de un avión comercial. Estaban por ingresar en un universo donde se fusionarían por breves instantes elementos que nunca antes habían sido combinados.
Era comprensible sentir miedo, pero había algo más, pensó Suqami, mientras sentía la euforia que a veces lo estremecía en Tora Bora cuando observaba los precipicios y sentía tanto frío que se rendía ante él permitiendo que su cuerpo se desplomara.
En un video de vuelos de simulación había anticipado una y otra vez lo que iba a ocurrir. Finalmente podría presenciar en vivo y en directo las fugaces imágenes que en el video no podían tocarlo.
Una vez el avión acoplara su forma a los vidrios de rascacielos al pasar velozmente a escasos metros de sus estructuras, podría experimentar simultáneamente la vida y la muerte.
En ese momento se le acercó una aeromoza, y le dijo que debía abrocharse el cinturón de seguridad. Suqami pidió disculpas y empezó a abrocharse el cinturón con nerviosos dedos. Siguió mostrando su torpeza y su cortesía, haciendo gestos de amabilidad a la aeromoza, que le ofreció una sonrisa.
La aeromoza avanzó una fila. Justo delante de Suqami estaba sentado un hombre obeso, pelirrojo. La aeromoza le dijo algo al hombre, que hizo un gesto con la cabeza y enderezó su asiento. El movimiento fue brusco. El hombre giró la cabeza y pidió disculpas a Suqami exhibiendo una ancha sonrisa. Suqami le devolvió la sonrisa.
En ese momento, Suqami observó que dos de sus compañeros forcejeaban violentamente con la puerta de la cabina del piloto y lanzaban gritos.
El hombre sentado delante de Suqami se libró de su cinturón de seguridad en un instante, pero no logró erguirse. Suqami extrajo la afilada tarjeta de crédito del bolsillo izquierdo de su saco y seccionó la garganta del pasajero desollándose los dedos.
La sangre anegó el cuello del hombre y cubrió su camisa blanca. El hombre se desplomó en su asiento. Suqami se puso de pie, observó en todas direcciones pidiendo calma y disculpas a la aeromoza, amenazando a todos con su improvisada cuchilla.
Se sintió avergonzado, molesto. No le agradaba llamar la atención. Pensó que así había sido durante toda su vida y ya era demasiado tarde para cambiar.”
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“Since childhood, his life had been a nightmare. And yet, he couldn´t learn how to be rude. Suqami had been raised by his grandparents after his parents’ divorce. (No! after his father´s divorce. One day his father told her mother: “I´m divorcing you,” and left home escorted by another woman). His mother started working as a maid and there was never enough money at home. From age nine, the streets became Suqami´s dwelling. He had been arrested twice for theft, had been beaten, and a policeman had sunk his face into a ditch. He could have drowned, but the policeman became bored and took his hand from Suqami´s neck.
Only in one instance Suqami showed cruelty, when he emptied the eye of a teenager double his size. The brothers of the one-eyed enemy searched for him, and cornered him in a wharf. He was left dying in a store full of humid carpets that smelled like rotten carcasses. His wrists had been attached with butcher hooks, and he was hung up from the roof beam. The ache on his wrists was constant. With part of the money he stole he started buyingt hashish, which helped him to soothe the tenacious pain.
Suqami was fourteen years old the first time he thought about his death, which he suspected was imminent. With some luck, he could survive one, two more years. But one day he was saved by a sheik, a pious man whom everybody considered a madman, because he was preaching the holy war in spite of his obesity.
The sheikh sympathized with Suqami almost from the beginning. He liked his courteous manners. In addition, he also had a glass eye, although it wasn´t an enemy who drained it, but a school teacher who had inserted his pointer on his eye after calling for attention. The sheikh had cured Suqami from his hashish addiction by the force of invocations. Suqami started to pray five times a day. He used to go to bed at nine in the evening, but an internal clock woke him up at one in the morning to complete his journey of prayers. In such ways, he advanced in life, always courteous, increasingly tidy, more resolute than ever to make the final sacrifice.

Suqami was in seat 10B of American Airlines plane. He looked at the panorama through the window seat. Everything seemed distant. The clouds were like a vast white sheet without wrinkles. Nothing seemed to move. The only noise was the muted snoring of the engines. Suddenly, the twin towers showed off through the clouds.
Suqami had the privilege of sharing with six partners the hierarchy of fear. He threw a glance at them. Their faces were expressionless. But all of them should have felt some kind of proud besides fear, because they were managing hundreds of people fates. The situation will soon change, once Suqami´s partners will go toward the cockpit to commandeer the aircraft.
Suqami had already watched several rehearsals, and could anticipate what was going to happen. In Tora Bora al—Qaida had built a poor mock of the plane cockpit, and they rotated places to feign the stabbing of the pilots. In occasions, they also faked the murder of all the passengers, walking row after row of seats, going two in two, following the routine ordered by their instructors. Their bogus victims were adolescents with years of training who fought the attacks back. But, if Hollywood films were telling the truth athletic people weren´t the norm among travelers.
He sighed. His fear started to assuage when he thought about the tasks which he still had to carry out, and on the mechanics of the actions he should perform to control the cockpit and force the flight attendants and passengers to obey his orders. If all went well, it would be necessary only to kill the pilots, although it was possible that at least one of the flight attendants would try to block the cabin´s door. As the situation would become more dangerous, Suqami and his companions will find new routines. Everything that had been worse until that moment would be considered as uneventful some minutes later. Each new incident would readjust the environment. Passengers would be kept in the dark until the last minute, because it´s never easy to detect the unusual.
In the new normalcy, which would end once the planes crashed against the North Tower, all the passengers would blindly trust the voice of the supposed pilot, explaining the need to go back to the airport, asking for calm. There would be a gap between what was happening at full speed and the perception at the pilot´s cabine. The hijackers and passengers would travel in different worlds, the first assured about the closing moments, the others inhabiting the whole present, waiting placidly for the next days.
Suqami felt that he was flying in a giant laboratory, watching all sorts of wonders. Everything which was going to occur had never happened before on board a commercial aircraft. They were arriving at a universe where for some instants would merge elements never previously assembled. Although it was understandable to feel fright, there was something else. Suqami experienced some of the euphoria he had felt at times in Tora Bora, looking at the astounding heights while enduring such cold that he finally yielded to it, letting his body collapse in the icy ground.
In a few more minutes the aircraft would plunge into one of the World Trade Center towers. In a flight simulation video he had anticipated over and over what was going to happen. Finally he would be able to feel, alive and in person, the unreachable images displayed in the video.
Once the plane would adapt its form to the skyscraper windows passing hurriedly a few yards from their structures, he might experience life and death at the same time.
He was approached by a stewardess, who ordered him to buckle the seat belt. Suqami apologized and began to fasten the belt with nervous fingers. He continued to show at once his clumsiness and his courtesy, making friendly gestures toward the stewardess, who offered him a smile.
The stewardess moved one row on. Just in front of Suqami a red haired obese man was seated. The stewardess said something to the man, who made a gesture with his head and tilted his seat. It was an abrupt movement. The man turned his head and apologized to Suqami displaying a wide smile. Suqami returned the smile.
At that moment, two of Suqami companions tried to open the cockpit door while shouting insults. The man sitting in front of Suqami, free himself from his safety belt, but couldn´t stand up. Suqami extracted the sharpened credit card from the left pocket of his coat and cut the passenger´s throat. He felt his fingers skinned. Blood flooded from the man´s neck and covered his white shirt. The man slumped in his seat. Suqami stood, looked up in all directions calling for calm and apologized to the flight attendant, while threatening everyone with his makeshift blade. He felt embarrassed, annoyed. He never liked calling for attention. It had been the same with him all his life and it was too late to change his behavior right now.”

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Las dos versiones de la novela pueden obtenerse en el siguiente enlace: http://www.verbumeditorial.com/es/libreria