sábado, 30 de diciembre de 2017

Un antídoto contra la tristeza



Mario Szichman
 Ian Frazier
    
  Cuando la revista The Atlantic Monthly celebró sus 150 años de vida, incluyó entre los mejores escritores que han engalanado sus páginas a cuatro humoristas. Tres de ellos son famosos a escala mundial: Mark Twain, Kurt Vonnegut y James Thurber. El cuarto, que todavía no ha recibido la notoriedad que merece, se llama Ian Frazier.
     La editorial neoyorquina Farrar, Strauss and Giroux publicó hace algunos años Lamentations of the Father, una recopilación de ensayos y de relatos de Frazier previamente difundidos durante las dos últimas décadas en las revistas The New Yorker, Mother Jones, The Atlantic Monthly, Double Take y The New York Review of Books, entre otras.
     Si bien no todos los trabajos tienen la misma calidad, cuando Frazier es bueno, resulta excepcional. Y si algo falta en la colección, es su famoso caso Coyote versus Acme, donde el enemigo del correcaminos entabla una demanda por daños y perjuicios contra la empresa Acme por “lesiones personales, pérdida de ingresos comerciales y daños emocionales”, a raíz de la venta de productos que el coyote adquirió con el propósito de perseguir a su rival, y que le “causaron daños corporales debido a defectos en la fabricación o porque no se formularon advertencias sobre las precauciones que debían adoptarse en su manejo”.

      Como resultado, indica la demanda, “el señor Coyote ha tenido que restringir de manera temporal su capacidad para ganarse la vida en su profesión como depredador”, afectando gravemente sus posibilidades pues “es un trabajador independiente, y por lo tanto, no puede acogerse a los beneficios de las leyes laborales”. (La demanda del coyote puede obtenerse en internet, en www.jamesfuqua.com/lawyers/jokes/coyote-acme.shtml).

EL HUMORISTA DE LAS MIL VOCES

       Frazier moja su pluma envenenada en diferentes estilos para construir su comedia humana. En Kisses All Around (Besitos para todos) usa el estilo epistolar a fin de mostrar la elogiosa recepción que pueden recoger autores de obras polémicas antes que alguien se tome el trabajo de leerlas. Allí figura un amanuense del papa León X agradeciendo a Martín Lutero el envío de sus “95 tesis” que marcaron el cisma más importante entre la Iglesia católica y la protestante.
     El amanuense promete a Lutero que el Santo Padre leerá las tesis a la mayor brevedad, asegurándole por anticipado que le van a encantar. (La única objeción del amanuense es que se trata de 95 tesis; tal vez con cuatro o cinco, dice, serían suficientes).
    Y después está el presidente de Francia, Félix Faure, agradeciendo al novelista Émile Zola el envío de su obra Yo acuso. Faure no ha leído el libro de Zola. Cree que Yo acuso es una novela más, no una demoledora acusación contra el ejército francés que usó al capitán judío Alfred Dreyfus como chivo expiatorio para ocultar la traición de otros altos oficiales.
Y por último está la carta del ayatolá Ruholla Jomeini a Salman Rushdie, autor de los Versos satánicos, que le acarrearon una condena a muerte por parte de las autoridades islámicas.
    Tampoco Jomeini ha tenido tiempo de revisar la novela de Rushdie. Se propone “leerla en su próxima vacación en La Meca”, aunque está convencido de que “ni siquiera necesito leerla para estar convencido que se trata de la obra de un genio”.

      Después hay ensayos tales como Lamentations of the Father, donde Frazier usa el estilo de los profetas de la Biblia para explicar a un niño los modales de mesa; el bucólico Little House Off the Highway, una parodia de la famosa serie de televisión La pequeña casa en la pradera, donde a poco de andar se revela que los honestos habitantes de esa casita son en realidad supremacistas blancos quienes, con ayuda de sus hijos pequeños, están preparando bombas para destruir edificios del gobierno federal, o American Persuasion, donde George Washington, el marqués de Lafayette, Benjamin Franklin y otros próceres de la independencia de Estados Unidos aparecen como unos coquetos, más preocupados por sus perfumes y sus cremas de belleza que por lograr la libertad de sus potenciales compatriotas.

UN FUTURO INCÓMODO

     Tal como ocurre con otros humoristas, Frazier tiene la inquietante cualidad de anticiparse al futuro. En The Not-So Public Enemy (Un enemigo no tan público), el cronista visita una oficina postal de North Bergen, Nueva Jersey, y tropieza con el retrato de Osama Bin Laden, “presunto organizador de ataques terroristas, que está siendo buscado por el FBI”.
    Como en toda oficina postal de Estados Unidos, los carteles de “Wanted” (buscado) son uno de los principales elementos de atracción para quien necesita comprar estampillas o enviar cartas. Pero Frazier se pregunta, y con razón, ¿por qué el FBI ha decidido buscar a bin Laden en New Jersey? Pues los datos que brinda hacen pensar que el personaje muy difícilmente pueda pasar inadvertido: en primer lugar, según el FBI, mide entre 1,90 y 2,05 metros de altura, y pesa alrededor de 65 kilos.
    “Un hombre tan delgado tiene que correr alrededor de la ducha para poder mojarse”, escribe Frazier. Un hombre tan alto y tan delgado, cuyo propósito en la vida “es volar por los aires gran cantidad de ciudadanos norteamericanos y escribir poesías acerca de esas explosiones, según informan las agencias noticiosas”, muy difícilmente podrá pasar inadvertido en un suburbio de Nueva Jersey. Es más probable que haya buscado refugio en una zona montañosa de Afganistán, propone Frazier.
     El relato es muy divertido y, al mismo tiempo, muy siniestro. Y aquello que lo hace más siniestro es su fecha de publicación: agosto de 2001, en la revista Mother Jones. Un mes después, 19 de los seguidores de bin Laden, piloteando dos aviones comerciales, destruyeron las torres gemelas del Centro de Comercio Mundial.
      Prácticamente cada ensayo (¿o relato?) de Frazier es una lectura placentera. En ocasiones, la pluma se hace demasiado ligera, como cuando copia manuales de cocina para explicar la indignación y las frustraciones de un ama de casa esclavizada con las tareas hogareñas. En otras, su prosa se hace demasiado local. Pero la mayoría de las veces, Ian Frazier es deslumbrante.

    Como señaló el periódico The Boston Globe, tras elogiar algunas de sus columnas en diversas publicaciones, Frazier “es un antídoto contra la tristeza”.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

The Awakening, de Kate Chopin: Madame Bovary narrada por Madame Bovary

 Mario Szichman


"Y además,
¡Hay tantas maneras
De decir buenas noches!"
Kate Chopin[i]




“La mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa”. Es, obviamente, una frase inventada por un hombre. (Español, por más señas).
Los hombres han sido, casi siempre, los encargados de juzgar a las adúlteras. Las dos pecadoras más famosas del siglo XIX habitan dos obras maestras escritas por personas del sexo masculino: Madame Bovary, y Anna Karenina.
Pero una mujer consumó en el siglo XIX, la hazaña de narrar la vida de Edna Pontellier, otra gran adúltera, desde un punto de vista estrictamente femenino.
The Awakening –el despertar—es la obra maestra de Kate Chopin, una novela que en sus insights, por lo menos a la hora de analizar cuerpos deseantes, es tan luminosa como las producciones de Gustave Flaubert, o de León Tolstoi.

UNA HEROÍNA DIFÍCIL DE ACEPTAR

Willa Carther

La reacción del público norteamericano a The Awakening fue propia de esas ligas de moral que abundaron en Estados Unidos hasta bien entrado el siglo veinte. Quizás la reacción más virulenta, por la fama posterior de quien la profirió, fue la de Willa Cather, una de las grandes escritoras norteamericanas del siglo veinte. 
Cuando era una joven crítica literaria, Cather escribió una reseña de The Awakening, para el periódico The Pittsburgh Leader (julio de 1899). Aunque comparó algunos aspectos de la novela corta de Chopin con Madame Bovary, el punto de vista de Cather no fue diferente al prejuicio de sus colegas hombres. Y de esa manera, Cather perdió la oportunidad de pregonar el surgimiento de una extraordinaria novelista. 
   Por supuesto, Cather era una mujer muy inteligente. Reconocía en Chopin su “exquisito, sensible, y bien controlado estilo”, pero no podía entender que lo usara “en un tema tan sórdido y trillado” como el de la infidelidad conyugal. 
Cather no consideraba el tema ni sórdido ni trillado en Madame Bovary o en Anna Karenina. ¿Por qué le asignaba esos defectos a The Awakening?  Al parecer, porque su redacción había corrido a cargo de una mujer.
Cather podía aceptar a un hombre explicando los avatares de la pasión, pero rechazaba el punto de vista femenino. ¿Acaso solo los hombres podían juzgar a las mujeres infieles? ¿Desde qué normativa?
Es obvio que pese a la delicadeza empleada por Flaubert y por Tolstoi para describir a sus pecaminosas heroínas –especialmente Anna Karenina—ambos estaban convencidos que se trataba de seres irredimibles. Solo la mujer podía proteger la santidad del hogar. El hombre tenía derecho a numerosas aventuras, o a frecuentar varias amantes, sin que eso pusiera en peligro la institución familiar.
Justamente una de las genialidades de Tolstoi consistió en inaugurar Anna Karenina describiendo una escena de traición conyugal, pero a cargo de un marido. Cuando el hermano de la protagonista es atrapado in fraganti con la institutriz de sus hijos, Anna es llamada al hogar. Su tarea es resolver el conflicto entre su hermano y su cuñada. Disímil es la situación cuando Anna se enamora del conde Alexei Vronsky. Ya no se trata de un pecadillo sino de la destrucción de una familia. Y solo le queda a la heroína el camino del suicidio para redimirse.

Kate Chopan e hijos   

Pero Chopin, nacida con el nombre de Katherine O'Flaherty en 1850, era, para su tiempo, una mujer liberada. En 1870, a los veinte años de edad, se casó con Oscar Chopin y ambos se establecieron en New Orleans, donde su esposo tenía una firma de corretaje de algodón. Entre 1871 y 1879, Chopin tuvo seis hijos. El mismo año del nacimiento del último hijo, la firma de corretaje de Oscar Chopin fue a la quiebra. Cuando falleció, tres años más tarde, en 1882, dejó a Kate con una deuda imposible de pagar.
Según su biógrafa, Emily Toth, durante un tiempo, “la viuda Kate administró la firma” del marido, y además, “coqueteó de manera escandalosa con hombres de la zona. Inclusive tuvo una relación con un granjero, un hombre casado”.
Luego, Kate vendió su negocio en la Luisiana y, a solicitud de su madre, quien tenía una posición acomodada, se mudó a su sitio de origen, Saint Louis. Cuando la madre falleció,  al año siguiente, Kate se hundió en la depresión. Fue entonces que el obstetra y amigo de la familia, Frederick Kolbenheyer, le aconsejó que se pusiera a escribir, pues consideraba ese trabajo la mejor terapia.  
Kate Chopin acató su consejo. Comenzó a escribir cuentos cortos, artículos y a hacer traducciones, que aparecieron en periódicos y revistas. De esa manera, empezó a ganarse la vida de manera regular con sus trabajos.
Hay mucho de autobiográfico en sus textos de ficción, especialmente en The Awakening. La protagonista no desea ser una mantenida –ni Madame Bovary ni Anna Karenina necesitaban buscar trabajo—y aprovecha su talento como pintora para ganar dinero, y alquilar un sitio alejado de la mansión donde reside con su esposo y sus hijos.
Eso otorga a la mirada de Kate Chopin un enfoque muy peculiar. Ya no es la mujer sumisa, abrumada por sus affairs, sino una dama independiente capaz de tener relaciones amorosas sin pedir permiso.
La ironía, la precisión con que Kate Chopin describía a la sociedad de su tiempo, es un soplo de aire fresco. Ni hombres ni mujeres escapan a su implacable escrutinio. Su mundo estaba poblado de seres interesantes. Al menos desde su mirada. Y es un toque de talento que sus dos amantes, Aalcee Arobin y Robert Lebrun, no son los personajes más recordables. Y por buenas razones. Ella no los desea por sus atributos intelectuales.
La protagonista es mucho más sutil al aplicar el microscopio a mujeres ancianas, o a potenciales rivales.
En uno de los sets pieces de la novela, la narradora dice que “El señor Pontellier”, el esposo de la protagonista, “había sido un marido bastante cortés, en tanto su mujer mostraba una cierta sumisión. Pero cuando Edna exhibió un absoluto desprecio por sus deberes de esposa, se mostró furioso. Cuando el señor Pontellier mostró rudeza, Edna creció en insolencia y decidió que nunca más daría un paso atrás”.
Tanto Madame Bovary como Anna Karenina son seres huidizos, cargando con el pecado a cuestas. Se dejan arrastrar por la pasión, y asumen sus roles de amantes exhibiendo la pasividad con que antes cumplían sus roles maritales. Pero no la señora Edna Pontellier. Ella es una feminista avant la lettre, dispuesta a defender sus derechos, inclusive su derecho a amar a hombres que no son sus maridos.
En su comentario de The Awakening, Willa Cather señaló de manera mezquina que “no había necesidad de una segunda Madame Bovary”. Pero The Awakening demuestra que sí, que existía esa necesidad. Especialmente por su punto de vista.
Kate Chopin tenía un temperamento que cargaba a sus personajes de vida. Aceptaba la depresión, pero sabía cómo combatirla. Enfrentaba a hombres y a mujeres en términos de igualdad. Había un sano optimismo que la hacía emerger de sus crisis, y tenía la valentía de divulgarlas.
Sus descripciones son precisas, sus diálogos nos permiten descubrir la mente de sus personajes, seres de tres dimensiones. Edna necesita la presencia masculina, que la admiren y la deseen. No oculta sus sentimientos. No es una madre devota, y es para ella un gran alivio que sus vástagos pasen prolongadas jornadas en compañía de su padre, pues así puede disfrutar de su existencia. Inclusive su suicidio es más sano que el de sus inmortales rivales.
Como las dos adúlteras antes mencionadas, Edna también acaba con su vida. Pero es allí donde terminan las semejanzas. Madame Bovary se envenena con arsénico, y Anna Karenina se arroja debajo de un tren. Ese era el destino reservado por el siglo diecinueve a las damas que no confinaban su sexualidad al lecho conyugal.
Edna Pontellier no solo elige una muerte diferente al ahogarse en el mar. También sus razones son distintas. No lo hace para pagar sus pecados. En ningún momento se arrepiente de haber amado a otros hombres. Inclusive hay una buena dosis de ironía en el hecho de que se ahoga aunque sabe nadar.
El final es abierto. Por un lado, Edna se siente desconsolada porque uno de sus amantes, Robert Lebrun, ha decidido separarse de ella para siempre. Por otra parte, mientras se va alejando de la orilla, se siente eufórica por haber huido de la rutina familiar, de un marido imperioso, y de sus pequeños hijos.
Edna sigue nadando hasta quedar agotada. Y descubre que la orilla está demasiado lejos como para retornar a ella. Sus últimos momentos están saturados de recuerdos de su infancia.
Obviamente, no hay muertes dulces. Pero Edna elige la menos trágica, la más incierta. Y ni siquiera lo hace abrumada por la desesperación, sino convencida que su existencia ha perdido toda razón de ser.




[i] Frase citada por Emily Toth  en su ensayo “Unveiling Kate Chopin.”

sábado, 23 de diciembre de 2017

El hombre que inventó la Navidad (Al menos en Gran Bretaña)

Mario Szichman


Charles Dickens


Según señaló Katherine Ashenburg en The Times Literary Supplement, cuando el 10 de junio de 1870 los periódicos londinenses anunciaron el fallecimiento de Charles Dickens, una jovencita le preguntó a una amiga: “¿Murió Dickens? ¿Eso significa que también falleció el Padre de la Navidad?”
Si Dickens no inventó la Navidad, al menos refundó las Navidades británicas. Esa celebración figuró en varios de sus numerosos libros, como The Pickwick Papers, tal vez la más jocosa de sus novelas, en otros textos dedicados anualmente a la Navidad, en Great Expectations y en la incompleta The mystery of Edwin Drood 
Edwinn Drood es un misterio al cuadrado, pues el cuasi protagonista desaparece en la parte final, bajo circunstancias sospechosas. Para complicar las cosas, Dickens le envió a su biógrafo John Forster dos cartas informándole de la trama, pero no del probable asesinato de Edwin Drood. Su fallecimiento le impidió concluir el texto.

Siempre hay un antes y un después. Es obvio que las Navidades fueron celebradas en Inglaterra siglos antes de Dickens, aunque declinaron drásticamente debido a la impugnación de los puritanos.
Ashenburg dice que desde la Edad Media, los ingleses disfrutaron de las Navidades con enorme extravagancia. Pero la festividad tenía ingredientes de orgía colectiva. Se consumían grandes cantidades de comida, y de alcohol, e imperaba el lujo en las vestimentas. Además, se consumaban ceremonias paganas, un vestigio de las saturnalias romanas, que tenían como protagonista al Señor del Desgobierno.  Detrás estaba, por supuesto, la iglesia católica romana, y la herencia de un Papa que no abominaba del paganismo.
Eso causó el repudio de los puritanos.  Una vez tomaron las riendas del poder en Londres, prohibieron las Navidades. Según dice Ashenburg, el parlamento británico se reunió en las Navidades, entre 1644 y 1656, y los soldados clausuraron iglesias y obligaron a los dueños de comercios a reabrir sus puertas. En 1647, el Alcalde Mayor de Londres recorrió las principales arterías de la ciudad para quemar adornos navideños.

REINVENTANDO LA NAVIDAD




Con la llegada de la Restauración, en 1660, también las Navidades fueron rehabilitadas. De todas maneras, los puritanos dejaron una magulladura en la conciencia de los ingleses. Las Navidades  perdieron la opulencia exhibida antes de Cromwell.
Por supuesto, en A Christmas Carol, Dickens no celebra el desenfreno. En realidad, aparte de las fiestas organizadas por los pobres,  el relato es como un monumento fúnebre, plagado de difuntos. Los recorridos por cementerios son liderados por fantasmas.
La historia tiene como protagonista a Ebenezer Scrooge, un avaro, quien es visitado por el espectro de su ex socio comercial, Jacob Marley y por los ghosts del Pasado, del Presente, y de los Años Navideños por Venir.
Cuando Dickens escribió su novela corta, los ingleses estaban dedicados a reexaminar las tradiciones navideñas, especialmente los carols, villancicos, y nuevas costumbres, como la erección de árboles de Navidad, un elemento que divide las festividades de acuerdo al hemisferio. Resulta exótico un árbol de Navidad en los países del hemisferio sur, donde el fin de año es pleno verano. En cuanto a la figura de San Nicolás con asfixiantes ropas, gorra roja, y poblada barba, resplandece con su incongruencia.
Algunos críticos literarios dicen que la inspiración de Dickens para escribir A Christmas Carol fue una visita a la escuela Field Lane Ragged, uno de los establecimientos londinenses dedicados a educar a los hambrientos niños de la calle.
Dickens había vivido la pobreza en carne propia. Debió abandonar la escuela primaria y trabajar en un establecimiento donde fabricaban betún, luego que encarcelaron a su padre en una prisión para deudores.
Los mejores personajes de su galaxia son niños o adolescentes agobiados por el medio ambiente, o mujeres y hombres de mediana edad intentando emerger de la indigencia. En Scrooge el autor descubrió su villano favorito. Lo humanizó como sólo él podía hacerlo. El trasfondo de la obra es una ciudad más alucinante que real. Por ella apenas podían transitar los personajes de su imaginación[i].
Scrooge y Londres son intercambiables protagonistas. A medida que Scrooge se va humanizando, Londres va perdiendo su ferocidad hasta convertirse en un sitio casi habitable.
Pero Scrooge solo puede transmutarse en un personaje simpático gracias a la intervención divina. Únicamente los fantasmas del Pasado, del Presente, y de los Años Navideños por Venir, son capaces de alterar la personalidad del avaro.
Es imposible considerar A Christmas Carol una historia secular. El milagro del persistente éxito de Dickens es que entretejió una alegoría. De esa manera, le brindó carga emocional a una historia de horror, que luego se trocó en cuento de hadas.
El público respondió entusiasmado ante esa fábula para todas las edades. Es interesante que Dickens irrumpiese sin problemas en el territorio de la muerte, pese a que parte de sus lectores o escuchas, podían ser niños.  (Muchos padres de clase media solían leer A Christmas Carol a sus hijos antes de que fueran a dormir. No se han hecho estudios de cómo esas lecturas afectaron a sus vástagos).
Tan exitosa fue la irrupción de Dickens en el campo de lo sobrenatural, que en 1849, seis años después de publicar A Christmas Carol, el novelista comenzó a hacer lecturas públicas del texto. Alcanzó un total de 127 lecturas, hasta 1870,  el año de su muerte. 
A Christmas Carol nunca salió de circulación. Ha sido traducida a varios idiomas, y adaptada en numerosas ocasiones al cine, al teatro, a la ópera, y a otros medios.
La fórmula del relato parece tan sencilla, que muchos deben preguntarse ¿por qué nadie lo intentó antes? La figura del avaro es tan antigua como la modernidad. Ha sido usada con provecho por Moliere y por Balzac. Pero ambos autores la cultivaron en contextos modernos.  Dickens, en cambio, la examinó como si se tratase de un monstruo decidido a destruir lazos sociales.
Scrooge comienza como un epítome del capitalismo temprano. Está convencido de que la pobreza es un designio divino, el flagelo enviado por Dios a los incapaces, los indolentes, los pobres de espíritu.
En una serie de viñetas diseñadas con gran minuciosidad, como si formaran parte del retablo de las maravillas, el autor fue mostrando la felicidad de las reuniones familiares, el goce de compartir comidas y bebidas, los bailes, los juegos, y la irrupción de la generosidad. 
Pero la Navidad de Dickens no celebra la borrachera o la gula, sino el espíritu comunal, y la caridad. Eso en la Inglaterra victoriana de mediados del siglo diecinueve, plagada de hambrunas y de conflictos sociales.
Importantes críticos celebraron la Navidad reinventada por Dickens. En 1891, el crítico estadounidense  W. D. Howells dijo que el autor había rescatado la fiesta “De la desconfianza puritana”. Y en 1922, G. K. Chesterton, un autor católico, dijo que el  novelista había salvado las Navidades justo a tiempo, cuando comenzaban a “desprenderse del control popular”, debido a la industrialización neo puritana.
Para Dickens, dice Ashenburg,  el evento religioso fue “un prisma a través del cual pudo analizar la salud o la enfermedad de la Inglaterra victoriana”.  Y el prisma se fue oscureciendo a través de los años.
Afortunadamente, el Dickens de A Christmas Carol era aún joven, optimista, y creía en un mundo nítidamente dividido entre el bien y el mal. No era difícil cotejar a Scrooge con los fantasmas del pasado, del presente, y del porvenir, y mostrar el espectro de su mezquindad, en su torpe afán por acumular monedas de oro, o su desdén ante las recompensas espirituales que ofrece la vida.


Otras novelas en las cuales irrumpe la Navidad son terriblemente sombrías, entre ellas la última, The Mystery of Edwin Drood. Pero el público, especialmente de habla inglesa, continúa aferrado a las peripecias de Ebenezer Scrooge. Y aliviado de que pese al fallecimiento de su creador,  el Padre de la Navidad sigue siendo inmortal.





[i] Aunque Dickens carecía de una educación formal, escribió 15 novelas, cinco novelas cortas, centenares de cuentos y artículos, y editó un semanario prácticamente solo, durante 20 años. Además, hizo campañas a favor de los derechos de los niños, de la educación, y de otras reformas sociales. En el siglo diecinueve era considerado el novelista más popular de todos los tiempos. En la actualidad, muchos críticos creen que era un genio. Basta leer la novela Bleak House para verificarlo.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Romeo y Julieta, pero con un final feliz


Mario Szichman

Ashley Volk y Sam Siatta, a la derecha, 
estuvieron enamorados desde el sexto grado de la escuela primaria

The New York Times publica una columna, Modern Love, describiendo las más curiosas, dramáticas o sentimentales historias de dos personas, desde el encuentro inicial, hasta su llegada al altar.
El artículo original  Love’s Road Home, del cual hacemos una síntesis, fue publicado por el periódico el 10 de noviembre de 2017. Su autor es C. J. Chivers.  
Aunque las historias que se describen en la columna aluden a toda clase de romances, inclusive cuando los dos miembros de la pareja pertenecen al mismo sexo, en este caso, el amor de Ashley por Sam –y viceversa—es tan antiguo como el de Dafnis por Cloe. M.S.


Ashley Volk estuvo enamorada de Sam Siatta desde el sexto grado de su escuela primaria. El noviazgo continuó cuando Ashley estaba en la escuela secundaria. Sam estudiaba fabricación de metales y soldadura. Luego, se alistó como marine en un destacamento de fusileros, y fue enviado a Afganistán. 
Ashley nunca pudo imaginar todas las vueltas que daría la vida, en su relación con Sam. Ni los vericuetos que debería transitar para arribar a un final feliz, propio de esas comedias de Frank Capra, donde la pareja, tras sufrir terribles peripecias, como en el clásico It´s a Wonderful Life, encuentra la dicha anhelada.
La guerra en Afganistán cambió a Sam hasta hacerlo irreconocible. Tras regresar de su último tour, el amante se hundió en la depresión y en el alcoholismo. Luego, fue condenado por un delito del cual no tenía recuerdo alguno e internado en The Shawnee Correctional Center, una penitenciaria estatal del sur de Illinois. La justicia lo condenó a seis años de prisión por ingresar a una vivienda sin permiso, y golpear a uno de los residentes en la cabeza con una sartén de hierro.
Sin importar el lugar donde Sam se hallaba, ya fuese en una trinchera de combate, o en algún bar de California, su temperamento era volcánico.
Ashley Volk rompió en varias ocasiones con su amante. Pero siempre existía un reencuentro y una reconciliación. A comienzos de 2016, mientras trabajaba como mesera en un bar, Ashley se dirigió a la prisión donde estaba alojado Sam, para hacerle una visita de rutina. Pero algo cambió súbitamente.  
Ambos se sentaron en una mesa de la cafetería de la prisión. Ashley vio algo raro en el dedo anular de Sam: un segmento de hilo azul.
–¿Qué es esto?—le preguntó.
–Mi esperanza—le respondió Sam. –Es un recordatorio de que cuando abandone la prisión, pienso tener un futuro, casarme contigo, y disfrutar una vida de verdad.
Ashley tardó un rato en discernir que Sam le estaba haciendo una propuesta de matrimonio. Dos emociones se combinaron en ella; una profunda alegría, y un enorme miedo.

LA LARGA ESPERA

Ashley no estaba en condiciones de hacer plan alguno. “Ignoraba cuándo Sam saldría en libertad”, le dijo a The New York Times. “Todavía tenía que cumplir seis años de su condena”. Pero Ashley quería que Sam fuese su esposo. Por lo tanto, extendió su mano para tomar la de Sam y aceptó la solicitud. En ese momento, un guardia de prisión los interrumpió para informarles que no se podían tocar.
Ashley se recostó en la silla. La pareja discutió otros temas. Quizás Sam le propondría de nuevo casamiento en el año 2022, tras cumplir la condena completa.

LOS MILAGROS EXISTEN

A fines de la primavera de 2016, Sam Siatta fue puesto en libertad de manera abrupta, mucho antes de cumplir su sentencia. Eso ocurrió luego de una investigación hecha por The New York Times Magazine, la revista del periódico. Sam había sido diagnosticado con síndrome de estrés postraumático. Era obvio que el diagnóstico tenía como propósito transferir a Sam de la prisión a un hospital psiquátrico.  
Pero las cosas siguieron sin adaptarse al libreto establecido. El fiscal del condado donde Sam había cometido su crimen anuló la condena. En cambio, ofreció un plea deal, acuerdo de confesión de culpabilidad, a cambio de que el prisionero aceptara una condena por un delito menor. Sam no sería confinado en un hospital psiquiátrico. Saldría en libertad condicional si se comprometía a no usar alcohol, y a participar semanalmente en un programa de rehabilitación.
El recluso número Y11107, del departamento de prisiones de Illinois, cesó de beber, recuperó su condición física, y reanudó su vida en común con Ashley, mientras se entrenaba para ingresar a un club de artes marciales.  
Y en ese momento, Sam sintió que se le volvía a derrumbar la estantería. Debido a un error administrativo del Departamento de Veteranos, le anularon la pensión por discapacidad.  Como delincuente en libertad provisional, Sam no podía conseguir un trabajo a tiempo completo. Si bien había recibido un favor escasamente otorgado: una segunda oportunidad, estaba totalmente quebrado en asuntos financieros. Y sumergido en un limbo del cual parecía imposible emerger.
Excepto que allí estaba Ashley Volk, dispuesta una vez más a rescatar a Sam.

A LA BÚSQUEDA DEL TIEMPO PERDIDO

Según dice el periodista C. J. Chivers, Ashley Volk adoptó la posición inquebrantable de que Sam Siatta era un hombre bueno, mejor que la mayoría, y más fuerte que sus problemas. Estaba segura de que terminaría triunfando.
Sam siguió recibiendo terapia por su síndrome de estrés postraumático, mientras intentaba recuperar la confianza y la tranquilidad. En cuanto a Ashley, trabajaba tres o cuatro noches cada semana atendiendo un bar hasta las cuatro de la mañana, y los sábados, hasta las cinco.
Llevaba a la casa todas las propinas  para “mantener un techo sobre la cabeza de ambos amantes, y comida en la nevera”, señaló Chivers.
No fue fácil sobrellevar esa rutina. “Luego de un par de años trabajando en un bar, a veces hasta las cinco de la mañana”, dice Ashley, “una se siente como un zombie”.
Tampoco era fácil amar a Sam, o aguardar sus erráticos retornos de Afganistán, o visitarlo en la cárcel, o ayudarlo a encontrar un trabajo que elevara su orgullo.
Pero Ashley decidió que su amor por Sam debía prevalecer. En ocasiones, no se sentía como un ser humano, sino como un artefacto mecánico, “capaz de pagar la renta, las cuentas, los comestibles, la electricidad y los teléfonos”.
Pero el sacrificio valía la pena, asegura Ashley. Lo hacía porque formaba parte de los servicios que debía rendir al amor. Había quedado prendada de Sam cuando apenas tenía 10 años. Había sido su novia durante buena parte de su adolescencia.
Cuando Sam se incorporó a la infantería de marina, fue condecorado por su coraje, y elogiado por sus jefes, tras salvar la vida de otros hombres. Sam se había incorporado a la infantería de marina para mostrar su valor. Y Ashley, quien se negaba a aceptar que su compañero fuese un soldado, aceptó el desafío, y sintió orgullo por su valentía.
Al llegar el año 2017, Ashley tenía 26 años, y seguía cuidando a su amante, un hombre capaz, trabajador, pero sin empleo.  Y fue entonces que el destino le volvió a jugar una buena pasada.

EL  REENCUENTRO FINAL



El juez Terrence J. Lavin casando a Ashley y a Sam

En enero de 2017, mientras Ashley Volk trabajaba sin descanso para mantener con Sam la ropa pegada al cuerpo, el juez Terrence J. Lavin leyó en The New York Times un artículo sobre Sam Siatta y su tour de combate en Afganistán. Algunas de las características de Sam le hicieron recordar a su sobrino, Conner T. Lowry, quien había muerto en Afganistán en un accidente que parecía en realidad un atentado.
El juez sintió que lo animaba el fantasma de su sobrino, y decidió contactar a Sam. “Tenía que ayudar a ese joven a salir adelante”, dijo el juez a The New York Times. “Parecía necesitado de consejos. Alguien que conociera personas en Chicago podría ayudarlo”.
Lavin invitó a la pareja a su oficina. Al rato de conversar, Sam le dijo al juez que tenía problemas para encontrar trabajo, y que le habían retirado su pensión por discapacidad. Prácticamente no tenía dinero, o un buen plan de salud. “Tengo una racha de mala suerte”, señaló.
“Bueno, eso está a punto de cambiar”, le respondió el juez.
Lavin había trabajado en una siderúrgica cuando era joven. Y conocía a muchas personas en Chicago.
El magistrado llamó a un dirigente sindical que trabajaba en una organización para ubicar a veteranos de guerra en el sector de construcción. El dirigente sindical logró que dieran a Sam un empleo en el gremio de carpinteros.
Semanas después, Sam empezó a percibir un buen salario, consiguió seguro médico, y un plan de pensión.
En septiembre de 2017, fue con Ashley a ver un filme. Pero antes se detuvieron en un restaurante, y mientras aguardaban por la comida, Sam le dijo a su compañera: “Deberíamos casarnos para Halloween. Inclusive podríamos disfrazarnos para la ocasión. Podría ser muy divertido”.
Ashley se mostró confundida. “¿Estás hablando del Halloween de 2018?” le preguntó.
“No”, respondió Sam, “De este Halloween, dentro de pocas semanas”.
De repente, Ashley se puso a gritar en el restaurante, dando saltos de alegría, besando a Sam. Pero esta vez, no había ningún guardia de prisión para impedirle que expresara sus emociones.
Semanas más tarde, contrajeron nupcias, frente al juez Lavin, aunque el magistrado prohibió que se aparecieran disfrazados.
Lavin dijo que Ashley “la persona que está hoy delante nuestro, es una pequeña, gigantesca mujer. Nunca se rinde”.
“Cuando Sam hablaba muy poco, durante los combates en Afganistán, ella no se rendía,” continuó el juez. “Cuando regresó al país y se mostró distante y remoto, ella tampoco se rindió”.
“Cuando Sam fue condenado y encarcelado, ella no se rindió. Siguió peleando, por él y por ambos”.
El juez administró sus oraciones, y los declaró marido y mujer.  
Luego, hizo una pausa muy prolongada, intentando recuperar la voz y la serenidad, y dijo en voz baja: “Mi sobrino hubiera cumplido 30 años en febrero del próximo año”.
Ashley formuló otro comentario, cuando estaban celebrando la boda en una pizzería cercana. “Finalmente, tenemos un futuro”, dijo. “Sam ha enfilado por el camino correcto. Y ahora, ha llegado mi turno”.


sábado, 16 de diciembre de 2017

We, the Accused. Los contratiempos de una obra maestra


Mario Szichman



La equívoca fama de We, the Accused, una de las grandes novelas británicas del siglo veinte, puede atribuirse enteramente a George Orwell, el autor de 1984. En su famoso ensayo Good Bad Books, publicado en el diario londinense Tribune en noviembre de 1945, Orwell intentó explicar la diferencia entre “buenos” y “malos” libros, así como la discordancia con esa categoría intermedia de “buenos malos libros”.
La categoría es un invento del escritor Gilbert Keith Chesterton. Un “buen mal libro” es un libro “sin pretensiones literarias, pero que continúa siendo entretenido, en tanto producciones más serias han perecido”, decía Orwell. Por ejemplo, destacaba las historias de Sherlock Holmes, que nunca pasan de moda, en tanto novelas que denunciaban problemas sociales o discutían temas filosóficos, habían desaparecido de la estantería de librerías y bibliotecas, así como de la memoria de críticos y lectores.  
Y luego de mencionar autores populares en los géneros del policial, o del humor, Orwell se concentraba en We, the Accused, de Ernest Raymond. “Se trata”, decía Orwell, de una “sórdida y convincente historia de un asesinato, posiblemente basada en el caso Crippen”[i].
Para Orwell, la calidad de la novela se debía a que el autor “solo logra capturar en parte la patética vulgaridad de las personas que describe, y por lo tanto, no las desprecia. Tal vez, inclusive gana mucho por la manera prolija en la cual está escrita”, siguiendo un poco las huellas de Una Tragedia Americana, de Theodore Dreiser.
De esa manera, indicaba Orwell, “se van apilando los detalles, casi sin intentar selección alguna.  En el proceso, se construye, lentamente, un efecto de terrible, demoledora crueldad”.

REPUTACIONES REVISITADAS

En The Times Literary Supplement de enero de 1977, se preguntó a varios autores cuales consideraban los libros o escritores más sobrestimados o subestimados del siglo. John Betjeman dijo que We, the Accused  figuraba entre las novelas más subestimadas. Se trataba, señaló, de “una de las mejores narraciones que transcurren en Londres, y de una obra maestra del suspenso”.
La novela transcurre en 1932, en Islington, Londres. El triángulo amoroso está constituido por Paul Presset, de 50 años, un maestro de una escuela de segunda categoría, su esposa Elinor, varios años mayor que él, quien cuenta con una pequeña fortuna, obtenida durante su primer matrimonio, y Myra, una maestra de kindergarten en la misma escuela donde enseña Paul, y que se transfigura en su “resplandor”.

Ernest Raymond

Raymond fue eslabonando con gran sabiduría la cadena de incidentes que transformaron la amistad de Paul y de Myra en una gran pasión, y el matrimonio de Paul y Elinor en un infierno.
Quizás la sabiduría del relato consiste en la manera prolija en que Raymond fue creando el suspenso. De otra manera, sería imposible comprender cómo un hombre sin atributos se va convirtiendo en un asesino, o como una mujer como Myra, afectuosa, sencilla, honesta, va adquiriendo una nueva personalidad en su rol de protectora de Paul, y cómo lo sigue defendiendo, tras descubrir que su amante ha envenenado a su esposa con arsénico.
Raymond aplicó su lupa sobre la pareja, ofreciendo un patético retrato de dos seres humanos que van creciendo junto con la emoción de los lectores. No hay clishés, ni atajos, ni invenciones para sostener la trama: apenas una pareja que intenta eludir la acción de la justicia huyendo de Londres, soñando con algún lugar de Europa donde nadie los busque, y en el cual puedan ser felices.
Al principio, cuando su esposa aún vive, Paul Presset propone a Myra huir, e iniciar una nueva vida. Pero la moralidad de Myra impide esa solución. Ella no quiere ser la amante de Paul, sino su esposa. La ironía es que esa integridad de Myra hace que su amante acreciente el odio por su esposa, y la envenene.
En la narrativa policial de esos años, la manera de enfrentar a dos amantes complicados en un crimen consistía en el surgimiento del odio. Puede observarse en esas obras maestras de James Cain El cartero llama dos veces, y Double Indemnity, especialmente en la segunda. Pero Raymond no eligió esa solución. Y logró algo mejor.
Myra no ha participado en la muerte de Elinor. Y cree en la versión de Paul, de que su esposa murió como resultado de una enfermedad. Algunos diálogos son ejemplares. Cuando Paul le menciona a Myra su origen pobre, Myra le responde: “Me siento tan contenta de que ninguno de nosotros es una persona importante”.
Solo cuando prospera la fuga de ambos, es cuando comienza a desenredarse la madeja. En cierto momento, Myra le pregunta a Paul cual es la verdad sobre la muerte de Elinor. Tras algunas excusas y prolongadas explicaciones, Paul admite que ha envenenado a su esposa. Entonces Myra le dice: “Seguiré haciendo todo lo que pueda por ti”. Y luego, señala el autor: “Myra tuvo una gran piedad” por su amante. Al mismo tiempo, sentía que el amor había desaparecido.
No hay planificación alguna en el asesinato de Elinor por parte de su esposo. Como decía Mark Twain, “Si el deseo de asesinar se acopla a la oportunidad de hacerlo, ¿qué ser humano podría evitar ser ahorcado?”  Paul Presset mata a su esposa sin premeditación o alevosía. Su excusa para hacerlo es que Myra le está ofreciendo una nueva vida. Además, Elinor padece una enfermedad grave que puede disimular los síntomas causados por el arsénico.
Nadie sospecha al principio de la muerte de Elinor. Ni siquiera su médico de cabecera. Todo parece un regalo del cielo. Una mujer nagging, fastidiosa, puede ser reemplazada por una mujer joven, con sólidos principios morales. Myra es para Paul la inesperada tabla de salvación, aunque luego, su integridad será la causa de su ejecución.
El novelista tenía la capacidad de modificar las lealtades del espectador. Durante las jornadas en que Paul y Myra huyen de la policía, nadie duda de que serán finalmente capturados, mientras se acrecienta el deseo de que los amantes eludan la persecución policial e inicien una nueva vida en un lugar remoto donde no pueda alcanzarlos la justicia.
Finalmente, la justicia llega, el amor de Myra por Paul se desvanece, aunque no su lealtad, y el asesino enfrenta la ejecución en dos páginas finales memorables.
Un día, las agujas del reloj de la prisión donde está encerrado Paul, marcan las nueve de la mañana.  Y Paul rodeado de funcionarios, “concreta el último gran esfuerzo de su vida”. Instalado debajo de la horca, les dice a los presentes: “Bueno, adiós a todos, y gracias”. Y luego, murmura: “Adiós mi querida Myra; adiós querida mamá, querido papá”.
En ese momento, uno de los carceleros coloca una capucha blanca sobre la cabeza y el rostro de Paul, se abre una puerta trampa bajo los pies del condenado, y “Paul desapareció de la vista de todos. La soga se puso tensa, y comenzó a oscilar”.
Con materiales del caso Crippen que abundaron en los periódicos, Raymond transitó una ruta escasamente recorrida. Le quitó glamour al crimen, le añadió una profunda humanidad, y se concentró en personajes cuya máxima alegría consistía en saber que “ninguno de nosotros es importante”.





[i] El “caso” Crippen, uno de los más famosos en los anales del crimen británico. Tuvo como protagonista al  homeópata Hawley Harvey Crippen (1862 – 1910), quien fue ahorcado en la prisión de Pentonville, Londres, acusado de asesinar a su esposa Cora Henrietta Crippen. El presunto asesino mantenía una relación sentimental con una mujer mucho más joven que él.
El caso tuvo ribetes sensacionales porque la investigación policial se hizo en base al hallazgo de algunas partes de un cadáver en el sótano de la vivienda de Crippen. En el año 2007, evidencias obtenidas mediante el ADN de trozos del cuerpo, sugirieron que los restos pertenecían a un hombre. Las conclusiones han sido cuestionadas.