lunes, 26 de enero de 2015

Eros y la doncella o el fantasma de la Revolución Francesa


Mario Szichman

Jorge Luis Borges atribuía “a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar”, un planeta desconocido, “con sus arquitecturas y sus barajas, con el pavor de sus mitologías y el rumor de sus lenguas, con sus emperadores y sus mares, con sus minerales y sus pájaros y sus peces, con su álgebra y su fuego, con su controversia teológica y metafísica”.  (¿Existirá, en toda la narrativa española, algo tan bello como ese cuento?)
Un intercambio de información con mi talentosa amiga, la profesora venezolana Libertad León González, me hizo pensar en esas conjunciones que de repente estimulan la creación de textos. Se relacionaba con las “recurrentes referencias sobre la Revolución Francesa y sus protagonistas”, como “antesala a la escritura de Eros y la doncella”.
Después que se escribe la primera novela, es aconsejable planificar textos. En  su prólogo a La Comedia Humana, Balzac explicó cómo habían sido erigidas las distintas habitaciones de su monumental edificio narrativo. Entre los temas a desarrollar, y la enunciación no es exhaustiva, había Estudios Filosóficos, Estudios de Costumbres, Estudios Analíticos, Escenas de la vida en provincias, Escenas de la vida privada, Escenas de la vida parisina, Escenas de la vida política, y Escenas de la vida militar. El organizador de la empresa se postulaba apenas como el secretario o amanuense de la sociedad de su época.
La Revolución Francesa siempre actuó como background en mi trilogía de la patria boba. Por una parte, debido a la abrumadora presencia de Francisco de Miranda, quien tuvo destacada participación en su primera etapa, alineándose con el bando de los girondinos.
El caraqueño, único latinoamericano cuyo nombre ha sido esculpido en el Arco de Triunfo de París, luchó en los ejércitos de la República, bajo las órdenes del general Dumouriez. Cuando la fortuna cambió, tras la derrota militar de Dumouriez, y la derrota política de los girondinos a manos de los jacobinos liderados por Robespierre, Miranda terminó en la cárcel. La sombra de la guillotina rondó siempre su garganta. Fue absuelto en primera instancia de las acusaciones de cobardía en el frente de batalla, y sacado en hombros de los ciudadanos franceses. Pero su afiliación al partido girondino era más pecaminosa que su derrota militar. Volvió a ser procesado, y se lo envió por segunda vez a prisión. Debe haber sido una de las experiencias más espeluznantes padecidas por Miranda, pues presenció con inquietante frecuencia como varios de sus camaradas y amigos eran subidos a carruajes que los conducirían a la guillotina.
El Precursor, a pesar de que adoraba los placeres de la carne y de la buena mesa, mostró un extraordinario estoicismo en esa etapa de su vida. Quienes convivieron con él en prisión fueron unánimes en la admiración por ese caraqueño que nunca perdió el optimismo, o su voracidad por la lectura.
Tras la caída de Robespierre vino un período de transición hasta que el Directorio abrió las puertas a Napoleón, quien fue designado Primer Cónsul de la República. Miranda permaneció en Francia en los últimos años del siglo dieciocho. Finalmente, Napoleón le dio un ultimátum para que abandonara el país, no por razones políticas sino porque se negaba a compartir una de sus amantes.
Pese a que en Los papeles de Miranda la Revolución Francesa ocupa buena parte de la narración, figura entre bastidores, pues Miranda intervino además en actividades relacionadas con la independencia norteamericana, y finalmente, con la independencia de la América española.
Las otras novelas de la trilogía, Las dos muertes del general Simón Bolívar y Los años de la guerra a muerte tienen como actores principales al Libertador, a varios de sus principales subalternos, y a su principal enemigo, el asturiano José Tomás Boves. Pero siempre acecha la sombra de Miranda. Especialmente porque Bolívar, junto con algunos de sus amigos, lo entregó a los españoles tras su capitulación.
Si hay un personaje trágico en la lucha por la independencia de la Gran Colombia es indudablemente Miranda, no Bolívar. Digo clásico desde los parámetros de la tragedia griega, trágico en sus excesos y en el castigo sufrido. Ser traicionado por sus seguidores, terminar en manos de los españoles, morir en la prisión de La Carraca, en Cádiz, en una tumba sin nombre, y que sus restos nunca hayan sido rescatados, habla realmente de un sino trágico. En el Panteón de Caracas yacen los restos de Bolívar, o lo que quedan de ellos luego que el médico forense mayor de Venezuela Hugo Chávez Frías ordenó desenterrar sus huesos para verificar si no había sido envenenado por la oligarquía colombiana. El recinto es bastante amplio, y un sector podría ser habilitado como un sepulcro vacío para recibir algún día los restos del Precursor.
Y si aludo al sepulcro vacío, o a la tumba vacía, es porque estoy sugiriendo también el casillero vacío, una figura que ronda en los pasillos del psicoanálisis. Es un concepto que me resulta útil para entender la escritura. La plenitud, la saciedad, el total llenado de los casilleros preludia siempre la muerte.
Dostoievski es superior a Tolstoi –y la idea no es mía, es de Mijail Bajtin– porque nunca creyó en la muerte sino en el ciclo regenerativo de la vida. Tolstoi dejó morir a Ivan Ilich en una extraordinaria novela corta, pero eso recuerda a la extinción, pura y simple. El ser humano es un proyecto eternamente inacabado, siempre lo será, y Dostoievski nos brinda esperanzas que Tolstoi niega.
En mi caso, el casillero vacío se relaciona con la Revolución Francesa. En la trilogía siempre sirve de trasfondo. La profesora Libertad León González abrió con su pregunta la compuerta de los recuerdos. Inclusive, me permitió escudriñar el por qué de esa solapada presencia. Lo evoco no por orden cronológico, sino a través de secuencias mentales. En ese sentido, los escritores que nos antecedieron suelen marcarnos los pasos.
Soy un gran admirador de Stendhal. Una frase de él siempre me ha impulsado a escribir. Y posiblemente una de sus estrategias narrativas me condujo a colocar la Gran Revolución en un discreto segundo plano. En La vida de Henri Brulard, Stendhal lamenta que por culpa de una absurda palabra: inspiración, a la que buscó inútilmente en todos los recovecos de su mente, perdió una valiosa década de escritura. Y en La cartuja de Parma Stendhal rehusa que su protagonista participe en la batalla de Waterloo, la más importante del siglo diecinueve por sus consecuencias políticas, y lo pone a cabalgar a corta distancia del campo de combate.
¿Por qué Stendhal se perdió esa maravillosa oportunidad que luego explotó Víctor Hugo? Posiblemente porque prefería el teatro de boudoir, escenas con pocos personajes y descripciones aún más escasas. Hay quienes pintan como Watteau, y otros que son capaces de pintar como Goya.
Me pregunto, junto con mi amiga Libertad, por qué en un momento determinado decidí que la Revolución Francesa debía pasar a primer plano.
Y aquí, una nueva digresión: otro de los temas que me acechan desde hace mucho tiempo es el de la impostura. Toda tarea intelectual, hasta la más profunda, toda labor artística, hasta aquella que ubica a los creadores a la altura de los ángeles (me imagino los delirios de grandeza que adquirió Miguel Angel tras concluir su tarea en la Capilla Sixtina) es, en cierto modo una impostura. Queremos ser etéreos, pero el cuerpo nos traiciona, queremos ser sublimes, pero seguimos siendo humanos. Empecé a trabajar Eros y la doncella no desde el gran lienzo de la revolución, sino trasvasando mi infortunio a una de sus principales figuras, Georges Danton. Es preferible que figuras ajenas asuman nuestras tragedias personales. Además, Danton era, como dicen en nuestras latitudes, Bigger than life. Cuando falleció su esposa Gabrielle, Danton se hallaba en el frente de batalla. Al retornar, abrió la tumba de Gabrielle, depositó su cadáver en tierra, y llamó a un artista para que le hiciera una escultura. Toda la novela Eros y la doncella surge de ese grandilocuente gesto de Danton.
El paso siguiente, en vez de ingresar a la Gran Revolución, fue convocar a las divinidades generatrices. Danton creía en la vida. Poco después de la muerte de Gabrielle volvió a casarse con una mujer que no tenía ni la mitad de su edad, y a la cual amó apasionadamente. En cierta ocasión le preguntó al timorato de Robespierre: “¿Sabe lo que es para mí la virtud? Lo que hago con mi mujer en la cama todas las noches”.
El amor por la vida que sentía Danton, su necesidad de perpetuarse en otras carnes me condujo a un libro escrito por Jacques Antoine Dulaure, un convencionista de la Asamblea General en los comienzos de la Revolución Francesa. Dulaure escribió Los dioses de la generación, historia de los cultos fálicos entre los antiguos y los modernos. Es un gran ensayo que luego fue copiado palabra por palabra  –sin mencionar la fuente– por Robert Allen Campbell en su libro Phallic Worship.
Pensé en Dulaure como uno de los protagonistas de Eros y la doncella. Escribí decenas de páginas sobre sus estudios. Durante tertulias con representantes de la intelectualidad francesa vinculados con los girondinos, ofreció conferencias donde el falo de madera con sus partes movibles, no la guillotina, era el personaje principal, pues representaciones del órgano de la generación habían sido usadas en procesiones religiosas ya desde la época de los griegos.
Durante el proceso de redacción, en consulta constante con la profesora Carmen Virginia Carrillo, la figura de Dulaure fue adquiriendo tres dimensiones, debido a las posibilidades literarias del personaje. Y de repente, Dulaure y sus divinidades generatrices desapareció de la novela, se convirtió en la casilla vacía de Eros y la doncella, siendo reemplazado por las grandes figuras de la Revolución, no sé si por descuido, o por arte de magia. Deseo creer que por arte de magia.
Esta desordenada recopilación de recuerdos se la debo a Libertad León González, que me condujo a revisar un proceso de elaboración narrativa. (¿Cuántas veces tendré que insistir en la fecundidad de la imaginación dialógica?) Al mismo tiempo, contribuye a promover un descontento que siempre resulta fértil. ¿Qué ocurrió para que desechara a Dulaure? ¿Qué interfirió en el proceso de escritura para que se disipara un personaje tan prometedor? Posiblemente –y es mi anhelo– Jacques Antoine Dulaure es otro de los numerosos casilleros vacíos que necesito llenar.


miércoles, 21 de enero de 2015

¿Fue suicidio? Cuando la realidad supera a la ficción

Mario Szichman



Mallarmé decía que toda vida termina en un libro. Al menos un ejemplo demostraría lo contrario, el “suicidio” o “asesinato” del fiscal argentino Alberto Nisman. Creo que solo un relato anticipó sus extraordinarios vericuetos. Pero la realidad fue más rica que toda ficción.
            El 14 de enero de este año, Nisman acusó al gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de obstruir la acción de la justicia en la investigación del peor atentado terrorista registrado en el país. En 1994, una camioneta cargada con explosivos se estacionó frente a la sede de la Amia, un centro comunitario judío, en el centro de Buenos Aires. Su conductor detonó la carga, muriendo con otras 85 personas, en tanto 300 fueron heridas, algunas de gravedad. Hasta el momento, nadie ha sido acusado por la matanza, pero fiscales argentinos, grupos de defensa de los judíos, el estado de Israel y la Interpol acusaron a Irán de orquestar el ataque, y al grupo islámico libanés Jezbolá, de llevarlo a cabo.
Diecinueve años más tarde, en el 2013, la presidenta Fernández anunció en su cuenta en Twitter que participaría en una comisión conjunta con el gobierno de Teherán para “avanzar en el conocimiento de la verdad acerca del ataque a la AMIA”. 
Poco después, Nisman dijo que el acuerdo se había alcanzado en pactos de trastienda iniciados por la presidenta con el gobierno iraní. Según el fiscal, la jefa de estado argentina propuso ocultar la actuación de funcionarios iraníes en el ataque a cambio de un aumento en las relaciones comerciales entre ambos países. Argentina podría exportar cereales a Irán, en tanto el gobierno de Teherán vendería petróleo a la Argentina, un país que padece un grave déficit de energía.
Finalmente, por razones que se ignoran, el acuerdo no se concretó. Pero Nisman habría obtenido evidencias de las transacciones, y entregó a un tribunal de Buenos Aires un documento de 300 páginas detallando conversaciones entre ambos gobiernos. Luego, informó el fiscal a la prensa: “Ellos decidieron, negociaron y aseguraron la impunidad de iraníes prófugos de la justicia por el caso de la Amia”. Nisman agregó que el objetivo era  ocultar la acción del gobierno de Irán en el ataque “con el propósito de servir intereses comerciales y geopolíticos”.  Las acusaciones contra Fernández, contra su canciller, Héctor Timerman, y contra otros funcionarios, se basaban, dijo el fiscal “en pruebas irrefutables” tras dos años de investigaciones y numerosas grabaciones secretas.
Nisman decía que era un hombre marcado. En una entrevista con el diario Clarín de Buenos Aires, dijo: “Yo puedo salir muerto” si continuaba la investigación. También informó a la prensa su temor de que el gobierno de Buenos Aires se dispusiera a iniciar una campaña de calumnias contra él. “Le dije a mi hija de 15 años que se aprestara a oír cosas terribles de su padre”, señaló a periodistas.
De acuerdo a la diputada argentina Patricia Bullrich, que dirige la Comisión de Legislación Penal donde debía exponer Nisman, el funcionario “Me dijo que estaba amenazado, que estaba estudiando la causa para darnos información muy fuerte”.
Exactamente cuatro días después de enunciar cargos contra la presidenta argentina, y de anticipar que podría ser víctima de la maledicencia alentada por el gobierno, o de un asesinato, Nisman apareció muerto en el baño de su apartamento de Buenos Aires. El ministerio de Seguridad de Argentina dijo que junto a su cuerpo había sido hallado un revólver calibre 22, y un casquillo de bala.
Nisman estaba custodiado por 10 guardaespaldas, pero los guardaespaldas solo se limitan a cuidar las espaldas de las personas que deben proteger. Entre sus tareas no figura evitar que se suiciden.
De todas maneras, en medio del fárrago de información y desinformación, algo queda claro: el extraordinario entusiasmo del fiscal Nisman por presentar pruebas que podrían haber puesto a la presidenta argentina y a varios de sus funcionarios ante los estrados de la justicia.  Bueno, es una figura del discurso. Como en el cuento de Kafka Ante la ley, las puertas de la ley están protegidas en la Argentina por guardianes, uno más poderoso que otro. Solo se puede acceder a ella en los momentos finales de la agonía.
Antes de su malogrado final, el fiscal Nisman se puso en contacto con Joaquín Morales Solá, un influyente columnista del periódico La Nación, para fijar una reunión.  Según dijo Morales, “El tono entusiasmado de su voz, y la promesa de una reunión en el futuro inmediato” sugerían que entre los planes de Nisman no figuraban meterse un balazo en la cabeza.
Una nota en The Financial Times insistía en el feroz entusiasmo del fiscal. Muchos argentinos, decía el periódico londinense, “tratan de entender por qué un fiscal, en el momento culminante de su carrera, tras pasar dos años reuniendo evidencia de manera esmerada, y cuando se disponía a explicar sus explosivos hallazgos ante el Congreso, decidió súbitamente cometer suicidio”. 

LOS SOSPECHOSOS HABITUALES

El relato al que aludí al comienzo de esta nota es The Orderly World of Mr. Appleby, de Stanley Ellin, el genio del cuento de horror urbano, célebre por La especialidad de la casa, donde se exalta el canibalismo como una de las bellas artes.
La vida del señor Appleby consiste en coleccionar objetos, hasta que se endeuda de manera irreparable. Cuando su esposa se niega a sacar dinero de su póliza de seguro de vida para seguir financiando su costoso hobby, el señor Appleby comienza a estudiar métodos para hacer pasar el asesinato de su cónyuge por una muerte accidental. El método perfecto es aguardar a que su esposa ponga los pies sobre una alfombra, y en el momento en que intente tomar un vaso con agua de una alacena, tirar bruscamente de la alfombra. La mujer muere de la caída. Tras enviudar, el señor Appleby se casa con una viuda rica. Sus deudas siguen creciendo, y piensa en el recurso salvador de librarse de su segunda esposa usando el procedimiento de la alfombra. Hay un solo inconveniente: la mujer está enterada del método usado por el señor Appleby para enviudar, y ha escrito una carta a su abogado, detallando las tendencias homicidas del esposo, y la manera en que podría asesinarla. Un día, le informa al señor Appleby de su plan para mantenerse ilesa por el resto de su vida. El señor Appleby se convierte en celoso custodio de la salud de su esposa, hasta que llega el fatídico día en que la mujer, que se halla de manera casual encima de la alfombra, le pide un vaso de agua, tropieza con el tapiz, y sufre un accidente mortal. La carta de la difunta es el pasaporte del señor Appleby a la silla eléctrica.

En un filme, en una novela, en un cuento, el espectador o el lector tienen la mente adiestrada en una dirección inspirada por la lógica. Las reglas de la ficción harían presumir que el fiscal Nisman no murió de muerte propia. Sabía que corría peligro, “Yo puedo salir muerto”, anunció a la prensa. No es el tipo de afirmaciones que hace un suicida en potencia. Por otra parte, Nisman formulaba cargos muy graves contra la presidenta de Argentina y contra algunos de sus principales asesores, quienes debían albergar temores de ser procesados. (Lo pienso exclusivamente desde el territorio de una trama policíaca, no de la realidad política).
Si un enemigo del gobierno arremete de frente contra la principal autoridad del país, y horas antes de prestar testimonio ante una comisión parlamentaria se pega un tiro en la sien, muchos espectadores o lectores podrán verificar que pasaron escasos minutos desde el inicio de la película, o que leyeron no más de una docena de páginas de la novela. Luego, empieza la investigación, hasta que al final, se descubre inevitablemente al autor o autores del asesinato. Es inevitable, la ficción transcurre por ciertos andariveles, desdeñando otros. ¿Quién va a pagar una entrada para ir al cine o comprar una novela con el propósito de enterarse que la persona perseguida no era una víctima sino un ser humano con graves problemas psicológicos que decidía pegarse un tiro para despedirse de este mundo cruel?
Hay, además, un problema adicional. Así como en el caso del señor Appleby nadie podía tolerar una segunda muerte accidental, en Argentina el recurso de suicidar a un personaje inconveniente ha sido utilizado en numerosas ocasiones. Es, como solían decir mis amigos de la infancia, una “figurita repetida”.

QUE NO SE CULPE
 A NADIE DE MI MUERTE
En la Argentina es imposible hacer creer en el suicidio de un personaje público por culpa de Juan Duarte, hermano de Eva Duarte de Perón, cuñado de Juan Domingo Perón, y el suicida menos convincente de la historia argentina, pese a que tenía más motivos que el fiscal Nisman para quitarse la vida.
Juan Duarte, o “Juancito”, como era conocido familiarmente por aquellos que nunca lo vieron o saludaron en su vida, era el hermano preferido de Eva Perón, y un bon vivant. La antipatria lo acusó de toda clase de chanchullos, aunque su cuñado, que era además el primer magistrado de la Nación, siempre lo consideró un modelo de conducta, al punto de nombrarlo su secretario privado.
De todas maneras, hubo varios actos de corrupción durante la segunda presidencia de Perón, y algunos de ellos tenían como epicentro a Juancito. Finalmente, el 6 de abril de 1953, Perón declaró en cadena de radio que adoptaría una serie de enérgicas medidas a fin de acabar con ese flagelo (supuestamente aludía al enriquecimiento ilícito). Y aunque no mencionó específicamente a Juancito, éste debe haberse sentido aludido. Las palabras de Perón fueron las siguientes: “Aunque sea mi propio padre irá preso, porque robar al pueblo es traicionar a la Patria”.
El 9 de abril de 1953, tres días después de la declaración radiofónica de Perón, Juan Duarte apareció muerto de un balazo en la cabeza. Oficialmente se anunció que fue un suicidio. La oposición sostuvo que se trató de un asesinato, y que las palabras finales de Juancito fueron: “Muchachos, no disparen”.
A raíz del suicidio del fiscal Nisman, los rencorosos habituales empezaron a recordar otros extraños episodios de suicidas que parecían haber sido obligados a quitarse la vida.
La agencia noticiosa EFE citó algunos casos. Por ejemplo, el del brigadier Rodolfo Echegoyen, fallecido en 1990, poco después de renunciar a la administración de la Aduana, donde investigaba casos de lavado de dinero, de drogas y de contrabando. Después de su muerte, dijo EFE, “la familia pidió una autopsia que finalmente reveló que, antes de recibir un disparo, Echegoyen también había sufrido golpes en la cara y tenía los huesos de la nariz rotos”. Otro caso fue el del ex oficial de la Armada argentina Jorge Estrada, implicado en la venta ilegal de armas a Ecuador y Croacia. Estrada, “supuestamente se suicidó en agosto de 1994”, dijo la agencia noticiosa, “pero antes le habían robado importantes documentos vinculados a la causa”. Hubo otros episodios en que los suicidas sufrieron extraños accidentes, ya sea cayendo desde gran altura en el patio interior de un edificio donde habían fijado residencia, o ahorcándose. Previo a esos suicidios, los personajes habían denunciado a importantes funcionarios por coimas y sobresueldos a ministros y funcionarios públicos, así como por distintos casos que podrían ser considerados actos ilícitos.

Y SIN EMBARGO…

Es muy absurda la idea de que el fiscal Nisman fue obligado a autoinmolarse en un país donde las autoridades se han librado de algunos seres humanos incómodos mediante el suicidio. Y de tan absurda, no resulta descartable.
Por cierto, The Financial Times aventura una hipótesis que podría acercarse a la verdad.
La presidenta de Argentina puso en su página de Facebook una nota “rambling” (sinónimos de rambling: desvarío, carente de conexión, digresión, divagación). Además de respaldar la hipótesis del suicidio del fiscal, la señora Fernández “insinuó que Nisman había quedado atrapado en una disputa interna” de los servicios de inteligencia argentinos. De paso sugirió que el periódico opositor Clarín “de alguna manera estaba vinculado con el enigma”.
Posiblemente, detrás de las abundantes sonrisas de triunfo del fiscal días antes de quitarse la vida había un hombre profundamente atribulado, y con enormes deseos de causar daño a la figura de la jefa de estado. Conociendo, además, la parsimonia con que funciona la justicia en Argentina, Nisman podría temer que de nada sirvieran sus testimonios ante una comisión del Congreso.
El fiscal habría pensado: si se demoró 20 años en no llegar a conclusión alguna o encontrar un solo responsable del atentado en la AMIA ¿Quién garantiza que este caso se resolverá a la brevedad? Y entonces, en un acto de gran astucia, decidió suicidarse, y causar a la respetada figura de la jefa de estado mayor daño que mil comparecencias en el Congreso.

Nada debe descartarse en la dimensión desconocida de la política argentina. La nota de la presidenta Fernández en Facebook sugiere algo todavía más ominoso. Quizás Nisman se suicidó con el exclusivo propósito de hacerla quedar mal. 

domingo, 18 de enero de 2015

Los peligros de tomarse en serio. El arte de humillar al prójimo


Mario Szichman

Existe una expresión en inglés self-deprecating, que resume, creo, la forma más alta del humor. He is famous for his self-deprecating humor, dicen de cómicos como Groucho Marx, o como Woody Allen, es decir, que saben reírse de sí mismos. Groucho Marx alcanzó la inmortalidad con algunos de sus famosos one-liners, chistes capaces de resumir en una frase una idea del mundo. Por ejemplo: “No puedo pertenecer a un club que me acepta como socio”, o “Voy a defender a muerte mis principios, pero si no le gustan, le vendo otros”. En cuanto a Woody Allen, es imposible hacer una selección. Me limito exclusivamente a éste: “La última vez que me introduje en una mujer fue cuando visité la Estatua de la Libertad”.
Los judíos, como los checos o los españoles, tienen un humor self–deprecating. Algunos de los mejores chistes judíos fueron incluidos por Sigmund Freud en El chiste y su relación con el inconsciente, que, según dicen sus biógrafos, escribió al mismo tiempo que La interpretación de los sueños. Es una costumbre bastante saludable compensar la redacción de un texto abrumador debido a la bibliografía y a la densidad del tema, con otro más ligero y amable.
Creo que la síntesis del humor judío está en ese judío del shtetl (aldea) que fue apresado por antisemitas ucranianos, y cuando le preguntaron cuál era su religión respondió goi (gentil). El epítome del humor checo es El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek, posiblemente el único Quijote moderno que tiene como protagonista a un remedo de Sancho Panza. Schweik logra eludir los peores peligros durante la primera guerra mundial confesando con orgullo que es un imbécil, y que ha sido declarado como tal por las autoridades del imperio austrohúngaro. (Checoslovaquia se convirtió en república tras la caída del imperio). No hay un imbécil más astuto que Schweik en toda la literatura europea.
En cuanto a los españoles, la herencia que parte de La vida del Buscón, o de Don Quijote, ha seguido floreciendo a lo largo de los siglos. Ningún monarca absoluto, o el Tribunal del Santo Oficio, o caudillo alguno por la gracia de Dios, han podido ahogar el ingenio español, su desprecio por la autoridad. Basta recordar a ese anarquista que se proclamaba agnóstico, pues “Si no creo en la única religión verdadera, menos habré de creer en las otras”, o ese policía inflado de patriotismo que sorprendía al lector de un periódico, absorto en maldecir un país por lo bajo con estas palabras: “Este país de m…, este país de m…” El policía ordenaba al hombre que lo acompañara a la jefatura por haber difamado a España. El hombre negaba la acusación diciendo que estaba hablando pestes contra otra nación. Y el policía le respondía: “A mí no me engaña. El único país de m… que existe en el mundo es España”.
Cuando el humor no es self deprecating, suele servir para humillar. Decían que Adolf Hitler tenía sentido del humor. No lo creo. Burlarse del defecto físico de una persona, de su estatura o de su apariencia, o denigrar otros pueblos no es una muestra de ingenio, es una simple y llana agresión. Hugo Chávez Frías era otro personaje que creía contar con sentido del humor, pero no trascendía el escarnio.
Nunca sentí simpatía por George W. Bush. Y creo que si los mecanismos de la justicia en Estados Unidos hubieran funcionado a plenitud, debería haber sido procesado por autorizar, entre otras cosas, la tortura a prisioneros en Irak y en Afganistán. Aun así, toda persona tiene derecho a que la traten con dignidad.
Cuando Chávez se burló de Bush en las Naciones Unidas, diciendo que tras su presencia en el recinto el lugar olía a azufre, su chanza tal vez fue festejada por seres de su calaña, pero cualquier persona con la mínima sensibilidad debe haber sentido disgusto ante ese exabrupto.
Según algunos historiadores, José Stalin prometió que si llegaba a capturar a Hitler, lo encerraría desnudo en la jaula de un circo de Moscú. En mi opinión, ni siquiera Hitler se merecía esa humillación. Era suficiente llevarlo ante los estrados de la justicia, como algunos de sus secuaces.

SECUELAS DE UNA MATANZA

No suelo escribir dos veces sobre el mismo tema, pero el caso del ataque al semanario Charlie Hebdo en París, con saldo de doce muertos y decenas de heridos, sigue teniendo repercusiones. Además, me ha permitido verificar lo difícil que es hallarse en minoría. Personas que defienden la libertad de prensa a ultranza, y dicen respetar la tolerancia de ideas ajenas, se muestran intolerantes con aquellos que rechazan la opinión de la abrumadora mayoría.
Primero en el diario Tal Cual, luego en este blog, dije palabras, tal vez muy duras, contra  Stéphane Charbonnier, editor de Charlie Hebdo, uno de los asesinados en la emboscada. El mismo día del ataque The New York Times publicó un artículo con el siguiente titular: “La misión del editor de Charlie Hebdo era provocar”. Dije que ese había sido justamente el rol de Charbonnier en los últimos años de su vida, trabajar como agente provocador. En el 2012, Charbonnier ignoró el consejo del gobierno de Francia y publicó desagradables caricaturas de Mahoma, que ni siquiera se toleran en los muros de una letrina. El profeta aparecía desnudo, y en poses eróticas. Y el dibujo era además bastante mediocre. Hubieran tenido que hacerle una demanda al semanario simplemente por mal gusto.
“¿Es realmente sensato o inteligente echar leña al fuego?” preguntó Laurent Fabius, en esa época ministro de Relaciones Exteriores de Francia. Como resultado de esa broma de Charbonnier, el gobierno debió cerrar embajadas, consulados, centros culturales y escuelas en unos 20 países.
Un año antes, en el 2011, Charbonnier supervisó la publicación de una parodia que, según se anunciaba, tenía como editor invitado a Mahoma. Fue otro número de Charlie Hebdo que tuvo fuertes repercusiones, aunque nadie las consideró inesperadas. La oficina del semanario fue atacada con cócteles molotov.
Cuando se difundió mi artículo en las redes sociales, fui acusado hasta de ser miembro del Partido Socialista Unido de Venezuela, la agrupación oficial del chavismo. Había una santa indignación contra todo aquel que cuestionara la posición de Charbonnier como agente provocador, o su búsqueda del martirio. Y tal vez lo peor no era la indignación, sino la manera de expresarla. En inglés se usa la expresión self–righteous. En español, se diría que alguien es más papista que el Papa. El estilo de quienes se indignaron con mi artículo escasea en argumentos pero abunda en retórica. Uno se anuncia libre y blasfemo, otro está dispuesto a inmolarse en la hoguera de algunas ideas sacrosantas, y todos, absolutamente todos, se proclaman ansiosos por defender una vida de riesgos, privaciones, con tal que siga alumbrando la sagrada llama de la libertad.
Siempre me han puesto nerviosos los grandes gestos que asumen los corderos para el sacrificio. Por eso sigo admirando tanto la película de Jean Pierre Melville El ejército de las sombras, que tiene como tema la Resistencia en Francia. Melville participó en la Resistencia, y sabía, de primera mano, que no somos ni santos, ni mártires. Y eso es lo más grande que tenemos como seres humanos, pues a pesar de nuestra cobardía, de nuestros compromisos, de nuestra tentación de huir, súbitamente somos capaces del heroísmo, que también involucra la humildad.
Esta semana, el caricaturista francés Delfeil de Tom, fundador de Charlie Hebdo, acusó a  su amigo y asesinado editor Charbonnier de haber provocado en cierto modo un ataque, que aunque injustificable, dijo, se habría podido evitar.
“Estoy realmente enojado contigo, Charb”, escribió el ex dibujante de Charlie Hebdo.  
Delfeil de Ton, quien ahora es cronista de Le Nouvel Observateur, explicó su desacuerdo con la línea actual de la revista. Sobre su amigo Charb, a quien calificó de “mi jefe”, asesinado junto con otras 11 personas por yihadistas, dijo que era “un muchacho brillante” pero “testarudo”, que llevó a la muerte a buena parte de su redacción.
Delfeil de Ton recordó cuando Charbonnier decidió, en noviembre de 2011, publicar el célebre número de la revista rebautizado “Charia Hebdo” (juego de palabras sobre la sharia), y preguntó: “¿Qué necesidad tenía de arrastrar al equipo en la escalada?”
Poco después de esa publicación, la redacción fue incendiada. Delfeil de Ton dijo que George Wolinski, también asesinado en el ataque, consideraba una idiotez la provocación contra los musulmanes. Delfeil de Ton indicó: “Creo que somos inconscientes e imbéciles: corrimos un riesgo inútil. Eso es todo. Uno se cree invulnerable. Durante años, incluso durante decenas de años, llevamos a cabo provocaciones, y luego un día la provocación se volvió contra nosotros. No había que hacerlo, no era necesario hacerlo, pero Charbonnier lo hizo otra vez el año siguiente, en septiembre de 2012”.
Recuerdo siempre un episodio que me narraba mi esposa, Laura. El filósofo Theodor Adorno, una de las glorias de la intelectualidad alemana, se exilió en Estados Unidos tras la llegada de Hitler al poder. Regresó a Alemania a mediados de la década del sesenta, y dio una serie de conferencias en universidades. Era un tiempo de gran conmoción social en Alemania Federal, que se trasladó a las casas de estudios. En cierta ocasión, en el curso de una de sus charlas, empezó un tumulto. Algunos estudiantes se sentían disgustados con un filósofo que no convocaba a emplazar barricadas y a pelear en ellas. Adorno dijo que no era un tirabombas, sino un intelectual. Estaba dispuesto a discutir todos los temas planteados por los estudiantes. La respuesta de uno de ellos fue escribir en el pizarrón del aula: “Si dejan a Adorno en paz, el capitalismo nunca cesará”. Luego, tres alumnas se acercaron al escritorio de Adorno, se quitaron sus blusas para exhibir sus senos, y diseminaron pétalos de flores sobre su cabeza.
Adorno nunca superó la humillación propinada por esas salerosas representantes de la Alemania contestataria. Renunció a seguir dando conferencias, y poco después murió de un ataque al corazón.

Abundan en el mundo los bromistas. Los nazis ponían a los judíos a limpiar letrinas usando cepillos de dientes. En la prisión de Guantánamo, o en la de Abu Ghraib, en Irak, los carceleros humillaban a los prisioneros obligándolos a usar ropa interior femenina. Hay muchas maneras de agraviar a nuestros semejantes. Antes que los adalides del suplicio abran la boca para protestar, me anticipo a decir que Charbonnier no entra en esa categoría. Era apenas un irresponsable que arrastró a otros en su muerte, con su incendiaria e inútil prédica. 

martes, 13 de enero de 2015

Periodismo y martirio

Mario Szichman



La tarea de periodista conlleva riesgos, y el profesional de prensa que los ignora puede ser víctima de ellos. Recuerdo que en una ocasión, a comienzos de la década del setenta, estaba almorzando en un restaurante de Buenos Aires cuando se me acercó un conocido para presentarme a un amigo. Ambos se sentaron a mi mesa, sin que los hubiera invitado, y tras comentar la difícil situación política que vivía la Argentina: gobernaba el general Alejandro Lanusse, dos grupos guerrilleros estaban bastante activos, y operaban escuadrones de la muerte, mi conocido me dijo que su amigo podía “prestarse” a un reportaje. Le pregunté a título de qué. ¿A título de qué? Me preguntó sorprendido. Pues ocurría que su amigo era dirigente de un grupo guerrillero. Seguramente la agencia noticiosa para la que trabajaba en ese momento estaría interesada en sus declaraciones.
Le expliqué que yo no armaba la pauta de la agencia. Si quería, podía comunicarse con el jefe de redacción dejando a la telefonista un mensaje lo más genérico posible. Si el jefe de redacción decidía hacer una entrevista, también se encargaría de designar al reportero, y escoger el sitio donde se llevaría a cabo el encuentro. Eso formaba parte del protocolo. Lo que no les dije a los dos interlocutores era que esa forma tan prepotente de buscar los servicios de un periodista ponía en peligro a varias personas. El conocido y su amigo se levantaron de la mesa bastante ofendidos, y nunca entablaron una comunicación con la agencia.
Hubiera sido muy emocionante, muy romántico, conseguir una entrevista con un guerrillero, pero el jefe de redacción prefería seguir una pauta de seguridad antes que arriesgar inútilmente la vida de sus empleados.
Recordé el evento en estos días, tras el ataque del 7 de enero en París contra el semanario humorístico Charlie Hebdo en que fueron asesinadas 12 personas y heridas varias más. El episodio tuvo vastas repercusiones, los agresores, dos yihadistas franceses, murieron en un tiroteo con la policía, hubo otro muerto durante una toma de rehenes, y de inmediato, millones de personas en el mundo entero, especialmente en Europa occidental, empezaron a corear la consigna de que también querían ser como Charlie.
El mismo día del ataque, The New York Times publicó un artículo con el siguiente titular: “La misión del editor de Charlie Hebdo era provocar”. Ese fue el rol de Stéphane Charbonnier en los últimos años de su vida, trabajar como agente provocador. En el 2012, Charbonnier ignoró el consejo del gobierno de Francia y publicó desagradables caricaturas de Mahoma, que uno ni siquiera tolera en los muros de una letrina. El profeta aparecía desnudo, y en poses eróticas. Y el dibujo era además bastante mediocre. Hubieran tenido que hacerle una demanda al semanario simplemente por mal gusto.
“¿Es realmente sensato o inteligente echar leña al fuego?” preguntó Laurent Fabius, en esa época ministro de Relaciones Exteriores de Francia. Como resultado de esa broma de Charbonnier, el gobierno debió cerrar embajadas, consulados, centros culturales y escuelas en unos 20 países.
Un año antes, en el 2011, Charbonnier supervisó la publicación de una parodia que, según se anunciaba, tenía como editor invitado a Mahoma. Fue otro número de Charlie Hebdo que tuvo fuertes repercusiones, aunque nadie las consideró inesperadas. La oficina del semanario fue atacada con cócteles molotov.
David Brooks, en The New York Times, Robert Shrimsley en The Financial Times, han explicado en estos días por qué no tienen la valentía necesaria para ser Charlies.
Brooks usó un argumento que Charbonnier nunca hubiera aceptado por temor a quedar en ridículo. El columnista dijo que Charlie Hebdo jamás podría haber sido publicado en universidad alguna de Estados Unidos en el curso de las dos últimas décadas, pues en esas universidades la mayoría son “politically correct.” Si alguien se hubiera animado a editar un semanario de esas caracteristicas, “no habría durado treinta segundos. Los alumnos y los grupos que integran la facultad hubieran acusado” a sus editores de hate speech, discurso para incitar el odio. En cuanto a la administración universitaria “habría cortado el financiamiento (de la publicación) antes de clausurarla”.
La reacción pública al ataque en París, indicó el columnista, “reveló que hay gran cantidad de personas dispuestas a elogiar a quienes ofenden los puntos de vista de terroristas islámicos en Francia, pero son menos tolerantes hacia quienes ofenden sus puntos de vista en su propio país”.
Además, dijo Brooks, quienes gritan “Je Suis Charlie Hebdo,” no están diciendo la verdad. “La mayoría de nosotros no participamos en esa especie de humor usado con propósitos insultantes en el cual se especializa la publicación”.  Al principio, indicó el columnista, uno puede sentirse tentado de incitar, de ridiculizar las creencias religiosas de otras personas. Pero, al cabo de un tiempo, eso suena muy pueril. A medida que adquirimos una visión más compleja de la realidad, “adoptamos un punto de vista más compasivo de los otros. El ridículo resulta menos divertido a medida que uno comienza advertir su frecuente ridiculez. La mayoría de nosotros intentamos mostrar una módica expresión de respeto para personas con diferentes credos y religiones. Iniciamos conversaciones intentando escuchar, en lugar de insultar”.
Por su parte Shrimsley, el columnista de The Financial Times, tras mostrar su enorme respeto por los periodistas que murieron asesinados en el semanario, señala que es muy emocionante verificar la respuesta colectiva que ha tenido  esa matanza a nivel mundial.  Pero reconoce luego, “muchos, si no todos los periodistas, nos autocensuramos. En ocasiones retiramos imágenes de nuestras publicaciones pues pueden poner seriamente en peligro a nuestra organización, o a nosotros mismos. Y luego de los eventos de esta semana, es difícil formular críticas” por esa decisión. “Las empresas poseen la obligación de cuidar a sus empleados y las personas tienen el deber de cuidarse a sí mismas y a sus familias”. 
Pero hay también otra cosa que diferencia al periodismo bueno del periodismo de escándalo: “la necesidad de no ofender de manera innecesaria”. Tal vez, dijo el articulista, “deplore el hecho de que muchas publicaciones temen divulgar caricaturas que ofenden al profeta, pero ¿querría que pusieran una de ellas en un artículo que escribo?”
Querer ser como Charlie, dice Shrimsley, “es estar dispuesto a desafiar verdaderas amenazas de muerte, y ataques con bombas incendiarias (…) es seguir publicando historietas y chistes que solo servirán para indignar a personas que necesitan escasa incitación para asesinar. Es creer que nuestra vida, y los temores de nuestra familia, son menos importantes que el principio absoluto de la libertad”.
Recuerdo ahora otro episodio de mi corta estadía en Buenos Aires, entre  1971 y 1975, cuando me ofrecieron empleo en un diario. Al entrar a la redacción, me encontré con un viejo amigo, quien había acumulado libros y materiales de escritorio y se disponía a colocarlos en una caja de cartón.  Me explicó que había renunciado esa mañana. También me recomendaba no aceptar el empleo. ¿Qué había pasado? le pregunté. En esos días, habían secuestrado a un empresario de una firma italiana. Y el día anterior, uno de los periodistas le anunció a mi amigo que tenía una entrevista exclusiva con el secuestrado.
Mi amigo creyó que le estaba tomando el pelo. La policía realizaba todos los días grandes redadas para descubrir el paradero del empresario, ¿y ocurría que un reportero del matutino había tenido acceso al personaje? Mi amigo le dijo al colega que dejara de echar bromas. El horno no estaba para bollos. Además, ¿tenía pruebas para demostrar que el reportaje era auténtico?
“¿Qué pruebas necesitas”? le preguntó el reportero. “¿La cédula de identidad del empresario, su pasaporte, fotos de su familia?” Luego abrió un maletín y ahí estaban todas las pruebas que necesitaba mi amigo. Mi amigo no necesitó más pruebas. Era obvio que el reportero conocía a los secuestradores, o tal vez había participado en el operativo.
¿Qué ocurría si algún día la policía hacía una redada en el periódico y se llevaba no solo al reportero sino a todos los empleados para interrogarlos? Seguramente pagarían justos por pecadores. Todos los días secuestraban y asesinaban a personas en la Argentina de finales del gobierno de Isabel Perón. (Poco después, en la agencia noticiosa donde trabajaba, un escuadrón de la muerte secuestró a cinco colegas, que nunca volvieron a aparecer).
La profesión de periodistas conlleva riesgos, y hay que aceptarlos. Basta ver lo que ocurre en México, o en la Venezuela actual. Pero nadie busca el martirio. Por eso elegimos esta profesión que parece bastante sosegada (hasta que los gobiernos se ponen impacientes y deciden matar al mensajero). Si nuestra tarea es librar combates con seres armados, pues entonces la primera tarea es adiestrarnos con la precisión militar empleada por quienes atacaron a Charlie Hebdo.
La palabra mártir le queda enorme a Charbonnier. Inclusive es difícil calificarlo de víctima. Pues él ya sabía que en algún momento lo asesinarían. Recibió numerosas amenazas de muerte, y las ignoró.
Daniel Leconte, quien hizo un documental sobre Charlie Hebdo y las batallas que libró la publicación contra el Islam, dijo que para el asesinado editor lo más importante era defender la libertad de pensar y hablar como se le antojara, sin pelos en la lengua.
Pero Charbonnier no vivía solo en su propio bastión de la libertad. Muchos empleados trabajaban en Charlie Hebdo. Doce de ellos fueron asesinados. ¿Nunca discutieron en la publicación los riesgos que corrían escritores, editoriales, dibujantes, correctores de pruebas, el personal de limpieza por esos incendiarios ataques contra una religión?  ¿Todos eran igualmente suicidas?

Nada es absoluto. Lo único absoluto es la anarquía total, o una dictadura sin resquicio alguno. La bravuconada constante contra el enemigo o el adversario no habla muy bien del agente provocador, quien es, además un ser muy peligroso. Lo más alarmante no es el eterno golpe en el pecho, su incómoda pureza, sino su terrible ingenuidad,  su enorme narcisismo. Aunque Charbonnier era editor de un semanario humorístico, no tenía el menor sentido del humor. Podía burlarse del resto del mundo, pero dudo que aceptara ser tomado en broma. Créanme, los futuros mártires son una vaina muy seria.

domingo, 11 de enero de 2015

Los pueblos a quienes quitan sus medios de subsistencia no suelen rebelarse: La tragedia de los pastusos


Mario Szichman


Una de mis novelas, finalizadas, pero inéditas, tiene nuevamente, como uno de los protagonistas, a Simón Bolívar. (La cuarta en que aparece el Libertador). Es una especie de viaje a la semilla, del desconocimiento hacia –es mi esperanza– la comprensión del personaje.
     
Bolívar es tan diferente como los sucesivos retratos que se han hecho de él tanto en vida como después de muerto. Excepto, por supuesto, el último, la cirugía estética que ordenó el fallecido presidente de Venezuela Hugo Chávez Farías, asignándole un rostro que lo hace parecer casi obeso, con labios gruesos (los labios del Libertador eran líneas filosas) rasgos de alguna comiquita y una piel cetrina. Se trata de un Bolívar que no hubiera reconocido ni la madre que lo engendró. Me imagino que es un prócer a medio terminar. Si Chávez hubiera vivido algunos años más, habrían sido inevitables otras refacciones al rostro del ilustre caraqueño.
Me ocurre con Bolívar algo que no me ha sucedido con otros próceres de la independencia. En mi novela Los papeles de Miranda arrogué al Precursor atributos que, en definitiva, parecen corresponder más a Bolívar:
Lo que tienes frente a tus ojos no es un ser humano sino una cebolla”, le dice a Miranda su tío José. Y luego, reflexionando frente al espejo, Miranda piensa: “Me saco una capa, y otra capa, y otra más, y es cierto, al final, nada queda, apenas una invención. Yo soy el Ossian de la independencia americana. Tengo documentos para probarlo”.
Pero Miranda tenía una columna vertebral que lo mantuvo de una sola pieza en todos sus avatares, y lo condujo de una experiencia trágica a otra. Al final, fue traicionado por sus compañeros de empresa, incluido Bolívar, y concluyó prisionero en La Carraca, en Cádiz, siempre optimista, convencido hasta el final de que recuperaría la libertad. Tuvo muchas vidas diferentes, en la Revolución Americana, en la Revolución Francesa, en la lucha por la independencia de Venezuela, pero era un personaje que podríamos calificar de “chapado a la antigua”. El mismo Bolívar –al menos el Bolívar de mi imaginación– lo veía más cercano a la Ilustración y al reinado de Luis XVI, que contemporáneo de los jacobinos. Podríamos decir, con Bajtin, que las complejidades de Miranda forman parte del mundo de Tobias Smollet, pero incomprensibles para Dostoievski, o para Heine.
El ser humano suele ser un saco de imposturas, y del mismo modo en que la moda nos viste de una cierta manera, y nos afeita el rostro, o lo deja con poblada barba,  le sube o baja la falda a las mujeres, y pone en su cabeza enormes capelinas o pequeños gorros, la moda cultural, las costumbres literarias, nos arrogan ciertas conductas, nos obligan a adoptar poses, hasta cambian nuestras enfermedades. Creo que Trotsky, o quizás Victor Serge en sus Memorias de un revolucionario, mencionan el caso de algunos lánguidos poetas que alteraron su físico y cambiaron de achaques una vez los bolcheviques asaltaron el Palacio de Invierno.
Bolívar fue el más moderno de sus contemporáneos.  En él resultó nefasta la admiración que sentía por Napoleón Bonaparte. Vivió en un continuo desfasaje. Quizás el historiador del siglo diecinueve que mejor lo describió fue el político argentino Domingo Faustino Sarmiento. Al menos, me causa una enorme envidia la manera en que describió a Bolívar.
“Nadie, a mi juicio, ha comprendido todavía al inmortal Bolívar, por la incompetencia de los biógrafos que han trazado el cuadro de su vida”, decía Sarmiento en su introducción al Facundo. “En La Enciclopedia Nueva, he leído un brillante trabajo sobre el general Bolívar, en que se hace a aquel caudillo americano toda la justicia que merece por sus talentos, por su genio; pero en esta biografía, como en todas las otras que de él se han escrito, he visto al general europeo, los mariscales del Imperio, un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano, al jefe de un levantamiento de las masas; veo el remedo de la Europa, y nada que me revele la América”. Y añadía luego: “Colombia tiene llanos, vida pastoril, vida bárbara, americana pura, y de ahí partió el gran Bolívar; de aquel barro hizo su glorioso edificio. ¿Cómo es, pues, que su biografía lo asemeja á cualquier general europeo de esclarecidas prendas? Es que las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el poncho para presentarlo desde el primer día con el frac (…) La guerra de Bolívar pueden estudiarla en Francia en la de los chouanes; Bolívar es un Charette de más anchas dimensiones (…) Bolívar, es todavía un cuento forjado sobre datos ciertos. Bolívar, el verdadero Bolívar, no lo conoce todavía el mundo: y es muy probable que cuando lo traduzcan á su idioma natal, aparezca más sorprendente y más grande aún”.
Creo que Sarmiento fue quien más se acercó a la incómoda grandeza de Bolívar. Y si algunos ensayistas lo vistieron con frac, era porque llevaba un frac debajo del poncho. Nunca quiso ser un Charette de más anchas dimensiones. La tarea se la dejó del lado republicano a José Antonio Páez –otra figura excepcional, el mejor guerrillero con que contó la Gran Colombia, del cual aún no se ha dicho la última palabra– y del lado español a José Tomás Boves, un caudillo enormemente popular. Bolívar quiso ser, en realidad, el Napoleón americano. Al menos su admiración por el emperador de los franceses está expresada sin rubores en El diario de Bucaramanga, de Perú de Lacroix.
Bolívar fue un general guerrillero porque ni el terreno ni las fuerzas con que contaba, permitían crear grandes ejércitos. Pero, con otros medios a su alcance, hubiera sido tan terrible como Napoleón. Así lo demostró en el asedio a las fortalezas del Callao, en Perú, o cuando ordenó acabar la rebelión de los pastusos, los oriundos de Pasto, Colombia. En ambos casos, en reducida escala, se trató de una guerra de exterminio.
En las fortalezas del Callao entraron unas siete mil personas, huyendo de las fuerzas patriotas, intentando buscar la protección de los españoles liderados por el brigadier José Ramón Rodil. Seis mil trescientas de esas personas murieron de hambre y de enfermedades, enterradas entre los muros de los castillos, o arrojadas al mar y devueltas a la costa.
Por supuesto, Rodil podría haberse rendido mucho antes, y centenares de civiles haberse salvado. Fue una crueldad de lado y lado, pues cuando los españoles sitiaron Cartagena de Indias, también la mortandad de los civiles opuestos a la causa española fue espantosa. Pero en lo que atañe a los pastusos, la crueldad provino de manera abrumadora de las fuerzas al mando de Bolívar.
Quien sobresalió en ambas matanzas fue el general patriota Bartolomé Salom, un fiel lugarteniente de Bolívar.  
Salom era un hombre humilde, honesto; además, carecía de piedad. Entre los prisioneros capturados por sus tropas había niños de nueve y diez años. Al principio de la lucha, esos soldados, incluidos los niños, estaban muy bien alimentados. Era difícil conquistar una población cuyos graneros rebosaban de maíz. El coraje suele ser compinche de la comida en abundancia.
Recién cuando los soldados de Bolívar empezaron a quemar los almacenes de los pastusos y a envenenar sus animales afloró la cordura. Gracias al hambre los pastusos le confirieron humanidad al enemigo, se entregaron a su clemencia. Poco después, Salom recibió una carta de Bolívar donde decía: “Logramos destruir a los pastusos. No sé si me equivoco como me he equivocado otras veces con esos malditos hombres, pero me parece que ahora los muertos no levantarán más su cabeza”.  
Bolívar seguía pensando como un militar, quería oír cañonazos. Pero Salom aprendió mucho de su experiencia frente a los pastusos. La hambruna cedió el paso al tiempo de la plaga. Sólo las guerras presurosas son propiedad de los héroes, el resto pertenece a los verdugos. El sitio a las fortalezas del Callao se prolongó un año. No hubo muchos enfrentamientos. Por supuesto, hubo  actividades belicosas. Pero se trató de algo como un pensamiento tardío. Recuerda esas excusas empleadas por un historiador para cubrir extensos tramos en una historia donde nada ocurre. 
Salom tenía más práctica en delimitar sitios que en preparar batallas. El hambre siempre causa más muertes al enemigo que un ejército. Salom debe haber pensado: ¿para qué arriesgar a mis soldados en osadías cuando existe el recurso de la peste? Una bala de cañón concede humanidad al enemigo, mas no el hambre, o la falta de agua. Los combates azuzan los grandes gestos. En cambio, apenas las carnes del enemigo cuelgan de sus ropas se alzan las enseñas de rendición.
Otras personas observan perros, gatos, caballos, y les asignan funciones. Usan los perros para vigilar las reses, caballos para recorrer largas extensiones, o para tirar de carros. En cuanto a los gatos... bueno, es difícil encontrarle utilidad alguna a los gatos, es mejor excluirlos del argumento. Para el general Salom, la única función de esos animales era ser devorados en algún sitio.
Cuando un pueblo se hunde en la miseria, lo único que le aguarda es más miseria. Satisfacer sus necesidades inmediatas es lo único que cuenta. Es la lucha de todos contra todos, pero no contra el enemigo principal, el gobierno, o el desgobierno que lo ha conducido a esa situación, sino contra quienes pelean por el mismo agua, por los mismos alimentos.
Los romanos enardecieron a los cristianos clavándolos en los maderos. El cristianismo amansó a los hombres con el estoicismo. Aunque el general Salom dedicaba la mayor parte del día a ensordecedoras tareas militares, lo importante era permitir a la sigilosa plaga que condujera los cuerpos del enemigo a la resignación.

miércoles, 7 de enero de 2015

¿Dónde termina el plagio y comienza la creación?


Mario Szichman
“Los seres humanos
 padecen vidas
de tranquila desesperación”.

Henry David Thoreau
                                     


Muchas veces somos prisioneros de palabras o frases hechas que absorbemos en la adolescencia. Stendhal solía decir que la palabra inspiración había arruinado los primeros años de su carrera como escritor. A causa de esa insidiosa palabra, señalaba Stendhal en sus Recuerdos de egotismo, había pasado una década entera sin producir.
Me encanta el desprecio que tanto Alfred Hitchcock como Jorge Luis Borges mostraban por la inspiración. Hitchcock contaba que uno de sus amigos tenía en su mesa de luz una libreta de apuntes y un lápiz para registrar todos los pensamientos que se le ocurrían cuando descansaba. En cierta ocasión, el amigo tuvo un sueño muy sugerente. Semidormido, lo anotó en su libreta de apuntes. Al día siguiente, revisó lo que había escrito. Decía: “Un hombre conoce a una mujer”.
Cuando entrevisté a Borges, en 1975, también mencionó un acto de inspiración. Lo recordaba con enorme nitidez: el día, la fecha y la hora. Le pregunté arrobado en qué había derivado ese “flash”. Borges me respondió: “En nada. Era una tontería”.
Las artes de la narración, ya se trate del cine, el teatro, el cuento o la novela, se nutren de toda clase de motivos. Pero el principal, creo, es lo que podría calificarse de “literatura comunal”, especialmente las leyendas. Algunos escritores sacan más provecho que otros de esa fuente. Robert Louis Stevenson descolló en todos los géneros: en la literatura infantil, en la literatura para adultos, en el cuento, en la poesía, y dejó que otros se encargaran de la inspiración y de sus resultantes traspiés. En el caso de Stevenson, su más famoso saqueo –que el mismo admitió–  ocurrió durante la escritura de La isla del tesoro. ¿Cuáles fueron las fuente de ese texto? En su ensayo My First Book Stevenson enunció varios. El comienzo de la novela, cuando el pirata Billy Bones llega a la posada Admiral Benbow, fue “levantado” de Wolfert Webber, un texto de Washington Irving. El héroe adolescente, Jim Hawkins, proviene de Peter the Whaler, escrito por W. H. G. Kingston. La isla desierta, y su habitante, el naúfrago Ben Gunn, fue un préstamo que Stevenson obtuvo “del bravo Ballantyne” autor de La isla de coral. El tesoro enterrado, y el mapa, fueron obtenidos en otro relato de Washington Irving que integraba el volumen Tales of a Traveller. El loro del magnífico John Silver, uno de los grandes villanos de la literatura universal, perteneció primero a Robinson Crusoe. El acoso a la empalizada en La isla del Tesoro fue otro préstamo, adquirido de Masterman Ready, una novela  de Frederick Marryat. Y el poste indicador, con la figura de un esqueleto, así como las instrucciones en código, provienen de El escarabajo de oro, de Edgar Allan Poe.
Stevenson confesó en My First Book que “nunca el plagio llegó tan lejos” como en su elaboración de La isla del tesoro. Pero algo falta en esa confesión. El ensayista británico John Sutherland, un experto en literatura victoriana, dice que Stevenson nunca mencionó una influencia mucho más directa.
Entre los amigos del escritor figuraba Alexander Hay Japp, asesor literario de varias editoriales londinenses, y amigo de James Henderson, dueño y editor de un semanario para niños, Young Folks. Japp llevó a Henderson buena parte del manuscrito de La isla del tesoro, junto con una sinopsis del resto de la novela. Henderson quedó muy satisfecho con el manuscrito, y ofreció a Stevenson publicarlo como un folletín por entregas. 
Si bien el novelista confesó sus “plagios”, nunca mencionó una novela que tuvo gran influencia en su creación: Billy Bo’swain, de Charles E. Pearce.
Sutherland dice que James Henderson, el editor de Young Folks, quería que el relato de Stevenson se ajustara a las demandas de su publicación. Con ese motivo, le envió ejemplares del folletín por entregas Billy Bo’swain.
Robert Leighton, novelista y editor literario del periódico The Daily Mail, trabajó como asesor de Henderson en Young Folks por la época en que Stevenson envió su manuscrito, y fue testigo del despacho de la novela de Pearce. El propósito era “indicar el tipo de narración destinada a los lectores de Young Folks”. Años después de la muerte de Stevenson, Leighton comentó en una revista literaria que la novela de Pearce contaba también “con un mapa y un tesoro enterrado, en tanto el plan y la construcción eran similares”.  
Tres décadas después del fallecimiento de Stevenson, John A. Steuart, uno de los primeros biógrafos del escritor escocés, entrevistó a Pearce, el presunto precursor de La isla del tesoro. Pearce respondió con mucha elegancia a las preguntas de Steuart. “Como autor de Billy Bo’swain”, señaló, “nada puedo decir, porque no sé nada. Es bastante cierto que los materiales usados en ambos relatos son muy similares: un motín, un texto cifrado, un barco abandonado, una isla, un tesoro. Pero después de todo, tales materiales eran propiedad común. Provenían de El escarabajo de oro, de Poe”.
Sutherland dice que hubo dos manuscritos de La isla del tesoro, el que Stevenson envió a través de Japp a las oficinas de Young Folks, y luego el definitivo, revisado por Stevenson tras leer Billy Bo’swain.
Según Pearce, Stevenson tomó su novela como guía, reescribió los primeros capítulos,  y le dio una nueva estructura. Pero si bien eso corrobora la idea de que Pearce tuvo influencia en la confección de La isla del tesoro, la sospecha de plagio se desvanece al comparar ambos textos. Como indica Sutherland, “Stevenson escribía muchísimo mejor que Pearce, y el protagonista de Billy Bo’swain no puede ni remotamente cotejarse con la dominante presencia de Long John Silver”.
Tal vez una de las fórmulas más persistentes del fracaso es la necesidad de ser original. En un post anterior comenté la elaboración de The Killer Inside Me, la obra maestra de Jim Thompson. Lion Books le entregó a Thompson  una sinopsis. Era la historia de un corrupto policía neoyorquino que cometía crímenes. El narrador se limitó a trasladar la acción de Nueva York a Texas. Con esa sola acción –acompañada de su genio– Thompson, además de alterar el panorama de su héroe, trastornó buena parte de la narrativa norteamericana.
En ocasiones, los restos marchitos de cosechas extrañas logran extraños reverdecimientos cuando un gran artista altera las reglas del juego. El libro de Pearce que tuvo influencia en La isla del tesoro, parece ser en la actualidad una buena pieza de museo, apta para scholars. En cambio, el libro de Stevenson, sigue maravillando a niños y adultos de todas las épocas desde su publicación. ¿Qué insufló el narrador en esa novela, una de las escasas consideradas como perfectas por el canon literario?
Reviso el epígrafe del artículo, supongo que ahí está la clave. Stevenson admiraba mucho a Thoreau, al mismo tiempo creía en la magia de lo que está más allá del horizonte. No conozco un solo texto de Stevenson, inclusive aquellos tan trágicos como Doctor Jekyll y Mr. Hyde, o Markheim, o The Body Snatchers, donde escasee el germen de la vida, o la chispa de alguna posible felicidad. Stevenson, un enfermo crónico que falleció a temprana edad, nunca aceptó que los finales desdichados eran más trascendentes que los finales felices. Se rehusó a aceptar que la misión del ser humano es sufrir el infierno en la tierra. Creo que su tarea, en su fugaz paso por este planeta, fue ofrecer esperanzas a esos seres humanos que padecen la vida con tranquila desesperación.