martes, 28 de marzo de 2017

Las mentiras de la historia: The Daughter of Time, de Josephine Tey


Mario Szichman


 Ricardo III, REy de Inglaterra
Eugene Ionesco señalaba que existía algo raro con la historia. Mientras vivía en Rumania, verificó que los rumanos habían ganado todas las guerras. Luego, cuando se afincó en Francia, descubrió que algunas de las batallas ganadas por los rumanos, habían sido en realidad derrotas. Al menos, según la opinión de historiadores franceses.
Marc Bloch, un historiador y héroe de la resistencia francesa, escribió un libro pequeño, luminoso: se titula Introducción a la historia, y muestra cómo cada nación ha forjado su saga patriótica, imbatible, que contradice la de otros países, especialmente aquella de los vecinos, perpetuamente invictos. Se mencionan combates triunfales en sitios imaginarios, acciones heroicas que nunca se concretaron, discursos de héroes a punto de cargar el equipaje que resultan inverosímiles, simplemente porque un agónico que se está desangrando no puede recitar una interminable perorata. O emplear, además, una perfecta gramática.
Recuerdo cuando escribí La Trilogía de la Patria Boba las sorpresas que me llevé. Nunca en los libros de historia venezolana –excepto en El Culto a Bolívar, la gran obra de Germán Carrera Damas—se hace una evaluación crítica de por qué el Libertador entregó al Precursor Francisco de Miranda a los españoles. Es un acto que se podría atribuir a un delator policial, no al padre de la patria.
También los historiadores dedican muchas páginas a exaltar las virtudes guerreras del Libertador, aunque, como luego dijo Carlos Marx basándose en las Memorias de Bolívar, de H.L. Ducoudray Holstein, el padre fundador de Venezuela era “el mariscal de las derrotas”.
Si bien se revelan las salvajadas cometidas por los españoles, que fueron abundantes, se practica un discreto silencio o se incurre en malabarismos del lenguaje, al mencionar el decreto de guerra a muerte de Bolívar, que autoriza crímenes de lesa humanidad (“Españoles y canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de la América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables”).
En cada país, las mentiras y verdades históricas crean héroes de villanos, y viceversa, a fin de acomodar las falsedades de la clase gobernante.
En Inglaterra, uno de los villanos favoritos es el rey Ricardo Tercero, (1452–1485), eternizado en su ignominia por William Shakespeare, en una de sus mejores tragedias, tras dotarlo de una joroba, y de modales aviesos. Varios historiadores, enemigos del rey, añadieron otros atributos. Por ejemplo, que había nacido con la dentadura completa y con la cabellera hasta los hombros, tras pasar dos años en el útero materno.
El monarca murió en combate, en agosto de 1485, en la batalla de Bosworth, tras un breve reinado de dos años. Fue derrotado por Enrique Tudor, quien luego ascendió al trono con el nombre de Enrique Séptimo. Shakespeare lo inmortalizó también con el famoso grito de batalla: “Mi reino por un caballo”, aunque otros autores cambian la frase por una más combativa: “Mi reino por una espada”.
Los principes en la Torre de Londres. La leyenda dice que fueron 
asesinados por orden de su tío, Ricardo Tercero

De todas maneras, la acción por la cual Ricardo Tercero adquirió su fama de villano fue la desaparición de los dos hijos de su hermano mayor, tras ser confinados en la Torre de Londres. Según los enemigos del monarca, Ricardo, fue designado regente de los niños, luego de la muerte de su padre, el rey Eduardo Cuarto. Con el propósito de ascender al trono y no tener rivales, ordenó asfixiarlos.
Con el transcurso de los siglos, aumentaron las dudas sobre la villanía de Ricardo Tercero. Había demasiados datos que carecían de toda veracidad. Hasta que finalmente, en 1951, la escritora Josephine Tey (seudónimo de Elizabeth MacKintosh) publicó The Daughter of Time, un mystery excepcional, que cambió las reglas del juego al desmenuzar, en base a una prolija investigación histórica, la leyenda del famoso villano.
Anthony Boucher dijo en The New York Times que “éste es uno de los mejores policiales no del año, sino de todas las épocas”.

LAS LEYES DE LA NARRATIVA

En The Daughter of Time, Tey consumó varias hazañas, entre ellas, la de trastornar las reglas de la novela noir. Uno piensa en una historia detectivesca, y de inmediato surge la figura del flatfoot, el pesquisa que recorre kilómetros en cada una de sus investigaciones, hasta hallar al culpable. Pero ¿qué ocurre con un detective que pasa todo el tiempo en una cama de hospital, tras haber sufrido una espectacular caída persiguiendo a un delincuente? El protagonista es Alan Grant, un inspector de Scotland Yard, quien pasa aburridas horas de reposo, mientras los huesos de su quebrada pierna se van soldando. Para sumar el insulto a la injuria, Grant no puede dedicarse a su tarea de perseguir criminales. ¿Qué puede hacer para combatir el aburrimiento? Sus amistades le ofrecen novelas, que son otra forma del tedio.
Finalmente, un día, una de sus amigas, una actriz de teatro, recuerda la fascinación de Grant por las fotos y grabados, y trae una colección de retratos vinculados a personajes históricos que causaron grandes controversias durante su tránsito por éste mundo. Uno de los rostros llama la atención del detective. Grant piensa que se trata del rostro de un juez, “alguien acostumbrado a realizar tareas de gran responsabilidad. Alguien responsable en su autoridad. Alguien excesivamente reflexivo. Un combatiente. Quizás un perfeccionista”.
Cuando Grant observa la parte posterior del retrato, descubre que el retrato pertenece al villano por excelencia de la historia inglesa. ¿Cómo es posible que ese rostro que trasunta responsabilidad, ecuanimidad, sea el de un asesino? Grant decide explorar la historia y la leyenda de Ricardo Tercero. Y de esa manera, un detective inválido arrastra al lector por los vericuetos de la historia inglesa. No hay pistas forenses, como en las novelas policiales, solo libros de historia, en ocasiones manuscritos. Toda clase de versiones surgen y son desechadas. ¿Qué historia es creíble? ¿La historia oficial, escrita por los vencedores? ¿La historia del vencido, que puede ser tan implausible como la oficial?
La autora no solo consiguió hacer interesantes los libros revisados por Grant, algunos de los cuales se pierden en las brumas del tiempo. Puso la narrativa policial topsy turvy, patas para arriba. The Daughter of Time no instala a un detective intentando desenmascarar a un culpable, sino su conflicto interior: ¿cómo absolver a un ser que durante siglos ha sido una de las encarnaciones del mal puro?
Es bueno insistir que la investigación es realizada por un inspector de Scotland Yard confinado a una cama de hospital, a veces ayudado por un joven investigador, Brent Carradine. Sus únicas herramientas para resolver el enigma son diferentes textos de disímiles historiadores. La novela transforma la crítica de textos en un arte mayor. Hasta la forma de configurar una frase ofrece pistas sobre los sucesos narrados. Grant excluye el testimonio de varios historiadores  señalando que “en varias de las páginas algunos cronistas usaban frases dotadas del aroma de chismes clandestinos o evocaban a sirvientes espiando entre bastidores”.
Es obvio que Tey intentó sacar a Ricardo Tercero del oprobio. Pero, al mismo tiempo, nunca transgredió las reglas del policial. Su research es impecable. Y apasionante.
Es muy difícil entusiasmar al lector narrando una historia de un país particular, en tiempos remotos, con el propósito de salvar del oprobio a un monarca vilipendiado por incontables generaciones.
Pero el inspector Grant es un justiciero. Su tarea es rescatar la inocencia de un temible personaje. En ese sentido, acata las reglas del policial moderno. Reivindicar la inocencia de un ser humano es más apasionante que confirmar su culpa. Pero además, la narradora, a través de los textos consultados, consigue dar una andadura humana, actual, a seres que hace mucho abandonaron nuestro mundo, y ya no pertenecen a nuestra manera de pensar. Y también, hace surgir, como el genio de una botella, a un personaje totalmente distinto al conocido por la historia, y rubricado por la leyenda.
Ignoramos si todas las conjeturas de la novelista pueden corroborarse, pero Tey ratificó que es posible escribir una historia alternativa de enorme rigor, tan aceptable como su versión contraria.
Por cierto, al final de la narración, Grant y su Watson, el investigador Brent Carradine, están convencidos de que Enrique Séptimo, el sucesor de Ricardo Tercero, fue el responsable del asesinato de los príncipes recluidos en la Torre de Londres. Tal vez eso es implausible, aunque Tey forja razones bastante creíbles para apuntalar su tesis.

Existe otra lección sustancial en esa apasionante novela: la búsqueda de la verdad debe ser incesante, nunca se agota. El título del relato, The Daughter of Time, la hija del tiempo, es solo parte de la verdad. Pues se basa en un adagio: Truth is the daughter of time, la verdad es la hija del tiempo. Tal vez la pesquisa es porfiada, y no siempre se concreta. Pero el intento vale la pena. Pues el resultado final es el encuentro con la realidad, siempre más necesaria que las perniciosas fantasías. 

sábado, 25 de marzo de 2017

Los orígenes reales de La verdadera crónica falsa


Mario Szichman





Para Éricka Tirado, mi diseñadora gráfica favorita,
por captar en su bella portada la intención del texto.

Para Carmen Virginia Carrillo, editora de mis novelas,
encargada de transmutar otro patito feo en un cisne.


Mi padre era relojero. Llegó a Buenos Aires a comienzos de la tercera década del siglo pasado, procedente de Polonia. Si no me equivoco, de la población de Volinia. Formaba parte de una extensa familia. Tenía su joyería en el barrio de Liniers. No sé cuantas horas trabajaba en la joyería con mi madre, Sonia Tauba Szylder, pero estoy seguro de que aparte de sus horas de descanso, el resto las dedicaba al negocio. Después de cenar, se iba al pequeño taller que había mandado construir en los altos de su joyería, y se dedicaba a sus relojes. Trabajaba con la pericia de un prestidigitador quitando del reloj tornillos diminutos con un pequeño destornillador, a fin de exponer la maquinaria. Espirales de metal se dilataban y encogían en el interior como vísceras latiendo ante un cirujano.  La herramienta más usual de mi padre era una brusela, parecida a un depilador de cejas, y una lupa que insertaba en la concavidad de su ojo derecho. El ojo parecía nadar agrandado dentro de la lupa, como en una pecera.
Mi padre me enseñó a amar a Chaplin. Varias veces me llevó a ver Carlitos Relojero, un corto donde Chaplin desarmaba un reloj a fin de exponer su mecanismo. Finalmente, la maquinaria se sublevaba, las piezas huían del reloj y Chaplin las perseguía a martillazos.
También mi padre usaba su taller para evocar a los muertos. Una vez al año, no recuerdo exactamente la fecha, encendía seis velas en un pequeño altar. Nunca me quiso decir a quien rendía homenaje. Me enteré años más tarde, después que salí del servicio militar. Esas seis velas eran en homenaje a los seis millones de judíos asesinados por los nazis.
No estoy hablando de la especialidad de mi padre por razones de nostalgia o de romanticismo –algunos de los seres más nostálgicos y románticos que he conocido eran unos crápulas a tiempo completo. Tampoco para retorcerme las manos de sufrimiento. Mis ídolos son los partisanos que se alzaron en el gueto de Varsovia, y las compañeras y amantes de los partisanos que depositaban granadas en sus panties y en sus corpiños, y se lanzaban de ventanas para caer sobre soldados alemanes, y morir junto con ellos en la explosión. También me enfurece cuando dicen que los judíos marcharon a los hornos crematorios como corderos para el sacrificio. Odio la mansedumbre ante el enemigo.
Si hablo de la especialidad de mi padre, es por razones estrictamente narrativas. La pasión de mi padre por los relojes la asigné a un rufián jubilado que ni siquiera era judío, y quien se convirtió en uno de los protagonistas de mi primera novela, La verdadera crónica falsa.
Uno de los descubrimientos que hice cuando intenté escribir es que al lector le interesa averiguar la destreza de un oficio. Lo mismo ocurre con los espectadores de una obra de teatro o de un filme. Basta ver a John Malkovich en la película In the Line of Fire moldeando una pistola y balas de plástico a fin de cometer un atentado contra el presidente de Estados Unidos. El interés de la audiencia se despierta de inmediato.
Además, ciertos oficios se prestan mejor para la puesta en escena. Un taller necesita concentrar la luz en las manos, en una cabellera o en una calva. Los objetos surgen y desaparecen en el cono de sombra creado por esas luces.
                                                              
EL VIRTUOSISMO DE UN VIOLINISTA MANCO                                 

Ignoro el método de trabajo de otros narradores. Mi obstinación es con los personajes, y especialmente con su pericia. Recuerdo una película de la primera época de Alfred Hitchcok, The Man who Knew too Much. Tras un funeral, era necesario desarmar el decorado donde habían velado al muerto. El encargado de hacerlo, un lisiado, solo podía valerse del brazo izquierdo para concretar la tarea. No recuerdo muchos episodios de esa película, pero la imagen de ese tullido encargándose de sacar las coronas de flores, y desarmar los atriles excluyendo el brazo derecho, es inolvidable.
Aprendí algo más a lo largo de los años: es indispensable poner el carro antes que los caballos. El rufián, relojero y jubilado, no tenía al principio ubicación precisa en La verdadera crónica falsa. Lo imaginaba, inclusive antes de escribir el primer párrafo de una novela, como un personaje capaz de ampliarla, brindándole un pasado. Parafraseando a Marx, que dijo haber parafraseado a Hegel (la cita es un invento de Marx), la tradición de las generaciones muertas importuna como una pesadilla el cerebro de los vivos.
Necesitamos saber de dónde venimos y a donde vamos. Si el espíritu de los muertos no pesa sobre los vivos, se diluye la historia. Y mi propósito era escribir una novela basada en hechos históricos. Por lo tanto, la historia, la gran historia, debía transcurrir, poseer tres dimensiones; de lo contrario, la trama tendría la delgadez de una oblea. Y fue así que el rufián, además jubilado,  se instaló con toda comodidad en el relato, aunque sus objetivos eran imprecisos, excepto narrar cierto pasado que aún necesitaba elegir.
Lo único imprescindible era la historia  a contar. Esa historia  no me pertenecía a mí, sino a Rodolfo Walsh. Se trataba de una perfecta obra de non  fiction titulada Operación Masacre.
¿Qué era lo que me atraía de esa obra aparte de su magnífica escritura? El tema.
En  junio de 1956, tras una frustrada insurrección peronista contra el régimen militar liderado por el general Pedro Eugenio Aramburu, varios civiles y militares fueron fusilados en el basural de José León Suárez, situado en las afueras de Buenos Aires. Walsh descubrió que los insurrectos habían sido fusilados antes que se decretara la ley marcial.  Por lo tanto, seguía rigiendo la Constitución que no autorizaba la pena de muerte. Los fusilamientos constituían un crimen de guerra.
Por esa época, los militares argentinos carecían de la aptitud para matar que desarrollaron luego durante la dictadura militar iniciada en 1976 por el general Jorge Rafael Videla. Varios de los fusilados sobrevivieron, y hubo alguno que logró asilarse en una embajada.
Mi interés se concentró en los sobrevivientes. Y además, en el entorno militar. En 1966 hice el servicio militar en el Regimiento Tres de Infantería, en La Tablada, una localidad del conurbano bonaerense. Pude conocer, por dentro, el funcionamiento de un cuartel, y a los militares, suboficiales y oficiales, en vivo y en directo. Odiaba la vida del cuartel, odiaba a los militares que presumían ser los salvadores de la patria. Además, muchos de los suboficiales eran  devotamente antisemitas.  Recuerdo uno de ellos, quien me explicó, en medio de su borrachera, las razones por las cuales los judíos sobraban en este mundo.
Realmente, no escaseaban los personajes novelables. En realidad, la tarea más difícil era desbrozar la paja del trigo y elegir entre decenas de suboficiales y oficiales, a cinco o seis que pudieran participar en mi novela.
Y finalmente, necesitaba una mujer como protagonista. La llamé Laura. Ya hablaré de ella.

TENACIDADES

Había sin embargo un problema con el manuscrito: no podía prescindir de mi familia judía. Estaba demasiado anclado a sus recuerdos, a sus temores, a su necesidad de pasar desapercibidos. Varios de ellos siempre esperaban un pogrom. Y necesitaba esa familia como mi tabla de salvación.  Solo el contraste y el conflicto funcionan en una trama. La mirada de un extraño es invaluable, a la hora de representar un grupo social.
La novela es siempre conflicto, solo conflicto.  En ocasiones, se revela en el título. A Dostoievski nunca se le hubiese ocurrido escribir una novela titulada Crimen y Crimen.
Por lo tanto, ésta era la trama de la novela: narrar las peripecias de un grupo de sobrevivientes de los fusilamientos registrados en el basural de José León Suárez, tras una frustrada insurrección peronista, y al mismo tiempo contar los avatares de una familia judía, uno de cuyos integrantes moría en los fusilamientos, aunque ni un solo judío murió en ellos. Y finalmente, estaba la mujer, a la que bauticé Laura, quien aportó la mirada del extraño. Evaluando, comentando, nunca juzgando.
(Recuerdo que cuando conocí a Walsh, le expliqué mi incomodidad por haber incluido a un judío entre los fusilados. Walsh se mostró muy generoso y cordial. Después de todo, me dijo, lo mío era una novela, y los novelistas tenían permiso para ese tipo de licencias).
  
VERSIONES
Mario Szichman por la época en que escribió La verdadera crónica falsa

Escribí  Crónica falsa en 1968, en Caracas, en una máquina Olivetti Lettera 22. Lo hice con gran tranquilidad y con enorme desparpajo, en apenas tres meses. En realidad, Crónica Falsa es un título truncado. El título completo era: “Crónica falsa de los extraños sucesos ocurridos en la madrugada del nueve de junio de 1956, cuando un grupo de civiles fueron fusilados en los basurales de José León Suarez, luego de la abortada Revolución Peronista del general Valle, junto con otros acontecimientos que serán del interés de nuestros amables lectores”.
Influyó en ese interminable título el admirable escritor colombiano, Álvaro Cepeda Samudio, autor de una espléndida novela, La Casa Grande. Cuando conocí a Álvaro me comentó que estaba escribiendo otra narración. Su título sería “Los grandes reportajes sobre la extraña muerte de la mujer del médico más famoso de la población de Ciénaga”. Me encantó la idea de explicar en el título el tema de la novela.
Envié Crónica Falsa al concurso Casa de las Américas. Creo que eso fue en 1968. Estaba convencido de que iba a ganar. Tenía 23 años, y creía que podía llevarme el mundo por delante. La novela ganó una mención, algo que todavía hoy me sigue resultando inexplicable. Cuando la vi impresa, mi primera intención fue adquirir de la editorial Jorge Álvarez la tirada completa, e incinerarla.
El premio Casa de las Américas de ese año fue otorgado a una novela del escritor boliviano Renato Prada Oropeza. Recuerdo que el novelista David Viñas, uno de los miembros del jurado, me comentó con displicencia: “Sí hermanito, la novela ganadora tiene como tema la presencia del Ché en Bolivia. ¿Quién podía disputarle el triunfo?” Viñas no parecía muy convencido de la calidad del texto. Ni siquiera se acordaba del título. “Es algo así como el arcoíris del lapislázuli”, me dijo. “Estoy seguro que tiene una esdrújula”. En realidad, el título era “La canción de crisálida”.
En 1972, cuando regresé a Buenos Aires logré publicar en la editorial CEDAL la segunda versión de mi primera novela.  Le puse el título de La verdadera crónica falsa, para diferenciarla de la primera, indigerible versión. La novela había mejorado. Pero el final era insoportable.
Durante décadas, dejé a la novela descansar en el desván de los recuerdos. Me pareció que había perdido actualidad. Las otras dos novelas de “La trilogía del Mar Dulce”, A las 20:25 la señora pasó a la inmortalidad, y Los judíos del Mar Dulce, fueron resucitadas en el 2012 gracias a la edición de la profesora Carmen Virginia Carrillo. Las mejoras son notables, pues cuando se trabaja con un editor, florece la imaginación dialógica.
A mediados del 2016, hice otro intento con La verdadera crónica falsa. No me hacía muchas ilusiones, pero ¿qué clase de trilogía del Mar Dulce era mi saga, cuando nadie sabía qué había ocurrido con una de las novelas? Por lo tanto, envié la tercera versión del manuscrito a la profesora Carrillo, que es para mí el equivalente de Maxwell Perkins, el editor de Scott Fitzgerald, y de Thomas Wolfe, y por supuesto, todo cambió en el manuscrito, hasta la correlación de los episodios. Y especialmente el final. Creo que se ha convertido en un canto a la vida.
Todos aceptan que un filme, una obra de teatro, representan una tarea colectiva. Pero a la hora de las novelas, o de los cuentos, existe la nociva idea de que la soledad del autor es esencial. Pero si no existe un sounding board, en este caso un editor, los manuscritos pueden eternizarse en el escritorio. La soledad solo sirve para perderse en vericuetos. El narrador termina creyendo que la parte más interesante de su anatomía es el ombligo.
Como indiqué previamente, La verdadera crónica falsa, requería de una mujer como protagonista. La bauticé Laura. No percibía a Laura alguna cuando escribí la novela. Conocí a Laura años más tarde, me casé con ella, era una intelectual a tiempo completo. Fuimos felices durante 34 años, hasta su fallecimiento. Varios de los atributos de la Laura novelada, pertenecían a la Laura de verdad.
La última versión de La verdadera crónica falsa ha quedado atrás. Ahora los lectores y lectoras deben decidir. Pero la experiencia ha sido muy grata. Disfruto escribiendo. He conocido muchos escritores que se afligían a la hora de escribir. (Viñas, siempre tan down to earth, decía de un novelista que escribía y padecía: “Es como si alguien estuviese haciendo el amor con Sofía Loren, y al mismo tiempo se apretase las bolsas seminales para sufrir”).
Muchos suponen que su sacrificio a las musas los valida como autores. Uno absolutamente espectacular en la recopilación de  desdichas era Ernesto Sábato.
Nadie debe dedicarse a una tarea pensando que sube a un potro de tortura. Lo importante, siempre que sea posible, es disfrutar de lo que hacemos. Conozco a una persona muy feliz. Su hobby es fabricar pan. Cuando me explica sus tareas, le brilla el rostro.
El caso de la escritura es muy especial. Nos abre la puerta a muchos portentos. Es difícil creer en milagros, pero les aseguro que abundan en el territorio de la ficción. Por cierto, uno de esos milagros persiste desde hace algunos años. Ha adquirido tres dimensiones. Respira. Sonríe. Y además, es cotidiano.

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La versión digital de La verdadera crónica falsa ya está en los outlets de Amazon, Barnes and Noble y otras librerías en línea.



martes, 21 de marzo de 2017

La buena gente del campo: A sangre fría, de Truman Capote


Mario Szichman




No existe en la literatura anglosajona nada similar a Young Goodman Brown, de Nathaniel Hawthorne. Narra la historia de un recién casado, Goodman Brown, quien habita un área de Salem, Massachusetts, en los albores del siglo diecisiete. El setting es la puritana Nueva Inglaterra, un augurio de que algo vinculado con la religión y el fanatismo están a punto de ocurrir.
Faith (fe), la esposa de Goodman Brown, le suplica que no abandone el hogar. El joven rechaza sus ruegos, y emprende una caminata por el bosque, seguido a cierta distancia por su mujer. Finalmente tropieza con todos los habitantes del pueblo, dispuestos a presenciar un ritual satánico, donde serán convertidos los nuevos acólitos: Goodman Brown y Faith.
Goodman Brown ruega a Faith que resista la tentación. De inmediato la escena se desvanece. Al día siguiente el joven retorna a su hogar en Salem. Ignora si los eventos de la noche anterior han sido reales o imaginarios, pero observa a los habitantes de la comunidad con ojos diferentes. Sospecha que la hipocresía anida en todos ellos, y que han sido seducidos por el demonio. Tras sus modales corteses, parece anidar la perversidad. El protagonista pierde su fe en Faith, y en el resto de la humanidad. El cinismo reemplaza la comprensión y la caridad. Goodman Brown se hunde en la amargura. Cuando muere, y es transportado a su tumba, indica  el narrador, “no esculpieron en su lápida ningún verso esperanzado. La hora de su muerte fue patética”.
La novela In Cold Blood, A sangre fría, de Truman Capote, transcurre en el llamado Bible Belt, de Estados Unidos, una región protestante con imprecisos límites geográficos; incluye áreas de los estados de Kansas, Arkansas, Mississippi, Alabama, Tennessee, Georgia, Kentucky, las dos Carolinas, Texas, Luisiana, y Florida.


El escenario de la narración es uno de sus elementos básicos. Parece un territorio a medio hacer. Las planicies del oeste de Kansas son tan vastas, tan solitarias, tan violentas como el mar. Hay cría de ganado vacuno y lanar, se siembra trigo, sorgo, semilla para pasturas,  remolacha azucarera. El clima es errático. El cultivo de cereales es una constante apuesta. Llueve muy poco y hay serios problemas de irrigación.  Capote dijo que los agricultores se consideraban “jugadores de nacimiento”.  
Era una zona donde los trenes pasaban de largo, así como automóviles o casas rodantes. El único anclaje eran sólidas viviendas  y un fuerte espíritu de solidaridad.
Hasta que en Holcomb, una de las poblaciones del oeste de Kansas, cundió la tragedia, y se inició el tiempo de la sospecha.
Esas poblaciones rurales del Deep South de Estados Unidos, no solo tienen una fuerte tradición religiosa, sino comunal. El ritual del Salvaje Oeste persiste en las vestimentas: jeanes, botas altas, sombreros Stetson. Nadie se priva de tener caballos, y de cabalgar en ellos, o de la cacería de faisanes, o de una adusta pero abundante hospitalidad. Hasta que un día, como recordó Capote “cuatro disparos de escopeta  pusieron fin a cuatro vidas”. A partir de ese momento, los habitantes de Holcomb, que no temían a sus vecinos, al punto de irse a dormir sin cerrar sus puertas con llave, “descubrieron la fantasía de recrear, una y otra vez, esas sombrías explosiones que estimulan fuegos de desconfianza… Muchos vecinos empezaron a mirarse entre ellos de manera extraña. Como extraños”.
El espíritu de Goodman Brown se apropió de muchos de ellos. El diablo rondaba en Holcomb. Uno de sus pobladores, que parecía piadoso, había caído en la tentación. Su rostro diurno no se acomodaba a su diabólico rostro nocturno.

LOS DRIFTERS

El 14 de noviembre de 1959, dos asesinos visitaron Holcomb. Armados con un cuchillo y una escopeta de calibre .12, robaron y asesinaron a un hombre, a su esposa, a su hijo y a su hija.
El hombre asesinado se llamaba Herb Clutter, su esposa, Bonnie Mae, su hija de 16 años, Nancy, su hijo de 15 años, Kenyon.
Los asesinos, Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith se hallaban en la cárcel cuando otro prisionero les informó que Herb Clutter era un hombre muy rico, y tenía una vasta suma de dinero escondida en la caja fuerte de su vivienda. El prisionero que pasó los datos a sus compañeros de celda había trabajado previamente para la familia. Una vez fuera de prisión,  Hickock y Smith hicieron planes para quedarse con el dinero de los Clutter.  
¿Qué atrajo a Capote de esa historia? Después de todo, los habitantes del territorio donde se había registrado el cuádruple asesinato habían conocido otros casos aún más horribles.
Meses antes, los periódicos del Midwest habían informado de varios episodios de espectacular violencia. Uno de ellos era el de Charlie Starkweather, quien acompañado de su amante, casi una niña, asesinó a 10 personas. Otra pareja de asesinos, George Ronald York y James Douglas Latham, asesinaron a siete. Lowell Lee Andrews, un estudiante de colegio secundario, asesinó a su madre, su padre, y a su hermana mayor de 21 balazos.  
 ¿Por qué el novelista decidió explorar exclusivamente las muertes de los Clutter?
Capote estaba obsesionado con un problema: la intrascendencia de la vida en una gran ciudad. Había escrito una novela de éxito: “Breakfast at Tiffany's”, que fue llevada al cine protagonizada por Audrey Hepburn (hoy es una de las formas más famosas del tedio) y en su reportaje para la revista The New YorkerThe Muses Are Heard” describió con mucho humor y espíritu crítico una embajada cultural de Estados Unidos a la Unión Soviética a mediados de la década del cincuenta. Pero, como indicó el crítico Conrad Knickerbocker en The New York Times, Capote no deseaba pasar a la historia como un novelista transfigurado en periodista, o escribiendo ocasionales artículos para la diversión de la audiencia. Aspiraba a mucho más. En cierta ocasión, al comentar sobre la técnica de Jack Kerouac, Capote dijo: “Eso no es escritura, eso es dactilografía”. Era necesario explorar otros senderos.

SE OYEN LAS MUSAS

Había en Capote, más allá de su tendencia al chisme, una vena de novelista muy especial. Se hubiera sentido quizás más feliz padeciendo cárcel en Siberia, que circulando por el centro de Nueva York. A sangre fría lo ayudó a convertirse en el novelista que siempre recordarán los lectores. Y su talento no se agotó en una sola novela. Puede verificarse en su relato largo Handcarved Coffins, un invento del principio al fin que hizo pasar por otro libro de non-fiction, también plagado de asesinatos.
Es imposible escribir una tragedia sin copiar la tragedia griega, con sus exaltados personajes, o la marca del destino en la frente de cada uno de ellos. En la familia Clutter, en sus asesinos, Capote encontró el material imprescindible. (El resto, la sabia composición de la trama, fue su mérito exclusivo).
Por un lado tenemos a la familia asesinada, y por el otro a los homicidas, esos misfits sin escrúpulos que terminan siendo excesivamente humanos. En cada uno de los seres que transitan la prosa de Capote existe humanidad. Ahí está Bonnie, la esposa del jefe de familia Herb Clutter, transitando por la vida como un fantasma. Es una mujer que ha tenido varios episodios cercanos a la psicosis. Vive aterrada de todo, pidiendo disculpas hasta de respirar. Ahí está Herb Clutter, un hombre en la flor de su edad, acosado por deseos que su fidelidad, su sentido del honor, le impiden consumar.
Pero el show fue hurtado por los asesinos, Perry Smith y Richard Hickock. Ahí Capote lució sus mejores galas. Dos seres despreciables, golpeados por la vida, semitodo: semianalfabetos, semigalanes, audaces, impúdicos, temerosos de Dios. Sin embargo, estaban convencidos de que la vida les había garantizado la impunidad, estaban inmersos en el sueño americano, convencidos que descubrirían oro en La Sierra Maestra, o que podrían crear una orquesta a fin de convertirse en ídolos de multitudes.
La novela no se puede soltar hasta el final, aunque como indicó otro crítico, Stanley Kaufman, todo lo que ocurre en In Cold Blood concluye, a nivel de trama, en la página page 74. “Ya para ese momento, sabemos que cuatro personas han sido asesinadas por dos degenerados, y empezamos a preguntarnos quién diablos ocupará las restantes 269”, dijo Kaufman.
Pese a su trama, In Cold Blood no es una historia detectivesca. Como tampoco es Crimen y Castigo. En ambos casos, la casualidad, no los investigadores policiales, se encarga de descubrir al criminal. La casualidad y la culpa del perpetrador.
Capote no examina desde afuera a los homicidas, sino desde sus minúsculas vidas y sucesivos traspiés. ¿Qué conocemos de Perry Smith? Que odia su cuerpo, sus piernas arruinadas. Se la pasa todo el día masticando aspirinas para calmar el dolor, bebiendo root beer, soñando con un paraíso en México, buscando tesoros de barcos hundidos. ¿Quién es Hickock? Un muchacho soñador. Bueno, su debilidad son las niñas pequeñas, pero asegura que no es un perverso, sino una persona “normal”.
Víctimas y victimarios confluyen una noche del 14 de noviembre de 1959 en Holcomb, Kansas, y cuatro personas mueren. Todo es casual. Perry Smith, tras ser capturado con su cómplice, dijo de Herb Clutter: “Creo que era un caballero muy agradable. Y lo seguí pensando hasta el momento en que lo degollé”.  
Debido a una jugarreta del destino tan infundada como el cuádruple homicidio, Hitchcock y Perry fueron capturados, y ahorcados en la Penitenciaría Estatal de Kansas, en Lansing. Los sueños de grandeza de ambos convictos finalizaron en el momento en que asesinaron a la familia de los Clutter. La fortuna con que soñaron se diluyó la misma noche del crimen. No había una gran suma de dinero en la caja fuerte de Herb Clutter. El dinero estaba en su producción de sorgo, en la venta de su ganado, en su propiedad. Era dinero a tiempo futuro.
Se estima que los homicidas obtuvieron entre cuarenta y cincuenta dólares, en canje por cuatro cadáveres.
La buena gente del campo de a poco, con reticencia, empezó a recuperar la tranquilidad, aunque se ignora si alguien cesó de usar las llaves en sus puertas, o se animó a ahuyentar la desconfianza de su corazón.


sábado, 18 de marzo de 2017

La ficción de Robert Capa. La fotografía más famosa de la guerra civil española. Una recreación a su imagen y semejanza




Mario Szichman


Robert Capa. Inglaterra. 1944

Los soldados nunca mueren como en las películas, o idealizados como en los cuadros de famosas batallas. Suelen morir vaciándose por entre ambos canales. Napoleón sentía horror a recorrer los campos de combate tras una victoria, no por el olor de los muertos, sino del excremento.
La fotografía más notoria de la guerra civil española se titulaba al principio: “Miliciano leal a la República en el momento de su muerte. Cerro Muriano, 5 de septiembre de 1936”. Y su notoriedad, en parte, se debe a que va against the grain, a contrapelo del lugar común.



Conocida luego como El soldado caído, fue tomada por el fotógrafo Robert Capa, quien no se llamaba Robert Capa. Posee la autenticidad de toda obra maestra de la falsificación.
Los soldados, o cualquier otro ser humano, que reciben un balazo  en la parte anterior del cuerpo, caen hacia adelante. El proyectil no puede contrariar las fuerzas de la gravedad. Pero el soldado fotografiado por Capa parece caer hacia atrás. La incongruencia de la foto la hace parecer auténtica por su anormalidad. La anomalía se extiende al soldado. En un principio se dijo que era un recluta de la Federación Ibérica de la Juventud Libertaria, un grupo anarquista. Luego se ofreció el nombre del soldado: el miliciano Federico Borrell García. Eso formó parte de una leyenda luego alterada. Era otra persona quien aparecía cayendo en la fotografía.
El miliciano colapsa hacia atrás, tras recibir un balazo en la cabeza. Su rifle se desliza de su mano derecha. El hombre viste ropas de civil. Su único atavío militar es una cartuchera con balas.

Durante décadas, la imagen simbolizó la fratricida guerra librada por los españoles entre 1936 y 1939, que concluyó con el triunfo de Francisco Franco. Pero en las últimas décadas,  proliferaron las dudas sobre su autenticidad. Ni siquiera se sabe si fue tomada realmente por Robert Capa, que tampoco se llamaba Robert Capa. ¿Ocurrió el episodio en Cerro Muriano? ¿Se llamaba el miliciano Federico Borrell García? Y luego, el hallazgo final: por esa misma época, y en el mismo lugar, fueron puestas en escena fotos trucadas, donde seres disfrazados de soldados o milicianos simulaban caer muertos tras ser baleados por el enemigo.

EL HOMBRE QUE NO SE LLAMABA ROBERT CAPA



 Gerda tomando fotos en Madrid
En 1933, Gerda Pohorylle y André Friedmann llegaron a París. Según una reseña en The Times Literary Supplement,  Gerda había huído de la Alemania nazi, tras pasar un tiempo en la cárcel.  André venía de la Hungría fascista, tras pasar por Berlín.
Con el respaldo de exiliados políticos que la habían conocido durante sus días de activismo estudiantil en Leipzig, y su conocimiento del francés, Gerda trabajó como secretaria, hasta que el incremento del antisemitismo en Francia le hizo perder el empleo. En cuanto a André, quien había trabajado como ayudante de un fotógrafo en Berlín, vivía bastante aislado. Su famoso compatriota André Kertész, le ofreció trabajar para él. Pero Friedman tenía varios defectos. Era impuntual e irresponsable. Tampoco mostraba prolijidad en el revelado de fotos. No era mejor en su vida personal. Huyó de varios hoteles dejando cuentas impagas.  



Su única virtud era que parecía un galán de cine. Un día, André encontró a una muchacha en la calle, Ruth Cerf, y le propuso que posara para su cámara en un parque. Ruth, atraída por Friedman, pero dudando de sus intenciones, aceptó la propuesta, pero, por si las moscas, trajo consigo a una chaperona,  Gerda, quien se enamoró de inmediato del galán. Se convirtieron luego en una de las más famosas parejas de fotógrafos de la primera mitad del siglo veinte. Ambos terminarían cayendo en el campo de batalla. Gerda, en España, durante la guerra civil. André, veinte años más tarde, en 1954, en Vietnam. Pero, para ese entonces, nada quedaba de su vida anterior. Para el momento de su abandono de este mundo, Endre Erno Friedmann, o Andrés Friedmann, se había transfigurado en Robert Capa.  

LA INVENCIÓN DE GERDA

En su libro Gerda Taro: Inventing Robert Capa, Jane Rogoyska asegura que el fotógrafo fue en parte la invención de Gerda. La joven reconoció que pese a sus defectos, entre ellos la indisciplina, el hombre al que conoció como André Friedmann era muy talentoso. Pero resultaba necesario  convertirlo en un profesional, limpiarlo de sus antecedentes, negar su origen judío, una precaución muy útil en una Europa plagada de antisemitismo.
Gerda se encargó de rebautizarlo Robert Capa. Luego informó a las agencias de fotografía que era un profesional estadounidense recién llegado a Europa. Un tal Andrés Friedmann, el alter ego de Capa, se transfiguró en el encargado de revelar fotos, y Gerda fue su representante. En reuniones con ejecutivos de agencias, Gerda decía que Capa nunca aparecía en público. Siempre estaba ocupado con algún assignement muy redituable, o si no, descansando en su enorme yate. Además, Capa nunca aceptaría un trabajo a menos recibiera una ganancia tres veces superior a la de cualquiera de sus más importantes colegas.
Como indica la nota en The Times Literary Supplement, los editores parisinos comenzaron a pagar fuertes sumas de dinero por fotografías de Robert Capa. Algo que nunca habrían hecho con un tipo apellidado Friedmann.
Si bien Gerda fue el cerebro gris detrás del ascenso de Robert Capa a la fama, el fotógrafo adquirió notoriedad no solo por sus imágenes, o por la cantidad de amantes que recopiló en su vida, sino por su egoísmo. En una entrevista de radio que le hicieron en 1947, dijo que él inventó la estratagema para convertirse en Robert Capa. Además, jamás mencionó a Gerda Taro.
La dama no solo se atrevió a vivir con Capa sin pasar por el Registro Civil, sino que lo acompañó en misiones muy difíciles. Apenas Franco se alzó en España, en agosto de 1936,  la pareja se dirigió a ese país en llamas y arriesgó en varias ocasiones su vida.
Trabajaron en Barcelona, luego marcharon al frente de Aragón, más tarde a Madrid, y después hacia el sur, rumbo a  Córdoba. En esa zona, Capa fotografió al miliciano caído. Es la primera imagen registrada de un soldado en el momento de su muerte.  La fama de la fotografía se prolongó décadas. Luego, empezaron los interrogantes.
El paisaje de la foto no corresponde a Cerro Muriano, sino a la localidad de Espejo, situada 50 kilómetros al sur. Espejo no había sido afectada por la guerra.
Al día siguiente, Gerda y Robert Capa fueron vistos en Cerro Muriano, una población destruida por las tropas de Franco. 
Investigadores encontraron discrepancias en la foto. Si al principio la imagen del miliciano cayendo en una especie de salto acrobático parecía reflejar la verdad  de la guerra, luego se pensó en un ardid publicitario. O quizás el miliciano había perdido el equilibrio durante las prácticas de tiro.
Según dice Rogoyska en su libro sobre Gerda Taro, la pareja se hallaba en Cerro Muriano,  conversando con milicianos, cuando de repente, soldados franquistas abrieron fuego. Capa aprovechó para tomar fotos. Pero según informó Capa en la entrevista radial que le hicieron en 1947, él asomó su cámara por encima de una trinchera,  sin apuntar a objetivo alguno, y oprimió repetidas veces el disparador.
Al ser revelado el rollo, una de las tomas mostró al miliciano cayendo muerto. La fotografía, según Capa, habría sido obra de la casualidad. Para un profesional de su prestigio, alegar que esa imborrable imagen fue un simple albur, es difícil de creer. Pero la verdad es peor. La pareja tomó muchas fotos con escenas de combate ensayadas, como por ejemplo en la población de La Granjuela. Por lo tanto, no es absurdo pensar que el miliciano caído formó parte de esas tomas ensayadas.

En marzo de 1937, Gerda Taro viajó sola a España. Capa se quedó en París. Primero se dirigió a Guadalajara, luego a Valencia. En abril llegó a Madrid para reunirse con Capa, tras negarse a aceptar su oferta de casamiento. Al parecer, quería mantener su independencia.  
Durante los tres meses siguientes, todas las fotos tomadas en España pertenecen a Gerda.
El 25 de julio de 1937, cuando los franquistas recuperaron la población de Brunete, Gerda se unió a la retirada de los republicanos, tras agotar todos sus rollos de película. Fue aplastada por un tanque que iba en retroceso.
Capa quedó devastado por la muerte de Gerda. Al menos, esa fue la opinión de sus amigos. Muchos temieron que nunca lograría recuperarse de la pérdida. Al parecer, se recuperó muy bien,  aunque pareció perder la memoria. Nunca más volvió a mencionar a Gerda.
LA MALETA MEXICANA

El talento fotográfico de Gerda se hundió en la obscuridad. Pero en el 2007, apareció la “maleta mexicana”. Se trata de tres cajas con rollos de película de la guerra civil española pertenecientes a  Capa, a Gerda Taro y a otro fotógrafo, David Seymour. Capa entregó las cajas a un amigo antes de viajar a Nueva York in 1939.
Como señala  Rogoyska, Gerda logra emerger de la sombra de Capa, gracias al hallazgo de los rollos de película. Es difícil conocer su real aporte a la fotografía moderna, aunque parece haber sido substancial. El problema es haber tenido una pareja como Capa, no precisamente el más generoso de los hombres.
A diferencia de Martha Gellhorn, que nunca aceptó ser la tercera esposa de Ernest Hemingway, y fue una excepcional corresponsal de guerra (ver el post http://marioszichman.blogspot.mx/2017/03/martha-gellhorn-nunca-fue-la-tercera.html) Gerda Taro prefirió actuar en las sombras, protegiendo la fama de su amante. Al mismo tiempo, no tuvo temor a arriesgar su vida, y luchar por sus ideales.
Tal vez esa parte de su personalidad se transmitió a Capa.  El 25 de mayo de 1954, en Thai Binh, Indochina, el hombre conocido al comienzo de su vida como Endre Erno Friedmann,  murió al pisar una mina de percusión.
La revista Time  dijo que la última mañana de su vida,  Fiedmann/Capa les dijo a varios soldados franceses: “Esta va a ser una bella historia”, y partió de la aldea de Nam Dinh, situada en el delta del río Rojo, en Vietnam. “Prometo actuar hoy con buena conducta. No insultaré a mis colegas, ni mencionaré la excelencia de mi trabajo”, añadió. Ocho horas y 30 kilómetros más tarde, Capa estaba muerto, tras pisar una mina terrestre en Thai Binh.
Murió como vivió, tomando fotos. Con su celebridad y sus crecidos honorarios, podría haberse dedicado a la tarea más agradable de fotografiar bellas damas, y de seducirlas. En cambio, optó por seguir la vía regia de las zonas de guerra. Tal vez ese fue su encubierto homenaje a la mujer que lo sacó del anonimato, y de sus desprolijos encuentros con la vida.