domingo, 29 de enero de 2017

Francisco de Miranda y William Burke. La fascinante historia de un personaje inexistente

Mario Szichman



Allan R. Brewer-Carías es un historiador y jurisconsulto venezolano experto en derecho constitucional. Si el lector ingresa en el catálogo de la Biblioteca del Congreso, en Washington, descubrirá que por lo menos 228 volúmenes forman parte de su obra, aunque la lista no es exhaustiva.
En cierta ocasión, Brewer-Carías visitó la biblioteca, y una de sus funcionarias expresó su asombro al observarlo en vivo y en directo. Nunca supuso que se trataba de una persona de carne y hueso. Lo imaginaba como un ser mítico, de improbable existencia. Como otro personaje al cual menciona en uno de sus libros: SOBRE MIRANDA, Entre la perfidia de uno y la infamia de otros y otros escritos.[i]
El volumen de ensayos fue preparado en homenaje a la memoria de Francisco de Miranda en el bicentenario del fallecimiento del Precursor en la prisión de La Carraca, en Cádiz. Es una labor de indispensable lectura y promoción, porque no ha existido en América Latina un personaje ni remotamente similar a ese caraqueño que peleó en las revoluciones de Estados Unidos, de Francia, y de la América Española.
(Hay un solo latinoamericano cuyo nombre está cincelado en el Arco de Triunfo de París: Francisco de Miranda).
Napoleón dijo de él: “Este Quijote, que no está loco, tiene fuego sagrado en el alma”.
Aunque los revolucionarios franceses llevaron a Miranda a la cárcel, tras la derrota en la batalla de Neerwinden, Bélgica, en marzo de 1793, y Marat exigió que lo guillotinaran, un tribunal dictaminó que el verdadero traidor era el general Charles François Dumouriez, jefe de Miranda, quien luego se pasó a los austríacos.
Claude François Chauveau-Lagarde, abogado de Miranda, demostró su inocencia y el militar caraqueño salió del tribunal en hombros de sus acólitos. (El Precursor tuvo más suerte que tres de las damas defendidas por el abogado: Madame Roland, Carlota Corday y la reina María Antonieta. Todas ellas fueron guillotinadas. Pero luego debió pasar por otras cárceles francesas, debido a sus vínculos con los girondinos).
El subtítulo parcial del libro de Brewer—Carías: Entre la perfidia de uno y la infamia de otros, alude al episodio decisivo en la vida de Miranda: la traición de sus propias huestes lideradas por el díscolo jovencito Simón Bolívar.  
Miranda capituló ante el capitán de fragata de la marina española, Domingo Monteverde, tras la derrota de las fuerzas patriotas en junio de 1812. Uno de los principales responsables de la debacle de los patriotas fue el teniente coronel Bolívar, quien se hallaba a cargo del Castillo de San Felipe, en Puerto Cabello.
Ante el asedio de los españoles, Bolívar huyó del fuerte junto con algunos de sus hombres de confianza. Ni siquiera tuvo la perspicacia de destruir las armas y las municiones, que ayudaron a Monteverde en su tarea de reconquistar la capitanía general de Venezuela.
Bolívar se refugió luego en su hacienda de San Mateo, y durante algunos días ni siquiera osó comunicarse con Miranda. Finalmente le escribió una carta acongojada y quejumbrosa, pidiéndole perdón a su mentor, por no haber sabido defender el castillo. Es una carta maestra, especialmente, por su contenido lacrimógeno, Bolívar parece un niño balbuceante sorprendido en flagrante delito por su progenitor. Basta ver algunas de sus frases: “Después de haber agotado todas mis fuerzas físicas y morales ¿con qué valor me atreveré a tomar la pluma para escribir a usted, habiéndole perdido en mis manos la plaza de Puerto Cabello?” le pregunta a Miranda.
Luego le pide a su jefe “que me dé algunos días para tranquilizarme, recobrar la serenidad que he perdido al perder a Puerto Cabello; a eso se añade el estado físico de mi salud, que después de trece noches de insomnio, de tareas y de cuidados gravísimos, me hallo en una especie de enajenamiento mortal”[ii]. Bolívar recuerda en su misiva las tribulaciones del joven Werther.

REACCIONES ENAJENADAS

La pesadumbre de Bolívar duró poco. Cuando Miranda advirtió que la República se había perdido, no buscó atribuir a otros la derrota, y asumió toda la responsabilidad, iniciando negociaciones con los españoles para la firma de un armisticio, rubricado el 25 de julio de 1812 en la hacienda de Bolívar.
Repuesto de su aflicción, Bolívar y otros oficiales patriotas acusaron a Miranda de traicionar a la república. Y para sumar el insulto a la injuria, entregaron al jefe revolucionario a los españoles en el puerto de La Guaira.
Debido a los servicios brindados por Bolívar a la monarquía española, Monteverde le entregó al teniente coronel Bolívar un pasaporte, con el cual pudo huir a Curazao.
Bolívar nunca se arrepintió de la traición a Miranda. Por el contrario, luego de su deplorable conducta, el que se convertiría en Padre de la Patria, intentó enviar a Miranda al pelotón de fusilamiento. Pero, como señaló públicamente, varios de sus compañeros se lo impidieron. Miranda nunca mencionó la actitud de Bolívar. Solo señaló en una carta que había sido apresado por los españoles a raíz de “la perfidia de uno y la infamia de otros”.

LOS DOS ROSTROS DE LA INDEPENDENCIA

Brewer—Carías analiza ese jano bifronte de la lucha por la independencia de la Capitanía General de Venezuela representado por Miranda y Bolívar, y aunque sin preguntarse quién tenía la razón, es obvio que se inclina por el héroe civil que fue Miranda, y se aleja de la herencia caudillesca de Bolívar. 
Uno de los capítulos más apasionantes del libro es el dedicado a mostrar el heroísmo intelectual de Miranda, quien en Londres congregó en torno suyo a importantes pensadores, en su afán por luchar a favor de la independencia de una América Latina libre de hombres providenciales.
El autor del ensayo muestra cómo la casa de Miranda en Londres, ubicada en el 58 de Grafton Way, fue un centro de teóricos y expertos en política, en derecho, y en instituciones. Ilustres figuras como James Mill, Jeremy Bentham, José Blanco White, Fray Servando Teresa de Mier, y Juan Pablo Viscardo y Guzmán, entre otros, contribuyeron a la difusión del pensamiento libertario, en Inglaterra, y luego en la Capitanía General de Venezuela.
Pero el personaje más enigmático de todos ellos es William Burke.
El autor del libro realiza una verdadera labor detectivesca para demostrar que ese ubicuo personaje, como esos hologramas de Hugo Chávez que suelen circular por Caracas, es a figment of imagination, un invento de Miranda para propulsar su labor libertaria.
Muchos de los escritos de Miranda llevaron la firma de William Burke. El autor indica que “Burke” fue además “el autor” de más de 80 editoriales publicados en La Gaceta de Caracas entre 1810 y 1812. Todos ellos, “con importantísima información sobre los progresos del constitucionalismo en Norte América”.
Pero “Burke” no solo fue el alter ego de Francisco de Miranda. En ocasiones, contradijo sus teorías, en otras, su apellido aglutinó labores colectivas. Tres o cuatro intelectuales se asociaron para escribir panfletos, editoriales, o inclusive libros. Todo el material, estuvo destinado a propulsar la independencia de la América española.
William Burke, un personaje inexistente, protagonizó sin embargo algunos episodios apasionantes del Precursor en tierras americanas. Y luego, súbitamente se borró del mapa. La última mención a ese ser imaginario es a dos William Burke que se habrían embarcado en la fragata inglesa Sapphire, una embarcación anclada en La Guaira, y cuyo propósito inicial era rescatar a Miranda de sus enemigos.
Pero Burke no cesará de rondar la imaginación de los historiadores. Algunos de ellos han esbozado teorías alternativas sobre su presencia en la tierra. Allan Brewer—Carías será en buena parte responsable de esa resurrección de un intelectual que careció de nacimiento previo. La indagación del autor sobre las peripecias del Precursor como dador de sangre intelectual, es peerless.  
Miranda merece ser rescatado todos los días. Puso su espada al servicio de la libertad en tres naciones. Su furia intelectual, su sabiduría, nunca han sido superadas en América Latina. Fue, posiblemente, un héroe imperfecto. Sí, el héroe imperfecto más grande que ha dado nuestro continente. Si hubiera sido en Venezuela el Libertador, en lugar del Precursor, tal vez la tierra del sol amada se hubiera salvado de muchos salvadores de la patria. Excesivas glorias militares postran a muchos pueblos en la indigencia civil.
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El intelectual venezolano Allan Brewer—Carías fue Senador por el Distrito federal; Ministro de Estado para la Descentralización, y Miembro de la Asamblea Nacional Constituyente de 1999. Ahora vive en Nueva York, y sigue produciendo libros de manera incesante. Su trabajo sobre Miranda es uno de los últimos, aunque en el caso de Brewer—Carías todos sus libros suelen ser penúltimos. Siempre está trabajando en nuevos volúmenes.




[i] Colección Cuadernos de la Cátedra Fundacional de Historia del derecho, Charles Brewer Maucó, Universidad Católica Andrés Bello,. Caracas / New York, 2016. 302 páginas.

[ii] El texto completo de la carta está en El General Miranda, del Marqués de Rojas. Puede conseguirse en Google Books.

miércoles, 25 de enero de 2017

Jorge Luis Borges no dejaba títere con cabeza


Mario Szichman



Jorge Luis Borges era muy entrevistable. Han sido publicados numerosos trabajos sobre sus diálogos con periodistas y académicos. Uno de ellos, “Entrevistas con Jorge Luis Borges”, de Jean de Milleret, causó bastante escozor en círculos literarios de Buenos Aires cuando fue publicado en la década del setenta. Tal vez porque Borges dedicó parte de la conversación a demoler el mundo de la revista Sur y de su propietaria, Victoria Ocampo, además de embestir contra parte de la cultura española como un toro al que le agitan un manto.

Por cierto si alguien desea conocer un poco más el mundo de Sur, es indispensable leer el ensayo de Amy K. Kaminsky Argentina, Stories for a Nation (University of Minnesota Press, Minneapolis, 2008). El libro es una especie de gabinete de las maravillas. La autora observa a la Argentina y a los argentinos como un viajero del tiempo sometido a constantes sorpresas. Confronta el rutilante o inventado pasado de esa nación con su magro presente, y nos recuerda, con persistencia, con fresca mirada, desde el extremo norte del mundo habitado, a una nación que, como Brasil, siempre aguarda un promisorio futuro que jamás logra concretar. Ya en el primer capítulo del libro de Kaminsky titulado Bartered Butterflies, surge la extrañeza que nos obliga a observar a la Argentina con nuevos ojos, a través de esa confrontación/ sumisión, entre Virginia Woolf, la gran dama de las letras inglesas, y esa gran dama de las letras argentinas llamada Victoria Ocampo.
¿Qué veía Victoria Ocampo en Virginia Woolf? ¿Qué veía la intelectual argentina en la escritora inglesa? Al menos, sugiere Kaminsky, no era una relación entre iguales. Woolf nunca ocultó su desdeñosa superioridad. En cierta ocasión, la autora de Mrs. Dalloway, le preguntó a su colega argentina cómo eran las azules mariposas de las Pampas. La fundadora de la revista Sur se encargó de narrar en sus memorias que para complacer a Woolf, “a quien idolizaba”, le regaló un set de mariposas ensambladas y enmarcadas, alimentando de esa manera “la fantasía que le permitiría ingresar” en el mundo de Woolf.

Por supuesto, dice Kaminsky, tras ese dificultoso ingreso en el jet set comandado por la escritora británica, Ocampo quiso mostrar el rostro oculto de la intelectualidad bonaerense. La Argentina inventada por la revista Sur, era un país de intelectuales con sensibilidad europea, civilizados, y agrega Kaminsky, “blancos”.
(Ver: Argentina: la carga del hombre blanco

Si bien Borges ingresó en el mundo de Sur, nunca se sintió cómodo en ese cenáculo literario. Y en las conversaciones con Milleret surgen algunas de las razones. La principal de ellas era el status monetario. Victoria Ocampo era una oligarca, de esas que cuando viajaban a Europa a comienzos del siglo veinte, transportaban una vaca en el barco, a fin de tomar leche fresca. Y Borges pertenecía a una familia de alcurnia, aunque venida a menos.
Su vínculo con Sur, y su vida modesta, le dijo Borges a Milleret, lo ponían en una posición falsa. Inclusive “me sentía algo humillado”.  Por un lado, “iba a lo de Victoria Ocampo y cuando llegaban escritores de renombre compartía sus charlas, les hablaba; veía mi nombre citado con cierta frecuencia; publicaba en periódicos y revistas”. Pero en la vida real, “ganaba 240 pesos mensuales en un empleo subalterno (como bibliotecario). Era una situación  penosa y ambigua”.
Un recuerdo de Borges retrata muy bien ese universo. “Una vez dos mujeres de mundo, dos amigas, fueron a visitarme a la Biblioteca… Dos días después, me telefoneó una de ellas para pedirme un favor. Había pensado, de común acuerdo con su amiga, que yo hacía un trabajo un poco ridículo, y que debía prometerle encontrar otro sitio donde pudiese ganar mil pesos por mes. Trabajar en un barrio suburbano por 240 pesos le parecía una manera de hacerme notar, de hacerme el excéntrico y el interesante, de pretender espantar a la gente. No podían pensar que yo no hubiese podido encontrar otra cosa. La gente demasiado rica no puede imaginarse la pobreza: acaso solo se forme una imagen de la miseria. Pero como yo estaba pulcramente vestido, usaba corbata, sombrero… bueno… como tenía el aspecto de un burgués, entonces debía ganar mil pesos por mes”.

EL DERBY DE DEMOLICIÓN

Milleret permitió a Borges explayarse en su feroz ironía contra colegas, y también desmantelar algunas de las premisas que convertían a Sur en una de esas “famosas obras del tedio” como calificaba Borges a ciertos textos clásicos. (Reveló que si bien releía la poesía de Víctor Hugo, “cuando traté de leer Los Miserables, nunca pude”. Todos aquellos que intentamos en vano la lectura de esa novela, le estaremos a Borges eternamente agradecidos por esas palabras de consuelo).
Borges sentía aversión por buena parte de España (“Desde hace tres siglos España no conoce más que fracasos, aunque los españoles son muy valientes personalmente”) y de la literatura española. Decía que “nunca había encontrado nada notable” en Juan Ramón Jiménez. Un poeta como Valle Inclán “me parece bastante malo. Es un farsante, y ni siquiera muy maligno”. Miguel de Unamuno “me hizo mucho mal. Traté de imitar su prosa, es decir, escribir cuidadosamente cosas que debían tener un tono espontáneo, haciendo expresamente frases desdichadas, haraganeando con ser torpe”.
Tampoco su opinión de Ortega y Gasset era piadosa. “Tengo de él un recuerdo tan vago como de sus libros. Es cierto que no los frecuenté mucho. Hay allí algunas ideas interesantes, pero el estilo es intolerable. Ortega, que era muy inteligente, tendría que haberse dado cuenta que necesitaba un negro que le redactara los libros”.
Y en un dardo contra Ortega y Gasset que también alcanzó a Victoria Ocampo, señaló Borges: “Victoria posee una gran cultura francesa: piensa y escribe todo en francés. No siente en español. Por ejemplo, no puede juzgar la poesía en lengua española. Muchas veces me preguntó si un poema era malo o bueno. Incluso me confesó una vez que le estaba muy agradecida a Ortega y Gasset por haberle demostrado que la lengua española era capaz de literatura, algo que ella nunca hubiese sospechado”.

SUR, PAREDÓN Y DESPUÉS…


Quizás la revista Sur pase a la historia de la cultura argentina como otra famosa forma del tedio. Para Borges, era también sinónimo de mezquindad. “Formé parte del grupo fundador. Pero no se nos pagaba. Durante diez años, Sur no pagaba a sus colaboradores, puesto que su propósito era difundir la cultura”.
Por otra parte, decía Borges, “Victoria Ocampo tenía una concepción bastante curiosa de lo que constituía una revista literaria. No quería publicar más que textos de colaboradores ilustres, y no le interesaban las notas sobre teatro, cine, conciertos, libros… Y todo eso constituye la vida de una revista. Es decir, lo que quiere encontrar el lector. Mientras que si se encuentra un artículo de cuarenta páginas firmado Homero, y otro de cincuenta, firmado Víctor Hugo, no hace más que fatigarse. Eso no es para él una revista”.
Para Borges, “la única manera de hacer una revista es contar con un grupo de personas que compartan las mismas convicciones, los mismos odios, en tanto que la colección de textos de escritores ilustres no constituye una revista. Eso no es más que una antología mensual con un texto de Valéry junto a otro de Huxley, que por cierto tienen valor, pero no tiene demasiado importancia para una revista”.
Y como trasfondo, Sur parecía un barco sin timonel.
“Aunque Victoria Ocampo se interesaba infinitamente por Sur, creo que la secretaria era la que finalmente publicaba lo que quería”.
De todas maneras, añadía Borges con galantería, “Sur fue y sigue siendo un elemento capital  en la evolución de la cultura argentina, y el mérito esencial le corresponde a Victoria Ocampo”.
En el medio, estaba la fascinación de Borges por el cine. Y eso, aún después de perder la vista. Cuando Milleret le preguntó cómo hacía para “ver un filme”, Borges admitió que siempre era escoltado (en general, “por hermosas mujeres”, añadió Milleret). La acompañante se encargaba de añadir comentarios sobre la fotografía, permitiendo que esa película “escuchada”, pudiese, además, ser imaginada. Aunque, añadía Borges, “cuando me decían que la fotografía era excelente, eso, para mí, constituía un acto de fe”.
Borges “vio” Lawrence de Arabia, y Kartum. Su veredicto es muy iluminador. “Vi tres veces Kartum”, dijo a su entrevistador. “Lo creo infinitamente superior a Lawrence de Arabia. Es que la derrota resulta estéticamente muy superior a la victoria. Es la idea de la antigua tragedia. Se siente desde el principio que el héroe va a morir y que va a la derrota. Esto le da una dignidad que un vencedor no puede alcanzar, la del hombre que va hacia la muerte más o menos de manera voluntaria, y que lo sabe de antemano”.
En las entrevistas con Milleret, el escritor no tuvo pudor en hablar de su ceguera, y le quitó todo halo romántico.
El entrevistador le elogió a Borges una frase que el escritor había dicho a un periodista del New York Times: “Ahora que el mundo está todo dentro mío, veo mejor, porque puedo ver además todas las cosas que sueño”. Milleret comentó: “Es un pensamiento muy bello, más conmovedor para quien lo conoce a usted”.
La respuesta de Borges fue implacable: “Dije eso simplemente para consolarme”, indicó. “Para engañarme a mí mismo. Nadie puede decir una cosa como esa, y creérsela. ¿No está de acuerdo?”
No creo que el libro de Milleret integre el canon de los adoradores y adoratrices de Borges. Es demasiado insolente, down to earth, y peor, mucho peor aún, inmensamente divertido.


domingo, 22 de enero de 2017

Los papeles de Miranda: “Esta novela va a entrar por derecho natural a la lista de los clásicos de la narrativa venezolana” Domingo Alberto Rangel





Los papeles de Miranda constituye la primera parte de mi Trilogía de la patria boba, que fue seguida de Las dos muertes del general Simón Bolívar, y de Los años de la guerra a muerte. Esta novela dio origen a dos galardones muy preciados: el del historiador y político Domingo Alberto Rangel y el ensayo de la profesora Carmen Virginia Carrillo “El precursor de la independencia hispanoamericana a tres voces”, que leyó en el Congreso de CRICCAL organizado por la universidad de La Sorbona, en París, en 2010, y que tuvo el título general de Las independencias de América Latina: actores, representaciones, escrituras[i]. Se trata de dos enfoques distintos, muy sabios y enriquecedores, sobre el héroe imperfecto más grande y trágico que ha dado América Latina. Los habitantes de la dañada Venezuela actual pueden abrevar en Miranda para descubrir un modelo genuino de hacer patria.  MS

            A continuación, el prólogo que Domingo Alberto Rangel hizo a Los papeles de Miranda en la edición El Centauro:

Entre los personajes históricos de Venezuela ninguno más novelesco que Francisco de Miranda. Sale del país siendo un mozalbete y cuando regresa a Caracas es ya un caballero envejecido. Más de medio siglo transcurre entre el momento que lo embarcan en La Guaira y el momento en que retorna a la patria. Creo que ningún hijo de Venezuela soportó un exilio tan largo. Ese periodo no fue un calvario. Para la nostalgia del exiliado o del ausente, el futuro generalísimo tenía un bálsamo. Participaba en la política de cada lugar al que llegara poniendo en ello tal caudal de pasión o resolución que los lugareños junto a él parecían observadores del drama de su propio suelo. Miranda no dejó jamás de hacer política –no importa que estuviera en la corte imperial de San Petersburgo o en las callejuelas del Paris revolucionario. En la corte de Catalina La Grande Miranda fue uno de tantos intrigantes que allí agriaban el ambiente hasta tornarlo irrespirable. Pero en los cabildos de la Revolución Francesa era uno de tantos girondinos que pretendían ponerle una cierta moderación a los espíritus. Miranda no pasaba inadvertido jamás. Poco después de llegar a cualquier país figuraba ya entre los que allí disputaban una áspera partida en torno al poder. Ese olfato por la aventura lo mezclo o comprometió en las dos revoluciones de fines del siglo XVIII, la francesa y la norteamericana. En la primera mostró uno de los rasgos de su personalidad, ese espíritu de hombre moderado que lo arrojaba a la orilla, como leño ya inútil, en cuanto las revoluciones tomaban un rumbo radical. La revolución francesa le atrajo desde el primer momento y a ella se dio sin reservas porque como todo criollo de la época se sentía ciudadano de Francia. Pero a medida que aquel torrente se encrespaba, pasando a salpicar de audacia a toda Europa, Miranda hacia causa común con quienes en aquella revolución ocupaban la poltrona de los moderados. Frente a la chusma jacobina que se adueña de las calles, forma ejércitos y desafía al mundo sin rebozo, el criollo de Caracas opta por los caballeros más conservadores que quieren una revolución poco estridente. Debió sentir en esos días el frío de la guillotina bien cerca de su pescuezo pero no se inmutó. Porque otro rasgo de Miranda es su aplomo en medio de las tempestades. Acusado y amenazado en su resuello, pues la justicia no jugaba en aquellos días, Miranda conserva la calma que ayudada por la suerte vino a depararle otra situación en la cual sus amigos levantaban la sartén por el mango. Es posible que por ese giro moderado que terminó cobrando la revolución francesa, el nombre de Miranda figure en el Arco de Triunfo. No lo sé, es una hipótesis más audaz que exacta según sospecho. Pero sea lo que fuere, Francisco de Miranda es el único criollo latinoamericano que goza del privilegio de alternar en uno de los olimpos más escogidos del planeta con héroes y mártires de Europa. El Panteón de Miranda está a pocas cuadras del Sena y es una presea de su internacionalismo, de esa condición de ciudadano del mundo que él luciera a lo largo de su vida. El primer ciudadano del mundo que vio la luz en nuestras tierras americanas fue Francisco de Miranda.

El carácter moderado de este caraqueño trotamundos debió acrisolarlo en los Estados Unidos a cuya independencia contribuyo con su brazo armado. Fue a la América del Norte en el momento de Washington y Jefferson como soldado español en las tropas con que la monarquía de Madrid contribuyó a esa emancipación que debilitaba a Inglaterra. Recorriendo con sus tropas a Pennsylvania, Miranda hace observaciones de sociólogo. Estas tierras están mejor cultivadas que las de Inglaterra, sostiene en su correspondencia en la cual cuenta sus impresiones. Aquí hay más acequias de riego, más ruedas de molino, mejor tratamiento de las tierras. No se le ocultó que ya la región de Pennsylvania por la cual marchó como soldado era superior a la Madre Patria. Era un juicio agudo, pero en el alma fue deslizándosele por la intimidad de sus relaciones políticas con los próceres norteamericanos y por sus ligazones con la corte borbónica de España una cierta vena conservadora cuando no reaccionaria. A medida que envejecía lejos de su patria, Miranda iba perdiendo las virtudes de audacia y clarividencia que le pertenecieron casi toda su vida. Cuando vuelve a Venezuela, en las jornadas de 1811 y 1812, nada tenía que pudiera entusiasmar a los jóvenes patriotas que en ese instante manejaban las armas de la República. El enfrentamiento de Miranda con la juventud caraqueña que formaba milicias para recoger con ellas el guante del colonialismo hispánico iba a ser inevitable. Y en él sobrevino el primer drama de nuestra historia republicana. La figura del precursor entregado por los jóvenes patriotas y condenado por la venganza del poder colonial a largo cautiverio en el cual se apagaría su vida, es tal vez lo más novelesco que tengamos en toda nuestra historia. Parece mentira que la narrativa venezolana no haya acudido a Miranda, a su tragedia personal, a su larga agonía de prisionero para forjar con ella una de nuestras novelas más logradas. Casi dos siglos han transcurrido desde el drama de La Carraca y aún las letras venezolanas no han sido capaces de crear esa gran obra. Un cierto espíritu de inhibición, un temor a profanar los altares de la patria ha vedado a la inteligencia venezolana ese triunfo. Hemos despilfarrado así al más novelesco de todos nuestros prohombres y sacrificado el episodio dramático por excelencia entre todos los de nuestra historia. Pero la historia no puede clamar en el desierto por los siglos de los siglos. Alguien tenía que recoger el grito, que ya es alarido de la historia. Y en este caso ha sido un extranjero, Mario Szichman, argentino con pasantía venezolana de periodista e historiador quien hace de la vida de Miranda el tapiz novelesco que no pudo nacer aquí en cerca de doscientos años. Aquí está la novela de Miranda, lograda y redonda para compensarnos con una obra maestra la excesiva espera que condenó al prócer al silencio y a nosotros a la frustración.
La novela de Miranda es, sin duda, una “chef d'oeuvre". Toda la vida del Precursor refute hacia el recuerdo o se convierte en recuerdo cuando la delación o la entrega lo pone en manos del enemigo. Entonces cada pequeño episodio, brilla con la luz intensa. Es que Miranda ha sido entregado por su propia patria. El recuerdo lo lleva hasta las estepas de Moscú. Allí este criollo incansable interesó a Catalina La Grande en la independencia de la América Meridional. ¿Quién había marcado semejante distancia hasta una corte remota para que la obra de nuestra emancipación tuviera el interés y la ayuda de sus autoridades? En este momento, cuando Miranda va a caer en manos del enemigo de siempre, obra de sus compatriotas, el interés que suscito su exposición sobre las posibilidades de expandir el comercio entre Rusia y América auguraba una ayuda sólida. Miranda llevó a la bandera tricolor que diseñó en San Petersburgo, amarillo, azul y rojo, modificando así el pendón imperial de los zares. La nieve cayendo como sudario sobre aquella estepa. Ir hasta allá por la libertad de América nadie lo había hecho hasta entonces. ¿Quién se atrevió a cruzar los mares helados para entrar a la bahía de Finlandia y recorrer de esa manera las superficies acuáticas que llevan a la corte rusa? Sólo él, porque tenía la seguridad de investir la representación de todo un continente. No hubo ser culto en la tierra que durante cuarenta años no viera en Miranda la encarnación de la América Austral. Esa compenetración entre el héroe y la causa, llevo a identificarlos de tal suerte que el hombre sugiere la causa y viceversa. Para Jorge Washington, Miranda era el vocero de las aspiraciones del continente meridional. Como Miranda combatió por la independencia de los Estados Unidos, los patriotas norteamericanos lo consideraban uno de los suyos. Jamás distinguieron los líderes de la independencia gringa entre ellos y este criollo que llegó a los Estados Unidos a la cabeza de un cuerpo armado. Para los líderes yanquis, Miranda era uno de ellos. Lo mismo creían los jefes de la revolución francesa. Aunque entre éstos los matices ideológicos establecían ciertas diferencias. Dividida la revolución entre jacobinos y girondinos a Miranda lo ubicaron esas tendencias en el casillero que le correspondía. De todas maneras su colocación en el Arco de Triunfo lo ubica entre aquellos que merecen el reconocimiento integral de Francia. Todo eso lo hizo por la independencia de la América del Sur en lo cual no descansó un minuto. Ahora los suyos lo entregan al enemigo que no vacilará en sembrarlo en vida para que el tiempo acabe de comérselo. Pocas cosas resultan peores que una determinación tomada en la vehemencia de un momento cargado de pasión. Miranda iba a servir de chivo expiatorio y eso lo puso en manos de las autoridades coloniales. Los jóvenes patriotas creyeron castigarle su inacción, fruto de su conservatismo, esas vacilaciones que lo enfrentaron a quienes en el campo patriota eran más resueltos. Debilitaron el sentimiento de la independencia e hicieron irreversibles la derrota de la causa republicana. Tendrá que venir la emigración a Oriente, para que la independencia recuperase su fuerza inicial. Tendría Venezuela que sacrificar a uno de sus hijos más insignes, para que la venganza se sintiera satisfecha. La guerra a muerte que sacrificó tantas vidas y la inmolación de Francisco de Miranda fueron algunos de los precios que hubo de dar Venezuela por haber desconocido al Precursor de su independencia. Muchos años después habrían de entender los protagonistas de este episodio su execrable naturaleza.
Esta novela de Mario Szichman es algo así como un toque de atención para los escritores venezolanos. Tenemos en nuestro país un verdadero caudal de personajes novelescos. Cada prócer, cada tirano, cada caudillo es casi un caso clínico para la psiquiatría. Allí, en su historia, yace una novela. ¿Acaso hay ser más novelesco que Cipriano Castro quien amenazaba a Teodoro Roosevelt cuando ya Estados Unidos era la primera potencia mundial, con la cólera de sus retaliaciones? Aquel Cabito llamaba a Roosevelt el gánster bien armado cosa a la cual no se atrevía ningún Presidente latinoamericano del momento. La avaricia de Marcos Pérez Jiménez era tan marcada que casi añoraba los centavos de sus sueldos y por supuesto realizaba toda clase de negocios a la sombra del poder. En Castro y en Pérez Jiménez estarían la materia prima para novelas tan insignes como El Señor Presidente o Yo el Supremo. Para esa tarea, tan excitante como digna en cuanto a Bolívar y Miranda, han tenido que venir a Venezuela a llenarnos el vacío. El colombiano Indalecio Liévano Aguirre escribió la mejor biografía de Simón Bolívar y ahora Szichman nos entrega esta estupenda novela sobre Miranda. No deja de tener sobresalientes méritos de calidad esta novela. Todo ocurre en un solo lugar, La Guaira, donde Miranda es entregado a los españoles. Pero allí, en un recuerdo que va pasando como film, se evoca toda la vida del personaje. La rememoración de su vida, a la cual se entrega desde que mide la villanía de quienes lo han entregado nos lleva de San Petersburgo como lo dijimos arriba a los feraces valles de Pennsylvania donde Miranda se gradúa de militar. La venganza de Miranda contra quienes le han traicionado estriba en evocar todo lo que él hiciera en casi medio siglo por la causa de esta independencia de Venezuela que ahora lo condena a morir en una penitenciaria lejana. Las intrigas que es necesario tejer, los complots a los cuales hay que prestarse, las alianzas inverosímiles, todo ese tejido de maniobras florentinas que van llevando a la independencia comparecen ahora ante la memoria de Miranda en aquel puerto donde los suyos le han puesto en manos del enemigo de siempre. Más que los grillos de La Carraca a Miranda le va matando la amargura que deja el dolor. Nunca creyó el Precursor que terminaría sus días por un acto indigno de sus propios compatriotas. La introspección del Miranda amargado es conducida por el autor con tal maestría que quien lea la novela ve a Miranda y penetra en su alma a dialogar con él. Podría decir que esta novela va a entrar por derecho natural a la lista de los clásicos de la narrativa venezolana. El tema tan ligado a uno de los momentos más bochornosos de nuestra historia, el estilo buido, la técnica sutil que no permite eludir nada y la sinceridad del relato, ajena a prejuicios patrioteros, todo otorga relevancia a la obra.




[i] El trabajo apareció en América Cahiers du CRICCAL. Les idnépendances de l´Amérique latine: acteurs, représentations, écritures. Vol. 1. Nº 41. Paris: Presses de la Sorbonne Nouvelle. 2012. Pp. 215-223.
 

miércoles, 18 de enero de 2017

¿Es posible leer sin preaviso? George Orwell y su definición de “buenos” y “malos” libros


Mario Szichman

Robert Louis Stevenson
     
        Jorge Luis Borges solía decir que algunos libros clásicos eran “las formas más famosas del tedio”. Pertenecía a la vieja escuela. Solía leer por placer, aunque cada ser humano encuentra el placer de la lectura en distintos lugares. 
    Algunos de los libros mencionados por Borges no forman parte de la biblioteca de un intelectual. No hay nada cuestionable en ello. Después de todo Stendhal, antes de ponerse a escribir sus formidables novelas, buscaba inspiración en el Código Napoleón. Y Robert Louis Stevenson tuvo la audacia, realmente incomparable, de leer El vizconde de Bragelone, de Alejandro Dumas. 
        En un post anterior (Cómo residir en un libro. Robert Louis Stevenson y el arte de leer: https://marioszichman.blogspot.com/2016/11/como-residir-en-un-libro-robert-louis.html), dije que el narrador escocés confesó haber leído “en cinco o seis ocasiones” El Vizconde de Bragelonne,  la tercera parte de la saga de Los Tres Mosqueteros, que tiene 1.500 páginas. Los lectores más valerosos suelen eludir las primeras mil páginas, y solo se atreven a leer las últimas quinientas, que aluden al hombre de la máscara de hierro.
      Stevenson debió aceptar que era desconcertante su favoritismo por El Vizconde de Bragelonne. En primer lugar, reconoció las fallas de la novela: el vizconde es trivial, y la heroína comparte su debilidad. Pero, aún así… Stevenson dijo en una de sus cartas: “Una vez apartaba la novela de mis manos, me asomaba a la ventana, y observaba la nieve en el jardín, y la luz de la luna invernal ofreciendo brillo a las colinas blancas. Enseguida retornaba al campo soleado de la vida, donde podía olvidar mis tribulaciones y mi entorno.             Esa novela que estaba leyendo era un sitio tan habitado de personas como una ciudad, iluminado como un teatro, ocupado por rostros memorables, y colmado de conversaciones deliciosas… Ninguna parte del mundo parecía tan encantadora como esas páginas. Ni siquiera uno de mis amigos era tan real, tan querido, como d'Artagnan”.  
       Tal vez Stevenson, más que aludir al goce despertado por una novela en particular, exaltaba, exclusivamente, el simple placer de leer. Un goce tan omnímodo, que permitía ignorar la calidad de un texto. Stevenson era, realmente, un escritor muy generoso; podía hipnotizarse con la prosa de otros, creer en ella, derrochar elogios inmerecidos. ¿Y por qué no?,  después de todo, cada persona lee algo distinto en un texto. Se relaciona más con su personalidad y con sus recuerdos, que con la página impresa. Al fin y al cabo, Stendhal encontró erotismo, aventuras y toda clase de reflexiones en el Código Napoleón. Tal vez, hasta el reflejo de una mujer amada.

LOS LIBROS COMO ELECCIÓN DE OBJETO

         

       
         En noviembre de 1945, George Orwell, el autor de “1984”, publicó en el periódico Tribune, de Londres, su ensayo “Good Bad Books,” buenos libros malos, que es una especie de puesta al día de un ensayo previo de G. K. Chesterton donde el creador del Padre Brown  se concentraba en los “good bad book.”
       En realidad, cada generación de lectores cuenta con su cuota de buenos libros malos. A diferencia de los clásicos de la narrativa, que suelen eternizarse (Somerset Maugham calculaba ese eternidad en unos 300 años. No todos los días se escribe Don Quijote o Gargantúa y Pantagruel, o Pilgrim´s Progress), los buenos libros malos suelen pasar rápidamente al basurero de la historia. Aunque no siempre, y tampoco en todos los países.
        Pero primero, la definición de qué constituye realmente un libro malo. Hay muchos libros malos que han desaparecido de las bibliotecas y luego, se transfiguraron en buenos hasta convertirse, en fecha posterior, en parte de nuestra herencia cultural. 
       ¿Es La cabaña del tío Tom un buen libro malo? Al menos en Estados Unidos, es un clásico. ¿Merece ese calificativo? Según la opinión de Orwell, la novela de Harriet Beecher Stowe es “quizás el supremo ejemplo de un ´buen mal’ libro. Es un libro involuntariamente ridículo, repleto de absurdos, y de melodramáticos incidentes”… 
         Durante el siglo diecinueve, La cabaña del tío Tom fue la novela más vendida en Estados Unidos, y el segundo libro más vendido en esa época, solo superado por la Biblia. Se dice que ayudó a alimentar la causa de la abolición de la esclavitud. Existe una famosa, y apócrifa anécdota, según la cual, Abraham Lincoln, tras encontrarse con la novelista, al comienzo de la guerra civil, preguntó “¿Así que ésta es la pequeña dama que inició la gran guerra”?
           ¿Qué propulsó al público de habla inglesa a comprar ejemplares de la novela? Orwell tuvo un buen presentimiento. Sí, era cierto, la novela podía ser ridícula, absurda, llena de melodramáticos incidentes. Pero, al mismo tiempo, “Es profundamente emotiva, y esencialmente verdadera. Es muy difícil precisar cuál de esas cualidades supera a la otra”.  Posiblemente, la segunda.
          Inclusive el criterio de Orwell sobre los buenos malos libros, ha sido superado por la crítica moderna. Al analizar a escritores “francamente escapistas”,  el escritor británico tropieza con algunos narradores que cada día parecen más grandes, en tanto en su época eran, aunque admirados, observados con displicencia en el Parnaso de los creadores. Es el caso de Arthur Conan Doyle, Bram Stoker, o H. Rider Haggard. Los autores de Sherlock Holmes, Drácula, o Las minas del Rey Salomón, crecen en fama con cada día que pasa, además de proponer acertijos que afectan a diversas disciplinas intelectuales.
         Es posible que parte de su popularidad se deba al cine; aunque no siempre. Las aventuras de Sherlock Holmes, y eso incluye las parodias, no han tenido la fama, o la calidad de Drácula, especialmente la versión de 1931. Todos los monstruos sagrados de Hollywood se congregaron en la versión de 1931 dirigida por Tod Browning, con Bela Lugosi como el conde Drácula, Karl Freund a cargo de la cinematografía, y Bram Stoker, Hamilton Deane y John L. Balderston en las diferentes partes del guión.  
           En el caso de Las minas del rey Salomón, aunque se han hecho varias versiones para la pantalla grande, solo la primera, de 1950, con Stewart Granger en el rol del aventurero Allan Quartermain, y Deborah Kerr, como su enamorada, es perdurable.  
           Orwell no pudo anticipar los caminos que recorrerían esas novelas de aventuras o de horror, cuando las calificó de “libros absurdos, libros que hacen al lector más propenso a reírse de ellos, que con ellos”. La revisión de los críticos alteró la perspectiva. 
          En el caso de Conan Doyle o de Rider Haggard, los críticos celebran ahora la calidad de la prosa. Ambos autores parecen escribir cada día mejor. Con respecto a Stoker, su creación del vampiro es en estos momentos coto de caza privado de los psicoanalistas o de autores de ciencia ficción. (También como pura novela, Drácula es excepcional).
           Es posible que ni siquiera los autores de esas obras tomaran muy en serio sus creaciones. Llegó un momento en que Conan Doyle asesinó literalmente a su protagonista, pues deseaba dedicarse a escribir novelas “serias”. Y las escribió, como es el caso de The White Company, o The Lost World, por cierto, un muy buen relato que transcurre en una Sudamérica aún poblada por dinosaurios. (Unos ubican la acción en Bolivia, otros, en el monte Roraima, una región fronteriza entre Venezuela, Guyana y Brasil).  Tras ese homicidio, y debido al clamor popular, Conan Doyle se vio obligado a resucitar a Sherlock Holmes.

          Hay una pregunta inquietante de Orwell: “¿Quién ha envejecido mejor, Arthur Conan Doyle o George Meredith?”. En su época, Meredith era un autor muy admirado por autores como Stevenson, Algernon Charles Swinburne, Leslie Stephen. Y Conan Doyle le rindió homenaje en un cuento, The Boscombe Valley Mystery. En determinado momento, durante la discusión de un caso, Sherlock Holmes le dice al doctor Watson: “Mejor hablemos ahora acerca de George Meredith, si le complace, y dejemos temas menores para mañana”. Y Oscar Wilde sugirió que sus novelistas favoritos eran Balzac y Meredith. “¿Quién puede definir a Meredith?” se preguntaba Wilde. “Su estilo es el caos iluminado por relámpagos”. 
         Hoy, muy pocos recuerdan a Meredith. 
         Otra propuesta de Orwell: los libros que suelen subsistir son aquellos que, aunque carecen de toda pretensión literaria, siguen siendo muy legibles o devorables.  Uno de ellos, que acabo de comprar exclusivamente por recomendación de Orwell, es We, the Accused, de Ernest Raymond, que ha resucitado en fama, y ha tenido varias ediciones tras la crítica del autor inglés. 
¿Cuáles son las razones de la segunda vida de We, the Accused?  Se trata, dice Orwell, de “la historia de un homicidio, peculiarmente sórdida y convincente”. Una de sus virtudes es que el autor “no desprecia a sus personajes por su patética vulgaridad”.  Al igual que Una tragedia americana de Theodore Dreiser, añade el crítico, la novela hasta prospera por la manera en que fue escrita. “Los detalles se suman a los detalles, sin selección alguna”. En el proceso, “se registra el efecto de una crueldad terrible, demoledora, construida con lentitud”.  
      Una de las conclusiones del texto de Orwell: las grandes novelas se escriben con el corazón, no con el cerebro. El gran narrador siempre parece más preocupado con la tragedia de sus personajes, que con la amabilidad de los críticos.  
    Dice Orwell: “Existe una indefinible cualidad,  una especie de vitamina literaria” en las grandes novelas, que falta en otras, escritas quizás con más calidad, pero desnutridas de emociones. Y Orwell rubrica su afirmación, con esta espléndida frase: “Hay poemas más bellos en las canciones de los teatros de variedades, que tres cuartas partes de los poemas que meten en las antologías”. 
       Y en ese sentido, señalaba el escritor, existe algo en La cabaña del Tío Tom, “que sobrevivirá a las obras completas de Virginia Woolf o de George Moore”.

domingo, 15 de enero de 2017

Los ricos son de verdad diferentes: “White Mischief” de James Fox


Mario Szichman



Los plebeyos suelen casarse con plebeyas porque abundan y, además, porque carecen de otras alternativas. Les alcanza, como a la mayoría de los mortales, las generales de la ley.
Pero los ricos son de verdad diferentes. Cuando además pertenecen a la nobleza, pueden casarse con cualquier persona, inclusive nobles, o seres de dudosos antecedentes, permitirse cualquier extravagancia, o toda clase de excesos, y eludir las generales de la ley.
White Mischief, The Murder of Lord Erroll, de James Fox (1982) muestra a un sector de la nobleza británica en todo su decadente, racista esplendor. No solo merodean en torno a un crimen  que parece salido de Agatha Christie, sino que además emergen de los desenlaces con impunidad.
Por supuesto, existen las secuelas. No todos son psicópatas. El cuerpo nos castiga por los delitos de la mente. Tras la protección del igual, viene la soledad que nos diferencia. A la euforia sucede la culpa; una condición esencial para que aflore la tragedia.
El escenario fue Kenia, en 1941. Mientras los británicos sufrían en carne propia la blitzkrieg, la guerra relámpago desde el aire contra sus principales ciudades ordenada por Adolf Hitler, los británicos refugiados en el Happy Valley, rodeado por las White Highlands, disfrutaban de abundante carne ajena.
En 1969, el periodista Fox, junto con el famoso intelectual británico Cyril Connolly, publicaron en el Sunday Times de Londres un ensayo sobre el asesinato de Lord Erroll, que nunca fue resuelto. Unos años después, tras el fallecimiento de Connolly, Fox decidió completar la tarea, transformando el ensayo en un libro. Se trata de una especie de Casablanca, pero con más decorados, y cuyos principales personajes llevan adherido al cuerpo una desenfrenada lascivia. Tal vez el clima ayudaba. En realidad, White Mischief  demuestra que el ser humano se guía más por la necesidad de acatar leyendas que por la absurda realidad.
En Happy Valley, la orden del día era ser decadente. ¿Y en qué sitio puede encontrarse más decadencia que en aquel donde predomina el disgusto, abunda el aburrimiento y sobra el dinero? (Lo único de rigor en Happy Valley era la promiscuidad). 
The instant gratification exigía reiteradas, flamantes formas de diversión.  La audacia, azuzada por el aburrimiento, tenía como primer paso la infidelidad conyugal, seguida luego por los delirios insertos en los estupefacientes.Y eso reclamaba proveedores.  Por lo tanto, el elenco estable de los nobles era rodeado por la baja escala social de ladrones, estafadores, prestamistas, y vendedores de drogas o subastadores de favores sexuales.
Una de las anfitrionas más populares de Happy Valley tenía como costumbre bañarse y vestirse delante de sus invitados. Un aviador engañado por su esposa, se montó una vez en su monoplano,  y comenzó a lanzar grandes piedras sobre la dama y su amante, mientras cruzaban las planicies en un lujoso vehículo descapotable.
Las veladas nocturnas en el Muthaiga Club solían concluir en trifulcas. En una de ellas, el príncipe de Gales arrojó todos los discos de gramófono a través de una de las ventanas de la sala de baile.  
La sociedad de expatriados ingleses donde se registró el crimen de Lord Erroll no solo permitía, también alentaba los excesos. Por un lado estaban los nobles, convencidos de que se hallaban por encima de la ley, y por el otro, la población nativa, dispuesta a servir a sus amos y mantener silencio sobre sus deslices. El hecho de que el crimen de Lord Erroll nunca fuera resuelto, aunque existían escasas dudas sobre el culpable, demuestra que en esa isla de la fantasía, la impunidad era más protegida que el imperio.

UN TRIÁNGULO AMOROSO

Todas las noches, los habitantes de Happy Valley se reunían en el Muthaiga Country Club, donde consumían grandes cantidades de “pink gin,” champagne, o drogas. Bailaban hasta el agotamiento, y abandonaban el local cerca del amanecer, casi nunca acompañados de la pareja con que habían ingresado. Una figura emblemática era Josslyn Hay, Lord Erroll, un infatigable mujeriego, divorciado en dos ocasiones. Su lema era: “Al diablo con los maridos”.  
Lord Erroll

Pero no todos los maridos compartían la divisa de Lord Erroll. Una mañana de enero de 1941, Lord Erroll fue hallado en su vehículo, con una bala alojada en su cerebro.
Al principio, menudearon las conjeturas. Inclusive se arguyeron motivos políticos. Durante un viaje a Inglaterra, en 1934,  Lord Erroll se enroló en la Unión Británica de Fascistas liderada por Oswald Mosley. Era un admirador de Hitler y de Mussolini, un antisemita, y anunció su intención de introducir el fascismo en África. Pese a sus antecedentes, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se enroló como capitán en el Regimiento de Kenia, y aceptó en 1940 el puesto de secretario militar para el África Oriental.
Tras analizarse varias hipótesis, y distintos escenarios, las autoridades llegaron finalmente a la inevitable conclusión: el perpetrador del asesinato de Lord Erroll era un cónyuge engañado. Las evidencias eran abrumadoras.

HASTA QUE EL ASESINATO NOS SEPARE

En 1939 falleció la esposa de Lord Erroll. En 1940, en el Muthaiga Country Club, el viudo conoció a Lady Diana Broughton, esposa de Sir Jock Delves Broughton, y de inmediato iniciaron una relación.  



Lady Diana tenía en ese momento 27 años. Su esposo, 57. Lord Erroll, 39 años. Aunque prácticamente todos los miembros de Happy Valley dormían con otros cónyuges, señala Fox, los affairs eran siempre ocasionales.  Una pasión verdadera era “off limits.”
No pareció ser ese el caso de Lord Erroll y de Lady Diana. Un día, la dama pidió a Sir Jock el divorcio. En el acuerdo prenupcial de la pareja se establecía que si Diana se enamoraba de un hombre más joven,  podría pedir el divorcio y recibir una pensión del marido durante los siete años siguientes.
Sir Jock aceptó el divorcio como un buen sportsman. En la noche del 23 de enero de 1941, el triángulo sentimental cenó en el Muthaiga Club. Como muestra de su buena voluntad, Sir Jock ofreció un brindis en homenaje a la nueva pareja. Lord Erroll creyó estar en la gloria. Sus finanzas no eran muy florecientes. En realidad, estaba cargado de deudas. Y de repente, asistía a un final feliz. Se quedaba con Lady Diana, la joya de la corona de Happy Valley. Además, el marido engañado iba a financiar los próximos siete años de felicidad conyugal.
La felicidad le duró a Lord Erroll apenas algunas horas. A la mañana siguiente, trabajadores de una granja lechera de Nairobi encontraron un Buick estrellado contra una cuneta en un camino secundario, y a Lord Errol en su interior. Tenía su cabeza apoyada contra el volante. Sangre coagulada manchaba una de sus orejas.
La policía respondió con lentitud a la llamada de los jornaleros alertando sobre la presencia de un cadáver en el interior de un vehículo. El asesino tuvo también mucha suerte. En la madrugada de ese día, cayó una copiosa lluvia que borró toda huella de pisadas, o de marcas de neumáticos. No había testigos del episodio. Tampoco se encontró el arma del asesino.
Pero encontrar al posible perpetrador no fue difícil. Aunque Sir Jock Broughton había brindado por la felicidad de su infiel esposa y de su despreciable seductor, muy pocos confiaron en su complaciente actitud. Camareros del Muthaiga Club, y amigos de los integrantes del triángulo amoroso, recordaron frecuentes violentas discusiones, entre Sir Jock y Lord Erroll.
Cuando algunos detectives visitaron al marido de Lady Diana, éste se hallaba en la tarea de quemar en el incinerador un par de zapatos. ¿Serían acaso los que había usado la noche del crimen?
Sir Jock fue arrestado poco después, y el proceso se inició el 26 de marzo de 1941.
El juicio se concentró en la identificación de un arma propiedad del sospechoso, que coincidiera en sus estrías con la bala alojada en el cerebro de Lord Erroll. Había cinco estrías en la bala que mató a Lord Erroll. La recámara de balas del Colt de Sir Jock tenía seis estrías. Por lo tanto, el Colt no había sido usado en el asesinato. Pero Sir Jock poseía además dos pistolas. La policía le exigió que las entregara. Lamentablemente, dijo Sir Jock, las dos pistolas habían sido robadas algunos días antes del crimen.
Según los abogados de la fiscalía, era obvio que Sir Jock había fraguado el robo de las pistolas. No les hicieron caso. Sir Jock parecía contar con la simpatía del público y del jurado. Inclusive el presidente del jurado era su barbero personal.
El primero de julio de 1941, Sir Jock fue absuelto de la acusación de asesinato, y se convirtió en un paria. Lady Diana lo abandonó, y se enamoró de otro hombre. Y los habitantes de Happy Valley,  se negaron a que fijara residencia en la colonia.
Sir Jock regresó a Inglaterra, abrumado por el vacío que dejó a su alrededor. Las puertas de la Gran Sociedad fueron clausuradas para él.  Poco después se suicidó con una sobredosis de morfina.
Pero el drama, que hasta ahora no ha concluido, tuvo numerosas facetas.
Una hipótesis es que Lady Diana conspiró con su amante lesbiana, June Carberry, para asesinar a Lord Erroll. Era el crimen perfecto. Según la teoría, Lady Diana no estaba enamorada de Lord Erroll. Lo usó como patsy, chivo expiatorio, para librarse de su marido, y poder vivir con June.
Otra conjetura es que Lord Erroll fue asesinado por un falsificador de cuadros, a quien le debía grandes sumas de dinero.
Pero la presunción más interesante y difícil de comprobar, es que otra mujer, Alice Janzé, había matado a Lord Erroll. 
Alice Janzé había sido amante de Lord Erroll, y la relación nunca concluyó, ni siquiera cuando se inició el romance entre Lord Erroll y Lady Diana.
La dama era de armas tomar. En su adolescencia,  durante un viaje a París, Alice le disparó varios balazos a un examante que la había engañado, y luego intentó suicidarse. Ambos sobrevivieron, y un tribunal francés la condenó a seis meses de cárcel. (La sentencia fue suspendida).
Poco antes del asesinato de Lord Erroll, Alice adoptó un amigo, Julian Lezard. Los hombres, para Alice, se dividían en dos categorías, los amantes, y los bufones. Lezard pertenecía a la segunda categoría. La obsesión de Lezard era casarse con damas que lo duplicaran en edad, y financiaran sus aventuras amorosas. Pero era también un hombre muy inteligente, un gran compañero de las mujeres que no eran sus amantes.
En varias ocasiones, Alice señaló que el romance entre Lord Erroll y Diana era de pura conveniencia. Nadie podría destruir el amor que Lord Erroll sentía por ella.
Al día siguiente del asesinato de Lord Erroll, Alice le pidió a Lezard que la condujera a la morgue donde estaba el cadáver de su amante. Lezard observó una extraña escena. Antes que Alice colocara la rama de un pequeño árbol en el cuerpo de Erroll, lo besó en los labios, retiró la mortaja, la untó con sus jugos vaginales y dijo: “Ahora, me perteneces para siempre”.
Lezard siempre sospechó que fue Alice de Janzé quien asesinó a Erroll. Tal vez lo que no logró consumar la mujer en su intento de asesinato contra su traicionero amante en el viaje a París, lo consiguió finalmente en el caso de Lord Erroll.