Mario
Szichman
Para Edmundo Bracho
(En octubre de 2004, viajé a Caracas para presentar mi novela Las dos muertes del general Simón Bolívar.
Hugo Chávez había llegado a la presidencia en 1999, y Venezuela daba muestras
de un sismo de grado ocho en la escala de Richter. La Caracas en que viví entre
1967 y 1980 –con un intervalo en Buenos Aires, entre 1971 y 1975– había
cambiado para peor. Decidí escribir una crónica sobre mi experiencia para la
revista Veintiuno, de la cual era
editor el poeta y ensayista Edmundo Bracho, un entrañable amigo. Por alguna
razón, no publiqué la crónica. Esta semana la encontré en un flash drive que hacía años no usaba. La
rescato ahora como simple snapshot,
un efímero momento de la Venezuela controlada por el chavismo. Pero al menos en
ese embrión de régimen autoritario ya aparecían señales ominosas de la
catástrofe política que se avecinaba. Como podrá deducir el lector, ese casual
incendio en el Parque Central que menciono, no fue casual. De eso se enteró el
público algunos años después).
La
odisea comenzó con un simulacro del derribamiento de la estatua de Saddam
Hussein en la plaza Fido de Bagdad, y concluyó con el incendio de un rascacielo
en el Parque Central que recordó ominosamente a una de las dos torres gemelas
del World Trade Center ardiendo tras
la embestida de uno de los pilotos suicidas de Osama bin Laden. Todo ello
aconteció en la ciudad mariana de Santiago de León de Caracas en el módico
lapso de cinco días, entre el 12 y el 17 de octubre del 2004, y lo pude
observar con lujo de detalles desde la ventanilla trasera de un taxi. En ese
corto período cargado de eventos, mi imaginación desbordaba de ideas. No veía
el momento de retornar a mi apartamento en New Jersey, revisar mis libretas de
apuntes y casi diez horas de grabación, y escribir un enjundioso tratado sobre
la situación actual que vive en Venezuela, brindando de paso algunos sabios
consejos a los venezolanos sobre cómo emerger de la difícil situación que
confrontan la oposición y el gobierno. No contaba con las estrictas medidas de
seguridad en los aeropuertos, ni con el fenómeno de la altitud. Al pasar por
las máquinas de control, las cintas de grabación sufrieron algún proceso de
magnetización, porque lo único que pude detectar fue un zumbido, como el que
emiten los mosquitos ubicados entre una lámpara de noche y nuestra endulzada
sangre. En cuanto a las libretas de apuntes, iban en un bolso junto con mis
implementos de baño y al parecer, a 10.000 metros de altura, el rociador con
espuma de afeitar comenzó a actuar por su cuenta, y los inteligentes apuntes
quedaron borroneados con una pasta moteada que hizo imposible su lectura. Volví
a sentir una vez más la inquietante sensación de que había viajado a Caracas
envuelto en una nube de ácido lisérgico. Mis impresiones son fugaces y
contradictorias. Tengo ahora una idea mucho más caótica de lo que está
ocurriendo en Venezuela de la que poseía antes de viajar. Y todas mis
convicciones se han derrumbado.
Vértigos (I)
Detesto
al periodista cuya búsqueda de noticias consiste en tomar un taxi del
aeropuerto al hotel, y luego otros taxis desde el hotel para visitar
periodistas amigos que hablan su mismo idioma, y con ayuda de dos o tres
anécdotas de esos amigos, más la recopilación de las entrevistas a los
taxistas, trata de entender un país y en ocasiones el mundo. (En el medio
irrumpe el recuerdo de The Year of Living
Dangerously, de Peter Weir, donde algunos corresponsales de prensa intentaban
dilucidar lo que ocurría en la Indonesia de Sukarno desde el bar de un hotel
–un microclima que sólo reproducía un mundo de neuróticas borracheras, visitas
a burdeles, y experiencias con la prostitución infantil).
Pero hacía cuatro años que no
visitaba Caracas, luego de dos décadas de ausencia. En los pocos días que
permanecí en ella tuve que acudir en numerosas ocasiones a esos demonios del
volante, sintiendo en toda ocasión zumbidos en los oídos y el ominoso vértigo
que se instala en la boca del estómago cada vez que un avión ingresa en una
zona de turbulencia y empieza a perder altura. Y en los instantes en que podía
escuchar los comentarios de esos conductores (y eso solía ocurrir luego que
frenaban al borde de una acera, y me acompañaban solícitamente a calmar mi náusea
recostado en el paragolpes de sus automóviles) iba adquiriendo lo que creía era
una visión muy profunda del acontecer venezolano. Todo eso gracias a los
sagaces taxistas chavistas y antichavistas. Y si a eso añadía mi grabador en
constante funcionamiento y mis libretas de apuntes registrando cada diálogo, la
posibilidad de un gran reportaje parecía un hecho cierto.
Vértigos (II)
Tras la catástrofe con mis libretas
de apuntes y con las cintas grabadas, puedo inferir que el presidente Hugo
Chávez es el mejor amigo de los pobres, y al mismo tiempo, el hombre que ha
acrecentado la pobreza. Le está enseñando al pueblo venezolano a pescar, a
través de sus Misiones, aunque lo que está haciendo en realidad es regalarle al
pueblo un pescado, garantizándole un futuro donde se morirá de hambre. Es un
demócrata sincero, o un tirano cuya dictadura está atemperada por la
incompetencia.
Sin embargo, chavistas y antichavistas coinciden al menos en un hecho:
Chávez es un libertario cuando se trata de su movimiento político. No está
interesado en crear un partido orgánico, ni de derecha ni de izquierda, pues
los partidos engendran dirigentes, y los dirigentes tienen en ocasiones la
tendencia a serrucharle el piso a sus líderes.
Algunos chavistas creen que sin estructuras orgánicas, el movimiento
puede colapsar como un castillo de naipes. Los antichavistas tienen esperanzas
de que la falta de estructuras orgánicas haga colapsar al movimiento chavista
como a un castillo de naipes.
Finalmente, los chavistas creen que
el futuro de Venezuela es luminoso, y los antichavistas, que el futuro de
Venezuela es color alquitrán si Chávez continúa creyéndose el dueño de la piñata.
Recordando con nostalgia (I)
Siempre soñé con ser periodista,
aunque aborrecía con entusiasmo las libretas de apuntes y grabadores. Y siempre
lo pagué caro. La primera vez que viajé a Caracas,
en 1967, fui recibido con gran jolgorio por el terremoto del Cuatricentenario.
(En esa época el mundo no se dividía entre chavistas y antichavistas, sino
entre simpatizantes del gobierno y partidarios de la lucha armada. Teodoro
Petkoff no era director del diario Tal
Cual, sino que figuraba en los encabezados de los diarios gracias a su
osada fuga del cuartel San Carlos, tras una serie de peripecias que sólo se
encuentran en las páginas de El conde de
Montecristo).
Algunos días después del sismo,
durante una reunión de escritores –creo, si mal no recuerdo, para el
otorgamiento del Premio Rómulo Gallegos a Mario Vargas Llosa por La Casa
Verde– entrevisté a un escritor relativamente desconocido, de quien me
había hablado con gran entusiasmo la escritora Marta Traba. Yo había leído
algunos de sus perfectos cuentos, y una novela corta, más perfecta aún, llamada
El coronel no tiene quien le escriba. Quienes no tenían la más remota
relación con su persona o con su obra, lo llamaban afectuosamente Gabo.
El señor Gabriel García Márquez me recibió en un modesto hotel de la
Avenida Francisco Solano exhibiendo una amable, distante sonrisa, y a una
espectacular jovencita caraqueña –todavía no he conocido la primera joven
caraqueña que carezca de espectacularidad. Yo, con la arrogancia de los 21 años,
y mis ínfulas de intelectual del puerto de Buenos Aires, me presenté para la
entrevista sin grabador y sin libreta de apuntes. García Márquez enarcó
levemente las cejas, y me preguntó cómo me proponía registrar sus palabras. Le
respondí que no se preocupara, pues poseía una memoria fotográfica. Y eso fue
rigurosamente cierto. Al otro día recordaba muy bien la cara de García Márquez
y de su bella acompañante, aunque ni una sola de sus palabras, pero ¿para qué
están los periódicos? Adquirí varios matutinos, donde convencionales
periodistas munidos de grabador y de libretas de apuntes habían registrado las
palabras del escritor. De esa forma pude hacer una entrevista exclusiva, para
una agencia noticiosa de cuyo nombre no quiero acordarme. Pero, como la memoria
es selectiva, recuerdo al menos de esa época remota que García Márquez me habló
con entusiasmo de su nueva novela, Cien años de soledad. Cuando le pregunté quien creía que
iba a ganar el siguiente premio Rómulo Gallegos sonrió y se apuntó al pecho con
un dedo, y cuando quise saber por qué no vivía más en Caracas, me dijo que si
bien la ciudad le encantaba, era demasiado turbulenta para su gusto. La
actividad subterránea de la corteza terrestre se correspondía con la
hiperactividad de los caraqueños.
Como muchos forasteros antes o después que él, una de sus recurrentes
pesadillas era ser atropellado por un vehículo y ser curado en un hospital del Seguro
Social.
Vértigos
(II)
Sin mis libretas de apuntes y sin
las cintas grabadas, mis recuerdos son confusos. Tengo sin embargo la fugaz
visión de que cuando estaba llegando a Caracas, el 12 de octubre de este año,
algunos miembros de la resistencia indígena le estaban propinando mandarriazos
a la estatua de Cristóbal Colón cerca de Plaza Venezuela.
Según me explicó el taxista, en esta
ocasión un chavista, había llegado el momento de activar la resistencia
indígena. Sin embargo, mientras observaba en la ventanilla trasera de su
vehículo a varios representantes de la resistencia indígena, algunos de ellos
catires de absolutos ojos azules, destruir la estatua del ex gran navegante
genovés, mi taxista se mostró condolido por ese acto de vandalismo. Al mismo
tiempo, me demostró que la globalización es un hecho irreversible, al
transportarme súbitamente, al otro extremo del mundo. En esta ocasión, me dijo,
eran los auténticos hijos de esa patria caribe quienes se habían encargado de
condenar a la efigie de Colón al suplicio de Túpac Amaru. ¡Qué diferencia con
lo ocurrido en Irak, donde tropas invasoras habían derribado la estatua de
Saddam Hussein! Sumando el insulto a la injuria, habían cubierto su cabeza con
una bandera norteamericana, el más popular símbolo de destrucción por el fuego
que ha engendrado el siglo XX, si dejamos de lado la quema de libros por parte
del Tercer Reich.
Tuve que darle a mi taxista la
razón. Después de todo, ¿quiénes eran los gringos para ponerse a criticar?
Estados Unidos debió invadir un país para tumbar a Saddam de su pedestal. En
Venezuela, eso se logró a través de personal autóctono.
Vértigos (IV)
Los mandarriazos propinados a la
estatua de Colón fueron muy comentados por mis amigos de la clase media, una
especie que, según me explicó un taxista antichavista –y por cierto, los hay–
se halla en vías de extinción. Asistí a los prolongados funerales de esa clase
en varios restaurantes de las urbanizaciones de La Castellana y Las Mercedes,
donde, según me expresaron comensales contritos, los dueños de los locales
libran una guerra de pandillas como la que derivó en la masacre de San Valentín
en el Chicago de los Roaring Twenties
para asegurarse los servicios de los mejores chefs, todos ellos europeos, todos
ellos con la nariz alzada mirando el horizonte. Se trata de autócratas que no
temen a nadie, excepto a sus venezolanos ayudantes de cocina, quienes con ese
espíritu democrático que anima al habitante de estas tierras han enviado al c…
a cualquiera que se haya animado a tratarlos con altanería o con la distante
superioridad de un cirujano reclamando el escalpelo a una enfermera.
Mientras abríamos el apetito
desparramando caviar de Beluga sobre rodajas de pan crocante, y devorábamos carne
tan tierna que se puede cortar con un tenedor, un privilegio que hasta escasea
en Buenos Aires, la capital mundial de la carne asada, y los manjares pasaban
por la mesa y recalaban en nuestros estómagos, regados con excelente vino, y
luego optábamos entre varias delicias de repostería y decidíamos elegir todas,
y al coñac o al cointreau seguía un
café expresso, observé en mis amigos
la nostalgia por un país que ya no existe. Añoraban las prolongadas vacaciones
en el Nuevo o el Viejo Mundo. Apenas si perduraban algunas escapadas de fin de
semana a Miami o a París. También estaban extinguidas la mayoría de las
necesidades básicas de la vida. ¡Cónchale vale! Más de uno había tenido que
cambiar de etiqueta en el whisky, y optado por el Johnny Walker etiqueta roja en lugar del Johnny Walker etiqueta negra. (En una de esas incursiones
culinarias, y mientras esperábamos en el bar a que nos habilitaran una mesa,
examinando, distraídos, bellas e interminables piernas de mujeres que tratan
infructuosamente de ocultar sus encantos cubriendo su garganta con collares
algo más anchos que sus faldas, uno de mis amigos estuvo a punto de agredir a
un mesero porque la despensa había quedado raleada. En lugar de whisky Royal Salute sólo podía ofrecerle Chivas Regal).
Nostalgias (II)
Llegué a Caracas por primera vez en
1967. Ahora parece una época antediluviana. Para el momento en que Vargas Llosa
recibió el premio Rómulo Gallegos, era considerado no solo más famoso y mejor
escritor que García Márquez sino, además, un peligroso comunista. Recuerdo que
en una de esas estridentes radios donde locutores de voz engolada anunciaban
con la misma solemnidad tanto una catástrofe como los precios irrisorios de la
cadena de tiendas Pepeganga, circuló
por esos días una insistente mancheta en que se proclamaba: “La Casa Verde se transformó en roja,
¡qué cosa tan horrorosa!” Recuerdo también otro bochornoso episodio de índole
personal. Cuando Vargas Llosa pronunció su discurso de aceptación del premio yo
me empeciné en carecer de libreta de apuntes y de grabadora. Basándome una vez
más en mi excelente memoria fotográfica reproduje para la misma agencia de cuyo
nombre no quiero acordarme algunas frases célebres de Vargas Llosa, ninguna de
las cuales el escritor había proferido en la ceremonia. Una de ellas asignaba a
los escritores la tarea de convertirse en “el tábano sobre un noble caballo”.
Vargas Llosa se dedicó con placer a demoler mi inteligente pieza de periodismo
imaginario durante una entrevista que le hizo la agencia France Press. Creo que se sintió particularmente irritado por la
alusión al tábano y al noble caballo. Al día siguiente adquirí otros matutinos
donde habían registrado las palabras auténticas de Vargas Llosa, y de esa forma
pude hacer otra nota exclusiva.
Vértigos
(V)
El 11 de septiembre del 2001, tras
concluir en la agencia noticiosa donde ahora me gano la vida mi graveyard shift (mi turno de la medianoche,
aunque la traducción literal es el turno del camposanto) emprendí el retorno al
hogar. Una de las cosas que me encantaba de ese turno era tomar el subterráneo
en dirección contraria a los miles de commuters
que a esa hora, las siete de la mañana, se dirigían hacia el trabajo. Todos
ellos enfilaban hacia sus oficinas, y sus cuerpos intentaban eludir todo
contacto con el de sus vecinos, en tanto yo me desplazaba en un vagón casi
vacío, dormitando, como algunos de mis escasos vecinos de travesía.
Nos desayunamos con mi esposa,
Laura, jugué un poco con mi flamante perra, Cali, y al rato de estar en la
cama, y cuando me estaba hundiendo en un vasto precipicio de sueño, Laura me
despertó, diciéndome que había ocurrido un curioso accidente. Una avioneta se
había estrellado contra una de las torres gemelas del World Trade Center. Media hora más tarde, otro avión se estrelló
contra la restante torre gemela. Eso ya no parecía un accidente, y por primera
vez me puse a pensar cuántos de estos commuters
que aguardaban en la estación del subterráneo para abordar el tren habían
tenido como destino triste, solitario y final, algunas de las torres
incendiadas.
El 17 de octubre del 2004, cuando me
dirigía hacia el aeropuerto internacional de Maiquetía para retornar a Estados
Unidos, observé por la ventanilla trasera de un taxi el incendio de una de las
torres del Parque Central. Lo siniestro se instaló en mi pecho y pasaron varias
horas –las del interminable vuelo desde Maiquetía hasta el aeropuerto John F.
Kennedy de Nueva York– antes que pudiera volver a conectarme con el mundo y recuperara
una serena respiración. No, el incendio en el Parque Central no había sido un
acto terrorista. No, no había víctimas. Un gran amigo, el periodista Edgar
Moreno Uribe, cuyo apartamento quedaba cerca del Parque Central, tuvo que
deambular un día completo con su perra doberman, mientras los bomberos
controlaban el incendio para impedir que se extendiera a edificios vecinos.
Todo no pasó de un enorme susto[i].
Pensé que hay cosas peores que
perder cintas de grabación y libretas de apuntes. Traté de compaginar diálogos
y emociones, imágenes de rostros, y fugaces visiones.
Por suerte, traje conmigo abundantes
periódicos y revistas, y he podido hacer una buena búsqueda de artículos sobre
la actualidad venezolana en páginas de la internet. Ahora me dispongo a hacer
una nota original, exclusiva, y de primera mano, sobre lo que me ocurrió
realmente en Caracas.
(New
Jersey, noviembre de 2004).
[i] Aunque el incendio en un edificio del
Parque Central no fue causado por el estrellamiento de un avión, se sigue
sospechando de sus causas, pues resultaron totalmente destruidos los archivos
de varios ministerios.
“El ministerio de Infraestructura fue
completamente dañado. Todavía no se conocen los perjuicios provocados en los
ministerios de Agricultura y Comercio Exterior. Las causas del incidente son desconocidas.
No está descartada la hipótesis de que el incendio haya sido intencional”. Voltairenet.org
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