Mario Szichman
Recorrer la poesía de Edmundo Bracho es como visitar las ruinas de una
antigua ciudad perdida. Cada escombro, cada inscripción, carece de entorno, de
contexto, y brilla en solitario, pétreo e
inexplicable. No obstante, si el lector tiene la paciencia de anudar los datos
y extraerles su secreta coherencia, el desmigajado paisaje comienza a tomar
sentido.
En Noche sobre noche[i],
su penúltimo libro (siempre escribimos
nuestro penúltimo libro), los epígrafes son poemas, y los poemas mantienen un
equilibrio inestable: están sobrecargados de sentido, medidos en su afecto.
El poeta ha descubierto, hace ya bastante tiempo, que sólo en lo efímero
encontramos lo trascendente. Prescinde de la elocuencia, desdeña el corolario.
Si la magia tradicional se basa en el asombro seguido de la decepción, Bracho
nos descubre otra magia, que consiste en dotar nuestro entorno con ojos de flamante
insistencia. Y si vivir es una pesada carga, para un buen poeta es una mezcla
de gabinete de las maravillas y caja de sorpresas. Cada uno de los poemas y
epígrafes de Noche sobre noche es una
experiencia insoslayable, única.
La intención del poeta parece ser siempre la de
“escapar... hacia espejismos alternos” (El otro reino), acompañado de
otras voces de las cuales va surgiendo el anagrama de las simpatías secretas.
Más bricolage que narrativa, sus libros Hospitalario (1997)
y Orilla Revuelta (2003) son como esas muñecas rusas que se
van insertando sucesivamente en sus estuches y se niegan a ser descifradas más
allá de sus propias redondeces. Un constante pudor oscurece el sentido. Ese
hombre que reposa en una sala de hospital, o al que se le ha muerto la hermana,
ese hombre que agoniza, que sabemos que solo estará muerto con su última expresión,
conjura palabras con algo más que la destreza de un encantador. Después de
todo, un mago fragua flores, las deja caer para que se conviertan en un
pañuelo, nos invita a una trabajosa búsqueda de espejismos, y en ese itinerario
descubrimos que no valía la pena aguzar los cinco sentidos.
Por unos instantes, nos hacemos la ilusión de que la magia es un hecho
concreto, y luego, viene el “letdown”, la ocurrencia de que es solamente
un truco, y el intento de abolir la sospecha. Pero las frases que va hilvanando
Bracho tienen la densidad del dolor, el peso específico del deseo. Alguien,
desde alguna parte, murmura, “Carne sin fábula tras la experiencia. /Carne ya
harta”. Otro parece responderle, “El dolor ha de ser seco. /De otro modo será
ruido, y pérdida la mirada. /Los ojos han de vivir bajos. / Bajos han de mirar
como perro fiel”. Un tercer doliente (¿o es el primero?) Enuncia, “Sin remedio
la noche me falta/ y me falla, / y donde amanezco a todos les falto de
corazón”. Cualquiera menciona “esa herida atroz/ que se vuelve traición bajo mi
aliento”.
Barajando
destinos posibles Bracho va enunciando una solapada narración, reconstruyendo
mundos alternos. Y después existe otra magia: la
del voice over. Entre los poemas Bracho intercala el coro de las
películas “noir” de las décadas del treinta y del cuarenta, creando sus
propios diálogos, incorporándolos a ídolos que sólo morirán cuando perezca el
cine.
Cada lector cuenta con predilecciones secretas. Este
lector hubiera querido escribir La vida agria, de Luciano
Bianciardi, o The Red Right Hand, de Joel Townsley Rogers o The
Nothing Man, de Jim Thompson. Ahora, envidia no haber tenido la imaginación
para insertar en sus textos esas inventadas voice over.
Repito
como un mantra:
“–Sí, detective
Spade, éstos son zapatos de tacón rojo. Pero de talla muy pequeña como para no
merecer inocencia”.
(Voz de Edward G. Robinson);
“– ¿Y acaso tú,
Sam, ya paseaste en barca a Beatriz sobre tal invento?”
(Voces de Ricardo Cortez y Joan
Crawford);
“–La muerte es una flor que florece una vez
sola.
–Quizá sea así, señor Celan, pero siempre la
he visto florecer entre colillas de cigarrillos y en tarros de latón barato
dispuestos con la mejor flojera en el jardín”.
(Voces de Isabel Corey y René Dary);
“–Ahí va
enrumbado a la escena de muerte. Como todo investigador: soñando ser una
inmaculada construcción de sí mismo. Y sin pista de nada”.
(Voz de Orson Welles).
Pienso en Lauren Bacall y en Humphrey Bogart; en Gloria Grahame, y en
Robert Mitchum, y en Edward G. Robinson, y en esa pléyade de gun molls, de incómodos héroes, y
heroicos villanos, y los imagino sonrientes, seductores, envueltos en el humo
del tabaco, mostrando apenas sus perfiles, tanteando y aceptando el peligro en
un suntuoso banquete. Y los veo de repente alzar sus copas de champán, descubro
que están en el paraíso (¿en qué otro sitio podrían estar?), sonriendo,
sonriendo a Edmundo, su fiel, talentoso y discreto amanuense, que tantas palabras
ha inventado para sus bocas, y estoy convencido de que lo bendicen al unísono,
por conferirles frases tan bellas.
Corolario:
En uno de sus escritos, “Noir (fotomatones)” Bracho cierra
su colección de poemas enunciando: “En caso de que sus amigos disfruten de esta
película, por favor, no revelen el final”. Dejamos ese final abierto como
tarea del lector.
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