Mario Szichman
Una gran revolución está afectando a la industria editorial, una de las
últimas rémoras de la sociedad precapitalista. En esta ocasión, algunas empresas han
comenzado a consultar a los lectores sobre sus preferencias, y eso tendrá
innegable influencia en la promoción de un libro, y en ocasiones, a prescindir
de títulos.
En algunos rubros, la industria editorial sigue funcionando como los
gremios de artesanos previos a la Revolución Francesa. Aunque el autor ha ido
perdiendo privilegios, todavía cuenta con prerrogativas que no armonizan con su
status. Pocos están dispuestos a aceptar que son proletarios u oficinistas del
libro, apenas un engranaje en la cadena de producción de textos, no su factor
principal.
En el peor de los casos, la industria editorial puede prescindir del autor.
Lo contrario, resulta impensable. Cuatro mil o cinco mil años de producciones
literarias permiten a la industria tener cuerda para rato. Pero ¿qué hace el
autor si no tiene acceso a la industria, o a intermediarios tales como el
agente literario, el editor, o al personaje más importante de todos: el lector?
Muchos velos se han tendido intentando erigir al autor en una especie de ungido
por los dioses. Eso es un invento relativamente reciente. No sucedía en otras
épocas. Puede observarse lo ocurrido en el siglo diecinueve, cuando surgieron
monstruos de la escritura como Dickens, Balzac, Alejandro Dumas, Tolstoi,
Dostoievsky, Mark Twain, Guy de Maupassant,
Flaubert, Eugenio Sue, Emile Gaboriau, Pérez Galdós, o Poe. Con raras
excepciones, el status de todos ellos recién empezó a ser reconocido tras sus
muertes, y en buena parte, gracias a la academia.
En realidad, el productor literario funciona como actor de reparto. En los
periódicos que divulgaban folletines, el escritor ocupaba el sitio del entertainer, jamás el del protagonista. Servía
de señuelo para que los lectores compraran hojas impresas y adquirieran las
mercancías divulgadas en las publicaciones.
Según Borges, el diario se basa en la dudosa premisa que cada veinticuatro
horas ocurren cosas interesantes en el mundo. (En la actualidad, el internet
nos quiere hacer creer que las cosas interesantes suceden a cada minuto).
En el siglo diecinueve había que rellenar muchas hojas, buena parte de las
cuales ofrecían productos. Una
posibilidad eran las grageas de información. Pero el folletín, con sus
truculentas historias donde se barajaban muertes, pasiones y guerras, constituía
un gran atractivo.
Hasta mediados del siglo veinte, especialmente en Estados Unidos, las
secuelas del folletín fueron excerpts
de memorias o narraciones. Fragmentos de lo que serían luego famosas novelas
aparecieron primero en The Saturday
Evening Post. Es muy difícil que la firma de un importante escritor
estadounidense haya sido soslayada por esa revista.
Con el transcurso de los años, los narradores han ido perdiendo esas
formidables muletas que son los diarios y las revistas. Cada vez hay menos
periodistas, o menos olfato periodístico, entre los escritores. Leí en fecha
reciente que un narrador venezolano había decidido abandonar la redacción de
sus crónicas. Al parecer, su intención es dedicarse tiempo completo a sus obras
de ficción. Yo le aconsejaría que revise su decisión. El periodismo, el
contacto con el periodismo, es una saludable manera de no residir en la torre
de marfil, o en el limbo, o rodeado de fantasmas que rápidamente pierden todo
contacto con la realidad. (Hemingway y Jim Thompson siguieron haciendo periodismo
casi hasta el final de sus vidas. Y con buenas razones).
Una de las secuelas de esa dedicación exclusiva a la escritura es la
decadencia en materia narrativa. Chejov decía que la medicina era su esposa
legítima y la narrativa su amante. Sabía que era imperiosa una cotidiana
inmersión en la realidad para renovar sus sensaciones, y persistir en la tarea
creadora.
Muchos productores de libros muestran temprano su agotamiento. (“Los
escritores norteamericanos”, decía Scott Fitzgerald, “no tenemos segundo
acto”). Algunos conservan su fama gracias
a fieles seguidores que nunca los leen. El problema es que la industria editorial
empieza a impacientarse con esos escritores, y busca maneras de acrecentar sus
ganancias. En ese sentido, un reciente desarrollo puede obligar a muchos literatos
a salir del marasmo. Nadie está a salvo de la nueva embestida. Inclusive en los
más famosos, el status de inamovible puede transmutarse en precario. Quien
desee vivir de la literatura –algo que todavía suena como mercantilista y por
debajo del aura del creador– requiere aggionarse
y aceptar que las cosas han cambiado. Un personaje esencial, muchas veces
desdeñado, puede pasar a primer plano: el lector.
¿Cuánto se lee?
¿Cómo se lee?
“Moneyball for Book Publishers: A Detailed Look at How We Read,” un
artículo publicado hace algunos días en The
New York Times, es muy ilustrativo.
Andrew Rhomberg, fundador de Jellybooks,
una empresa con sede en Londres que se dedica a analizar hábitos de lectura, declaró
al periódico que “no sabemos casi nada” de las rutinas usadas por los seres
humanos para enfrentar un libro.
Esto es, básicamente, lo que intentan conocer los ejecutivos de Jellybooks:
– ¿Cuantos lectores devoran un libro de una sola vez?
– ¿Cuántos de ellos abandonan una novela o un ensayo en el segundo
capítulo?
– ¿Quiénes son más proclives a concluir un libro, mujeres de más de
cincuenta años, o adolescentes?
– ¿Qué capítulos disfrutan más los lectores, qué capítulos pasan de largo,
qué frases subrayan?
Según el matutino, la empresa fundada por Rhomberg “ofrece a las
editoriales la tentadora posibilidad de espiar a los lectores por encima de sus
hombros”.
El proceso alentado por Jellybooks
consiste en entregar de manera gratuita libros electrónicos a algunas docenas
de lectores, antes de su publicación. Cuando los lectores han concluido su tarea, hacen clic en un enlace insertado en el libro
electrónico, y bajan la información acumulada en el artefacto. Así pueden
enterarse de las horas dedicadas al libro, su velocidad de lectura, y a qué
página han llegado.
Hasta ahora, Jellybooks ha
examinado las respuestas de lectores a casi 200 libros publicados por siete
editoriales, una de Estados Unidos, tres de Gran Bretaña, y tres de Alemania.
“La mayoría de los editores no desean ser identificados”, dijo el diario, “pues
temen alarmar a los autores”. Por lo general, cada libro es sometido al
escrutinio de grupos de entre 200 y 600 lectores.
Los efectos de esas pruebas han causado bastante preocupación. Como
promedio, dijo The New York Times,
menos de la mitad de los ejemplares analizados, fueron leídos hasta el final.
La mayoría de los lectores abandonaron el escrutinio en los primeros capítulos. Las mujeres
demostraron más paciencia que los hombres a la hora de lidiar con bodrios. La
mayoría, llegaron a las 50 páginas. Las más audaces, se rindieron finalmente en
la página 100. Los hombres prefirieron dedicarse a otras tareas luego de
escrutar 30 o 50 páginas. Apenas un cinco por ciento de los libros ofrecidos
por Jellybooks fueron leídos en su
totalidad por más de un 75 por ciento de los lectores.
Como resultado de esos experimentos, una editorial europea redujo
drásticamente su presupuesto de mercadeo para un manuscrito por el cual había
pagado mucho dinero. Los ejecutivos descubrieron que su codicia por el libro era
insensata. El 90 por ciento de los lectores que recibieron una copia anticipada
se hartaron del texto antes de llegar al quinto capítulo.
En cambio, una editorial alemana optó por aumentar la publicidad y el
mercadeo de una novela de misterio, tras verificar que casi un 70 por ciento de
los lectores había llegado hasta la palabra fin.
En otro caso, una novela escrita para un público adolescente, recibió un
excelente veredicto de lectores adultos. Eso obligó a cambiar totalmente las
operaciones de lanzamiento.
Es obvio que no hay dos lectores iguales. Quizás Jellybooks no se dirige al lector promedio. O la base de datos es
reducida. La historia de la literatura está plagada de novelas que al principio
no llamaron la atención, y luego se convirtieron en fenomenales bestsellers, como Catch–22 de Joseph Heller. Pero también la historia de la
literatura abunda en obras que fueron recibidas por un coro unánime de elogios,
y desaparecieron de la memoria popular con enorme rapidez.
Hay sin embargo algo que Jellybooks busca, y que sus competidores desean
encontrar: libros que sean devorados por los lectores, junto con autores
capaces de proveer el interés y el entusiasmo necesario para mover las prensas.
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