domingo, 6 de marzo de 2016

Callejones de Arbat de Antonio Álvarez Gil. Hombre Nuevo, víctimas viejas



Mario Szichman




El verdadero peligro que acecha al escritor
No es tanto la posibilidad (con frecuencia real)
De ser perseguido por el Estado,
Como la posibilidad de resultar hipnotizado por su imagen,
Ya sea esta monstruosa o retocada
Para mejorarla, aunque sea siempre de manera temporal.
Joseph Brodsky
(Citado en la novela Callejones de Arbat)

Primero una historia personal: nací en una familia de inmigrantes  judíos provenientes algunos de Rusia, otros de Polonia, que recalaron en Buenos Aires a comienzos de la década del treinta del siglo pasado. Traían consigo historias tan difíciles de sobrellevar, que se negaban a hablar de ellas. Tal vez comencé a escribir, me hice periodista, intentado descifrar el secreto que se ocultaba en mis prófugos familiares del Viejo Mundo. Bueno, todavía hoy no he descifrado el secreto, aunque algunos atisbos de la inmensa crueldad, la persistente pobreza padecida por los judíos del shtetl, la pequeña aldea, me fueron comunicados por mi padre, Israel Ber. En cierta ocasión, cuando tenía ocho o nueve años, mi padre fue a nadar a un río, y estuvo a punto de ahogarse. El único comentario de su progenitor fue: “¡Qué suerte que no te ahogaste! Como sabrás, no tengo dinero suficiente para pagar por tu funeral”. Y después, había un chiste que circulaba entre mis tíos –tuve la dicha de contar con tíos muy alegres, y siempre con una broma a flor de labios. Un tío me contó que un mujik, un campesino ruso, fue interrogado sobre qué régimen le parecía mejor, si el soviético o el zarista. El campesino respondió sin dudar un instante: “El zarista. Es cierto, el zar también nos daba latigazos con el knut, pero al menos nos dejaba llorar”.

Es grato, muy iluminador, descubrir a un escritor cubano como Antonio Álvarez Gil, que puede combinar sus experiencias de la vida en Moscú, con la destreza de recordar no solo la actualidad sino la historia que va desde los comienzos de la Unión Soviética hasta su reconfiguración en la Federación de Rusia, y sus ecos en Cuba. Álvarez Gil tiene dos virtudes, escribe muy bien, y como otros escritores de su generación, su intención no es denunciar regímenes ya bastante aberrantes de por sí, sino el impacto que han tenido en los habitantes, en su manera de pensar, de recordar, de amar.
El protagonista de Callejones de Arbat es Mario, un periodista cubano que trabaja en una organización del bloque soviético, “entidad ésta que agrupaba a la mayoría de los países que hasta la caída del llamado ´campo socialista` intentaban mantener el cada día más tambaleante sistema de economía centralizada en sus fronteras”.
Mario comienza su vida, en la novela, como un amable conformista. El sueldo es bueno, puede darse ciertos lujos que en Cuba parecen impensables, y a cambio de eso ofrece su lealtad al sistema que comenzó proclamando al Hombre Nuevo y fue paulatinamente controlado por dos hermanos cada vez más ancianos. Curiosamente, el narrador ofrece un contraste entre el bloque de Europa oriental comandado en esa época por la Unión Soviética, y dinosaurios políticos como los de Cuba, Vietnam y Mongolia. Es obvio que, con todas sus dificultades, encarnadas en el fenomenal egocentrismo, persecución a sus enemigos políticos, y ambición de recomponer la geografía de la Unión Soviética por parte de Vladimir Putin y sus antecesores, la Federación Rusa muy difícilmente retorne al estalinismo, o a variantes dictatoriales. (Aunque don Vladimir ha dejado pudrirse en la cárcel a varios de sus críticos, y a otro, como Alexander Litvinenko, un ex funcionario del aparato de seguridad ruso, lo mandó a envenenar con polonium-210, pero, qué se le va a hacer, viejas costumbres demoran en desaparecer).  
El narrador muestra la virtual sedición que se registró en naciones aliadas de los soviéticos, como Polonia, Hungría, Rumania a fines de la década del ochenta, y la contrasta con  la calma chicha que parece predominar en Cuba luego de muchos años de revolución.
Por supuesto, la procesión va por dentro. El régimen de La Habana ha construido uno de los más perfectos aparatos de control  social que registra la historia de América Latina, acompañado de un ejército de amables soplones que matan en la raíz cualquier conato de disidencia.  
Hay otro detalle también muy interesante: en tanto en las naciones occidentales el intelectual es, en el mejor de los casos un respetado entertainer, y en el peor de los casos un simpático y superficial conversador. La tradición de Europa oriental, que también ha infiltrado a la nomenklatura castrista, ha convertido al intelectual en el leproso más peligroso del mundo. A nadie se le ocurre que Winston Churchill, o Franklin D. Roosevelt, o Adolf Hitler, o Benito Mussolini, se preocuparan mucho por intelectuales enemigos. En realidad, el único de ellos fue Mussolini, quien ordenó meter en la cárcel a Antonio Gramsci. Y en su juicio, en 1928, el fiscal, un devoto fascista, le explicó al juez, repitiendo una frase de Il Duce: “Tenemos que impedir que este cerebro funcione durante veinte años”.
Pero José Vissarianovich Dzugashvilli, más conocido como Stalin, tenía una curiosa relación con los mejores intelectuales rusos, desde Máximo Gorky hasta Isaac Babel o Boris Pasternak. Los temía de manera casi enfermiza. Los consideraba una especie de taumaturgos, que podían transformar a una sociedad a través de la prosa o de la poesía. Por eso, envió a la mayoría al exilio, o a campos de concentración, u ordenó fusilarlos, como en el caso de Babel.  
Y ese es, en realidad, el trasfondo de Callejones de Arbat, el descubrimiento, por parte del protagonista, de un exiliado antifranquista en la Unión Soviética a quien apasionan la poesía y la narrativa de los grandes excluidos por el estalinismo. El exiliado pide ayuda al personaje central para escribir un libro sobre esos desventurados intelectuales. Tiene también una bella hija, Dolores, una actriz en ascenso, y la trama política se enreda con la intriga amorosa. Es un acierto de Álvarez Gil que Dolores pase a encarnar a Margarita en una versión teatral de la novela El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov, tal vez la sátira más feroz del estalinismo, al punto que no pudo ser publicada durante la vida del dictador. (Y, de nuevo ¿Cuánto sabía Stalin de buena literatura? Pues ese texto de Bulgakov no es nada sencillo, y hay que tener una buena formación literaria para detectar todas sus alusiones).
La combinación del manuscrito que Mario desea escribir en base a los apuntes tomados por el exilio español, y la pasión del periodista por Dolores, va armando las piezas de un rompecabezas repleto de ecos. Los aparatichki de la Seguridad Cubana que conviven con el protagonista, logran apropiarse de su manuscrito, y encuentran muchas cosas peligrosas, especialmente las denuncias sobre el trato sufrido por los intelectuales disidentes en el país propiedad de Stalin. Uno de ellos le dice a Mario, recitando viejas consignas: “En primer lugar, sobre todas esas supuestas represiones de Stalin, en el caso de que fueran ciertas, habría primero que analizar cuándo estuvieron justificadas y cuándo no. Nosotros no tenemos todos los elementos para juzgar a una personalidad histórica de ese calibre”. Otro le explica: “En todo caso, este tipo de libros les sirven de arma a los enemigos de nuestro sistema”. (En mi época, solían decir: “No debemos hacerle el juego al imperialismo”).   
Mario comienza a descubrir que vive en el reino de la psicopatía.  Burócratas ávidos de poder intentan hacer creer a sus subordinados que no los van a usar como escalones para trepar en los cargos, sino para servir a la madre patria. Nunca hay tantas madres patrias habitadas por seres perfectos, como en las democracias populistas y socialistas. Además, proliferan las palabras como sacrificio y honor.
No leo mucha narrativa contemporánea, en general le rehúyo como a la peste a la narrativa experimental, a los pececitos de colores, a todo aquello que pone la carreta antes que los caballos.  Pero hay ciertas novelas modernas que me deslumbran porque el narrador ha logrado algo que resulta muy difícil alcanzar.  En El sonido y la furia, William Faulkner usa una metáfora que siempre me ha causado una enorme envidia. El escritor nos dice que Quentin III, el hermano de la desdichada Candance, o Caddy, “amaba no el cuerpo de su hermana sino vagamente algún concepto de honor de la familia Compson” que “descansaba de manera temporal en la frágil y diminuta membrana de su doncellez semejante al equilibrio de una miniatura de la inmensidad del globo terráqueo sobre el hocico de una foca amaestrada”. La metáfora puede aplicarse también a ciertas faenas del escritor cuando debe lidiar con un material que se resiste a ser domesticado. Aquello que narra Álvarez Gil oscila entre el periodismo y la narrativa. ¿Cómo lograr que el periodismo no reine por sus fueros, cómo conseguir que la ficción no quede relegada a un segundo plano? Basta revisar obras maestras como La condición humana, de André Malraux, o A sangre fría, de Truman Capote, para verificar que se trata de una labor de eterno equilibrio inestable, pues existe la tentación de dejar hablar al periodismo, a los hechos, olvidando un poco a quienes tienen la tarea de encarnarlos.  
Callejones de Arbat preserva con maestría ese equilibrio inestable, pues son seres humanos quienes brindan el significado de lo que acontece, y exhiben cómo afecta sus vidas. El narrador tiene la inteligente cautela de no crear ni villanos ni héroes. Describe seres que han sido arrastrados por el torbellino de la historia a sobrellevar sus circunstancias. Lo maravilloso es que en medio de un estado opresor, que castiga la disidencia más que la infracción de las normas legales, todavía surjan seres capaces de hacer oír, de nuevo citamos a Faulkner, su inextinguible voz y denunciar calamidades, en ocasiones con titubeos, en  otras con temor.
Por supuesto, el sistema totalitario no niega la existencia de problemas. Pero, también está el antídoto, la ilusión de que las cosas cambien para que siempre queden igual. En Cuba se lo conoce como: “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas”.  
El inconveniente de la crítica es que nunca se detiene. Tras analizar las atrocidades del estalinismo, Mario no puede dejar de pensar lo que ocurre en su patria. Una de sus colegas le brinda “comentarios muy críticos sobre el eterno tema del transporte en La Habana, la mugre que crecía como los hongos por las calles, las fachadas ruinosas de los edificios y, en general, so­bre el aspecto de la ciudad y de sus gentes. Lo que más me llamó la atención en su rosario de quejas fue, sin embargo, oírla hablar sobre algo que ella de­finió como ´el estado cada vez más deficiente de la moral y la educación en la sociedad cubana actual´. Sobre este asunto sus preocupaciones eran se­rias. ¿Cómo era posible, se preguntaba, que con tantas escuelas construidas por la revolución y tanta gente estudiando, hubiera tan poca educación entre la población cubana?
“´¿No habíamos visto nosotros´, preguntó imparable, ´cuántos vagos merodeaban por las calles de La Habana, cuántos hombres permanecían sentados durante horas en los dinteles de las puertas y hasta en los portales de las casas, perdiendo el tiempo sin trabajar y bebiendo ron a pico de botella? ¿Cuándo se había visto eso en Cuba´?” 
Es de esperar que ese “Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas” acabe alguna vez con la vulgaridad, la mala educación y la falta de valores morales. Lo importante es adoctrinar con fórmulas las díscolas mentes de los cubanos.  
Callejones de Arbat muestra con agudeza, suave ironía, y personajes muy bien delineados, cómo ciertos procesos sociales pueden contaminar al ser humano, llenarlo de una adiposidad artificial donde la retórica reemplaza a la sinceridad, y las consignas a las sencillas verdades. Por supuesto, la otra cara de la moneda es convertir a unos pocos en múltiples parias ávidos de descifrar mentiras, hartos de escudriñar un pozo repleto de decepciones, o de lidiar con gobiernos omnímodos que ni siquiera permiten llorar. Callejones de Arbat es un gran fresco de la transición de la sociedad soviética hacia la sociedad nuevamente rusa, y demuestra que las cirugías solo terminan siendo precarios afeites.
Los seres humanos buscan alternativas, luchan con los escasos medios a su alcance para cambiar, aunque sea en mínima medida, su entorno, hacerlo más amable. Algunos, en esa tímida búsqueda terminan convirtiéndose en héroes, en esos verdaderos héroes que son los héroes cotidianos, dispuestos, en la medida de lo posible, a mostrar los ribetes de espantosa cotidianeidad.  
¿Es posible amansar a la mayoría? Claro que es posible. La historia está plagada de esos exitosos intentos. Un régimen totalitario tiene múltiples caminos para que sus súbditos acepten la resignación.
Uno de los protagonistas analiza las dificultades que enfrentan quienes se niegan a aceptar el status quo. Su interlocutor aguarda algunos segundos, y finalmente le pregunta:
“– ¿Y a qué conclusión has llegado?
“–A que a veces es mejor ni pensar. Se vive más tranquilo”.

Nunca he tenido excesiva predilección por el circo. Pero recuerdo que cuando era niño, mis padres me llevaban. Me fascinaban los leones, las ecuyeres bailando sobre la grupa de los caballos, los equilibristas caminando por la cuerda floja, o haciendo piruetas en hamacas. Pero cada vez que aparecían los payasos y bufones, me escondía bajo la butaca. Me resultaban seres aterradores, incapaces de hacer el bien. (Años más tarde descubrí que muchos psicópatas empiezan como bufones).  
El siglo veinte ha dado más bufones que todos los siglos anteriores. Quizás la mass media alienta su presencia en los escenarios mundiales. Vean los newsreels donde aparecen Mussolini, o Hitler, a todos esos enfáticos caudillos latinoamericanos pronunciando tonterías interminables frente a un micrófono, o ante las cámaras de televisión.  Son realmente seres temibles, que pueden hundir a un pueblo en la anomia, o en la desesperación. Inclusive cuando están vivos ya son comandantes eternos, y por supuesto, mucho más después de muertos. ¿Cuánto de necesidad política para consumar sus maldades existen en esos líderes, y cuanto de revancha personal, de hacer pagar a las nuevas generaciones lo que ellos padecieron con las viejas? Siempre se habla de la gran historia para justificar sus tropelías. Bueno, Stalin se cruzó de brazos mientras abundaban los datos que los Panzer alemanes se acercaban a las fronteras de la Unión Soviética para iniciar una invasión. Pero luego, lideró la guerra patriótica, aunque esa guerra diezmó a su población. (Cuando hablamos de diezmar somos literales. Un diez por ciento de la población rusa pereció en los ataques del hitlerismo). Si Stalin no hubiera acatado a su paranoia, sino a su patriotismo, no hubiera mandado a torturar y fusilar a sus mejores generales tras juzgarlos en kangaroo courts, y la madrecita Rusia hubiera estado mucho mejor preparada para enfrentar a los nazis. La mayoría de las historias analizan los resultados sin tomar en cuenta que existían alternativas mejores, y no era necesario ser un mago para vislumbrarlas.  
Tal vez el ser humano, en algún momento, llegue a otra conclusión. Por ejemplo, que, a veces, es mejor pensar. Aunque eso le impida vivir muy tranquilo.


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