miércoles, 9 de marzo de 2016

El simple arte de matar: Para William Roughead, no había nada como un buen homicidio


Mario Szichman





En su libro Del asesinato como una de las bellas artes, Thomas de Quincey decía que “Si uno comienza por cometer un asesinato, a poco de andar no le prestará la menor atención a robar, y del robo pasará a la ingestión de bebidas espirituosas, y dejará de respetar El día del Señor, y súbitamente perderá el respeto por la buena educación”. Y finalmente, el mayor crimen de todos: tras iniciarse en el homicidio, el transgresor de la ley terminará dejando “todas las cosas para el día siguiente”.  Esa inversión – del máximo delito, la privación de la vida humana, a la procrastination, la postergación de una tarea– es el método de sátira empleado por de Quincey. Por cierto, su vitriólico ensayo es uno de los más famosos de la lengua inglesa.
Del mismo modo en que Daniel Defoe creó dos géneros con su Robinson Crusoe: la novela de aventuras, y la de piratas, William Roughead. cristalizó muchos de los temas del policial británico, especialmente en los casos de Wilkie Collins o de Arthur Conan Doyle. Al  mismo tiempo, propulsó un subgénero que cobró nuevo impulso hacia mediados del siglo veinte en los relatos del británico Roald Dahl, y del estadounidense Stanley Ellin, y en parte de la filmografía de Alfred Hitchcock. Se trata de un devastador humor negro que se nutre del distanciamiento y de la incongruencia. El caso más famoso es La especialidad de la casa, de Ellin, donde la peculiaridad de un famoso restaurant es servir como plato principal –aunque en muy selectas instancias– los restos de algún predilecto comensal. Algo similar, por lo siniestro, por lo irónico y por lo incómodo, es Lamb to the Slaughter. En ese relato de Dahl vastamente antologizado, una esposa engañada mata a su marido, un policía, destruyendo su cabeza con una pata de cordero congelada, luego la pone en el horno y la sirve a los investigadores que intentan desentrañar el crimen. De esa inadvertida manera, los detectives devoran la evidencia principal.  

Entre finales del siglo diecinueve y las primeras décadas del siglo veinte, el escritor que más nutrió a los novelistas policiales ingleses con ideas para sus macabros relatos fue William Roughead. Su dogma era bastante simple. “Dicen que uno se harta hasta de las cosas buenas”, solía explicar. “Sin embargo, lo dudo. Es cierto que cosas tan buenas como un baño de sol, la cerveza y el tabaco pueden afectar la salud de sus devotos, si se las usa con exceso. Pero, en mi opinión, nunca podremos hartarnos de un buen asesinato”.  
Aunque las investigaciones de Roughead han sido recopiladas en libros far and in between, siempre vuelven a brotar en bellas ediciones. La última, del 2000, es Classic Crimes, fue publicada por New York Review Books, y tiene introducción de Luc Sante, un muy buen ensayista, y autor de un libro esencial para conocer los bajos fondos de Nueva York: Low Life, Lures and Snares of Old New York.
La antología muestra la cantidad de tiempo transcurrido entre los escritos de Roughead y nuestra época, que se distingue por una búsqueda enfermiza de la perfecta salud.
Inclusive personas que consumen marihuana y cocaína con propósitos medicinales, muestran desprecio hacia fumadores y bebedores de cerveza. Y en cuanto a los saludables baños de sol, han desaparecido. Al parecer, la única tarea del sol es causar cáncer. Pero en relación a la última sentencia de Roughead, el escritor estaba en lo cierto: nunca podremos hartarnos de un buen asesinato. Y Roughead ofreció muchos casos para demostrarlo, aunque con una curiosa vuelta de tuerca. Varios de ellos nunca fueron resueltos. En otros, el culpable no fue castigado. Pero aun así, sus relatos siguen fascinando a los lectores gracias a la perfección de su prosa, a su suave ironía, y a su inusual conocimiento de la mente del criminal.
Roughead estaba más interesado en los motivos que conducen a un asesinato, que en el propio agresor, más atraído por los personajes que convocaba un proceso judicial, que en la investigación de un crimen. Y esas facultades lo convirtieron, como señala Luc Sante,  en “El Henry James del crimen”.
Nacido en Escocia, en 1870, y fallecido en 1952, abogado de profesión, Roughead tuvo dos pasiones en su vida: asistir a procesos judiciales donde se decidía la vida de un acusado, y recolectar recortes periodísticos de casos criminales. Posteriormente fue el editor de varios volúmenes de la serie Notables British Trials, que es como la comedia humana del crimen.
A diferencia de muchos cultores del género, Roughead nunca creyó en el crimen perfecto. Por cierto, la mayoría de los asesinatos analizados en esta antología fueron cometidos de una manera chapucera. Sus perpetradores dejaron en el camino muchas pistas. Están los casos de Katharine Nairn, que envenenó a su marido; el del doctor Edward Pritchard, que envenenó a su esposa y a su suegra, y, el más famoso de ellos, el de William Burke y William Hare, que abastecían de especímenes a un médico, tras acortarles bruscamente la vida. El caso fue inmortalizado por Robert Louis Stevenson en su cuento The Body Snatchers.
El método usado por Roughead para explicar el aspecto de cada homicidio es bastante convencional: como Sherlock Holmes, revisaba de manera minuciosa revistas y periódicos, e insertaba sus propios comentarios.
Tal vez el gran público nunca estuvo enterado de los trabajos de Roughhead, aunque todo aficionado a la novela policial puede percibir sus ecos en grandes creadores como la incomparable Dorothy Sayers, quien dijo en cierta ocasión: "Es el mejor empresario de espectáculos macabros que se ha ubicado frente a la puerta de la cámara de horrores”.
Quizás muchas librerías ignoran su nombre, pero ocupa un sitio muy especial en otras. Por ejemplo, en la Casa Blanca, en Washington, en una sección especial de la biblioteca que adorna el estudio del jefe de estado, figura el llamado The President´s Shelf, el estante presidencial. Y ahí hay varios libros que contienen la firma de Roughead.
Tal vez la atracción principal de los ensayos de Roughead –aparte de la indudable atracción que siempre despierta el crimen– es su estilo. Sante dice que el género de lo que se conoce en inglés como true crime, o crimen de verdad, nunca había tenido mucho prestigio. Esto es, hasta la llegada de Roughead a la escena del crimen.  
Los tabloides de la actualidad se especializan en el crimen de verdad, como lo hacían en el siglo XIX los penny–dreadful.  (Se trataba de folletines semanales que se vendían a un penique –de los viejos– el ejemplar, y solían lidiar con prolongadas sagas protagonizadas por delincuentes amados por sus lectores). Pero, pregunta Sante: ¿Dónde está el Homero del crimen de verdad, el Cervantes, el Dostoievski?
A tal punto Roughead legitimó el género, dice Sante, que al menos, “se lo puede calificar de El Henry James del crimen”.  
Nadie ha seguido en las huellas trazadas por Roughead, pues para eso se necesita su enorme erudición, y un placer en desenterrar –sin importar si están vivos o están muertos– personajes increíbles, con motivos tan retorcidos que hasta el rey Ricardo Tercero, el más famoso de los villanos ingleses, parece un ingenuo estudiante de leyes, y la corte de los Borgia, una academia de corte y confección. Por cierto, el papel que desempeñó el veneno en varios de los crímenes reseñados por Roughead muestra que, cuando más envejece una sociedad, más métodos plausibles inventan sus miembros para librarse de los obstáculos que entorpecen su felicidad.  Pero Roughead tenía otra cualidad: desdeñaba el crimen perfecto, el impecable setting, las cuasi matemáticas fórmulas para matar a un ser humano. Él estaba convencido de lo contrario. Hasta el más minucioso de los villanos cometía increíbles torpezas. En ocasiones, y eso abre el camino a la ironía, el éxito de un homicidio no consistía en su esmero, sino en su chapucería. No solo la ineptitud facilitaba el asesinato; permitía además al criminal defender su inocencia.
Dicen que Roughead utilizó en sus escritos prácticamente todas las palabras del idioma inglés. Una de sus grandes virtudes fue recrear la teatralidad del proceso penal, obviando la parte más tediosa: las escenas en el tribunal. Sabía, como los buenos directores, en qué momento cortar la discusión entre el fiscal y el abogado defensor, e incursionar en otros territorios  del crimen.

Aparte de sus irrupciones en el crimen vicario, Roughead fue también un historiador, curiosamente fascinado por las desdichas del rey James VI de Escocia. Pero sus fanáticos, como aquellos de Arthur Conan Doyle, nunca se sintieron muy satisfechos por esos devaneos que lo alejaban de un buen asesinato. En cierta ocasión Henry James, desencantado tras leer un volumen de Roughead dedicado a la historia de Escocia, le escribió una carta implorándole retornar “a esos queridos, antiguos, humanos y afables crímenes, adulterios y falsificaciones que nos hacen sentir tan cómodos en casa”. Afortunadamente, Roughead acató la orden. Hoy nadie recuerda sus volúmenes de historia. Pero sus relatos de crímenes, aunque de manera esporádica, nunca salen de circulación.

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