domingo, 28 de febrero de 2016

Cartas marcadas (relato)

Mario Szichman




Cuando los habitantes del pueblo de Pinie Ostropoler empezaron a buscar el paradero de sus familiares, el cartero tomó la costumbre de llamar primero dos veces y al final tres, hasta que no quedó un solo habitante en condiciones de recibir la correspondencia.
En las mañanas de ese azaroso año de 1939, el cartero aparecía con su traje de un gris impecable, sonreía y traía las buenas nuevas. En la tarde, se presentaba vestido de luto riguroso y entregaba las instrucciones a alguno de los vecinos. Nunca faltaba un habitante del pueblo que pensara,  “Algo habrá hecho algún familiar del vecino para merecer las instrucciones”, y sus sospechas solían confirmarse. Las instrucciones ordenaban al vecino dirigirse al árbol centenario del pueblo y recoger el mensaje abandonado encima de la cuarta rama contando desde abajo. De esa manera se enteraba que el familiar había perdido el paradero luego de infiltrarse.
Las instrucciones eran siempre firmadas por Un Amigo. Habitualmente, el vecino liaba sus enseres domésticos, se dirigía al puerto, y zarpaba en un barco especialmente fletado rumbo a otras tierras, oprimido por la culpa, nunca por el temor, porque Polonia era un país dotado de leyes de un profundo contenido humanista, una tradición hermosa acompañaba a sus habitantes y qué paz les daba Dios.
Una de las pocas veces en que se alteró esa rutina fue con la madre de Schmulik, el portador de pruebas de imprenta. Hasta el momento de recibir las instrucciones y enterarse que su hijo había perdido el paradero luego de infiltrarse, la señora se había sentido muy orgullosa de su Schmulik. Su hijo tenía como paradero oficial una fábrica de almanaques situada en la región montañosa de N..., y la señora estaba convencida de que ese destino era inalterable pues había enseñado a su Schmulik la fábula del niño malo secuestrado por el mono en la región montañosa de R... tras sacar las manos de los bolsillos. Schmulik quedó tan asustado por la fábula, que nunca se atrevió a manipular sus botones o su salario. Además, en el paradero de N... se ganaba dinero a manos llenas.
Cuando la pobre señora recibió las instrucciones, le pidió a su amigo Pinie que la acompañara al árbol porque no sabía cómo trepar. Pinie recogió el mensaje y de esa manera la señora se enteró de que su hijo había perdido el paradero. “Si se hubiera preocupado por el paradero de su joyita”, decía el mensaje firmado por el mismo amigo, “a estas alturas sabría que está sacando las manos de los bolsillos. De ahí a la infiltración hay un solo paso”.
La señora se preguntó en qué había fallado. ¿Tal vez le había dado a su Schmulik una educación secular? Pero es que esa era la única forma de sacarlo del gueto. Otros muchachos de la generación de Schmulik habían decidido sacar las manos de los bolsillos en algún momento de su pubertad y ahora andaban todo el día con la nariz metida en algún rollo talmúdico, intentando descubrir su paradero en un inalcanzable pasado de esplendor, mientras sus mujeres se sacaban el pan de la boca para atender a la prole. Pero no su Schmulik.  Él había decidido quedarse con las manos en los bolsillos y su nariz le servía para buscar el paradero correcto, especialmente en invierno, cuando la usaba como timón de su trineo. Por otra parte, en la fábrica de almanaques hebreos donde trabajaba Schmulik había poco interés en el pasado. En ese año de 1939 muchos judíos sólo deseaban conocer un porvenir impreso en letras de molde, pues lo consideraban inalcanzable. Eso incentivaba la demanda de almanaques donde el futuro apareciese plagado de estaciones y de ceremonias encargadas de evocar primero a sus mártires y luego a sus héroes. Era grato enterarse que las matanzas de Chmelnitski siempre eran abrogadas por las victorias de Bar Kojba.
En ese contexto, se cotizaba muy bien la capacidad de Schmulik de conservar las manos en los bolsillos, pues sus largos brazos creaban grandes huecos utilizados por los tipógrafos para atiborrarlos de galeradas. Con un leve balanceo del rostro, Schmulik se acoplaba al paradero del viento y partía raudo rumbo a las imprentas, duplicando la velocidad de los otros portadores.
El dueño de la fábrica de almanaques recompensaba esa habilidad depositando en la gorra de Schmulik 200 zlotys por mes que le permitían pagar su pensión en casa de una familia encargada de meterle la cuchara en la boca, desabrocharlo y remendarle los bolsillos. Como Schmulik era muy frugal, lograba ahorrar 120 zlotys mensuales que le enviaba a su madre a través de Nusn el aguatero.
Schmulik había ganado ocho condecoraciones como mejor portador de pruebas de imprenta, y las medallas tintineaban orgullosas en su gorra. El dueño de la fábrica de almanaques había insinuado inclusive la posibilidad de habilitarlo como socio. Y, de buenas a primeras, se lamentó la madre ante Pinie, todo eso estaba a punto de ser arrojado por la borda porque al impertinente de su hijo se le había ocurrido sacar las manos de los bolsillos. Pero ese impertinente me va a escuchar, continuó la señora mientras Pinie miraba hacia todos lados con preocupación.
En vez de sentirse culpable por el mensaje en el árbol y liar sus bártulos, la madre de Schmulik decidió descubrir el paradero de su hijo para reprocharle su intempestiva decisión de arruinarse.
Pinie escuchó las cuitas de la señora y le recomendó tener paciencia. Tal vez Schmulik no necesitaba seguir usando un paradero. Pero la señora rehusaba conformarse. Argumentaba que todos necesitaban un paradero.
Pinie sugirió que el hijo podría haber sacado las manos de los bolsillos para agarrar una botella y, embrutecido por el alcohol, había amanecido casado con una cíngara. En una de esas, mientras la señora se preocupaba inútilmente, su hijo se aprestaba a darle la gran satisfacción de hacerla abuela.
La madre de Schmulik regañó a Pinie por su insensibilidad. Cómo se veía que no se había desvivido por educar a un hijo. Schmulik nunca hubiera hecho algo semejante. Para aplacarla, Pinie le aconsejó que tratara a su hijo como a un joven respetuoso de las tradiciones, pero ingrato y a punto de perder el paradero. La señora se sintió mucho mejor con ese consuelo y mandó una carta a la fábrica de almanaques donde trabajaba Schmulik, exigiendo conocer su paradero. Ella era de esas madres chapadas a la antigua, solo interesada en desvivirse por su hijo, según informaba en su carta.
Cuando la señora recibió un telegrama colacionado donde se indicaba que la empresa no podía brindar ese tipo de información, decidió modificar el método y empezó a propalar sus reclamos en los sobres. A veces dirigía sus quejas a “Esos que no les preocupa la angustia de una madre”, y otras a “El ingrato a punto de perder el paradero”, pero ninguna de sus cartas obtuvo respuesta.
La madre de Schmulik volvió a pedirle consejo a Pinie. ¿Qué le recomendaba hacer? Ella no pensaba descansar hasta localizar el paradero de su hijo. ¿No sería mejor ir a la policía y consultar en la sección de personas desaparecidas? Pinie le rogó a la señora no involucrar a las autoridades hasta saber a qué atenerse. ¿Acaso se había olvidado de lo ocurrido a Guitele? Ella también había buscado el paradero de un medio hermano acusado de infiltrarse. Recién cuando el medio hermano fue encontrado por las autoridades, Guitele recordó que antes de desaparecer había estado completo. Pinie le aconsejó a la señora esperar un poco. Lo mejor era hacer discretas indagaciones. Él se ocuparía del asunto.
La señora agradeció a Pinie las molestias que se estaba tomando y de inmediato envió un mensaje al dueño de la fábrica de almanaques, expresando preocupación por el paradero de Schmulik, un hijo respetuoso de las tradiciones, aunque ingrato y a punto de arruinarse la vida. En la postdata, la señora rogaba al cielo que no hubiese nada sospechoso en los paquetes transportados por su Schmulik.
El dueño de la fábrica de almanaques examinó con preocupación el mensaje de la señora. Dos  horas después, recibió una carta bastante ominosa que lo invitaba a dirigirse al árbol centenario del pueblo. Tras enterarse que había enlodado su apellido por culpa de un infiltrado, el empresario embaló sus pertenencias, entre ellas varias cajas con almanaques flamantes, abandonó su casa a altas horas de la noche, y zarpó rumbo a otras tierras en un barco especialmente fletado, el Baronesa Cracovia. El barco obtuvo negativa de asilo en Southampton y Reijkiavik y terminó varado en el Mar de los Sargazos. Algunos de los paquetes con almanaques fueron lanzados al mar cuando el capitán decidió aligerar la carga y terminaron recalando en las costas de Calais. Los criptógrafos del servicio de inteligencia francés analizaron los almanaques y determinaron que se trataba de textos cifrados de espías alemanes confirmando la invulnerabilidad de la Línea Maginot.
 A todo esto, la carta enviada por la pobre señora al dueño de la fábrica de almanaques fue encontrada por un guardia forestal que la desplegó, alisó sus dobleces, la examinó a la luz de una linterna, se acomodó la gorra, se rascó la cabeza, pensó: “Algo habrá hecho para merecer el mensaje”, y de inmediato hizo sonar su silbato a fin de dar aviso a las autoridades.
La policía recibió órdenes de rodear discretamente las imprentas para capturar a Schmulik. Estaban al tanto de las señas del infiltrado: andaba generalmente con las manos metidas en los bolsillos y portaba paquetes de naturaleza sospechosa.
Las pesquisas policiales tuvieron éxito. Un desconocido, con la gorra cubierta de medallas, cruzó en su trineo un puesto de control llevando dos paquetes sospechosos en los huecos que formaban sus largos brazos. Cuando le preguntaron que llevaba consigo, dijo: “Pruebas de galera, para allá”, y señaló la imprenta con la nariz porque sus manos estaban metidas en los bolsillos. Los policías intercambiaron entre sí miradas significativas y lo dejaron infiltrarse.
 No habían pasado ni diez minutos cuando llegó a la imprenta el comando antibombas e hizo detonar una carga explosiva en los paquetes sospechosos. Donde hasta ese momento se erigía la imprenta quedó un agujero que delineó el contorno de los cimientos. Y justo en el centro del agujero estaban los restos de un trineo, una gorra cuajada de medallas y dos sospechosos paquetes algo descalabrados, pero compaginables. Contenían pruebas de imprenta repletas de inscripciones foráneas.
 El jefe de policía temió una conjura y llamó a un experto en lenguas muertas que confirmó sus peores sospechas. Alguien, en 1939, en Polonia, se dedicaba a calentar la cabeza de los judíos dándoles ínfulas de futuro. ¡Y qué futuro! Los miembros de la raza elegida se proponían llegar en pocos meses al año 5700. El jefe de policía ordenó erigir barricadas en las principales vías de acceso a las imprentas para evitar la presencia de nuevos infiltrados.
Al otro día, la madre de Schmulik fue informada de la muerte de su hijo en un enfrentamiento con las fuerzas del orden. En las medallas de su gorra se habían hallado microfilms detallando un complot de varios fabricantes de almanaques hebreos destinado a sembrar la disensión.
Esa noche, los tres principales fabricantes de almanaques hebreos, temiendo haber sembrado la disensión, liaron sus bártulos, entre ellos algunas cajas con almanaques flamantes, abandonaron sus casas a altas horas de la noche, y zarparon en un barco especialmente fletado, el Condesa Petrovia, rumbo a otras tierras, abrumados por la culpa, nunca por el temor. Los pasajeros consiguieron negativa de asilo en Hamburgo y Oslo. Finalmente, el barco encalló en Amberes y los pasajeros fueron internados como prisioneros de guerra en un campo de concentración. Algunos de los paquetes fueron analizados por criptógrafos del servicio de inteligencia de Bélgica, quienes determinaron que se trataba de mensajes cifrados de espías alemanes recomendando respetar la neutralidad de ese país.
Entre tanto, en el pueblo de Pinie, la policía logró sofocar la disensión haciendo detonar los paquetes sospechosos que Schmulik había depositado en los umbrales de diferentes imprentas antes de enfrentarse con las fuerzas del orden. Cuando no quedó una sola imprenta intacta, los fabricantes de almanaques hebreos se reunieron en la parte del establo que les permitían usar de sinagoga e hicieron un análisis de coyuntura. ¿No estaría pasando el antisemitismo por la zona? indagaron. Pero un delegado del Congreso Judío les pidió que bajaran los humos porque a) no estaban en Alemania, donde la política oficial era meterle a cada judío la estrella amarilla; b) tampoco en Ucrania, donde la política oficial era sacar a los judíos a la calle con una cadena al pescuezo y hacerlos pelear con el oso, en tanto el jefe de la estación se negaba a venderles boletos para viajar en el techo del tren y c) ni por supuesto en Rusia, donde el Zar tenía como política oficial negar la participación de las Centurias Negras en los progroms mientras Rasputín le iba curando todos los hijos que la conspiración judeo-masónica había dejado hemofílicos. Al no ser el antisemitismo una política oficial, lo mejor era acudir a las autoridades locales, recomendó el delegado del Congreso Judío alzándose las solapas porque el calor irradiado por los cuerpos desnutridos no alcanzaba a compensar el frio proveniente del agujero donde antes había un techo.
 Pinie mencionó, entonces, ante el delegado la desgracia de la pobre señora. Uno de sus mensajes había caído en manos de las autoridades locales y ahí tenían los resultados. La ignorancia sobre el paradero de su hijo había causado la detonación de las imprentas.
 ¿No andaría el tesorito metido en algún lio? pregunto el delegado. Porque había imprentas e imprentas. No era lo mismo una imprenta ortodoxa que una imprenta de progressivers (progresistas). Ahí tenían a los judíos húngaros, por ejemplo. A ellos les habían comenzado a detonar las escuelas. Pero había escuelas y escuelas. No era lo mismo una escuela ortodoxa que una escuela de progressiver idn. Podían preguntarle al húngaro Lubcek, allí presente.
 El húngaro Lubcek explicó a los asistentes que la detonación de las escuelas ortodoxas hacia retornar a los hijos al hogar mientras que la detonación en las escuelas dc los progressiver hacía perder a los hijos dos veces. Cuando detonan una de nuestras escuelas, dijo Lubcek, nuestros hijos se quedan todo el día jugando en casa. No se cansan de jugar. Entonces, todos nos arrepentimos, vamos a la sinagoga, el rabino lee un capítulo del Talmud donde todo está previsto en función de los pecados cometidos y reconstruimos la escuela a marchas forzadas para que nuestros hijos no se vean privados de los beneficios dc la educación. El gobierno envía un comunicado dirigido a la noble y sufrida comunidad hebrea prometiendo el condigno castigo a los culpables y el padre Zósimo, capellán del capítulo local de las Centurias Negras, asiste a la reapertura del establecimiento. En cambio, cuando detonan las escuelas de los progressiver, todos los estudiantes pasan a la clandestinidad, el gobierno descubre un complot para entregar las gargantas de sus prohombres a la guillotina de Moscú y nunca falta algún subversivo que es asesinado por sus propios cómplices para poder echarle la culpa a la policía.
 Los asistentes a la reunión decidieron entonces elevar un petitorio ante las autoridades locales rogando fuera considerado su caso. Al fin y al cabo, ellos fabricaban almanaques ortodoxos, no progressiver.
 Los fabricantes de almanaques fueron recibidos por el alcalde con los brazos abiertos ya que la detonación de las imprentas le había impedido seguir percibiendo un impuesto del 20 por ciento a las actividades foráneas. El alcalde les ofreció té con limón, y todos celebraron cuando lo bebió a la usanza rusa, con un terrón de azúcar entre los dientes. Tras elogiar a la noble y sufrida colectividad hebrea y anunciar otro impuesto a las actividades suntuarias a ser recolectado por su hijo el primero y quince de cada mes, el alcalde ordenó al jefe de policía ofrecer protección a los fabricantes de almanaques. Pero, lamentablemente, el exceso de celo policial afectó las actividades comerciales y la mayoría de los fabricantes de almanaques, con los ojos arruinados por la profusión de faroles busca huellas que escudriñaban sus locales y con sus traseros lastimados por perros guardianes imperfectamente entrenados, zarparon en un barco especialmente fletado, el Duquesa Monrovia. Los viajeros consiguieron negativa de asilo en La Habana y Barranquilla, atravesaron el Estrecho de Magallanes y de allí el barco encauzó hacia el Mar de los Sargazos, donde quedó varado cerca del buque Baronesa Cracovia.
Entre tanto, los fabricantes de almanaques hebreos que no lograron abordar el Duquesa Monrovia a tiempo con el resto de sus colegas fueron convocados a la oficina del jefe de policía. En el escritorio del funcionario había una jarra de vidrio donde habían estampado una etiqueta de cartón que decía: Fondo de Responsabilidad Ciudadana. El jefe de policía informó que los había llamado para exhortarlos a continuar con su labor. Les recordó que su país había sido bendecido por leyes de un profundo contenido humanista, una bella tradición era defendida por sus pobladores, y Dios les garantizaba paz.  Nadie estaba obligado a coser una estrella amarilla en sus ropas, o a pelear en la calle con el oso, que por cierto, era un manso animal, y además los jefes de estación permitían a los judíos viajar en los techos de los trenes. Solo había que tener cuidado agachando la cabeza al entrar a toda velocidad en un túnel.
El funcionario les recordó que estaban viviendo en el año 1939, que esa era Polonia, no la tierra prometida, y se había enterado, con cierta alarma, que la noble y sufrida comunidad judía pensaba llegar en pocos meses más al año 5700. La población nativa pensaba que esa diferencia en años era un injusto privilegio. ¿Por qué no intentaban –era una sugerencia, no una orden– que el calendario hebreo se aproximara de manera gradual al calendario gregoriano? Si los fabricantes de almanaques lograban reducir la brecha, les estaría muy agradecido. Apelaba exclusivamente al sentido del deber siempre exhibido por los responsables ciudadanos allí presentes. Bueno, las personas responsables allí presentes. La cuestión de la ciudadanía vendría más tarde. Por cierto, cualquier contribución de doscientos, quinientos o mil zlotys al Fondo de Responsabilidad Ciudadana sería muy bien recibido.
Los fabricantes de almanaques, acatando la solicitud del jefe de policía, decidieron en ese mismo momento comenzar a producir calendarios que permitieran cerrar la brecha con los calendarios gregorianos. La victoria de Bar Kochba continuó siendo señalada, pero no la matanza de Chmielnicki. De esa manera, los fabricantes de almanaques borraron de un plumazo cuatrocientos años de infortunio.
Entusiasmados por la tarea, los fabricantes de almanaques comenzaron a competir entre sí  intentando evitar muchos años de calamidades.
Al poco tiempo, siglos de desdicha fueron obliterados para siempre. Un día, el vocero de los fabricantes de almanaques informó orgulloso al jefe de policía: “Ya pasamos de los 5700 años a los 4383, pero eso es solo el comienzo. En poco tiempo más, contaremos con menos historia que los suizos”.
Debido a la premura con que actuaban los fabricantes de almanaques, se cometieron algunos errores. En una oportunidad fue descartado el año 1492. De esa manera, se eliminó la expulsión de los judíos de España, y quedó América por descubrir.
En el ínterin, la pobre señora que había perdido el paradero de su hijo en el enfrentamiento con las fuerzas del orden recibió 120 zlotys de Nusn el aguatero acompañados del recorte de un periódico donde se mencionaba la extraña aparición de un hombre con las manos enfundadas en los bolsillos diez minutos antes de detonar imprentas hebreas en lugares tan remotos como Radom, Kielce y Piotrkow. La última deflagración, decía el corresponsal, había propulsado al desconocido hacia el buque Duquesa Monrovia, que tenía programadas escalas en La Habana y Barranquilla.
 La madre, loca de contenta, fue corriendo a mostrarle el recorte al jefe de policía quien, al descubrir la reaparición del sosías de un muerto tras un enfrentamiento con las fuerzas del orden, consultó en la sección de personas desaparecidas, sacó a un desaparecido de la lista, lo incluyó entre los muertos en un enfrentamiento con las fuerzas del orden, ubicó al hijo de la pobre señora en el sitio dejado vacante por el reaparecido y decidió capturar al infiltrado vivo o muerto.
En un primer momento, el jefe de policía pensó en seguir sofocando los focos de disensión con la ayuda del comando antibombas. Pero seguidamente, tironeado entre los cismáticos y el servicio de rentas internas, citó a los fabricantes de almanaques y les ordenó reportar de inmediato la presencia de cualquier infiltrado que tuviese como señas visibles las manos en los bolsillos. Además, a partir de ese momento los almanaques hebreos deberían registrar exclusivamente fechas patrióticas polacas, que llevaban un recargo del 10 por ciento a las actividades oriundas. Mientras se estableciera la nueva oficina recaudadora, el gravamen podía ser depositado en su cuenta personal. Aceptaba también dinero en efectivo.
Los fabricantes de almanaques hebreos aceptaron de buena gana las exigencias. No tenían problema alguno en denunciar la presencia de infiltrados ya que, según les habían informado, el último paradero conocido del sosías de Schmulik era en el Duquesa Monrovia, cerca del Mar de los Sargazos, y les entusiasmaba la idea de compartir sus almanaques con los polacos pues eso podría incrementar las ventas. Por otra parte, era grato tratar con funcionarios probos.
Sin embargo, al revisar los calendarlos nativos, encontraron una inesperada dificultad. Tal vez porque los almanaques eran elaborados en imprentas de mala calidad, tal vez por descuido de los historiadores, la mayoría de las fechas patrióticas polacas coincidían con la celebración de algún pogrom.
 Los fabricantes de almanaques hebreos estaban en un real dilema. Si colocaban las fechas patrióticas perderían a todos sus clientes judíos. Si las obviaban, se acabaría la protección de las autoridades locales. Perplejos e indecisos, optaron por pedir una cita a su protector. El jefe dc policía los recibió en su despacho y les dijo que estaba a sus órdenes. Los fabricantes de almanaques plantearon su dilema y el jefe de policía dijo que ese era un país libre. No había censura previa, apertura de la correspondencia, leyes excepcionales o suspensión de las garantías constitucionales, una tradición hermosa acompañaba a sus habitantes y qué paz les daba Dios. Si deseaban seguir fabricando almanaques sin mencionar las fechas en que se había derramado la preciosa sangre polaca, pues allá ellos.
De inmediato, cinco de los seis fabricantes de almanaques acopiaron sus pertenencias y zarparon en el Princesa Moscovia, intentando reunirse con sus antiguos colegas. Los viajeros fueron rechazados en Valparaíso y El Callao. Inclusive las autoridades bolivianas se ofrecieron a negarles asilo, pese a carecer de salida al mar. Finalmente, el barco tropezó con los paquebotes Baronesa Cracovia y Duquesa Monrovia en el Mar de los Sargazos. Los macilentos pasajeros del Baronesa Cracovia y del Duquesa Monrovia fueron transbordados al Princesa Moscovia.
Luego de encontrar negativa de asilo en puertos menores, el Princesa Moscovia encalló en Amberes, cerca del Condesa Petrovia. Mientras los pasajeros combinados de los cuatro barcos eran internados en un campo de prisioneros, estalló la Segunda Guerra Mundial y los nazis los liberaron confundiéndolos con croatas, la crema de la crema de los antisemitas. Los fabricantes de almanaques recogieron sus menguantes pertenencias y partieron en caravana hacia Francia en momentos en que el ejército alemán atravesaba sin problemas la inexpugnable Línea Maginot. Allí los sorprendió el devastador conflicto bélico y para sobrevivir debieron esconderse en cuevas y alimentarse de trufas y de fresas silvestres. Cuando llegó la Liberación, fueron puestos frente a un pelotón de fusilamiento, primero por afrontar las penurias como duques, en base a trufas y a fresas, y segundo porque los mensajes cifrados de sus almanaques habían preconizado la invulnerabilidad de la Línea Maginot permitiendo que los patriotas se durmieran sobre sus laureles.
En cuanto a la madre de Schmulik, siguió recibiendo durante los primeros años de la guerra 120 zlotys mensuales de Nusn el aguatero y 200 zlolys del último fabricante de almanaques que había quedado en el pueblo. Lo único que pedía en canje era garantías sobre la ausencia definitiva de Schmulik.
El fabricante decidió usar el infalible recurso del favor oficial para seguir en el negocio y plagó sus almanaques de fechas patrióticas previamente inexistentes y a buena distancia de los pogroms. Todos quedaron contentos, especialmente los polacos, porque en su vida habían imaginado la existencia de tantas victorias.
Sin embargo, ni con la mejor buena voluntad era posible obtener todos los meses una abundancia de fechas patrióticas. Algunos meses podía arreglarse incluyendo la aparición milagrosa de la Virgen. En materia de apariciones milagrosas, ni los españoles lograban superar a los polacos. En otros meses, el fabricante de almanaques agregaba leyendas como “No olviden que el mes entrante tendremos abundancia de fechas patrióticas”, o “Faltan apenas quince días. ¿Qué son en definitiva dos semanas cuando se avecina una importante fecha patriótica?” Pero había un mes recalcitrante. No existía una sola fecha patriótica capaz dc conjurar entusiasmos ni aparición milagrosa de la Virgen. Y para completar el infortunio, al mes siguiente había una victoria de los patriotas que les había dejado irredento cien mil kilómetros cuadrados de territorio.
 El fabricante de almanaques pensó, pensó, y al final encontró lo que suponía era una buena solución: En el mes recalcitrante incorporó la leyenda, “Afortunadamente, una vez pase la victoria del mes siguiente, tendremos algo que celebrar”. Pero él no pudo celebrarlo.
 En cambio, la madre de Schmulik pudo festejar el rencuentro con su hijo. Un día recibió una carta de Schmulik anunciando su retorno y contando su odisea, desde su escape de las detonaciones hasta su llegada a España. La primera deflagración, explicó a su madre, lo había lanzado lejos de la fábrica impidiéndole recoger su gorra repleta de medallas. Una vez desalojado del lugar, estuvo muy ocupado depositando pruebas de galera de almanaques hebreos en las puertas de otras imprentas, pero las detonaciones lo fueron propulsando cada vez más lejos, hasta que se quedó sin trabajo. En ese momento, advirtió que había perdido todo propósito caminar con las manos en los bolsillos. Intentó probar en otros campos de actividad pero se había corrido la voz de que su nariz atraía al comando antibombas como a un imán y optó por alejarse de todos los conocidos. Decidió embarcarse en el Duqucsa Monrovia. Mientras se despejaba el panorama, decía el hijo de la pobre señora, era mejor viajar,  ponerse en contacto con la naturaleza, pernoctar cada noche bajo un cielo distinto, y el Duquesa Monrovia reunía las condiciones ideales gracias a la falta de derecho de asilo otorgada a todos sus pasajeros.
El hijo narró brevemente su internación en un campo de prisioneros, su fuga a Francia con los fabricantes de almanaques, su decisión de seguir viaje a España. En Cádiz había trabajado cargando leña en un astillero hasta reunir dinero suficiente para pagar su pasaje de regreso. Calculaba que en pocos días más llegaría al pueblo. Tal vez, decía a su madre, podrían reunirse junto al árbol centenario.
Esta vez, la pobre señora decidió pedir consejo a Pinie antes de actuar. Pinie le sugirió que había hijos e hijos. No era lo mismo un hijo ortodoxo que un hijo progressiver. El problema con los hijos ortodoxos era que retornaban al hogar en tiempos difíciles. En cambio, los hijos progressiver se morían dos veces. ¿Por qué no considerar a su hijo un progressiver y perderlo por segunda vez?
A la mañana siguiente, la pobre señora fue llorando a la redacción del periódico Tribuna Libre y anunció que ya no necesitaba buscar el paradero de su hijo pues le habían informado de su muerte. Esa misma noche, la pobre señora puso en un baúl sus escasas pertenencias y partió a reencontrarse con su hijo.
Días después, el alcalde leyó en Tribuna Libre que el hijo de la pobre señora había sido asesinado por sus propios compañeros, ansiosos de poder echarle la culpa a la autoridad constituida. Sin perder un momento, el alcalde exigió la renuncia del jefe de policía, por haber atribuido esa muerte a un enfrentamiento con las fuerzas del orden. Además, decidió aumentar a tres las rondas cotidianas del cartero buscando compensar el declive de la recaudación impositiva con el decomiso de la propiedad ausentista.
  




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