Mario Szichman
Nicolae Ceaușescu y su esposa Elena
Los sistemas políticos, como los ejércitos, confrontan el mismo dilema al
lidiar con un conflicto extremo: ¿cómo evitar la desbandada? Tal vez la mejor descripción de ese dilema
está en La guerra y la paz, de León
Tolstoi.
El novelista ruso luchó en la guerra de Crimea, y sus experiencias dejaron
una fuerte marca en su personalidad. Nadie como él para describir the fog of war, la niebla o confusión de
una batalla. Los capítulos que Tolstoi dedica a describir a los jefes militares
son tan sabios como los que consagró Nicolás Maquiavelo a revelar los engranajes
de la política real. Para Tolstoi, un general tenía tanto control sobre un
combate como esos niños que juegan a la guerra usando soldaditos de plomo.
La victoria es decidida, en la mayoría de los casos, por el azar. Inclusive
el triunfo en una contienda no es garantía alguna de éxito. Stanley Karnow, en
un libro sobre la guerra de Vietnam, narró el diálogo entre un general
norteamericano y otro de Vietnam del Norte, luego de los acuerdos de paz firmados
en París en 1973. El general norteamericano le dijo a su colega: “Como usted
bien sabe, nunca fuimos derrotados en una batalla”. Y el general norvietnamita
le respondió: “Sí, es cierto. Pero eso ya carece de toda importancia”.
Tolstoi hace referencia en La guerra
y la paz a “Ese momento de vacilación moral que decide la suerte de un
combate”. La pregunta básica que formula todo militar de rango es ésta: “¿Acatará
esa desordenada multitud de soldados mis órdenes, o me desobedecerá y seguirá
huyendo?” En ese caso específico descripto por Tolstoi, “los soldados siguieron
huyendo, mientras hablaban y disparaban al aire. La vacilación moral que decide
la suerte de las batallas estaba culminando, de manera evidente, en un pánico”.
Por cierto, la debacle de Vietnam
del Sur tras la retirada de las tropas norteamericanas ha pasado a la
historia, entre otras razones, por la rapidez del desplome similar. Ni siquiera
los líderes de Vietnam del Norte creían posible una victoria en el corto plazo,
pero los dirigentes de Saigón les demostraron que eso era posible.
Ataques norvietnamitas que parecían solo maniobras de diversión causaron
pánico en Nguyen Van Thieu, el presidente de Vietnam del Sur, quien ordenó
retirar sus fuerzas de las estratégicas localidades de Pleiku y Kontum. Casi de
inmediato, la retirada se convirtió en desbandada, atribuida por los analistas a tres factores:
“La presión del ejército enemigo, el pánico de los civiles que huyeron
aterrados y la ineptitud del alto mando militar”.
Quizás el colapso político más espectacular de las últimas décadas fue el
de Nicolae Ceaușescu, secretario general del partido Comunista de Rumania entre
1965 y 1989, y jefe de estado entre 1967 y 1989. Las últimas semanas de su
mandato tienen una mezcla de tragedia griega y de circo romano. Y como suele
ocurrir en estos casos, la caída fue más dura porque Ceaușescu había llegado a
la cumbre de su carrera.
En noviembre de 1989, un congreso del partido Comunista de Rumania reeligió
a Ceaușescu, entonces de 71 años, para otro mandato de cinco años. En el curso
del congreso, Ceaușescu denunció las
revoluciones anticomunistas en Europa oriental. Y aunque habló para la
eternidad, le quedaba apenas un mes de vida.
Todo comenzó con un incidente menor. El gobierno de Bucarest quiso expulsar
de la ciudad de Timișoara al pastor László Tőkés, de origen húngaro, tras
acusarlo de intentar fomentar el odio entre grupos étnicos. Miembros de la congregación
húngara en Timișoara se reunieron frente al apartamento del clérigo a fin de
expresarle su apoyo.
Poco después, estudiantes rumanos se unieron a la demostración, que
rápidamente perdió todo parentesco con la causa original, y se transformó en una
demostración contra Ceaușescu.
La reacción del gobierno empeoró la situación. Fuerzas de seguridad, del
ejército y de la policía dispararon el 17 de diciembre contra los
manifestantes, matando e hiriendo a hombres, mujeres y niños.
Ceaușescu se sentía tan seguro de estar atornillado al cargo que al día
siguiente viajó a Teherán para una visita de estado. Los encargados de aplastar
la revuelta de Timișoara fueron su esposa, Elena, dirigente del partido
Comunista, y varios de sus subalternos.
El líder rumano retornó el 20 de diciembre. Lejos de ser aplacada, la
revuelta se había extendido. Por lo tanto, aludió en un discurso a los
disturbios en Timișoara usando las frases favoritas de esos caballeros cuando
les empiezan a zarandear el piso. La revuelta era resultado de “la intromisión
de fuerzas extranjeras en los asuntos internos de Rumania”. Se había consumado
“una agresión externa contra la soberanía rumana”. En ocasiones, en vez de “intromisión” se puede
hablar de “injerencia”, y las “fuerzas
extranjeras” pueden ser fácilmente canjeadas por “imperialismo”. Pero no existe substituto para la palabra
“soberanía”.
Si bien las demostraciones estudiantiles en Timișoara parecieron en
principio espontáneas, aunque eso es siempre muy difícil de verificar, en
cambio la demostración de apoyo a Ceaușescu
rigurosamente preparada y escenificada en Bucarest el 21 de diciembre,
fue anunciada por los medios de prensa oficial como “un movimiento espontáneo
en respaldo a Ceaușescu”, aunque lo espontáneo fue lo que ocurrió poco después.
Ceaușescu repitió las frases más conocidas de sus arengas anteriores,
elogió los logros de la “Revolución Socialista”, y todo lo que había progresado
la sociedad rumana gracias a su inteligente liderazgo, y denunció enseguida a
las fuerzas oscuras causantes de los disturbios en Timișoara. Se trataba, dijo,
de “agitadores fascistas que intentan destruir el socialismo”.
Y de repente, empezó a sobrevolar en la plaza de Bucarest, algo bastante
ominoso. “Ese momento de vacilación moral que decide la suerte de un
combate”, anticipado por Tolstoi. Cuando
Ceaușescu iba en el octavo minuto de su discurso, varios asistentes a la plaza
empezaron a burlarse de él. Enseguida, otros se sumaron al pandemonio lanzando
gritos de “¡Timișoara!” El líder evaluó
con presteza el ánimo de la multitud, y en el mejor estilo populista cambió la
oratoria, prometiendo una serie de beneficios sociales, entre ellos la
elevación del salario mínimo.
Si los lectores chequean YouTube,
se emocionarán y regocijarán al observar el rostro de Ceaușescu, y sus
numerosas expresiones faciales, cuando advirtió que sus días en la tierra
estaban rigurosamente contados. Poco después, el matrimonio Ceaușescu se
dirigió al edificio donde funcionaba el comité central del partido Comunista, y
permaneció escondido durante el siguiente día mientras la población de Bucarest
salía a la calle, en masivas demostraciones de protesta. Las fuerzas del orden
reprimieron de manera salvaje los motines, y arrestaron a centenares de
manifestantes.
Pronto la rebelión se diseminó a otras ciudades. Un episodio fortuito puso
fin a la alianza entre el ejército y el gobierno, la muerte del ministro de
Defensa Vasile Milea en circunstancias sospechosas. Ceaușescu asumió el
liderazgo del ejército, y precipitó su caída, pues los militares estaban
convencidos de que Milea había sido asesinado por órdenes del líder, y se
unieron a las protestas. (En realidad, Milea se suicidó).
Al perder control de la situación, Ceaușescu y su esposa Elena huyeron en
helicóptero de Bucarest junto con dos de sus asesores. Finalmente fueron
apresados cerca de la población de Târgoviște, y entregados al ejército.
El 25 de diciembre de 1989, los Ceaușescu fueron procesados ante una kangaroo court, un tribunal elegido a
dedo, sin autoridad alguna, por órdenes del gobierno provisional de Rumania. Se
los acusó de saqueo del erario público y de genocidio. Aunque Ceaușescu negó
toda autoridad al tribunal, y exigió que lo respetaran como presidente de
Rumania, la corte lo condenó a muerte junto con su esposa. Lo que siguió fue
realmente horripilante. Un escuadrón de fusilamiento puso a los dos contra un
paredón y comenzó a dispararles, mientras centenares de militares forcejeaban para
poder también alojar algún balazo a los cónyuges.
Cuando se divulgaron las imágenes de la ejecución, hubo indignación a nivel
internacional por el desprecio exhibido hacia dos seres humanos.
Todavía en el 2009, Ion Iliescu, entonces presidente provisional de
Rumania, seguía disculpándose por el vergonzoso episodio. Según Iliescu, el
proceso a los Ceaușescu había sido “vergonzoso, pero necesario”. Y Victor Stănculescu, quien había sido ministro de Defensa antes de
pasarse al bando revolucionario, alegó que la alternativa hubiera sido el
linchamiento de los Ceaușescu en las calles de Bucarest. (La pena de muerte fue
abolida en Rumania días después de esas ejecuciones).
Después de controlar el poder de manera casi omnímoda durante varias
décadas Nicolae y Elena Ceaușescu descubrieron en los momentos finales de su
vida la incómoda cualidad del pánico.
Estas catarsis colectivas suelen ser inevitables...
ResponderEliminar