Mario Szichman
Leí hace muchos años Los desnudos y
los muertos, de Norman Mailer, una
novela que transcurre durante la segunda guerra mundial, y que catapultó a la
fama al autor, cuando tenía apenas 25 años de edad.
Varios intelectuales norteamericanos fueron reclutados durante la contienda,
y produjeron luego obras excepcionales, como Joseph Heller, el autor de Catch–22, una fenomenal sátira pacifista
y Kurt Vonnegut, quien escribió Matadero
Cinco, narrando la destrucción de la ciudad alemana de Dresde –el bombardeo
que causó la mayor cantidad de víctimas civiles, tras Hiroshima– y Mother Night, una espeluznante narración de un doble héroe
y doble traidor en la Alemania de Hitler.
Pero a ninguno de ellos se le ocurrió a priori que la guerra podría ser
un buen tema para su primera novela. Excepto a Mailer.
Quizás
el detalle más interesante en la confección de Los desnudos y los muertos es que antes de ser llamado a filas,
Mailer decidió tomar cursos de literatura en la universidad de Harvard, pese a
que estudiaba ingeniería. Su propósito, según indicó luego, era aprovechar la
experiencia en combate para debutar como escritor.
Mailer fue enviado a Las Filipinas, donde presenció escasas acciones
bélicas, pues fue confinado a una oficina. Por lo tanto, pidió ser transferido
a un pelotón de reconocimiento “para poder redactar convincentes escenas de
guerra”, según informó su biógrafo Carl Rollyson.
La novela es memorable por algunas escenas muy feroces, por su sensualidad,
y especialmente por una triquiñuela. Su personaje principal Robert Hearn, tras
protagonizar dos terceras partes del texto, muere abruptamente en las vísperas.
En una carrera que se prolongó seis décadas, Mailer escribió numerosas
novelas, algunas muy buenas, como Un
sueño americano, y un excelente libro de non–fiction: La canción del verdugo. También dirigió películas, y produjo
páginas excepcionales en el terreno periodístico. Un libro al que acudo de
manera constante es Miami and the Siege
of Chicago, donde traza inolvidables retratos de políticos norteamericanos.
Nadie ha superado a Mailer en esta definición de Richard Nixon: “Es posible
que haya sido un buen hombre atrapado por un medio ambiente cuyos hábitos le
permitieron mantener una inocencia absoluta acerca de las tres cuartas partes
de la experiencia mundana. Gracias a eso, logró convertirse en un monstruo del
oportunismo en la parte restante que comprendía demasiado bien”.
A pesar de que Mailer escribió
algunas novelas larguísimas, suelen predominar los fragmentos, o sus brillantes
ideas, antes que el conjunto. Su última novela, The Castle in the Forest –uno de sus textos más cortos– no es
excepcional, aunque está muy bien narrada. Pero la idea es muy interesante. Un
discípulo del diablo trata de mostrar cómo Adolf Hitler creció para convertirse
en la encarnación del mal. En lugar de exhibirlo como líder del Tercer Reich,
Mailer relacionó la malevolencia del Fuehrer con su familia y con su infancia.
Es un relato alegórico con excelentes momentos. Tal vez el mejor es cuando
Alois, el padre de Hitler, un criador de abejas, explica a su hijo que “en la
colmena no hay buenos cristianos, o caridad alguna. Tampoco existen en las
colmenas abejas demasiado débiles para trabajar. Y eso ocurre porque se liberan
muy rápido de los inválidos. Las abejas solo obedecen una ley”: la ley del más
fuerte. El lector empieza a sentirse aprensivo cuando el padre de Hitler
explica que para proteger la buena colmena, “el resto de las abejas de la
colonia deben ser exterminadas con gas”.
Es el momento en que la aprensión se transforma en presagio.
Como esas ruinas que permiten recrear castillos y monumentos funerarios a
partir de escasos trozos, los textos de Mailer son muy útiles para quien
intenta desarrollar un proyecto narrativo con un comienzo, medio y final, sin irse
por las ramas. Mailer era proteico, y a veces se esparcía en demasiadas
direcciones. Recuerdo la más interminable de sus narraciones: Harlot´s Ghost, su “novela de la CIA” (1.328 páginas en la
versión en inglés, que incluían índice de nombres, glosario, bibliografía, y la
amenazante promesa de Continuará). En esa novela Mailer se dedicó a saquear el
mobiliario de la narrativa popular con el mismo placer demostrado por Balzac al
desvalijar temas y caracteres primero acechados por Walter Scott, Eugene Sue, o
por los artesanos que crearon el roman
feuilleton.
La mención a Balzac no es casual. Harlot’s
Ghost, que podría ser traducida literalmente como El fantasma de la
cortesana, copia en parte el título de la novela de Balzac Esplendores y miserias de las cortesanas traducida al inglés como A Harlot High and Low, así como buena cuota
de su temática.
En un artículo publicado en la revista New
York el 16 de agosto de 1976, Mailer recordaba que la novela de Balzac
“tenía que ver tanto con la policía secreta como con las prostitutas que poblaban
sus páginas. Y es que resultaba natural para Balzac”, agregaba, “asociar a las
rameras con los agentes políticos”, pues se trata de seres que siempre están
interpretando algún papel. La prostituta actúa “como si realmente lo amara a
uno. Y eso es algo más misterioso de lo que se piensa. Puede equipararse, en
cierta forma, a la labor clandestina”.
La prostituta y el agente secreto hacen algo más que actuar. Los papeles
que deben recrear representan los momentos más intensos de sus vidas, decía
Mailer, algo mucho más real que el resto de lo que hacen. Y en cierta forma,
¿no es acaso el novelista el tercer miembro del trío? ¿Qué puede reemplazar en
la vida real a un personaje de ficción liberado de lastres, reiteraciones,
momentos muertos, imprecisiones, y de toda incertidumbre, a fin de ejecutar
ciegamente la lógica de su destino?
Se hacía casi inevitable, entonces, que el apodo de Hugh Tremont Montague,
el elusivo funcionario de la CIA que habita las páginas de la novela, fuese
justamente Harlot.
Al narrar la historia de Harlot a través del agente de la CIA Harry
Hubbard, Mailer intentó describir dos fenómenos que en su talentosa histeria le
parecían intercambiables: la evolución de Estados Unidos desde el fin de la
Segunda Guerra Mundial hasta la era de Vietnam, y su metamorfosis como escritor entre Los desnudos y los muertos (1948) y Los ejércitos de la noche (1967).
En lugar de capturar la compleja diversidad de esos numerosos y enfrentados
países que la comodidad y la costumbre insiste en dar el nombre de Estados
Unidos, Mailer eligió la más ostentosa organización invisible: la Agencia
Central de Inteligencia, el monolítico paradigma de mucho de lo que persiste en
el gran sueño americano a pesar de sus fracasos.
Para Mailer, la CIA sería la punta del iceberg de aquello sumergido en la
conciencia estadounidense: un violento, a veces homicida individualismo animado
por el mito muy real de la frontera, la certeza omnipotente de que se puede
cambiar el curso de la historia a través de algunos asesinatos selectivos, la
concreta posibilidad de morir en las vísperas, y la urgencia de ofrecer
respuestas simples a problemas complejos. En ese recorrido, Mailer volvió a transitar
su desmesurada carrera literaria visitando los grandes sucesos históricos que
parecen haber sido engendrados simplemente para alimentar su prosa.
Si no fuese porque el propio Mailer lo divulgó en su ensayo Advertisements for Myself, uno se
sentiría tentado a pensar que el novelista encontró una manera original de
enfrentar varios años de aridez narrativa: rebañar su propia escritura y los
personajes que fue arreando en sus libros. En Harlot’s Ghost los personajes y situaciones que primero fueron
planteados en Los desnudos y los muertos
y posteriormente en Barbary Shore, The Deer Park, o El sueño americano, parecen
sufrir las alteraciones imperceptibles y las bruscas mutaciones que exhibe la
propagación del cáncer en un documental de divulgación científica.
El Hubbard de Harlot’s Ghost lo
presagiaba el teniente Robert Hearn de Los
desnudos y los muertos, heraldo del fin de la inocencia. El cabo suelto que
dejó Hearn al morir abruptamente, fue recogido luego por Mailer en la versión
serializada de Un sueño americano,
cuando su héroe, Rojack, asesinaba a su esposa casi al comienzo. (“Tomar esa
decisión en el primer capítulo de una novela por entregas dividida en ocho
partes”, dijo luego Mailer al comentar para la revista Esquire su acto de acrobacia literaria, “es como desnudarse en la
vidriera de Macy’s. ¿Qué más puede hacerse después?”) Y en el medio, atando su propio cordón
umbilical, está la omnipotencia de Mailer, que como Sam, el narrador de The Man Who Studied Yoga, es “el hombre
que intenta parirse a sí mismo”, y que en Los
ejércitos de la noche se transforma en personaje principal de una “historia
como novela y de una novela como historia”.
La primera entrega de Harlot’s Ghost
(Mailer nunca escribió la secuela) fue como el libro de oro de su condado. La
escribió durante la mayor parte de su sexta década de vida con una energía y un
vuelo intelectual que escasos escritores más jóvenes pueden desplegar, aunque algunas
partes son superiores al conjunto. Si bien los diálogos son excelentes, muchas
veces son usados para proporcionar datos, sin hacer avanzar la narración.
Harlot’s Ghost
recuerda el comentario que hizo Mailer sobre una novela de Philip Roth: leerla
es como hacer el amor con una mujer complaciente: el tiempo se desliza de
manera suave, interminable, pero sin rumbo fijo.
La premisa es cautivante. Desde las entrañas de la CIA, como paradigma del
engaño y la simulación, Mailer emprendió un largo y detallado viaje por el lado
oscuro del sueño norteamericano. En su tarea, copió los planos de las mansiones
de todo autor de bestsellers, desde la gótica de Stephen King en las primeras
ochenta páginas hasta la ultramoderna y repleta de gadgets de Ian Fleming, o la cueva primordial de Trevanian,
especialmente la descripción del ascenso a una montaña que podría convertirse
en un clásico de la literatura estadounidense.
En medio de esa fascinación por la literatura devorable, hay otras marcas
más prestigiosas: cuando el protagonista de Harlot’s
Ghost recorre el Berlín de la posguerra, hay ecos de una escena proustiana:
la visita a un burdel. Por su parte, los diálogos entre abogados y banqueros
transformados en burócratas del espionaje recuerdan a los creados por Henry
James o por Luis Auchincloss.
El texto es suma y renovación de las principales preocupaciones de Mailer.
El crítico Chandler Brossard sugirió que el autor de Los desnudos y los muertos era como esos crustáceos “que usurpan el
desechado caparazón de otros animales a fin de utilizarlo como vivienda
temporal”.
LAS VIDAS DE
NORMAN MAILER
La urgencia de prescindir del pasado y de apropiarse de la vida de otros,
que Mailer demostró como personaje literario, está presente en la conversación
que se desarrolló con panelistas y público en el Centro de Poesía “YMYWHA” de
Nueva York el 25 de febrero de 1991. He aquí algunos fragmentos:
– ¿Existe alguna parte de la personalidad de Norman Mailer que hubiera
deseado pertenecer a la CIA?
Norman Mailer: –Siempre creí que si hubiera crecido en una familia
diferente, con un pasado totalmente diferente y diferente ideología política,
hubiera sido un miembro de la CIA. Debo confesar con franqueza que me encanta
la duplicidad, la manipulación, la necesidad de engañar, todo aquello que se
practica en nombre de un propósito superior. Creo que hubiera sido un buen
agente de la CIA. Y creo que mi narrador, Harry Hubbard, de haber tenido un
background similar al mío, hubiera terminado siendo un escritor, un novelista,
pues narra muy bien.
– ¿Dónde obtuvo la información contenida en Harlot’s Ghost?
N.M.: –Escribir un libro es como construir un nido: se recoge hasta la
última brizna de paja. Hay sugerencias y claves que pueden encontrarse por
todas partes. Pero la gran ventaja que tuve al recolectar la información para
mi novela es que luego de 43 años de ser escritor y de muchos más años de haber
leído ficción, me he vuelto bastante astuto. Puedo decir por regla general
cuándo un escritor está diciendo la verdad y cuándo está mintiendo, cuándo su
experiencia es profunda, y cuándo es superficial. Además, como me gradué en
Harvard en 1943, tuve algunos compañeros de estudio que fueron a la OSS y luego
a la CIA. Pero prefiero no hablar de eso.
–Dada la amplitud de Harlot’s Ghost,
la cantidad de personajes y su enredo estructural, ¿no necesitó cartografiar la
novela para poder concluirla?
N.M.: Lo he hecho algunas veces. He bosquejado algunas novelas por
completo. Curiosamente, son las novelas que nunca pude terminar. Una de las
razones es que escribir resulta una actividad insalubre. Se puede llegar a
odiarla. Lo envejece a uno. Envenena el cuerpo. Es una tarea embrutecedora. Uno
debe estar sentado en una silla para exprimir algunas palabras de sus entrañas.
Por lo tanto, hay que obtener alguna espléndida zanahoria que lo haga a uno
avanzar. Y siempre encontré que mi incentivo era ignorar a dónde iba y descubrir
el camino algunos escasos pasos delante del lector.
– ¿Qué le respondería a los críticos que declaran que dejar la palabra
“Continuará” al final de Harlot’s Ghost es una manera de esquivar el cuerpo por
no haber cumplido con su promesa de escribir la Gran Novela?
N.M.: Estoy hablando en serio cuando digo que escribiré el segundo volumen
de Harlot’s Ghost. El título
provisorio es Harlot’s Grave (La
tumba de la cortesana). Pero no puedo garantizarlo. El ímpetu para escribir una
novela es un don, como la capacidad de enamorarse. Uno puede garantizar que
concluirá un ensayo, pero cada novela emerge de un ser humano como si se
tratara de un regalo.
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