Mario Szichman
“El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”. Es una de las frases más
célebres de Jean Jacques Rousseau. Aparece en su Contrato Social, y como hubiera dicho Holden Caulfield, el
protagonista de The Catcher in the Rye,
esa sentencia sirve estrictamente para cazar mixtos. El hombre no nace ni bueno
ni malo, aunque la sociedad lo puede moldear para que adquiera virtudes o
contraiga defectos. Ni el mal ni el bien son congénitos. Pero es evidente que
si a un pueblo lo educan en el odio a otros grupos humanos, y además le
garantizan la impunidad, muy difícilmente resista la tentación de hacer el mal.
Cuando estaba escribiendo Eros y la
doncella, una novela sobre la Revolución Francesa, leí algunos libros de
historia para documentarme. Primero tuve la idea, y solo después busqué los
documentos para corroborar o desechar mi tesis central: que el poder absoluto
corrompe de manera absoluta. Bueno, debo reconocer que no todos los caudillos
de la Revolución Francesa eran igualmente corruptos, sanguinarios, arbitrarios
o malvados. Había una gradación entre Danton y Robespierre, por ejemplo. Danton
era corrupto y sanguinario, pero no malvado, aunque sí arbitrario. Robespierre
era sanguinario, y malvado, pero no arbitrario o corrupto. Y por supuesto,
muchos dirigentes, que fueron al principio despiadados, además de arbitrarios y
corruptos, intentaron rápidamente desandar sus pasos, como Camilo Desmoulins, y
terminaron sus días con la garganta seccionada. De todas maneras, no todos los
pueblos reaccionan de igual manera ante situaciones de peligro o de extrema
violencia. ¿Qué ingredientes contribuyen a la exacerbación del terror contra
una parte de los habitantes? ¿Es posible controlar el caos?
Peter Thonemann, al analizar dos trabajos sobre el historiador Tucídides y
su libro “Historia de la guerra del Peloponeso” (Times Literary Supplement,
3 de septiembre de 2014), menciona un episodio menor que se registró en ese
prolongado conflicto bélico entre Esparta y Atenas (431–404 A.C.). En el 427 A.C.,
estalló un conflicto en la pequeña ciudad-estado de Corcira, hoy conocida como
Corfú. La ciudad estaba aliada a los atenienses. Un grupo de aristócratas
lideró un golpe de estado para entregar la isla a Esparta. Se registró una
guerra civil entre facciones partidarias de Atenas y de Esparta, y finalmente,
los partidarios de Atenas triunfaron.
“Durante siete días, y bajo la mirada aprobadora de un almirante ateniense”,
dice Thonemann, “el partido pro–ateniense masacró de manera sistemática a sus
enemigos. Los padres mataron a sus hijos y algunos hombres fueron desalojados
de la seguridad de los templos y asesinados en los altares de los dioses”.
Para Tucídides, esa salvaje guerra civil en una isla carente de toda
importancia tenía un gran significado a nivel simbólico. En épocas de paz y
prosperidad, decía el historiador, tanto los estados como los individuos
ofrecen una mejor disposición, “pues no se sienten oprimidos por deseos irrevocables.
Pero la guerra acaba con los beneficios que nos ofrece la vida cotidiana, es un
violento maestro, y asimila el temperamento de la mayoría de los hombres a las
condiciones que lo rodean”. La guerra civil hace surgir, según Tucídides, “el caos moral, el abuso del
lenguaje político (el constante insulto), y el colapso del proceso legal”.
Varios siglos más tarde, la Revolución Francesa volvió a poner en vigencia
las frases de Tucídides. El historiador Timothy Tackett en su reciente libro The Coming of the Terror in the French
Revolution, trata de descifrar los
elementos que contribuyeron al triunfo de la guillotina y a la nutrida
violación de los derechos humanos en la Francia republicana, durante la década
de 1789-1799.
Uno de los aspectos más interesantes del análisis de Tackett es el examen
de la reacción de los políticos ante las presiones que enfrentaron tras dar el
salto hacia lo desconocido. Los revolucionarios lideraban una isla republicana
en un mar de monarquías interesadas en su destrucción total. El 25 de julio de
1792, el duque de Brunswick, comandante de los ejércitos combinados del
emperador de Austria y del rey de Prusia, anunció que pensaba invadir Francia
“para poner fin a la anarquía, frenar los ataques al trono y al altar,
restablecer el poder legal, devolver al rey la seguridad y la libertad de la
que está privado, y ponerlo en condiciones de ejercer la autoridad legítima que
posee”. Y luego, Brunswick ofreció a los revolucionarios el libreto que
seguirían en las próximas semanas y meses para enfrentar el peligro: “Si el
palacio de las Tullerías es forzado o insultado”, decía el manifiesto, “o si se
hace la menor violencia, el menor ultraje al rey o a la reina y a la familia
real, el emperador de Austria y el rey de Prusia se vengarán de un modo
ejemplar y por siempre memorable, entregando la ciudad de París a una
aniquilación militar y a una subversión total, y a los rebeldes, culpables de
atentados, a un merecido suplicio”.
La reacción de los jefes de la Comuna parisina no se dirigió inicialmente
contra los potenciales invasores. Varios jefes convocaron a las secciones de
ciudadanos de París para invadir las prisiones y asesinar a clérigos y nobles
que consideraban sospechosos. (Las matanzas se prolongaron del dos al nueve de
septiembre de 1792 y fueron lideradas por Danton).
El submundo de la política se apropió de las mentes más lúcidas. El rumor y
el chisme desplazaron a la investigación de lo que realmente estaba ocurriendo.
La delación suplantó los criterios de justicia. Esos patriotas cooperantes
similares a los que ahora pululan en la Venezuela chavista, mostraron su
talento para denigrar e incriminar. En pocas semanas, la cultura de la
violencia se apropió de las calles de París, y de las principales ciudades de
Francia. Como secuela, según la ejemplar frase de Tucídides, comenzó a imperar “el caos moral y el abuso
del lenguaje político”, mientras
colapsaba el proceso legal.
El miedo generalizado, surgido de la incertidumbre, causó estragos. Nadie
sabía con certeza quién era el enemigo. Redes de espías policiales y de
informantes se dedicaban a cazar a sospechosos, o a formular cargos sin
necesidad alguna de presentar a los acusados ante un juez. Las funciones de los
distintos poderes se confundían. Se podía ser juez y parte. Tackett dice que
nadie sabía en qué creer, o qué constituía la autoridad. Como en la Venezuela
de la Revolución Bonita, las acusaciones más delirantes se hacían creíbles. La
forma más simple de lidiar con el peligro, real o imaginario, era clamar por
venganza y considerar a todo disidente como un traidor. La escasez de
alimentos, por cierto, uno de los principales talones de Aquiles del chavismo,
nunca se debía a la falla en la producción y distribución de comida, sino a la
guerra económica librada por el enemigo.
El miedo alimenta el miedo, dice Tackett, y la denuncia de conspiraciones
multiplica las conspiraciones. Para eliminarlas, se acrecientan las exigencias
de más arrestos y ejecuciones.
Rápidamente, como en la Revolución Bolchevique, los traidores fueron
subiendo de categoría. El sector más radical de los revolucionarios franceses,
simbolizado por la Montaña, fue quitando de sus hombros la cabeza de muchos
girondinos, representantes de una fracción más moderada. Según Tackett, la
ejecución del rey Luis Capeto fue el precedente que abrió las compuertas al
guillotinamiento de muchos diputados. De los 749 miembros de la Convención
Nacional, sesenta y uno fueron ejecutados, y cincuenta y ocho murieron en la
guillotina. Otros se suicidaron en la prisión o cuando huían de sus
perseguidores. Uno de los pocos revolucionarios que logró eludir la guillotina
fue el gran prócer venezolano Francisco de Miranda, quien debió despedirse de
muchos de sus compañeros girondinos que marcharon a la guillotina.
Ni siquiera la muerte de Robespierre el Nueve de Termidor, acabó con las
purgas. De los 140 miembros de la Comuna de París que se aliaron con
Robespierre, más de la mitad fueron ejecutados, declarados prófugos de la
justicia, y condenados a muerte.
Luego vino la Reacción, o “Terror blanco”,
pero a cargo de brigadas de asesinos que persiguieron a los
republicanos, inclusive fiscales, jueces y testigos.
Tal vez lo más inquietante del libro de Tackett es mostrar la delgada capa
de racionalidad que encubre nuestros instintos más crueles, y cómo un proceso
que parte de cómodas certezas: “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”,
rápidamente se hunde en la incertidumbre, y es alimentado por la venganza. Los
amigos de hoy son los enemigos de mañana, y todo excelso ideal es abandonado,
ante la imperiosa necesidad de sobrevivir. No hay adversarios, solo enemigos. Y
esos enemigos únicamente aspiran a nuestra destrucción. Las falsas noticias son
más creíbles que las noticias fáciles de corroborar. El rumor, además de
reemplazar toda idea racional, tiene una ventaja: es imposible de confirmar o
desechar. Charlatanes y demagogos
prosperan en esa atmósfera de intolerancia política.
En ocasiones, las revoluciones se devoran su propia cola. Pero no siempre,
aunque sí ocurrió en la Francia de la gran revolución. En realidad, la única
persona que además de ser incorruptible demostró absoluta imparcialidad fue
Madame Guillotine. Señalé en Eros y la
doncella que “tras degollar a duquesas y a cocineras, a indecisos, a
vacilantes, a perplejos y a indiferentes, a desorientados y a inciertos, a
príncipes y a porteros, a condes y a carteros, a magistrados, sacerdotes,
soldados, almaceneros, artesanos, jornaleros, y en ocasiones a delincuentes
comunes”, la guillotina acabó con “entre dieciséis mil y cuarenta mil
especímenes de todas las estaciones de la vida, engendrados en todas las fechas
posibles en los treinta, cuarenta, cincuenta o sesenta años anteriores, y cuyos
obituarios los desbrozarían unos de otros por escasas semanas o meses”.
Sin embargo, la imparcialidad de la guillotina no contagió otras rebeliones;
siempre se aprende de los errores del pasado.
Estimado Mario, espero que estes bien. De todos tus libros este de Eros y la Doncella es el único que no tienes en versión digital.¿planeas sacarlo en esta versión? No soy muy amigo de leer en libros físicos, pero sino lo compraré. Estoy seguro que estando escrito por ti, merece la pena. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarApreciado Gerardo: Gracias por tu interés. Sí, Eros y la doncella está en versión digital, y también como libro impreso. Te paso el link: http://www.verbumeditorial.com/es/. Avísame si lo consigues. Te paso también mi email: marioszichman@gmail.com. Un fuerte abrazo. Mario
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EliminarGracias Mario! Saludos y abrazo!
ResponderEliminarMi email es gerardobarciap@gmail.com Para cualquier cosa que necesites por aquí por Madrid.
ResponderEliminarGracias, Gerardo! Ya incorporo tu email. Y te envío Eros y la doncella como versión digital. Un abrazo
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