domingo, 30 de agosto de 2015

Ciertas formas de narrar y sus entretelones: asomándose a El Gran Gatsby


Mario Szichman

Para Carmen Virginia Carrillo





El internet proporciona varias ventanas al pasado. Es suficiente con ingresar a google.books  (https://books.google.com/) para transmutarse en un viajero del tiempo. Millares de libros, especialmente en inglés y en francés, se abren mágicamente ante nuestros ojos. Buena parte de la biblioteca de Babel con que soñaba Jorge Luis Borges aparece en ese portal. Y además, los libros electrónicos cuentan con ventajas sobre los impresos. Escribimos un nombre y un apellido, el sitio de una  batalla, o cualquier suceso de importancia, y enfilamos directamente hacia el lugar que es imprescindible escudriñar.
Claro está, nos salteamos un montón de pasos. Quizás el resto del libro del cual hemos extraído una cita o una referencia histórica tiene enorme interés, pero la lectura debe ser discriminada, pues la vida es corta. Balzac, un omnívoro lector, calculaba, si no me equivoco, que en el curso de su vida un intelectual podía leer unos 50.000 libros. Me pregunto si la mayoría  de ellos eran leídos desde la primera hasta la última página, o si el erudito seleccionaba las partes más interesantes y se olvidaba del resto.
Gustave Flaubert revisó unos 1.500 libros para escribir Bouvard y Pecuchet, su novela más visionaria y deliciosa. (Acompañada de un Diccionario de las ideas recibidas que es inagotable en su disección de la necedad humana).  Pero ¿estudió Flaubert cada uno de esos volúmenes en su totalidad?
Stephen King, otro devorador de libros, calcula que lee entre 70 y 80 por año. Su vida intelectual se ha extendido medio siglo, eso representa unos 4.000 libros. Una cifra respetable, aunque varios de ellos los debe haber escudriñado más de una vez. Pues leer, para un escritor, involucra una inacabable relectura.
En una entrevista que le hizo Jean Stein para The Paris Review en Nueva York, en 1956, William Faulkner dijo que solía repasar con frecuencia la Biblia, Dickens, Conrad, y Cervantes. “Releo Don Quijote al menos una vez al año, como otros leen la Biblia”, indicó.
No todos los clásicos resultan legibles o atractivos en la primera lectura. Cuando Borges decía que para interesarse en el Ulises de James Joyce bastaba leer el libro de Stuart Gilbert “aunque en su defecto podía acudirse a la novela original”, no estaba bromeando, aunque parecía una boutade. Muchos críticos reconocen que Joyce empezó su novela por el sitio equivocado. Gilbert ofrecía datos para acceder al texto desde otro lugar, y de esa manera las piezas del rompecabezas lograban unirse de manera perfecta.
Algo parecido ocurre con The Sound and the Fury, de Faulkner, una novela magnífica, uno de los grandes clásicos del siglo veinte y, al mismo tiempo, una narración exasperante en su primera lectura. Solo la segunda vez reditúa enorme placer. (En la entrevista en The Paris Review, Stein dijo al escritor que para algunos lectores la saga resultaba incomprensible, inclusive después de dos o tres lecturas. ¿Qué enfoque proponía? “Leerla cuatro veces”, sugirió el narrador).
Faulkner dijo que escribió The Sound and the Fury en cinco ocasiones diferentes. La primera, a través de los ojos de Benjy, un idiota. Luego, se concentró en otro miembro de la familia Compson. Finalmente, desesperado por la falta de resultados, “quise reunir las piezas y llenar los huecos convirtiéndome en el vocero de la familia”. Recién quince años más tarde, cuando escribió un apéndice a la historia de la familia Compson para el libro The Portable Faulkner, editado por Malcom Cowley, logró terminar la novela. 
Insisto, dos lecturas son suficientes para enamorarse de The Sound and the Fury. Benjy es pura intuición, carece de emociones. Registra lo que está ocurriendo como si se tratara de una cámara. No hay nada privilegiado, o profundidad alguna, en su percepción. En cambio, el resto de los hermanos que intervienen en la novela están abrumados por los recuerdos, destruidos por la culpa, lastimados por el rencor. La emoción perturba los recuerdos, e impide tener una idea de lo que ocurre en la familia Compson. Solo Benjy registra minuciosamente la tragedia, aunque le resulta impenetrable. Y a medida que se avanza y se retrocede en la narración, se incorporan más datos, hasta que tenemos la panorámica de una familia dañada por el incesto.

Francis Scott Fitzgerald

Acabo de terminar de leer The Great Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. Por primera vez en mi vida llegué hasta el final de esa magnífica novela. En varias ocasiones inicié su lectura, y siempre la abandoné (de manera premonitoria) al concluir el quinto capítulo. Curiosamente, la maravilla recién comienza en el capítulo sexto. Y si esta vez decidí tener paciencia con Scott Fitzgerald, fue gracias al internet.
The Great Gatsby, a diferencia de las novelas antes mencionadas, es muy sencilla de leer. Excepto que el narrador tardó demasiado en dar a conocer la trama de su novela, o la grandeza de su protagonista.

LA CURVATURA DEL CÍRCULO

¿Qué ocurre en el sexto capítulo de El Gran Gatsby que altera su trama?  La intromisión de Maxwell Perkins, bautizado acertadamente por A. Scott Berg como Editor of Genius, en su doble acepción de editor de genios y genial editor. Fue Perkins, editor de Charles Scribner's Sons, quien se encargó de revisar los manuscritos de Ernest Hemingway, de Ring Lardner, de Thomas Wolfe, Erskine Caldwell y James Jones, entre otros grandes de la literatura estadounidense. Pero fue Scott Fitzgerald quien más problemas le trajo, y al mismo tiempo, más triunfos. (Redescubrí el libro de Scott Berg en el internet).
Nick Carraway, el narrador de El Gran Gatsby, demora en explicar quién es el misterioso millonario que vive cerca de su pequeño cottage en una enorme mansión del extremo de Long Island. Jay Gatsby suele ofrecer suntuosas fiestas a decenas de invitados. Muy pocos lo conocen en persona, aunque corre el rumor de que “en cierta ocasión asesinó a un hombre”.
Todo es ambiguo en Jay Gatsby. Gracias también al internet descubrí, en el archivo de The Times Literary Supplement, que ni siquiera Scott Fitzgerald estaba muy enterado de su linaje. Algunas referencias indicarían que el escritor pensó al principio en su protagonista como “un negro de piel clara”, en tanto algunos críticos sugieren que, en realidad, “era un judío que intentaba hacerse pasar por gentil”. Es más probable lo segundo. El verdadero nombre de Gatsby era en realidad Jim Gatz. Su apellido se aproxima al de Katz, muy común entre los judíos. Pero además, Gatsby está relacionado en la novela con el fixer Meyer Wolfsheim, un judío, a quien se acusa de haber “arreglado” la Serie Mundial de Béisbol de 1919, el más famoso escándalo en la historia del béisbol norteamericano. El Meyer Wolfsheim creado por Scott Fitzgerald es, obviamente, una copia de Arnold Rothstein, el gánster que arregló la serie en la vida real. 
En el caso de los equívocos orígenes de Gatsby, Perkins nunca cuestionó a Scott Fitzgerald. Por el contrario, le aconsejó acentuar las dudas. Pues el personaje, desesperado por cautivar a una auténtica angloestadounidense como Daisy, el perpetuo amor de su vida, avanza impetuosamente hacia su trágico destino, y al mismo tiempo trastabilla en el incómodo mundo de la alta sociedad, donde más de uno acepta sus invitaciones, y al mismo tiempo lo elude recelando su origen. (Cuando Gatsby es asesinado, solo Nick Carraway, junto con el padre del gánster y un casual invitado a su residencia, asisten a su entierro).  
Pero en el crucial sexto capítulo, que cambia la novela, Perkins intervino decisivamente. Hasta ese momento, Scott Fitzgerald ni siquiera había ofrecido una edad aproximada de Gatsby. ¿Era de mediana edad, o un veinteañero? Gatsby surgía como una figura evanescente en medio de personajes bien delineados como Nick Carraway, como Daisy, como Tom Buchanan, el esposo de Daisy, un matón y un cobarde.
Perkins entendía que Gatsby debía ser algo misterioso, pero ¿cómo había obtenido su inmensa fortuna? ¿Era el personaje una herramienta inocente en manos de criminales, o se trataba de un veterano delincuente? ¿Cuál era la razón de que invitara a tantas personas a sus fiestas, la mayoría de las cuales no lo habían visto en su vida?
Por lo tanto, Perkins urgió al escritor que reformulara el capítulo sexto. Es en ese momento cuando se revela el grandioso esquema de Gatsby. Ha estado enamorado de Daisy toda su vida, pero cuando la conoció, era un pobre soldado. Y luego, tras adquirir una fortuna por medios ilícitos, decide reconquistarla a través de la adquisición de una enorme mansión, cerca de donde ella reside, organizar recepciones, y finalmente atraerla a sus brazos.  
Todo eso funciona al principio como un cuento de hadas, con Nick Carraway, amigo de Daisy, actuando de Celestina. Luego, el romance se desbarranca en una estúpida tragedia.  
Analizar el método usado por Perkins para mejorar la novela y contribuir a su trascendencia es casi tan apasionante como la novela misma. La tarea del editor es inmensamente creadora porque acaba con la escritura que yo llamaría plana, y permite al escritor alzarla en sus tres dimensiones. Un solo ejemplo: en la primera versión de la novela, Scott Fitzgerald mencionaba al pasar un enorme cartel que aparecía al costado de la ruta que seguía Nick Carraway en su viaje a Long Island. En el cartel aparecían los enormes ojos del doctor T.J. Eckleburg, un optometrista del condado neoyorquino de Queens. Pero a medida que la novela avanza, y gracias a las sugerencias de Perkins, el optometrista va creciendo en la narración. Hasta que al final Wilson, el asesino de Gatsby, observa con un estremecimiento el anuncio de T.J. Eckleburg, “que había surgido pálido, y enorme, de la noche en disolución”. Wilson solo atina a decir: “Dios todo lo contempla”.
Antes mencioné la grandeza de Gatsby. Hablar de grandeza en el caso de un gánster parece algo exagerado. Pero toda novela que nos apasiona o solemos recordar con frecuencia cuenta con un ingrediente que la hace única. Ilusiones Perdidas, y La Piel de Zapa, ambas escritas por Balzac, son productos de un genio. En ambos textos, la genialidad consiste en aquello que algunos psicoanalistas llamarían “la elección de objeto”. Ilusiones Perdidas podría ser el gran romance de la escritura. Sus héroes son el dueño de una imprenta y un periodista, Lucien de Rubempré, que vende su alma al demonio.  
Balzac nos hace devorar las páginas que dedica al proceso de fabricación de un diario, y a la técnica de elaboración del papel. Y hacia el final del libro, de la misma manera en que en La piel de zapa la pasión acorta la vida del protagonista junto con la membrana de onagro, la sumisión de Lucien al gran villano Vautrin es precedida por la metáfora del hombre que se envicia devorando papel. Todo cambia para el lector gracias a esa metáfora. La novela se pliega en sí misma, adquiere un simbolismo muy especial que obliga a la relectura.
La intervención de Perkins en la manufactura de El Gran Gatsby insertó la metáfora y el simbolismo en un relato que, de otra forma, hubiera resultado ameno, pero fácilmente olvidable. Hay autores de genio, es indudable. Afortunadamente, algunos de ellos son ayudados por geniales editores.


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