Mario Szichman
Para Carmen Virginia Carrillo
El internet proporciona varias ventanas al pasado. Es suficiente con
ingresar a google.books
(https://books.google.com/) para transmutarse en un viajero del tiempo.
Millares de libros, especialmente en inglés y en francés, se abren mágicamente
ante nuestros ojos. Buena parte de la biblioteca de Babel con que soñaba Jorge
Luis Borges aparece en ese portal. Y además, los libros electrónicos cuentan
con ventajas sobre los impresos. Escribimos un nombre y un apellido, el sitio
de una batalla, o cualquier suceso de
importancia, y enfilamos directamente hacia el lugar que es imprescindible
escudriñar.
Claro está, nos salteamos un montón de pasos. Quizás el resto del libro
del cual hemos extraído una cita o una referencia histórica tiene enorme
interés, pero la lectura debe ser discriminada, pues la vida es corta. Balzac,
un omnívoro lector, calculaba, si no me equivoco, que en el curso de su vida un
intelectual podía leer unos 50.000 libros. Me pregunto si la mayoría de ellos eran leídos desde la primera hasta
la última página, o si el erudito seleccionaba las partes más interesantes y se
olvidaba del resto.
Gustave Flaubert revisó unos 1.500 libros para escribir Bouvard y Pecuchet, su novela más
visionaria y deliciosa. (Acompañada de un Diccionario
de las ideas recibidas que es inagotable en su disección de la necedad
humana). Pero ¿estudió Flaubert cada uno
de esos volúmenes en su totalidad?
Stephen King, otro devorador de libros, calcula que lee entre 70 y 80
por año. Su vida intelectual se ha extendido medio siglo, eso representa unos
4.000 libros. Una cifra respetable, aunque varios de ellos los debe haber
escudriñado más de una vez. Pues leer, para un escritor, involucra una
inacabable relectura.
En una entrevista que le hizo Jean Stein para The Paris Review en Nueva York, en 1956, William Faulkner dijo que
solía repasar con frecuencia la Biblia, Dickens, Conrad, y Cervantes. “Releo
Don Quijote al menos una vez al año, como otros leen la Biblia”, indicó.
No todos los clásicos resultan legibles o atractivos en la primera
lectura. Cuando Borges decía que para interesarse en el Ulises de James Joyce bastaba leer el libro de Stuart Gilbert
“aunque en su defecto podía acudirse a la novela original”, no estaba
bromeando, aunque parecía una boutade. Muchos críticos reconocen que Joyce
empezó su novela por el sitio equivocado. Gilbert ofrecía datos para acceder al
texto desde otro lugar, y de esa manera las piezas del rompecabezas lograban
unirse de manera perfecta.
Algo parecido ocurre con The Sound
and the Fury, de Faulkner, una novela magnífica, uno de los grandes
clásicos del siglo veinte y, al mismo tiempo, una narración exasperante en su
primera lectura. Solo la segunda vez reditúa enorme placer. (En la entrevista
en The Paris Review, Stein dijo al
escritor que para algunos lectores la saga resultaba incomprensible, inclusive
después de dos o tres lecturas. ¿Qué enfoque proponía? “Leerla cuatro veces”,
sugirió el narrador).
Faulkner dijo que escribió The
Sound and the Fury en cinco ocasiones diferentes. La primera, a través de
los ojos de Benjy, un idiota. Luego, se concentró en otro miembro de la familia
Compson. Finalmente, desesperado por la falta de resultados, “quise reunir las
piezas y llenar los huecos convirtiéndome en el vocero de la familia”. Recién
quince años más tarde, cuando escribió un apéndice a la historia de la familia
Compson para el libro The Portable
Faulkner, editado por Malcom Cowley, logró terminar la novela.
Insisto, dos lecturas son suficientes para enamorarse de The Sound and the Fury. Benjy es pura
intuición, carece de emociones. Registra lo que está ocurriendo como si se
tratara de una cámara. No hay nada privilegiado, o profundidad alguna, en su
percepción. En cambio, el resto de los hermanos que intervienen en la novela
están abrumados por los recuerdos, destruidos por la culpa, lastimados por el
rencor. La emoción perturba los recuerdos, e impide tener una idea de lo que
ocurre en la familia Compson. Solo Benjy registra minuciosamente la tragedia,
aunque le resulta impenetrable. Y a medida que se avanza y se retrocede en la
narración, se incorporan más datos, hasta que tenemos la panorámica de una
familia dañada por el incesto.
Francis Scott Fitzgerald
Acabo de terminar de leer The
Great Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. Por primera vez en mi vida
llegué hasta el final de esa magnífica novela. En varias ocasiones inicié su
lectura, y siempre la abandoné (de manera premonitoria) al concluir el quinto
capítulo. Curiosamente, la maravilla recién comienza en el capítulo sexto. Y si
esta vez decidí tener paciencia con Scott Fitzgerald, fue gracias al internet.
The Great Gatsby,
a diferencia de las novelas antes mencionadas, es muy sencilla de leer. Excepto
que el narrador tardó demasiado en dar a conocer la trama de su novela, o la
grandeza de su protagonista.
LA CURVATURA DEL CÍRCULO
¿Qué ocurre en el sexto capítulo de El
Gran Gatsby que altera su trama? La
intromisión de Maxwell Perkins, bautizado acertadamente por A. Scott Berg como Editor of Genius, en su doble acepción
de editor de genios y genial editor. Fue Perkins, editor de Charles Scribner's Sons, quien se
encargó de revisar los manuscritos de Ernest Hemingway, de Ring Lardner, de
Thomas Wolfe, Erskine Caldwell y James Jones, entre otros grandes de la
literatura estadounidense. Pero fue Scott Fitzgerald quien más problemas le
trajo, y al mismo tiempo, más triunfos. (Redescubrí el libro de Scott Berg en
el internet).
Nick Carraway, el narrador de El
Gran Gatsby, demora en explicar quién es el misterioso millonario que vive
cerca de su pequeño cottage en una
enorme mansión del extremo de Long Island. Jay Gatsby suele ofrecer suntuosas
fiestas a decenas de invitados. Muy pocos lo conocen en persona, aunque corre
el rumor de que “en cierta ocasión asesinó a un hombre”.
Todo es ambiguo en Jay Gatsby. Gracias también al internet descubrí, en
el archivo de The Times Literary
Supplement, que ni siquiera Scott Fitzgerald estaba muy enterado de su
linaje. Algunas referencias indicarían que el escritor pensó al principio en su
protagonista como “un negro de piel clara”, en tanto algunos críticos sugieren
que, en realidad, “era un judío que intentaba hacerse pasar por gentil”. Es más
probable lo segundo. El verdadero nombre de Gatsby era en realidad Jim Gatz. Su
apellido se aproxima al de Katz, muy común entre los judíos. Pero además,
Gatsby está relacionado en la novela con el fixer
Meyer Wolfsheim, un judío, a quien se acusa de haber “arreglado” la Serie
Mundial de Béisbol de 1919, el más famoso escándalo en la historia del béisbol
norteamericano. El Meyer Wolfsheim creado por Scott Fitzgerald es, obviamente,
una copia de Arnold Rothstein, el gánster que arregló la serie en la vida
real.
En el caso de los equívocos orígenes de Gatsby, Perkins nunca cuestionó
a Scott Fitzgerald. Por el contrario, le aconsejó acentuar las dudas. Pues el
personaje, desesperado por cautivar a una auténtica angloestadounidense como
Daisy, el perpetuo amor de su vida, avanza impetuosamente hacia su trágico
destino, y al mismo tiempo trastabilla en el incómodo mundo de la alta
sociedad, donde más de uno acepta sus invitaciones, y al mismo tiempo lo elude
recelando su origen. (Cuando Gatsby es asesinado, solo Nick Carraway, junto con
el padre del gánster y un casual invitado a su residencia, asisten a su
entierro).
Pero en el crucial sexto capítulo, que cambia la novela, Perkins
intervino decisivamente. Hasta ese momento, Scott Fitzgerald ni siquiera había
ofrecido una edad aproximada de Gatsby. ¿Era de mediana edad, o un veinteañero?
Gatsby surgía como una figura evanescente en medio de personajes bien
delineados como Nick Carraway, como Daisy, como Tom Buchanan, el esposo de Daisy,
un matón y un cobarde.
Perkins entendía que Gatsby debía ser algo misterioso, pero ¿cómo había
obtenido su inmensa fortuna? ¿Era el personaje una herramienta inocente en
manos de criminales, o se trataba de un veterano delincuente? ¿Cuál era la
razón de que invitara a tantas personas a sus fiestas, la mayoría de las cuales
no lo habían visto en su vida?
Por lo tanto, Perkins urgió al escritor que reformulara el capítulo
sexto. Es en ese momento cuando se revela el grandioso esquema de Gatsby. Ha
estado enamorado de Daisy toda su vida, pero cuando la conoció, era un pobre
soldado. Y luego, tras adquirir una fortuna por medios ilícitos, decide
reconquistarla a través de la adquisición de una enorme mansión, cerca de donde
ella reside, organizar recepciones, y finalmente atraerla a sus brazos.
Todo eso funciona al principio como un cuento de hadas, con Nick
Carraway, amigo de Daisy, actuando de Celestina. Luego, el romance se
desbarranca en una estúpida tragedia.
Analizar el método usado por Perkins para mejorar la novela y contribuir
a su trascendencia es casi tan apasionante como la novela misma. La tarea del
editor es inmensamente creadora porque acaba con la escritura que yo llamaría
plana, y permite al escritor alzarla en sus tres dimensiones. Un solo ejemplo:
en la primera versión de la novela, Scott Fitzgerald mencionaba al pasar un
enorme cartel que aparecía al costado de la ruta que seguía Nick Carraway en su
viaje a Long Island. En el cartel aparecían los enormes ojos del doctor T.J.
Eckleburg, un optometrista del condado neoyorquino de Queens. Pero a medida que
la novela avanza, y gracias a las sugerencias de Perkins, el optometrista va
creciendo en la narración. Hasta que al final Wilson, el asesino de Gatsby,
observa con un estremecimiento el anuncio de T.J. Eckleburg, “que había surgido
pálido, y enorme, de la noche en disolución”. Wilson solo atina a decir: “Dios
todo lo contempla”.
Antes mencioné la grandeza de Gatsby. Hablar de grandeza en el caso de
un gánster parece algo exagerado. Pero toda novela que nos apasiona o solemos
recordar con frecuencia cuenta con un ingrediente que la hace única. Ilusiones Perdidas, y La Piel de Zapa, ambas escritas por
Balzac, son productos de un genio. En ambos textos, la genialidad consiste en
aquello que algunos psicoanalistas llamarían “la elección de objeto”. Ilusiones
Perdidas podría ser el gran romance de la escritura. Sus héroes son el dueño de
una imprenta y un periodista, Lucien de Rubempré, que vende su alma al demonio.
Balzac nos hace devorar las páginas que dedica al proceso de fabricación
de un diario, y a la técnica de elaboración del papel. Y hacia el final del
libro, de la misma manera en que en La
piel de zapa la pasión acorta la vida del protagonista junto con la
membrana de onagro, la sumisión de Lucien al gran villano Vautrin es precedida
por la metáfora del hombre que se envicia devorando papel. Todo cambia para el
lector gracias a esa metáfora. La novela se pliega en sí misma, adquiere un
simbolismo muy especial que obliga a la relectura.
La intervención de Perkins en la manufactura de El Gran Gatsby insertó la metáfora y el simbolismo en un relato
que, de otra forma, hubiera resultado ameno, pero fácilmente olvidable. Hay
autores de genio, es indudable. Afortunadamente, algunos de ellos son ayudados
por geniales editores.
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