Mario Szichman
En la 9ª Avenida de Manhattan, entre las calles 34 y 35, en la zona
conocida como Hell’s Kitchen, está el Holland Bar. En su vitrina ofrece, en
letras de neón, la cerveza irlandesa McSorley’s. Además, hay un papagayo
fabricado con tubos de neón de colores rojo, amarillo y azul. El estilizado
papagayo posa sus garras sobre una percha formada por la palabra Corona. Pero lo más interesante de la
vitrina del bar son dos recortes, uno de un periódico, el otro de la sepia galerada
de una noticia que nunca llegó a ser impresa. El recorte del periódico muestra
a Bill Doc Cleary, el dueño del bar, sosteniendo una urna votiva. En la
galerada sepia hay varios rostros de habitués del bar, rostros posibles de imaginar
en una película de Martin Scorsese. Hay un hombre de rostro ancho, con anchos
lentes bifocales, la cabeza coronada por un sombrero ancho; hay una dama
demasiado sonriente, demasiado pasada de copas; hay un negro con boina, hay un
hombre cuyo ralo cabello hace curvas sobre la frente (al novelista Jim Thompson
nada lo ponía tan triste “como esos seres calvos que se atusan el cabello de
los costados y lo pasan a través de la coronilla”). Y en el centro de la foto
está nuevamente el dueño del bar, Cleary, que posiblemente decidió convertirse
en dueño de un bar por portación de apellido.
Nunca hubiera explorado ese bar, nunca me
hubiera arrimado a su vitrina, de no ser por Álvaro Cepeda Samudio, por su
relato “En la Calle 148 hay un bar donde Sammy toca el contrabajo”.
2
En 1967, cuando era mucho más joven que ahora, conocí a Álvaro Cepeda
Samudio. A partir de ese momento siempre pensé que, para mí, el 1967 fue —y aquí
le estoy robando un formidable titular a Gabriel García Márquez— el año más
importante del mundo. En esa época tenía 21 años de edad y acababa de ser dado
de alta del ejército en Argentina. El único galardón que portaba en mi pecho
era haber colaborado, como conscripto del Regimiento Tres de Infantería, en el
derrocamiento de otro gobierno constitucional, el de Arturo Illia. Integré el
contingente de briosos soldados que sacaron de la Casa Rosada al anciano
presidente. También ese año, llevaba en mis alforjas el capítulo de una novela.
Tras emerger del cuartel, estaba ansioso por conocer otra parte de América
Latina. No precisamente Colombia, sino Haití. Y no todo Haití, apenas Cabo
Haitiano, porque había leído El reino de
este mundo, de Alejo Carpentier, y deseaba visitar los dominios del gran
Henri Christophe, especialmente la Ciudadela de La Ferrière que, según el
novelista cubano, era “Uno de los edificios más gigantescos, más increíbles,
amasado con una argamasa, con una especie de cemento que lo mezclaban con
sangre de toro para hacer las paredes invulnerables”.
Nunca visité Haití. Pero por casualidad conocí el lugar donde Victor
Hughes, protagonista de El siglo de las
luces, ordenó emplazar la guillotina, una ventana por la que el condenado
se asomaba al otro mundo. En 1977, el periódico venezolano Últimas Noticias me envió a cubrir la erupción del volcán La
Soufrière, en la isla de Guadalupe. Y en Pointe-à-Pitre, su capital, descubrí
que en los antiguos predios de la guillotina habían emplazado una cancha de
básquetbol. Pensé escribir un relato en cual cabezas de guillotinados eran
encestadas a través del aro. Nunca lo llevé a cabo. En cambio, tal vez como
reminiscencia, surgió la idea de mi novela Eros
y la doncella, que transcurre en Francia, durante el Reino del Terror.
Antes de no llegar a Haití hice escala en
Colombia. Tenía la ilusión de escribir algunas notas sobre su situación
política para una revista de Argentina. El director juró sobre una biblia que
no me pagaría un solo centavo por mis notas. Pero a cambio me dio un carnet que
me hacía lucir como un personaje importante.
No voy a explicar los avatares que pasé antes de conocer a Álvaro Cepeda,
pero puedo decir que conocerlo fue una experiencia en muchos niveles. A través
de una amiga común, y sin siquiera pedirme mi resumé —fue una suerte, pues carecía de todo antecedente, excepto
tres años de estudios malgastados en la Facultad de Derecho—, Álvaro me invitó
un día a visitarlo en Barranquilla. Y además me ofreció trabajar en El Diario del Caribe, que dirigía con
tranquila pasión.
Cuando vi por primera vez a Álvaro me recordó a un Harpo Marx más joven y
escueto. Nunca encontré otra cabellera como la suya. Y aunque mostraba una
actitud laid-back, despreocupada, su
presencia creaba electricidad en el medio ambiente. Le gustó que me hubiera
encantado La Casa Grande, y de
inmediato pasó a otro tema. Hablamos de literatura y no me hizo sentir como un
enano, a pesar de que su conocimiento de los narradores norteamericanos era
abrumador, y el mío, bastante escaso. Recuerdo su admiración por el cuento de
Hemingway “El gato bajo la lluvia”. Hemingway,
como tantos escritores que mencionó Álvaro, sobrevolaba para mí en un futuro
impreciso. También mencionó algunas anécdotas sobre Faulkner, y ofreció su
demoledora opinión sobre la política colombiana y latinoamericana. Admiraba
mucho a Venezuela —fue él quien me convenció de que antes de pasar por Haití
visitase Caracas— y no tomaba muy en serio a Brasil. “¿Qué respeto puede tenerse por un país cuya bandera
luce los colores de un papagayo?”, me preguntó. Su opinión ha sido ampliamente
corroborada.
No recuerdo mucho más de la conversación, pero sí la vitalidad de Álvaro,
su capacidad de observar el mundo con una eterna sonrisa. Para él la vida era
una gigantesca broma que lo contaba entre sus protagonistas.
3
Voy a rebobinar por un momento la película. Tras salir del cuartel en
Buenos Aires, quise trabajar en periodismo, aunque carecía de toda experiencia.
A través de un amigo logré contacto con un periodista del diario El Mundo. Se trataba de un magnífico
ejemplar humano llamado Edgardo Da Mommio, encargado de la jefatura de la
página internacional, quien me despertó la pasión por los viajes. Pero como
también mi experiencia internacional se acercaba al grado cero de la escritura,
Da Mommio me sugirió que intentara escribir para la página de cultura del
periódico. Y allí conocí al primero de una pléyade de periodistas argentinos
cuyas herramientas no eran el lápiz detrás de la oreja y la máquina de escribir
volcada delante del escritorio, sino unas gigantescas tijeras de podar. En esta
ocasión, quien inauguró la pléyade era alguien a quien llamaré “M”, como el
vampiro de Düsseldorf.
Le llevé a “M” un artículo. Se lo entregué con mano trémula y el corazón en
la boca. “M” ojeó el texto, me explicó lo horrendo que era y me recomendó que
antes de volver a escribir aprendiera el oficio. Por cierto, añadió, me iba a
entregar algunas columnas periodísticas que me ayudarían en mi tarea. Además de
estar muy bien escritas, me explicó, seguían las pautas de estilo requeridas
por el diario El Mundo. Todas las columnas
habían sido firmadas por “M”.
Tras esa humillante experiencia, tropezar con el formidable Álvaro Cepeda
Samudio fue como tocar las puertas del cielo. Pero, en realidad, antes de
tropezar con Álvaro tropecé con su novela La
Casa Grande. Y no lo digo de manera metafórica, sino real: con La Casa Grande aprendí a volar.
A comienzos del siglo veinte, el poeta norteamericano Robert Frost escribió
su poema The Road Not Taken. La idea
de Frost era que, cuando se trata de elegir un camino, seguir aquél menos
trajinado “hace toda la diferencia”. Me aterroriza pensar qué hubiera ocurrido
con mi vida si hubiera elegido el camino que me trazó “M” durante su clase
magistral en la redacción del diario El
Mundo. ¿Hubiera leído sus columnas y abrevado en ellas? ¿Me hubiera
convertido en un desdeñoso y altanero crítico literario, con mis propias
tijeras de podar a cuestas, tratando de poner en su lugar a cuanto miembro de
la nueva generación intentaba salir del cascarón? ¿Hubiera guardado en un cajón
del escritorio mis columnas periodísticas para endilgárselas a reporteros
bisoños a fin de ayudarlos en su tarea? ¿Figurarían entre mis planes futuros
escribir un ensayo de mil seiscientas páginas sobre el ocaso de nuestro siglo?
(Era una de las ambiciones de “M”). Pero por una jugarreta del destino —recalar
de pasada en Colombia, cuando mi intención era llegar a Cabo Haitiano— descubrí uno de los mejores textos que ha
producido la narrativa latinoamericana.
¿Qué le pedimos por lo general a un escritor? Que sus diálogos sean
plausibles, sus personajes creíbles y que su trama tenga buenos cimientos. Y,
además, que no interfiera en la vida de sus criaturas. (Borges decía que los
escritores, como los gobiernos, deberían ser imperceptibles). Todo eso estaba
en la narrativa de Álvaro.
De la misma manera en que Álvaro me obligó a explorar bares de Manhattan
porque escribió su relato “En la Calle 148 hay un bar donde Sammy toca el
contrabajo”, también me enseñó a describir una experiencia violenta, los
fusilamientos del 9 de junio de 1956 en Argentina. Gracias a los soldados de La Casa Grande, mis soldados de la
novela Crónica Falsa encontraron su
voz y balancearon el peso de sus fusiles. (“Todavía no eran la muerte”, decía Álvaro
de sus soldados, “pero llevaban ya la muerte en las yemas de los dedos;
marchaban con la muerte pegada a las piernas; la muerte les golpeaba una nalga
a cada trance; les pesaba la muerte sobre la clavícula izquierda; una muerte de
metal y madera que habían limpiado con dedicación”).
Por supuesto, había leído previamente a algunos narradores excepcionales,
como Roberto Arlt, el autor de Los siete
locos y Los lanzallamas. Y la
lectura de Crimen y castigo me
sumergió durante algunos días en otro mundo. Pero con Arlt, con Dostoievsky,
con otros escritores, la lectura estaba tamizada por una realidad diferente.
Los personajes podían prevalecer sobre seres de carne y hueso, pero seguían
siendo personajes de ficción. En Álvaro esa distancia estaba anulada. Los seres
reales comenzaban a ocupar un lugar de ficción, el que había delineado en sus
historias. Intenté que mis personajes se encuadraran en las siluetas que Álvaro
creó en La Casa Grande, que luego
reencontré en los cuentos de Todos
estábamos a la espera. Y, lo mejor del caso, no había necesidad de copiarlo:
es imposible copiar a Álvaro. Su prosa no tiene un gramo de grasa. Nos ofrece
el camino para narrar, la plantilla, pero las palabras debe anexarlas cada
escritor.
Cualquier narrador en ciernes puede quedarse enganchado en la prosa de
Borges, en esas frases plagadas de “vanas y laboriosas palabras”, de “desesperadas
manos”, de “arrabales últimos”. Y, a poco de leer a Carpentier, un joven
escritor querría describir banquetes con comidas de doce platos, o detallar la
arquitectura de una mansión donde sobran las mansardas.
Un
mes después de leer La Casa Grande
escribí un cuento, “Siluetas en un campo de tiro”, que fue el preludio a mi
novela Crónica Falsa. Por cierto, el
título de la novela es muchísimo más largo, una manera de rendir homenaje al
proyecto inconcluso de Álvaro, Los
grandes reportajes sobre la extraña muerte de la mujer del médico más famoso de
la población de Ciénaga. No voy a entrar en detalles sobre esa novela, más
allá del hecho de señalar que era la historia de unos fusilamientos en la
Argentina, tras el derrocamiento de Juan Perón, y que después de leer La Casa Grande la limpié de infinitas
cursilerías.
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En la 9ª Avenida de Manhattan, entre las calles 34 y 35, en el área
conocida como Hell’s Kitchen, está el Holland Bar. Nunca hubiera explorado ese
bar, nunca me hubiera arrimado a su vitrina, de no ser por Álvaro Cepeda
Samudio, por su relato “En la Calle 148 hay un bar donde Sammy toca el
contrabajo”. En ese relato podrían abrevar las figuras del Holland Bar,
atravesar sin dificultad el umbral del recinto y adentrarse en ese mundo donde
Penny Shanon tiene un vientre llano, “allí donde había fracasado su hijo mulato”,
y Ritta está “al lado de su paquete plateado de cigarrillos, viendo las
palabras iguales que Sammy decía frente al micrófono en el back-room”.
Jorge Luis Borges dijo, a propósito de Kafka, que “cada escritor crea a sus
precursores” y que “su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de
modificar el futuro”. Un poema de Browning, un cuento de Léon Bloy, otro de
Lord Dunsany, muestran, dice Borges, la presencia (ulterior) de Kafka. “Pero si
Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría”.
Propongo otra vuelta de tuerca a esa teoría: Álvaro Cepeda nos hace
percibir cosas que de otra manera no existirían. Él no creó precursores. Pero
permitió a seres reales que ocuparan un lugar de ficción, aquel que fue
delineando en sus historias. Y ahora, aunque Álvaro ha muerto y hay tenues ecos
de sus relatos, la única manera de que esos personajes subsistan es encuadrarse
en las siluetas que el escritor creó para ellos. Y cada silueta diseña una
sombra gigantesca sobre su excepcional narrativa.
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