sábado, 21 de junio de 2014

Kurt Vonnegut: recuerdos del futuro



 Mario Szichman

“La verdad puede ser muy divertida
En cierta aterradora forma,
Especialmente
 Cuando está ligada a la codicia
Y a la hipocresía”.
Kurt Vonnegut, Hocus Pocus


Kurt Vonnegut fue uno de los más insolentes renovadores de la narrativa norteamericana. Usando recursos del comic y de la ciencia ficción, el escritor confirió humor a sus negras visiones de la sociedad norteamericana. Su novela más conocida, Slaugtherhouse Five, Matadero cinco, recogió sus experiencias como prisionero de guerra de los alemanes durante el bombardeo de Dresde, en la segunda guerra mundial. Entre muchas otras obras, también rubricó las novelas Hocus pocus y Pájaro enjaulado, y el libro de ensayos Domingo de ramos.
Entrevisté a  Vonnegut en septiembre de 1990, cuando publicó Hocus Pocus, una novela que transcurría en el futuro cercano, en el 2001, el año en que 19 piratas aéreos de Al–Qaida estrellaron dos aeronaves comerciales contra las torres gemelas del World Trade Center, y otra contra un ala del Pentágono, en los suburbios de Washington, D.C.
 Pero en la narración de Vonnegut el futuro avizorado era diferente. Eugene Debs Hartke, el protagonista de Hocus Pocus, veterano de la guerra de Vietnam y profesor universitario, aguardaba a ser llevado a juicio como presunto autor intelectual de una fuga en masa de una prisión de máxima seguridad. Y, mientras esperaba el inicio del proceso encerrado en una biblioteca que cobijaba 800.000 volúmenes (como en la mayoría de las bibliotecas, opinaba el protagonista, “casi todos los libros están escritos para o acerca de la clase gobernante”), Debs Harke mataba el tiempo pasando revista a su historia personal, ligada al último medio siglo de historia norteamericana, desde la segunda guerra mundial en adelante.
El protagonista escribía sus recuerdos en toda clase de hojas, desde papel para envolver hasta descartadas tarjetas de negocios. Las líneas que separaban pasajes dentro de cada capítulo “Indican dónde un pedazo de papel se acabó y el otro comenzó. A pasaje más corto, pedazo de papel más pequeño”. Este tipo de técnica narrativa fue construyendo un collage de gran coherencia interna, una de las marcas de fábrica del Vonnegut de la madurez. Eso también lo demostraba su más reciente libro de ensayos, Fates Worse than Death. En ambos casos, el autor usaba bruscos saltos temporales, devastadores comentarios de dos o tres líneas y la primera persona para provocar al lector.
En el futuro diseñado por Vonnegut, Estados Unidos se transformaba en “una nación en bancarrota cuyos bienes han sido vendidos a extranjeros, una nación empantanada por plagas incontrolables y superstición y analfabetismo y una televisión hipnótica, y con escasos servicios de salud para los pobres”. Algunas cosas habían desaparecido, entre ellas la selva amazónica y el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, calcinado hasta los cimientos por algún incendiario aburrido, y convertido en un terreno baldío adquirido por un japonés. La presencia de la segunda potencia del planeta se notaba en otros sectores. La prisión en que estaba encerrado Debs Hartke había sido entregada a un consorcio nipón “que ha reducido el despilfarro y la corrupción casi a cero y sólo cobra al Estado por escarmentar prisioneros apenas un 75 por ciento de lo que el Estado solía pagarse a sí mismo por idénticos servicios”. Pero ese “ejército de ocupación cuyo uniforme es un traje de tres piezas” se mostraba desalentado por la adquisición de Estados Unidos. Según confesaba al protagonista el asiático director de la prisión, “Estados Unidos es nuestro Vietnam”. (Por cierto, después que Vonnegut publicó Hocus Pocus, su casa editora, Putnam's, fue adquirida por empresarios japoneses.)
Excepto los negocios controlados por la mafia, todo en el Estados Unidos del futuro había sido vendido al extranjero. Y la principal industria de Estados Unidos era “la obtención y distribución de productos químicos que, cuando son incorporados al torrente sanguíneo, brindan a cualquier persona en capacidad de adquirirlos infundados sentimientos de progresos personales”.
Lo que hace fascinante Hocus Pocus es que su narrador se caracteriza por sus buenos modales y por su inagotable amoralidad. Vonnegut, que creó su propia progenie literaria a lo largo de 13 novelas, seguramente debió haber pensado en Howard W. Campbell Jr., el protagonista de la magnífica Mother Night, Madre Noche, a la hora de diseñar a Eugene Debs Hartke. Así como Campbell era al mismo tiempo el perfecto villano y el abnegado héroe, acusado públicamente de crímenes de guerra nazis y secretamente exaltado como patriota por haber rendido a los aliados invaluables servicios en el campo del contraespionaje, Debs Hartke es por un lado un hombre capaz de enorme compasión y de gestos generosos, muy bien educado (“No hay palabras obscenas en este libro”, dice, porque dichas palabras “permiten a personas que no desean escuchar información desagradable cerrar sus oídos y sus ojos” ante los demás), y por el otro, un abyecto cobarde y un cínico. Como relacionista público en Vietnam consideraba “tan natural como respirar el decirle a la prensa y a los reclutas que bajaban de buques y aviones que estábamos claramente ganando, y que la gente en nuestro país debería sentirse orgullosa y feliz por todas las cosas buenas que estábamos haciendo aquí”. Y luego, concluía con esta línea: “Aprendí a mentir de esa manera en la universidad.”
Un buen comentario acerca del arte narrativo de Vonnegut es que su protagonista posee la carnalidad suficiente para embaucar al lector y forzarlo a leer la novela en una sola sentada.
Debs Hartke no es sólo una voz. Es un ser humano demasiado consciente de sus debilidades y muy lúcido para tener esperanza. Y, como su creador, se la pasa formulando las mismas incómodas preguntas que los niños plantean a sus mayores: ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? ¿Para qué estamos en la Tierra? ¿Por qué hay guerras?
Debs Hartke/Vonnegut carece de respuestas, pero sus interrogantes y sus descubrimientos no dan tregua al lector y pueden garantizarle algunas saludables, jocosas noches sin dormir. Como señala el protagonista: “la verdad puede ser muy divertida en cierta aterradora forma, especialmente cuando está ligada a la codicia y a la hipocresía”.

Entrevisté a Vonnegut para The Associated Press a raíz de la publicación de Hocus Pocus. Fue en las oficinas de la editorial Putnam´s. Vonnegut era un desgarbado gigante, de increíble calidez humana, y de un sentido del humor nutrido de gran ironía, pero de escaso sarcasmo. Era el más europeo de los escritores norteamericanos, no solo por sus ancestros alemanes, sino porque siempre mantuvo estrechos contactos con escritores del Viejo Mundo. Heinrich Boll, el premio Nóbel alemán, sentía por Vonnegut una admiración cercana a la idolatría, pues era un sabio en todo el sentido del término, y de una generosidad difícil de encontrar en otros intelectuales. No sólo era un eximio escritor, sino además un muy buen dibujante y pintor. Llevé conmigo varias de sus novelas para que me las dedicara. Vonnegut hizo algo más: ilustró varias de ellas, inclusive hizo dibujos de su inconfundible perfil con un cigarrillo colgando de sus labios.
Le dije que cuando publicaron Hocus Pocus, muchos críticos lo acusaron de ser un incurable pesimista debido a sus palabras de alerta sobre la vertiginosa destrucción del medio ambiente, en tanto otros lo tacharon de incurable optimista por ubicar la acción de su novela en el año 2001, brindando al homo sapiens la insensata esperanza de que lograría arribar al siglo veintiuno.
Vonnegut se disculpó indicando que a veces es difícil acompañar al ser humano en su travesía por la vida a causa de los radicales cambios en la tecnología. “Le voy a dar un ejemplo”, me dijo: “en cierta ocasión escribí un cuento cuyo protagonista era el dueño de un cine donde proyectaban películas pornográficas. El cuento lo escribí hace cuatro años y se ha convertido en una irrecuperable pieza de museo. Hoy en día, a nadie se le ocurre ir a un cine a presenciar filmes pornográficos cuando los puede ver tranquilamente en su videocasetera. Si tuviese que escribir el cuento de nuevo debería catalogar al dueño del cine como un incurable idiota que se ilusiona con atraer espectadores a su sala. Eso le da una idea de nuestros cambios tecnológicos. Creo que el cambio final será crear seres humanos artificiales. No porque sean necesarios, sino porque al parecer los seres humanos naturales han perdido las ganas vivir en nuestro planeta”.
Vonnegut admitió que Hocus Pocus era mucho más amarga que su famosa Matadero Cinco, donde narró sus experiencias personales como soldado del ejército norteamericano. Tras ser capturado por los alemanes en los meses finales de la segunda guerra mundial, tuvo el horrendo privilegio de presenciar el bombardeo aliado a Dresde, donde murieron 135.000 personas calcinadas como si hubieran sido trozos de hojaldre.

“En Matadero Cinco todavía tenía esperanzas de que podríamos construir una nueva sociedad”, me dijo. “Pero ahora resulta obvio que no estamos en condiciones de construir nada”.
–En un futuro tan turbulento como el diagnosticado por Vonnegut, ¿Existe espacio para sus novelas?
–Depende en gran medida de si hay gente dispuesta a dictar clases sobre mis libros en las universidades. Vea lo que está ocurriendo ahora con Ernest Hemingway, por ejemplo. Hace dos años asistí a una conferencia de expertos en Hemingway que se hizo en Boisie, Idaho. Y allí descubrí que ni siquiera un solo relato de Hemingway es leído en la actualidad en los cursos preuniversitarios. Por lo tanto, es presumible que la reputación de Hemingway se extinguirá lentamente. En mi caso, hay todavía gente que escribe tesis doctorales sobre mi obra, lo cual significa que seguirán dictando clases acerca de ella Pero las reputaciones sobreviven también por razones extrañas. Si Van Gogh no se hubiera cortado la oreja ni hubiera cometido suicidio, me pregunto si sus pinturas serían adquiridas a los fabulosos precios de hoy en día. Y después está el Premio Nobel, que garantiza cierta cuota de inmortalidad. Así como el denigrar el galardón. De hecho, Luis Ferdinand Céline debería haber ganado el Nobel por sus novelas Muerte a crédito y Viaje al fin de la noche. Lamentablemente, cometió la indiscreción de decir, luego de concluir la segunda guerra mundial, “cada trasero envaselinado de Europa ha recibido su Premio Nobel. Yo ya me puse vaselina. ¿Dónde está el Nobel que me corresponde?” Por supuesto, nunca se lo dieron. Pero creo que sus novelas sobrevivirán a la ausencia del galardón.
– ¿Existe alguna novela de Vonnegut que tenga garantizada la inmortalidad?
–Tal vez Cat's Cradle. Me siento orgulloso de ese libro. Creo que es el más inteligente de los que he escrito. La novela más perdurable de Voltaire es el Cándido, ¿no? Pues bien, mí Cándido es Cat's Cradle.
–En Matadero Cinco, Vonnegut recuerda un consejo que le dio su padre antes de morir: “Nunca escribas un relato donde el protagonista es un villano”. Sin embargo, los relatos de Vonnegut están repletos de villanos, como el famoso Howard W. Campbell Jr., de Madre Noche.
¿Por qué su fascinación con la gente mala?
–Bueno, creo que la gente mala constituye una parte importante de nuestra población. Pero no quiero que se me entienda mal. Aunque los villanos abundan, no representan el sector principal. Usted sabe, recibo mucha correspondencia, presuntamente porque muchos me consideran un ser simpático.  Hace poco una mujer me escribió una carta preguntándome si valía la pena traer un hijo a este mundo terrible. Yo le contesté que sí, que la vida vale la pena de ser vivida justamente por la cantidad de santos con los que uno tropieza. Y se los puede encontrar de manera inesperada. En el ejército, en un hospital, casi en todas partes. Se trata de gente tan virtuosa, amable, fuerte –no necesariamente religiosa–, tan increíblemente decente y justa, que resulta muy apasionante encontrarla. Casi más divertido que pescar un pez enorme o batear un jonrón en el béisbol.
– ¿Cómo hace para escribir libros tan devorables? Una revista literaria dijo que “leer a Vonnegut es algo más que un placer; es una adicción”.
–Tal vez se deba a que aprendí de muy buenos narradores. Por ejemplo, Robert Louis Stevenson. Uno de mis deseos hubiera sido escribir La isla del tesoro. Esa novela tiene una frase fabulosa al final de su primera parte. Mientras el buque se hace a la mar, el joven protagonista de la historia pregunta al capitán del navío: “Dígame, señor Silver, ¿ha visto alguna vez en su vida a un pirata de verdad?”, y resulta que toda la tripulación del buque, incluido su capitán, el inolvidable Long John Silver, está formada por piratas.
Vonnegut también deja el legado de una situación fabulosa en su novela Madre Noche. Campbell, el protagonista, doble criminal de guerra y doble patriota, está detenido en una celda, en Israel. Cierta noche uno de sus compañeros de cárcel, ansioso por escribir sus memorias, le consulta tímidamente: “Dígame, señor Campbell ¿Usted dedica ciertas horas del día a escribir, sin importar si tiene o no ganas, o prefiere dejarse llevar por un rapto de inspiración?” El que formula la pregunta es Adolf Eichmann, acusado de asesinar a seis millones de judíos. Es una pregunta que Vonnegut ha escuchado con frecuencia, aunque no formulada por criminales de guerra.
–Creo que todo escritor responde a esa pregunta de la misma manera– me dijo. –Escribo todos los días, incluso sábados y domingos. También en Navidad. Bueno, creo que la mayoría de las personas no puede darse ese lujo, pues debe trabajar en empleos de ocho horas. No todos los libros brindan mucho dinero para vivir de ellos. De hecho, de los 250 millones de personas que viven en Estados Unidos en la actualidad, yo soy uno de los 300 que pueden ganarse la vida escribiendo. Es por eso que escribo todos los días, para ganarme el jornal. Trabajo un promedio de cuatro horas, el tiempo que Dios o nuestra evolución nos otorga para exhibir nuestra agudeza. Mis cuatro horas en la actualidad son de 5 a 9 de la mañana. Antes solían ser de 8 de la mañana al mediodía. Pero deben ser horas continuas de trabajo. De esa manera, tardo entre tres y cuatro años en finalizar un libro. Y eso, pese a su aparente simplicidad. Lo que ocurre es que la sencillez es el resultado de un trabajo endiablado.

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