Mario Szichman
“La verdad puede ser muy
divertida
En cierta aterradora forma,
Especialmente
Cuando está ligada a la codicia
Y a la hipocresía”.
Kurt Vonnegut, Hocus
Pocus
Kurt Vonnegut fue uno de los más insolentes
renovadores de la narrativa norteamericana. Usando recursos del comic y de la ciencia ficción, el
escritor confirió humor a sus negras visiones de la sociedad norteamericana. Su
novela más conocida, Slaugtherhouse Five,
Matadero cinco, recogió sus experiencias como prisionero de guerra de los
alemanes durante el bombardeo de Dresde, en la segunda guerra mundial. Entre
muchas otras obras, también rubricó las novelas Hocus pocus y Pájaro
enjaulado, y el libro de ensayos Domingo
de ramos.
Entrevisté a Vonnegut en septiembre de 1990, cuando
publicó Hocus Pocus, una novela que
transcurría en el futuro cercano, en el 2001, el año en que 19 piratas aéreos
de Al–Qaida estrellaron dos aeronaves comerciales contra las torres gemelas del
World Trade Center, y otra contra un
ala del Pentágono, en los suburbios de Washington, D.C.
Pero en la narración de Vonnegut el
futuro avizorado era diferente. Eugene Debs Hartke, el protagonista de Hocus Pocus, veterano de la guerra de
Vietnam y profesor universitario, aguardaba a ser llevado a juicio como
presunto autor intelectual de una fuga en masa de una prisión de máxima
seguridad. Y, mientras esperaba el inicio del proceso encerrado en una
biblioteca que cobijaba 800.000 volúmenes (como en la mayoría de las bibliotecas,
opinaba el protagonista, “casi todos los libros están escritos para o acerca de
la clase gobernante”), Debs Harke mataba el tiempo pasando revista a su
historia personal, ligada al último medio siglo de historia norteamericana,
desde la segunda guerra mundial en adelante.
El protagonista escribía sus recuerdos
en toda clase de hojas, desde papel para envolver hasta descartadas tarjetas de
negocios. Las líneas que separaban pasajes dentro de cada capítulo “Indican dónde
un pedazo de papel se acabó y el otro comenzó. A pasaje más corto, pedazo de
papel más pequeño”. Este tipo de técnica narrativa fue construyendo un collage
de gran coherencia interna, una de las marcas de fábrica del Vonnegut de la
madurez. Eso también lo demostraba su más reciente libro de ensayos, Fates Worse than Death. En ambos casos, el autor usaba
bruscos saltos temporales, devastadores comentarios de dos o tres líneas y la
primera persona para provocar al lector.
En el futuro diseñado por Vonnegut,
Estados Unidos se transformaba en “una nación en bancarrota cuyos bienes han
sido vendidos a extranjeros, una nación empantanada por plagas incontrolables y
superstición y analfabetismo y una televisión hipnótica, y con escasos servicios
de salud para los pobres”. Algunas cosas habían desaparecido, entre ellas la
selva amazónica y el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, calcinado hasta los
cimientos por algún incendiario aburrido, y convertido en un terreno baldío adquirido
por un japonés. La presencia de la segunda potencia del planeta se notaba en
otros sectores. La prisión en que estaba encerrado Debs Hartke había sido
entregada a un consorcio nipón “que ha reducido el despilfarro y la corrupción
casi a cero y sólo cobra al Estado por escarmentar prisioneros apenas un 75 por
ciento de lo que el Estado solía pagarse a sí mismo por idénticos servicios”.
Pero ese “ejército de ocupación cuyo uniforme es un traje de tres piezas” se
mostraba desalentado por la adquisición de Estados Unidos. Según confesaba al
protagonista el asiático director de la prisión, “Estados Unidos es nuestro
Vietnam”. (Por cierto, después que Vonnegut publicó Hocus Pocus, su casa editora, Putnam's, fue adquirida por
empresarios japoneses.)
Excepto los negocios controlados por
la mafia, todo en el Estados Unidos del futuro había sido vendido al
extranjero. Y la principal industria de Estados Unidos era “la obtención y distribución
de productos químicos que, cuando son incorporados al torrente sanguíneo,
brindan a cualquier persona en capacidad de adquirirlos infundados sentimientos
de progresos personales”.
Lo que hace fascinante Hocus Pocus es que su narrador se caracteriza
por sus buenos modales y por su inagotable amoralidad. Vonnegut, que creó su
propia progenie literaria a lo largo de 13 novelas, seguramente debió haber pensado
en Howard W. Campbell Jr., el protagonista de la magnífica Mother Night, Madre Noche, a la hora de diseñar a Eugene Debs
Hartke. Así como Campbell era al mismo tiempo el perfecto villano y el abnegado
héroe, acusado públicamente de crímenes de guerra nazis y secretamente exaltado
como patriota por haber rendido a los aliados invaluables servicios en el campo
del contraespionaje, Debs Hartke es por un lado un hombre capaz de enorme compasión
y de gestos generosos, muy bien educado (“No hay palabras obscenas en este
libro”, dice, porque dichas palabras “permiten a personas que no desean
escuchar información desagradable cerrar sus oídos y sus ojos” ante los demás),
y por el otro, un abyecto cobarde y un cínico. Como relacionista público en Vietnam
consideraba “tan natural como respirar el decirle a la prensa y a los reclutas
que bajaban de buques y aviones que estábamos claramente ganando, y que la
gente en nuestro país debería sentirse orgullosa y feliz por todas las cosas
buenas que estábamos haciendo aquí”. Y luego, concluía con esta línea: “Aprendí
a mentir de esa manera en la universidad.”
Un buen comentario acerca del arte
narrativo de Vonnegut es que su protagonista posee la carnalidad suficiente para
embaucar al lector y forzarlo a leer la novela en una sola sentada.
Debs Hartke no es sólo una voz. Es un
ser humano demasiado consciente de sus debilidades y muy lúcido para tener
esperanza. Y, como su creador, se la pasa formulando las mismas incómodas
preguntas que los niños plantean a sus mayores: ¿Qué es el bien? ¿Qué es el
mal? ¿Para qué estamos en la Tierra? ¿Por qué hay guerras?
Debs Hartke/Vonnegut carece de
respuestas, pero sus interrogantes y sus descubrimientos no dan tregua al
lector y pueden garantizarle algunas saludables, jocosas noches sin dormir.
Como señala el protagonista: “la verdad puede ser muy divertida en cierta aterradora
forma, especialmente cuando está ligada a la codicia y a la hipocresía”.
Entrevisté a Vonnegut para The Associated Press a raíz de la publicación de Hocus Pocus. Fue en las oficinas de la
editorial Putnam´s. Vonnegut era un desgarbado gigante, de increíble calidez
humana, y de un sentido del humor nutrido de gran ironía, pero de escaso
sarcasmo. Era el más europeo de los escritores norteamericanos, no solo por sus
ancestros alemanes, sino porque siempre mantuvo estrechos contactos con
escritores del Viejo Mundo. Heinrich Boll, el premio Nóbel alemán, sentía por
Vonnegut una admiración cercana a la idolatría, pues era un sabio en todo el
sentido del término, y de una generosidad difícil de encontrar en otros
intelectuales. No sólo era un eximio escritor, sino además un muy buen
dibujante y pintor. Llevé conmigo varias de sus novelas para que me las
dedicara. Vonnegut hizo algo más: ilustró varias de ellas, inclusive hizo
dibujos de su inconfundible perfil con un cigarrillo colgando de sus labios.
Le dije que cuando publicaron Hocus Pocus, muchos críticos lo acusaron
de ser un incurable pesimista debido a sus palabras de alerta sobre la
vertiginosa destrucción del medio ambiente, en tanto otros lo tacharon de
incurable optimista por ubicar la acción de su novela en el año 2001, brindando
al homo sapiens la insensata esperanza de que lograría arribar al siglo veintiuno.
Vonnegut se disculpó indicando que a
veces es difícil acompañar al ser humano en su travesía por la vida a causa de
los radicales cambios en la tecnología. “Le voy a dar un ejemplo”, me dijo: “en
cierta ocasión escribí un cuento cuyo protagonista era el dueño de un cine
donde proyectaban películas pornográficas. El cuento lo escribí hace cuatro años
y se ha convertido en una irrecuperable pieza de museo. Hoy en día, a nadie se
le ocurre ir a un cine a presenciar filmes pornográficos cuando los puede ver
tranquilamente en su videocasetera. Si tuviese que escribir el cuento de nuevo debería
catalogar al dueño del cine como un incurable idiota que se ilusiona con atraer
espectadores a su sala. Eso le da una idea de nuestros cambios tecnológicos. Creo
que el cambio final será crear seres humanos artificiales. No porque sean
necesarios, sino porque al parecer los seres humanos naturales han perdido las
ganas vivir en nuestro planeta”.
Vonnegut admitió que Hocus Pocus era mucho más amarga que su
famosa Matadero Cinco, donde narró
sus experiencias personales como soldado del ejército norteamericano. Tras ser
capturado por los alemanes en los meses finales de la segunda guerra mundial,
tuvo el horrendo privilegio de presenciar el bombardeo aliado a Dresde, donde
murieron 135.000 personas calcinadas como si hubieran sido trozos de hojaldre.
“En Matadero Cinco todavía tenía
esperanzas de que podríamos construir una nueva sociedad”, me dijo. “Pero ahora
resulta obvio que no estamos en condiciones de construir nada”.
–En un futuro tan turbulento como el
diagnosticado por Vonnegut, ¿Existe espacio para sus novelas?
–Depende en gran medida de si hay
gente dispuesta a dictar clases sobre mis libros en las universidades. Vea lo
que está ocurriendo ahora con Ernest Hemingway, por ejemplo. Hace dos años asistí
a una conferencia de expertos en Hemingway que se hizo en Boisie, Idaho. Y allí
descubrí que ni siquiera un solo relato de Hemingway es leído en la actualidad
en los cursos preuniversitarios. Por lo tanto, es presumible que la reputación
de Hemingway se extinguirá lentamente. En mi caso, hay todavía gente que
escribe tesis doctorales sobre mi obra, lo cual significa que seguirán dictando
clases acerca de ella Pero las reputaciones sobreviven también por razones extrañas.
Si Van Gogh no se hubiera cortado la oreja ni hubiera cometido suicidio, me
pregunto si sus pinturas serían adquiridas a los fabulosos precios de hoy en día.
Y después está el Premio Nobel, que garantiza cierta cuota de inmortalidad. Así
como el denigrar el galardón. De hecho, Luis Ferdinand Céline debería haber
ganado el Nobel por sus novelas Muerte a crédito
y Viaje al fin de la noche.
Lamentablemente, cometió la indiscreción de decir, luego de concluir la segunda
guerra mundial, “cada trasero envaselinado de Europa ha recibido su Premio
Nobel. Yo ya me puse vaselina. ¿Dónde está el Nobel que me corresponde?” Por
supuesto, nunca se lo dieron. Pero creo que sus novelas sobrevivirán a la ausencia
del galardón.
– ¿Existe alguna novela de Vonnegut
que tenga garantizada la inmortalidad?
–Tal vez Cat's Cradle. Me siento orgulloso de ese libro. Creo que es el más
inteligente de los que he escrito. La novela más perdurable de Voltaire es el Cándido, ¿no? Pues bien, mí Cándido es Cat's Cradle.
–En Matadero Cinco, Vonnegut recuerda un consejo que le dio su padre
antes de morir: “Nunca escribas un relato donde el protagonista es un villano”.
Sin embargo, los relatos de Vonnegut están repletos de villanos, como el famoso
Howard W. Campbell Jr., de Madre Noche.
¿Por qué su fascinación con la gente mala?
–Bueno, creo que la gente mala
constituye una parte importante de nuestra población. Pero no quiero que se me
entienda mal. Aunque los villanos abundan, no representan el sector principal.
Usted sabe, recibo mucha correspondencia, presuntamente porque muchos me
consideran un ser simpático. Hace poco
una mujer me escribió una carta preguntándome si valía la pena traer un hijo a
este mundo terrible. Yo le contesté que sí, que la vida vale la pena de ser
vivida justamente por la cantidad de santos con los que uno tropieza. Y se los
puede encontrar de manera inesperada. En el ejército, en un hospital, casi en
todas partes. Se trata de gente tan virtuosa, amable, fuerte –no necesariamente
religiosa–, tan increíblemente decente y justa, que resulta muy apasionante
encontrarla. Casi más divertido que pescar un pez enorme o batear un jonrón en
el béisbol.
– ¿Cómo hace para escribir libros tan
devorables? Una revista literaria dijo que “leer a Vonnegut es algo más que un
placer; es una adicción”.
–Tal vez se deba a que aprendí de muy
buenos narradores. Por ejemplo, Robert Louis Stevenson. Uno de mis deseos hubiera sido
escribir La isla del tesoro. Esa
novela tiene una frase fabulosa al final de su primera parte. Mientras el buque
se hace a la mar, el joven protagonista de la historia pregunta al capitán del navío:
“Dígame, señor Silver, ¿ha visto alguna vez en su vida a un pirata de verdad?”,
y resulta que toda la tripulación del buque, incluido su capitán, el
inolvidable Long John Silver, está formada por piratas.
Vonnegut también deja el legado de una
situación fabulosa en su novela Madre
Noche. Campbell, el protagonista, doble criminal de guerra y doble
patriota, está detenido en una celda, en Israel. Cierta noche uno de sus
compañeros de cárcel, ansioso por escribir sus memorias, le consulta
tímidamente: “Dígame, señor Campbell ¿Usted dedica ciertas horas del día a
escribir, sin importar si tiene o no ganas, o prefiere dejarse llevar por un
rapto de inspiración?” El que formula la pregunta es Adolf Eichmann, acusado de
asesinar a seis millones de judíos. Es una pregunta que Vonnegut ha escuchado
con frecuencia, aunque no formulada por criminales de guerra.
–Creo que todo escritor responde a esa
pregunta de la misma manera– me dijo. –Escribo todos los días, incluso sábados
y domingos. También en Navidad. Bueno, creo que la mayoría de las personas no
puede darse ese lujo, pues debe trabajar en empleos de ocho horas. No todos los
libros brindan mucho dinero para vivir de ellos. De hecho, de los 250 millones
de personas que viven en Estados Unidos en la actualidad, yo soy uno de los 300
que pueden ganarse la vida escribiendo. Es por eso que escribo todos los días,
para ganarme el jornal. Trabajo un promedio de cuatro horas, el tiempo que Dios
o nuestra evolución nos otorga para exhibir nuestra agudeza. Mis cuatro horas
en la actualidad son de 5 a 9 de la mañana. Antes solían ser de 8 de la mañana
al mediodía. Pero deben ser horas continuas de trabajo. De esa manera, tardo
entre tres y cuatro años en finalizar un libro. Y eso, pese a su aparente
simplicidad. Lo que ocurre es que la sencillez es el resultado de un trabajo
endiablado.
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