Una de las marcas de un gran autor es que se
va liberando de grasa a medida que prospera en su obra. En el arte, siempre
menos es más. Creo que todos los escultores deberían terminar haciendo obras
tan etéreas, tan sólidas como Giacometti, y los pintores copiar los trazos del
Picasso que dibujó a Don Quijote y a Sancho Panza, y los narradores escribir
como el Dostoievski de esa obra incomparable que es Memorias del Subsuelo, con ese comienzo que quita el aliento (“Soy
un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del
hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo
que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado, aunque siento respeto por la
medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso, cuando menos
lo bastante para respetar la medicina. (Tengo suficiente cultura para no ser
supersticioso, pero lo soy.) Sí, no quiero curarme por rabia. Esto,
seguramente, ustedes no lo pueden entender. Pero yo sí lo entiendo”).
Scott Fitzgerald lamentaba que los escritores
norteamericanos carecieran de segundo acto. Pero hay excepciones. El Truman
Capote de A sangre fría nos brindó,
en los años finales de su vida, Handcarved
Coffins, Ataúdes tallados a mano . Y realmente, prefiero el segundo acto.
Ese relato corto carece, afortunadamente, del patetismo de A sangre fría, pero lo compensa exhibiendo una vasta ferocidad en
los asesinatos planeados por una mente muy enferma. Hay mucho melodrama en A sangre fría. Hay una gran tragedia en Handcarved Coffins. Y la diferencia se
nota. La tragedia, después de todo, sigue siendo un canto a la vida. Es la
vida. La tragedia no sólo nos obliga a arrostrar la muerte. También nos impulsa
a superarla. En cambio, en el melodrama solo impera el sufrimiento.
No voy
a negar los méritos de A sangre
fría. Es una novela espléndida. Nadie puede olvidar a la pareja de
asesinos, Dick y Perry, especialmente la semblanza que Capote traza de ambos.
Si hay algo que un novelista debe esquivar como la peste es detallar un
personaje. Ira Levin, en su incomparable policial A Kiss Before Dying,
aprovecha la perplejidad que invade al lector sobre el aspecto físico del
asesino, para construir suspenso. En determinado momento, una de las
potenciales víctimas confronta a dos hombres. Uno de ellos podría ser su
salvador, el otro, su verdugo. Durante decenas de páginas, en la mitad de la
narración, el lector no sabe quien es quien. (El recurso es en más de un
sentido un toque maestro, pues la mitad de cualquier novela tiende a naufragar
aburriendo al lector. Eso no ocurre en A
Kiss Before Dying, donde la tensión se multiplica).
En A
sangre fría, el novelista nos informa que el rostro de Dick, uno de sus
asesinos, estaba compuesto por partes desiguales. “Era como si su cabeza
hubiera sido partida en dos, igual que una manzana, y luego vuelta a ensamblar,
y descentrada”. Las facciones, alineadas de manera imperfecta, eran el
resultado de un accidente de automóvil que había dejado su estrecho rostro, de
extensas mandíbulas, algo inclinado, con la parte izquierda más baja que la
derecha. “Como resultado, sus labios eran levemente oblicuos, y la nariz
ladeada, en tanto sus ojos no solo estaban emplazados a niveles desparejos,
eran, además, de distinto tamaño”.
Y cuando Dick mostraba “su venenoso estrabismo”, era como una
señal “de un amargo sedimento interno”. Capote, que era un genio del detalle,
agregaba de inmediato que Perry, para consolarlo, le decía: “Tus ojos no son un
problema. Pues tienes una sonrisa maravillosa. Una de esas sonrisas que realmente
funcionan”.
En cuanto a Perry, también había sufrido un
accidente mientras manejaba su motocicleta, sus piernas se habían quebrado en
cinco partes, y nunca se le había ido el dolor. Consumía de manera cotidiana
enormes cantidades de aspirina. Las devoraba sin diluir en agua.
Y la estampa de ambos misfits (inadaptados) circula por toda la novela creciendo en la
imaginación del lector. Hace décadas que leí por primera vez A sangre fría, y sigo recordando la
pareja de asesinos con la misma claridad del comienzo. Allí está Perry,
afligido por continuos dolores de cabeza, eternamente masticando aspirinas, una
especie de grotesco jockey cuyas flacas y dañadas piernas están asentadas en el
torso de un levantador de pesas, y Dick, con sus ínfulas de intelectual, un
“fanático del diccionario, un devoto de palabras de difícil significado".
Ambos no son solo misfits. Tratan
además de incursionar en una cultura bastarda, son furtivos merodeadores de la
poesía, inclusive encuadernan sus versos, algunos pornográficos, en un libro
producido en la penitenciaría del estado de Kansas.
Y otro gran acierto de la novela es el
discordante contraste con la familia Clutter, compuesta por Herbert Clutter, un
granjero de Holcomb, Kansas, su esposa, y sus cuatro hijos. (Dos de ellos fueron
asesinados por Dick y Perry, junto con sus padres).
Si Capote hubiera escrito una novela pura y
simple, tal vez no hubiera mencionado esos rasgos de los asesinos. Algún
crítico hubiera dicho que esas descripciones físicas eran burdas, que el
escritor trataba de marcar en los cuerpos la locura moral de Dick y Perry. Y
aunque Capote no escribió estrictamente un libro de non fiction, pues hay numerosas discrepancias con los hechos
reales, en el contexto de esa narrativa los detalles son magníficos, y creíbles.
Si, también el crimen deja huellas no solo en el alma sino en el cuerpo.
EL SEGUNDO ACTO FUE TODAVÍA MEJOR
Capote aprendió mucho de A sangre fría. Aprendió, básicamente, que el claroscuro es mucho
más reticente, más creador, que la plena luz del día. Y que la ambigüedad es
necesaria, pues no toda verdad puede ser revelada. Y descubrió, también, lo
difícil que es decidir entre el bien y el mal, así como el escollo de eludir
las preguntas de difícil respuesta. (Además, como me dijo en cierta oportunidad
mi bitácora narrativa –con su proverbial lucidez acompañada de sorna–: “No hay
que darle al lector la papa pisada”).
El contrato entre el escritor y el lector
circula en ambas vías. Sin el aporte del lector a su idea de la justicia y de
la injusticia, la faena del autor queda siempre incompleta. Y fue así como más
de dos décadas después de A sangre fría,
Capote publicó Handcarved Coffins
para mostrar hasta donde podía llegar su talento.
Aunque el relato está emparedado entre los
seis cuentos y las seis entrevistas de Música para camaleones, brilla con luz
propia. Creo que en otros países lo hubieran publicado por separado, como han
hecho con esa obra maestra que es El
coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez.
¿Es Ataúdes tallados a mano otro relato de non fiction? Hay nombres y apellidos,
hay descripciones de un pueblo. Pero ¿Dónde transcurre exactamente la
narración? En un impreciso estado del Oeste norteamericano. Nunca nos enteramos
del nombre del pueblo. ¿Existió el detective encargado de investigar los
homicidios, o el ingenioso asesino encargado de llevarlos a cabo?
Un día, Truman Capote recibe una invitación
de Jake Pepper, un detective que trabaja para la oficina de investigaciones de
un estado norteamericano. El detective intenta descubrir al culpable de una
serie de asesinatos cometidos “en una población de un pequeño estado
occidental”. El método del asesinato es diabólicamente ingenioso. Primero
alerta a sus víctimas enviándoles por correo diminutos ataúdes tallados a mano.
Cuando se abre la tapa del ataúd, se puede observar el rostro, o los rostros,
de los condenados a muerte. Son fotos tomadas de manera casual, con una cámara
Polaroid. Al principio, las virtuales víctimas se muestran perplejas con el
envío de los ataúdes. Pero los sobrevivientes rápidamente descubren el macabro
ingenio. Primero es una pareja la que recibe el ataúd, con sus fotos en el
interior. Poco después, cuando ambos suben a su carro, son atacados por víboras
venenosas que les causan la muerte en escasos minutos. El detective ha
descubierto que las víboras han sido dopadas con anfetaminas para incrementar
su ferocidad.
Luego le toca el turno a un granjero. El
hombre se siente orgulloso de un jeep que ha creado con sus propias manos. Es
apenas una plataforma con un motor y cuatro ruedas, carece de techo y de
parabrisas. Un día, el granjero está retornando a su hogar, a bordo de su
estrafalario vehículo, cuando es decapitado por un delgado alambre tendido
entre dos árboles emplazados a ambos lados de un angosto camino.
Y los ataúdes tallados a mano siguen siendo
enviados por correo a otras personas. No voy a contar la trama, para no
arruinar la lectura. Pero todo se acelera, y el dramatismo y el suspenso se
hacen difíciles de soportar, cuando entre quienes reciben el ataúd figura una
maestra. La mujer le comunica al detective la novedad, y poco después, ambos se
enamoran de manera desesperada.
Para esa narración Truman Capote abandonó
todo intento de imparcialidad, como lo hizo con A sangre fría. No sólo es testigo, sino protagonista. Y el relato
es el diálogo entre Capote, el detective, los personajes amenazados, y el
presunto asesino. Más teatral, imposible.
Nunca se expuso tanto el novelista como en
ese relato. Inclusive el recurso al diálogo teatral es puro malabarismo, del
cual sale muy bien librado.
Dicen que Goya, en los últimos años de su
vida, azuzado por su demencial sordera y por su ímpetu creador (muchos pueden
atestiguar que los grandes artistas alcanzan su excelencia en la vejez) empezó
a prescindir de pinceles, espátulas y tiralíneas, y concretaba sus trazos
hundiendo trozos de cuerdas, trapos y cucharas de postre en jarras repletas de
óleo y aplicando luego los colores a lienzos o muros. Esa misma clase de
síntesis se observa en la bella nouvelle
de Capote. El gran narrador ha prescindido de sus magníficos detalles, no es
posible visualizar ese increíble rostro de Dick, surtido de partes desiguales,
o esas flageladas piernas de Perry. Con una o dos rayas nos va dibujando el
carácter de las víctimas, la desesperación del detective por evitar el
asesinato de su amada, el orgullo y la calidad humana del villano.
Truman Capote decidió que era necesario dejar
muchas pinceladas de lado. Inclusive cambió el pincel por un trozo de cuerda. Handcarved Coffins es una magnífica
narración, destituida de toda hojarasca. Se acerca más a la fábula que a la
novela, es un poco como Michael Kohlhaas, la nouvelle de Heinrich von Kleist marcada por la fanática búsqueda de
la justicia que lleva al protagonista primero a la insensatez, y después a la
muerte, y cuyos ecos siguen resonando en las obras de autores modernos.
¿Ficción, non
fiction? La respuesta debería ser la que Rhett Butler le ofreció a Scarlett
O'Hara cuando se preguntaba llorosa en Lo
que el viento se llevó, “¿Donde debo ir, qué debo hacer?”: "Frankly,
my dear, I don't give a damn".
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