sábado, 7 de junio de 2014

Ataúdes tallados a mano


Mario Szichman




Una de las marcas de un gran autor es que se va liberando de grasa a medida que prospera en su obra. En el arte, siempre menos es más. Creo que todos los escultores deberían terminar haciendo obras tan etéreas, tan sólidas como Giacometti, y los pintores copiar los trazos del Picasso que dibujó a Don Quijote y a Sancho Panza, y los narradores escribir como el Dostoievski de esa obra incomparable que es Memorias del Subsuelo, con ese comienzo que quita el aliento (“Soy un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado, aunque siento respeto por la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso, cuando menos lo bastante para respetar la medicina. (Tengo suficiente cultura para no ser supersticioso, pero lo soy.) Sí, no quiero curarme por rabia. Esto, seguramente, ustedes no lo pueden entender. Pero yo sí lo entiendo”).
Scott Fitzgerald lamentaba que los escritores norteamericanos carecieran de segundo acto. Pero hay excepciones. El Truman Capote de A sangre fría nos brindó, en los años finales de su vida, Handcarved Coffins, Ataúdes tallados a mano . Y realmente, prefiero el segundo acto. Ese relato corto carece, afortunadamente, del patetismo de A sangre fría, pero lo compensa exhibiendo una vasta ferocidad en los asesinatos planeados por una mente muy enferma. Hay mucho melodrama en A sangre fría. Hay una gran tragedia en Handcarved Coffins. Y la diferencia se nota. La tragedia, después de todo, sigue siendo un canto a la vida. Es la vida. La tragedia no sólo nos obliga a arrostrar la muerte. También nos impulsa a superarla. En cambio, en el melodrama solo impera el sufrimiento.
No voy  a negar los méritos de A sangre fría. Es una novela espléndida. Nadie puede olvidar a la pareja de asesinos, Dick y Perry, especialmente la semblanza que Capote traza de ambos. Si hay algo que un novelista debe esquivar como la peste es detallar un personaje. Ira Levin, en su incomparable policial A Kiss Before Dying, aprovecha la perplejidad que invade al lector sobre el aspecto físico del asesino, para construir suspenso. En determinado momento, una de las potenciales víctimas confronta a dos hombres. Uno de ellos podría ser su salvador, el otro, su verdugo. Durante decenas de páginas, en la mitad de la narración, el lector no sabe quien es quien. (El recurso es en más de un sentido un toque maestro, pues la mitad de cualquier novela tiende a naufragar aburriendo al lector. Eso no ocurre en A Kiss Before Dying, donde la tensión se multiplica).
En A sangre fría, el novelista nos informa que el rostro de Dick, uno de sus asesinos, estaba compuesto por partes desiguales. “Era como si su cabeza hubiera sido partida en dos, igual que una manzana, y luego vuelta a ensamblar, y descentrada”. Las facciones, alineadas de manera imperfecta, eran el resultado de un accidente de automóvil que había dejado su estrecho rostro, de extensas mandíbulas, algo inclinado, con la parte izquierda más baja que la derecha. “Como resultado, sus labios eran levemente oblicuos, y la nariz ladeada, en tanto sus ojos no solo estaban emplazados a niveles desparejos, eran, además, de distinto tamaño”.
Y cuando Dick mostraba “su venenoso estrabismo”, era como una señal “de un amargo sedimento interno”. Capote, que era un genio del detalle, agregaba de inmediato que Perry, para consolarlo, le decía: “Tus ojos no son un problema. Pues tienes una sonrisa maravillosa. Una de esas sonrisas que realmente funcionan”.
En cuanto a Perry, también había sufrido un accidente mientras manejaba su motocicleta, sus piernas se habían quebrado en cinco partes, y nunca se le había ido el dolor. Consumía de manera cotidiana enormes cantidades de aspirina. Las devoraba sin diluir en agua.
Y la estampa de ambos misfits (inadaptados) circula por toda la novela creciendo en la imaginación del lector. Hace décadas que leí por primera vez A sangre fría, y sigo recordando la pareja de asesinos con la misma claridad del comienzo. Allí está Perry, afligido por continuos dolores de cabeza, eternamente masticando aspirinas, una especie de grotesco jockey cuyas flacas y dañadas piernas están asentadas en el torso de un levantador de pesas, y Dick, con sus ínfulas de intelectual, un “fanático del diccionario, un devoto de palabras de difícil significado". Ambos no son solo misfits. Tratan además de incursionar en una cultura bastarda, son furtivos merodeadores de la poesía, inclusive encuadernan sus versos, algunos pornográficos, en un libro producido en la penitenciaría del estado de Kansas.
Y otro gran acierto de la novela es el discordante contraste con la familia Clutter, compuesta por Herbert Clutter, un granjero de Holcomb, Kansas, su esposa, y sus cuatro hijos. (Dos de ellos fueron asesinados por Dick y Perry, junto con sus padres).
Si Capote hubiera escrito una novela pura y simple, tal vez no hubiera mencionado esos rasgos de los asesinos. Algún crítico hubiera dicho que esas descripciones físicas eran burdas, que el escritor trataba de marcar en los cuerpos la locura moral de Dick y Perry. Y aunque Capote no escribió estrictamente un libro de non fiction, pues hay numerosas discrepancias con los hechos reales, en el contexto de esa narrativa los detalles son magníficos, y creíbles. Si, también el crimen deja huellas no solo en el alma sino en el cuerpo.

EL SEGUNDO ACTO FUE TODAVÍA MEJOR

Capote aprendió mucho de A sangre fría. Aprendió, básicamente, que el claroscuro es mucho más reticente, más creador, que la plena luz del día. Y que la ambigüedad es necesaria, pues no toda verdad puede ser revelada. Y descubrió, también, lo difícil que es decidir entre el bien y el mal, así como el escollo de eludir las preguntas de difícil respuesta. (Además, como me dijo en cierta oportunidad mi bitácora narrativa –con su proverbial lucidez acompañada de sorna–: “No hay que darle al lector la papa pisada”).
El contrato entre el escritor y el lector circula en ambas vías. Sin el aporte del lector a su idea de la justicia y de la injusticia, la faena del autor queda siempre incompleta. Y fue así como más de dos décadas después de A sangre fría, Capote publicó Handcarved Coffins para mostrar hasta donde podía llegar su talento.
Aunque el relato está emparedado entre los seis cuentos y las seis entrevistas de Música para camaleones, brilla con luz propia. Creo que en otros países lo hubieran publicado por separado, como han hecho con esa obra maestra que es El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez.  
            ¿Es Ataúdes tallados a mano otro relato de non fiction? Hay nombres y apellidos, hay descripciones de un pueblo. Pero ¿Dónde transcurre exactamente la narración? En un impreciso estado del Oeste norteamericano. Nunca nos enteramos del nombre del pueblo. ¿Existió el detective encargado de investigar los homicidios, o el ingenioso asesino encargado de llevarlos a cabo? 
Un día, Truman Capote recibe una invitación de Jake Pepper, un detective que trabaja para la oficina de investigaciones de un estado norteamericano. El detective intenta descubrir al culpable de una serie de asesinatos cometidos “en una población de un pequeño estado occidental”. El método del asesinato es diabólicamente ingenioso. Primero alerta a sus víctimas enviándoles por correo diminutos ataúdes tallados a mano. Cuando se abre la tapa del ataúd, se puede observar el rostro, o los rostros, de los condenados a muerte. Son fotos tomadas de manera casual, con una cámara Polaroid. Al principio, las virtuales víctimas se muestran perplejas con el envío de los ataúdes. Pero los sobrevivientes rápidamente descubren el macabro ingenio. Primero es una pareja la que recibe el ataúd, con sus fotos en el interior. Poco después, cuando ambos suben a su carro, son atacados por víboras venenosas que les causan la muerte en escasos minutos. El detective ha descubierto que las víboras han sido dopadas con anfetaminas para incrementar su ferocidad.
Luego le toca el turno a un granjero. El hombre se siente orgulloso de un jeep que ha creado con sus propias manos. Es apenas una plataforma con un motor y cuatro ruedas, carece de techo y de parabrisas. Un día, el granjero está retornando a su hogar, a bordo de su estrafalario vehículo, cuando es decapitado por un delgado alambre tendido entre dos árboles emplazados a ambos lados de un angosto camino.
Y los ataúdes tallados a mano siguen siendo enviados por correo a otras personas. No voy a contar la trama, para no arruinar la lectura. Pero todo se acelera, y el dramatismo y el suspenso se hacen difíciles de soportar, cuando entre quienes reciben el ataúd figura una maestra. La mujer le comunica al detective la novedad, y poco después, ambos se enamoran de manera desesperada.  
Para esa narración Truman Capote abandonó todo intento de imparcialidad, como lo hizo con A sangre fría. No sólo es testigo, sino protagonista. Y el relato es el diálogo entre Capote, el detective, los personajes amenazados, y el presunto asesino. Más teatral, imposible.
Nunca se expuso tanto el novelista como en ese relato. Inclusive el recurso al diálogo teatral es puro malabarismo, del cual sale muy bien librado.  
Dicen que Goya, en los últimos años de su vida, azuzado por su demencial sordera y por su ímpetu creador (muchos pueden atestiguar que los grandes artistas alcanzan su excelencia en la vejez) empezó a prescindir de pinceles, espátulas y tiralíneas, y concretaba sus trazos hundiendo trozos de cuerdas, trapos y cucharas de postre en jarras repletas de óleo y aplicando luego los colores a lienzos o muros. Esa misma clase de síntesis se observa en la bella nouvelle de Capote. El gran narrador ha prescindido de sus magníficos detalles, no es posible visualizar ese increíble rostro de Dick, surtido de partes desiguales, o esas flageladas piernas de Perry. Con una o dos rayas nos va dibujando el carácter de las víctimas, la desesperación del detective por evitar el asesinato de su amada, el orgullo y la calidad humana del villano.
Truman Capote decidió que era necesario dejar muchas pinceladas de lado. Inclusive cambió el pincel por un trozo de cuerda. Handcarved Coffins es una magnífica narración, destituida de toda hojarasca. Se acerca más a la fábula que a la novela, es un poco como Michael Kohlhaas, la nouvelle de Heinrich von Kleist marcada por la fanática búsqueda de la justicia que lleva al protagonista primero a la insensatez, y después a la muerte, y cuyos ecos siguen resonando en las obras de autores modernos. 
¿Ficción, non fiction? La respuesta debería ser la que Rhett Butler le ofreció a Scarlett O'Hara cuando se preguntaba llorosa en Lo que el viento se llevó, “¿Donde debo ir, qué debo hacer?”:  "Frankly, my dear, I don't give a damn".





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