miércoles, 25 de junio de 2014

El profesor del deseo


Mario Szichman


“Sé siempre tú mismo, y si eso no basta, sé otro”.
Lema de la universidad de Princeton


     Arthur Jacob Wolff (1855-1936), el abuelo de Geoffrey Wolff, se proclamaba un racionalista. Sin embargo, toda la vida se aferró a una creencia irracional: suponía que cada palabra pronunciada nunca se extinguía y seguía “rebotando en la atmósfera”. (Eso fue mucho antes del Internet). Algún día, pensaba el abuelo de Geoffrey Wolff, cada palabra podría ser recuperada mediante algún instrumento y se cotizaría igual que dinero en un banco.
     Arthur II Wolff, alias El Duque (1907-1970), padre de Geoffrey Wolff, era en cambio un fetichista. No lo impresionaba tanto la historia de su familia, como los artefactos que esa familia había ido diseminando a lo largo de su existencia. Por lo tanto, en la relación con su hijo desarrolló “la vieja y triste historia del atajo que se arroga el amor a través de las cosas”. Si el hijo de El Duque se apasionaba por sellos o por monedas, “me llegaban álbumes”, con los ejemplares ya emplazados en los casilleros, “pervirtiendo así ciegamente, la naturaleza del deseo”. A diferencia de su progenitor, El Duque Wolff se aferró toda la vida a una sola creencia, irracional y maravillosa: suponía que el papel, impreso, estampado, rubricado aunque falso, era un sucedáneo de las genuinas acciones requeridas para obtenerlo. Y durante toda su vida trabajó arduamente para demostrarlo.
     Geoffrey Wolff (1938–) nieto de Arthur Jacob Wolff e hijo de Arthur II Wolff, parece haber llegado al mundo exclusivamente para recuperar toda palabra encapsulada por sus antepasados y reiterarlas en un libro. Aunque ha escrito seis novelas, varias biografías, un volumen de ensayos y otras obras de “non fiction,” su obra más conocida sigue siendo The Duke of Deception: Memories of My Father  (1979), que Ediciones del Norte tradujo hace algunas décadas al español con el título de Gato por Liebre. Y el libro de Geoffrey Wolff parte de una creencia irracional y maravillosa: una vez existió el sueño americano, y quien trató de concretarlo fue su padre.

EL DUQUE DE LA DECEPCIÓN

     La primera versión que Geoffrey Wolff obtuvo de su padre, El Duque, fue este curriculum:
–Estudios: Groton y Yale (dos prestigiosas casas de estudio).
–Actividades en tiempos de paz: piloto de pruebas.
–Actividades en tiempos de guerra: piloto en el Escuadrón de las Águilas, agente de los partisanos yugoslavos, zapador en la Resistencia Francesa.
–Origen: aristocrático. Estaba emparentado con los más nobles linajes de Europa.
     “Es una hermosa historia que podría narrar cualquier norteamericano perteneciente a un club exclusivo”, dice el novelista. “El único problema es que se trataba de una mentira. Mi padre era un artista del fraude”.  Ni estudió en Groton o Yale, ni fue agente del servicio secreto ni provenía de la aristocracia.
     “Mi padre era judío”, dice Wolff. “Y eso nunca le pareció una buena idea. Por lo tanto, decidió desintegrar su historia, comenzar de cero, recrearse a sí mismo, de la cabeza a los pies. El trabajo que siempre lo mantuvo con la camisa pegada al cuerpo era el de estafador”. Tanto su currículo universitario como sus inexistentes proezas militares o su imaginaria prosapia “era el precio que debía pagar para realizar negocios en una cultura donde solo interesan las apariencias”.

EL OFICIO DE NARRAR

     Todas las sociedades honorables se parecen entre sí, pero cada sociedad de pillos lo es a su manera. Y esta última, en sus rutinas, contribuye a iluminar las diferencias de su retrato en positivo.
     Vrain Lucas, el rey de los falsificadores, logró engañar a políticos franceses tan hábiles como el tribuno Adolf Thiers, simplemente porque apeló a su patriotismo. El estafador entregó a Thiers cartas de puño y letra de Lázaro, el resurrecto, dirigidas a “Mi amado San Pedro”. Las cartas estaban escritas en el pulcro francés del siglo diecinueve. También logró vender por crecidas sumas de dinero cartas escritas por Alejandro Magno a Aristóteles recomendándole al sabio griego “visitar al culto y noble pueblo galo”, y otras de Pascal a Newton, explicándole al científico inglés –en la época de la misiva un niño de 11 años de edad– las leyes de la gravitación universal. Esto es, fue Pascal el francés, no Newton el británico, el encargado de descubrir esas leyes. Ni Thiers ni sus contemporáneos se atrevieron a dudar de los pergaminos de Vrain Lucas porque todos estaban envueltos en la bandera tricolor. (Quienes osaron refutar las cartas de Vrain Lucas fueron obviamente los británicos. Pues el inmenso amor que sienten los franceses por sí mismos sólo es superado por el inmenso amor que sienten los ingleses por sí mismos. Por lo tanto, revelaron la superchería y llenaron de ridículo a Vrain Lucas. Pero únicamente en la isla, los franceses siguieron creyendo en el falsificador).
     Del mismo modo Arthur, el Duque Wolff, verificó a edad temprana que la sociedad norteamericana se derrite ante la curriculumcracia. Por lo tanto, sus resumés estuvieron plagados de sellos y de marcas prestigiosas. Y eso le abrió innúmeras puertas. Fue tal vez la única persona que podía exhibir un diploma de ingeniero graduado en La Sorbona. Como se sabe, esa institución se dedica exclusivamente al estudio de las humanidades.
     Con el diploma de ingeniero de La Sorbona, el Duque fue contratado como dibujante por la empresa aeronáutica Northrup. Y allí descubrió otra verdad de la plutocracia norteamericana: una vez se ingresa en una empresa prestigiosa, la única manera de librarse de los ineptos es echarlos a patadas escaleras arriba. De lo contrario, quienes aceptaron al inepto demuestran ser tan incompetentes como el contratado y sus empleos corren peligro.
     Una vez Arthur Wolff inició sus tareas en Northrup, su jefe descubrió que tanto Yale como Groton y la Sorbona habían olvidado enseñarle al ingeniero “el lenguaje, los símbolos y los métodos de la ingeniería”. Por suerte el Duque se hallaba todavía en su período de prueba y se lo podía despedir sin que nadie se alarmara. Pero en esa época los ingenieros de Northrup iniciaron una huelga, y la compañía se vio obligada a retener al Duque para que adiestrara a personal recién llegado. “El supervisor de mi padre”, cuenta el narrador, “le recomendó ascender con rapidez, para no verse obligado a hacer dibujos técnicos. Bastaba contratar a dibujantes capaces”.
     Una vez convertido en empresario del genio, El Duque Wolff construyó su circo de tres pistas. Y realmente, algunas de sus ideas eran geniales. Por ejemplo, las alas y los fuselajes de los aviones son sitios estrechos. Remachar articulaciones en esos sitios, o conducir cables, es una tarea casi imposible para personas de estatura normal. El Duque optó por ir a los circos donde contrató enanos, que podían realizar esas labores a la perfección. La idea cuajó, y empezaron a escasear los enanos. Por lo tanto, El Duque envió a exploradores con los bolsillos llenos de dinero para encontrar enanos a lo largo y a lo ancho de la ancha geografía estadounidense. (Era la época de la segunda guerra mundial, y del pleno empleo). Los exploradores ofrecieron trabajo a los enanos en hipódromos, donde trabajaban como jockeys, en agencias de empleo para artistas, en centros de diversiones y en ferias, donde era muy popular el lanzamiento del enano como si hubiera sido una pelota de fútbol.
     Un siglo después que Phineas T. Barnum, el inventor del circo moderno, casó al “general” Tom Thumb con la diminuta Lavinia Warren y les entregó, como regalo de bodas, una casa de muñecas para que vivieran en ella, El Duque Wolff entró a saco en el proletariado de los enanos y los incorporó al esfuerzo de guerra.

ALTIBAJOS

     Esa no fue la única enseñanza que El Duque adquirió de Barnum, uno de los escasos, auténticos, genios que ha brindado Estados Unidos junto con Thomas Alva Edison y el mago Harry Houdini. Otra de esas enseñanzas, tal vez la más importante, es que nunca vivimos, siempre estamos esperando empezar a vivir. Lo cual, en la existencia del Duque, se resume en esta frase: “De algo a algo mejor, y luego, directo a la nada”. Nadie sabe si su vida fue una espiral ascendente matizada por catástrofes, o la catástrofe el único factor perdurable en su vida, el atalaya desde el cual avizoraba todo lo perdido, y lo que aún faltaba por conquistar.
     El rescate del Duque hecho por su hijo Geoffrey parece hablar más de victoria que de fracaso. Pues el inolvidable personaje logró desintegrar su historia, comenzar de cero, recrearse a sí mismo. Como el Correcaminos, paseó velozmente por Estados Unidos dejando en todas partes explosivos de la marca Acme con la mecha encendida. A medida que avanzaba en su destrucción, pisaba la chancleta del embrague en autos cada vez más veloces, más costosos.
Sus fidelidades eran escasas, pero imperecederas: Un caballero siempre debía cumplir su palabra. Un caballero prefería la sencillez de los sentimientos. Un caballero escogía sus palabras con el mismo cuidado que escogía a sus amigos. Un caballero aceptaba la responsabilidad de sus actos y asumía con gusto la libertad de actuar sin ambigüedad alguna.
     Por cierto, ese mismo caballero de moral tan estricta nunca cancelaba sus deudas, se burlaba de las “burdas” advertencias de los acreedores que amenazaban con meterlo preso, y cuando las empresas de teléfonos le informaban que pensaban cortarle el servicio por falta de pago, llamaba a sus directivos “para persuadirlos que le permitieran seguir usando el teléfono pues lo necesitaba para llamar a personas dispuestas a prestarle dinero a fin de cancelar sus cuentas del teléfono”.
     Finalmente, El Duque sucumbió al alcohol y a las drogas, y fue internado en un hospital para enfermos mentales en Norwalk. Allí desplegó sus últimos fuegos artificiales, los gestos urgidos por su hijo para completar el retrato hablado.
     “El joven psicólogo le había dicho a mi padre que la única manera de salir del pozo en que se hallaba era por medio de la verdad”, cuenta Geoffrey Wolff. “Ahora bien, preguntó el psicólogo ¿Cuál había sido la más reciente actividad del Duque antes de su internación?”
     El padre le respondió que había trabajado mucho tiempo como psicólogo, pese a carecer de título o de experiencia. Pues el Duque Wolff estaba aferrado a una sola creencia irracional (tal vez maravillosa). Según él, nunca había que creer en la verdad. Por cierto, había logrado curas pasmosas con sus pacientes.





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