Mario Szichman
“Sé siempre tú
mismo, y si eso no basta, sé otro”.
Lema de la universidad de Princeton
Arthur Jacob
Wolff (1855-1936), el abuelo de Geoffrey Wolff, se proclamaba un racionalista.
Sin embargo, toda la vida se aferró a una creencia irracional: suponía que cada
palabra pronunciada nunca se extinguía y seguía “rebotando en la atmósfera”. (Eso
fue mucho antes del Internet). Algún día, pensaba el abuelo de Geoffrey Wolff,
cada palabra podría ser recuperada mediante algún instrumento y se cotizaría igual
que dinero en un banco.
Arthur II Wolff,
alias El Duque (1907-1970), padre de Geoffrey Wolff, era en cambio un
fetichista. No lo impresionaba tanto la historia de su familia, como los
artefactos que esa familia había ido diseminando a lo largo de su existencia.
Por lo tanto, en la relación con su hijo desarrolló “la vieja y triste historia
del atajo que se arroga el amor a través de las cosas”. Si el hijo de El Duque
se apasionaba por sellos o por monedas, “me llegaban álbumes”, con los
ejemplares ya emplazados en los casilleros, “pervirtiendo así ciegamente, la
naturaleza del deseo”. A diferencia de su progenitor, El Duque Wolff se aferró
toda la vida a una sola creencia, irracional y maravillosa: suponía que el
papel, impreso, estampado, rubricado aunque falso, era un sucedáneo de las
genuinas acciones requeridas para obtenerlo. Y durante toda su vida trabajó
arduamente para demostrarlo.
Geoffrey Wolff
(1938–) nieto de Arthur Jacob Wolff e hijo de Arthur II Wolff, parece haber
llegado al mundo exclusivamente para recuperar toda palabra encapsulada por sus
antepasados y reiterarlas en un libro. Aunque ha escrito seis novelas, varias
biografías, un volumen de ensayos y otras obras de “non fiction,” su obra más
conocida sigue siendo The Duke of
Deception: Memories of My Father (1979),
que Ediciones del Norte tradujo hace algunas décadas al español con el título
de Gato por Liebre. Y el libro de Geoffrey
Wolff parte de una creencia irracional y maravillosa: una vez existió el sueño
americano, y quien trató de concretarlo fue su padre.
EL DUQUE DE LA
DECEPCIÓN
La primera
versión que Geoffrey Wolff obtuvo de su padre, El Duque, fue este curriculum:
–Estudios: Groton
y Yale (dos prestigiosas casas de estudio).
–Actividades en
tiempos de paz: piloto de pruebas.
–Actividades en
tiempos de guerra: piloto en el Escuadrón de las Águilas, agente de los
partisanos yugoslavos, zapador en la Resistencia Francesa.
–Origen: aristocrático.
Estaba emparentado con los más nobles linajes de Europa.
“Es una hermosa
historia que podría narrar cualquier norteamericano perteneciente a un club
exclusivo”, dice el novelista. “El único problema es que se trataba de una
mentira. Mi padre era un artista del fraude”.
Ni estudió en Groton o Yale, ni fue agente del servicio secreto ni
provenía de la aristocracia.
“Mi padre era
judío”, dice Wolff. “Y eso nunca le pareció una buena idea. Por lo tanto,
decidió desintegrar su historia, comenzar de cero, recrearse a sí mismo, de la
cabeza a los pies. El trabajo que siempre lo mantuvo con la camisa pegada al
cuerpo era el de estafador”. Tanto su currículo universitario como sus
inexistentes proezas militares o su imaginaria prosapia “era el precio que
debía pagar para realizar negocios en una cultura donde solo interesan las
apariencias”.
EL OFICIO DE
NARRAR
Todas las
sociedades honorables se parecen entre sí, pero cada sociedad de pillos lo es a
su manera. Y esta última, en sus rutinas, contribuye a iluminar las diferencias
de su retrato en positivo.
Vrain Lucas, el
rey de los falsificadores, logró engañar a políticos franceses tan hábiles como
el tribuno Adolf Thiers, simplemente porque apeló a su patriotismo. El
estafador entregó a Thiers cartas de puño y letra de Lázaro, el resurrecto,
dirigidas a “Mi amado San Pedro”. Las cartas estaban escritas en el pulcro
francés del siglo diecinueve. También logró vender por crecidas sumas de dinero
cartas escritas por Alejandro Magno a Aristóteles recomendándole al sabio
griego “visitar al culto y noble pueblo galo”, y otras de Pascal a Newton,
explicándole al científico inglés –en la época de la misiva un niño de 11 años
de edad– las leyes de la gravitación universal. Esto es, fue Pascal el francés,
no Newton el británico, el encargado de descubrir esas leyes. Ni Thiers ni sus
contemporáneos se atrevieron a dudar de los pergaminos de Vrain Lucas porque todos
estaban envueltos en la bandera tricolor. (Quienes osaron refutar las cartas de
Vrain Lucas fueron obviamente los británicos. Pues el inmenso amor que sienten
los franceses por sí mismos sólo es superado por el inmenso amor que sienten
los ingleses por sí mismos. Por lo tanto, revelaron la superchería y llenaron
de ridículo a Vrain Lucas. Pero únicamente en la isla, los franceses siguieron
creyendo en el falsificador).
Del mismo modo
Arthur, el Duque Wolff, verificó a edad temprana que la sociedad norteamericana
se derrite ante la curriculumcracia. Por lo tanto, sus resumés estuvieron plagados de sellos y de marcas prestigiosas. Y
eso le abrió innúmeras puertas. Fue tal vez la única persona que podía exhibir
un diploma de ingeniero graduado en La Sorbona. Como se sabe, esa institución
se dedica exclusivamente al estudio de las humanidades.
Con el diploma
de ingeniero de La Sorbona, el Duque fue contratado como dibujante por la
empresa aeronáutica Northrup. Y allí descubrió otra verdad de la plutocracia
norteamericana: una vez se ingresa en una empresa prestigiosa, la única manera
de librarse de los ineptos es echarlos a patadas escaleras arriba. De lo
contrario, quienes aceptaron al inepto demuestran ser tan incompetentes como el
contratado y sus empleos corren peligro.
Una vez Arthur
Wolff inició sus tareas en Northrup, su jefe descubrió que tanto Yale como
Groton y la Sorbona habían olvidado enseñarle al ingeniero “el lenguaje, los
símbolos y los métodos de la ingeniería”. Por suerte el Duque se hallaba
todavía en su período de prueba y se lo podía despedir sin que nadie se
alarmara. Pero en esa época los ingenieros de Northrup iniciaron una huelga, y
la compañía se vio obligada a retener al Duque para que adiestrara a personal
recién llegado. “El supervisor de mi padre”, cuenta el narrador, “le recomendó
ascender con rapidez, para no verse obligado a hacer dibujos técnicos. Bastaba contratar
a dibujantes capaces”.
Una vez
convertido en empresario del genio, El Duque Wolff construyó su circo de tres
pistas. Y realmente, algunas de sus ideas eran geniales. Por ejemplo, las alas
y los fuselajes de los aviones son sitios estrechos. Remachar articulaciones en
esos sitios, o conducir cables, es una tarea casi imposible para personas de
estatura normal. El Duque optó por ir a los circos donde contrató enanos, que
podían realizar esas labores a la perfección. La idea cuajó, y empezaron a
escasear los enanos. Por lo tanto, El Duque envió a exploradores con los
bolsillos llenos de dinero para encontrar enanos a lo largo y a lo ancho de la
ancha geografía estadounidense. (Era la época de la segunda guerra mundial, y
del pleno empleo). Los exploradores ofrecieron trabajo a los enanos en
hipódromos, donde trabajaban como jockeys, en agencias de empleo para artistas,
en centros de diversiones y en ferias, donde era muy popular el lanzamiento del
enano como si hubiera sido una pelota de fútbol.
Un siglo después
que Phineas T. Barnum, el inventor del circo moderno, casó al “general” Tom
Thumb con la diminuta Lavinia Warren y les entregó, como regalo de bodas, una
casa de muñecas para que vivieran en ella, El Duque Wolff entró a saco en el
proletariado de los enanos y los incorporó al esfuerzo de guerra.
ALTIBAJOS
Esa no fue la
única enseñanza que El Duque adquirió de Barnum, uno de los escasos, auténticos,
genios que ha brindado Estados Unidos junto con Thomas Alva Edison y el mago
Harry Houdini. Otra de esas enseñanzas, tal vez la más importante, es que nunca
vivimos, siempre estamos esperando empezar a vivir. Lo cual, en la existencia
del Duque, se resume en esta frase: “De algo a algo mejor, y luego, directo a
la nada”. Nadie sabe si su vida fue una espiral ascendente matizada por
catástrofes, o la catástrofe el único factor perdurable en su vida, el atalaya
desde el cual avizoraba todo lo perdido, y lo que aún faltaba por conquistar.
El rescate del
Duque hecho por su hijo Geoffrey parece hablar más de victoria que de fracaso.
Pues el inolvidable personaje logró desintegrar su historia, comenzar de cero, recrearse
a sí mismo. Como el Correcaminos, paseó velozmente por Estados Unidos dejando
en todas partes explosivos de la marca Acme con la mecha encendida. A medida
que avanzaba en su destrucción, pisaba la chancleta del embrague en autos cada
vez más veloces, más costosos.
Sus fidelidades
eran escasas, pero imperecederas: Un caballero siempre debía cumplir su
palabra. Un caballero prefería la sencillez de los sentimientos. Un caballero
escogía sus palabras con el mismo cuidado que escogía a sus amigos. Un
caballero aceptaba la responsabilidad de sus actos y asumía con gusto la
libertad de actuar sin ambigüedad alguna.
Por cierto, ese
mismo caballero de moral tan estricta nunca cancelaba sus deudas, se burlaba de
las “burdas” advertencias de los acreedores que amenazaban con meterlo preso, y
cuando las empresas de teléfonos le informaban que pensaban cortarle el
servicio por falta de pago, llamaba a sus directivos “para persuadirlos que le
permitieran seguir usando el teléfono pues lo necesitaba para llamar a personas
dispuestas a prestarle dinero a fin de cancelar sus cuentas del teléfono”.
Finalmente, El
Duque sucumbió al alcohol y a las drogas, y fue internado en un hospital para
enfermos mentales en Norwalk. Allí desplegó sus últimos fuegos artificiales,
los gestos urgidos por su hijo para completar el retrato hablado.
“El joven
psicólogo le había dicho a mi padre que la única manera de salir del pozo en
que se hallaba era por medio de la verdad”, cuenta Geoffrey Wolff. “Ahora bien,
preguntó el psicólogo ¿Cuál había sido la más reciente actividad del Duque
antes de su internación?”
El padre le
respondió que había trabajado mucho tiempo como psicólogo, pese a carecer de
título o de experiencia. Pues el Duque Wolff estaba aferrado a una sola
creencia irracional (tal vez maravillosa). Según él, nunca había que creer en
la verdad. Por cierto, había logrado curas pasmosas con sus pacientes.
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