Mario Szichman
Cuando fui a
entrevistar a Ira Levin, para The
Associated Press, el escritor ya había publicado A Kiss Before Dying (1953); Rosemary's
Baby (1967); This Perfect Day
(1970); The Stepford Wives (1972) y The Boys from Brazil (1976). En el
momento en que visité su apartamento, Levin estaba por lanzar Sliver (1991), un technothriller que tenía como protagonista a un edificio dotado de
todos los sistemas de vigilancia imaginables.
La idea se
le ocurrió un día en que decidió comprar un telescopio para explorar el mundo
desde su espectacular penthouse,
situado en la zona neoyorquina de Carnegie Hill.
“Lo primero
que descubrí”, me dijo, “es que en cada ventana había un telescopio igual mío.
Es obvio que nos hemos convertido en una civilización de espías”. Levin pensó
que la transformación de un edificio en un personaje podía tener sus
inconvenientes, pero también recompensas. “El resultado”, señaló, “fue un
rascacielos con ojos y oídos en cada habitación, inclusive en las más privadas,
controlado por un asesino que considera espiar a otras personas la cosa
verdadera, una especie de telenovela contemplada todas las noches por Dios”.
Poco
después, Sliver fue llevada al cine,
como la enorme mayoría de las novelas de Levin. Por otra parte, su obra de
teatro Deathtrap (1978) fue el thriller de más larga duración en
Broadway, antes de su versión cinematográfica, en 1982, protagonizada por
Christopher Reeve, Michael Caine, y Dyan Cannon.
Levin fue
uno de los escritores “de segunda” más exitosos de Estados Unidos, aunque, como
en los casos de Cornell Woolrich, H.P. Lovecraft, o Philip Dick, uno querría
saber quienes son los escritores “de primera” que pueden ponerse a su altura.
Cada una de sus novelas alteró un género narrativo. Después de A Kiss Before Dying, el policial
norteamericano es diferente. La historia de Bud Corliss, un amable homicida que
asciende en la escala social gracias al asesinato de una serie de hermanas,
impulsó el género en una dirección distinta. El asesino había dejado de acechar
afuera, y era, o pretendía ser, “uno de los nuestros”.
Fue una obra
de juventud. “En esa época tenía 24 años”, me dijo Levin, “y mis padres me
habían dicho que si no triunfaba rápido con alguna novela, debería ponerme a
trabajar”.
¿Cuáles eran
sus maestros? Levin me habló con gran admiración de Cornell Woolrich,
especialmente de su novela Phantom Lady.
Woolrich, quien escribía también con los sobrenombres de William Irish y George
Hopley, pues su producción era tan vasta que necesitaba seudónimos para poder
publicar en distintas editoriales hasta tres libros por año, fue un favorito de
los lectores norteamericanos en las décadas del treinta y del cuarenta del
siglo pasado. Tal vez sus plots no
resultan hoy muy plausibles, pero, como ocurre con las novelas de James Cain,
nadie ha abandonado la lectura de un thriller
de Woolrich al llegar a la mitad. Su rasgo principal eran las tramas donde
un simple error del héroe o de la heroína abría las compuertas al apocalipsis.
En Phantom Lady, una suave disputa conyugal concluía con el marido acusado del
asesinato de su esposa. La única testigo que podía demostrar su inocencia, una
mujer que lucía un ridículo sombrero y había conocido en un bar, era imposible
de encontrar.
El embrujo
de Woolrich estaba en el ritmo y en la urgencia de su prosa. Levin absorbió del
maestro esa atmósfera de ruina y perdición, y la revistió de suave ironía, y de
una gran precisión al describir personajes y situaciones.
(Stephen
King dijo que Levin era “el relojero suizo de las novelas de suspenso. Al lado
de él, nosotros somos relojeros baratos, de esos que trabajan en fuentes de
soda”).
Pero Levin
estaba más interesado en la reinvención de géneros que en mantenerse en la
senda del policial. Además, revelaba una gran parsimonia con la narrativa, pues
se ganaba la vida sin problemas escribiendo para la radio, la televisión, y
para musicales de Broadway. Recién 14 años después de A Kiss Before Dying, en 1967, publicó Rosemary's Baby y alteró no solo el esquema de las novelas de
horror, sino la manera en que los neoyorquinos empezaron a examinar Manhattan.
This
Perfect Day es una distopia, al estilo de 1984 y Un mundo feliz. The Stepford
Wives es otra obra de ciencia ficción y una suave burla al movimiento
feminista. Es la historia de una fotógrafa, Joanna Eberhart, una joven madre
que empieza a sospechar de la complacencia de sus vecinas, residentes de una
idílica comunidad de Connecticut. Finalmente descubre que las mujeres son
robots creados por sus esposos. Y luego está
The Boys from Brazil, otra
inquietante distopia donde un médico nazi ha diseñado clones de Adolfo Hitler a
fin de crear una nueva raza de superhombres. La película contó con algunos
monstruos sagrados. Gregory Peck
interpretó al doctor Joseph Mengele, y Lawrence Olivier a un cazador de nazis.
También actuaron James Mason, Lily Palmer, y Bruno Ganz.
Sin embargo,
la perla de la corona sigue siendo El bebé de Rosemary.
Levin me
dijo que tras A Kiss Before Dying
quiso crear una novela de horror, pues le parecía un género capaz de ser
renovado. Deseaba, además, que transcurriera en Manhattan. No advirtió en ese
momento la riqueza de posibilidades que se abrían. Su único interés era ahorrar
tiempo. Una ciudad que conocemos puede brindarnos muchas satisfacciones, me
dijo. Hasta que descubrimos lo poco que sabemos de ella.
Uno puede
imaginar tranquilamente el horror en Transilvania, o en un área rural de Inglaterra, inclusive
en un Londres impregnado de neblina pero
¿es posible traer horror a una ciudad tan moderna como Nueva York? (En esa
época, Osama bin Laden tenía 10 años de edad).
Luego de
estudiar famosas novelas del género, Levin descubrió que la parte de mayor
suspenso precede a la aparición del pánico. Un día, mientras asistía a una
conferencia (“A la que no presté la menor atención”, me dijo) descubrió que un
feto podía convertirse en algo siniestro si el lector descubría un desarrollo
maligno, diferente al esperado. “Imagínese”, me dijo, “Nueve meses totales de
espera, con un horror germinando dentro de la heroína!”.
El tema era
delicado, y podía causar repulsión y disgusto. “Sólo me quedaban dos
posibilidades”, dijo. “O la infortunada heroína había quedado embarazada por
mediación de un extraterrestre o su seductor había sido el diablo”. Pero el
extraterrestre no convencía al novelista. Como sujeto carecía de atractivo o de
verosimilitud. En cambio el diablo … “Entre un extraterrestre y Satán, la
elección estaba decidida. Aunque ni un por un momento creía en sus poderes
demoníacos”, reconoció.
Una vez
elaborada la trama, había que anclar sólidamente esa historia increíble en una
ciudad muy real como Manhattan.
Levin empezó
a revisar los periódicos de manera cotidiana, desde las noticias policiales
hasta la huelga de autobuses, los musicales de Broadway, y las elecciones para
la alcaldía, mientras Guy y Rosemary, los protagonistas, aguardaban primero con
gran ilusión, luego con creciente terror, al advenimiento de su
primogénito.
“En
realidad, mi historia era un remake
de la historia de María y Jesús”, señaló el escritor. “Aunque el padre de la
criatura no era precisamente José”.
El libro se
convirtió en un bestseller, Truman
Capote escribió un elogioso comentario, y por una casualidad que se pareció
bastante a un milagro, los derechos de filmación pasaron de William Castle, un
productor y director de mediocres películas de horror, a Paramount Pictures, que contrató como director a una joven promesa
del cine polaco: Roman Polanski.
“El
resultado fue la más fiel adaptación de una de mis películas”, me dijo Levin.
No sólo Polanski incorporó páginas completas del diálogo de la novela. Hasta
usó los colores específicos mencionados para la decoración del apartamento. Y
el director mostró ser un creador tan o más obsesivo que Levin.
“En una
escena, Guy, el protagonista (interpretado por John Cassavetes) dice que desea
comprar una camisa que ha visto anunciada en la revista The New Yorker”, me contó Levin. Pues bien, Polanski quiso que en
el filme apareciera el número de la revista donde Guy había descubierto la
camisa. “En realidad”, indicó el escritor, “puse el detalle de la revista sin
verificar si publicitaba camisas de hombre. Me imaginé que The New Yorker debía divulgar avisos de camisas. Pero luego
descubrí que había estado equivocado. Tuve que confesarle a Polanski que el
detalle era una pura invención”.
El filme se
convirtió en un enorme éxito de taquilla, que volvió a propulsar las ventas de
la novela. Cuando entrevisté a Levin, en 1991, ya había vendido más de cuatro
millones de ejemplares.
Levin
demostró en la novela su enorme capacidad para decir más con menos. Y Polanski
fue un obediente ejecutor de sus deseos. En los segundos finales de la
película, la cámara muestra, en un cuadro de menos de un segundo de duración,
los aterradores ojos del bebé procreado por Rosemary Woodhouse. La imagen, pese
a su fugacidad, tiene una enorme carga. Levin me dijo que muchas personas lo
detenían en la calle para preguntarle si realmente se veían los ojos del bebé
en el filme. “Unos decían que habían visto los ojos, y otros decían que no.
“Pero los ojos sí aparecían”, me dijo el autor. “En apenas un cuadro. Por lo
tanto, si alguien parpadeaba, no alcanzaba a observarlos”.
La sutileza de la novela, y del filme, fue reemplazada luego por desagradables secuelas que no figuraban en el guión. Tres años después de finalizar el rodaje, Sharon Tate, la esposa de Polanski, embarazada de ocho meses, fue asesinada junto con otras ocho personas por el clan Manson, y en el edificio donde se rodó la mayor parte de la película, el Dakota, fue asesinado, un 13 de diciembre de 1980, el cantante John Lennon.
No leí la novela. Pero vi la película y recuerdo perfectamente el terror sofocante... en Manhattan! En la calle llena de gente yendo y viniendo! En un hermoso día soleado! Ni niebla, ni tinieblas, ni monstruis. Hay que ser un genio
ResponderEliminarAñado: Como Hitchcock en Strangers on a Train: quién otro es capaz de convertir los caballos de un merry-go-round, asociados a dulces recuerdos de infancia, en un objeto de terror
ResponderEliminarDaniel: gracias por tu comentario. ¡Qué buena la asociación del terror a pleno día de El bebé de Rosemary con la escena del merry-go-round en Strangers on a Train! Es cierto, Sólo Hitchcock podía unir el terror a uno de los pasatiempos más agradables de nuestra infancia.
ResponderEliminarPor cierto, Polanski acató fielmente la novela de Ira Levin. Creo que el toque de genio de Polanski fue la selección de sus actores y actrices. Ira Levin me dijo que sólo presionó para que eligieran a Mia Farrow en el papel de Rosemary. Pero el gran John Cassavetes está insuperable en su rol y Ruth Gordon, ni se diga. (¿es que alguna vez actuó mal?). Pero siempre me impresionó la actuación de Sidney Blackmer interpretando al hechicero Roman Castevet. Y curiosamente, un detalle lo hacía muy seductor y maléfico: un pequeño aro que lucía en el lóbulo de su oreja derecha. Blackmer, por cierto, prefería el teatro al cine. Y eso se ve claramente en la película. Realmente, disfruté mucho escribiendo la nota, así como me encantó hablar con Ira Levin. Tenía la placidez y humildad que suelen ser los atributos de un genio.